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Espiral (Guadalajara)

versão impressa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.20 no.56 Guadalajara Jan./Abr. 2013

 

Teoría y debate

 

Al margen del poder y de la comunidad: la "cultura Política" del clientelismo

 

On the margins of power and the community: the "Political Culture" of clientelism

 

Lucía Mantilla*

 

* Profesora investigadora en el Departamento de Estudios en Educación. Universidad de Guadalajara. luciamantill@gmail.com

 

Fecha de recepción: 05 de diciembre de 2012
Fecha de aceptación: 08 de febrero de 2013

 

Resumen

Este trabajo busca destacar la diferencias entre los conceptos político, política y cultura política, con el fin de arribar a la imposibilidad de situar el clientelismo en el lugar vacío, instituyente y discursivo donde se ubica lo político; de este modo, también resulta más claro vislumbrar la distancia entre el clientelismo y las relaciones de poder. Si el clientelismo es una cultura política, es necesario agregar que opera, a la inversa, inhibiendo y ahogando la política. El clientelismo funciona a través del control de recursos y la distribución de privilegios entre los próximos; cuando se le ve como intercambio recíproco, teñido de valores morales como la lealtad y la solidaridad, se remite a la clásica tipología histórica que opone comunidad y sociedad moderna. Esta perspectiva resulta insostenible a la luz de la propuesta de Roberto Esposito.

Palabras Clave: político, política, cultura política, clientelismo, comunidad.

 

Abstract

This paper intends to underscore the differences among the concepts of politician, politics and political culture, so as to arrive at the impossibility of locating clientelism on the empty, instituting and discursive spot where the political aspects are located; this way it is also all the clearer to make out the distance between clientelism and power relations. If clientelism is political culture, it is necessary to add that it operates in reverse, inhibiting and smothering politics. Clientelism works through the control of resources and the distribution of privileges among the closer associates; when it is regarded as reciprocal exchange, disguised of moral values such as loyalty and solidarity, it refers back to the classic historical typology that opposes community to modern society. This perspective results insustainable in light of the proposal by Roberto Esposito.

Key words: politician, politics, political culture, clientelism, community.

 

Lo político, la política y la cultura política

En el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española, las palabras "político" y "política" figuran como sinónimas y abarcan cuestiones tan diversas como los principios, las directrices y actividades y aun a las personas que, de modo profesional o esporádico, participan en tanto político o como política, o solamente se comportan de un modo cortés, aunque reservado. Esta ambigüedad, inscrita también en el lenguaje cotidiano, dificulta una distinción ya de por sí compleja en el pensamiento social y a la que, como si fuera poco, se le agrega la conocida polisemia del concepto "cultura", cuando se trata de reflexionar sobre la cultura política.

Arditi (1995) nos permite comprender que fue Schmitt quien abrió la posibilidad de analizar lo político como constitutivamente autónomo, y propio del conflicto, al margen del contenido sustantivo que éste adquiera en un un momento dado. Para Schmitt, el conflicto conserva un carácter grupal, es decir, se da entre amigos y enemigos, pero en el sentido heurístico, ya que la confrontación entre "nosotros" y "ellos"/"los otros" no está mediada —en el ámbito de lo político— por el afecto o el odio personal.

Ariditi (Ob. cit.: 339), subraya que Schmitt se aleja de los enfoques que intentan circunscribir lo político al conjunto de las instituciones estatales; lo político no se restringe ni se agota en ellas, es autónomo en tanto que incide en la totalidad del tejido social, más precisamente: "Esto no significa que todo es político, sino que todo es politizable".

Ahora bien, una vez que el pensamiento liberal estableció la institucionalización del Estado-nación, la política quedó sujeta a los límites territoriales y al marco institucional. Lo político, en cambio, permanece móvil y ubicuo, no está confinado a marcos institucionales o definido por éstos. Arditi llama a este espacio, público virtual, y refiere con ello a un espacio más allá de la calle, cruza la frontera entre lo público y lo privado, escapa de los límites territoriales que, en cambio, delimitan el campo de la política y también —dicho sea de paso—de la policía.

Con el fin de clarificar la autonomía de lo político y su incidencia en la totalidad del tejido social, Retamozo (2009: 80) trae a cuenta el ejemplo de Castoriadis, que enseña que lo político afecta áreas donde su incumbencia no es obvia, como el lenguaje: pues qué usos y qué idioma se instituye como dominante, es un asunto político. Este ejemplo es útil también para comprender el constante esfuerzo de lo político por constreñir y delimitar el carácter inabarcable de Lo Social —nótense las mayúsculas— que Retamozo (Ob. cit.: 78) define como "un conjunto de prácticas sociales, históricas, sedimentadas, heterogéneas, potencialmente infinitas e indeterminadas".

Así, lo político implica —necesariamente— una operación discursiva, una producción articulada de sentidos; a través de esta producción intangible, por llamarle de algún modo, lo político opera sobre el sedimento de Lo Social para dar lugar a la sociedad, en tanto orden instituido e histórico.

Ahora bien, esta perspectiva se enriquece y se hace más compleja desde una mirada topológica que sitúa lo político en el lugar vacío, el lugar entre Lo Social —que es indefinido y opera como condición de posibilidad— y "la sociedad".

Esta perspectiva remite al concepto de comunidad en Esposito, pero también a la nada que nos une, en términos de Jean-Luc Nancy (2003: 17), donde esta nada es algo que no es una cosa, que no puede ser observable en algún lado, "[a] semejante lugar se le denomina sentido". El lugar vacío refiere, entonces, a la imprescindible búsqueda de sentidos y de significados y, sin duda, a la libertad humana. No podría concebirse de este modo si se partiera de que Lo Social y la sociedad obedecen a la voluntad divina, a un destino o a leyes de cualquier índole.

Ahora bien, no todo discurso político logra tener credibilidad, pero aun cuando llega a ser hegemónico, delimita la infinitud de Lo Social solamente de modo parcial; es decir, sin poder abarcarlo del todo, ya que Lo Social excede las posibilidades de asignación de sentido. Por otra parte, también Lo Social restringe, a su vez, el campo del discurso a lo históricamente posible.

A lo largo de su trabajo, Retamozo (2009), al reflexionar en el marco de la perspectiva de Castoriadis, destaca la función instituyente y simbólica de lo político, mientras que la política remite a la esfera de lo instituido, corresponde a un sector particular de actividades, relaciones, instituciones; así, la política opera de modo similar a como lo hacen otros campos como el económico, el cultural y el jurídico, e implica una lógica instrumental de administración sobre lo ya instituido. Así, la distinción entre lo político y la política hace referencia a características, funciones y racionalidades distintas.

Más aún, lo político remite al poder, entendido como la capacidad para estructurar el campo de acción posible de los otros. En tanto que las relaciones políticas no son solamente relaciones de poder, también pueden ser relaciones de fuerza; en este último caso refieren a la capacidad de imponer algo a terceros (Arditi, Ob. cit.: 337).

Consistente con la reflexión previa, las relaciones de poder de ningún modo se restringen o agotan en la relación con las instituciones del Estado, con el gobierno. Por el contrario, el poder y las relaciones de poder son omnipresentes en el sentido otorgado por Foucault (2002); así, el poder circula, se ejerce en red y, en ella, los individuos siempre están en situación de sufrirlo, pero también de resistirlo y de ejercerlo.

En una sociedad como la nuestra —aunque también, después de todo, en cualquier otra—, múltiples relaciones de poder atraviesan, caracterizan, constituyen el cuerpo social; no pueden disociarse, ni establecerse ni funcionar sin una producción, una acumulación, una circulación, un funcionamiento del discurso verdadero. No hay ejercicio de poder sin una cierta economía de los discursos de verdad que funcionan en, a partir y a través de ese poder. El poder nos somete a la producción de la verdad y sólo podemos ejercer poder por la producción de la verdad. Eso es válido en cualquier sociedad, pero creo que en la nuestra esa relación entre poder, derecho y verdad se organiza de una manera muy particular (Foucault, 2002: 34).

Ahora bien, hoy por hoy, prevalece —habría que agregar que como discurso político hegemónico— una concepción del poder como si fuese algo concreto que se posee y se puede transferir o ceder para constituir un poder, una soberanía política; así, la constitución del poder político —público— se concibe dentro de una funcionalidad económica, según el modelo de una operación jurídica, que corresponde al orden del intercambio contractual (Foucault, 2002: 27).

Por otra parte, en la sociedad contemporánea, el Estado no es solamente otra de las formas de las relaciones de poder; no porque todas las relaciones de poder deriven de él, sino porque han quedado a su custodia o control "uno podría decir que las relaciones de poder han sido progresivamente gubernamentalizadas, es decir, elaboradas, racionalizadas y centralizadas en la forma de —o con de los auspicios— instituciones del Estado" (Foucault, 1983: 19).

Quizás es en Hannah Arendt (2006) donde la idea del poder se ata de un modo más estrecho al discurso, pero el poder también se expresa como acción en el ámbito de la política, es decir, se refiere al ser humano como actor. El concepto de poder, en Arendt, es ajeno al de la dominación —y por tanto, a la violencia—y no puede ser más que un asunto exclusivamente humano ya que: "Poder corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido" (60).

Para ella, el poder descansa en la opinión y en el número. Baste agregar que la dominación es, claramente, distinta a la autoridad; esta última emerge del reconocimiento, no necesita, por tanto, de la coerción.

Ahora bien, a diferencia del poder, la violencia actúa sin argumentación, sin palabras (86). No existe la posibilidad, en el pensamiento de Arendt, para actuar con violencia deliberada, puesto que la violencia estalla como acto, en la forma inmediata de la rabia. La justificación de la violencia se da a posteriori y deriva de los espectadores. Pero, en su opinión, lo que necesita justificación no puede ser la esencia de nada; la paz, en cambio, no necesita justificación ya que es un fin en sí misma, al igual que el poder, ya que: "El poder pertenece a la misma categoría; es, como dicen, 'un fin en sí mismo'. El poder no necesita justificación, siendo como es inherente a la verdadera existencia de las comunidades políticas; lo que necesita es legitimidad, la violencia puede ser justificable, pero nunca será legitima".

En el orden de esta reflexión, para Arendt es una quimera que se considere legítimo el monopolio estatal de la violencia; las leyes, en tanto reglas del juego, gobiernan a los hombres que han consentido en dicha regulación; no son imperativos sino directivos. Lo que vale de la ley es el consenso sobre su existencia, más exactamente, su validez deriva de que contienen un pacto. Así, ni el poder ni la ley pueden pensarse en términos de dominación (132-133).

Hilb (2000: 77) realiza una seria reflexión sobre el conjunto de las obras de Arendt, y nos permite comprender su mirada crítica hacia la sociedad moderna, donde se ha marginado la capacidad del hombre para actuar de forma concertada, en beneficio del hombre como productor o reproductor-consumidor: "La deriva del mundo moderno ha desplazado la violencia social del ámbito privado o semi-privado al ámbito de lo público-estatal, convirtiendo a éste en un medio para un fin extrínseco... tornando verdadera la concepción que ve a la política sólo un medio para un fin extrínseco".

Para Esposito (2005), la cercanía de la violencia con la ley es evidente, no sólo porque la violencia precede a la ley; esto es, el origen Romano de la ley es el botín; sino, y quizá sobre todo, porque el derecho funge como un sistema inmunitario: protege a la comunidad de los conflictos, integrándolos de modo preventivo; así, el derecho presupone la existencia del mal, de la violencia que debe enfrentarse mediante su uso —tal como hace una vacuna— incluyéndola en los confines de la vida. Ahora bien, la inmunización que comienza en el mundo del derecho se extiende en la sociedad moderna a los ámbitos de la economía, la política, la cultura, etcétera. Este proceso de inmunización hoy se expresa con un léxico explícitamente médico, así, las barreras contra la inmigración clandestina, la extradición, las estrategias para neutralizar el último virus informático, aquellas contra el sida, contra un ataque bacteriológico, entre otras, corresponden al mismo horizonte de sentido: respuesta de protección ante el peligro de la intrusión y el contagio. Más aún, en Esposito, la modernización produce la modalidad de inmunización de toda forma de comunidad; es decir, establece la primacía de la sociedad, de la economía, de la técnica y, por supuesto, del contrato, por encima del dato primario de la relación que, como veremos, caracteriza a la comunidad. Habría que agregar que en el marco del pensamiento sociológico, en opinión de Esposito (2003), es Parsons quien constituye el reverso mismo de la comunidad. Más bien dicho, su doble inmunización: en vez de detenerse en la no relación, Parsons teoriza una relación de individualidades no relacionadas. En este contexto, los diversos trabajos de Roberto Esposito —y de los colegas que cita o con los que trabaja— reflejan su preocupación por la ausencia de sentido y la despolitización moderna.

Es también en el marco de esta preocupación, que se entiende el esfuerzo por distinguir lo político de la política; puede decirse que aunque la democracia constituye actualmente la forma legítima de la política, ésta ya no remite al significado —político— que le dio origen, o expresa, de modo exacerbado, la ambigüedad originaria del concepto. Así, Agamben (2010: 11) sintetiza de modo claro la problemática del concepto democracia, ya que "designa tanto la forma de legitimación como las modalidades de su ejercicio. Como es evidente para todo el mundo que, en el discurso político contemporáneo, ese término se relaciona más frecuentemente con una técnica de gobierno —que, como tal, no es para nada tranquilizador—". Para Badiou (2010: 18), la idea de la democracia se ha convertido en un emblema en la sociedad contemporánea, es decir, en una palabra que se ha vaciado de sentido, aunque permanece intocable en el sistema simbólico. El vaciamiento de sentido coincide en él también con la sociedad de consumo, ya que la democracia actual no admite más que el sujeto del disfrute e incluso del disfrute sin trabas de ropa, de zapatos Nike, de drogas, pero "la propia vida democrática termina en la conciencia crepuscular de que todo tiene un mismo valor, pero no vale nada... así es el paso del tiempo".

En cualquier caso, es justamente en el contexto de la política en la sociedad moderna, es decir, entendida ésta como democracia, que puede comprenderse el clásico concepto de cultura política de Almond y Verba (1989). Efectivamente, como ellos mismos afirman en múltiples ocasiones a lo largo de todo el texto, su preocupación se dirige a someter las premisas de la democracia a la prueba empírico-cuantitativa, para ver qué tanto se expresan o sobreviven en las opiniones y actitudes de las personas encuestadas en diversos países.

Podría recalcarse aún más, para introducirnos ya en el análisis del clientelismo, que la encuesta se dirige también a conocer la participación del individuo encuestado pero no en tanto good man, sino en tanto ciudadano (Almond y Verda, Ob. cit.: 120). Resta agregar que la participación política en la democracia no se restringe, idealmente, a la participación en procesos electorales. Incluso cuando los autores se refieren a la participación informal —face-to-face groups— lo hacen refiriéndose a las personas que fusionan su rol de amigos y vecinos con el de ciudadanos, con el objeto de presentar demandas al gobierno y señalan que el intento de influir en éste remite al corazón del proceso democrático. Aquí es necesario agregar que ellos subrayan que este tipo de participación es diferente —textualmente: "profoundly different"— a la que se da en los estados totalitarios, donde, a la inversa, el Estado toma control de los grupos informales —familia y amistad— que entonces son penetrados, para apoyar sus intentos de propaganda y control (154).

Como es sabido, uno de los cinco países estudiados por Almond y Verba es México, donde encontraron una cultura política aspiracional en las diversas variables analizadas. La Encuesta Nacional de Cultura Política y Prácticas Ciudadanas —a cargo del INEGI y la Secretaría de Gobernación— da cuenta de la persistente influencia del pensamiento de estos autores. Aunque también el concepto de cultura política aspiracional y la metodología cuantitativa empleada, han sido objeto de valiosas reflexiones críticas; quizá la reciente y más devastadora es la de Castro y Tejera (2009).

En este trabajo me limitaré a señalar la ineficacia de la encuesta si se piensa que los resultados desde 1955 a la fecha, se han modificado muy poco, y muestran —básicamente— la terca e incansable relación negativa de la población encuestada en México con las variables propuestas por estos autores y apenas si modificadas en la actualidad. Es decir, como he señalado:

Por supuesto este carácter "aspiracional" de la cultura política, estudiada desde la perspectiva de Almond y Verba, no deja de ser problemática; de este modo la cultura política no existe más que como deseo, quizás como potencia, a lo sumo como espera; por tanto, si bien se nos permite comprender qué es lo que no existe en la cultura política mexicana, resulta incapaz de ayudarnos a comprender —por la vía metodológica que propone y por las preguntas que plantea— qué es lo que sí es posible observar, qué llena el vacío, qué hay atrás de esos continuos, persistentes, masivos y múltiples "no": no al interés por la política, no a la participación ciudadana, no a la confianza en los partidos, no a la confianza interpersonal, etcétera (Mantilla, 2012: 145).

El trabajo de García (2001: 450) permite comprender que los estudios realizados durante 18 años posteriores a la publicación de The civic culture, no proporcionan elementos para pensar en que la ambivalencia en la cultura política del mexicano, "aspirativo" pero alienado políticamente, se haya modificado sustancialmente; aunque después de 1968 se genera una percepción más crítica de la figura presidencial, mayor involucramiento en decisiones de carácter local y un cambio respecto a la mayor aceptación de la democracia.

Puede haber diversas y quizá complementarias explicaciones que nos permitan comprender por qué persiste una cultura política aspiracional en México. Mi hipótesis es que se debe a la también continua persistencia del clientelismo, pero este último no puede ser considerado como una cultura política; en todo caso, y en el marco de la reflexión anterior, puede comprenderse como una cultura antipolítica.

Destacaré aquí la valiosa aportación de Caciagli (1996), quien distingue explícitamente el clientelismo, de la cultura política clientelar y, por tanto, permite mucho más directamente destacar tensiones y contradicciones que también están presentes en otros trabajos teóricos sobre el clientelismo y que creo pueden evidenciarse teniendo en cuenta la reflexión previa, sobre lo político, la política y la cultura política.

 

El clientelismo: predominancia del control y de la fuerza

Para Caciagli,

El clientelismo sirve para estudiar relaciones informales de poder. Las relaciones son tendencialmente estables, se basan en intercambio de favores entre dos personas en posición desigual, cada una de ellas interesada en buscar un aliado más fuerte o más débil. El clientelismo ha sido definido como una "relación diádica". En virtud de la cual una persona de status más elevado, el patrono utiliza su influencia y sus recursos para facilitar protección y beneficios a una persona de status inferior, el cliente, que ofrece servicios y /o apoyo. Es por tanto una relación de poder personalizada, que implica un beneficio social reciproco y mutuamente beneficioso. (Ob. cit.: 18)

Detengámonos aquí para reflexionar sobre el concepto de poder en este tipo de relaciones. Es evidente que el carácter personalista del vínculo clientelar ya lo aleja de la noción de poder vinculada con lo político en tanto propio del espacio público virtual, al que he referido antes. Adicionalmente, como se observa, este tipo de relación refiere a un intercambio instrumental de favores en la forma de beneficios, mediado por el control de diversos recursos.

Los que intercambian los favores están ya situados en una relación de desigualdad, ocupan diferentes (¿acaso políticas?) posiciones, puede deducirse que el patrón es dominante, más fuerte, en tanto que controla más, o quizá más valiosos recursos, que el débil cliente. Quisiera llamar la atención sobre el tema de la competencia, ya que a pesar de que la relación tiende a ser estable, permanece amenazada por la incertidumbre y la competencia; más aún, cada uno está interesado en buscar un aliado más fuerte o más débil.

Ahora bien, aunque el carácter personalizado del vínculo primario de la relación patrón-cliente usualmente subsiste, en realidad continúa como una especie de eslabón; estas relaciones se extienden más allá de dos personas: las más complejas son entre roles, razón por la cual el mismo actor puede ser patrono de subalternos y cliente de los más poderosos. Un conjunto de roles forma una red clientelista, estructurada en cadenas piramidales (Caciagli, Ob. cit.: 19).

Por otra parte, en términos generales, la literatura sobre el tema refiere a dos formas de intercambio clientelar, pero observemos cómo en ambos el poder está ausente. Así, en el intercambio generalizado —que tiende a presentarse más en el contexto rural— el intercambio se da en el marco de complejos arreglos culturales que convocan connotaciones éticas y morales, incluso el intercambio puede ser exclusivamente simbólico. El intercambio instrumental —que tiende a darse en los contextos urbanos— implica un cálculo racional de bienes y servicios específicos, aquí la lealtad es débilmente garantizada, tiene más el carácter de una expectativa.

Ciertamente, el proceso de modernización, e incluso de democratización, no elimina el clientelismo; son ahora los políticos profesionales quienes distribuyen recursos públicos y favores a cambio de apoyo electoral. Cesan los sentimientos de obsequio, respeto, temor, que se tenían por el patrón en el viejo clientelismo. En el intercambio instrumental, los clientes pueden medir y comparar los beneficios que ofrecen diversos patronos, pero también "Entre los patronos nace y crece la competencia... el intercambio de bienes toma un carácter claramente material, tangible... El conjunto de estos fenómenos produce el rasgo crucial del nuevo clientelismo: el incesante aumento de los costos del intercambio" (Caciagli, Ob. cit.: 22).

Es, pues, evidente que el clientelismo refiere a relaciones de intercambio que derivan del control y la fuerza; más exactamente, a relaciones políticas de fuerza, entendidas —como hemos visto arriba— como la capacidad de controlar las acción de otros y, por tanto, muy distantes de la reflexión que ata el poder y el discurso. Este último aspecto queda mucho más claro en la siguiente afirmación que precisamente cancela la posibilidad de comprender el clientelismo en el marco de las relaciones de poder: el clientelismo implica relaciones sociales "precontractuales" y relaciones políticas no ideologizadas. Estas relaciones no se basan en solidaridades colectivas, sino en intereses particulares siguiendo pautas de valores individualistas y particularistas (Caciagli, Ob. cit.: 19).

Pero, insisto, en tanto relaciones políticas desideologizadas, estas relaciones quedan situadas aún más lejos de las de poder a las que, como se ha señalado arriba, se ata un sentido. Dicho de otro modo, el clientelismo es una relación de intercambio, sea que tome la forma de uno generalizado o la forma contractual, este intercambio no puede sustentarse en un discurso que vincule el bien con el poder, ni puede sustentarse en el derecho que legitimaba el poder real (en el sentido monárquico) en la sociedad medieval; claramente, el clientelismo también carece de "la idea" trascendente; esto es, no yace en la relación clientelar el vínculo discursivo que articula y da sentido a la relación entre el representante y los representados en la sociedad moderna (Esposito, 2006: 93). Adicionalmente, cuando lo que se intercambia son bienes públicos, es decir, cuando el intercambio se efectúa sobre la base de una previa apropiación de lo que es público, el clientelismo está imposibilitado para encontrar legitimidad; a lo sumo podrá sostenerse en una siempre débil y dudosa justificación, entre los directamente implicados en dicho intercambio.

Para comprender la dimensión y la importancia de la predominancia del control en el clientelismo, piénsese en que si bien, como señalan Eisenstadt y Roniger (1984: 170), existe un acuerdo en términos de que se presenta en todas las sociedades contemporáneas, también es observable que se da en muy diversos grados: desde aquellas sociedades donde prevalece el modelo abierto y pluralista y la relación patrón-cliente persiste de modo marginal, hasta el llamado modelo corporativista de América Latina donde el acceso a los centros de poder, a los bienes públicos y aun a una gran parte del mercado aparentemente libre, está mediado por este tipo de relaciones organizadas de modo corporativista.

No obstante, el carácter no ideologizado de las relaciones políticas clientelares no se presenta de modo simple en el caso de México. Más bien podría decirse, si recordamos la reflexión anterior, que en México se coloca en el lugar vacío del discurso una mentira, una ficción, una máscara. Esto de ningún modo implica que se carezca de discurso, e incluso que pueda identificarse un discurso hegemónico, sino que el o los discursos pierden sentido, ya que carecen de una relación orgánica, se niegan o contradicen en los hechos, se pronuncian o se emplean de modo selectivo, inconsistente, instrumental.

El extenso trabajo de Eisenstadt y Roniger (1984:116) sobre el clientelismo y sus modalidades, a lo largo de prácticamente todas las regiones del mundo, permite comprender esta especificidad del clientelismo en México. Vale la pena hacer notar que los autores escriben a mediados de los años ochenta cuando, como señalan, los miembros formales del PRI trataban de monopolizar la lealtad de campesinos, sindicatos, obreros, colonias populares, etcétera, con el fin de retener su poder, ganar prestigio o avanzar en sus posiciones dentro del régimen.

Ellos se apoyaban en una verbal, ideológica y revolucionaria fraseología y en el reconocimiento de la independencia de sus partidarios como ciudadanos, como miembros de los sindicatos, etc., mientras que, al mismo tiempo, empleaban varios otros medios para lograr sus objetivos. Así, las amenazas y la represión fueron utilizadas en contra de individuos o grupos demasiado autónomos en tanto que beneficios particularistas se concedían a los partidarios leales, en cuyo nombre también intercedían frente a los órganos del régimen del partido único, en el que tenían un acceso preferencial.

Creo que una tensión adicional —y todavía mucho más problemática— que amerita sin duda una más concienzuda reflexión, se agrega al caso de México, cuando el uso estratégico del discurso se concibe como parte de una cultura nacional o como derivado de un tipo psicológico mexicano o bien como un efecto de ambos: el carácter nacional y las circunstancias históricas, desde la conquista hasta la actualidad.

Así, por ejemplo, en las primeras páginas de su texto, Ramos (1992: 23-24) se refiere a la Constitución mexicana como efecto del mimetismo, ya que se extrae de una mala copia de la Constitución estadounidense que es traída por un dentista; pero, más lamentablemente, hace referencia al conflicto civil, a una lucha armada entre centralistas y federalistas, lo que podría tener, si acaso, alguna justificación derivada de una adhesión ideológica discursiva; sin embargo, Ramos trae a cuenta que "Fray Servando Teresa de Mier decía en un fogoso discurso que 'se cortaba el pescuezo' si alguno de los oyentes sabía que casta de animal era una república federada". Más aún, Ramos explica que el centralismo se consideró sinónimo de reaccionario y que el país se convirtió en una república nominalmente federal. Cabe preguntarse por los muertos de esas, y tantas otras, batallas.

De un modo similar, Octavio Paz (2004: 48) encuentra en el mexicano una adhesión a la forma, más que al contenido; el mimetismo del indio, nos dice, consiste en cambiar de apariencia. Paz destaca que la adhesión es a la persona, no a los principios. Obsérvese el uso de la fuerza y no del poder en el sentido a que estamos haciendo referencia: "Los fuertes —los chingones sin escrúpulos, duros e inexorables— se rodean de fidelidades ardientes e interesadas. El servilismo ante los poderosos, especialmente entre la casta de los 'políticos' ... es una de las más deplorables consecuencias de esta situación. Otra, no menos degradante, es la adhesión a las personas y no a los principios" (Paz, Ob. cit.: 86).

El tema continúa presente en el reciente trabajo de Castañeda (2011), de un modo incluso mucho más complicado, ya que podría pensarse que en México es inconcebible la posibilidad, ya no solamente de un discurso político sino aún más: de quien podría darle lugar, es decir, del sujeto político. Así, en su opinión, el mexicano tiene aversión por el conflicto que, sin embargo es, como hemos visto, la sustancia de lo político. Aunque él claramente refiere a la existencia de conflictos, éstos no llegan a la dimensión de lo político, en la medida en la que no se expresan, no se verbalizan, se meten debajo de la alfombra, se negocian en lo oscurito. "Así, los mexicanos aborrecen el conflicto, también nos mostramos renuentes a elegir entre opuestos polares o binarios. En pocas palabras, queremos siempre 'chiflar y comer pinole' o mamar y dar de topes" (Castañeda, Ob. cit.: 165).

Específicamente en el orden de la política democrática, la distancia entre el discurso que la sustenta y la realidad de su verdadera ausencia no podría ser más abismal: "México ha celebrado dos comicios presidenciales democráticos en la historia y dos que casi lo fueron" (Castañeda, Ob. cit.: 207).

En un trabajo previo reflexioné sobre la relación existente entre un orden convencional y otro legal (Mantilla, 2002). Una mirada más crítica se encuentra en Powell (2012: 219), que hace hincapié en la violencia de baja intensidad, la violencia simbólica, la coerción y la intimidación que subyace en el intercambio de favores clientelares. Así, el clientelismo —nos dice— no se trata de igualdad sino de desigualdad, no se trata tanto de la oposición entre favores y derechos, sino de la conversión corrupta de derechos en favores, no se trata de democracia sino de autoritarismo negociado. De este modo, los derechos son distribuidos (o retenidos) de acuerdo con la amistad política... con el derecho a la protección; en virtud de la legislación laboral, se menoscaba por prácticas informales de la dirección de los sindicatos, etc., los favores se convierten en recursos fundamentales para la consolidación de una política personalista que reproduce y fortalece un orden jerárquicamente organizado.

Pero volviendo al multicitado texto de Caciagli, quisiera subrayar que la tensión existente entre concebir el clientelismo en el marco de las relaciones de poder —que por cierto, se expresa en el contrasentido de un partido político clientelar—, o en el marco de las relaciones políticas de fuerza, se diluye también en la siguiente cita, donde se hace evidente que estas relaciones no solamente borran la diferencia entre la esfera económica y la esfera política, sino que se vinculan más directamente con el terreno desnudo de la sobrevivencia material: "cuando el partido clientelar controla casi toda la vida económica de la ciudad. La política se convierte en algo muy importante para los ciudadanos que saben que su existencia material depende del poder (Caciagli, Ob. cit.: 32).

 

El clientelismo como cultura antipolítica

El equívoco de concebir al clientelismo en el marco de las relaciones políticas, sin destacar los elementos del temor, la coacción y la intimidación, resulta mucho más problemático cuando se comprende el clientelismo como una cultura política en la medida en que conserva, al menos, tres de las siguientes características: a) El clientelismo opera de modo normal, habitual, como una obviedad, una tradición; b) La presencia y la importancia de estas relaciones de intercambio de favores entre desiguales y siempre teñidas con aspectos personales o personalizadas, de estos grupos que se articulan en torno a un líder o patrón —comúnmente conocidos como "la gente de..."— ,no se restringe a la arena política —gubernamental—. Por el contrario, las relaciones clientelares se extienden al conjunto de la vida social, borrando incluso los límites entre la vida económica y la política, penetran la universidad, el sindicato, los medios de comunicación, etcétera y c) El clientelismo está, por decirlo así, empapado, saturado de valores positivos tales como la amistad, la solidaridad, la reciprocidad y la lealtad.

A. Tensiones entre la normatividad y la normalidad

Ciertamente, Caciagli subraya la importancia de los valores que en última instancia lo llevan a considerar el clientelismo como una cultura política, pero importa partir aquí de que es cultura política en tanto rutinario, habitual, normal, en cierta forma inconsciente: 'Después de todo esto, me interesa finalmente volver a subrayar que, con individualismo y particularismo, el familismo y el fatalismo no dejan percibir las prácticas clientelistas como fraude o engaño, sino como la manera hasta 'normal' de gestionar el poder y de ubicarse frente al poder. En suma, "de vivir la política" (Caciagli, Ob. cit.: 49).

Podría decirse que no hace falta ir mucho más allá para encontrar, a simple vista, el carácter pre-político del clientelismo que, en todo caso, se dejaría interpretar de acuerdo con el modelo de Wittgenstein, según la lectura de Borutti (2008: 61); es decir, en un mundo social donde rige la normatividad, pero entendida como la normalidad, que si bien refiere a una forma de vida negociable a través del consenso, este consenso excluye, sin embargo, una autónoma dimensión teórica de debate, proyección y deliberación política, ya que la "normalidad" remite más directamente a una regularidad, no reflexiva o hablada, sino actuada.

Pero habría que señalar que el carácter "normal" del clientelismo coexiste de modo conflictivo con la política democrática; por ello, puede pensarse el clientelismo no solamente como pre-político, sino y más directamente como anti-político y anti-política como Caciagli mismo subraya "no solamente el clientelismo no desparece cuando hay reglas democráticas; al revés, al reafirmarse el clientelismo puede debilitar la costumbre y las instituciones democráticas" (Caciagli, Ob. cit.: 24).

Esta tensión se hace presente en México, ya que lo que es y lo que debería ser, puede llegar a confrontarse de modo cotidiano. Powell (Ob. cit.: 216) señala que si bien las prácticas clientelares necesitan ser reconocidas como «realmente existentes», el clientelismo esta sostenido dentro de un marco político mediado por referentes más amplios, de modo que las consideraciones acerca de «lo que debería suceder» se inmiscuyen en «lo que sucede», muy especialmente cuando lo que sucede se experimenta como una lesión. Por otra parte, pero no menos importante, justamente los discursos críticos impugnan la legitimidad de las «realmente existentes» relaciones clientelares y es de ese modo que amenazan la ruptura de la violencia simbólica que Powell subraya en el clientelismo mexicano.

En este sentido, es necesario insistir en que la cultura política del clientelismo no puede entenderse más que como una cultura antipolítica, como Caciagli mismo señala: "El clientelismo impide la maduración de una conciencia política y de formas colectivas de solidaridad... discrimina el acceso a los recursos y mantiene los privilegios de los más poderosos (Caciagli, Ob. cit.: 24).

B. Ausencia de estructuras visibles y estructuradas

La cultura política clientelar no solamente carece de estructuras, sino que funciona de modo invisible y autónomo; de este modo, las relaciones clientelares empapan, por decirlo así, la totalidad de las relaciones sociales: "A diferencia de otras culturas políticas, al clientelismo le faltan estructuras estables y visibles, pero se podría sostener que el territorio, en este caso una gran ciudad del Mezzogiorno, en su vida cotidiana y forma material condiciona los actores en cualquier nivel de poder en que se coloquen" (Caciagli, Ob. cit.: 48).

La ausencia de estructuras visibles y estructuradas cuestiona en sí misma el carácter legal del clientelismo, pero lo deja ya no solamente al margen de las relaciones de poder, sino aun de la posibilidad de concebirlo en el ámbito de la política, en el sentido previamente señalado en este trabajo.

Sobra decir que no se niega aquí que la cultura permita que las relaciones clientelares permeen la universidad, el partido, los medios de comunicación, los juzgados, etcétera, es necesario insistir en que ciertamente alguien pueda incidir en los más diversos ámbitos de la vida social y, más aún, se puede agregar, sin ni siquiera tener necesidad de ser un actor político; lo que se niega aquí es que esas incumbencias puedan comprenderse en la arena política ya que, por definición, exceden el campo institucional de la acción política.

A lo sumo podrá decirse que la cultura permite (qué tan ¿tranquilamente?) relaciones políticas fundadas en control de recursos simbólicos o materiales, que pueden movilizarse en el interior del orden institucional, desdeñando no sólo las distinciones entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, etcétera, sino también el orden social nominalmente establecido sobre la base del mérito.

No es lugar aquí para analizar a conciencia la relación entre cultura y cultura política, baste traer a consideración que, como señala Antanas (2008), "No se nace siendo ciudadano, es necesario aprender a serlo". Habría que agregar que, como hemos visto, la cultura no puede comprenderse sin la dimensión del sentido que, desde lo político, se le otorgaría a ese aprendizaje.

C. El intercambio vs. el contrato. La nostalgia de la comunidad

Finalmente, la perspectiva que presenta al clientelismo como una cultura política asociada a valores positivos, tales como la amistad y la solidaridad en (apariencia opuestos al individuo y a la competencia que rigen la sociedad moderna), termina situando al clientelismo en la frontera imaginaria y nostálgica de la comunidad. Esta mirada vuelve, por tanto, mucho más complicada la crítica al clientelismo, en especial para quienes no encuentran ni en la avidez del modelo económico neoliberal ni en la fallida democracia, un modelo que se pueda seguir. Es por ello que este trabajo concluye con la reflexión sobre la comunidad en el ámbito de la filosofía política contemporánea, lejos del usual enfoque dicotómico (comunidad-sociedad) y en particular a la luz del pensamiento de Roberto Esposito, donde la comunidad adquiere otro sentido, más aún cuando se ata a la filosofía de lo impersonal, a la política de la vida.

Es necesario señalar que la tensión teórica que se refleja en el trabajo de Caciagli, como en otros, es inherente a las relaciones patrón-cliente, en tanto mezcla de voluntad y coerción, pues si bien éstas son relaciones de desigualdad y de dominación, suelen también estar saturadas, por decirlo así, de valores morales y sociales. Estos valores suelen oponerse al individualismo o la competencia característicos de la sociedad moderna; es por ello que subyace en esta perspectiva cierta nostalgia por la comunidad.

Así, aunque el clientelismo instrumental prevalece, hoy por hoy, en el contexto urbano, cuando se refiere a los valores que sustentan el clientelismo, se hace referencia a las contradicciones presentes para Eisenstadt (1995: 211) en el intercambio clientelar, cuando éste toma la forma del llamado intercambio generalizado, tal como sucede en muchas sociedades mediterráneas, latinoamericanas y del sudeste asiático, donde el nexo clientelar remite a: 1) Una peculiar combinación de asimetría y desigualdad con una aparente solidaridad mutua expresada en términos de la identidad personal y de sentimientos interpersonales de obligación. 2) Contiene una combinación de coerción y explotación con relaciones voluntarias y 3) La obligación y la solidaridad se combinan con los aspectos ilegales o semilegales de esas relaciones.

En particular, Caciagli (Ob. cit.: 48) refiere al clientelismo como cultura política en tanto que subyace en

...los códigos culturales de la sociedad meridional valoran el honor, la reciprocidad, la mediación y el papel de las relaciones personales, desde la familia a la amistad, factores todos ellos muy importantes para el clientelismo....Quizás la manera de entender estos valores los hagan parecer disvalores en un contexto de cultura política totalmente diferente. Es probable pues que esa manera ofenda los principios de igualitarismo y universalismo que muchos de nosotros atribuimos a la democracia. Pero como se dice, los valores no se negocian, cada uno tiene los suyos.

Considero que el paradójico efecto de la mención de estos valores es que otorgan una cuasi legitimidad al clientelismo. Es necesario, entonces, recordar que los valores de la amistad de la reciprocidad, son universales. Por otra parte, cabe preguntarse si, efectivamente, hay algo más antipolítico que las relaciones de afecto y amistad, y si al introducirlas en el terreno de la política no se logra, a la inversa —y más gravemente incluso— contaminar estos vínculos y sentimientos. Para Alberoni (1998: 39), aunque por costumbre se define la amistad como la amistad-privilegio, la amistad-favoritismo, la amistad-que-persigue-el-provecho, en realidad así no se puede conquistar a los verdaderos amigos. Un amigo dominado por nuestra voluntad es un contrasentido: "Nosotros no miramos al ser amado como un medio, porque para nosotros es el bien supremo. No queremos estar con él por otro motivo cualquiera, porque estar con él es un fin último. Lo mismo vale para el amigo".

Para Arendt quizá no podría haber valores más inapropiados en el mundo de lo político y de la política: "Ni el amor ni la compasión ni la hermandad pueden para Arendt constituir el trasfondo de la acción política. De hecho, son incapaces de 'traducirse' políticamente, y cuando intentan hacerlo, las bondades de su naturaleza esencialmente privada corren el riesgo de mutar en horror" (Hilb, Ob. cit.: 94).

La tensión existente en el texto al que he hecho referencia, se debe a que parece referirse a un orden regido por la noción de obligación y explica, a su vez, el carácter abierto y difuso del intercambio dentro del modelo de el don y el contradón, remitiendo al carácter precontractual de la relación clientelar e inevitablemente a la idea de comunidad por oposición a la de sociedad moderna, a la sociedad del contrato.

En el pensamiento de Esposito (2003) emerge la imposibilidad de concebir a la comunidad como precontractual o premoderna. La comunidad subsiste a pesar del proceso de inmunización —como hemos visto, del derecho—, ya que no puede entenderse como objeto, sino como praxis. Esposito toma también distancia de la perspectiva de Tönnies y de Weber, ya que ambos atan la comunidad a lo que es común, a lo propio de la colectividad. Esposito busca la etimología del término latino communitas (comunidad) y encuentra que en todas las lenguas latinas, lo que es común es justamente lo que no es propio, lo que comienza allí, donde lo propio termina. La palabra communitas proviene del latín donde com es, literalmente, un "con" —hablamos con, jugamos con, etcétera—. El "con" remite a la coexistencia, por tanto, es una condición antes que un valor o un contravalor. Mientras que el mumus remite a la obligación y es lo que caracteriza a la comunidad, donde toma la forma de don o la obligatoriedad.

Ciertamente, la sociedad moderna sustituye la obligación por la ley, el término immunitas, refiere precisamente a lo dispensado del mumus, libre de cargas, exento de la obligación. Remite, así, a la sociedad jurídicamente regulada y unificada por el principio de común separación: sólo es común la reivindicación de lo individual.

No obstante, la condición de ser juntos, que no es solamente la suma de sujetos, es inevitable; la existencia sólo puede conjugarse en primera persona en plural: nosotros somos. Es desde esta perspectiva que es necesario comprender —subraya Esposito— que lo compartido por los hombres es precisamente su imposibilidad de "hacer" comunidad, pues ya son comunidad. Lo que nos une es el esfuerzo por "dar sentido" a lo que necesitamos buscar, y que nos vuelve a remitir al vacío del que hablamos al comienzo. Así, la comunidad es esencialmente inacabada; más radicalmente, lo inacabado es su esencia.

Ahora bien, el sentido no puede emerger más que de la relación humana, a través del uso de la palabra y de la comunicación, que no es, entonces, algo que se agrega a la realidad humana, sino que es lo que la constituye.

Es precisamente en este marco donde resulta importante situar lo impolítico en el planteamiento de Esposito, que implica regresar no solamente al lazo social, sino a la experiencia del lazo social en el sentido de Bataille, donde tener experiencia de algo (una cosa, un hombre, un dios) significa que ese algo nos viene al encuentro, nos altera y transforma. Experiencia es, entonces, lo que lleva al sujeto fuera de sí, por tanto, coincide con su exteriorización, justamente, con la comunidad.

La categoría de lo impolítico (Esposito, 2006) emerge en la lógica de concebir la despolitización moderna —no sólo en el ámbito de la democracia sino también, agrego, en la forma de clientelismo nuevo y viejo—, como olvido de la comunidad. Por eso, sus textos remiten precisamente a recordar y a subrayar el vacío, donde se ubica lo político, inherentemente contingente y atado al sentido y la significación, que el carácter contractual —inmunizador— de la sociedad moderna olvida cuando opera la política: "La política no tiene conciencia de su propia finitud constitutiva. Está constitutivamente llevada a olvidarla. Lo impolítico no hace otra cosa que 'recordársela'. Es decir, la devuelve al corazón mismo de lo político" (Esposito, 2006: 14-15).

Ahora bien, no solamente la comunidad está antes que lo político, es su condición de posibilidad, sino que la experiencia del lazo social, es —y debe permanecer— constitutivamente impolítica, en el sentido de que podemos corresponder a nuestro ser en común sólo en la medida en la que lo mantengamos alejado de toda pretensión de realización histórica, empírica.

En este marco, Esposito muestra el resultado divergente, contrastante, que determina la esfera de las relaciones humanas. Las inspiradas en Hobbes que se limitan a la "economía restringida" del contrato, mientras que en Bataille están depuradas de cualquier residuo mercantil. Más aún, en Bataille la experiencia de comunicación intensa conduce al abandono de cada identidad pero no a una identidad común, sino a una común ausencia de identidad. Así, la comunidad no puede tener sujetos, porque ella misma es su alteración.

En realidad, si existe alguna propuesta de sentido político en Esposito, se vincula con lo impersonal. Más exactamente con la defensa de lo impersonal que deriva en lo que él llama la biopolítica de la vida. Así su propuesta es antagónica al clientelismo, si se piensa en términos del carácter eminentemente personal que determina estas relaciones políticas.

Quisiera concluir esta reflexión señalando que el dispositivo de la persona que cobró importancia después del fascismo y más todavía en la época de la globalización —ya que la persona no se restringe a un territorio geopolítico y los derechos de la persona son superiores a los del ciudadano—, coincide para Esposito con el hecho de que ningún derecho está actualmente menos garantizado que el derecho a la vida. Pero para él este hecho no se explica porque la persona no está instalada con firmeza en el núcleo de las relaciones humanas, sino al contrario

...el sustancial fracaso de los derechos humanos -la fallida recomposición entre derecho y vida- se produce, no a pesar de la afirmación de la ideología de la persona, sino en razón de ésta; de que ese fracaso debe reconducirse conceptualmente no tanto a las limitaciones de ella como a su expansión. No, en suma, al hecho de que aún no hemos entrado plenamente en su régimen de sentido, sino en que nunca salimos en verdad de él (Esposito, 2009: 15).

Con base en esta concepción, la alternativa de una sociedad que no se funde en la coacción, y la violencia puede encontrarse en el lugar vacío de lo político, en la experiencia del lazo social neutro, abierto incluso a la comprensión del carácter impersonal, orgánico, que unifica la vida de la especie humana con la de otras especies.

 

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