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Debate feminista

versão On-line ISSN 2594-066Xversão impressa ISSN 0188-9478

Debate fem. vol.63  Ciudad de México  2022  Epub 02-Maio-2023

https://doi.org/10.22201/cieg.2594066xe.2022.63.2320 

Artículos

“Nos encontramos igual”. Prácticas de un feminismo intergeneracional durante el aislamiento

“We Are in the Same Position.” Intergenerational Feminist Practices during Isolation

“Nada tem mudado”. Práticas de um feminismo inter-geracional durante o confinamento

Paula Nurit Shabel* 

*Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico: paulashabel@gmail.com


Resumen

La crisis económica, sanitaria y humana que desató la pandemia de covid-19 profundizó desigualdades que se encarnaron especialmente en ciertos cuerpos feminizados y personas que viven en condiciones de hacinamiento, para quienes permanecer recluidos en el espacio privado representa un riesgo. El objetivo de este trabajo es analizar la experiencia de la pandemia que tuvieron niñas y adolescentes que viven una situación de precariedad habitacional en la Ciudad de Buenos Aires y que participan de la organización social La Caldera. Desde un trabajo etnográfico, estudio las creativas formas de encuentro generadas tanto por las adultas como por las niñas de la organización para abordar las situaciones de violencia y los modos en que dichos encuentros tensionaron las categorías público-privado-íntimo para darle lugar a una práctica feminista en clave intergeneracional fundada en una forma de cuidado no adultista que denomino “amistad”.

Palabras clave: Niñas; Espacio público y privado; Intimidad; Prácticas; Feminismo intergeneracional

Abstract

The economic, health and human crisis triggered by the Covid-19 pandemic exacerbated inequalities that were particularly embodied in certain feminized bodies and people living in crowded conditions, for whom being confined in private space poses a risk. The purpose of this article is to analyze the experience of the pandemic undergone by girls and female adolescents in precarious living conditions in the City of Buenos Aires, who participated in the La Caldera social organization. From an ethnographic perspective, I study the creative types of encounter devised by both adult women and girls in the organization to address situations of violence and the ways these encounters stretched the limits of public-private-intimate categories to give rise to an intergenerational feminist practice based on a non-adult form of care I call friendship.

Keywords: Girls; Public and private space; Privacy; Practices; Intergenerational feminism

Resumo

A crise econômica, de saúde e humana que desencadeou a pandemia de Covid-19 aprofundou as desigualdades, incorporadas especialmente em certos corpos feminizados e pessoas que vivem em condições de superlotação, para quem permanecer confinado em espaço privado representa um risco. O objetivo deste trabalho é analisar a experiência de pandemia de meninas e adolescentes que vivem em situação precária de moradia na Cidade de Buenos Aires e que participam da organização social La Caldera. A partir dum trabalho etnográfico, estudo as formas criativas de encontro geradas tanto pelas adultas quanto pelas meninas da organização para enfrentar situações de violência e as formas como esses encontros alteraram as categorias público-privado-íntimo para dar origem a uma prática feminista inter-geracional fundada numa forma de cuidado não adulto que chamo de amizade.

Palavras-chave: Meninas; Espaço público e privado; Intimidade; Práticas; Feminismo inter-geracional

La pandemia como escenario

No salimos a buscar a los pibes para llevarlos a algún lado,

Al centro de día o a cualquier otro.

No nos corremos de la calle para construir el encuentro.

Vamos creando el territorio para encontrarnos y lo creamos

juntos, permaneciendo.

Y cuando nos vamos se disolvió.

La presencia marca el encuentro.

Barrilete cósmico

  • Lara: Hola, ¿cómo estás?

  • Carolina: Holaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!! Bien, extrañándolas. Ustedes cómo están?

  • Lara: Bien, ya llegamos a Argentina [de Paraguay donde se habían quedado varadas por la pandemia]. Ayer a la noche

  • Carolina: En serio ¡Qué buena noticia! Y dónde están ahora?

  • Lara: Romina en la casa de su papá y yo en la mía

  • Carolina: Qué alegría todo!!! Y querés retomar la escuela?

  • Lara:

  • Carolina: Bueno, puedo hablar en tu escuela o mejor vamos juntas

  • Lara: Bueno porque yo quiero hablar con vos

  • Carolina: ¿Querés que te llame y hablamos ahora?

  • Lara: No, prefiero hablar en persona. Pero está todo esto del virus

  • Carolina: No importa, nos encontramos igual. ¿Qué día podés vos?

  • Lara: Es lo mismo cualquier día

  • Carolina: ¿Está bien si voy el lunes? ¿O necesitás que vaya antes?

  • Lara: Está bien, pero yo quiero hablar en otro lado que no sea mi casa

  • Carolina: Llego y le digo a tu mamá que vamos a comprar algo rico para merendar, así salimos solas

  • Lara: Bueno, dale

  • Registro de conversación por WhatsApp, junio de 2020.

Es lunes y llego a la puerta de la casa de Lara (13 años de edad), un pequeño departamento que ocuparon con su madre, su hermano, su tía y su abuela hace tres años. A los pocos minutos llega Carolina (28), una de las educadoras del espacio de adolescentes de la organización que conoce a Lara y su familia hace muchos años. Entramos a la casa, saludamos y rápidamente mencionamos las galletas para la merienda. Entonces salimos y Carolina, sin rodeos, le pregunta a Lara qué pasa que quería hablar y ella nos cuenta que está su tío Nico (19) viviendo con ellas ahora. Las dos ponemos una cara de horror indisimulable y ella dice que se quiere ir de la casa, que no quiere convivir con alguien que le hizo eso y que está enojada con su mamá por dejarlo quedarse. Le preguntamos si él trató de hacerle algo nuevamente y nos dice que no porque se asegura de no quedarse sola con él jamás, pero que está cansada de vivir así. Barajamos un par de opciones, como hablar con su madre, irse a parar a lo de su prima Romina y hacer la denuncia, buscar a su padre en Paraguay y pasar unos días en lo de una educadora mientras siguen pensando. Pero nada la convence demasiado a Lara y dice que por ahora prefiere quedarse ahí, que no tiene miedo, sino mucho enojo, y que la deja tranquila que Carolina lo sepa por cualquier cosa. Entre el frío y la policía rondando las calles para que nadie rompa la cuarentena, resolvemos que lo mejor por el momento es volver a entrar a la casa a ocuparnos de las tareas escolares y mantenernos en contacto mientras buscamos soluciones (Diario de campo, junio de 2020).

Lara vive en una casa tomada en la Ciudad de Buenos Aires y cotidianamente acumula vulneraciones de derechos sobre su cuerpo, como miles de otrxs niñxs en el distrito; como cientos de miles en el país y en la región. Sus problemas no nacieron el 20 de marzo de 2020 con la declaración del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO) en Argentina.1 Sin embargo, ese contexto produjo circunstancias novedosas que agudizaron las violencias encarnadas en su cuerpo, así como en muchos otros de niñas y adolescentes.

La pandemia mundial desatada por el virus SARS-COV2 obligó a las escuelas a cerrar sus puertas, así como a muchos otros organismos estatales que de un momento a otro pasaron a trabajar en modo remoto sin la preparación ni las condiciones necesarias. Lo mismo sucedió con los clubes y los parques, y con todos aquellos espacios que lxs niñxs suelen transitar y habitar, todo lo que va más allá del seno familiar y la lógica del espacio privado. Si bien este fue un proceso triste y difícil para la mayoría de las personas, invito a mirar con atención las especificidades del fenómeno para el caso de las infancias, y especialmente de aquellas feminizadas que viven en condiciones de precariedad habitacional. En este marco me pregunto: ¿cómo afectó el aislamiento la vida de estas personas?, ¿qué violencias sufrieron en este contexto?, ¿qué estrategias se dieron para resistirlas?, ¿con quiénes se aliaron para hacerlo?

Para abordar estos interrogantes parto, por un lado, de la crítica al hecho de que lxs niñxs han sido históricamente borradxs del mundo de la política y la participación, siendo relegadxs, en el mejor de los casos, al lugar de objetos de cuidado con el derecho a ser protegidxs por lxs adultxs (Quecha-Reyna, 2015; Szulc, 2015). Esta operatoria colonial de minorización de la infancia (Liebel, 2020) ha generado opresiones específicas etarias, que se condensan en el término adultocentrismo (Duarte Quapper, 2012; Morales y Magistris, 2018), el cual hace referencia al silenciamiento y exclusión que este grupo humano sufre bajo la excusa paternalista de que la infancia carece de capacidad para entender realmente el mundo. Por el otro, partiré del análisis que Arendt (2020) realiza de las categorías público y privado para hacerlas dialogar con algunas teorías feministas que han problematizado las configuraciones espaciales público/privado, íntimo/personal, político/ común (Berlant, 1998; Federici, 2015; flores, 2017; Hanisch, 2016; Lugones, 2011) y para dar cuenta de los hilos que unen estas dimensiones, así como de la violencia que se ejerce sobre los cuerpos -los feminizados en particular- para sostener esas categorías ordenadas de determinada manera.

El relato de Lara se encuentra en la intersección de dichas opresiones, en el contexto específico del aislamiento y su consecuente crisis (económica y humana). Como ella, muchas niñas y adolescentes quedaron atrapadas en hogares llenos de necesidades básicas insatisfechas, y repletos de violencias, con escasos canales de comunicación con el exterior. Frente a este panorama, emergieron múltiples experiencias de resistencia feminista, formas del encuentro urdidas al calor de la necesidad y la creatividad, generación de espacios donde descansar por un momento y elaborar estrategias colectivas para transformar las situaciones de opresión. En este sentido, tomo como referencia el feminismo porque “no solo suministra un relato de la opresión de las mujeres. Va más allá de la opresión al proveer materiales que les permiten a las mujeres comprender su situación sin sucumbir a ella” (Lugones, 2011, p. 110) y encontrarse siempre con otrxs, donde ya el simple hecho de estar juntxs es una forma de ser algo más que aquello que los regímenes de poder nos tienen asignado.

En el presente artículo analizo una de las muchas historias de resistencia que se producen diariamente a partir de la experiencia de la pandemia. Se trata de un grupo de niñas y adolescentes que viven en situación de precariedad habitacional en la Ciudad de Buenos Aires y que participan de la organización social La Caldera. Desde un trabajo etnográfico, estudio las creativas formas de encuentro generadas tanto por las adultas como por las niñas de la organización, para abordar las situaciones de violencia y vulneración de derechos de las más pequeñas, y los modos en que dichos encuentros tensionaron las categorías público-privado-íntimo para dar lugar a una práctica feminista en clave intergeneracional y fundada en una forma de cuidado no adultista.

Para ello realizo, en primer lugar, una presentación del campo y de las personas que lo habitan; luego, una presentación de los conceptos de Arendt que me sirven para pensar las categorías espaciales de la vida humana en comunidad. En tercer lugar, avanzo sobre el análisis en dos apartados que examinan los procesos que se dan a la par en el encuentro: de lo privado hacia lo público y hacia lo íntimo. Cierro con unas palabras conclusivas con las que me animo a esbozar algunas ideas generales acerca de las prácticas de un feminismo intergeneracional.

Etnografiar la pandemia desde el barrio

El trabajo etnográfico que aquí presento fue desarrollado entre marzo y septiembre de 2020 en el seno de una organización social que despliega su trabajo en distintos barrios de la Ciudad de Buenos Aires desde hace más de diez años. La llamo “La Caldera” para preservar las identidades de sus participantes y su labor. Su objetivo desde el inicio fue la creación de espacios para la infancia, donde se pueden realizar actividades como talleres culturales, acompañamiento escolar, deporte y prácticas lúdicas varias, además de una asamblea de niñas y la participación en prácticas reivindicativas como marchas y manifestaciones.

Este trabajo de intercambio se realiza de diversas maneras, según las edades, dado que asisten personas de entre 3 y 20 años de edad a los grupos que funcionan en cada uno de los barrios. La gran mayoría de asistentes pertenece a los sectores más pobres de la ciudad y entre todos los derechos vulnerados que tienen sobresale especialmente el de la vivienda. Lxs educadorxs, por su parte, conforman grupos de unxs veinte militantes en cada territorio y pertenecen a un sector social más favorecido; en general son estudiantes y jóvenes profesionales que viven en el mismo barrio o alguno próximo, aunque también sufrieron las graves consecuencias de la crisis que trajo la pandemia con desempleo y una depauperación generalizada de sus condiciones de vida. La mayoría son mujeres cisgénero y es con ellas con quienes trabajo en esta investigación.

Gran parte de las actividades realizadas cotidianamente por La Caldera fueron suspendidas por las medidas del aspo, lo que produjo una rápida reacomodación en sus dinámicas: ahora repartía bolsones de comida a las familias y realizaba colectas barriales de lo necesario para su supervivencia: ropa, colchones, medicamentos. En su especificidad como organización dedicada a la infancia, La Caldera se propuso sostener el vínculo con niñxs y jóvenes, y planteó diversas instancias de encuentro a las que ellxs accedieron y reformularon, según las necesidades específicas de cada caso. También se organizaron videollamadas individuales y grupales para realizar las tareas escolares y jugar.

El texto que aquí presento es un registro de este proceso de permanentes sobresaltos y acomodaciones que obligaban a la organización a reformular sus planes, y me obligaron a reformular, al mismo tiempo, la investigación realizada en su seno. La excepcionalidad absoluta que significó el escenario de pandemia le planteó al quehacer antropológico nuevas preguntas que aquí se fueron resolviendo en la propia práctica, en las conversaciones con niñxs y educadoras acerca de dónde, cuándo y cómo podía llevarse adelante dicha labor. Si bien siempre existen estas negociaciones a la hora de hacer trabajo de campo desde la observación participante que propone la etnografía (Hammersley y Atkinson, 2014), las prácticas de cuidado en este caso debían extremarse, tanto por el peligro de contagio como por la delicadeza de las situaciones que se conversaban en la organización con las niñas. Me fue posible participar de estas situaciones gracias a las investigaciones previas realizadas en esta y otras organizaciones cercanas, y el conocimiento que ya tenía del lugar y de las personas (Shabel, 2016; 2018). Sin embargo, muchas cuestiones resultaron novedosas, como las instancias de campo a través de dispositivos digitales y el sentimiento de impotencia al no poder ir al barrio cuando desde la organización nos avisaban que ya había demasiada gente en el lugar. Fue este involucramiento y el cariño de años con el espacio, las niñas y las educadoras, lo que me impulsó a llevar adelante esta pesquisa, así como el horror que la pandemia trajo y dispersó más sobre unas vidas que sobre otras.

Presento a continuación aquello que fue posible registrar en este contexto, donde las tareas se cumplían lo más rápido posible y las conversaciones presenciales se concretaban escasamente. Palabras recortadas en medio de una vorágine de acontecimientos difíciles de entramar desde la práctica etnográfica emprendida en medio de las medidas de aislamiento. Lo que no presento es una valoración moral de la acción feminista ni un cálculo cuantitativo sobre el grado de feminismo de la organización, ni el nivel de participación de las partes. Es apenas un relato analítico de lo que allí sucedió, desde cierta perspectiva epistemológica, la cual me acerca a una forma posible de abordar tanto las violencias como la acción colectiva intergeneracional que a su alrededor se urde para resistirlas.

En este sentido, tomo la propuesta descolonizadora de la antropología, que nos invita a cuestionar ciertos parámetros universalistas en torno a lo que debería ser la infancia y las operaciones que sobre esta se realizan a partir de dichos supuestos. Tal como afirma Fonseca, asumir que no hay una sola forma de vivir cierta etapa de la vida y que no hay una manera correcta de abordar las problemáticas que la atraviesan no es abandonarse al relativismo radical, sino que “es aceptar el principio básico del diálogo, la posibilidad de que los interlocutores tengan algo que decir que vale la pena escuchar” (1999, p. 14).2 Y con esto no me refiero solamente al lenguaje, sino a todas las prácticas que hacen a la vida humana, campo privilegiado de estudio de la etnografía, incluso en la particularidad de los contextos digitales (Hine, 2004), como sucede en muchas de las escenas aquí citadas.

Procuro en cada caso estar a la altura de la ética militante de la particularidad que llevó adelante La Caldera, escribiendo sobre todo aquello que pude presenciar y evitando las invocaciones a los protocolos oficiales sobre lo que allí sucedía. Para realizar la tarea, la etnografía resultó una herramienta privilegiada, gracias a su mirada atenta y respetuosa hacia las otredades infantiles (García-Palacios y Hecht, 2009) que abrió acceso al universo de sentidos particulares del grupo de niñas y educadoras de la organización. Es con esta herramienta que abordo el campo y realizo la investigación sobre las formas en que las adultas, niñas y adolescentes de La Caldera se acompañaron y resistieron a las violencias, ensanchando los horizontes de la práctica feminista, siempre en movimiento.

Niñas de espacio privadas

Para abordar la experiencia de la pandemia de las niñas de La Caldera tomo ciertos puntos del análisis que Arendt desarrolla sobre las distinciones entre “La esfera pública y privada”, título del segundo capítulo de su libro La condición humana (2020), publicado originalmente en 1958. Allí la autora estudia las significaciones de las categorías público y privado en su génesis del mundo antiguo, que pueden ser útiles para pensar algunos de los procesos sociales durante el aislamiento. La distinción fundamental entre dichos espacios, que recupera de la Grecia clásica, es el reflejo de la oposición entre familia y polis: esta última es el espacio común donde se encontraban los ciudadanos (varones propietarios) en su carácter de igualdad. Por el contrario, el espacio privado de la familia era gobernado por un patriarca siempre en condiciones de superioridad, lo cual lo convertía en un espacio carente del encuentro con otrxs iguales. En estos términos, aquellas personas que habitaban solamente el hogar -mujeres, niñxs, esclavxs- no podían terminar de considerarse humanos:

Vivir una vida privada por completo significa por encima de todo estar privado de cosas esenciales a una verdadera vida humana: estar privado de la realidad que proviene de ser visto y oído por los demás, estar privado de una “objetiva” relación con los otros que proviene de hallarse relacionado y separado de ellos a través del intermediario de un mundo común de cosas, estar privado de realizar algo más permanente que la propia vida (Arendt, 2020, p. 67; las cursivas son del original).

Así, la vida privada estaba ligada exclusivamente a satisfacer las necesidades biológicas, donde necesidad se oponía a libertad en tanto posibilidad de hacer otra cosa más allá de la supervivencia, más allá de unx mismx. Allí no habría otrxs más que por lo que sirven para sobrevivir; no habría gusto por el encuentro ni el diálogo. Desde ese lugar, la vida privada estaría regida por una lógica despótica de la urgencia por la producción y la reproducción de la vida, lo que les otorga a unxs más poder que a otrxs.

Si bien la autora desarrolla las transformaciones que esto sufrió con la vida moderna, quiero centrarme en lo que esa cita nos convida a reflexionar, porque tiene que ver con las vidas de las jóvenes con quienes realicé la presente investigación. Lo que nos devuelve el registro de Lara, citado al comienzo del artículo, es una experiencia de la vida privada donde el encuentro con otrxs en pie de igualdad no está dado por sentado, sino que, por el contrario, el encuentro es peligroso y costoso. Lo mismo va a suceder con Estefi (14 años de edad) y Naye (8), protagonistas de las próximas escenas plasmadas en estas páginas, para quienes el encierro en sus hogares hacinados se vuelve violento y agobiante, como consecuencia, por un lado, de las medidas sanitarias tomadas por el Estado para contener la pandemia, y, por el otro, de la vulneración general de sus derechos. Esto no significa que dichas medidas hayan sido incorrectas ni les quitan el sentido de cuidado con el que fueron implementadas, pero sí nos acerca a la espesura social de los modos en que una política de pretensión universal se encarna en cuerpos particulares.

Volviendo al análisis y avanzando sobre la hipótesis de trabajo, ya más allá de Arendt, propongo pensar que la privacidad privativa del espacio doméstico estudiado en el campo tiene las características descritas para el caso del espacio familiar griego, opuesto al espacio público de la polis. Asimismo, dicho espacio privado se opone, en este caso, al espacio íntimo, porque lo que sucedió en el periodo de aislamiento estricto liquidó tanto el encuentro de las niñas y adolescentes con otrxs, como el encuentro con ellas mismas. Lo que quiero decir es que las jóvenes vieron clausurados espacios donde dialogar con otras personas en vínculos marcados por la libertad y el acuerdo, lejos de la asimetría de poder. Del mismo modo, vieron obstaculizada la narración íntima de la experiencia personal frente a la avasallante lógica de la vida familiar y las condiciones de hacinamiento que cercenaron toda instancia de soledad e introspección. Esto no significa que antes del aislamiento hubiera condiciones para la soledad y la introspección, sino que a partir de su aplicación se alejaron efectivamente como posibilidad. Ante esta situación, dentro de la organización social La Caldera se gestaron estrategias de encuentro intergeneracional que permitieron restituir parte del espacio perdido hacia uno y otro lado.

Encuentro: de lo privado a lo público

Cuando me conecto a la videollamada del equipo de educadorxs de primaria, Francisca (24) ya está comentando que hacia el final de su videollamada semanal con Naye (8) para hacer la tarea la niña se puso a llorar desesperada al grito de “no puedo más, estoy cansada de hacer la tarea y estar encerrada”, y se quejó mucho del modo en que su mamá la trata, cómo la obliga a estudiar y quedarse quieta, llegando a coaccionarla físicamente. Las otras cuatro educadoras que participaban de la reunión comentaron que a Naye le viene costando la quietud del aislamiento en la pequeñez de su hogar y que desde hace unas semanas eso se intensificó, así como la virulencia de su madre, que les dijo a las educadoras en una conversación telefónica que estaba completamente desbordada. Después de describir un poco mejor la situación que está atravesando Naye, barajaron algunas opciones, que le presentarían a la niña la semana siguiente (Diario de campo, agosto de 2020).

Una de las adultas de La Caldera se encontró con Naye una vez por semana durante casi cuatro meses del aspo en la Ciudad de Buenos Aires. Salían a pasear, a caminar, conversaban y jugaban en la plaza y en la vereda. Las educadoras también le habían ofrecido hacer terapia en un espacio gratuito que suele trabajar en forma articulada con la organización y hacer un deporte en un club de barrio con el que se acoplan en las acciones barriales, pero todas las opciones mantenían la virtualidad y Naye quería salir de la casa, necesitaba correr un poco y estar lejos de su familia un rato.

Propongo pensar estas instancias de encuentro intergeneracional, de Lara y de Naye con las educadoras, como un tránsito de lo privado hacia lo público en dos sentidos: en tanto creación colectiva e igualitaria de otros modos de vivir en comunidad y en tanto puente hacia el Estado y la política pública. Comienzo por el primer punto, volviendo al texto de Arendt, donde el espacio público es aquel que no está atado a las necesidades biológicas básicas de reproducción, sino que allí se hacen otras cosas, como conversar o esparcir el cuerpo. Y esto es justamente lo que las jóvenes no podían hacer en la esfera privada, al estar la mayor parte del tiempo ocupadas con tareas de reproducción impuestas por la necesidad y las dinámicas de matriz patriarcal en las que se enmarca casi todo en este mundo.

Las niñas se alejaron de lo privado en un salto compartido hacia lo público, en tanto espacio que reúne a aquellxs que se pueden dar el lujo de dedicar tiempo a esas otras cosas que no son necesidad; que pueden estar un rato de la semana haciendo algo que no es necesario, sino deseado y elegido. Esas otras cosas son las comunes, de las que se puede conversar más allá de unx mismx, pero no porque no tengan relación con unx, sino por lo contrario: porque tienen relación con unx en tanto parte de algo más:

Vivir juntos en el mundo significa en esencia que un mundo de cosas está entre quienes lo tienen en común, al igual que la mesa está localizada entre los que se sientan alrededor; el mundo, como todo lo que está en medio, une y separa a los hombres al mismo tiempo.

La esfera pública, al igual que el mundo en común, nos junta y no obstante impide que caigamos uno sobre otro (Arendt, 2020, p. 62).

El encuentro público de las educadoras con las niñas de La Caldera fue en cada caso una invitación a la conversación entre iguales, que a veces era propuesto por las adultas y otras era reclamado por las jóvenes. La violencia quedó ubicada en el centro del debate como aquello que preocupaba a todas. Así, el encuentro volvió público lo que le pasaba a las niñas al darle el valor de interés común y hacerle el tiempo y el espacio para discutir distintos puntos de vista sobre el hecho, sin desconocer las condiciones diferenciales desde las que hablaba cada una:

la realidad de la esfera pública radica en la simultánea presencia de innumerables perspectivas y aspectos en los que se presenta el mundo común y para el que no cabe inventar medida o denominador común. Pues, si bien el mundo común es el lugar de reunión de todos, quienes están presentes ocupan diferentes posiciones en él, y el puesto de uno puede no coincidir más con el de otro que la posición de dos objetos (Arendt, 2020, p. 66).

La igualdad de la que todo se tiñe cuando ubicamos el encuentro en el terreno público no elimina las condiciones desiguales de sus participantes ni mucho menos la diversidad de opiniones. No es la igualdad que Arendt llama social y que hoy concebimos en el mundo de la ciudadanía moderna, sino la igualdad del universo compartido, creado al calor de la actividad cotidiana en La Caldera por más de diez años, y un interés por construir vidas más vivibles en los términos en que cada una y todas a la vez consideren, con la tensión constante sobre la responsabilidad adulta frente a la violencia sufrida por las jóvenes. Es una igualdad que ensancha los propios límites del espacio público al incluir allí la experiencia infantil.

La publicidad que adquiere la vida de las jóvenes en el encuentro, en el sentido de que su vuelve visible para lxs demás interpelándolxs, es a la vez su proceso de politización, justamente porque dirige la atención de lo común hacia ahí. Y una vez allí, diría Arendt, es posible debatirla y actuar conjuntamente sobre ella y sobre el mundo en relación con esta. Tal idea nos resuena en lo que es hoy una de las consignas más famosas del feminismo local: “Lo personal es político”. En esta frase, que se convirtió en el título del artículo de Hanisch publicado en 1969, los grupos de autoconciencia feminista de los Estados Unidos condensaban su necesidad de juntarse a conversar entre mujeres, de contar y escuchar a otras, de sacar conclusiones colectivas sobre todos esos relatos para dejar de culparse por la violencia sufrida y elegir conjuntamente cómo actuar en el mundo para combatirla. Más allá de los debates específicos suscitados en torno a esta publicación, la consigna nos recuerda que encontrarse y narrarse con otras personas es un momento fundamental de la vida política; un momento que tuerce las relaciones de poder que la subsumen.

En este sentido, cuando decimos “lo personal es político”, hacemos referencia, junto a aquel feminismo, a la posibilidad de articular la experiencia personal con un entramado de poder general y con la existencia de otrxs con quienes compartir dicha experiencia, para salir del silencio y la invisibilización que revictimizan. Aquí la participación política es siempre con otrxs que escuchan y actúan, además de actuar escuchando. En La Caldera, esas otras resultaron ser las educadoras y las propias niñas de la organización, que en más de una ocasión fueron las primeras en enterarse de las violencias sufridas por sus compañeras e insistir en llevar eso al espacio de la organización que compusieron como público:

Yo estaba hablando con Renata (17) por celular, le estaba contando a ella y ella me decía que les cuente a ustedes, que seguro podían hacer algo, que podíamos hacer algo juntas, para que yo me pueda ir de mi casa, pero no sé si me puedo ir. Quizás mejor me quedo, pero así no (Gloria, 15 años, conversando con Ludmila, 34 años) (Diario de campo, junio de 2020).

Gloria llegó de Chile hace apenas dos años y en marzo asistió tan solo una semana a su primer año en la nueva secundaria. En abril su mamá se contagió de covid-19 y quedó internada todo el periodo de cuarentena porque su cuadro de salud fue empeorando. La casa de Gloria se transformó rápidamente en un lugar de confinamiento invivible. Con los ingresos escasos que recibía su mamá del subsidio estatal, Gloria sobrevivía en la soledad del aislamiento y con una amenaza de desalojo que pesaba sobre su cuerpo de ocupante. Gloria se juntó con Ludmila (34) y luego con Julia (35), y luego con Lola (29). Pasó un par de días y noches en casa de cada una de ellas, un par de veces se quedó con sus amigas del barrio y otras no sé; no quiso contar, pero a las pocas semanas volvió con ganas de encontrarse con las educadoras a conversar para no desesperarse de la angustia. Con ellas salía a dar unas vueltas por el barrio.

En estas escenas se repite el encuentro como ocupación del espacio público y como posibilidad de resistencia frente a las violencias, algo que los movimientos del transfeminismo local han puesto de manifiesto una y otra vez en diversas apuestas, la más famosa de las cuales es el Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Trans, Travestis y No Binaries.3 Encontrarse con otrxs representa la posibilidad de generar una comunidad para actuar en común, “desde dentro de una forma de comprender el mundo y de vivir en él que es compartida y que puede comprender las acciones que una emprende, permitiendo así el reconocimiento” (Lugones, 2011, p. 116). Y no es casualidad que eso tenga lugar en la calle, escenario de múltiples encuentros de fuerza creativa donde una heterotopía feminista se hace posible (Pascual y Bianchi, 2018; Rago, 2006) al poner en marcha otras formas del hacer que alejan del dolor.

En este mismo camino, pero en una estrategia que se dirige hacia el lado opuesto, propongo estudiar los encuentros intergeneracionales como un camino de lo privado a lo público en tanto puente entre las niñas y el Estado. En esas conversaciones, las educadoras se dispusieron a tramitar subsidios, consiguieron turnos en hospitales y se contactaron con las defensorías zonales de la niñez para elaborar estrategias conjuntas de abordaje. También pasaron a buscar a lxs niñxs para llevarlxs a la escuela a recoger los cuadernillos que allí se entregaron una vez por semana con las tareas para cada curso y defendieron las vacantes de quienes el excluyente sistema estaba dejando afuera.4 Acompañaron denuncias en la Oficina de Violencia Doméstica y repartieron los preservativos otorgados por la salita del barrio, todo en el seno de una red comunitaria donde se articularon docentes, trabajadorxs de la salud, representantes locales y muchas otras organizaciones.

No me explayaré en esta ocasión, pero se puede consultar Shabel y Chait (2021) para más información sobre este punto. Aquí considero necesaria su mención para estudiar todo aquello que compone los vínculos intergeneracionales de La Caldera. Por eso mismo, ahora me centraré en otro movimiento que dichas relaciones habilitaron durante el aislamiento: el pasaje de lo privado a lo íntimo.

Encuentro: de lo privado a lo íntimo

Como cada semana, tres compañeras de la organización llegan el lunes a las 13:30 horas a una de las casas tomadas del barrio con los bolsones de comida para repartir entre las familias. Mandan unos mensajes, hacen unos llamados y en pocos minutos ya está puesto en marcha el esquema de reparto. Mientras una compañera se queda en el sector común de la planta baja ocupada en esa tarea, las otras van a buscar a lxs niñxs a sus habitaciones. Me acomodo detrás de Noelia, que sube hasta el primer piso y toca la primera puerta a la derecha al grito de: “Estefi soy Noeeeeeeeeee”. Estefi sale de su cuarto y la saluda con el codo, igual que a mí.

  • Noelia: ¿Cómo va todo por acá?

  • Estefi: Bien… ahí andamos.

  • Noelia: ¿Qué pasó?

  • Estefi: Nada.

  • Noelia: Dale, ¿qué pasa? No parece que estuviera todo bien.

  • [Estefi se encoje los hombros en un gesto de no sé y no me importa].

  • Noelia: ¿Querés que charlemos un rato?

  • [Estefi repite el gesto de los hombros y su cara se arruga en una mueca inconteniblemente angustiada].

  • Noelia: Salgamos a dar un paseo, así charlamos tranqui, ¿dale?5

  • Estefi: Bueno, pero andá a decirle vos a mi mamá porque si no, no me va a dejar (Diario de campo, septiembre de 2020).

Lejos de la posibilidad de tener un cuarto propio donde descansar, escribir o reflexionar sobre lo que sucede, las niñas y jóvenes que viven en casas tomadas en la ciudad se encuentran cotidianamente privadas de la soledad alegre que puede ser experimentada (o no) en una casa con habitaciones y puertas. De hecho, en general las infancias se encuentran privadas del derecho a la privacidad por el solo hecho de ser menores y estar a cargo de alguien más, en tanto el adultocentrismo confunde cuidado con posesión. Nada de esto se gestó en la pandemia, pero sin duda se agudizó entre la crisis económica y el encierro:

Noe y Estefi están sentadas en la plaza que queda a cuatro cuadras de la casa. Antes pasaron por una panadería y se compraron un pedazo de torta para cada una.

Noe: Contame, ¿cómo están las cosas en casa?

Estefi: Maso. Es que ayer vino la policía a la casa, hubo tiros y se llevaron a dos. Están re zarpados los pibes que salen a robar y no se rescatan, no hacen nada en todo el día, solo paquearse y salir a afanar. Encima arman bardo en el barrio y ya nos amenazaron con que nos van a rajar varias veces. Yo me voy a lo de mi viejo de última, allá en la provincia; pero si lastiman a mis hermanas, los mato (Diario de campo, septiembre de 2020).6

La conversación prosiguió un largo rato en el que Estefi relató varias situaciones de violencia presenciadas en su casa; expuso sus miedos, sus deseos y discutió con Noelia la posibilidad de irse a vivir a la Provincia (de Buenos Aires) con su padre, con o sin sus hermanas. Traigo a colación en este punto a Lauren Berlant, para pensar la configuración de la intimidad de estas jóvenes, en tanto la misma puede ser solitaria, “pero la intimidad también aspira a una narrativa sobre algo compartido, una historia sobre una misma y sobre los otros que va a terminar de algún modo particular” (1998, p. 281). Tomo este concepto, entonces, como una característica que pueden adquirir los vínculos, como un espacio que se crea entre las personas y que resulta necesario para que la vida sea vivible.

La intimidad se abre como instancia donde gestamos nuestras propias narrativas de vida y nuestras fantasías: “Repensar la intimidad es evaluar cómo hemos sido, cómo vivimos y cómo nos podemos imaginar vidas que tengan más sentido de las que estamos viviendo” (Berlant, 1998, p. 286). Esta invocación a la imaginación como ejercicio necesario de la intimidad resuena en las palabras de Butler: “la fantasía no es lo opuesto a la realidad […] La fantasía es lo que nos permite imaginarnos a nosotros mismos y a otros de manera diferente […] La fantasía apunta a otro lugar y, cuando lo incorpora, convierte en familiar ese otro lugar” (citada en flores, 2017, p. 38). En este sentido, las conversaciones entre las mujeres adultas y las niñas y jóvenes de La Caldera adquieren un carácter de intimidad porque, según yo, habilitan la palabra, la emoción y la corporalidad para volver sobre lo que sucedió y sucede de una manera a la vez propia y compartida, para contar la propia historia de un modo que sea posible y que a la vez empuje hacia aquello que excede su posibilidad.

Asimismo, la intimidad se sostiene en la confianza que las jóvenes les tienen a las adultas de la organización, forjada en años de trabajo conjunto. Y con confianza nos referimos aquí a varias cuestiones: por un lado, a la trama afectiva que une a quienes se organizan en La Caldera llevando a los cuerpos la tranquilidad de que no serán juzgados por sus situaciones o sus accionares en la narración íntima; algo similar a lo que describe flores para la pedagogía reparadora: “[una] trama afectiva de la posicionalidad espacial junto a, dado el protagonismo que activa, la incertidumbre que genera, el devenir que acontece, el fluir al que invita, la exploración subjetiva que incita” (2020, p. 2012). Por otro lado, la confianza se aproxima en la seguridad de saber que, después de esa narración, ninguna decisión será tomada sin el acuerdo de quien la realiza. Volviendo a la idea que nos convida Arendt sobre el encuentro entre iguales, en La Caldera las resoluciones sobre los modos de abordar cada situación se conversan intergeneracionalmente hasta llegar a una conclusión conjunta donde concurren diversos puntos de vista. Esta experiencia se aleja del paternalismo que suele caracterizar las relaciones entre grupos de edades (Liebel, 2020), mas no de las prácticas de cuidado y responsabilidad que las adultas de La Caldera asumen como objetivo político y ético para con las jóvenes de forjar una vida más vivible para ellas en sus propios términos.

Así, se entiende la intimidad como ese momento de encuentro con otrxs en que alguien se descubre a sí misma siendo en aquella “vida social entretejida entre personas que no están actuando como representantes o funcionarias” (Lugones, 2011, p. 107) de diversos órdenes asimétricos, sino en pie de igualdad. Y por ello, en los términos de la propia Lugones (2011), la intimidad es un espacio de enorme potencia para la subjetividad activa en resistencia. No negamos que las niñas y adolescentes autogestionen instantes de reflexión en su privacidad doméstica que les permitan fugarse de la violencia, sino que apuntamos el hecho de que casi todo a su alrededor atenta contra eso, mientras que los encuentros producidos en el seno de La Caldera lo potencia, y también la posibilidad de hacer algo diferente con eso que sucede; de crear -parafraseando a Berlant (1998)- mundos más amables y mejores futuros.

Me interesa ahora rescatar el carácter íntimo de esta conversación llevada a cabo en el centro de una plaza pública, del mismo modo que la plática entre Carolina y Lara ocurrió en la calle. Durante los meses de aislamiento, el espacio físico de aquella intimidad resultó ser mucho más el espacio público que el doméstico, volviendo a esa idea de potencia feminista que adquiere la práctica de ocupación de la plaza pública en la historia feminista: “el encuentro de los cuerpos en el espacio público constituye de por sí, como dijera Butler, una política de la alianza que instaura nuevas formas de relacionarnos” (Nijelsohn, 2019, p. 149).

La calle fue más íntima que la casa y la habitación, así como el espacio virtual de conversaciones a través de chats por internet muchas veces sirvió de refugio y funcionó como canal de comunicación íntima, tal como lo muestran los registros citados de Lara y Naye. Con esto quiero decir que “la intimidad puede ser algo móvil y desafectado de un espacio concreto: un impulso que, a través de prácticas, crea espacios a su alrededor” (Berlant, 1998, p. 284). Aquí, los dispositivos de la tecnología comunicacional resultaron fundamentales en la configuración de este espacio para Lara y Naye (y para muchxs otrxs que no alcanzo a citar). Sin embargo, en todos los casos, las niñas manifestaban la necesidad de presencialidad, y por ello creo que “nos encontramos igual” sintetiza la práctica cotidiana de La Caldera durante el aislamiento, donde la contigüidad de los cuerpos produce “una estrategia de significación no dirigida que excede las palabras e incluso los gestos y que solo hace sentido en la simultaneidad de la acción” (Pascual y Bianchi, 2018, p. 7).

Hablo de un encuentro íntimo en el espacio público, al que le sigue una socialización selectiva de la información con algunas educadoras, con el consentimiento explícito de las jóvenes, y luego una serie de conversaciones/acciones públicas y políticas realizadas con la intención de llegar a las mejores resoluciones en los propios términos de las niñas junto a las adultas. Algunas cuestiones se han resuelto en estos meses y otras no. Pero en esa intemperie compartida de cada encuentro vemos cómo lo colectivo también puede ser íntimo, y el objetivo político de una organización puede ser producir intimidad allí donde esta ha sido arrebatada.

Algunas conclusiones: la forma amistad en el encuentro intergeneracional

Esta es la cumbia del abrazo

la hicimos las crianzas cansadas de este maltrato

no pedimos que a todo lo adornen con una flor

pedimos la verdad a todo corazón.

Susy Shock y La bandada de colibríes

A lo largo de estas páginas me aproximo, desde una perspectiva etnográfica, a comprender la experiencia de aislamiento de niñas y adolescentes que viven en casas tomadas en la Ciudad de Buenos Aires y participan de La Caldera. La conclusión que propongo, como clave de lectura para acercame a la compleja trama social de desigualdades que se materializan en los cuerpos de estas jóvenes, y no como una verdad absoluta, es que su experiencia de vida durante la pandemia estuvo ligada a la reclusión en el espacio privado, lo que coartó sus posibilidades de encuentro con otrxs en tanto iguales y consigo mismas. Frente a esta situación, en la organización social, ellas, junto con las adultas, generaron intersticios de encuentro intergeneracional donde lo privativo/privado cedió espacio a lo público y lo íntimo en prácticas intergeneracionales que nos abren a feminismos de la multiplicidad.

En este punto quiero resaltar el doble rol de las organizaciones sociales dedicadas a la niñez durante la pandemia que se ocuparon de tender puentes entre lxs más jóvenes y el Estado, a la vez que produjeron fugas de lo institucional sobre aquello que es incontenible en un protocolo. Seguramente sucedieron intercambios similares de niñas y adolescentes con docentes, trabajadoras estatales, vecinas, integrantes de la propia familia y otras tantas redes de solidaridad feminista que se crearon durante la pandemia. Y, seguramente, algo de lo que aquí estudio también sucedía y sucede más allá del tiempo signado por las medidas sanitarias de la pandemia. Como ya lo han denunciado teóricas y organizaciones feministas en todo el mundo, más allá del aspo, el espacio privado del hogar puede no ser un espacio feliz, especialmente para mujeres, niñas y personas que habitan en condiciones de hacinamiento. Esto no me lleva en línea recta a demonizar las familias y aumentar su control sobre ellas (mucho menos cuando se trata de familias pobres que suelen estar sobrevigiladas), sino a valorizar la existencia de otras prácticas en la configuración de las infancias, especialmente las que invitan a participar desde los transfeminismos.

Todo lo anterior me lleva a la pregunta por las formas de este movimiento en clave intergeneracional, sobre la cual se desprenden apenas algunas pistas en estas páginas. Lejos de sumar un imperativo normativizante a esta o a cualquier organización, la pregunta que deja abierta el recorrido etnográfico aquí planteado es por los vínculos que la militancia feminista habilita (sin garantizar), fundados en el cuidado y la confianza, con un espíritu particular al que llamo aquí amistad. Considero que esta forma vincular nos permite pensar en una práctica no adultista de cuidado, que lo contenga y lo exceda, a partir de la explicitación de la necesaria interdependencia a la que nos lleva nuestra condición de precariedad humana (Butler, 2010), con relieves locales y matices contextuales.

El cuidado, como uno de los ejes principales que ha marcado los vínculos entre adultxs y niñxs, se reedita en las prácticas de La Caldera desde una posición a la que se podría categorizar como no paternalista porque se aleja de un generalizado supuesto acerca de que poseemos aquello y a aquellos que cuidamos, y así se minorizan determinadas poblaciones sobre las que se hipervisibiliza la condición de precariedad. Al mismo tiempo, las prácticas de cuidado de la organización relevadas en este estudio se enfrentan al modelo -que tan precisamente describe y critica Cano (2018)- del sujeto liberal, individual y meritocrático que se hace a sí mismo sin necesidad de otrxs y sin fragilidades.

Las niñas y adolescentes de La Caldera necesitaron de las adultas o, mejor dicho, decidieron manifestar una necesidad frente a ellas y produjeron así un encuentro, que no estaba previamente dado por sentado ni planificado por las adultas, y al que propongo denominar como “amistad”. Este encuentro procura romper la distancia abismal que se ha impuesto entre generaciones, al sabernos todxs sujetxs de necesidad de cuidado y productorxs de ese cuidado a la vez, sin desconocer las posiciones desiguales que lxs sujetxs ocupan en las redes sociales más amplias ni evitar el debate sobre los distintos puntos de vista. Una forma de vincularse sin obediencia, donde las partes se encuentran porque así lo desean, aunque no todo en el encuentro sea armonía:

Acaso lxs amigxs sean más bien extrañxs, y así podría pensarse la amistad feminista como aquella que se sustrae de la figura del amigx anclada en la configuración fraternal de la democracia moderna. Si lxs fráteres son lxs semejantes, lxs iguales entre iguales, ¿no se podría pensar en una democracia feminista que, sin perder el antagonismo, es decir, sin perder la dimensión de lo político, imagine una forma diferente de constituir el “nosotrxs”? (Nijelsohn, 2019, p. 143)

Tomamos estas palabras de Nijelsohn para pensar, como ella lo hace, en la organización política que construye demandas hacia el Estado y que, a la vez, acoge e incita a aquello que de él se fuga, urdiendo ficciones políticas donde cada unx pueda narrarse a sí mismx sin convertirse en un sujetx individualizadx, siempre con otrxs/nosotrxs. Un “nosotrxs” de la organización que moviliza reclamos colectivos (vivienda digna, conectividad); que logra traducir violencias en consignas concretas para salir a marchar mientras sostiene en su interior la diferencia y al mismo tiempo la igualdad. En La Caldera no se trata de ocultar el poder diferencial (generacional, de clase) de quienes componen la organización, sino de usarlo a su favor, para que las adultas puedan garantizar el encuentro que las convoca a todas en tanto partícipes de la organización y para que puedan acercar las vidas de las jóvenes hacia allá donde ellas lo consideran. El encuentro intergeneracional es, entonces, una circunstancia democratizante donde la forma propone una igualdad en el diálogo, como describe Ranciere para la forma escuela (1988), y como se dio en La Caldera desde la forma que propongo nombrar como “amistad”, en un ensayo epistémico sobre los vínculos entre generaciones.

Utilizo, entonces, esta idea de amistad para hablar de un modo alternativo de organizar los afectos, un amor político y una política de la alianza que nos permita generar colectivamente vidas más vivibles con lo que hoy somos y hacemos, a la vez que contenga “la apertura a la diferencia y al cambio (al porvenir, a aquello que está por venir)” (Nijelsohn, 2019, p. 144). Un llamado a amasar lo común que genera comunidad y unos inesperados vínculos donde florecen “el afecto, la ternura, la amistad, la fidelidad, el compañerismo, la camaradería que una sociedad remisa no puede acoger sin temor a que se armen alianzas, a que se anuden líneas de fuerza imprevisibles” (Foucault, 2015, p. 13). Aunque no sea exactamente la forma amistad, porque además nadie podría definirla con exactitud, creo que nombrar esa palabra nos reúne con algo de lo que sucedió intergeneracionalmente en La Caldera.

Referencias

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1El aspo fue una política nacional que duró entre marzo y noviembre de 2020. Consistió en una restricción de la libre circulación de todos los habitantes, acompañado del cierre de comercios, escuelas y organismos públicos, que debían suspender actividades presenciales o funcionar de modo virtual, según el caso.

2Las traducciones son de la autora.

3Los Encuentros Plurinacionales se realizan anualmente en distintas ciudades del país desde hace 35 años. Son convocados por cientos de organizaciones, partidos, gremios y movimientos del transfeminismo argentino y latinoamericano. Durante tres días la ciudad —que recibe a cientos de miles de mujeres, lesbianas, trans, travestis y no binaries— se transforma para dar lugar a talleres, ferias y fiestas que se suceden en el evento, que culmina con una imponente marcha.

4La Ciudad de Buenos Aires tiene, a partir de la gestión del pro-Cambiemos, un sistema imposible de acceso a las vacantes en la escuela pública que cada año deja más niñxs afuera: véase Roberto (2021).

5“Charlamos tranqui” es un modo informal de decir “conversamos con tranquilidad”.

6Para clarificar los conceptos utilizados del lunfardo porteño, interpreto la última intervención de Estefi de este diálogo: “Más o menos. Es que ayer vino la policía a la casa, hubo tiros y se llevaron a dos. Están muy violentos los pibes que salen a robar y no asumen una actitud responsable, no hacen nada en todo el día, solo drogarse y salir a robar. Encima generan problemas en el barrio y ya nos amenazaron con que nos van a echar con violencia varias veces. Yo me voy a lo de mi papá de última, allá en la provincia; pero si lastiman a mis hermanas, los mato”.

Recibido: 17 de Mayo de 2021; Aprobado: 01 de Septiembre de 2021; Publicado: 15 de Diciembre de 2021

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