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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versão On-line ISSN 2448-8488versão impressa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.25 no.72 Ciudad de México Mai./Ago. 2018

 

Reseñas

Pena de muerte: la deconstrucción del cadalso carnofalogocéntrico

Víctor Manuel Uc Chávez1 

1Escuela Nacional de Antropología e Historia. uc.victor@gmail.com

Derrida, Jacques. La pena de muerte. Volumen, v. 1, 1999-2000. La Oficina de Arte y Ediciones, Rocha Álvarez, Delmiro. Madrid: 2017.


En el texto que Jacques Derrida escribió para la circunstancia de su muerte, y que fue leído por su hijo Pierre en su funeral, se lee lo siguiente:

Jacques n’a voulu ni rituel ni oraison. Il sait par expérience quelle épreuve c’est pour l’ami qui s’en charge. Il me demande de vous remercier d’être venus, de vous bénir, il vous supplie de ne pas être tristes, de ne penser qu’aux nombreux moments heureux que vous lui avez donné la chance de partager avec lui.

Souriez-moi, dit-il, comme je vous aurai souri jusqu’à la fin.

Préférez toujours la vie et affirmez sans cesse la survie…

Je vous aime et vous souris d’où que je sois. [Derrida 2005: 2].1

[Jacques no quiso ni ritual ni oración. Sabe por experiencia qué prueba es para el amigo que de ello se encarga. Él me pide agradecerles haber venido, bendecirlos, les suplica no estar tristes, no pensar más que en los numerosos momentos felices momentos que ustedes le dieron la oportunidad de compartir con él.

Sonríanme, dice, como yo les habría sonreído hasta el final.

Prefieran siempre la vida y afirmen sin cesar la sobrevida.

Los amo y les sonrío dondequiera que esté].

Al leer este breve, digamos, testamento para ser escuchado por los amigos, cómo no pensar, por una parte, en los múltiples adioses que Derrida dirigió a sus amigos muertos en ocasión de sus funerales, y por otra parte, en Políticas de la amistad, en particular en las diferentes modulaciones, acentos y giros que le dio a la frase -un apóstrofe en verdad, apóstrofe que escande el ritmo y el movimiento del seminario del mismo nombre y del libro a que dio lugar: « O mes amis, il n’y a nul amy » [“!Oh Amigos míos, no hay ningún amigo”].2 Frase que Montaigne, leemos en ese libro, atribuye a Aristóteles. Atribución que toda una tradición de pensamiento y de citas dio por sentada y que nunca fue puesta en entredicho. Este “impensado”, si se puede decir así, se detiene precisamente en Derrida.

De ese legado, de ese testamento, de esa oración fúnebre hay que retener este exhorto: “Prefieran siempre la vida y afirmen sin cesar la sobrevida”, y, por razones que se mostrarán más adelante, dentro de él la sobrevida, de la que se dice que hay que afirmarla sin cesar.

De igual modo, toda una potente tradición se detiene en Derrida. Se trata de la tradición filosófica que condena a muerte; que goza, se podría decir, condenando a muerte; pues, ¿cómo comprender que nunca en la historia de la filosofía se haya condenado filosóficamente la pena de muerte, que nunca la filosofía, los filósofos, en tanto que tales, hayan sido abolicionistas? ¿Por qué los filósofos nunca han suscrito filosóficamente y por principio la abolición de la pena de muerte? ¿En qué consiste ese goce que disfruta, al contrario, de mantener vigente la pena de muerte? ¿A quién condena así la filosofía?

Si la filosofía es el laboratorio en que se elaboran los pensamientos más rigurosos -pero también los más ridículos- sobre lo propio del hombre, se puede comprender que este seminario de Derrida sobre la pena de muerte comience con una grave atribución y un fuerte cuestionamiento antropocéntricos: “¡Qué responder a alguien que viniese a decirles, al alba: «saben ustedes, la pena de muerte es lo propio del hombre»?” [Derrida 2017: 15]. Y, ¿por qué al alba? Por dos motivos. En primer lugar, porque es “el alba de no se sabe qué, la vida o la muerte, la gracia o la ejecución, la abolición o la perpetuación de la pena de muerte, también la perpetración de la pena de muerte” (p.16). El alba, en una situación semejante, porque es cuando unos minutos, unas horas, pueden ser una eternidad o algo apenas fugaz; cuando en ese lapso de tiempo uno se pregunta si vale la pena “economizar la vida”, como Sócrates en el Fedón, tras rechazar la sugerencia de Critón de no beber el veneno y dejarlo para un poco más tarde -puesto que la puesta del sol aún no tiene lugar- y entregarse mientras a algunos placeres corporales comiendo o bebiendo en abundancia, o bien teniendo relaciones con alguien a quien se desea, rechazo que se sustenta en la formulación de que nada se va a ganar apegándose a la vida y economizándola “cuando de ella ya no queda casi nada” [Platón 116e-117a].3

En segundo lugar, al considerar la declaración que encierra esta pregunta: “Saben ustedes, la pena de muerte es lo propio del hombre”, se piensa en la larga lista de propios del hombre a la que se suma este último, perturbándolos, despojándolos de su pretendida superioridad, seguridad y elegancia, e incluso reuniéndolos y condensándolos alrededor de sí y en su violencia soberana: la razón, la mano -y con ella la escritura-, el mundo, el morir, la cultura, el duelo, el mentir, entre otros.

Este libro se propone desde el principio la deconstrucción del andamiaje [échafaudage] y del cadalso [échafaud] carno-falogocéntricos, incluso eso ha sido siempre la deconstrucción:

Quizá la deconstrucción es siempre, últimamente, a través de la deconstrucción del carno-falogocentrismo, la deconstrucción de ese andamiaje histórico de la pena de muerte, de la historia de ese cadalso, de la historia como andamiaje de ese cadalso. La deconstrucción, lo que se denomina con ese nombre, es quizá […] la deconstrucción de la pena de muerte, del andamiaje logocéntrico, logo-nomocéntrico, en el que está inscrita o prescrita la pena de muerte [Derrida 2017: 32].

De igual modo, la deconstrucción de la pena de muerte es también la deconstrucción de la muerte -“recordando que no se sabe qué es, si llega, ni cuándo llega ni a quién” (p. 203)-. Pero ello no significa que seamos portadores de un concepto riguroso de muerte o que sepamos con exactitud lo que “muerte” quiere decir. Por el contrario, será la pena capital la que nos indique qué dirección seguir para pensar la muerte. En este sentido, Derrida distingue entre dos condenas. Una condena a morir y una condena a muerte. En la primera, la muerte sobreviene a un asesinato, a una enfermedad, a un accidente, puede incluso ser “muerte natural”, suponiendo que sepamos lo que esto quiere decir. Se distingue de la segunda, la que se identifica con la pena de muerte, con la muerte decidida por un otro, por un cuando. ¿Cuándo voy a morir? Este cuándo con fecha y hora establece la diferencia entre la condena a morir y la condena a muerte. En el primer caso, no sé cuándo voy a morir, en el segundo el condenado a muerte sabe cuándo morirá -o mejor, creer saber que sabe, “y en cualquier caso otros saben por él, en principio, por derecho, qué día, a qué hora, incluso en qué instante la muerte caerá sobre él” (p. 188).

Ahora bien, el sueño de la deconstrucción consiste en un movimiento convulsivo para acabar con la muerte. “Muerte a la muerte”:

Si la muerte no es una, si no hay nada claramente identificable y localizable con ese nombre, si incluso hay más de una, si se puede sufrir mil muertes, por ejemplo debido a la enfermedad, al amor o a la enfermedad del amor, entonces la muerte, la muerte en singular ya no existe. ¿Por qué angustiarse entonces? Deja de tomarte en serio la angustia ante la muerte, en singular. Deja de considerarte como un condenado a muerte o la víctima de un veredicto de pena capital. Tu vida no es un death row [Derrida 2017: 204].

Por otra parte, esta deconstrucción de la muerte que puede conducir a disolver la unidad o la identidad o la gravedad de la muerte no comporta por ello trivializar ni relativizar la pena de muerte. Y esa deconstrucción es también una deconstrucción de la vida, que no sale de ahí indemne.

Esta deconstrucción de la pena de muerte y de la vida la muerte es inseparable de la de lo teológico-político. De hecho, este seminario se inscribe a su vez en el interior de otro seminario sobre el perdón y el perjurio. Y es que el perdón, a diferencia del perjurio, aunque no concierne al dominio de lo jurídico se relaciona de un modo singular con la pena de muerte, ya que ésta, proviniendo del ámbito de la justicia penal -lo que la diferencia del asesinato y de la simple venganza-, cuando tiene lugar en cada ejecución y acaba así con la vida del condenado “significa que el crimen que así se castiga nunca dejará de ser, en la tierra de los hombres y en las sociedades humanas, im-perdonable” [Derrida 2017: 50].

En efecto, la pena de muerte se distingue del asesinato y de la venganza simple, en primer lugar, porque emana del derecho penal, y en segundo, porque su naturaleza comporta la visibilidad. La pena de muerte no puede no ser visible. En ella, el soberano ve ejecutar al infractor y se ve a sí mismo castigando y ejecutando al condenado a muerte. De igual modo, sólo el soberano puede otorgar el perdón y conmutar la pena capital al condenado a muerte. Tanto si condena como si indulta al condenado, al soberano le asiste el derecho de otorgar la gracia, y este derecho no es otro que el derecho a colocarse por encima del derecho, el derecho a ir más allá del derecho. El soberano es el único que tiene derecho a suspender el derecho. Él es quien decide la excepción, que decide qué es una situación excepcional (Carl Schmitt).

De hecho, la cuestión teológico-política de la soberanía, junto con la de la excepción y la crueldad, constituyen los tres temas-eje que Derrida va desplegando a lo largo de su seminario. A estas tres cuestiones se anudan cuatro personajes que por turno o a la vez desfilarán por este libro: Sócrates, Jesús, Hallaj y Juana de Arco. Tres hombres y una mujer, a quienes en cada caso se les imputa una grave acusación justamente teológico-política, una incriminación religiosa que apunta a una ofensa blasfematoria asumida, encarnada y aplicada por un poder político. En estos cuatro casos no se trató de condenar y ejecutar, a pesar de las apariencias, en nombre de la razón de Estado cómplice de una autoridad religiosa, a un enemigo del Estado o de Dios. No se trata tampoco de un conflicto teológico con lo a-teológico, pues tres de ellos se asumen como testigos y testimonios de la voz de Dios y uno más dice oír la voz de un daimon, una voz divina de cierta manera.

En este libro Derrida explica cómo cada vez en mayor medida los Estados nación del mundo, en muchas ocasiones por presiones de organismos internacionales como la onu o por cuestiones de conformación de bloques de países como la Unión Europea, esos Estados ven afectada su soberanía al decidir abolir y prohibir la pena de muerte. Así, cada vez son más numerosos los países que optan por esa vía y cada vez menos los que aún mantienen la pena capital. Un caso sorprendente lo es el de los Estados Unidos, país en que la condena a muerte en silla eléctrica, cámara de gas, ahorcamiento fue suspendida, que no abolida, en 1972, por considerársela un castigo cruel. Más tarde, en 1977, se reactivó la pena de muerte en ese país con inyección letal, considerada no cruel, y a la que le antecede una inyección anestesiante. En este caso, los movimientos y las posturas abolicionistas cuestionaban la pena de muerte por ser cruel, mas no por principio, de ahí la hipocresía, dice Derrida, de muchas de estas posturas, pues si la pena es no cruel entonces no se solicita su abolición y se la mantiene. Pero lo más paradójico fue que una vez que la Corte Suprema estadounidense aprobó de nuevo la condena, varios estados de esa nación que ya habían cancelado las ejecuciones o no habían recurrido a ellas, las reactivaron y en una escala hiperbólica terrorífica. Este “retorno de lo reprimido” en relación con las ejecuciones, se volvió más cruel, pues incluyó en las ejecuciones a menores de edad y a discapacitados mentales.

Ahora bien, otro hilo conductor a desmadejar en este nudo de cuestiones sobre la pena capital tiene que ver con el interés. En el siglo XIX, el escritor Victor Hugo -y esta relación entre literatura y pena de muerte sería una cuestión más a abordar aquí- se declaró ferviente partidario de la abolición de la pena de muerte en nombre de un derecho inviolable a la vida. Pena de muerte para la pena de muerte: “Yo voto a favor de la abolición pura, simple y definitiva de la pena de muerte”, declaraba Hugo en la Asamblea constituyente en septiembre de 1848, cuyo abolicionismo postula la inviolabilidad de la vida humana. Abolicionismo que es, además, profundamente cristiano, crístico y evangélico, pues es en nombre de un Dios cristiano como va a oponerse a la pena de muerte.

Uno años más tarde, Charles Baudelaire condenará la postura de Victor Hugo y con él la de los abolicionistas: “Abolicionistas de la pena de muerte sin duda muy interesados” (p.120). La acusación apunta a una doble culpa. Por una parte, es culpable de sostener una regresión a la animalidad: estar apegado a la vida por la vida, al derecho como derecho a la vida. Por otra parte, una segunda culpabilidad concierne a la culpabilidad misma. Si los abolicionistas se apasionan compulsivamente por la abolición de la pena de muerte es porque se sienten culpables y temen por su propia vida.

Quiero abolir la pena de muerte porque tengo miedo de ser condenado, miedo de morir pero también porque sé que <yo> siempre estoy matando a alguien. Soy lo suficientemente víctima y culpable de homicidio como para desear que se ponga fin a la pena de muerte, pero ese deseo de acabar con la condena a muerte legal atestiguaría […] que siempre estoy calculando mi salvación, de víctima o culpable […] [Derrida 2017: 119].

Habría además una astucia de la generosidad o de la compasión para con el otro en la postura abolicionista, pues al pretender salvar la vida de los demás no busco sino salvar la mía. Ahora bien, esta sospecha de interés detrás de un abolicionismo presuntamente desinteresado nos coloca en el centro de una de las cuestiones más graves de este seminario. ¿Cuál puede ser el interés detrás de los pronunciamientos en favor de la abolición de la pena de muerte? Y a la inversa, ¿cuál puede ser el interés de los partisanos de la pena de muerte? ¿Qué cariz tiene el interés que subyace al presunto desinterés que sostiene la proclama a favor o en contra de la pena de muerte? Hasta ahora, con Baudelaire y tras él con Nietzsche sospechamos que un interés se esconde detrás del desinterés, que hay un interés en el desinterés, y con ello reconocemos que tanto los partidarios de la pena de muerte como los abolicionistas libran entre ellos una guerra del resentimiento, en ambos casos se trata de movimientos reactivos del resentimiento.

En esta espiral cruel del interés y tras haber pasado por los señalamientos de Marx -que también señalaba el interés de ciertos abolicionistas que condenaban la pena capital justamente para evitarla-, se llega a Nietzsche, quien sin referirse explícitamente a la pena de muerte no deja de pensarla. Y tres son los motivos que me gustaría destacar aquí. En primer lugar, ¿qué ha ocurrido que solemos “pagar”, “compensar”, “remunerar” -léxico del comercio y del crédito- una falta con una vida? En segundo lugar, Nietzsche olfatea, presiente que el imperativo categórico kantiano huele a sangre y a crueldad. Y en tercer lugar, Derrida nos hace ver que en la reflexión nietzscheana a propósito del desinterés de Kant -para quien el imperativo categórico de la justicia penal, la pena de muerte, así como el condenado, deben ser tratados desinteresadamente, como fines e incondicionalmente- se encuentra un interés: “el interés más grande y más personal”, “el del ejecutado liberado de su tortura”, liberado “de una condena o de una amenaza de veredicto -y de la tortura que constituye dicha amenaza” (pp. 130-131).

Justamente con Kant se pueden apreciar los equívocos de la crueldad en relación con la pena de muerte. Pues por un lado, Kant al sostener que la pena de muerte no puede aplicarse más que por el crimen cometido, siendo ese su único interés y nunca para disuadir o dar un ejemplo, nunca para hacerle justicia a personas determinadas o a la sociedad en su conjunto, Kant, pues, parece ser más abolicionista que los abolicionistas, porque si se siguiera su máxima la pena de muerte -sin abolirla- quizá tendría pocas oportunidades. Y por otro lado, los abolicionistas se muestran más interesados en abolir la pena capital no por principio sino por utilidad: por ejemplo, se decía más arriba, la pena de muerte se suspendió en los Estados Unidos de 1972 a 1977 porque se la consideraba un castigo cruel que violaba la octava y la decimocuarta enmienda de la Constitución de ese país, pero una vez que se adoptó la inyección letal dejó de ser considerada cruel y se la restableció y reactivó. Así, se condenó y se suspendió solamente la crueldad de la pena, mas no su principio. De igual modo, un abolicionista, Cesare Beccaria, adversario de la pena capital y para quien ésta no es disuasiva ni ejemplar, todo lo contrario, consideraba abolirla, y en su lugar establecer penas a perpetuidad, penas duras. ¿Quién es, entonces, más cruel, Kant o Beccaria? Derrida muestra en su seminario cómo enfrentándose el discurso de unos y otros -abolicionistas y mortícolas- se contamina y se contrabandea.

Finalmente, habría que señalar que si hay un interés de Derrida por abolir la pena de muerte pasa por ser un interés de otro tipo. Un interés que apuesta por un por venir para la vida, para mi vida, y que justamente es lo que aniquila la pena de muerte. Que la vida, que mi vida tenga un por venir debería oponernos, por principio, a la pena de muerte. Y ello en una apuesta también por la sobrevida, de la que hablábamos al inicio. Una vida más valiosa que la vida en la vida misma, una sobrevida que Derrida siempre suscribió y que no dejó de tematizar.

Prefieran siempre la vida y afirmen sin cesar la sobrevida.

1Jacques Derrida. Rue Descartes. 2 (48): 6.

2Jacques Derrida. Politiques de l’amitié. Édition Galilée. París. 1994 [Políticas de la amistad. Tr. Patricio Peñalver. Trotta. Madrid. 1998].

3Platon. Oeuvres complètes. Tr. Léon Robin. Éditions La Pléiade. Gallimard. París, pp. 853- 854. Véase la interesante reflexión que sobre este pasaje del Fedón elabora Catherine Malabou en su artículo “À quoi bon économiser la vie lorsqu’il n’en reste presque plus?”, en L’éthique du don. Jacques Derrida et la pensée du don. Colloque au Royaumont, décembre 1990. Éditions Métalié. 1992, pp. 109-116.

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