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Nueva revista de filología hispánica

versão On-line ISSN 2448-6558versão impressa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.65 no.2 Ciudad de México Jul./Dez. 2017

https://doi.org/10.24201/nrfh.v65i2.3106 

Notas

Espacio urbano e imágenes acuáticas en Materia dispuesta de Juan Villoro

Urban space and aquatic imagery in Juan Villoro’s Materia Dispuesta

Elisa T. Di Biase Castro* 

* Universidad Nacional Autónoma de México. Correo electrónico: elisadibiase@gmail.com.


Resumen:

En la dimensión imaginaria del espacio de la Ciudad de México pesan mucho las imágenes materiales, en el sentido que Gaston Bachelard otorga al término; es decir, las figuraciones de los cuatro elementos articulan profundamente gran parte de la identidad de la hipermetrópolis. Juan Villoro, uno de los escritores contemporáneos más ligados a la capital mexicana, intuye esta dimensión material de la urbe notablemente. La novela Materia dispuesta es una reflexión sobre el papel de la materia en esta ciudad en forma de Bildungsroman. El personaje principal y la urbe emprenden una evolución sincrónica: sus significados y sus cuerpos se entrelazan. El presente estudio aborda la función de las imágenes acuáticas en dicha obra literaria.

Palabras clave: Ciudad de México; imágenes materiales; Juan Villoro; Materia dispuesta; agua

Abstract:

Material images -in the sense that Gaston Bachelard understands them- play an important role in the imagery dimension that space acquires in Mexico City; that is to say, the way the four elements are configured serves to a great extent to shape the identity of this hipermetropolis. Juan Villoro, one of the contemporary writers most closely linked to the Mexican capital, is very sensitive to this material dimension. His novel Materia dispuesta interprets the material aspect of the city in terms of a Bildungsroman. The main character and the city undergo a synchronic evolution: their meanings and their bodies intertwine. This study addresses the aquatic imagery in the novel.

Keywords: Mexico City; material images; Juan Villoro; Materia dispuesta; water

Se puede pasear por una ciudad, dar la vuelta en determinada esquina, detenerse antes de cruzar la calle, tropezarse con una acera mal cuidada; es posible tocar sus ladrillos, su cemento, pero, al mismo tiempo, estaremos siempre recorriendo su dimensión imaginaria, habitando una parte intocable, pero igualmente fehaciente, de la urbe. La dimensión imaginaria del espacio urbano cohabita con la ciudad concreta y se relaciona con sus habitantes en la diaria creación que éstos hacen del espacio en que viven. Según la definición de Néstor García Canclini,

...lo imaginario remite a un campo de imágenes diferenciadas de lo empíricamente observable. Los imaginarios corresponden a las elaboraciones simbólicas de lo que observamos o de lo que nos atemoriza o desearíamos que existiera (A. Lindón 2007, p. 90).

En una ciudad conviven muy distintos tipos y niveles de imaginarios; esta variedad forma parte de la innegable heterogeneidad de la urbe. Como expone el mismo antropólogo, estos distintos imaginarios “no corresponden mecánicamente ni a condiciones de clase, ni al barrio en el que se vive, ni a otras determinaciones objetivables” (p. 91). En ellos intervienen factores subjetivos, intersubjetivos y colectivos y pertenecen a distintos rubros de la percepción y la experiencia humanas, desde el político y económico-social, hasta el mítico y el poético.

A veces, una parte importante del imaginario de la ciudad queda plasmada en una obra -una novela, una película- y, desde ahí, crece y sigue alimentando la creación de más y más imágenes, la dimensión no objetivable, pero verdaderamente experiencial de la identidad de una metrópoli. Para un flaneur literario que quisiera descubrir la naturaleza del espacio que recorre, sería preciso seguir de cerca el razonamiento de Pierre Sansot (2004, p. 38) con respecto a la naturaleza de los lugares: “À la question assez embarrassante: «Quelle est l’essence d’un lieu?» Il faudrait souvent substituer une autre question: «Qu’en peut-on rêver?”.

El recorrido por la literatura de la Ciudad de México contemporánea hace rápidamente ostensible la abrumadora cantidad de imágenes relacionadas con los cuatro elementos (agua, fuego, aire y tierra) y señala un camino posible para ese paseante, un hilo conductor que puede dar forma al estudio literario de la urbe. Resulta paradójico que este hilo de Ariadna tenga que ver muy poco con la ciudad hipermoderna y que, en cambio, se enlace más firmemente a la base primitiva de la ciudad: su mito fundacional y la materia más esencial y elementalmente simbólica. Pareciera que esta megalópolis latinoamericana, para mantenerse una misma en su plasticidad, mirara siempre hacia sus raíces y las actualizara constantemente en su realidad enloquecida. La literatura que la retrata deja cada vez más clara la importancia de este vínculo de la ciudad contemporánea con su materia primera.

Dadas las circunstancias geológicas, geográficas y ecológicas de la urbe, nada parece más natural. Asentada sobre una inmensa laguna y decenas de ríos, sembrada y rodeada de volcanes y montañas, atravesada por fallas geológicas y ubicada a una altura de 2 300 m sobre el nivel del mar, la Ciudad de México tiene mucho que contarnos como hipermetrópolis de más de veinte millones de habitantes con y en contra de estas condiciones. Sin embargo, debemos tener en cuenta que, aun si en las imágenes literarias de esta urbe aparecen de manera particularmente insistente, los cuatro elementos forman parte indiscutible de la historia natural y cultural de cualquier civilización, incluso hasta nuestros días. En palabras de Gernot y Hartmut Böhme (1998, p. 15): “Fuego, agua, tierra, aire hubo y seguirá habiendo siempre; y, hasta la fecha, no se puede concebir una cultura que salga adelante sin hacer referencia, en el fondo de su estructura -en lo simbólico, en la praxis cotidiana y en lo técnico-científico-, a los elementos”.

Desde los albores de la civilización, el hombre se ha reconocido a través de la aprehensión de lo otro. Los elementos, en este sentido, no han solamente fungido como espejos atemporales, sino enclavados en la historia. Cada cultura, en sus distintos momentos, se ha mirado en el azogue claro de la tierra, el agua, el aire y el fuego. No es de ninguna manera casual que los cuatro elementos personifiquen la disposición geométrica, mitológica e incluso filosófica del mundo. Baste recordar los cuatro humores, o los cuatro temperamentos, las cuatro edades de la vida, los cuatro vientos, etc., o simplemente pensar en lo bien que sirven para ilustrar nuestras pasiones.

En los elementos, de manera natural y a través de sus concepciones culturales, el hombre ha sentido tanto el poder del entorno, de la naturaleza, como su propia fuerza. Cuando los elementos no le son favorables, producen escenarios -verdaderas catástrofes- en los que el ser humano ha tenido que probar su valor y su calidad de héroe trágico. En la actualidad, por añadidura, la crisis ambiental y el deterioro ecológico producen nuevas maneras en las que estas cuatro esencias conservan su potencia significativa.

Aunque los estudios sobre los imaginarios urbanos ocupan hoy en día un lugar sistemáticamente asentado dentro de las aproximaciones a la ciudad gracias a que han logrado trascender muchas de las limitaciones de los análisis meramente descriptivos, siguen presentando, para algunos, una serie de problemas metodológicos. Dado que nuestro acercamiento al imaginario urbano es sobre todo de índole literaria, es decir, alejado de los datos duros de las estadísticas y las encuestas y más cercano a la geocrítica, esto es, al análisis de los vasos comunicantes entre representación y realidad urbana, recorreremos la Ciudad de México con ojos inquisitivos y formularemos preguntas, pero no confundiremos esta mentalidad indagadora con el discurso científico, que intenta objetivar los elementos de su estudio. Dado que nuestro ser -como el del escritor, del lector y del paseante- y el ser de la ciudad están intrincadamente tejidos, el método científico no nos resultará útil para descifrar el jeroglífico urbano que nos proponemos. De acuerdo con el mismo Pierre Sansot (2004, p. 20):

Il existe un langage urbaniste dont nous refusons la scission qu‘il introduit entre l‘homme et la ville. Il vise à dèréaliser cette dernière: opération qui semble bénefique, puis qu‘elle introduit la neutralité, le ton fade et raisonnable des technocrats et qui, en fin de compte, vise à expulser l‘humain de ce qui est destiné à épanouir l‘homme. Là, c‘est la parole dite scientifique qui, non seulement, est nocive mais inexacte.

Por el contrario, nos apoyaremos en la filosofía de la experiencia, de la viviencia subjetiva e intersubjetiva y, por lo tanto, recurriremos, entre otras, a la riquísima y paradigmática obra de Gaston Bachelard (2011) en torno al espacio y a la transfiguración imaginaria de los cuatro elementos. Este pensador clasifica las fuerzas imaginantes de nuestro espíritu según dos ejes fundamentales alrededor de los que pueden desenvolverse:

podríamos distinguir dos imaginaciones: una imaginación que alimenta la causa formal y una imaginación que alimenta la causa material o, más brevemente, la imaginación formal y la imaginación material... Es necesario que una causa sentimental, íntima, se convierta en una causa formal para que la obra tenga la variedad del verbo, la vida cambiante de la luz. Pero, además de las imágenes de la forma, evocadas tan a menudo por los psicólogos de la imaginación, existen -lo vamos a demostrar- imágenes directas de la materia.

La vista las nombra, pero la mano las conoce. Una alegría dinámica las maneja, las amasa, las aligera. Soñamos esas imágenes de la materia, sustancialmente, íntimamente, apartando las formas, las formas perecederas, las vanas imágenes, el devenir de las superficies. Tienen un peso y tienen un corazón (pp. 7-8).

No podemos perder de vista, sin embargo, que estos dos tipos de imágenes, formal y material, no se dan de forma completamente separada. La materia no se presenta sin ninguna forma más que en el Caos previo a la creación del Mundo; una vez inserta en el espacio y el tiempo, toda sustancia -no importa la profundidad de sus raíces oníricas- adquiere una forma. Por otro lado, cualquier imagen, por más volátil y formal que se nos presente, conserva al menos un lastre materialmente profundo, una cierta densidad, una semilla. En el contexto de las imágenes literarias de la ciudad, hay que considerar que esa forma en la que encarna la imagen material se crea en el espacio de la urbe y hace alianza con esta última y con sus dinámicas profundas.

El enorme conjunto de las imágenes materiales de la Ciudad de México contemporánea es un campo de investigación igual de desmesurado que la propia urbe. Por esta razón, y con el fin de arrojar más luz tanto sobre la fertilidad de este tipo de estudio, como sobre la ciudad y su literatura, me interesa concentrarme en un autor particularmente significativo en la literatura mexicana actual y en una de sus obras -la más material de todas ellas- para analizar exclusivamente el elemento del agua, por tratarse, sin lugar a dudas, de aquel que produce mayor cantidad de imágenes profundas y enraizadas en diversos aspectos de la ciudad (desde su mito fundacional hasta su fundación material) y, desde luego, en su existencia moderna.

La relación que Juan Villoro sostiene con la Ciudad de México es verdaderamente inédita. El escritor mexicano ejerce con destreza, soltura, profundidad y simpatía muy poco comunes el oficio de cronista. Esto le ha dado a su escritura un desembarazo que el lector agradece y una dosis de realidad tangible y honesta, es decir, nueva bajo una mirada que la descubre, despojada de estereotipos y de aquella voluntad autofolklorizante tan acostumbrada en el arte y la literatura mexicanos posteriores a la Revolución.

La mirada de Villoro es siempre crítica, frecuentemente irónica, y su narrativa muchas veces ostenta una hibridez ensayística a través de la que el autor analiza diferentes aspectos de la realidad y la cultura. Sin embargo, al tiempo que desmitifica de forma deliberada muchos aspectos de la llamada “identidad mexicana” y genera personajes aparentemente destinados a perder -lejos de la típica heroicidad-, es profundamente material en el sentido en que Gaston Bachelard emplea el término, es decir, hace de toda materia que la sustenta una fuente de imágenes profundas recurriendo a sus símbolos imperecederos y regenerándolos de formas sorprendentes.

Materia dispuesta (1997), la segunda novela de este escritor, aborda la transformación (y la no-transformación) de un personaje y su búsqueda de sí mismo. El autor aprovecha la expresión mexicana “ser materia dispuesta” para dar título a su obra, y acierta en muchos niveles. Cuando un mexicano dice “soy materia dispuesta” expresa a su interlocutor que está a su completa disposición, ya sea para realizar las actividades que a éste mejor le parezcan o para ayudarle de manera incondicional en cualquier empresa. El hablante se ofrece como una materia disponible y maleable. Por otro lado, si no hacemos caso de la acepción mexicana de la expresión, las palabras nos indican una rotunda presencia material, pero informe, dispuesta a tomar forma, en estado potencial.

La trama de la novela, hondamente entrelazada con la geografía de la Ciudad de México y con su realidad telúrica, se desenvuelve en torno al crecimiento y la formación de Mauricio Guardiola, nacido en 1957 en la colonia Roma, el mismo año del sismo conocido como “Terremoto del Ángel”, en el cual la Victoria Alada del Monumento a la Independencia, coloquialmente conocida como “el Ángel”, principal emblema de la urbe, rodó por el suelo después de precipitarse desde su columna de 36 metros de altura. Como si este hecho fuera un presagio funesto, y evidenciando cuán ligado está el destino de la ciudad al de sus habitantes, este sismo y sus terribles consecuencias hicieron que la familia Guardiola, originalmente asentada en la colonia Roma, una de las zonas más céntricas y vivas de la ciudad -aunque probablemente la más afectada por los temblores-, se desplazara, en una especie de exilio, a Terminal Progreso, un barrio protourbano inventado por Villoro en la periferia del extremo sur de la ciudad, cerca de los canales de Xochimilco, último vestigio de la ciudad lacustre.

La novela relata, sobre todo, los años transcurridos por Mauricio -personaje aparentemente anodino, pero dotado de una capacidad de observación y de una sensibilidad notables- en este terreno anclado en el pasado acuático de la ciudad antigua, que la urbe seca y moderna no se decide a asimilar; su profunda identificación con esta zona geográfica en todos los aspectos (ambos son tremendamente materiales y ninguno parece tener forma); su crecimiento, como niño y como adolescente, a la sombra de un padre arquitecto -fanático de los esquemas y las estructuras-, mexicano en la acepción tradicional y vasconcelista del término, viril y seductor, orgulloso de los “valores nacionales” y obsesionado con construir una ciudad que exprese la “modernidad mexicana”; su contrastante reticencia a definirse en ningún aspecto -ni en el sexual ni en el profesional, enclavado en una especie de adolescencia prolongada, de estado larvario y flexible que no se decide a abandonar-; y su vivencia, cuando cuenta 28 años, del “Terremoto del 85”, el peor sismo al que se ha enfrentado la Ciudad de México.

Terminal Progreso, el barrio inventado que sirve de escenario a la narración, nos proporciona una imagen tremendamente elocuente de la sustancia de la novela, una Bildungsroman1sui generis. Su nombre, que deriva de una supuesta última estación del tranvía, sostiene la lámpara de una aguda ironía sobre el sitio. Terminal Progreso es el lugar a donde el progreso nunca llegó o, quizás, en donde vive su agonía tras una enfermedad terminal. Como el barrio de San Lorenzo en el Disparo de argón (1991), esta colonia imaginada por Villoro tiene la cualidad de concentrar muchas de las características de barrios reales. Mauricio nos describe su vivencia infantil del lugar en donde transcurrieron su infancia y su juventud:

Vivir en las afueras equivalía a crecer contra la naturaleza; anhelaba el día en que las milpas donde verdeaba el maíz fueran sustituidas por cines y centros comerciales. Estábamos en la incierta frontera de las familias recién perjudicadas o que mejoraban apenas lo suficiente para salir de una decrépita vecindad del centro. Terminal Progreso era una sucesión de casas hechas en serie, con paredes de tabla-roca y candiles dorados en las puertas que servían para enfatizar que no eran mansiones.

Las diversiones locales consistían en desenterrar flechas de obsidiana en los lotes baldíos o pescar ajolotes en los arroyos y meandros cercanos a Xochimilco. Larvarios, fríos, gelatinosos, los ajolotes recordaban una era de volcanes activos y saurios fabulosos; por desgracia, su hábitat se reducía al agua castigada de Xochimilco, lo único que quedaba del lago de los aztecas. Aquel paraje era un híbrido sin gloria; la ciudad sitiaba al campo sin derrotarlo y llegaba a nosotros en forma precaria: en los riachuelos, los celofanes de golosinas devoradas desde hacía varios meses, flotaban junto a los lirios (Villoro 1997, p. 29).

Quizás las palabras clave de este fragmento sean “incierta frontera”. El barrio engloba la diluida línea entre la ciudad y el campo, entre las familias venidas a menos y las que empiezan a florecer económicamente, entre un tiempo pasado (los niños desentierran flechas de obsidiana, se mencionan saurios y volcanes activos) y las promesas de futuro que no llegan sino a través de la basura que flota en los canales. También aquí nos encontramos por primera vez con la figura del ajolote, larva neoténica (es decir, que puede reproducirse antes de madurar) y anfibia de la salamandra, endémica de la Ciudad de México, que resulta clave en la interpretación de la novela. En ella profundizaremos más adelante. Todo en Materia dispuesta es larvario, está a medio camino entre una cosa y otra. Los diferentes estadios conviven y se mezclan.

Pareciera que el barrio estuviese cercado contra el arribo definitivo del progreso y la modernidad. Para Mauricio, resulta inimaginable que la ciudad extienda su entramado de calles hasta ese páramo y, sin embargo, ha dejado en él sus huellas. Las ideas de Gaston Bachelard (2011) son particularmente útiles para describir el significado de este territorio que en todo está a medias. Si nos detenemos en su constitución material, nos daremos cuenta de que se trata de un lugar cuya característica principal es que la tierra se mezcla con el agua. Al respecto de esta fusión de elementos, el fenomenólogo francés nos dice:

La unión del agua y de la tierra da la pasta. La pasta es uno de los esquemas fundamentales del materialismo. Siempre nos ha parecido extraño que la filosofía haya desdeñado su estudio. En efecto, la pasta nos parece el esquema del materialismo verdaderamente íntimo en el que la forma aparece vaciada, borrada, disuelta. La pasta plantea pues los problemas del materialismo bajo formas elementales puesto que libera a nuestra intuición de la preocupación por las formas. El problema de las formas se plantea entonces en segunda instancia. La pasta nos da una experiencia primera de la materia (p. 161).

Exactamente eso. La mezcla del agua y la tierra da el barro, la materia moldeable por excelencia. Es la materia informe, por potencia formal, la que da la forma. Si por un momento nos parece que carece de figura es porque en ella descansan todas las figuras posibles. ¿Puede ser que Terminal Progreso, en su doble calidad de incipiente territorio urbano y resto de laguna, se resista a formar parte acabada de la urbe para mantener su potencia abarcadora de identidades distintas, que se oponga a las ideas de modernidad mexicana de Jesús Guardiola, el padre de Mauricio, y escapar de una identidad fija y prefabricada que coarte sus posibilidades? ¿Será ésta la misma razón por la cual Mauricio, identificado con esta porción del Distrito Federal, se rebela ante la visión del “hombre duro mexicano” emanada de su padre, no se define y oscila entre la homosexualidad y la heterosexualidad, entre la infancia y la juventud y entre una variedad de profesiones provisionales? Otro fragmento de Bachelard, que profundiza en la descripción de la mezcla del agua y la tierra, es incluso más eficiente para analizar la influencia de los alrededores de Xochimilco en la personalidad del protagonista:

A veces la viscosidad es también el rastro de una fatiga onírica que impide el sueño de avanzar. Vivimos entonces sueños pegajosos en un entorno viscoso. El caleidoscopio del sueño está lleno de objetos redondos, lentos, perezosos. Si pudiéramos estudiar sistemáticamente esos sueños blandos nos llevarían al conocimiento de una imaginación mesomorfa, es decir, de una imaginación intermediaria entre la imaginación formal y la imaginación material. Los objetos del sueño mesomorfo sólo difícilmente toman su forma, y luego la pierden, hundiéndose como una pasta. Al objeto pegajoso, blando, perezoso... corresponde, según creemos, la densidad ontológica más fuerte de la vida onírica. Esos sueños que son sueños de masa son, ya una lucha, ya una derrota para crear, para formar, para deformar, para modelar. Como dice Víctor Hugo: “Todo se deforma, hasta lo informe” (p. 163).

Bachelard se refiere a la viscosidad del barro; es curioso cómo la consistencia de la materia resultante de la mezcla del agua y la tierra puede “impedir el sueño de avanzar”. Eso es justamente lo que ocurre con Terminal Progreso, y no sólo con ella. Mauricio es descrito como un niño-joven gordo y perezoso, inactivo, muy similar a los objetos redondos y lentos que el filósofo atribuye a esta imaginación mesomorfa del barro. Tanto esta porción de la Ciudad de México como el personaje principal de la novela de Villoro difícilmente toman forma y, si lo hacen, tienden a perderla. Su verdadera esencia consiste en la capacidad de modelarse. El barro es, por excelencia, la “materia dispuesta”.

No soy de ninguna manera la primera persona en notar la identificación de Mauricio Guardiola con el barrio de la Ciudad de México en que habita. Alejandro Hermosilla señala, hablando de Juan Villoro:

Igualmente, su segunda novela, Materia dispuesta se construía a partir de un lenguaje vertiginoso con el fin de reflejar lúcidamente el espectro interno del irónico, paradójico y, por momentos, absurdo aprendizaje de su personaje sometido a un proceso de redefinición constante debido a la ambigüedad simbólica y existencial del lugar que se desenvolvía: un espacio simbólico como Terminal Progreso donde se mezclan y conjugan de manera irreverente distintas partes de la ciudad de México con las aguas del antiguo lago de los aztecas (2010, p. 5).

Según Frederick Bollnow (1969, p. 53), “Por doquier, lo espacial brinda la base para la comprensión del mundo espiritual”. Es normal, entonces, que los personajes de Villoro sostengan un diálogo esencial con sus barrios, que espacio y ser humano se comuniquen y se expresen mutuamente.

Si en otras obras de este escritor, como “Después de la lluvia”, “Llamadas de Amsterdam” y El disparo de argón, la presencia del agua se da sobre todo a partir de la lluvia, Materia dispuesta pone mucho más énfasis en la calidad lacustre de la ciudad, en su escueta persistencia y, por supuesto, en la nostalgia del agua. Xochimilco es el sitio ideal para llorar el lago desaparecido, pues alberga su último vestigio, el testimonio de lo que fue y de que su desaparición continúa. El propio Villoro, en otros escritos, no puede separarse de ese tremendo sentido de pérdida. En “El eterno retorno de la mujer barbuda”, una conferencia impartida en Caracas en torno a las secretas seducciones de la Ciudad de México, el escritor mexicano describe Xochimilco más o menos en los mismos términos en que lo hace en su novela e insiste en la acuciante presencia del lago dentro de la urbe:

Los aztecas fundaron su capital en un islote y ganaron terreno al agua. Los conquistadores españoles que habían hecho la guerra de Italia no vacilaron en comparar a Tenochtitlan con Venecia. La ciudad fue secada durante siglos y las calles surgieron del lecho de los ríos. El antiguo lago se redujo a la reserva de Xochimilco en las afueras, los canales donde los turistas de hoy tienen el dudoso privilegio de navegar por aguas pantanosas mientras escuchan el estruendo de los mariachis. En el casco urbano, el principal recuerdo lacustre son los edificios coloniales que se hunden como navíos a punto de naufragar.

La memoria del agua establece un vínculo con los orígenes. Desde el punto de vista sismológico, aún estamos en una cuenca navegable: nuestros coches viajan sobre un lago implícito (Villoro 2007, p. 34).

Resulta muy interesante detenerse en las últimas tres líneas de la cita. Justamente en el espacio de Terminal Progreso, el autor mexicano logra materializar en imagen cómo “la memoria de las aguas establece un vínculo con los orígenes”. Sólo así se explican los saurios-ajolotes, la presencia viva de los volcanes, las flechas de obsidiana, las pirámides latentes debajo del suelo. Es el lago implícito -y mitad explícito en esta zona de la ciudad- el que trae con su ser, en parte material y en parte fantasmal, los espectros corpóreos y etéreos del pasado. Y no hay espectro inocuo ni fantasma que no haga alusión a un remordimiento profundo. Al igual que en la obra de José Emilio Pacheco, en la de Villoro la nostalgia del agua se vuelve un terrible sentimiento de culpa, el presentimiento de una maldición que ha sido lanzada sobre los habitantes de esta ciudad por un error que se ha cometido insistente, duraderamente, en contra de su propia naturaleza. En esta urbe, tal vez más que en ninguna otra, la ciudad ha sobrevivido a costa de sí misma, de devorarse para nacer de una manera distinta. Todo ha sido arrasado y puede ser que la devastación de lo más primordial, necesario y transparente, el agua, sea la más grave de las pérdidas. Así, nos dice Mauricio:

Las desgracias de México tenían que ver con la muerte del agua; lo sabíamos por los maestros que comparaban a Tenochtitlan con Venecia (otra confusión en la Ciudad Ideal) y por las anécdotas de mi padre sobre las pirámides hundidas en el subsuelo. Xochimilco era otra prueba del fracaso; en unos años sólo quedaría un ojo de agua que adoraríamos como un altar (pp. 33-34).

La desaparición del agua es un asesinato y, tal parece que, día con día, los habitantes de la Ciudad de México pagan por este crimen viviendo en una ciudad inhabitable, perseguidos por fantasmas y acosados por una tremenda nostalgia. En el transcurso de la novela, nos topamos con muchísimas alusiones al sentimiento que ocasiona el agua perdida. Pareciera que la supresión de los ríos y de la extensión lacustre del Valle de México hubiese traído como consecuencia la escasez del líquido vital -como, en efecto, lo hizo- y que, por lo tanto, al sufrir una sequía que podemos imaginarnos impuesta por una divinidad del talante del Dios del Antiguo Testamento, los habitantes del D.F. adorasen el agua como quien adora el paraíso perdido. Y, sin embargo, como en toda la literatura de Villoro, hay una doble mirada de este hecho. Por un lado, sus imágenes alimentan el muy consolidado mito de la nostalgia del agua perdida y, por el otro, lanzan sobre él una fina ironía que nos invita a cuestionarnos su realidad. Voy a citar dos fragmentos en donde este doble filo se vuelve evidente. En el primero de ellos, Mauricio habla de las Torres de Satélite, conjunto escultórico de cinco prismas triangulares de alrededor de 50 metros de altura, de distintos colores, dispuestos en una explanada ubicada al norte de la Ciudad de México, obra del escultor Mathias Goeritz y el arquitecto Luis Barragán, con la colaboración del pintor Jesús Reyes. Barragán es el arquitecto más renombrado de México, el único que ha sido acreedor del Premio Pritzker, perteneciente a la Escuela de Jalisco y máximo representante de una “arquitectura mexicana”. Mauricio se expresa así de su obra (p. 76):

Para la escuela nacionalista a la que pertenecía mi padre, aquellas torres [las de Satélite] eran un adoratorio; el hecho de que sirvieran de depósitos de agua reforzaba su condición trascendente (en la segunda prédica del Lienzo del Charro, el arquitecto Guardiola dijo: “tenemos nostalgia de los canales, del lago que enterramos en la ciudad”).

Puesta en boca del arquitecto Guardiola, la nostalgia del agua enterrada pierde credibilidad, pasa a ser una más de las premisas inventadas de la consabida “identidad mexicana”, tan difundida por los intelectuales del país y puesta en evidencia por Roger Bartra, cuyas ideas, como veremos un poco más adelante, ha retomado Villoro, en ocasiones de manera paródica. En otro momento de la novela, Clarita, una académica de corte bastante clásico, amiga de la madre de Mauricio, recibe al niño en su casa por unos días, en tanto que sus padres arreglan su separación. En una de sus conversaciones, la estudiosa atribuye a Mauricio una nostalgia obsesiva por el agua debida, según ella, a su crianza cerca de los restos del lago. Aunque inteligente y cultivada, Clarita roza la caricatura del profesor universitario de pensamiento europeizado. En este sentido, sus apreciaciones pueden ser consideradas representativas de un sector de la población de México: los “intelectuales”, segmento social sobre el que Roger Bartra y el propio Villoro en esta novela -y aún más en su obra El testigo (2004)- extienden una visión crítica, sobre todo en cuanto a las contribuciones de muchos pensadores mexicanos a la tan comentada identidad nacional prefabricada. De acuerdo con ambos autores, las consideraciones de muchos de ellos provienen de una visión desprendida y lejana, tendiente a aprovechar arquetipos y estereotipos, a construirlos profusamente como imágenes autofolklorizantes. Las consideraciones de Clarita, entonces, pierden mucho peso y pueden ser consideradas etiquetas gratuitas, como las del propio padre. Acusar a Mauricio de venerar un agua perdida puede ser un acto superfluo.

La visión que tiene Clarita de la mexicanidad, desasida, intelectualizada, cinematográfica y literaria, basada en imágenes estereotipadas y retroalimentada por ellas, puede compararse fácilmente con la visión que se tiene y se cultiva del mexicano en el extranjero. Es prácticamente la misma. En la novela podemos notar este detalle gracias a la perspectiva que Roberta, la segunda esposa de Jesús Guardiola, originaria de Inglaterra, sostiene sobre la nostalgia del agua en la Ciudad de México. Roberta, bastante menos inteligente y cultivada que Clarita, es poseedora, en consecuencia, de imágenes más folklóricas y ordinarias que Villoro presenta en un párrafo brillante:

Unos días antes de la boda hubo presagios ominosos. Carlos contrajo una salmonelosis que dio pie a que Roberta hablara de la inusual relación de los mexicanos con el agua. El lago enterrado bajo la ciudad y las nieves de los volcanes que ya no se podían ver por el esmog, habían volcado a los capitalinos a una fruición compensatoria. De ahí tanto gollete chupado con urgencia, tanta paleta helada, tanta agua fresca. El Popocatépetl y el Iztaccíhuatl eran recuperados en los pocillos de zinc en los que servían nieves de sabores. De estas pérdidas estaba hecha la descuidada sed de Carlos (p. 190).

Así, en la imaginación de Roberta, la desaparición del lago junto con la contaminación del aire -que nubla la vista hacia las cúspides nevadas de los volcanes- habrían ocasionado en los mexicanos capitalinos una especie de sed insaciable de la que se desprenderían toda la plétora de bebidas coloridas y variedad de helados frutales que acostumbran ingerir. Es una imagen simpática y caricaturesca que en gran medida quita solemnidad a los fantasmas de la nostalgia del agua. Tanto los pensamientos de Clarita como los de Roberta en torno a este tema parecen estar descalificados. Sin embargo, tenemos que advertir que Mauricio, cuando Clarita le hace observaciones sobre la posible adoración que él podría sentir por el líquido vital, anota sus palabras en un cuaderno. Él, habitante de Xochimilco, niño en continuo contacto con los canales y los ajolotes, tiene la potestad de la experiencia para contradecir el conocimiento letrado de la académica y, sin embargo, la escucha sin replicar; le otorga credibilidad. Aquí está la ambigüedad que Villoro mantiene con respecto a este tema. La identidad le parece, si se le da mucha credibilidad y peso, un conjunto de etiquetas limitantes que coarta las verdaderas posibilidades de mutación. Así, el escritor mexicano no hace en este sentido una afirmación que no desdiga después de alguna manera, para generar una especie de balancín entre el ser y el no ser en que quepa la amplitud de las posibilidades y se descarte la verdad absoluta y el ridículo de las definiciones unívocas.

Otra de las imágenes ligadas al agua en la que hace énfasis Materia dispuesta es la visión de la urbe como inmensa extensión líquida, como océano. Juan Villoro (2002) desarrolla esta idea en un ensayo titulado “El vértigo horizontal. La ciudad de México como texto”, que pretende, precisamente, dar un punto de partida para la lectura de esta urbe:

A partir de la segunda mitad del siglo, predomina una metáfora horizontal: la ciudad como océano, como infinita zona de traslado. Las metrópolis de hoy enfrentan problemas superiores a los incipientes laberintos en los que Walter Benjamin buscaba perderse en forma propositiva (la desorientación aún no era la norma en las ciudades). Por ello, su mayor misterio es que funcionen. Los estragos que causan son tantos, y su modo de operación tan misterioso, que resulta inútil denostarla como un todo corruptor. Conocemos, fatalmente, las posibilidades babilónicas de cualquier barrio e ignoramos el dibujo de conjunto (en el año 2002 Tokio o México son en tal medida inabarcables que descalifican los afanes totalizadores)...

¿Qué distingue al D.F. de otros océanos? Nada lo define mejor que la noción de postapocalipsis, a la que se ha referido Carlos Monsiváis. Entre el vapor de los tamales y los gritos de los vendedores ambulantes, se cierne la certeza de que ningún daño es para nosotros. Nuestra mejor forma de combatir el drama consiste en replegarlo a un pasado en el que ya ocurrió. Este peculiar engaño colectivo permite pensar que estamos más allá del apocalipsis: somos el resultado y no la causa de los males. Los signos de peligro nos rodean pero no son para nosotros porque ya sobrevivimos de milagro. Imposible rastrear la radiación nuclear, el seísmo de diez grados o la epidemia que nos dejó así. Lo decisivo es que estamos del otro lado de la desgracia. Diferir la tragedia hacia un impreciso pasado es nuestra habitual terapia. De ahí la vitalidad de un sitio amenazado, que desafía a la razón y a la ecología (pp. 71, 73).

En el primer fragmento citado, Villoro habla de manera general de las ciudades posmodernas como zonas de traslado más que como “lugares” en sí. Sin embargo, se refiere sobre todo a las megalópolis, como Tokio o la Ciudad de México, que resisten cualquier intento de ser consideradas unidades indivisibles y se extienden, en cambio, como océanos.

En varios momentos de esta novela, la megalópolis adquiere una cualidad acuática. Quizás una de las más claras sea cuando, en una de sus fluctuaciones profesionales, Mauricio se desempeña como taxista provisional en sustitución de un chofer que había sido acuchillado. A bordo del coche, recorriendo la ciudad en una noche de lluvia tremenda, el protagonista intuye en la Ciudad de México una indiscutible cualidad marina. Neri, un viejo al que conoció en un grupo de teatro, afirmaba que había sido marinero, experiencia vital de la que se desprendía un sinfín de anécdotas inconexas que relataba a un público siempre fascinado. Sin embargo, aquella noche, Mauricio descubre que era otro tipo de mar en el que el narrador de historias se había sumergido durante toda su vida:

Entendió algo que le pareció absurdo no haber sabido desde el principio: las historias de Neri venían de una época en que fue taxista; se limitaba a inventar un entorno marino para las cosas que oyó al volante, por eso tenían una variedad inconcebible en una misma vida. Las costas y los huracanes le otorgaban prestigio a las anécdotas de sus pasajeros (p. 244).

Podemos darnos cuenta de que la urbe, para este escritor, se transforma frecuentemente en una masa acuática, ya sea por sus reminiscencias lacustres o a causa de su inmensidad y sus flujos incesantes. Dentro de esta misma línea de imágenes, la metrópolis se presenta como océano, y el barrio conocido y habitado, como una isla asediada por sus olas. Terminal Progreso es a la vez una isla y una orilla; una isla en cuanto a que en su espacio se desarrolla, único y alienado, el género de vida que se describe en la novela y en cuyas fronteras se mueven los flujos incomprensibles de la urbe; y una orilla gracias a su doble naturaleza de frontera entre el campo y la ciudad y entre la tierra y las aguas de Xochimilco. La académica Sarissa Carneiro (2011) describe muy bien la situación de este barrio y sus posibles significaciones en la novela:

En plena era globalizada y descentrada, Materia dispuesta invita a mirar la orilla, el borde, la periferia, “Terminal Progreso” entre los años 60 y 80. Así, más que un simple hacer memoria del pasado, Villoro pareciera estar preguntándonos hasta qué punto las ciudades latinoamericanas son ciudades globales y hasta qué medida se ha desvanecido la jerarquía centro-periferia en nuestro paisaje urbano o en la aldea global de la que se supone somos parte.

Frente al problema de la desterritorialización, Renato Ortiz propone una nueva configuración del espacio como conjunto de planos atravesados por líneas de fuerza con tres dimensiones simultáneas: las historias locales, las historias nacionales y la mundialización, todas existentes en la medida en que son vivencias de lo cotidiano... La vivencia de Mauricio en su niñez y adolescencia, es la de vivir en el límite de la ciudad, en la “orilla de la nada”..., “en espera del rescate”..., en un “planeta abandonado”, “borde nunca rebasado de la ciudad”..., lugar de los desechos.

En la línea de Deleuze podríamos decir que hoy, Terminal Progreso, el límite, desapareció, fue para seguir existiendo... Su mismo nombre encierra ya una contradicción, Terminal Progreso, la última estación del tranvía, es donde termina, pero también hasta donde llega el progreso y la modernidad. Desde allá, a “medio camino entre el feudalismo y la primera industria”..., Mauricio escucha la ciudad vibrando, eléctrica... en vertiginoso crecimiento (pp. 294-295).

Sobre el descentramiento de las ciudades posmodernas y, sobre todo, de las megalópolis como Tokio o la Ciudad de México, ya hemos hablado, citando aquel artículo que el propio Villoro escribió a propósito de la comparación de las diferentes urbes con masas acuáticas, en particular océanos cuya verdadera existencia no radica en sus lugares -entendidos como sitios específicos provistos de significado-, sino en los traslados -los flujos y corrientes- que las recorren. Terminal Progreso se encuentra localizada precisamente al final de estos tránsitos urbanos que la convierten en una orilla indiscutible.

En la novela, esta sensación doble de isla y orilla nos es espléndidamente descrita por Mauricio en un momento en el que expresa su nostalgia por la presencia de Pancho, su mejor amigo de la infancia, a cuya sombra siempre vivió. Los separa un hecho muy poco ortodoxo. Ambos niños juegan con la ambigüedad sexual y gravitan en torno a un vulcanizador que Mauricio identifica con la figura, justamente, de Vulcano, vinculada firmemente, por tanto, con el fuego. La ruptura de los límites entre ambos personajes los conduce a un momento de confusión y alejamiento. Durante este periodo, Mauricio se queja:

Esta etapa de celos y despecho significó, entre otras cosas, abandonar nuestras fantasías de náufragos. Veíamos un programa de televisión sobre un grupo de sobrevivientes en una isla desierta, los aparatos rescatados del naufragio eran comparables a la incipiente tecnología de Terminal Progreso, pero sobre todo nos identificábamos por estar a la orilla, en espera del rescate. Para los náufragos la vida se hallaba lejos, en las voces crujientes que a veces llegaban al radio de onda corta; para nosotros, en los resplandores mercuriales que avistábamos desde la azotea, aferrados a las jaulas para colgar la ropa.

Al apartarme de Pancho dejé de confundir las antenas distantes con los mástiles de los barcos que venían a salvarnos. La ciudad que durante los últimos meses había adquirido una condición marina, empezó a volverse subterránea (p. 38).

Es curioso cómo el estado de ánimo de Mauricio determina la condición acuática o subterránea de la ciudad. Los personajes de Villoro siempre están esencialmente identificados con el espacio y, sobre todo, con la Ciudad de México. Llama la atención cómo, en sus juegos, los niños se vivían como dos náufragos arrojados a una isla en la que preponderan la sensación de orilla, de vivir arrojados y, a la vez, la expectativa de un rescate.

Un fenómeno muy interesante que señala Carneiro en la cita anterior -y que forma parte integral de la sustancia significativa de este barrio inventado por Villoro- son la desterritorialización y la reterritorialización constantes a que el lugar está sometido. Es la ciudad, pero no acaba de serlo; es el lago, pero se seca. No termina de convertirse en tierra y, sin embargo, los vestigios de roca de la ciudad antigua emergen constantemente de sus fondos, contrastando con las torres eléctricas que lo pueblan. Se viste y se despoja de su identidad de manera incesante. En este sentido, Terminal Progreso es la metáfora espacial para el estado del alma de Mauricio que no puede dejar la infancia o la adolescencia, que no se define sexualmente, que a todo permanece abierto, incluso a la profesión que ejercerá, y todo lo experimenta. Terminal Progreso es, al final, la metáfora de la “materia dispuesta”.

Hay un último elemento en la novela, en parte acuático y en parte terrestre, que se manifiesta también metafóricamente afín a la estética de lo limítrofe, de lo constantemente en el filo del devenir, y es central en el tejido de la obra: el ajolote. Si Terminal Progreso es la imagen espacial del alma de Mauricio, el ajolote es una especie de nahual del protagonista. Un nahual es, en la cultura mesoamericana, y particularmente en la azteca y la maya, aunque en esta última se le llame “chulel”, el espíritu de un animal que cada ser humano tiene asignado y que le sirve de guía y protector. Estos entes usualmente se manifiestan de manera onírica, en la forma de cierta atracción por la bestia que nos corresponde o con la posesión de una o varias de sus características. Así, por ejemplo, una persona cuyo nahual fuera un canario podría poseer una voz privilegiada y estar inclinada al canto. Se cree que los chamanes incluso pueden transformarse deliberadamente en su animal espiritual.

En el caso de Materia dispuesta, Mauricio comparte con el ajolote muchas de sus particularidades; el animal aparece constantemente a lo largo de su historia, marcándola y otorgándole sentido. El ajolote o axolotl, monstruo de agua (atl ‘agua’; xolotl ‘monstruo’, ‘perro’) no es, de ninguna manera, un animal elegido al azar o sin peso tradicional y significativo. Por el contrario, este anfibio tiene profundas connotaciones en el contexto de la identidad mexicana -y, sobre todo, en la de la Ciudad de México- y ha aparecido en múltiples ocasiones en la mitología, la literatura2 y diversos ensayos filosóficos. Se trata de un tipo de salamandra con cuatro extremidades cortas y una larga cola que, en total, mide entre 20 y 30 centímetros, aproximadamente. Es originario de los lagos del Valle de México, más precisamente de las aguas de Xochimilco, en donde tiene lugar la narración que nos ocupa. Este animal, como he mencionado antes, puede reproducirse tanto en estado larvario como adulto, es decir, es una especie neoténica.

La importancia del ajolote en la cultura de la Ciudad de México se remonta a la mitología azteca. Espero que se me disculpe por la larga cita que estoy a punto de anotar; sin embargo, me parece interesante que sea el propio Villoro (2012) quien nos relate su origen en un fragmento que escribió para hablar de la obra del pintor Brian Nissen:

La cosmogonía prehispánica registra un momento de intenso dramatismo en que los astros se detuvieron y el viento no soplaba. El cosmos vivía en paréntesis. Para reactivar la vida, los dioses se reunieron en Teotihuacan. En un gesto de desesperación sagrada, acordaron suicidarse. Entonces surgió un disidente. Fray Bernardino de Sahagún lo relata en estos términos: “Dícese que uno llamado Xólotl rehusaba la muerte”.

El dios reacio era gemelo de Quetzalcóatl. Con fría lucidez, argumentó que el sacrificio sucedería en vano. Tuvo razón. Los dioses se aniquilaron sin que soplara el viento.

El clarividente Xólotl es un dios conflictivo. Mostrar lucidez en contra de la mayoría no otorga prestigio. En consecuencia, el gemelo oscuro de Quetzalcóatl adquirió una reputación incierta. De acuerdo con Roger Bartra, fue visto como “un numen ligado a la muerte y a las transformaciones”. Perduró como una deidad ambigua: el dios ajolote.

En aquel congreso de Teotihuacan, Xólotl, que amaba la vida, cayó en pecado de indisciplina. Para preservarse, escogió una zona intermedia, entre la tierra y el agua. Fue, como el ajolote al que dio nombre, un ser inmaduro, en permanente estado larvario, temeroso de mutar en estable salamandra.

No es casual que esta criatura, que al decir de Bartra representa la vacilante identidad del mexicano, haya atrapado la atención de Brian Nissen, quien ha dedicado su trayectoria plástica a reinventar las posibilidades del agua. Una de sus mejores piezas es un extranjero de la naturaleza, el ajolote blanco que creó para Roger Bartra.

El axólotl era visto por los antiguos mexicanos como un “juguete” o un “monstruo” de agua. Aunque opuestas, ambas interpretaciones ayudan a definir los trabajos de un pintor encandilado por el océano, las mareas, el fluir líquido de los colores y la voluntad de avanzar contra corriente.

Resulta notable -y, de alguna manera, natural- cómo este escritor, al hablar de los autores y artistas que le apasionan, suele arrojar luz sobre sí mismo y sus creaciones. Para Villoro, Xólotl, el ajolote, es un dios lúcido, que va a contracorriente, ambiguo, vacilante, indisciplinado, pero injustamente subestimado: ama la vida y por eso decide quedarse en un estado intermedio entre la tierra y el agua, no mutar, rehuir la muerte y la definición, que en mucho se parecen. Éstas son, sin duda, características del personaje principal de Materia dispuesta que, a primera vista, puede resultarnos un ser detenido, sin capacidad de evolucionar, y que, no obstante, posee una sensibilidad, una lucidez y un amor por la vida que lo vuelven extraordinario.

Como he dicho antes, Bartra y su libro La jaula de la melancolía son referentes que tampoco podemos perder de vista, ya que su presencia a manera de interlocutores a lo largo de las reflexiones de Villoro es más que evidente. La obra de este sociólogo es una reflexión crítica de la cultura mexicana contemporánea, una puesta en abismo de sus lugares comunes y sus espejismos por medio de la figura del axolotl, que desde hace siglos ha representado la “mexicanización” y las facetas más aclamadas de nuestra identidad. Según Tamara Williams (2011, pp. 346-347), en Materia dispuesta,

La introducción del ajolote como una especie de tótem del protagonista, así como la correspondencia intertextual entre la obra del eminente sociólogo mexicano, probablemente no es gratuita, sino paródica. Si esto es correcto, al parodiar el ensayo socio-político de Bartra, Villoro genera un comentario metaficticio y auto-referencial implícito que subraya la intencionalidad de su novela. En efecto, la narrativa de Mauricio tiene mucho en común con el estudio de Bartra, cuyo objetivo es rastrear el punto débil en los estudios sobre “lo mexicano”, que desde la Revolución de 1910 hasta ahora han logrado construir la expresión de “una cultura política hegemónica que se encuentra ceñida por el conjunto de redes imaginarias de poder, que definen las formas de subjetividad socialmente aceptadas, y que suelen ser consideradas como la expresión más elaborada de la cultura nacional”.

El elemento paródico tanto de la propia identidad mexicana como de la obra de Bartra es clave, pues permite a Villoro mantenerse en una posición anfibia y móvil con respecto a ambos extremos del espectro. Sin embargo, volvamos a la novela. El ajolote está tan identificado con Mauricio Guardiola como con la ciudad en la que habita; ocupa un lugar en la obra que se asemeja a su naturaleza: híbrido. Por un lado, forma parte del discurso de la mexicanidad en torno al cual se ironiza; por otro, su renuencia a ser lo salva y lo instala del lado de la ambigüedad y la ironía. La primera vez que se menciona, es el arquitecto Jesús Guardiola, con ayuda de las muy mexicanamente icónicas láminas de José María Velasco, quien explica su existencia: “En las cátedras de sobremesa supimos que el ajolote Siredon tigrina había escogido nuestra colonia para salir al mundo. Mi padre nos mostró un par de láminas del célebre paisajista José María Velasco que ilustraban la metamorfosis del ajolote en salamandra” (p. 44).

Lo curioso es que Jesús Guardiola siempre estuvo a favor de la metamorfosis del ajolote. En alguna ocasión, dice a Mauricio que sólo los mejores consiguen convertirse en salamandras y que es tan difícil que uno lo haga como el convertirse en un verdadero hombre -entiéndase, como él. Para Mauricio, en cambio, el periodo de ambigüedad, la capacidad de prolongarla, es quizá lo más interesante. En palabras de An Van Hecke (2009, p. 45),

El padre de Mauricio le avisaba que “los ajolotes podían mutar, no todos, sino los escogidos. Yo tenía que vigilarlos, cuidar la temperatura del agua, revisar que siguieran siendo tres”... Así como el niño no quiere que sus ajolotes se transformen en salamandras, él tampoco quiere transformarse en hombre. En términos del padre, y de acuerdo con el ideario del machismo mexicano, sólo “los escogidos” se transforman en hombres. También el tío Roberto establece explícitamente la relación entre el ajolote y la adolescencia. Este tío es miembro de la sociedad Quinto Sol, un grupo esotérico o teosófico fascinado por la leyenda de Quetzalcóatl, y le enseña a su sobrino Mauricio la importancia del ajolote: “Su mente de safari se entusiasmaba con los dioses animales y le otorgaba al ajolote muchas posibilidades simbólicas. Lo híbrido, lo anfibio era algo que yo debía entender por «cursar la adolescencia»”.

Así, el ajolote, para el protagonista, está siempre vinculado con la frontera entre una cosa y otra, una frontera que para él, en los términos en los que plantea su existencia, resulta totalmente deseable. Es la encarnación de la disponibilidad y la hibridez. En la cita anterior lo vemos vinculado directamente con la adolescencia que se niega a transformarse en juventud adulta. En otros momentos, lo encontramos relacionado con la ambigüedad sexual. Mauricio nos narra algunas de sus experiencias infantiles:

Las mujeres suaves seguían lejos de mi interés, por lo demás, en Terminal Progreso las niñas no salían de sus casas y las únicas piernas que se acercaban a las mías eran las de los amigos, llenas de costras y manchas de merthiolate. Exhaustos, sudorosos después de correr sin ningún propósito, escogíamos un claro entre los árboles y nos acariciábamos con dedos terrosos y uñas mordidas. En las tardes de lluvia nos desnudábamos para jugar al “elefantito”. Desfilábamos en círculo, tomados de nuestras trompas. Estas rondas, de una irrecuperable tristeza zoológica, terminaban con masturbaciones en algún arroyo; las gotas de semen se hundían como crías albinas de los ajolotes (p. 75).

Durante la niñez, Mauricio es básicamente homosexual. Sus incursiones en el terreno erótico, hasta bien entrada su juventud madura, se dan, sobre todo, con hombres. Y, sin embargo, nunca siente la necesidad de definir una postura con respecto a su sexualidad; no se preocupa, en ningún momento, por “el sentido común como asignación de identidades fijas”, como lo llamaría Deleuze (1989, p. 27). Y aunque en realidad, al pasar el tiempo, comienza a interesarse en las mujeres, primero de manera vaga y más consistentemente después, llama la atención la completa naturalidad con la que esto ocurre sin que, de ninguna manera, se implique que su identidad sexual se ha convertido en una categoría inamovible. En la lluviosa memoria que acabo de citar -los recuerdos muchas veces están cubiertos de agua- se describen los juegos infantiles que iniciaron en la sexualidad al protagonista de la novela, cuyas imágenes están muy vinculadas con la figura de los ajolotes. Es como si aquellas gotas de semen que seguían a esas masturbaciones grupales y casi inocentes simbolizaran, justamente, un estado de transición borrosa, la semilla de algo muy pálido y diluido, con escasas posibilidades, pero latente. “Las mujeres suaves seguían lejos de mi interés”, nos dice Mauricio y, conforme avanzamos en la novela, sabemos que le interesarán, que terminará por enamorarse de una de ellas.

Sin embargo, no hay ninguna ansiedad de definición y, menos aún, ninguna prisa por pertenecer a la categoría de “macho mexicano”, tan bien representada por su padre. Y esta manera de ser en el mundo se refleja sin ninguna duda en la relación que Mauricio mantiene con su ciudad y, sobre todo, con el fragmento de territorio, el barrio que tan bien representa estos y otros aspectos suyos. En palabras de Sarissa Carneiro (2011, pp. 297-298),

Al rechazar el modelo de masculinidad hegemónica, Mauricio se apropia del espacio urbano en un sentido no falogocéntrico. Con esta afirmación recojo la idea de que espacio y género, como señala María Inés García, “se entrelazan siendo imposible su separación: los cuerpos en su devenir requieren de un espacio de existencia, espacio que les da su sello y su marca y, al mismo tiempo, esos cuerpos construyen la historia del suelo que habitan”.

Así, el cuerpo ambiguo, no falogocéntrico, de Mauricio estaría construyendo la historia de Terminal Progreso, un territorio dispuesto y abierto, por un lado, y eternamente en espera de metamorfosis, por el otro. Un poco más adelante, en una escena de tintes casi perturbadoramente orgánicos, el ajolote vuelve a vincularse con Mauricio en un nivel semejante, aunque quizá más cercano al cambio:

En lo que llegaba el fin de cursos, sumía los dedos en la pecera, rozaba los cuerpos fríos que flotaban sin gracia, prehistóricos, inalterables, estudiaba sus ojos cristalinos, sus manos torpes, la aleta superior que medía diez, doce centímetros.

Una tarde saqué a pasear un ajolote en una bolsa de hule llena de agua. Encontré a Eduarda Ramos Nielsen recargada contra una barda.

-¿Qué llevas? -preguntó.

Iba a acercarle la bolsa para que le diera asco pero en ese momento la sangre le escurrió de la nariz. Una gota cayó sobre mi zapato.

-Perdón -Eduarda me pidió que abriera la bolsa, ahuecó la mano y me mojó el empeine hasta dejarlo hecho un desastre.

Regresé a la casa, con el molesto rechinido de mis pasos nones. Al secar mi zapato, el olor a toalla húmeda me trajo una época que ya no existía y también, de un modo incalificable, la promesa de una piel futura. Pensé en Eduarda sangrada, en Verónica dormida, en la desconocida de la jeringa (pp. 86-87).

Todo en este fragmento habla de la espera de una transformación inminente. Parece que Mauricio, al introducir la mano en su pecera de ajolotes para tocarlos, se acariciase otra vez a sí mismo con parsimonia, que continuase identificado con una cría diluida y albina de un animal que jamás devendrá nada. Todo se siente inmemorial e inalterable, pero al salir con un ajolote a pasear, el niño se topa con Eduarda, su nueva vecina, que lo mancha con su sangre, cuyo olor le trae la promesa de una piel futura. Ante su mente, casi como un enigma, comparecen las mujeres-niñas que hasta ese momento han formado parte de su vida, todas a partir de imágenes corporales asociadas con la enfermedad: Verónica con su coma, Eduarda con la sangre que le brota de la nariz, la desconocida poseedora de una jeringa. Es el erotismo de la literatura de Villoro, casi invariablemente ligado a los padecimientos y defectos físicos, que vuelven el cuerpo más real y más presente.

Roger Bartra ha tratado el tema del ajolote de numerosas maneras y desde muy diversos puntos de vista; le interesa explorar la enorme plasticidad de su imagen tanto de manera sincrónica como diacrónica, para aprovechar las múltiples caras que presenta, en sus posibilidades de exploración, de la situación del mexicano con respecto a su identidad. Dos de las aproximaciones de Bartra a este anfibio lo enlazan con el ámbito sexual. Una de ellas, “vulvam habet...”, es un pequeño apartado de La jaula de la melancolía que indaga en las teorías zoológicas sobre la vulva del Ambystoma tigrinum que, según algunos científicos, sería escandalosamente semejante a la vulva humana. Nos habla, por ejemplo, de Francisco Hernández, médico del siglo XVI que hiciera la primera descripción científica del ajolote, y de cuando Clavijero lo estudia desde un punto de vista historiográfico doscientos años después:

Francisco Hernández causó no pocas confusiones a los biólogos, no sólo por su culpa sino por la de sus traductores. Hernández señaló que el axolote “tiene vulva muy parecida a la de la mujer, el vientre con manchas pardas... Se ha observado repetidas veces que tiene flujos menstruales, y que comido excita la actividad genésica...”.

Cuando Clavijero, en el siglo XVIII, escribe en su Historia antigua de México dice del axolote que “su figura es fea y su aspecto ridículo”. Y agrega: “Lo más singular de este pez, es tener el útero como el de la mujer, y estar sujeto como ésta a la evacuación periódica de sangre...” (Bartra 2005, pp. 129-130).

Estas teorías, sobre todo la que involucra las posibles menstruaciones del ajolote, fueron refutadas después por científicos franceses que se enorgullecieron, además, de que el tan cantado batracio pareciera tener mayor facilidad para mutar en salamandra en tierras europeas. Sin embargo, a pesar de haber sido tildadas de científicamente falsas, las asociaciones del ajolote con la vagina femenina, la fertilidad y los ciclos menstruales continúan imaginariamente vigentes. Sin duda, éste es el trasfondo de la imagen de Eduarda manchando de sangre a Mauricio, quien carga la bolsa con el animalillo. No obstante, híbrido como es, el axolotl no sólo soporta connotaciones femeninas. Una leyenda ampliamente difundida, que Bartra menciona tan sólo unas páginas adelante, reza que los ajolotes se introducen en las vaginas de las mujeres y que la única manera de sacarlos es meter a la afectada en una tina llena de leche. Ahí, el ajolote es evidentemente fálico, evocación que lo relaciona más fácilmente con las escenas homoeróticas de la infancia del protagonista. Se trata, entonces, de un animal de materia informe y, por lo tanto, muy plástica. La plasticidad y la capacidad de transformación constituyen su médula significativa; un animal de agua y de tierra -idéntico al moldeable barro-, en el sentido en que Bachelard lo define.

Esta potencia ontológica que tiene como núcleo hace que el ajolote se niegue, en efecto, a ser. Es otra vez Roger Bartra quien lo ilustra, poniendo esta tendencia, además, en evidente paralelismo con la realidad del mexicano. El sociólogo nos dice:

Siempre me han fascinado las primeras palabras del ensayo de John Womack sobre Emiliano Zapata: “Éste es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una Revolución. Nunca imaginaron un destino tan singular”. En esto los axolotes son iguales que los campesinos de Morelos; su resistencia a metamorfosearse en salamandras los obliga a una maravillosa revolución: a reproducir infinitamente su larvario primitivismo (p. 61).

Y, durante un buen rato, en la novela de Villoro, su personaje se aferra a esta figura del ajolote y se resiste al abandono de sus posibilidades abiertas, de su materia completamente dispuesta; se rebela, pues, ante el devenir. Sin embargo, como ocurre frecuentemente con los personajes de este escritor, el momento de reclamar su verdadero ser -quizás no el de una salamandra ortodoxa ni anquilosada, pero sí un ser que le corresponde- llega para Mauricio que, poco a poco, se siente dispuesto a encarnar una especie de destino, aunque éste no se encuentre en la definición sexual o en la selección de una profesión “exitosa”, sino, tal vez, en los profundos sentimientos y conciencia de sí mismo y en el descubrimiento de los verdaderos lazos con los otros.

Mauricio nos anuncia que espera salir de su larvario primitivismo. En un punto de la novela, posterior al anuncio de que las “mujeres suaves” aparecerán en su vida, el niño se confiesa, hablando de su marcada propensión a preferir las toallas suaves -y no rugosas, como su padre- y los alimentos dulces que lo hacían engordar y lo convertían en una materia más rotunda y maleable:

Tal vez se trataba de un desarreglo de la edad. Mamá solía decirme: “pronto te va a gustar lo salado”. Crecer era abandonar los dulces que me engordaban. Incluso los ajolotes apoyaban su teoría: al remojarlos en agua salada tenían más posibilidades de mutar en salamandras. Secretamente yo también esperaba la mañana en que unas galletas duras me interesaran más que la mermelada (p. 95).

El súbito interés por un alimento sobrio y salado podría anunciar o propiciar el crecimiento de Mauricio, como el agua salada, contraria al hábitat de los ajolotes, parecía promover su metamorfosis. El ajolote, profundamente relacionado con la adolescencia, desde el punto de vista de Anne Van Hecke (2009, p. 49), se convierte para Mauricio “hasta en su «modelo evolutivo»”. Y un hecho mucho más fuerte y asociado con la evolución marca la desaparición de los ajolotes en la novela y, con ellos, el anatema de lo híbrido y embrionario. Alrededor del tercer capítulo, las circunstancias comienzan a tirar de Mauricio para sacar alguna fuerza de su flaqueza y, un día, habiendo encontrado a su madre desmayada en medio de la sala -es importante el debilitamiento de la madre para la conversión de un niño en hombre-, “En su regazo, tal vez atraída por el calor del cuerpo o el diseño vegetal del vestido, reposaba una húmeda salamandra” (p. 124).

Si bien, a estas alturas de la novela, la evolución de Mauricio no ha concluido, comienza a anunciarse de manera dramática. Hasta ese momento todos los ajolotes habían permanecido en estado larvario, como él. Uno ha cambiado y descansa en el vestido vegetal de la madre lánguida, como una especie de parto monstruoso. En palabras de Tamara Williams,

Tanto el ajolote, que vive en peligro de extinción en los fondos enturbiados de lo que fueron los jardines flotantes de Xochimilco, como Mauricio, que sobrevive a la aridez socio-psicológica de una familia disfuncional en la periferia de la metrópoli mexicana, languidecen ocultos, pasivos y aparentemente estáticos, en la espera de la adversidad que los libere de su estado larvario y los lleve al sacrificio transformándolos en salamandra, es decir, y aquí se alude a Borges y su Manual de zoología fantástica, “en el batracio que es también el animal fantástico que vive en el fuego” (2011, pp. 346-347).

Tal vez cambiar para encontrarse consigo mismo signifique mudar de elemento, dejar de ser una criatura de agua y tierra para convertirse en una de fuego. En el caso de Mauricio, la transformación final, la conclusión de un largo proceso de indecisión y de hibridez, la determina el temblor de 1985, que acontece cuando él tiene 28 años. Con esta sacudida, gran parte de la Ciudad de México se vino abajo y el personaje de Villoro se ve en la situación, como tantos otros capitalinos, de sacar a sus congéneres de debajo de los escombros con sus propias manos. La ciudad misma deviene otra cuando sus ciudadanos despiertan como sociedad civil solidaria. Ciudad y personaje toman posesión de sí mismos frente a la crisis. Esta toma de poder frente a un movimiento tal del destino se conjuga con el amor que Mauricio siente por Verónica, la chica que quedó en coma en su infancia -también en una evidente pausa- y que, al final de la novela, levanta piedras junto con él para llevarlo un paso adelante y convertirlo en sí mismo, aunque aquello no signifique abandonar su antigua flexibilidad, sino asumirla activamente.

El terremoto de 1957 sacó a Mauricio de la colonia Roma, en el centro de la ciudad, hacia un terreno híbrido y exiliado, y el de 1985 lo hizo volver para rescatar el fragmento de ciudad en donde nació, fuera de las lagunas marginales, a la tierra viva y palpitante, como si lo hubiera devuelto a lo central y lo sólido, al mismo tiempo en el que la urbe misma volvía en sí con una nueva conciencia. En otra ocasión analizaremos las imágenes terrestres de esta novela, también dignas de profundización. Por ahora baste haber aclarado el papel del agua de la ciudad como espejo de la identidad y la evolución tanto de Mauricio Guardiola como de la propia Ciudad de México.

Referencias

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1En los tipos más canónicos de Bildungsroman se suelen diferenciar tres etapas: la del aprendizaje de juventud (Jugendlehre), el viaje (Wanderjahre) y la completud del devenir (Läuterung). La evolución de este tipo de novela ha generado incluso Bildungsroman negativas, en las que se relata la caída o el fracaso del personaje, sin contar una gran variedad de textos intermedios que, sin ser estrictamente clasificables dentro de esta categoría, comparten varias de sus características. Si me permito clasificar Materia dispuesta como una Bildungsroman sui generis es porque, aunque precisamente relata el devenir en adulto de Mauricio Guardiola, la narración establece una tensión deliberada ante el cumplimiento de este destino, como si la obra conspirara contra su propio mecanismo.

2Es imposible hablar de la figura del ajolote sin referirse al cuento de Julio Cortázar, “Axólotl”, al poema de Octavio Paz “Salamandra” o al poema de Pacheco “Acrosoma”. Todos los anteriores son influencias que Villoro reconoce en su literatura.

Recibido: 15 de Julio de 2015; Aprobado: 11 de Octubre de 2016

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