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Anales de antropología

versão On-line ISSN 2448-6221versão impressa ISSN 0185-1225

An. antropol. vol.56 no.2 Ciudad de México Jul./Dez. 2022  Epub 14-Ago-2023

https://doi.org/10.22201/iia.24486221e.2022.82954 

Reseñas

Anath Ariel de Vidas Combinar para convivir. Etnografía de un pueblo nahua de la Huasteca veracruzana en tiempos de modernización

Leopoldo Trejo Barrientos1 

1 Museo Nacional de Antropología, México. Correo electrónico: chiniluwa@yahoo.com.

Ariel de Vidas, Anath. 2021. ., Combinar para convivir. Etnografía de un pueblo nahua de la Huasteca veracruzana en tiempos de modernización. México: Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, El Colegio de San Luis,


Combinar para convivir es la exhaustiva monografía de una pequeña comunidad nahua de la huasteca veracruzana, que a pesar de sus poco más de 400 cuartillas, no tiene desperdicio. Al leerla recordé la caracterización que en Bruno Latour hace del ejercicio antropológico como un tejido sin costuras (2007). Y es precisamente por la enorme variedad de ámbitos y problemas que Anath recoge en este libro, que comentarlo resulta una tarea difícil, ya que es prácticamente imposible reseñarlo sin cercenar varios de los interesantes ámbitos, problemas, temas, hipótesis que a lo largo de sus diez apartados desarrolla. Sus páginas nos llevan por la historia agraria y ambiental, por las políticas de fomento pecuario y la presión sobre los campos de cultivo, por los innumerables procesos de modernización de las comunidades huastecas, por la centenaria segregación étnica, la compleja vida ritual, la mínima expresión mítica, por el impacto y la hipocresía de la pastoral indígena católica, por los discursos de patrimonialización externos y su adopción local, por el principio-flor y la noción nahua del trabajo, por el Ometecutli de León Portilla, el combinarismo de la vida religiosa indígena, en fin… Todos estos temas están imbricados de tal manera que, para entender la importancia de uno, es preciso conocer al resto. Se trata de un tejido sin costuras.

Una de las primeras cosas que hice con Combinar para convivir fue compararlo con El Trueno ya no vive aquí (2003), monografía de los teenek veracruzanos que Anath publicó dos décadas atrás. Sabía que había mudado su principal campo de interés del pueblo teenek al náhuatl, y por lo tanto, su epicentro etnográfico ya no era Loma Larga, sino La Esperanza. Esta mudanza me pareció natural no sólo por los beneficios que trae al etnógrafo cambiar de aires, sino sobre todo porque ambas comunidades pertenecen al municipio de Tantoyuca, Veracruz, y por lo tanto, comparten numerosos procesos históricos y contemporáneos.

Aunque lingüísticamente muy alejados, teenek y nahuas llevan centurias compartiendo el mismo territorio y, al menos desde el periodo colonial, procesos similares de marginación y modernización, temas centrales de los estudios monográficos de la autora. En este contexto de afinidad y divergencia, imagino que la mudanza de Loma Larga a La Esperanza forma parte de un plan etnográfico de largo plazo que tiene como metas, primero, comparar entre los universos nahua y teenek para, en última instancia, alcanzar una síntesis general de las dinámicas culturales, sociales, religiosas, etcétera, de la Huasteca veracruzana, en concreto, de la franja que corre del municipio de Tantoyuca a la Sierra de Tantima u Otontepec.

De ser así, lo poquito grueso de sus dos monografías tiene menos que ver con la facilidad de pluma y gusto por el detalle, que con la necesidad de contar con descripciones análogas. En otras palabras, ambos trabajos son extensos porque Anath no ofrece un compendio de “datos”, sino una selección de “descripciones densas”, es decir, de hipótesis sobre procesos, fenómenos, objetos… que articulan o detonan un contexto o coyuntura extraordinarios, a partir de los cuales las antropólogas intentamos acercarnos a otras formas de pensar y vivir los mundos. Un muy buen ejemplo de este tipo de descripciones lo podemos leer en el capítulo séptimo, “Lo más importante son las flores”. Después de cuatro capítulos en los que da cuenta del ciclo ritual de La Esperanza, la autora postula una hipótesis relativa al rol que juegan las flores en la cosmovisión de esta comunidad. Omnipresentes entre los pueblos de tradición mesoamericana, en general, y entre los nahuas de La Esperanza, en particular, las flores se presentan como el mecanismo que posibilita la comunicación y el intercambio entre los humanos y el resto de los seres que pueblan el cosmos. Más allá de su belleza y aroma, las flores, en especial el cempasúchil, poseen un halo de regeneración, mediación y poder que confiere volición a los seres y cosas que se visten o son vestidos con ellas. Gracias a esta cualidad, que Anath llama principio-flor, se crea un espacio-tiempo interespecie en donde las fronteras corporales entre humanos y no humanos, por lo general infranqueables, ceden temporalmente para permitir una suerte de comunión de fuerzas-trabajo de la cual dependen los ciclos cósmicos. El carácter “denso” de esta descripción descansa en el registro detallado de todas las situaciones en las que las flores, naturales o bordadas, entran a escena en la vida de La Esperanza. Sin embargo, su verdadero valor antropológico proviene de la sensibilidad de la investigadora; ella fue quien discriminó y organizó el “todo experiencial” en una hipótesis sintética que nos permite reconocer “otros sentidos”, “otros mundos”. Sólo a partir de este tipo de descripciones, que caracterizan a la obra de Anath, la antropología mexicanista podrá dar un paso adelante en los estudios comparativos.

Sin embargo, me apresuro a subrayar que Combinar para convivir es un libro ajeno al proyecto comparativo, y por lo tanto, no dialoga con El trueno ya no vive aquí. Al contrario, se trata de un estudio de comunidad, de una comunidad de apenas 200 habitantes con una fuerte cohesión social y un arraigado sentido de pertenencia, que hasta ahora le ha permitido mantenerse al margen de dos de los más poderosos procesos de fisión comunitaria: los partidos políticos y las iglesias evangélicas.

A lo largo de mi vida académica nunca había conocido ni escuchado de una comunidad así. Al contrario, gran parte de mi trabajo lo he realizado en municipios con mayoría evangélica y con procesos de fisión política muy acusados. Por ello La Esperanza me suena más a La Utopía, porque el sentido de unidad comunitaria, además de ser consciente, está montado sobre una relación sistémica entre una particular historia agraria y un complejo y denso ciclo ritual cuya máxima expresión es la fiesta patronal. Pequeño, cohesionado y uniforme religiosa y políticamente, La Esperanza parece ser un ejemplo de una sociedad mecánica, fría, de esas con las que se sueña cuando se es etnógrafo en ciernes. Sólo porque carece de un sistema de descendencia unilineal no tiene cabida en Las estructuras elementales del parentesco; sin embargo, como Anath comenta, su dinámica evoca la relación de espejo entre las estructuras religiosa y social descritas en Las formas elementales de la vida religiosa (Durkheim 1995).

En la introducción la autora nos cuenta que decidió quedarse en La Esperanza, entre otras cosas, porque a la asamblea comunitaria le gustó la idea de que hiciera un libro sobre ellos y sus costumbres. Conscientes de que la migración de sus jóvenes a Reynosa, Tamaulipas, trae aparejada la pérdida del náhuatl y la transformación y desaparición de otros diacríticos culturales, la gente de La Esperanza consideró importante resguardar la memoria y los usos y costumbres vigentes. Anticipando un mundo con cada vez menos “costumbre”, decidieron apoyar la empresa de Anath, de tal forma que el libro que hoy presentamos, además de ser el “patrimonio por escrito” del pueblo, es resultado del trabajo colaborativo entre la comunidad y la etnógrafa. Homogénea y cohesionada, La Esperanza está tan interesada y comprometida con su “cultura” como la antropóloga. En este contexto, ¿cómo no elegirla entre el resto de las comunidades nahuas de la zona? Una de las preguntas que deseo hacer a Anath es precisamente esa: ¿cómo llegó a La Esperanza y qué otras opciones dejó de lado?

Aunque pequeña, unida, relativamente homogénea y preocupada por su “patrimonio”, es claro que La Esperanza no es una comunidad aislada o cerrada que permanece al margen de los múltiples agentes externos. Al contrario, se trata de una población integrada al mundo global que gracias a la red de relaciones que sus habitantes tejen entre ellos y con los santos católicos y los guardianes de la Tierra o Tepas, ha configurado una ética o sistema de valores local que le sirve de trinchera para resistir y adecuarse a los embates propios del mundo moderno. Combinar para convivir es la etnografía de un pueblo nahua de la Huasteca en tiempos de modernización.

Sin embargo, y en este punto Anath es enfática, las tensiones entre la ética de La Esperanza y la moderna no se reduce a la clásica dicotomía excluyente entre “tradición” y “modernidad”, la cual, tarde o temprano, nos llevaría a postular procesos de pérdida o de continuidad o, en el mejor de los casos, de hibridación o bricolage. Crítica de las posiciones esencialistas y aculturativas, Anath sostiene que ninguna sociedad contemporánea vive en, ni se explica por, su pasado. Todas son tradicionales a su manera y se distinguen, las unas de las otras, por sus grados de modernización y por las estrategias que echan a andar para existir en, y desde, su diferencia. Por ello la autora cuestiona el uso indiscriminado que algunos antropólogos han hecho de un tipo de historia, en realidad, de un determinado tiempo de la historia que otorga un protagonismo extremo al mundo prehispánico. Una de las principales tensiones que atraviesan al libro es la que prevalece entre las interpretaciones sobre el mundo prehispánico y su uso para dar sentido a la cosmovisión nahua de La Esperanza.

Y es que hacer etnografía en las huastecas expone a las etnógrafas a una cascada de continuidades de “núcleo duro”. Alguna vez Alfredo López Austin, cansado de mis reproches, me dijo: el problema no son las continuidades. Tenía razón. La forma básica de “tres capas” sobre la que se construye el ritual y la ética en La Esperanza es, sin duda, heredera de los tres niveles del cosmos mesoamericano: inframundo, tierra-humana, cielo. Cualquier altar de la Huasteca y el Totonacapan cumplen con este principio y así podríamos irnos con el relato fundacional de la lluvia de maíces en el cerro, o con las descripciones de los diferentes rituales (todas réplicas del evento del cerro). Sin embargo, como Anath sentencia desde el inicio y lo repite a lo largo del texto, la identificación de continuidades no explica los móviles de una determinada comunidad para elegir, adecuar, trasformar, olvidar, reformular, cualquier tema que reconozcamos como “prehispánico”. No se trata de negarlas, opción necia, sino de darles el lugar y la importancia que les corresponde en el cotidiano de los pueblos que las viven.

¿Continuidad de formas o de contenidos? ¡Vaya debate! Lo cierto es que, como podemos leer en Combinar para convivir, las etnógrafas nos encontramos en una posición de relativa desventaja metodológica respecto a los estudiosos del pasado. Por ejemplo, si Guillem Olivier encuentra en el trabajo de Anath un dato o exégesis similar a lo descrito por alguna fuente prehispánica o colonial temprana, puede invocar a la “cosmovisión mesoamericana” y así integrar a su discurso del pasado un acontecimiento del presente. No obstante, si invertimos la dirección temporal las cosas se complican, pues no existen pueblos cultural, social, cultual o religiosamente incompletos o carentes; La Esperanza es la que es y su etnografía no tiene por qué recurrir al pasado inmanente para dar cuenta de su ética contemporánea.

Sin embargo, hay situaciones en las que es muy complicado pasar por alto ciertas “continuidades” y hasta una autora crítica al esencialismo como es Anath, no puede evitar conectar el pasado general con el presente particular. En el capítulo VI, “El patrón de la fiesta patronal”, leemos a Anath recuperando las propuestas de Miguel León Portilla sobre Ometecutli y la dualidad de lo cercano y de lo juntado, pues le son útiles para comprender el aspecto dual y repetitivo del ritual de La Esperanza. Empero, consciente de que pisa territorios esencialistas, en lugar de retroceder da un paso hacia adelante y pone a dialogar al Ometecutli de León Portilla con el análisis de Franciose Heritier sobre la oposición universal entre los principios femenino y masculino. Gracias a este movimiento, la dualidad de lo cercano y de lo juntado se “desmesoamericaniza” y el riesgo de caer en el esencialismo se disipa.

Otra solución de este tipo, pero en otro plano, nos la ofrece cuando de pasadita concilia los términos de cosmovisión y de ontología. Le agradezco mucho a Anath que no participe de la futbolización de la antropología mexicana que promueven las sectas teóricas. En su lugar, en Combinar para convivir encontramos una tentativa por llevar al nivel de concepto antropológico a algunas de las exégesis locales. Más que aplicar una teoría antropológica general, Anath intenta acceder a la teoría local o etnoteoría de La Esperanza, ejercicio que exige, además de un excelente rapport, de un ojo etnográfico entrenado y de un bagaje teórico sólido, herramientas necesarias para echar a andar un corpus conceptual que merece ser revisado detenidamente con el fin de aquilatar su pertinencia en otros contextos sociales y culturales.

Nociones como heterogeneidad religiosa multitemporal, combinarismo, traslación… no pueden ser para uso exclusivo de los nahuas de La Esperanza, de ser así, perderían valor heurístico. Por ello, si bien se trata de un estudio de comunidad, el sujeto de análisis principal no es La Esperanza, sino “los modos de transición y traslación o dialectalización que las sociedades despliegan cuando interaccionan con la ética naturalista hegemónica que tiende a autonomizar los campos económico, político, social y religioso”.

El párrafo anterior evoca la máxima de Clifford Geertz que dice: “los antropólogos no estudiamos comunidades, estudiamos en comunidades”. La inmersión etnográfica que por años llevó a cabo Anath en La Esperanza no es una apología del localismo, tendencia enfermiza que Mary Douglas llamó bungabulismo, sino como el requisito indispensable para pensar un problema general. Una de las mayores virtudes de Combinar para convivir es, precisamente, la manera en que Anath logra articular un caso “particular y extraordinario” con una discusión pertinente para todas y cada una de las comunidades y municipios indígenas y rurales de México, y me atrevo a decir, del mundo.

En este sentido, como toda buena monografía antropológica, Combinar para convivir sigue una forma contrapuntística, es decir, desarrolla dos grandes temas de escalas espaciales diferentes. Por un lado están las descripciones e hipótesis locales, las cuales Anath ancla férreamente en La Esperanza; pero por el otro, está la discusión antropológica general, que como sabemos, atraviesa el resto de las escalas y autoriza el diálogo con casos oaxaqueños, poblanos, mixtecos, mayas, quechuas, siberianos, totonacos, mapuches…

Gracias al contrapunto entre la escala local y la “etnológica” aprendemos detalles microscópicos de la ritualidad de La Esperanza, al mismo tiempo que reflexionamos sobre el tipo de móviles que permiten a las comunidades de ética analogista mantenerse a cierta distancia de procesos de fisión como son los partidos políticos y las iglesias evangélicas. En resumen, en un mismo movimiento nos adentramos en la vida de los nahuas de La Esperanza y conocemos algunas de las estrategias que las comunidades indígenas echan a andar, aquí y en otras latitudes, frente a la acelerada modernización.

Llegados a este punto deseo hacer un alto para externar una segunda pregunta. Sabemos que la Esperanza es una pequeña comunidad religiosa y políticamente homogénea. Esta cohesión, sin embargo, es “reciente”, ya que La Esperanza nació de la migración de un núcleo nahua de Huejutla, en la sierra hidalguense, que en el contexto de la Revolución mexicana buscó refugio en las tierras de la ex hacienda huasteca de Santa Clara. Décadas después, a mitad del siglo XX, en el contexto de la lucha por la tierra y de su exclusión de la ex hacienda que le dio cobijo, tuvo lugar una sequía extraordinaria que detonó un evento fundacional: desesperados por la falta de agua y alimentos, los de La Esperanza vieron llegar a un hombre sabio conocedor del trato con los seres de la Tierra y el Cerro. Dirigida por él, la comunidad ofrendó al cerro, y tan pronto lo hicieron los rayos se desataron y comenzó a llover maíz de diferentes colores. Este evento, fechado en los años cincuenta del siglo XX, es decir, apenas hace setenta años, marca el inicio de los rituales del cerro y, por lo tanto, de la identidad y cohesión social, política, religiosa y espacial de la comunidad.

La teoría nativa de La Esperanza descansa sobre esta coyuntura, de ahí que Anath nos recuerde, una y otra vez, que se trata de una cosmovisión, ritualidad y ética locales. Y es precisamente este “localismo” el que me despierta interrogantes. Si cerramos los ojos a la forma contrapuntística del libro y nos contentamos con las descripciones de la comunidad, podemos perder de vista que La Esperanza es una comunidad fuera de lo común al interior del universo nahua de Tantoyuca. Para explicar mejor mis cavilaciones, pondré un ejemplo ajeno a Tantoyuca y los nahuas.

En el sur de la Huasteca, la monografía de Alain Ichon (1990) sobre la religión de los totonacas es, sin duda, la principal referencia para el estudio del grupo dialectal del norte. Sin embargo, por una suerte de inercia whorfianna, sus descripciones e hipótesis se han hecho extensivas al resto de los grupos dialectales totonacos, a pesar de que en todos los ámbitos las diferencias son muy acusadas. Es más, al interior mismo del grupo dialectal del norte las diferencias entre la zona de Tlacuilotepec y Pantepec apuntan a que, a partir del siglo XX, ambos núcleos han experimentado procesos históricos divergentes que impactaron en sus formas de organización social, política y religiosa.

Alain Ichon dejó muy claro que su información procede de cinco comunidades, pero, sobre todo, que su monografía no es susceptible de extrapolarse hacia el sur del río San Marcos, es decir, no es “válida” para los totonacos serranos. A pesar de esta advertencia, es curioso y preocupante que todos los estudios etnográficos del grupo dialectal central recurren al trabajo de Ichon para “dar sentido” a sus registros y exégesis, generalizando una fuente que les es, en cierta medida, ajena. En el caso de Anath y Combinar para convivir, me pregunto si no se corre el riesgo de generalizar hacia otras comunidades nahuas una etnoteoría explícitamente local que, además, es resultado de una coyuntura histórica muy particular. En síntesis, pregunto a Anath: ¿hasta qué punto y desde qué tipo de lectura este libro es una herramienta para dar cuenta de los nahuas de la Huasteca veracruzana?

Una vez que vamos más allá de los estrechos límites de la comunidad y nos adentramos en el municipio, el estado, la subregión o la región histórica; la cohesión y homogeneidad social y cultural de La Esperanza ceden ante otro tipo de lógicas y, por lo tanto, de éticas. No hay mejor manera de ejemplificar estos tránsitos que el diagrama que Evans-Pritchard (1977) nos legó cuando dio cuenta de la relatividad estructural: en el nivel local las secciones B1 y B2 se distinguen y contraponen; pero cuando una de ellas entra en relación con alguna sección C, B1 y B2 se presentan como un solo bloque frente a C, y así sucesivamente. La moraleja es clara: las identidades, las éticas, las solidaridades, etcétera, son relativas a la escala en donde las documentemos. Cuando Anath da cuenta tangencialmente de personas teenek y nahuas de otras comunidades que acuden a La Esperanza para tratarse con alguno de los tres sabios en el costumbre, nos advierte sobre otro tipo de relaciones que van más allá de lo local y, quizá, también, de ese extraño, amorfo e inaprensible universo de lo “nahua”, fantasma que recorre las páginas de Combinar para convivir. Es curioso cómo aquellas “cualidades” extraordinarias que en un inicio me llevaron a pensar a La Esperanza como La Utopía, una vez que se cambia de escala se viven, si no como obstáculos, al menos como problemas conceptuales a los que es preciso dar solución. En conclusión, el tránsito entre la etnoteoría de La Esperanza y los mundos nahua de Tantoyuca, nahua huasteco, nahua veracruzano, nahua en general e, incluso, el yutonahua, no es sencillo ni natural.

Por lo demás, el cuidado metodológico y conceptual que caracteriza a este libro dan fe de que Anath Ariel de Vidas está consciente de las complicaciones detrás de estos saltos escalares y, por lo tanto, de los riesgos inherentes al ejercicio comparativo y a las generalizaciones en áreas culturalmente tan abigarradas como la Huasteca. Será en sus textos comparativos, algunos ya disponibles, en donde tendremos que buscar las respuestas a estas interrogantes, y dado el caso, adoptarlas o criticarlas.

Son tantas las líneas de discusión y análisis que Combinar para convivir sugiere, que a estas alturas lo más prudente será finalizar de golpe y porrazo. Termino así: como etnógrafo de los mundos totonacos, la lectura de una monografía dedicada a una pequeña y excepcional localidad nahua del municipio de Tantoyuca pudiera serme irrelevante. Sin embargo, como etnólogo, Combinar para convivir. Etnografía de un pueblo nahua de la Huasteca veracruzana en tiempos de modernización, me enfrenta con una variedad de problemas que me obligan a pensar y repensar, antropológicamente, mis propios estudios de comunidad. Por lo tanto, celebro la publicación de este libro al tiempo que sostengo lo dicho por Geertz y lo hecho por Ariel de Vidas: “los antropólogos no estudiamos comunidades, estudiamos en comunidades”.

Referencias

Ariel de Vidas, A. (2003). El trueno ya no vive aquí. Representación de la marginalidad y construcción de la identidad teenek (Huasteca veracruzana, México). México: Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/Colegio de San Luis/Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos/Instituto de Investigación para el Desarrollo. [ Links ]

Durkheim, E. (1995). Las formas elementales de la vida religiosa, traducción de Román Ramos. México: Ediciones Coyoacán. [ Links ]

Latour, B. (2007). Nunca fuimos modernos. Ensayo de antropología simétrica. Buenos Aires: Siglo XXI Editores. [ Links ]

Lévi-Strauss, C. (1993). Las estructuras elementales del parentesco, traducción de Marie Therese Cevasco. México: Planeta-Agostini. [ Links ]

Evans-Pritchard, E. E. (1977). Los Nuer. Barcelona: Editorial Anagrama. [ Links ]

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