1. Introducción
A lo largo de más de cinco décadas de labor académica, Guillermo O’Donnell hizo contribuciones centrales en diversos subcampos de la Ciencia Política y uno de estos fue el de los estudios sobre el Estado y sus relaciones con la democracia y la ciudadanía. Sus conceptos han sido acogidos por muchos académicos; discutidos y controvertidos, por otros, pero siempre importantes. Como él mismo lo expresó en varias ocasiones, buscaba siempre estructurar una teoría de la democracia que permitiera comprender los regímenes políticos, incluyendo las particularidades de las nuevas democracias, como las de América Latina y Europa del Este.
Algunos de sus aportes centrales ―tras los inicios de las nuevas democracias en algunos países de América Latina y de la continuidad en otros, con serias limitaciones en su funcionalidad― se concretaron en conceptos innovadores y polémicos como democracia delegativa, ciudadanía de baja intensidad, estados democráticos truncos, así como la conceptualización y discusión de la democratización y el papel del Estado en la democracia.
Esta última se dio en el marco de lo que se llamó el retorno del Estado, lo cual condujo a su eclipse tras el influjo de varias décadas del conductismo en Estados Unidos y, de la influencia de los macro enfoques estructuralistas (el marxismo y el funcional-estructuralismo), en América Latina. La obra colectiva Bringing the State Back In representó un hito tras el cual se multiplicaron los estudios que consideraban al Estado una variable explicativa para muchos fenómenos políticos. En el renacimiento de los estudios neoinstitucionales, alimentados por una larga tradición investigativa y de reflexión sobre el Estado, se ubican los principales aportes de Guillermo O’Donnell sobre la relación Estado, democracia y ciudadanía. Desde comienzos de la década de 1990, llamó la atención un hecho importante en América Latina que influyó en muchos estudios posteriores: la disonancia entre la democracia y el Estado.
Señalaba O’Donnell que, a diferencia de las democracias de Europa occidental ―del cuadrante noroeste, como recalcaba―, las nuevas democracias latinoamericanas se habían configurado sobre la base de un Estado truncado, con un bajo grado de homogeneidad. Éste se caracterizaba por las deficiencias en el imperio de la ley (intermitente y diferencial); por los sistemas de dominación de base territorial a los que no llegaba la legalidad estatal y que cubrían amplias zonas del país o sectores extensos en las ciudades (zonas marrones), y por las severas limitaciones de acceso a la justicia y los altos niveles de impunidad. Igualmente, por las severas limitaciones en el acceso a bienes y servicios básicos, las inequidades sociales y la brecha entre ricos y pobres.
Muchos politólogos han retomado este planteamiento de disonancia entre Estado-democracia en América Latina en los últimos lustros. Éstos, en trabajos de reflexión y algunos análisis de casos, asocian el nivel de estatalidad con el desarrollo democrático, con los niveles de democracia o con la calidad de la democracia. Esta tesis adquiere cada vez más relevancia a la hora de explicar las especificidades deficitarias de la mayoría de las democracias del subcontinente latinoamericano.
En esta dirección, el presente artículo se propone dar cuenta de los planteamientos seminales de O’Donnell, su legado, el desarrollo de sus premisas y la fertilidad de éstas. En concreto, se plantea un análisis de la estatalidad, sus mediciones y su relación con la democracia en casos cruciales de América Latina, en donde el Estado truncado ha derivado en democracias deficitarias. Estatalidad y democracia resultan consustanciales.
La forma como se conjugan constituye un elemento central de la tesis de O’Donnell respecto a que una teoría refinada sobre la democracia debe incorporar esta dupla para diferenciar vías y procesos cuyos resultados permiten diferenciar tipos de democracias. En el caso de América Latina se trata de lo que él denominó poliarquías de un tipo diferente que, para el caso, constituyen poliarquías construidas sobre estados truncados, precarios y con severas deficiencias en sus componentes constitutivos.
El artículo recupera los aportes conceptuales y teóricos de O’Donnell y se propone contrastar su hipótesis de disyunción entre Estado y democracia en América Latina, recurriendo a información empírica sobre el período 2006-2016. El texto consta de tres partes: la primera analiza el concepto de Estado y de Estado truncado, identifica los componentes básicos del concepto y el argumento sobre su precariedad en gran parte de América Latina en sus dimensiones de territorialidad, de centralización del poder coercitivo, de la penetración territorial y de la vigencia del imperio de la ley. La segunda parte sintetiza los términos en los que O’Donnell revisita la teoría democrática y plantea los argumentos en los que reclama una visión diferente a la teoría estándar que incorpore una dimensión contextual e histórica. La tercera contrasta la tesis del Estado truncado y el desarrollo democrático en América Latina, recurriendo a mediciones sistemáticas. Finalmente, se presentan algunas conclusiones sobre la vigencia de su pensamiento.
2. Estados y ciudadanías truncadas
La reflexión de O’Donnell acerca del Estado, al ritmo de las discusiones intelectuales en América Latina y las diversas tradiciones teóricas, estuvo centrada en éste como esfera de conflictos; luego, su rol de factor incidente en la política y, después, en su fundamento para pensar la democracia.
Durante más de medio siglo de reflexión y análisis sobre el Estado, el pensamiento de O’Donnell evolucionó. Su concepción del Estado, hasta la década de 1970, tenía influencia del marxismo, aunque no en su concepción mecanicista, negativa e instrumental. Tenía como eje central las relaciones de dominación y asumía que, si bien el Estado no respaldaba directamente a los sectores dominantes de la sociedad ―como tercero en escena―, sí respaldaba la relación social de dominación capitalista.
Aunque no suscribía la concepción marxista instrumental del Estado, sí lo definía como relación de dominación y algunas de sus referencias eran autores considerados neomarxistas, lo cual no excluía que éste también fuera la expresión de la organización del consenso, generador de solidaridades colectivas. Hacia la década de 1990, su concepción del Estado se había modificado notablemente. Como suele ocurrir, las ideas de los pensadores evolucionan, se depuran y se refinan. Las fuentes de su concepción eran diferentes y el concepto también.
A comienzos de la década de 1990, O’Donnell especificaba que era un error asociar el Estado exclusivamente con el aparato estatal, o con el sector público, así como considerarlo la suma de las burocracias públicas. Esto por cuanto el Estado constituía también un conjunto de relaciones sociales en un territorio determinado respaldadas en la garantía coercitiva centralizada, las cuales incluían relaciones de poder asimétricas.
Tres lustros después, había sintetizado la definición del Estado de forma más clara aún, en los siguientes términos:
Un conjunto de instituciones y de relaciones sociales (la mayor parte de éstas sancionadas y respaldadas por el sistema legal de ese Estado) que normalmente penetra y controla el territorio y los habitantes que ese conjunto pretende delimitar geográficamente. Esas instituciones tienen como último recurso, para efectivizar las decisiones que toman, la supremacía en el control de medios de coerción física que algunas agencias especializadas del mismo Estado normalmente ejercen sobre aquel territorio.
Retomaba a Max Weber y a Michael Man al considerar como elementos centrales del Estado el manejo de cierto orden en un territorio determinado (la máxima organización en una territorialidad establecida legalmente), la garantía coercitiva centralizada (el monopolio del uso de la fuerza); un sistema legal universalista (la vigencia plena del imperio de la ley); la provisión de bienes y servicios para los ciudadanos. Pero asumía que estos componentes básicos del Estado no estaban presentes siempre en su plenitud y que, por lo general, los estudios no se planteaban si ese orden, las disposiciones producidas y las acciones concretadas por los organismos estatales tenían igual eficacia a lo largo de todo el territorio nacional y a través de todos los estratos de la sociedad.
A partir de la afirmación anterior, O’Donnell expone su tesis del Estado truncado. Parte del supuesto de que los estados consolidados en sus diversas dimensiones coactivas, de consenso y de legitimación, son homogéneos y cubren todas las áreas del territorio en el que ejerce poder de mando y conducción. Pero, en muchas regiones, entre ellas América Latina, la naturaleza de la mayoría de Estados está truncada, es discontinua en su capacidad coercitiva centralizada; débil e impotente para garantizar la vigencia del imperio de la ley; ineficaz al regular la vida social con una penetración territorial discontinua y desigual; e incapaz de proveer bienes y servicios básicos en condiciones adecuadas para todos los ciudadanos.
El Estado supone una penetración estatal uniforme que cubre por igual todo el territorio y todas las esferas de la sociedad, la expansión de la autoridad central y la eficacia de la legalidad como en los Estados europeos occidentales y en otros casos como Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda, países de la órbita de influencia anglosajona. Para O’Donnell, las teorías de la democracia se habían elaborado sobre este supuesto, haciendo extensivas las características de los países de Europa Occidental a otros continentes, que han sido históricamente muy diferentes.
Para él, en América Latina, sólo se podía hablar de la penetración homogénea del Estado en tres países: Costa Rica, Chile y Uruguay, mientras que en los demás países imperaba la heterogeneidad y la inacabada y desigual presencia estatal. Incluso, algunos casos se aproximaban a una alta heterogeneidad y discontinuidad (Colombia, México, El Salvador, Guatemala, Brasil, Honduras). Hay una dimensión territorial de centro-periferia en la que se observa que el Estado se va desvaneciendo y se desvirtúa en cuanto se desplaza del centro a las regiones o provincias. Esto más aún en los límites y en la periferia en donde suelen haber grandes áreas sin Estado o con muy precaria presencia estatal. Pero también hay otra dimensión intraurbana, de forma más marcada en las metrópolis y grandes ciudades, en las que hay vastas extensiones en donde no rige el imperio de la ley: las autoridades no cumplen su rol institucional, la obediencia ciudadana es débil, la delincuencia controla las actividades económicas y el espacio público es manejado como espacio privado y apropiado por particulares (favelas, zonas de invasión, barrios subnormales).
Formalmente hay un orden nacional y un Estado, pero en términos reales conviven diversos órdenes con espacios estatales y paraestatales diferenciados. Existe otra dimensión funcional económica, que pasa por la existencia de instancias administrativas, por la débil capacidad gubernamental para planear, ejecutar y ofrecer bienes y servicios a sus ciudadanos. Convive también una economía formal ajustada a la competencia del mercado y a las normas legales con otra informal, que funciona al margen de la legalidad.
O’Donnell considera que se da “la evaporación funcional y territorial de la dimensión pública del Estado” y este desvanecimiento deja a la intemperie a los ciudadanos. La conceptualización del Estado y la democracia está asociada con la de ciudadanía y el Estado truncado se asocia también con una “ciudadanía de baja intensidad” a una “ciudadanía truncada”. Consideraba insostenible la tesis según la cual la teoría de la democracia debía estar limitada al régimen, a las instituciones; asumía que los análisis debían estar separados de variables sociales y económicas. Por el contrario, consideraba que había un nexo entre los derechos políticos, civiles y sociales, por lo que no se podía fragmentar la ciudadanía y mucho menos limitarla a su dimensión política.
En muchos países, llega a imperar la democracia en sus contenido político, existen elecciones y ciertas libertades políticas, pero el acceso a la justicia es sesgado y limitado, hay discriminación social y racial y no se accede a mínimos vitales de sobrevivencia: “estos grupos gozan de los derechos políticos que corresponden a ese régimen, pero sus derechos civiles están seriamente menoscabados. Los miembros de estos grupos son ciudadanos políticos, pero tienen, en el mejor de los casos, una ciudadanía civil truncada o intermitente”.
O’Donnell plantea tres cuestiones respecto a este tipo de Estados y de ciudadanías: “¿Qué ocurre cuando la eficacia de la ley se extiende de forma muy irregular (si no desaparece del todo) a través del territorio y de las relaciones funcionales (incluyendo relaciones de clase, étnicas y de género) que supuestamente regula? ¿Qué clase de Estado (de sociedad y de ciudadanía) es ése? ¿Cómo influye esa situación en la clase de democracia que pueda surgir?” Esta última consideración fue especialmente relevante con el resurgir de los estudios que recuperan las instituciones como variables independientes para explicar la democracia y que él señaló en 1993 como una ventana de análisis relevante que había sido descuidada y que daba cuenta de la relación entre el Estado y la democracia.
En respuesta a la primera pregunta, considera que el surgimiento de poderes fácticos, mafias, organizaciones criminales, pandillas en regiones, en la periferia, en las provincias y en amplias zonas de las ciudades, impide la vigencia del poder coercitivo del Estado. Son expresiones centrales de los Estados truncados latinoamericanos. Además, la no universalidad en la aplicación de la ley y la discriminación desvirtúan aún más la supuesta homogeneidad en la vigencia del Estado de derecho. Se conjuga un entramado de actores criminales que sustituyen, debilitan o desplazan a la autoridad; incluso llegan a operar como micro-Estados dentro de los Estados. En muchas regiones estas falencias de estatalidad se combinan con prácticas sociales e interacciones propias del patrimonialismo, donde grupos, familias, clanes se apoderan del espacio y de los recursos públicos y los manejan con criterios familiares, como si se tratara de patrimonio propio. Así lo expresaba O’Donnell:
Los Estados se vuelven ostensiblemente incapaces de promulgar regulaciones para la vida social que sean eficaces a lo largo de sus jurisdicciones y de sus sistemas de estratificación. Las provincias o distritos situados en la periferia de los centros urbanos nacionales, normalmente más duramente afectados por las crisis económicas y dotados de burocracias más débiles, crean (o refuerzan) sistemas locales de poder que tienden a llegar a extremos de conducción violenta, personalista (patrimonial, o incluso sultanística), abierta a toda suerte de prácticas violentas y arbitrarias.
Uno de los aspectos en los que más se refleja el Estado trunco es la débil vigencia del imperio de la ley. La dimensión coactiva-legal estatal es frágil o no existe en una parte del territorio y ello produce una alta impunidad, el ejercicio de la autoridad por parte de actores ilegales y, en el extremo, sociedades sin ley. Los efectos que produce esta ilegalidad extendida son muchos. En términos de la sociología funcionalista, a esto se le llama de anomia extendida y, en algunos casos, anomina cuasi-generalizada.
O’Donnell recurre al concepto de “sistemas de poder privado” para referirse a los poderes fácticos, poderes locales que se apropian del espacio público, que usufructúan la inseguridad y proveen a medias lo que el Estado no ofrece: “protegen” a los ciudadanos de sí mismos, de los delincuentes, y hasta de la misma magra autoridad que abusa de sus atribuciones. El resultado es la ausencia de la legalidad o su precaria vigencia y las “asimetrías de poder” entre actores poderosos ilegales que operan libremente y los ciudadanos inermes, expuestos y vulnerables. Estado evaporado, poder privatizado; de este contraste surgen las famosas zonas marrones (sistemas de dominación de base territorial en los que se traslapan sistemas legales e ilegales) que O’Donnell expuso.
Imaginémonos un mapa de cada país en donde las áreas azules señalen un alto nivel de presencia del Estado (en términos de un conjunto de burocracias razonablemente eficaces y de la eficacia de una legalidad debidamente sancionada) tanto territorial como funcional; el color verde significaría un nivel alto de penetración territorial, pero una presencia significativamente baja desde el punto de vista funcional y de clase; el color marrón indicaría un nivel muy bajo o nulo en ambas dimensiones.
Se presenta un contraste entre países con una homogénea penetración de las instituciones estatales y otros en los que las zonas marrones se extienden y la estatalidad es precaria. La coerción y la cohesión social como dimensiones de estatalidad se concretan de formas desiguales entre países, entre zonas al interior de países y entre zonas al interior de las ciudades. Se trata de las tres dimensiones de la heterogeneidad, la discontinuidad y la diferenciación de lo incompleto, de lo precario, de lo magro. Al respecto, O’Donnell recurre a la expresión “fallas de legalidad” para dar cuenta de los problemas en la vigencia del imperio de la ley y el carácter inacabado, precario, débil del Estado:
Estas fallas de la legalidad pueden incluir que el Estado no se extienda sobre el conjunto de un territorio que, en cambio, tiene regiones gobernadas por distintos tipos de legalidad informal o simplemente mafiosa; y/o derechos civiles o sociales, que aunque estén asignados universalmente, en realidad son negados a muchos; y/o el acceso es negado, o extremadamente dificultoso para muchos, a los tribunales y a otras instituciones estatales pertinentes; y/o legislación aplicada de manera represiva a algunos mientras los privilegiados la ignoran o violan con impunidad; y/o instituciones de accountability horizontal que no pueden o se rehúsan a cumplir con sus responsabilidades; y/o que la ley misma y las decisiones de los tribunales conlleven criterios discriminatorios y de exclusión.
La distinción entre Chile, Uruguay y Costa Rica y los demás países de América Latina respecto a los niveles de estatalidad y la presencia de estas fallas y de zonas de precariedad puede ilustrarse en la siguiente comparación. Las zonas azules indican penetración estatal homogénea, territorial y funcionalmente, alta estatalidad; zonas verdes, estatalidad parcial, y zonas marrones, baja estatalidad.
¿Qué tipos de Estado son los que existen en los países donde predominan las áreas marrones? O’Donnell sostiene que se trata de Estados “con legalidades truncas”. Por una parte, argumenta que se trata de una forma de “institucionalidad trasplantada”, dado que en América Latina los arreglos institucionales poscoloniales fueron importados y calcados de la tradición occidental, especialmente en Estados Unidos: elecciones, sufragio, parlamento, partidos, presidencialismo y libertades básicas heredadas del liberalismo. Por otra parte, como una expresión de la disyunción “país real, país legal”, este entramado formal de instituciones y derechos aterrizó en realidades en donde prevalecen concepciones informales de la justicia y el derecho.1
Este contraste de “país real, país formal” es concomitante al de “ciudadanía política sin ciudadanía civil y social” en el que él tanto insistió. Se trata de la consagración del ciudadano como deber ser, muy lejano del ser concreto, arquetipos construidos a la luz del liberalismo y de las constituciones liberales que se adoptaron como un espejo en donde mirarse, pero con realidades ajenas a este, signadas por la existencia de Estados que en sus componentes mínimos básicos son altamente deficitarios.
Asimismo, se trata de Estados en los que, a diferencia de Europa occidental, varió la secuencia y la naturaleza de los derechos. En América Latina los derechos civiles no precedieron a los derechos políticos, por lo cual se constituyó un entramado formal orientado a establecer un conjunto de derechos formalmente democráticos sin que existieran derechos civiles en firme (autonomía individual, libertad de la persona, libertad de palabra, pensamiento y religión, derecho a la propiedad y a celebrar contratos, derechos jurídicos, derecho a la justicia imparcial y universal).
Los derechos civiles fueron un logro producto de los procesos de formación del Estado, no del liberalismo o la democracia. Asimismo, en América Latina los derechos sociales no sobrevinieron como un producto concomitante del desarrollo de la democracia política con Estados fortalecidos; por el contrario, han sido y siguen siendo una promesa incumplida, y la dimensión cohesionadora del Estado en cuanto proveedor de bienes y servicios para sus ciudadanos es muy precaria. Las olas de ciudadanía que describía Marshall para el caso inglés no tuvieron ni la misma secuencia ni el mismo alcance en América Latina, en donde se ha privilegiado la ciudadanía política.
De esta combinación resulta también una extensión irregular de la ciudadanía, la constitución de la ciudadanía de baja intensidad. Este es uno de los conceptos acuñados por O’Donnell que más ha aportado a la comprensión de la realidad política y la democracia en América latina. La existencia de zonas marrones conlleva a la aplicación irregular de la ley y a la pérdida del principio de universalidad de la vigencia del Estado de derecho y al surgimiento de ciudadanos de segunda y tercera categorías, relegados y excluidos territorial, social y culturalmente. La propia coexistencia de la legalidad estatal y de poderes paraestatales en muchas zonas al interior de la mayoría de los países de América Latina producen ciudadanos precarios. Esta es la contracara de los Estados truncados: las ciudadanías truncadas.
Una década después de la publicación de sus análisis que irrumpieron con nuevos conceptos de gran impacto e influencia en la comunidad politológica en expansión en Latinoamérica, O’Donnell incorporó a su análisis los efectos que habían traído para el Estado latinoamericano los ajustes estructurales que establecieron como receta emanada del Consenso de Washington. En tal sentido, a los factores derivados de los procesos de desintegración social y económica, se sumó el fuerte antiestatismo de las ideas y políticas neoliberales y el empeño en reducir el tamaño de un Estado, de por sí precario, con las excusas del supuesto sobredimensionamiento de la burocracia y el creciente déficit fiscal.
El resultado fue la extensión y prolongación de la ciudadanía de baja intensidad. En el análisis que lideró sobre la democracia en América latina financiado e impulsado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo reiteró: “Estados con legalidades truncas, incapaces de monopolizar la coerción, carentes del poder necesario para llevar a la práctica el mandato electoral y que, en general, han encontrado serias dificultades para cumplir su crucial responsabilidad de construir democracia”.2
3. Una teoría de la democracia revisada
La tercera pregunta que formulaba O’Donnell se refería a la relación de los Estados truncos con la democracia: ¿Qué tipos de democracias hay en América latina fundados sobre Estados truncos? Se trata de una combinación de elementos de la poliarquía con otros extrapoliárquicos.
O’Donnell asume el concepto de poliarquía de Robert Dahl para referirse a las democracias. Su tesis es que en estos países con Estados truncos y extensas áreas marrones puede existir formalmente una democracia y regirse por una constitución de contenido democrático, pero lo real dista de ello por la presencia de componentes extrapoliárquicos. Por tanto, son democracias con un componente liberal (central en las democracias consolidadas) precario. Esto se pone de manifiesto especialmente de tres formas: no impera la universalidad que supone el Estado de derecho, los ciudadanos no son tratados como iguales y amplios sectores son excluidos de la justicia; una porción significativa de la población no puede obtener servicios de los organismos estatales; imperan las limitaciones de ciertas garantías y derechos que son tan constitutivos de la ciudadanía como el poder votar sin coacción.
Es un anticipo a lo que después se acuñará como democracias iliberales.3 Las limitaciones van más allá de lo político; incluyen varias formas de discriminación y de pobreza extendida, así como su contraparte, la disparidad extrema en la distribución de los recursos (no sólo económicos) va de la mano con la ciudadanía de baja intensidad. Todo lo anterior vino ligado a un encogimiento de lo público a favor de lo privado. Así lo sentencia O’Donnell: “un Estado que no es capaz de hacer valer su legalidad sustenta una democracia con baja intensidad de ciudadanía”.4
Hasta comienzos de la década de 1990 este esbozo era una promesa de teorizar la democracia de forma que incluyera realidades diferentes a las de Europa occidental, donde la democracia se forjó sobre la base de Estados consolidados. Por contraste, en Latinoamérica y otras regiones del mundo el Estado trunco es lo predominante, junto con una institucionalidad democrática iliberal y una ciudadanía de baja intensidad.. Una década después escribió para el proyecto La democracia en América. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos (del PNUD). Este texto sirvió de marco teórico alimentado con comentarios de un grupo de politólogos prestigiosos.5 En este considera que la democracia contiene al menos cinco condiciones básicas: 1) un conjunto de instituciones y procedimientos referidos a la poliarquía ampliada; 2) el acceso sustantivo al poder del Estado; 3) la vigencia del Estado de derecho; 4) las relaciones de poder entre el Estado y los ciudadanos, los ciudadanos entre sí y entre el Estado, las cuales deben estar enmarcadas en el ejercicio de los derechos políticos, civiles y sociales; 5) que las opciones ciudadanas aborden las cuestiones sustantivas. Las reglas y condiciones de competencia buscan asegurar una elección libre entre candidatos y programas de gobierno.
En la perspectiva de este trabajo, las condiciones 2 y 3 son fundamentales. Plantea O’Donnell que el acceso sustantivo al poder del Estado supone la plena soberanía interior del Estado, esto es, su plenitud en su dimensión coactiva: que sea efectivo el monopolio del uso efectivo y legítimo de la fuerza; la capacidad para impartir justicia de modo efectivo y definitivo, normar las conductas de los individuos y organizaciones, procurarse los medios ―económicos y organizativos― necesarios para el cumplimiento de sus fines, y ejecutar las políticas decididas. La vigencia del imperio de la ley conlleva la independencia de los poderes y un sistema legal es democrático en tres sentidos: protege las libertades políticas y las garantías de la democracia política, protege los derechos civiles del conjunto de la población y establece redes de responsabilidad y rendición de cuentas para los funcionarios públicos.
En ambos sentidos, reitera aquí la tesis de estatalidad trunca y la fragilidad democrática en América Latina. Considera que la variable Estado ha sido obviada y simplemente se presupone sin considerar la incidencia del grado de estatalidad en el desarrollo de la democracia. Respecto a América Latina, sostiene que, a diferencia de los países centrales en los que el Estado antecedió a la democracia, en América Latina hay variaciones significativas en cuanto al grado en que el Estado y su sistema legal cubren la totalidad del territorio de estos países y hay una disonancia entre Estado y democracia:
Muchos de nuestros países tienen un régimen democrático que coexiste con una legalidad intermitente y sesgada. Simplemente, la legalidad del Estado no se extiende a vastas regiones de nuestros países (y parte de sus ciudades), donde otros tipos de legalidad, básicamente variaciones de legalidad mafiosa, son los que operan en la práctica.6
Las democracias construidas en los países europeos se forjaron sobre dos bases: la base de los derechos civiles efectivos y extendidos a lo largo de toda la sociedad que permitió la “consagración del ciudadano” y la legalidad del Estado extendida homogéneamente a lo largo del territorio y las libertades consagradas formalmente. Pero la trayectoria histórica de América Latina ha sido diferente. A diferencia de los países centrales, los procesos de ciudadanización y de consolidación del Estado se dieron con secuencias diferentes, o fueron tardíos o no se han dado. Este es el eje central del argumento; de él se desprende la limitación de la teoría de la democracia para avanzar en estudios comparados. ¿Cómo comparar a Europa, Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda con América Latina?
Esta distinción de trayectorias históricas hace parte de una concepción más general del estudio de la democracia en América Latina que aparece sintetizadas en Teoría, democracia y política comparada.7 O’Donnell reiteró que una teoría adecuada de la democracia debe especificar las condiciones históricas de su surgimiento; asimismo, que la democracia no sólo debe ser analizada en el plano del régimen sino también en el plano del Estado. Por lo anterior, no se puede simplemente adoptar un enfoque teórico de la democracia y estudiar a los diferentes casos asumiendo que los atributos que no se ajustan al “modelo” representan anomalías marginales o características transitorias: se trata de democracias diferentes y las que podrían ser consideradas características discordantes constituyen en realidad rasgos de democracias que se han constituido siguiendo trayectorias diferentes.
Este argumento conduce a la tesis de que podemos establecer subtipos de democracias a partir de las especificidades de las combinaciones de niveles de estatalidad y desarrollo democrático y en gran parte de América Latina se genera una disyunción entre débil estatalidad, ciudadanía civil deficitaria y derechos políticos extendidos: la “consagración del ciudadano” es parcial y sesgada, priman los derechos políticos sobre los derechos civiles y sobre la igualdad jurídica. Por ello, el resultado es una poliarquía en sus dimensiones políticas, sobre la base de una precaria vigencia del imperio de la ley y una extendida debilidad de la ciudadanía social.
4. Contrastando la tesis de O’Donnell: estatalidad truncada y fragilidad democrática
Sobre la base de los argumentos anteriores y las distinciones de las trayectorias y de la disyuntiva, O’Donnell señala que se trataba de una hipótesis que debía ser explorada empíricamente. La hipótesis de la disyunción en las democracias latinoamericanas entre Estado y democracia en América Latina se puede constatar con la actual información disponible que cubre al menos una década con datos uniformes y confiables. En este apartado se plantea la relación entre indicadores de estatalidad y desarrollo democrático para el periodo 2006-2016 con dos series completas y continuas y se ilustra la hipótesis O’Donnell.
En primer lugar, se recurre a la medición del nivel de estatalidad y se ubica a los países de América Latina con base en las dimensiones e indicadores propuestos por The Found For Peace, tanto el agregado como los referidos a los aparatos de seguridad, el imperio de la ley y la provisión de bienes y servicios. Se ilustra el argumento de las zonas marrones y de la ciudadanía de baja intensidad enfatizando en los déficits estatales y se describen sintéticamente en la mayoría de países. En segundo lugar, se acude a una de las mediciones sistemáticas sobre la democracia en América Latina y se opta por el Índice de Desarrollo Democrático (IDD) de la Polilat, el cual provee información clara y confiable sobre el mismo período (2006-2016). Se ubican los países en un orden decreciente y se agrupan en tres segmentos.8 En tercer lugar, se ubica a los países en una gráfica de dispersión que ilustra la correlación entre niveles de estatalidad y nivel de desarrollo democrático para sustentar la tesis de O’Donnell sobre la disyunción entre Estado y democracia, la correspondencia entre Estados truncos y democracias de bajo desarrollo. Finalmente, se presenta una síntesis y conclusiones.
La estatalidad se define como la capacidad del Estado para concretar y asumir sus dimensiones constitutivas, esto es, en los propios términos propuestos por O’Donnell, la garantía coercitiva centralizada (el monopolio del uso legítimo de la fuerza); un sistema legal universalista (la vigencia plena del imperio de la ley); y la provisión de bienes y servicios para los ciudadanos. Se adopta la información sobre estatalidad provista por The Fund for Peace que incluye información de más de una década sobre los niveles de fortaleza y fragilidad de los Estados a partir de una serie de características que permiten medir las tres dimensiones mencionadas.
Dimensión | Indicadores incluidos en The Found for Peace |
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Cohesión y monopolio del uso legítimo de la fuerza | 1. Aparatos de seguridad (las amenazas a la seguridad, como los bombardeos, los ataques y las muertes relacionadas con combates, los movimientos rebeldes, los motines o el terrorismo. También tiene en cuenta factores como el crimen organizado y los homicidios y la confianza de los ciudadanos en la seguridad interna). 2. División de las élites (mide las luchas de poder, la competencia política, las transiciones políticas, considera la fragmentación de las instituciones del Estado a lo largo de líneas étnicas, de clase, de clanes, raciales o religiosas, así como también la frustración y el estancamiento entre las elites gobernantes). 3. (las divisiones entre los diferentes grupos en la sociedad, particularmente las divisiones basadas en características sociales o políticas y su rol en el acceso a los servicios o recursos, y la inclusión en el proceso político). |
Imperio de la ley y legitimidad del Estado | 1. Estado de derecho (considera la relación entre el Estado y su población en la medida en que se protegen los derechos humanos fundamentales y se respetan las libertades, los derechos legales, políticos y sociales, incluidos los de individuos, grupos e instituciones). 2. Legitimidad del Estado (examina el nivel de confianza de la población en las instituciones y los procesos del Estado, y evalúa los efectos donde esa confianza está ausente, expresada a través de manifestaciones públicas masivas, desobediencia civil sostenida o el surgimiento de insurgencias armadas). 3. Servicios públicos (la provisión de servicios esenciales, como salud, educación, agua y saneamiento, infraestructura de transporte, electricidad y energía, e internet y conectividad y la capacidad del Estado para proteger a sus ciudadanos a través de la vigilancia policial efectiva). |
Provisión de bienes y servicios | 1. Desempeño económico (de la sociedad como un todo medido por el ingreso per cápita, el producto nacional bruto, las tasas de desempleo, la inflación, la productividad, la deuda, los niveles de pobreza o las quiebras comerciales). 2. Desarrollo e igualdad (mide la desigualdad estructural que se basa en un grupo de identidad, o en función de la educación, el estado económico o la región). 3. Desplazamiento humano (el impacto económico del desplazamiento humano por razones económicas o políticas, como la emigración voluntaria de la clase media, los segmentos económicamente productivos de la población, los empresarios o los trabajadores calificados o los médicos, debido al deterioro económico en su país de origen y la esperanza de mejores oportunidades). 4. Presiones demográficas (mide las características demográficas, las presiones de altas tasas de crecimiento de la población o distribuciones asimétricas de la población). 5. Refugiados y desplazados internos (desplazamiento forzado de grandes comunidades como resultado de causas sociales, políticas, ambientales o de otro tipo, que miden el desplazamiento dentro de los países, así como los flujos de refugiados hacia otros). 6. Intervención externa (seguridad del compromiso de actores externos, tanto encubiertos como manifiestos, en los asuntos internos de un Estado en riesgo por gobiernos, ejércitos, servicios de inteligencia, grupos de identidad u otras entidades que puedan afectar el equilibrio de poder. |
Fuente: elaboración propia con base en “Metodología Found For Peace”, Fund for Peace. Disponible en: http://fundforpeace.org/fsi/indicators/x1/
Se diferencian cuatro tipos de Estados: sustentables (sustentable y muy sustentable); estables (estables y menos estables); en advertencia de fragilidad (baja y alta); en alerta de fragilidad (alta y muy alta). Desde el 2005, se clasifica a todos los Estados cada año según la estabilidad/fragilidad, para lo cual se recurre a los doce indicadores. Esta clasificación es útil en el presente estudio y permite establecer correlaciones entre el desarrollo de la democracia y el grado de estatalidad o fortaleza de los Estados.
Se ha procedido a reordenar las categorías y a ponderar los puntajes propuestos y se ha pasado de una escala de 120 puntos a una que va de cero a 10, diferenciando cuatro categorías de estatalidad: alta (más de 7500), media alta (entre 5000 y 7500), media baja (entre 2500 y 4999) y baja (menos de 2500).9 Se calcularon los promedios para cada país para el período (véase gráfica 2): cinco países presentan un nivel medio-alto de estatalidad (Uruguay, Chile, Argentina, Costa Rica y Panamá) y los demás tienen un bajo nivel de estatalidad. Ningún país puede ubicarse con un nivel de alta estatalidad, como ocurre con todos los países de Europa occidental y los países nórdicos.10 Dentro del grupo de estatalidad medio-alta se incluyen los tres países que O’Donnell siempre diferenció de los demás países del subcontinente (Chile, Uruguay y Costa Rica), pero también clasifican Argentina y Panamá, aunque presentan más oscilaciones entre uno y otro año y son menos homogéneos.
Con base en las dimensiones, los Estados más frágiles presentan pérdida del control físico del territorio o del monopolio del uso de la fuerza; erosión de legitimidad de la autoridad de turno para llevar a cabo decisiones colectivas; incapacidad de proporcionar acceso a servicios públicos básicos a sus ciudadanos; incapacidad de interactuar con otros Estados como miembro propio de la comunidad internacional.11 Por oposición, un Estado fuerte es aquel que provee un entorno propicio para un crecimiento económico sostenible y equitativo; cuyas instituciones son manejadas con transparencia y responsabilidad, y cuentan con alta legitimidad social; preservan la integridad de su población frente a posibles eventos o conflictos violentos (para ello, controlan su territorio y ejercen el monopolio del uso legítimo de la fuerza); además, garantiza el acceso de bienes y servicios a su población, lo cual permite altos grados de bienestar social. En el intermedio entre los extremos se ubican Estados con niveles diferenciados de estatalidad.
Dentro de este índice son especialmente relevantes para la medición de la penetración territorial del Estado los indicadores Imperio de la ley y Efectividad de los aparatos de seguridad y convivencia. Con ellos cuales se considera el grado de cobertura de las instituciones estatales con las que concreta su dimensión coercitiva. Como se observa en el gráfico 3, la medición de Found of Peace para el período analizado indica que los tres países que se diferencian del resto del subcontinente en sus niveles de estatalidad (Uruguay, Chile y Costa Rica) presentan los valores más altos. Por su parte, los aparatos de seguridad garantizan la coerción centralizada e impiden que otros actores armados le disputen al Estado territorios, esferas del poder, zonas intraurbanas, regiones o sectores de la economía.
A diferencia de estos tres países, en los demás (con algunas variaciones) el Estado es incapaz de contener de forma eficiente la acción de las organizaciones criminales que han privatizado la seguridad. Las zonas marrones se extienden por regiones, provincias, sectores de las ciudades en donde no impera la ley sino la coacción extralegal.
Una rápida mirada a algunos países nos permite describir estas dinámicas de debilidad estatal territorial y social. En Colombia el narcotráfico se organizó desde la década de 1980 en grandes carteles (de Cali y Medellín) hasta mediados de la década de 1990 y fueron reemplazados por decenas de organizaciones más pequeñas (baby-carteles) pero poderosas, que siguen siendo los mayores productores de cocaína del planeta. Siguen manejando la economía ilegal y sus ejércitos privados se sobreponen a las autoridades del Estado. Igual como ocurrió con los grupos narco-paramilitares desde comienzos de la década de 1980 hasta el 2005, año en que el gobierno de Álvaro Uribe les concedió estatus político y negoció su desarticulación en medio de una amplia impunidad. Además, el país ha tenido guerrillas desde la década de 1960 que han ejercido dominio territorial y han suplantado al Estado en centenares de municipios: las Fuerzas Armadas Revolucionarias, FARC (creada en 1964 y cuya presencia municipal ha sido extendida), y el Ejército Nacional de Liberación (ELN), creado en 1965, menos numeroso pero con presencia con frentes en 99 localidades.
Desde la desmovilización de los grupos paramilitares, han emergido bandas criminales que reincorporar militantes, reclutan nuevos y hacen presencia en centenares de municipios y en las capitales de departamento y ciudades intermedias. Manejan el microtráfico, el chantaje, la extorsión y el secuestro. Toda una sucesión de actores armados ilegales que configuran una dinámica de “guerras recicladas” generadoras de violencia ante la inoperancia del Estado. Las zonas marrones en este país son más que las zonas que regula de forma efectiva el Estado. En las ciudades como Cali (Distrito de Agua Blanca), Bogotá (Ciudad Bolívar) y Medellín (las Comunas nororientales) se configura esta ausencia estatal con amplias extensiones en donde habitan millones de ciudadanos de segunda categoría, excluidos de la economía y sin acceso a servicios básicos mínimos: son amplias zonas de sobrevivencia.
En México, con una larga tradición autoritaria, desde la década de 1980 los poderes fácticos ligados al narcotráfico se consolidaron. La aplicación de las leyes no se ha caracterizado por perseguir la igualdad de los ciudadanos ni tampoco los ha defendido de los abusos del poder político, lo que se ha traducido en una cultura de la ilegalidad. Persiste la relación de complicidad entre las organizaciones criminales y los funcionarios públicos; se han incorporado nuevas prácticas y actores, lo que dificulta el establecimiento pleno del Estado de derecho. El resultado más visible de este vínculo ha sido el desplazamiento del control estatal por el control criminal, el cual vulnera la capacidad del Estado para asignar de manera autoritativa valores públicos y garantizar la vigencia de la ley a través del monopolio legítimo de la violencia.
Como resultado de lo anterior, las instituciones gubernamentales se han debilitado, pues tienden a privilegiar los intereses privados y no los públicos.12 Al mismo tiempo, esta relación perversa ha propiciado también el aumento de la violencia y de la impunidad, lo que se traduce en un Estado incapaz de garantizar la seguridad a los ciudadanos. Las zonas marrones se distribuyen especialmente en la frontera norte y en algunos estados del sur, como. En estos y en focos especiales (como las ciudades de Tijuana, Ciudad Juárez, Nuevo Laredo, Reynosa y la Ciudad de México), operan diversas organizaciones criminales que ejercen control territorial parcial y le disputan al Estado su autoridad. Recientemente se ha demostrado que es clara la presencia de organizaciones criminales asociadas con agentes gubernamentales de los tres niveles de gobierno, en una relación de complicidad y protección. La Procuraduría General de la República reconoció que en este país operaban nueve cárteles de la droga, siete de los cuales controlan 43 células criminales o pandillas: el Cartel del Pacífico; los Arellano Félix; la Familia Michoacana; Carrillo Fuentes; Beltrán Leyva; los Zetas; el cártel del Golfo; los Caballeros Templarios; el cartel Jalisco Nueva Generación. Dichas organizaciones están presentes en 23 de los 32 estados; el estado de Guerrero es la entidad con mayor presencia de cárteles.13 Los poderes fácticos y su interacción con las autoridades públicas generan un alto grado de violaciones de derechos y de la integridad de la vida de los ciudadanos.
Por su parte, en gran parte de Centro América, Las Maras, las pandillas criminales altamente organizadas, se imponen a sangre y fuego y han creado órdenes locales y zonales en las ciudades que manejan el narcotráfico y todo tipo de actividades ilegales. Las de mayor dimensión y control de territorios son la Mara Salvatrucha y Barrio 18. En Guatemala, el gobierno no tiene control sobre numerosas regiones del país, incluidos siete de los 22 departamentos: San Marcos, Huehuetenango, Petén, Alta Verapaz, Izabal, Jutiapa y Zacapa. Se identifican además diez organizaciones tipo cártel de narcotráfico. En El Salvador los siete departamentos con mayor presencia de organizaciones criminales son Cuscatlán, Usulután, La Paz, San Salvador, San Vicente, Sonsonate y San Miguel, las organizaciones criminales vinculadas al narcotráfico son pandillas extorsionistas y secuestradoras ante las cuales son impotentes las frágiles fuerzas policiales y del Ejército, que están penetrados y cooptados parcialmente. Las Maras ejercen también su presión ilegal en Nicaragua y en Honduras en donde se han expandido en la última década.14 Estos cuatro países presentan índices de violencia altos con tasas de homicidio desbordadas en la última década y hasta la década de 1990 pasaron por períodos de cruenta violencia y guerras civiles.
Brasil fue uno de los casos en que más insistió O’Donnell. En los últimos lustros se ha propagado aún más la inseguridad y el crimen en las favelas, asentamientos marginales muy pobres situados en algunas grandes ciudades de Brasil, en los que se pone de manifiesto la ausencia del Estado, tanto en su dimensión coercitiva como en la cohesión social. Hay falta total de infraestructuras y seguridad, la gente habita viviendas de baja calidad y hay altos niveles de delincuencia, presencia de narcotráfico y pandillas armadas.
Las cinco principales favelas de Rio de Janeiro son Rocinha, Maré, Alemao, Ciudad de Dios y Vila Cruceiro. Además de la violencia en las favelas, en este país hay múltiples carteles del narcotráfico; los más poderosos son el Primer Comando de la Capital y Comando Vermelho, en conexión con las mafias colombianas con la que comercializan y exportan cocaína hacia Europa a través de África.
En Paraguay, las mafias del narcotráfico son cada vez más poderosas. En ciudades como Pedro Juan Caballero y en muchas zonas de Asunción imperan los poderes fácticos. Una parte importante del tráfico de armas en el Cono Sur se realiza a través del territorio paraguayo gracias a la falta de control estatal y a la corrupción imperante en las aduanas. La frágil presencia del Estado, en especial en zonas fronterizas, facilita el desarrollo de actividades ilícitas y el asentamiento de organizaciones criminales transnacionales con conexiones locales.15
En Perú la zona del el Alto Huallaga y el valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro, junto con otras trece cuencas menores, zonas montañosas y de bosques que han estado tradicionalmente vinculadas con la producción de hoja de coca y a la transformación en cocaína; contó también con la presencia del grupo guerrillero maoísta Sendero Luminoso, que participaban en la dinámica de la defensa del cultivo ilícito frente a las políticas de control de cultivo del Estado.
Desde comienzos de la década de 1990 se desarticuló la guerrilla y se redujo a un sector marginal y desde 2003 la acción estatal fue más sistemática en el combate antidroga, pero el país, pero sigue siendo el segundo productor de cocaína después de Colombia.16 Hay algunas zonas sin ley.
Como la frontera con Brasil y los alrededores de Iquitos a donde el Estado no llega y hay poderes fácticos que se imponen, un cruce de mafias de todo tipo de múltiples nacionalidades colombianas, brasileras, peruanas. Mientras que El Callao, principal puerto de Perú, constituye un centro clave para el tráfico de drogas y el contrabando transnacional. Son zonas de alta violencia en donde la efectividad legal estatal es muy reducida o está cooptada. Mientras que en Lima la inseguridad y la violencia se constituye en uno de los principales problemas para sus habitantes y algunos de sus distritos son altamente peligrosos sin que opera la acción de las autoridades: Cercado de Lima, San Juan de Lurigancho, Ate, La Victoria, Santa Anita, San Juan de Miraflores, San Martín de Porres y Comas. 17
Las zonas marrones se pueden ponderar mediante lo que se denomina densidad criminal o delictiva, esto es, la existencia de organizaciones ilegales con presencia territorial, que cuentan con recursos financieros y armados suficientes para desafiar (con violencia o corrupción) la institucionalidad. Se manifiesta en los vacíos de poder estatal; en la disponibilidad de redes clandestinas con experiencia en el tráfico de bienes y servicios ilegales; en la emergencia de mercados locales ilegales emergentes, con una oferta creciente y una demanda constante de productos y servicios ilegales. Todo esto se concreta en delitos, homicidios, atentados, chantajes; su cuantificación se realiza a través de medidas que ponderan las tasas de criminalidad con relación al espacio, zonas, o kilómetros o comunas o distritos. En las zonas azules, esta densidad delictiva y los poderes fácticos es inexistente, mientras que en las zonas marrones es alta y en algunas muy alta; incluso llega a ser incontrolable. 18
La seguridad sigue siendo un problema acuciante en América Latina y el Caribe, la región en desarrollo más urbanizada del planeta, con casi 80% de la población viviendo en zonas urbanas. La tasa de homicidios de la región, que asciende a 21.6 por cada 100 000 personas, es 14 veces superior a la tasa más baja de Asia Oriental y el Pacífico. La región también presenta una elevada tasa de encarcelamiento: alrededor de 244 personas por cada 100 000, frente a 48 en Asia Meridional y 88 en África Subsahariana. En diez países caribeños, el porcentaje de niños varones en edad escolar que admitieron su pertenencia a bandas se situaba entre el 17% y el 24%. Las mujeres siguen sufriendo numerosas amenazas físicas y psicológicas. Según una encuesta de opinión, solo el 40% de la población de los países de América Latina y el Caribe se siente segura.19
El crimen organizado y los poderes fácticos en amplias zonas marrones regionales e intraurbanas ponen en riesgo y debilitan la democracia. No obstante, aunque la seguridad es un valor fundante y suele ser el indicador básico de medición de la capacidad estatal, también hay que considerar la capacidad de gestión administrativa de las necesidades sociales, el poder colectivo infraestructural en lo cual las deficiencias estatales son también evidentes.
Esto se refleja de forma clara en los indicadores sociales que expresan que los Estados son precarios en la gestión de los intereses colectivos y permiten que se reproduzcan grandes inequidades sociales y se produzca la exclusión de amplios sectores de la población. En este sentido, la democracia trasciende lo político, como lo recalcaba O’Donnell, y se constituye también en una forma de gestión cuyos productos deben generar condiciones básicas de reproducción vital de sus ciudadanos. Hay otra forma de desvanecimiento del Estado en relación con sus responsabilidades en la provisión de bienes y servicios básicos. Si bien la inversión social y las políticas y programas de provisión de bienes públicos se han incrementado y cualificado en las últimas décadas, hay zonas en donde el Estado nunca ha hecho presencia ni en la regulación ni en la cohesión social. Los indicadores sociales en gran parte del subcontinente denotan severas limitaciones y una precaria ciudadanía social.
De nuevo, cuando O’Donnell aludía a la ciudadanía de baja intensidad también consideraba que una porción significativa de la población no podía obtener los servicios de los organismos estatales a los que tienen derecho como ciudadanos y que son responsabilidad del Estado. El indicador de The Fund for Peace incluye la provisión de los servicios de salud, educación, agua y saneamiento, infraestructura de transporte, electricidad y energía, e internet y conectividad. A diferencia de las dos dimensiones que incluye las acciones coercitivas centralizadas y la vigencia del imperio de la ley en los que se mantiene la diferencia de los tres países destacados sobre los demás (Chile, Costa Rica y Uruguay), en esta dimensión los déficits son generalizados, aunque son menores en estos países, de igual forma que en Argentina (véase gráfico 4).
Esta información sobre precariedad de la ciudadanía social se puede complementar recurriendo a un indicador compuesto como el Índice de Desarrollo Humano del PNUD, que brinda información sistemática anual e incluye indicadores sobre la esperanza de vida al nacer, las tasas de alfabetización y de matriculación escolar y la disponibilidad de los ingresos necesarios para mantener un nivel de vida digno. El índice es reajustado incluyendo el impacto de la desigualdad, produciéndose así el Índice de Desarrollo Humano por Desigualdad (IDHD).
En el año 2010 el respectivo informe señalaba “América Latina y el Caribe es la región más desigual del mundo. La desigualdad no sólo es alta, sino también muy persistente”;20 el más reciente de informe de 2016 reitera esta situación. Como se observa en la tabla 2, aun los países con mejores indicadores presentan severas limitaciones en el desarrollo humano y grandes brechas en la distribución de la riqueza. Los datos muestran que la acción estatal y las políticas públicas no propician un acceso general a bienes y servicios ni condiciones propicias para un mejoramiento en las condiciones de vida de la gente. Se reiteran las diferencias entre los tres países de mayor estatalidad del resto de naciones (con los casos intermedios ya señalados de Argentina y Panamá) y, con valores muy inferiores para la región andina y Centro América.
Países | Años | ||
---|---|---|---|
2010 | 2016 | ||
Uruguay | 0.642 | 0.670 | |
Chile | 0.634 | 0.691 | |
Costa Rica | 0.576 | 0.619 | |
Argentina | 0.622 | 0.698 | |
Panamá | 0.541 | 0.614 | |
Venezuela | 0.549 | 0.618 | |
Honduras | 0.419 | 0.609 | |
Ecuador | 0.554 | 0.589 | |
México | 0.593 | 0.587 | |
Perú | 0.501 | 0.580 | |
Brasil | 0.509 | 0.561 | |
Colombia | 0.492 | 0.548 | |
El Salvador | 0.477 | 0.529 | |
Paraguay | 0.482 | 0.524 | |
Nicaragua | 0.426 | 0.479 | |
Bolivia | 0.398 | 0.478 | |
Guatemala | 0.372 | 0.450 |
Fuente: elaboración propia con base en Informes de Desarrollo Humano, PNUD años 2010, 2016.
En suma, es claro que la hipótesis que formuló O’Donnell sobre el Estado truncado, sobre el Estado magro en América Latina, se puede actualmente ilustrar con información confiable y de forma sistemática. En las mediciones que cubren una década no sólo se verifica la precariedad estatal, también se mantiene la distinción que él recalcaba entre Chile, Uruguay y Costa Rica y los demás países, aunque los datos muestran que Argentina y Panamá se acercan más a estos tres países.
En todo caso, es claro que en las naciones latinoamericanas una alta proporción de los ciudadanos está expuesta no sólo en su integridad física y en su seguridad, sino también en cuanto a su reproducción vital y en su bienestar básico mínimo. Las funciones de regulación coercitivas y de cohesión social son precarias: se trata de Estados truncados, si nos atenemos a las dimensiones funcionales básicas que cualquier Estado debe asumir. En tal sentido no se debe olvidar que, sin pretender regresar a las concepciones instrumentales negativas sobre el Estado, este expresa relaciones sociales de dominación que producen asimetrías y que hay sectores sociales beneficiarios de las políticas públicas y otros que son afectados de forma negativa por estas. También hay ciudadanías sociales truncadas.
La otra parte del argumento de O’Donnell se refiere a la relación entre los niveles de estatalidad y el desarrollo de la democracia. Aunque existen varias alternativas de medición de la democracia, en este análisis se optó por el Índice de Desarrollo Democrático (IDD) de la Corporación Polilat por tres razones: cubre un periodo que permite ver la evolución de los indicadores y ponderar al menos una década; brinda información de todos los países de América Latina, lo cual permite un análisis de conjunto; e incluye variables e indicadores que miden la democracia política, pero también social y de gestión de los gobiernos respectivos. El IDD mide la democracia política (sufragio y participación política), los derechos políticos y las libertades civiles; la calidad institucional y la eficiencia política; y el ejercicio del poder efectivo para gobernar. Se mide entre 0-10 agregando los diversos indicadores de las cuatro dimensiones.
Se consideran los cuatro niveles de desarrollo democrático descritos arriba. De acuerdo con estos niveles, Uruguay, Chile y Costa Rica corresponden a un alto IDD; Argentina, Panamá, México y Perú se ubican en el nivel medio alto y los demás países en el nivel medio bajo, con Venezuela en el último escalón (véase gráfico 5).
A la luz de las mediciones sobre la estatalidad y el IDD, la tesis de O’Donnell de la disonancia entre Estado y democracia se puede constatar claramente. Hay una correlación entre ambos: entre más frágil los Estados, más deficientes y menos desarrolladas las democracias. Cruzando las dos dimensiones se diferencian tres subgrupos.
En primer lugar, se encuentran los países que presentan un nivel medio alto de estatalidad y alto nivel de desarrollo democrático, los tres casos que siempre diferenció O’Donnell: Chile, Uruguay y Costa Rica. En todo caso, las democracias mejores de América Latina no alcanzan un pleno desarrollo de las dimensiones básicas del Estado, especialmente lo concerniente a la provisión de bienes y servicios y algunas fisuras en la vigencia del imperio de la ley. Sigue vigente la afirmación de O’Donnell respecto a que, en el mejor de los casos, había disonancia entre Estado y la democracia, a diferencia de las democracias consolidadas del “cuadrante noroccidental”. El “alto desarrollo democrático” en América Latina no es comparable con la misma categoría en Europa occidental. En este caso las libertades civiles y los derechos políticos son garantizadas; incluso hay mejoría en la participación de género. No obstante, hay ciertas limitaciones en cuanto a la calidad institucional, la eficiencia política y en las políticas orientadas al bienestar general, referidos a la ciudadanía social. Si consideramos el Índice de Desarrollo Humano por desigualdad, por ejemplo, estos países tienen los valores más altos de la región, pero aún presentan serios déficits en componentes básicos de esperanza de vida, de pobreza, de necesidades básicas.
En segundo lugar, están los países que presentan un nivel medio alto de estatalidad y de desarrollo democrático: Argentina y Panamá. Son países con deficiencias pero que se diferencian del resto del subcontinente por tener relativas mejores condiciones. Esta categoría intermedia no la diferenció O’Donnell en su planteamiento general. También presentan un mejor comportamiento en las libertades civiles y los derechos políticos, que son garantizados, pero en ellos la ciudadanía social sigue siendo deficitaria, incluso con cierto deterioro en los últimos años.
En tercero, tenemos a los países que presentan niveles bajos tanto en la estatalidad como en el desarrollo democrático. Esta es la condición de la mayoría de casos: Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, Brasil, Paraguay. México se ubica en nivel medio del desarrollo democrático y en nivel bajo de estatalidad. Lo ubicamos en este subgrupo porque su IDD se encuentra mucho más cercano al nivel bajo que al alto. las libertades civiles y los derechos políticos tienen serias limitaciones por la presencia de criminalidad y organizaciones ilegales frente a las que el Estado es inoperante o poco efectivo. La ciudadanía social sigue siendo una promesa incumplida. Los ciudadanos están expuestos en su integridad y son excluidos socialmente. Además de lo anterior, dos datos relevantes indican que hay formas de segregación espacial, económica y cultural de un amplio sector de la sociedad vinculado con la economía informal y de sobrevivencia, que no accede a salarios básicos ni tienen seguridad social básica ni acceso a la salud (según la CEPAL, en América Latina y el Caribe había en 2015 al menos 130 millones de personas trabajando en condiciones de informalidad, lo que representa 47.7% de los trabajadores).21 Otro segmento es objeto de segregación socio-racial: más de 400 grupos indígenas de la región sufren carencias sistémicas.22
Retomando los planteamientos anteriores, en la siguiente gráfica de dispersión se puede observar una relativa alta correlación entre estatalidad y desarrollo democrático en América Latina. Claramente se diferencian los tres países mencionados que conjugan alta estatalidad y alto nivel de desarrollo (Uruguay, Chile y Costa Rica); los dos países del lugar intermedio (Argentina y Panamá) y el resto en la zona baja. Si ubicáramos en la misma gráfica a países como Noruega, Suecia, Finlandia, Alemania, Holanda, Canadá, Australia y Bélgica, corresponderían al cuadrante más alto (9-10) en ambos ejes. En estos países es muy alta la correlación entre estatalidad y desarrollo democrático. Esta es la ilustración de la tesis O’Donnell de correlación entre Estados truncos y democracia de baja calidad.
5. Nota final. El horizonte analítico desde Guillermo O’Donnell
Guillermo O’Donnell legó a la ciencia política conceptos y argumentos que han contribuido al acervo de la disciplina y han dado luces a muchos análisis de los procesos políticos en América Latina. En este texto se ha retomado su hipótesis sobre la relación entre el nivel de estatalidad y el desarrollo de la democracia. En este sentido, se pone de manifiesto la especial atención que él puso a la especificidad de la historia de América Latina y a las diferentes trayectorias de su democracia respecto a las del cuadrante noroccidental.
En los argumentos del politólogo argentino sobre la democracia fueron muy importantes los conceptos de zonas marrones, democracia delegativa, ciudadanía de baja intensidad, Estado trunco. Como lo recalca Pablo Bulcourf, fueron la expresión de una de sus virtudes intelectuales: el arte de nombrar, de utilizar nuevos conceptos orientados a una mejor comprensión de la política que no cabía en las denominaciones hasta entonces utilizadas.23 Algunos de estos conceptos fueron retomados en este artículo con el propósito de resaltar sus alcances analíticos en el marco de la hipótesis de la disyunción Estado-democracia. Aunque O’Donnell no adelantó el estudio empírico que le permitiera verificar la hipótesis, sí presentó argumentos y formuló hipótesis que hoy se pueden constatar recurriendo a información sistemática que está disponible en bases de datos confiables y que incluyen al menos una década.
De acuerdo con la información procesada y presentada en este artículo podemos constatar que hay una alta correspondencia entre los niveles de estatalidad y el desarrollo democrático. La naturaleza del Estado se constituye en una variable fundamental para explicar las fortalezas o debilidades de la democracia. En términos de Osvaldo Lanzzetta, quien recuerda que O’Donnell redimensionó el debate sobre el vínculo del Estado y la democracia desde comienzos de la década de 1990, no cualquier estado resulta consistente con la democracia.24
En los planteamientos que hizo O’Donnell desde comienzos de la década de 1990 hasta sus últimas publicaciones sobre la democracia en la siguiente década, siempre resaltó la especificidad de Uruguay, Chile y Costa Rica respecto a los demás países, y muchos estudios y la información sistemática sobre el subcontinente le han dado la razón. No obstante, su distinción entre estos casos y el resto de América latina debe ser matizada por cuanto se pueden distinguir al menos tres subgrupos según los niveles de estatalidad y el grado de desarrollo democrático.
En lo que no caben matices es en el planteamiento de O’Donnell respecto al impacto negativo que produjeron las políticas neoliberales en América latina y a su planteamiento sobre la necesidad de transitar de la reducción de los precarios Estados latinoamericanos a su retorno y fortalecimiento. Es claro que más de dos décadas de ajustes y políticas neoliberales (con ritmos diferentes) contrajeron el tamaño del Estado, su presencia y su obligaciones con la sociedad. Esto acrecentó la disyunción Estado-democracia, pues a los déficits en su capacidad coercitiva reguladora de la sociedad se sumó su incapacidad para redistribuir la riqueza, para proveer bienes y servicios y para generar inclusión social.
Además de los términos descriptivos y explicativos sobre Estado y democracia, O’Donnell contempló una dimensión prescriptiva y un deber ser que se plasmó en uno de sus últimos planteamientos sobre esta relación con la cual cerramos este artículo:
El Estado es el ancla indispensable de los diversos derechos de ciudadanía implicados y demandados por la democracia. Un “buen” Estado, es decir, un Estado consistente con la democracia, es un Estado que inscribe en su propia legalidad, implementa por medio de sus burocracias y, junto con una sociedad civil presente y activa, apunta a consolidar y expandir los derechos de ciudadanía implicados y demandados por la democracia. Esto a su vez significa que los ciudadanos tenemos un derecho público e irrenunciable al Estado, pero no a cualquier Estado sino a uno consistente con la democracia, un Estado de y para la democracia.25