Introducción
Es bien conocida la tentativa de Descartes de desechar todos aquellos conocimientos que había aceptado sin reparos durante su infancia y su juventud, pues apenas con el fácil ejercicio de someterlas al escrutinio de la duda se podía demostrar que su veracidad no era para nada inconcusa, sino que, al contrario, se encontraban infestadas de falsedades; precisamente: “he juzgado que era preciso acometer seriamente, una vez en mi vida, la empresa de deshacerme de todas las opiniones a las que había dado crédito, y empezar de nuevo, desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en todas las ciencias” (Descartes, 1982, p. 115).
Demoler las precedentes creencias, entonces, para hallar un basamento indudable, capaz de resistir a cualquier ejercicio de puesta en cuestión: he aquí la tarea primordial en el ejercicio de disquisición filosófica del cual depende el futuro de la ciencia para encauzarse en un recto camino. Una duda no librada a sí misma, sino que animada por la búsqueda y la contemplación de la verdad. Desprenderse de los prejuicios y hallar el criterio de la verdad: una labor para nada segura, no solo porque, como se asegura en las Meditaciones metafísicas y en Los principios de la filosofía, “los sentidos a veces yerran, y es propio de la prudencia no confiar jamás demasiado en aquéllos que nos engañaron alguna vez” (Descartes, 1997, p. 8), sino porque, además, “cada uno se persuade comúnmente que las ideas que tenemos en nuestro pensamiento son enteramente parecidas a los objetos de los cuales proceden” (Descartes, 1909, p. 3), un craso y habitual error, tal como lo elucida en Le monde.
De lo expuesto recién llamamos la atención sobre el problema de la relación, no solo del método, sino que también de la metafísica, con la ciencia. La injerencia del método en esta cuestión es ostensible puesto que el mismo tiene por objeto -citando el subtítulo del Discurso del método- bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias, y es incluso condición indispensable para emprender cualquier investigación, es “el puente de enlace entre la metafísica y la ciencia” (Hamelin, 1949, p. 318-347): tal como reza la regla IV de las Reglas para la dirección del espíritu: “el método es necesario para la investigación de la verdad en las cosas” (Descartes, 1995, p. 82). Respecto de la metafísica, Descartes enfatiza su imbricación con la ciencia en el Prefacio a la edición de los Principios de la filosofía en idioma francés: “Así toda filosofía es como un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física y las ramas que salen de ese tronco son todas las otras ciencias, que se reducen a tres principales, a saber, la medicina, la mecánica y la moral” (Descartes, 1904, p. 14).
Como vemos, método, metafísica y ciencia son elementos en absoluto ajenos entre sí: el método es esencial para aumentar en forma certera los conocimientos y distinguir lo verdadero de lo falso por medio de la puesta en duda de las cosas que no fueran claras1 y distintas,2 y así dividir un problema en partes solucionables, para luego emprender un camino sintético para ascender de los conocimientos más simples hasta los más compuestos, y por último realizar un recuento general; un método que es puesto en práctica en el ámbito de la metafísica, específicamente para hacerse de un concepto claro y nítido del alma y demostrar la existencia irrefutable de Dios. Menesteres concernientes a la metafísica que sin embargo resultan de una gran importancia para fundar los descubrimientos de las demás ciencias.3
En este sentido, y solo para ahondar en esta cuestión, acotaremos que no es de nuestro interés echar luz sobre la manera en que el método se relacionaría con el ámbito de las investigaciones científicas (distintas de la matemática),4 como sí enfatizar el hecho de que el conocimiento parece ser un sistema ordenado, que adopta la forma de una “unidad orgánica” (Clarke, 1982, p. 79),5 de la cual la metafísica se constituiría como el fundamento, ya que de la certeza de la existencia de Dios depende cualquier otro conocimiento.6
Y de allí uno de nuestros intereses: ¿bajo qué términos podría definirse la relación entre la metafísica y la física (abocada específicamente al conocimiento de los cuerpos) en el pensamiento cartesiano? Frente a aquellos comentadores que insisten en una física que se colige aproblemáticamente de las bases metafísicas (Costabel, 1978, p. 275; McMullin, 1969, p. 37-39), nos aproximamos a aquellas lecturas que postulan que la relación entre ambos elementos no es evidente, explicando que el rol de la metafísica es el de proveer:
una fundación en un sentido más rico y ambiguo: la metafísica establece la posibilidad de la ciencia física como un tipo de conocimiento que es certero; las consideraciones metafísicas dan conocimiento de la primera causa que elucida la operación de las segundas causas de movimiento; los argumentos metafísicos o metodológicos determinan qué tipos de entidad son admisibles como explicativas en la física, y qué tipo de argumentos son probatorios. (Clarke, 1982, p. 104. Cfr. Hamelin, 1949, p. 318-347; Williams, 2012, p. 341)7
En lo que sigue, pues, estructuraremos el presente trabajo en dos momentos: el primero abocado a la restitución de la noción de cuerpo que puede apreciarse en el pensamiento de Descartes sobre la física; el segundo referido a un estudio holista de la física cartesiana y su relación con Dios. En función de estos dos puntos es que, en la conclusión, colegiremos corolarios que podrían informar una consideración política de la filosofía de Descartes.
El cuerpo según Descartes
Precisamente, ¿qué es un cuerpo en el decir de Descartes? Un cuerpo es “cierta materia extendida en largo, ancho y profundidad, que tiene todas aquellas propiedades que percibimos claramente convenir a la cosa extensa” (Descartes, 1997, p. 42). Todo cuerpo es así una cosa extensa y a su naturaleza le comprende solamente la extensión, ésta es su esencia, lo que, en un sentido estricto y fuerte, quiere decir que “todo lo que puede ser atribuido a un cuerpo como tal debe ser de una forma u otra una cosa extendida” (Garber, 1992, p. 69). En este sentido, los cuerpos son objetos geométricos hechos realidad, que pueden comportar un tamaño, forma, posición relativa o movimiento, propiedades eminentemente geométricas; mientras que el color, peso o dureza son apenas accidentes percibidos a través de los sentidos y no son propios de los cuerpos. La esencia de un cuerpo -y de todos los cuerpos del mundo- es la extensión, extensión también adjudicable a la totalidad del mundo, el cual es extenso en forma indefinida.
Si a la totalidad de la sustancia corpórea le es propia el ser extensa, ¿cómo podríamos entonces cifrar la distinción y variación de la materia? Es el movimiento de las partes aquello que produce todas las variaciones percibidas en esta sola e idéntica materia extendida existente en todo el universo8. Pero debemos proceder con cautela, pues es necesario definir al movimiento de una manera horra de prejuicios. Precisamente, una acepción vulgar indica que el movimiento es “la acción por la cual un cuerpo migra de un lugar a otro” (Descartes, 1997, p. 52). El gran problema de esta definición corriente, a ojos del filósofo francés, es la relatividad que trae aparejada, pues sería incapaz de distinguir si una cosa cambia de lugar o no en un momento determinado. De este modo, para evitar esto, debe postularse una acepción más precisa: el movimiento es “el traslado de una parte de la materia, o de un cuerpo, de la vecindad de aquellos cuerpos que lo tocan inmediatamente y se miran como en reposo a la vecindad del otro” (Descartes, 1997, p. 63). En efecto, esta nueva precisión traída al concepto permite salvar cualquier caída en una vaguedad de faz relativista:
Pero al definir el movimiento en término de vecindario antes que un lugar designado arbitrariamente, Descartes parece pensar que está autorizado a decir que siempre y cuando haya un solo vecindario rodeando cuerpos, solo puede haber movimiento adecuado para un cuerpo dado. (Garber, 1992, p. 164)
Ahora es, pues, posible distinguir entre el movimiento y el reposo y, así, enlazar un movimiento determinado a un cuerpo en particular. Es de esta manera que un modo relacional como lo es el movimiento, puesto que involucra al menos a dos cuerpos -es decir, a un cuerpo propio y al vecindario que lo rodea-, puede constituirse como la clave para individuar un cuerpo, distinguiéndolo así de los demás. En el mismo sentido estricto, se entiende ahora “por un cuerpo o una parte de la materia todo aquello que se traslada simultáneamente, por más que a su vez esto mismo pueda constar de muchas partes, que tengan otros movimientos en sí” (Descartes, 1997, p. 53).
La física y el voluntarismo divino
Estas partículas pueden ser entonces individuadas, como dijimos, por medio del movimiento y, al mismo tiempo, “la individualidad de los cuerpos materiales -más o menos organizados- descansa siempre sobre la determinación frágil de las partes unificadas por un conjunto de movimientos unificados” (Lewis, 1950, p. 65). Con esto se plantea entonces el problema referido a la causa de los movimientos que acontecen en el mundo. Del movimiento, Descartes admite como su causa primera a Dios:
causa general de todos los movimientos que hay en el mundo, […] quien creó en un comienzo la materia junto con todo el movimiento y la quietud y ahora, por su solo concurso ordinario, conserva en toda ella tanto movimiento y quietud cuanto puso entonces. (Descartes, 1997, p. 59)
Éste es el tan mentado principio de conservación de cantidad del movimiento que identifica a Dios como la causa primera creadora del reposo y el movimiento y que conserva esa misma cantidad interpuesta en un comienzo. Y si la causa general es un agente (Dios), la causa secundaria y particular de los movimientos son las leyes que derivan del susodicho agente y que explican cómo este movimiento que Dios conserva es distribuido entre los distintos cuerpos.
Precisamente, el principio de conservación del movimiento se fundamenta en la inmutabilidad y en el accionar constante de Dios y, como estas características hacen a su perfección, Descartes debe introducir estas causas segundas y particulares de manera de explicar la variación que acontece entre los cuerpos particulares, esto es: Dios garantiza la conservación del movimiento y materia del mundo creado pero no impide el cambio de los cuerpos particulares, cuyo comportamiento será especificado a través de tres leyes. Con estas leyes de la naturaleza Descartes puede encontrar aquel “intermediario entre Dios y el mundo finito” (Curley, 1988, p. 40), de manera de elucidar el cambio en el mundo sin atentar contra la inmutabilidad y perfección divina. Pero como decíamos, estas leyes, así, “son suficientes para hacer que las partes de este caos [inicial] se solucionen y se dispongan en un buen orden” (Descartes, 1909, p. 34), y éstas tres leyes se encuentran sostenidas por la conservación de Dios y son condicionales en tanto valen para ciertas condiciones particulares. Descartes las enumera de la siguiente manera en los Principios: la primera explica que una cosa permanece siempre en el mismo estado por cuánto ella depende salvo que intervengan causas externas; la segunda establece que el movimiento, en cuanto está en cada parte por separado, es recto y; la, tercera, que un cuerpo no pierde nada de movimiento si choca con otro más fuerte y pierde la misma proporción que transmite a otro si aquél es menos fuerte.
De esta manera, la primera concierne a cualquier estado de un cuerpo y, como lo especifica al final del principio 37 de la segunda parte de esta obra, el estado de movimiento persistirá y de ninguna manera dimanará en su contrario, el reposo, puesto que de ser así tendería a su destrucción. La segunda ley añade que dicho movimiento, en caso de continuar, salvo por una interferencia ajena, lo hará de forma rectilínea, algo que Descartes atribuye a una tendencia o conatus que impulsa a un cuerpo “al movimiento [de forma que] […], si no se ven impedidos por ninguna otra causa” (Descartes, 1997, p. 100), esto es, en línea recta, si consideramos la fuerza del movimiento en sí misma. La tercera ley refiere al plenum cartesiano donde los cuerpos pueden entrar en relaciones de choque con otros en una línea recta y con dirección opuesta entre sí; lo que esta ley hace es decirnos de qué manera el conflicto se resolverá: dada la impenetrabilidad entre ambos cuerpos, ora el primero impacta con una fuerza menor que la fuerza de resistencia del segundo y el primero cambia su determinación reteniendo la cantidad de movimiento ora el primero impacta con una fuerza mayor que la fuerza de resistencia del segundo y el primero permanece en su determinación transfiriendo parte de su movimiento al segundo. A esta ley le siguen siete reglas, que no son estrictamente parte de ella sino que meros ejemplos en el que dicha ley se despliega bajo condiciones particulares (cfr. Descartes, 1997, p. 65-67).
Así, pues, tenemos el modelo cartesiano de la física desarrollado según principios geométricos, “porque de este modo se explican todos los fenómenos de la naturaleza y pueden darse de ellos demostraciones ciertas” (Descartes, 1997, p. 74). Ahora bien, de la exposición realizada nos gustaría echar luz sobre dos series de problemáticas que sobresalen y que creemos afectan a la solidez del edificio teórico cartesiano. En primer lugar, en lo que concierne al rol de la metafísica propiamente dicha y a su relación con los postulados físicos: bien señalamos que las leyes de la naturaleza son las causas secundarias y particulares, en tanto que actúan en una condición determinada, del movimiento de los cuerpos y que gobiernan su comportamiento, funcionando como presupuestos básicos en la construcción de la ciencia. Pero, como Descartes se empeña en enfatizar cada vez que las explica, dichas leyes tienen su basamento inconcuso en una causa simple e indubitable: “a saber, la inmutabilidad y la simplicidad con que Dios conserva el movimiento en la materia” (Descartes, 1997, p. 61). Pasando en claro: en cualquier explicación de un hecho físico concurren dos causas, una primera, Dios, y otra segunda, las leyes de la naturaleza, tal como lo especifica Martial Gueroult:
vemos que la física debe descansar en dos fundaciones bien diferentes: en la sustancia extensa y el movimiento definido geométricamente como modo, que permite usar las matemáticas para dar cuenta de los modos en término de su sustancia; y en Dios como el único poder capaz de crear materia, en pocas palabras como la causa de la existencia de la sustancia extensa y sus modos, que permite dar cuenta de los efectos en término de sus causas, esto es, movimientos, no ya en término de la extensión sino de fuerzas. (Gueroult, 1980, p. 201)9
Así las cosas, y retomando lo explicado anteriormente, parecería que, por un lado, nos encontramos con algo del orden de lo invariable, esto es, la inmutabilidad divina que no hace otra cosa que conservar la quantité de mouvement del mundo, y, por el otro, avizoramos variación o cambio, producto de la concatenación y entreveramiento de distintos cuerpos entre sí, que busca ser explicado por medio de leyes de la naturaleza. Pero entiéndase bien: tal como el árbol de la ciencia cartesiano, en este caso es el principio de permanencia, del cual Dios es el solo causante, sobre lo que las leyes de la naturaleza se fundan. La advertencia de Garber suena así cada vez con más fuerza: la de no olvidar “la conexión crucial entre la física de Descartes y su metafísica; es una característica crucial de su física el estar basada en Dios, y sin esa fundación no podría haber física cartesiana” (Garber, 1992, p. 293).
Es Dios -y su conocimiento-, en efecto, el cemento de todo el edificio científico y físico. Pero afirmar escuetamente esto no quiere decir nada, pues, ¿de qué manera debemos entender a este Dios y a la potencia que él trae aparejada? ¿Podemos verdaderamente confiar en que su accionar sea estrictamente racional y necesario? Es difícil responder a esta última pregunta de forma afirmativa.
Por un lado, no debemos olvidar la doctrina de las verdades eternas que Descartes propugna en una epístola dirigida a Mersenne el 15 de abril de 1630, en donde se afirma que las verdades eternas, entre ellas, la de la persistencia del mundo, “han sido establecidas por Dios y dependen de él enteramente, como así también el resto de las criaturas. […] Es Dios quien ha establecido estas leyes en la naturaleza, de la misma manera en que un Rey establece las leyes en su reino” (Descartes, 1897, p. 145). Así, vemos de qué manera las leyes que rigen el mundo se demuestran como subordinadas10 a la decisión arbitraria y contingente de una voluntad divina que elige sin dar razones11 y que podría haber elegido otras e, inclusive, alterarlas en cualquier momento, comprometiendo así seriamente su proyecto científico y físico. Luego, no se puede obviar que los objetos del mundo, como así también el movimiento y la duración, necesitan de la concurrencia divina perenne para su subsistencia.12 En efecto, la discontinuidad del movimiento se sostiene así sobre la creación continua asegurada por Dios, autor de la duración y de la existencia. La metafísica de Descartes se relaciona de una manera tan coherente como extraña con su física:
El análisis cartesiano […] mantiene en el fondo de las cosas una discontinuidad radical de acuerdo con la libertad, a cada instante absoluta, de la creación divina. Esta libertad creadora divina compensa metafísicamente la predominancia de la estática sobre la dinámica en la física. (Gueroult, 1968a, p. 284)
Conclusión
De lo expuesto anteriormente obtenemos una consecuencia muy importante en función de las secciones siguientes, a saber, que la extensión, en Descartes, aparecería como algo inerte y estático, requiriendo el concurso divino para inyectarle movimiento (cfr. Sibilia, 2017, p. 57). En este sentido, el movimiento viene siempre como secundario en la física cartesiana, esto es, primero se crea la cosa extensa y luego ésta adquiere movimiento (cfr. Ramos-Alarcón, 1999).
La segunda serie de problemáticas se relaciona, en cambio, con la propia caracterización que Descartes ha hecho de los cuerpos y de la relación que mantienen entre sí. Así, cuando Descartes formula la tendencia o fuerza a oponerse al cambio y a resguardar un cuerpo en el mismo estado -el conatus-, se refiere solamente a los cuerpos simples e indivisibles.13 Aunque el francés refiere a los cuerpos compuestos y complejos, esto es, aquellos compuestos de partes más pequeñas, lo hace muy tangencialmente,14 por lo que puede afirmarse que,
Pero incluso cuando limitamos nuestra atención a la noción de individuo físico, no hay que pensar demasiado para darse cuenta de que la simplicidad superficial de la definición esconde una maraña de complejidades. Un conjunto de complejidades surge del hecho de que los cuerpos individuales pueden estar formados por partes más pequeñas, partes que tienen sus propios movimientos. Descartes es plenamente consciente de que no todo lo que se encuentra en la superficie de un cuerpo complejo, compuesto de partes más pequeñas, pertenece necesariamente a ese cuerpo. (Garber, 1992, p. 177)
Aunque Descartes busca generalizar y prever un comportamiento predecible que regle a los cuerpos complejos, solo puede esbozarse de manera muy preliminar.
En suma, no encontramos en el autor de Meditaciones metafísicas cómo las leyes de naturaleza podrían fundamentar la acción e interacción de los cuerpos compuestos, ni, tampoco, indicio alguno de que se refieran a éstos. Semejante paso por alto es algo que merece la pena ser destacado porque está en estrecha relación con aquello que Garber (1992) y Zourabichvili (2014) reconocen con aguda precisión, a saber, que Descartes no dilucida ni elabora una noción de individuo compuesto cuya esencia reside en la relación entre movimiento y reposo, como sí lo hace Spinoza.15
Con ellos, podemos incluso colegir un corolario político: evidentemente la política nunca ha ocupado un lugar destacado en la obra cartesiana16, pero podríamos extraer conclusiones políticas a partir de sus elucidaciones físicas. En particular, podríamos plantear a Descartes la misma pregunta que Negri le hacía a Thomas Hobbes: “¿no es su filosofía científica una especie de metáfora de su pensamiento político?” (Negri, 2008, p. 181). Habría entonces una intercambiabilidad entre los conceptos del mundo natural y los del mundo político. Así, tal como se ilustraba en la epístola dirigida a Mersenne, el decreto de las leyes naturales por parte de Dios es idéntico a las leyes que establece un rey respecto de su reino: en ambos casos el mundo y los cuerpos sobre los que dicha legislación se ejercen son apenas súbditos reducidos a una situación de esclavitud y estado de precariedad radical producto de ese resto anodino pero decisivo de contingencia irracional que decreta leyes. El soberano absoluto, trascendente y divino no se ve alcanzado por las leyes que él mismo otorga. Para hacer de la física, como así también de la política, una ciencia, será necesario erradicar tal contingencia.