Introducción
Desde la década de los noventa del pasado siglo, ha ido tomando forma todo un sector formativo centrado en lo ocupacional, que se convierte en eje central de un conjunto de nuevas políticas de prevención y lucha contra el desempleo que suelen calificarse como políticas activas de empleo, caracterizadas por: a) un enfoque psicológico individual sobre el problema del empleo/desempleo, orientado a modelar la conducta, actitudes y motivación del trabajador, y b) un énfasis en los aspectos económicos de la ciudadanía por encima de los aspectos políticos y sociales (Serrano, 2007). De este modo, las nuevas políticas activas de empleo “han cristalizado como acción real en el ámbito de la producción de capital humano y la adquisición - subvencionada- de competencias, dando lugar a una amplia promoción de cursos y enseñanzas” (Alonso, 2000, p. 82) destinados a “adecuar la mano de obra a las exigencias del mercado de trabajo actual, mediante acciones de formación, renovación y actualización de conocimientos y saberes, siempre en la línea de conseguir una mejor adaptación del capital humano al mercado de trabajo” (Alonso, 2000, p. 82); acciones todas ellas que parten del supuesto de que el autogobierno individual y la buena voluntad de adaptarse a la nueva economía-red son los elementos decisivos para prosperar en el mercado laboral (Crespo et al., 2009).
En este marco, asistimos a un cuestionamiento del vínculo entre trabajo y ciudadanía (Alonso, 1999; Castel, 1997; Crespo et al., 2009) en el que se ha fundamentado la sociedad salarial. Las nuevas condiciones técnico-organizativas, legales e ideológicas que dan forma al mundo del trabajo requieren nuevos argumentos legitimadores que doten de sentido a la experiencia laboral en este contexto emergente.
Las lógicas de justificación del trabajo en el mundo moderno
Asumimos como punto de partida la idea básica de Boltanski y colaboradores (Boltanski y Chiapello, 2002, 2005; Boltanski y Thévenot, 1991) de que los discursos desempeñan un papel especialmente importante en el marco del sistema capitalista: “El capitalismo es un tipo de sistema que necesita la cooperación de muchos sujetos, sujetos que no siempre obtienen un beneficio tangible por sus esfuerzos, y cuya colaboración no puede obtenerse por la fuerza” y dado que “el capitalismo no encuentra en sí mismo ningún recurso que le permita proporcionar razones para el compromiso, para poder mantener su poder de movilización debe tomar en consideración las ideologías más importantes que se encuentran inscritas en el contexto cultural en el que se desarrolla” (Bernad y Molpeceres, 2006, p. 154), incluidas aquellas que le son hostiles (Berland y Chiapello, 2009).
De acuerdo con Boltanski y Chiapello (2002, 2005), se pueden distinguir tres configuraciones históricas del capitalismo. “El capitalismo mercantil hasta finales del siglo XIX sitúa en su epicentro la figura del burgués emprendedor” (Bernad y Molpeceres, 2006, p. 157), mientras que “el capitalismo industrial de las décadas centrales del siglo XX pone su énfasis en la organización y pivota en torno a la figura central del director y de los mandos. La configuración actual es la propia de un capitalismo mundializado que se sirve de las nuevas tecnologías; un capitalismo informacional en una sociedad-red que, por su énfasis en la flexibilidad de todas las esferas de la vida, es denominado capitalismo flexible” (Bernad y Molpeceres, 2006, p. 157).
“Estas tres configuraciones históricas del sistema capitalista se corresponden con tres discursos dominantes que se han ido sucediendo entre sí” (Bernad y Molpeceres, 2006, p. 157), que los autores denominan espíritus del capitalismo. Así, “cada configuración histórica del capitalismo se encuentra en relación con diversas concepciones del orden social legítimo, justo y aceptable; concepciones éstas que a su vez sirven para justificar las actividades y formas de distribución que el sistema requiere” (Bernad y Molpeceres, 2006, p. 158).
Así, asistimos actualmente a una nueva reformulación normativa en torno al trabajo cuyos factores desencadenantes han sido profusamente analizados,1 que se traduce en un nuevo sentido de lo que es justo e injusto, vehiculado por un conjunto de lógicas y prácticas de legitimación emergentes. Boltanski y Chiapello (2002) dan a esta normatividad emergente, articulada en torno al principio de actividad, el nombre de lógica conexionista o ciudad por proyectos. Crespo et al. (2009) argumentan que se trata de una nueva doxa en torno al trabajo fundamentada en el discurso de la activación como pilar básico. Siguiendo a estos autores, entendemos la activación como un conjunto de técnicas aseguradoras, activamente promovidas por el Estado en los países occidentales contemporáneos en el marco de la prevención y la lucha contra el desempleo. El objetivo fundamental de este conjunto de técnicas, articuladas en torno a la noción clave de empleabilidad, es la producción de sujetos activos, adaptables a condiciones cambiantes que se presentan como una evolución natural e irreversible del mundo del trabajo, y capaces sobre todo de gobernarse a sí mismos.
Planteamiento metodológico de la investigación
Nuestra investigación se propone analizar los discursos sobre el trabajo de los trabajadores de la inserción sociolaboral, como caso ejemplar de agentes de activación laboral, con el fin de: a) describir las tensiones a las que se ven abocados los sujetos para dar sentido a su actividad laboral en un contexto de transformación de la normatividad dominante respecto al trabajo, y b) analizar los efectos que dichos discursos tienen en la legitimación de las configuraciones emergentes del capitalismo flexible.
La mayor flexibilidad, heterogeneidad y desregulación de los programas de inserción sociolaboral, en comparación con otras herramientas disponibles en el sistema educativo reglado, así como su afinidad con las políticas activas de empleo, los hace especialmente sensibles a los cambios en las lógicas del mercado laboral y, desde nuestro punto de vista, los convierte en una materialización particularmente obvia de las dinámicas organizativas que el neocapitalismo exige al campo educativo. Como consecuencia de ello, los formadores en los programas de inserción sociolaboral se encuentran en una posición singular y particularmente interesante para analizar el modo en que el paradigma de la activación laboral transforma y resignifica los modos tradicionales de comprensión y justificación del trabajo.
Nuestros análisis se apoyaron en el instrumental teórico planteado por Boltanski y colaboradores acerca de las lógicas de justificación dominantes en el mundo contemporáneo (Boltanski y Chiapello, 2002, 2005; Boltanski y Thévenot, 1991; Thévenot, 2006, 2007). Consideramos que este marco analítico2 pone los discursos en relación con el sistema económico y el momento histórico en que circulan de un modo particularmente fructífero. De esta forma, permite comprender los efectos de los discursos en el orden social, superando un mero análisis de contenido descriptivo y posibilitando un análisis del discurso que enfatice las dimensiones sociohistórica y performativa del mismo.
Estos autores consideran que en cada sociedad existen, en un determinado momento sociohistórico, una pluralidad de lógicas de justificación que se consideran legítimas para fundamentar el orden y el funcionamiento de diversos ámbitos de la vida (Boltanski y Thévenot, 1991; Boltanski y Chiapello, 2002). Concretamente, identifican siete lógicas de justificación u órdenes sociales considerados legítimos en el marco de las sociedades occidental-capitalistas, cada uno de las cuales está regido por un criterio de valoración diferente. Dichas concepciones del orden social (que ellos denominan “ciudades”) constituyen los repertorios básicos de los cuales hemos de extraer nuestros argumentos y nuestras justificaciones si queremos que sean considerados justos y pertinentes.
De un modo sintético, podemos señalar las principales claves de estas concepciones (Bernad et al., 2013, p. 47-54): La ciudad inspirada define como la grandeza requiere del acceso a un estado de gracia (inspiración) que no depende del reconocimiento de los demás, ni de la propia voluntad, aunque sí requiere disponibilidad para recibirla. Esa grandeza se revela en manifestaciones como la creatividad, el sentido artístico, la autenticidad, etc. La ciudad doméstica define la grandeza en función de la posición en una cadena de dependencias personales, de modo que el vínculo político entre los seres es concebido como una generalización del lazo generacional que conjuga la tradición y la proximidad. La ciudad del renombre vincula la grandeza a la opinión de los otros, como fuente de reconocimiento social. En definitiva, la grandeza depende básicamente de la cantidad de personas que se otorguen su credibilidad a un ser, lo que implica la necesidad de “hacerse visible” y obtener la estima del público. La ciudad cívica establece una noción del bien común basada en la expresión de la voluntad general. La soberanía cívica es inclusiva: está formada por todos, en la medida que se renuncia al interés particular y se asume la búsqueda del interés general. La ciudad mercantil fundamenta el vínculo social en la relación mercantil, basada en la competencia entre los individuos que desean bienes escasos -y, por tanto, no generalizables-, lo que determina el precio de esos bienes y permite la solución de las disputas. La ciudad industrial entiende la grandeza como fundada en la eficacia, dando lugar a una diferenciación jerarquizada en función de las competencias profesionales. Está asociada a la producción de los bienes materiales, y se orienta hacia el futuro a través de la organización, la programación y la inversión. Por último, la ciudad por proyectos se basa en la idea de la actividad, que dinamiza los vínculos sociales para generar proyectos. En ese sentido, la grandeza implica la capacidad de mediación y de establecer vínculos donde no existían. La conexión en red es la clave de la cohesión social.
El material empírico de nuestro trabajo se obtuvo a partir de entrevistas en profundidad con 25 profesionales de la inserción socio-laboral. Todos ellos eran formadores en programas diseñados para la inserción laboral de jóvenes fracasados en la escolarización obligatoria, contratados en 12 entidades gestoras de dos tipos diferentes en la Comunidad Valenciana (España): ayuntamientos y entidades sin ánimo de lucro. Decidimos centrar aquí el análisis en los docentes de entidades no escolares porque en ellas la desregulación, flexibilidad y precariedad de las condiciones laborales de los trabajadores es máxima, al depender de subvenciones anuales no renovables y no estar amparados por el convenio que regula el trabajo de los docentes escolares.
La primera sesión de la entrevista se centraba en los siguientes aspectos:
a) los aspectos biográficos y la trayectoria laboral del sujeto, b) las condiciones laborales actuales y c) las tareas que integran su puesto de trabajo. La segunda sesión sondeaba los siguientes puntos: d) su discurso sobre las virtualidades y finalidades formativas del programa, e) su visión del programa educativo y del mercado laboral, f) formulaciones más genéricas sobre su autodefinición laboral, y g) sobre el significado que el profesional da a su trabajo y la forma en que lo experimenta.
Los materiales resultantes de las entrevistas se analizaron a partir del modelo de las ‘economías de la grandeza’ expuesto (Boltanski y Chiapello, 2002; 2005; Boltanski y Thévenot, 1991; Thévenot, 2006), con el objetivo, en primer lugar, de identificar determinadas categorías como indicadores del uso de determinadas lógicas de justificación, desde las cuales los sujetos dan sentido a su acción social. Y, en segundo lugar, analizando cómo esas lógicas no sólo son formas de calificar a la realidad, sino que inciden sobre ésta legitimando determinados dispositivos y modos de acción presentes en ella.
En el apartado siguiente se exponen los resultados del análisis del material resultante, ilustrados y apoyados en extractos de las entrevistas a 12 de los 25 sujetos entrevistados.3
Los discursos sobre el trabajo
En el análisis de los discursos laborales de las personas entrevistadas, las líneas argumentales presentadas nos permiten delimitar tres tipos de discurso sobre el trabajo, de incidencia diversa, que entienden éste como entrega, como empleo y como oficio. Pasamos a continuación a caracterizar cada uno de los discursos encontrados, atendiendo fundamentalmente a su funcionalidad en la normatividad emergente en el capitalismo contemporáneo en relación con el trabajo.4
El trabajo como entrega
El discurso del trabajo como entrega es, con diferencia, el discurso dominante entre los sujetos entrevistados. Se encuentra con especial nitidez en los trabajadores de entidades sin ánimo de lucro y en los trabajadores de entidades de inspiración cristiana, pero no se limita a ellos: podría decirse que todos los trabajadores de la inserción entrevistados participan, en mayor o menor medida, de este discurso dominante, que conjuga un componente de donación y reciprocidad con un componente de vocación.
El discurso del trabajo como entrega se articula, por un lado, en torno al principio de la donación, lo que conlleva una experiencia de reciprocidad y obligación mutua entre quien da y quien recibe que es la clave del vínculo social. Esa entrega se vincula a la pertenencia a un grupo, dado que el trabajo “redunda en bien de una comunidad que necesita un servicio” [E01(I)], y ésa es la fuente principal de sentido y satisfacción. Éste es un vínculo de carácter totalizador, que implica a la persona íntegra, que se vuelca en el servicio a los demás “de corazón y cada día” [E02(I)], “como una madre” [E01(II)], sin que tenga sentido discriminar la aportación laboral de la personal. De hecho, desde este punto de vista, las calificaciones laborales se perciben como reduccionistas y ofensivas: “A mí, en clase, a una que intentó llamarme profesora porque venía de un instituto, le dije: Mi nombre es MN, yo soy una persona que tengo mi nombre y mi identidad es ésa. Que luego realizo este trabajo, vale… Pero yo no soy… no soy ésa. Eso es un nombre que tú…” [E01(I)].
Este énfasis en la gratuidad y la abnegación, en “darlo todo” [E03(II)], se contrapone al intercambio mercantil, generando un auténtico interés por el desinterés (Bourdieu, 1997). Desde esta lógica, en las que las cosas de más valor no tienen precio, la entrega desinteresada califica la grandeza: de este modo, por ejemplo, entre religiosas y seglares, “es diferente su trabajo que el nuestro [...] porque ellas lo hacen de corazón y cada día” [E02(II)] y, aunque “muchas de las religiosas son profesionales, trabajan sin ánimo de lucro: sin querer nada a cambio” [E02(II)]. Nos encontramos, pues, ante un discurso sobre el trabajo que se contrapone frontalmente a la concepción salarial propia de un paradigma industrial-mercantil.
El principio de equivalencia mercantil contamina el carácter esencialmente desinteresado que el trabajo debería tener, según el cual “yo estoy aquí por lo que estoy, no estoy por ganar dinero” [E04(II)]. La mayoría de los sujetos entrevistados consideran que “nuestro trabajo no es solamente a nivel de ganar dinero como una empresa cualquiera [...] nuestro trabajo tiene otro fin” [E01(I)], y en este ámbito se requieren trabajadores que sean “personas implicadas en su trabajo, en el ámbito social, que vivieran esto como algo importante... no como un simple puesto de trabajo” [E08(I)].
Por otro lado, en el discurso de la entrega la actividad laboral se subordina a una vocación que excede el ejercicio laboral, y no es esencialmente diferente de cualquier otra acción inspirada por la llamada personal de cada uno: porque la vocación personal y la vocación profesional “van tan unidas las dos que te diría que es una” [E01(I)]. El trabajo no es sino un modo más de concretar esa respuesta vocacional: “Yo creo que tengo la suerte de que me paguen por hacer todo esto que quiero” [E03(I)].
La experiencia de la vocación tiene un componente importante de exterioridad: es algo que no nace de uno, sino que le es reclamado. Como mínimo en el discurso inspirado de tradición cristiana, ese carácter de respuesta resulta clave: “Yo siento una llamada de la Iglesia, y entonces a eso es a lo que digo que sí por vocación” [E04(I)]. Ese carácter de exterioridad introduce un elemento crucial de imprevisibilidad. La fidelidad a la vocación, lejos de conducir a la estabilidad, excluye toda planificación, porque “cuando entras, ya sabes que no es para hacer una cosa solamente, sino para lo que en cualquier momento te necesiten” [E01(I)]: la respuesta a la llamada interior implica una disposición a “desprenderme de lo que ahora tengo y seguir mi camino en lo que ahora me viene” [E01(II)], por más que eso cueste. De este modo, el sujeto inspirado por la vocación vive en un estado de desinstalación permanente, que excluye el cálculo de futuro: cuando la tarea actual acabe, “la cazadora con la que vine la tengo ahí: cogeré, me pondré la cazadora y me marcharé” [E04(I)].
El discurso del trabajo como entrega resulta funcional a la normatividad emergente en el mundo del trabajo en la medida en que se opone punto por punto a la objetividad y la compartimentalización favorecidas por la lógica industrial: denuncia, pues, los dispositivos de separación y contención del tiempo de trabajo, así como de objetivación del rendimiento, que tan meticulosamente fueron construidos en el seno del compromiso cívico-industrial de las reglamentaciones estrictas y el estatuto salarial (Alonso, 1999; Castel, 1997; Sennett, 2000). La vocación no entiende de tiempos, espacios y compartimentalizaciones, está reñida con ellos: tiene una pretensión totalizadora y se desarrolla “a tiempo pleno, de la mañana a la noche” [E01(I)]. En palabras de un maestro de albañilería contratado por un ayuntamiento:
Las horas aquí no cuentan. Entonces, si yo digo: No, es que yo tengo que entrar a las diez de mañana y a las doce me tengo que ir, ni un minuto más ni un minuto menos... eso no puede ser. Hay gente que lo hace. Pero en mí no entra. Y la mayoría de la gente que trabaja aquí tampoco [...] No hay nadie que diga Yo eso no lo hago porque no me corresponde a mí [E10(II)].
Mediante la confianza mutua que articula los espacios laborales -a diferencia de los entornos propiamente industriales donde “confianza es buena, pero control mejor” [E05(I)]-, se elude la formalización de las relaciones, los mecanismos y los procedimientos. La entrega auténtica no se puede llevar a cabo bajo vigilancia, porque entonces se pervertiría la naturaleza de la obligación que la anima: se hace “con total libertad, no hay coacción por parte de nadie” [E01(II)]. El control industrial se sustituye por el autocontrol, según el cual “el que quiera trabajar en eso, ya sabe lo que conlleva: trabajas, y de voluntaria al mismo tiempo” [E02(II)]. Evidentemente, esa lógica de obligación voluntaria, desde criterios de valoración jurídicos o mercantiles, se conceptúa como explotación, porque “aquí nadie hace las horas que pone el contrato” [E08(I)], sino que “está ese lío de medio voluntario, medio trabajador” [E11(I)].
Además, la precariedad no sólo se acepta, sino que se valora positivamente, porque “esa inestabilidad me permite realizar mi trabajo de una forma más comprometida” [E04(II)]. Las garantías y regulaciones laborales, en última instancia, podrían convertirse en limitaciones para la entrega, y se vive como “tentación” [E12(I)] la expectativa de “encontrar un trabajo de cierta estabilidad en lo que sea” [E12(I)].
Por otro lado, como ya hemos mencionado, una clave fundamental en esta concepción del trabajo es su carácter integral. Este carácter lleva a poner en juego dimensiones personales que desde otras perspectivas se venían considerando como ajenas al trabajo productivo, tales como las emociones o actitudes de implicación y compromiso personal. De acuerdo con esto, lo que se valora en el trabajador es el talante, un conjunto de cualidades mucho más morales e integrales que las acreditaciones técnicas; porque “un trabajo es muy diferente según como se haga” [E01(II)], así que “miran mucho tu forma de pensar, tu manera de actuar, tu integridad contigo mismo […] que tengas seguridad en ti misma, que sepas transmitir unos valores que son importantes y hoy en día se han perdido muchos de ellos” [E02(II)]. Hay que ir más allá del reduccionismo de identificar a la persona con su rol productivo porque “no dejamos de ser personas cuando trabajamos” [E10(I)]; por eso “les digo que no soy solo una profesora, soy una persona” [E01(I)].
Más aún, la disociación entre lo personal y lo laboral resulta contraproducente en una actividad dedicada a la creación de bienes relacionales, caracterizados por la proximidad, la personalización y la comunicación (Donati, 1997):
Yo creo personalmente que trabajar aquí conlleva todo esto. No es simplemente ponerte y dar clase: conlleva un seguimiento con las chicas, el hablar con ellas, el hacerte amiga de ellas, que te vean como que estás ahí, que en cualquier momento pueden acudir a ti… eso conlleva trabajar aquí […] Es que, para ser educadora, debes ser así: no puede ser una educadora una persona que sea egoísta, o una persona que no se preocupa por los demás [E02(II)].
De este modo, pues, las características de corte moral no son sólo requisitos previos, sino que se convierten en elementos de la propia cualificación laboral. La consideración del potencial productivo que aportan los recursos psicológicos y morales de los individuos ha llevado a un creciente énfasis en su relevancia como parte del capital que cada cual aporta a su trabajo; una idea que ha recogido plenamente el actual enfoque sobre desarrollo de competencias en la cualificación profesional, y que se refleja en la noción de empleabilidad, clave en las políticas de empleo centradas en la activación (Crespo et al. 2009). Sin embargo, este desplazamiento resignifica la concepción del trabajo como entrega, en la medida en que introduce en la dinámica de producción elementos que alteran el carácter de desinterés que conlleva la gratuidad y somete a evaluación lo que teóricamente escapaba a la cuantificación y la medida.
El trabajo como empleo
El discurso del trabajo como empleo entiende el trabajo como tarea en la que se invierte tiempo y competencia a cambio de retribución o ganancia. Las relaciones laborales se conciben como un acuerdo en que el trabajador alquila su fuerza de trabajo para desarrollar unas tareas concretas acordadas explícitamente por ambas partes, a cambio de una remuneración, durante un tiempo determinado: “A final de cuentas yo hago un trabajo, a final de mes percibo una nómina y ya está” [E05(II)].
La concepción del trabajo como empleo ha constituido un dispositivo central en la organización de las relaciones laborales desde los inicios de la sociedad industrial, si bien bajo formas muy distintas en las épocas que Boltanski y Chiapello (2002) designan como primer y segundo espíritu del capitalismo. Mientras que en los albores de la época industrial la noción de empleo resultó clave para incluir el trabajo humano en el ámbito de las mercancías intercambiables y sometidas a las leyes del mercado, en el auge de la sociedad salarial el empleo pasó a designar un dispositivo contractual fuertemente regulado que justamente ponía el trabajo humano a salvo de la regulación estrictamente mercantil. En el primero, pues, el empleo se entendía como transacción puntual de carácter mercantil; en el segundo, como estatus cívico, fuente de derechos y prestaciones.
Los sujetos que participan del discurso del trabajo como empleo, en nuestra muestra, evidencian una lógica de justificación fundamentalmente mercantil. Las inversiones en el plano laboral se miden en términos de rentabilidad, de modo que “si el nivel económico no voy a mejorarlo ya... entonces, ir por nada, no vale la pena ir” [E06(I)]. Las consideraciones ajenas a la rentabilidad mercantil son subsidiarias, como expresa con crudeza un antiguo fresador devenido maestro de básica: “Si yo estudio una carrera y de esa carrera cobro 600 al mes, y en otro sitio gano 1200, a la carrera le dan por saco, por mucha vocación...” [E06(II)].
Sin embargo, el salario no es para ellos fruto de una transacción o una contraprestación puntual, sino más bien una renta resultante del rendimiento de un capital que han ido acumulando a lo largo del tiempo. El acceso a las cualificaciones más o menos formalizadas que habilitan para el ejercicio, entre las cuales desempeña un papel central la formación, se asume como responsabilidad personal, a la vez que como recurso que poner en juego en la negociación con la empresa: “yo he invertido un dinero, un capital, en mí, y yo quiero sacarle rendimiento algún día, sea económicamente o en una categoría profesional” [E05(I)]. Igualmente, la promoción laboral es cuestión de saber hacer valer los recursos personales y aprovechar las oportunidades: “si sale alguna oferta de empleo con una categoría profesional y un incentivo económico que yo crea que está muy bien, siempre estoy abierto a cambiar: ahí sí que soy flexible” [E05(I)].
El discurso del trabajo como empleo está aquí vinculado a una creciente individualización de los procesos y los mecanismos que legitiman la actividad laboral. La negociación del valor del propio capital profesional acumulado es un proceso individual, y no colectivo: “no he llegado a afiliarme nunca a un sindicato […] No veo que me haga mucha falta. Si necesito saber algo voy al gestor, pago a un gestor. Y, si no, en Internet” [E05(II)]. De este modo, curiosamente, el trabajo asalariado se convierte en una actividad empresarial en tanto en cuanto el empleado se convierte en empresario de sí mismo. Esta concepción cobra pleno sentido en el marco que generan las actuales políticas activas de empleo, especialmente con su énfasis en la noción de desarrollo de la empleabilidad como una responsabilidad individual vinculada al aprovechamiento de las oportunidades para incrementar ese capital profesional.
Esa caracterización del trabajo como parte de un intercambio individual, además, recoge las transformaciones que han alterado la concepción de la ciudadanía social dominante durante las décadas centrales del siglo XX. Frente a la ciudadanía como derecho ha emergido y se ha afianzado una concepción mucho más mercantilizada, ligada a la participación individual en la dinámica económica. Una mercantilización que se sitúa más allá de la concepción propia de la sociedad salarial, que articulaba la configuración de los derechos sociales con el estatuto colectivo del trabajo, vinculado a la negociación entre los agentes sociales y que generaba un escenario de derecho fundamental. Frente a esos derechos de ciudadanía surge la conciencia de que, en las condiciones actuales, lo que otorga plena carta de ciudadanía es la participación individual en el mercado. De este modo, el trabajo -y el consumo, como ejercicio de participación en la dinámica productiva, que en última instancia se identifica con la social- se convierte en prerrequisito de acceso personal a la ciudadanía, y la ciudadanía en un estatus que el individuo se ha de ganar y ha de mantener, en lugar de una condición de derecho compartida por la colectividad.
Así se pone de manifiesto en las palabras de una joven formadora de específica contratada por una entidad sin ánimo de lucro:
[El trabajo] es súper importante porque tuve que pedir un préstamo para comprarme un coche, porque si quieres trabajo tienes que tener un transporte. Y tengo también que pagarme unas clases para prepararme para las pruebas éstas, y no sé, si quieres salir por aquí tendrás que... […] También para adquirir yo también más autonomía, no depender tanto de los padres, porque en este momento sí dependo bastante de ellos […] Es muy importante que hoy en día tengas un trabajo más o menos fijo, tengas unos ingresos […] A nivel también de préstamos, todo eso… si no tienes trabajo fijo, no te dan ni un duro [E07(I)].
El trabajo como oficio
Con la noción de oficio hacemos referencia a una concepción del trabajo vinculada a una profesión, al ejercicio de un arte manual en el marco de organizaciones de carácter industrial. Este discurso resulta en nuestros sujetos no sólo relativamente residual, sino además consciente de su marginalidad: en palabras de un antiguo obrero de la siderurgia, es un discurso propio de “los que somos ya caducos” [E09(II)]. Los maestros de taller, que reportan con orgullo haber desarrollado “trabajos de tres mil toneladas de envergadura” [E09(I)], participan de él en mayor medida que los titulados responsables de la formación básica, entre los cuales este discurso es prácticamente inexistente.
En este discurso el trabajo es la esfera vital clave en torno a la cual gira el resto, y el trabajo bien hecho es su principio articulador, porque “tú chapas un cuarto de baño y el cuarto de baño está ahí toda la vida, y siempre que entras ves tu trabajo” [E10(II)]. La “experiencia profesional que uno lleva acumulada” [E06(I)] es crucial para el desempeño, mientras que las acreditaciones académicas, en las que “no cuenta la experiencia ni la valía, sino sólo cuenta lo que conoces” [E06(I)], quedan relegadas a un segundo plano. La trayectoria laboral se concibe como un camino de progreso en el que se trata de mejorar, por “espíritu de superación y por convicción propia” [E09(I)], porque “cuando no se tiene nada, lo primero que salga hay que cogerlo y, a partir de ahí, mejorar” [E09(II)]. El discurso del trabajo como oficio ha sido tradicionalmente uno de los discursos paradigmáticos del movimiento obrero.
No se trata, sin embargo, del discurso cívico-industrial paradigmático del capitalismo corporativo de mediados del siglo XX, vinculado a la rutina y a los ritmos productivos, así como a los derechos laborales adquiridos (Alonso, 1999; Castel, 1997; Sennett, 2000). El discurso del trabajo como oficio, más doméstico, otorga tanto al rendimiento laboral como al progreso personal un carácter inequívocamente moral. Muy próximo a lo que Crespo (et al. 1998) denominan un discurso de la obligación interiorizada, los sujetos que participan de él valoran a la “gente con voluntad [...] que tenga ganas de trabajar, aunque tenga limitaciones” [E06(II)] más que a la “gente lista” [E06(II)] o meramente eficaz; consideran “la exigencia” [E09(I)] un valor en sí misma y “una obligación para sacar el rendimiento necesario” [E09(I)] y para “aprovechar para la sociedad” [E09(I)]; valoran, más que el resultado, “el esfuerzo para que lo que llevo vaya adelante” [E09(I)] y el compromiso de quienes pueden decir que “llevo cuarenta y seis años cotizando a la Seguridad Social sin haber estado nunca de baja por enfermedad” [E09(II)]. Por encima de todo, vinculan todos estos componentes clave de lealtad, tesón y empeño a un valor moral como la honradez, porque “cada uno cumple en función de su honradez profesional, que es lo que de algún modo mi compañero y yo tenemos bien marcado” [E09(I)] y “las exigencias van en función de la honradez de la persona” [E09(II)]. La obligación de trabajar se asocia así a un sentimiento de dignidad del esfuerzo y a una exigencia ética.
El discurso del trabajo como oficio representa una reconceptualización de la figura del maestro de taller más allá del mundo productivo. De esta forma se recicla una figura tradicional proveniente del primer capitalismo y que se mantuvo en el seno del segundo, con la tarea central de disciplinar y aportar una capacitación básica a sectores poblacionales orientados a asumir los trabajos más bajos en la escala productiva, trabajos éstos que necesitan disciplinamiento del cuerpo y disponibilidad de la voluntad más que cualificación técnica. En el marco del capitalismo flexible, esta figura juega un buen papel en la moralización y la activación de los sectores destinados a ejecutar el creciente trabajo descualificado del mercado secundario de trabajo (Castel, 1997). Las palabras de un maestro de albañilería resultan reveladoras de dicha función activadora y disciplinar:
Mi norma es Aquí no se sienta nadie hasta que yo me siente. Obviamente yo no me siento nunca, entonces nadie se sienta. Yo les digo: [...] Eso de sentarse, lo mínimo posible. Eso de coger un tío y apoyarse por ahí... eso fuera. Aquí esos hábitos... Hago hincapié en los hábitos, con eso sí que soy duro [E10(I)].
Sin embargo, este discurso no está exento de tensiones y contradicciones en la nueva normatividad laboral. La persona de oficio es un profesional, que dedica toda su vida a perfeccionar sus capacidades en una tarea concreta, lo que rompe con los planteamientos de movilidad y cambio, adaptabilidad y polivalencia propios del capitalismo flexible. Para el trabajador de oficio la antigüedad es un valor que debe estar presente. En el marco del capitalismo flexible, esta es una postura demasiado rígida y esclerótica, que no permite la adaptación a múltiples experiencias y proyectos diferentes, porque desde la perspectiva del discurso del trabajo como oficio, la movilidad no es precisamente un valor: “Yo siempre he dicho que el tío que va cambiando mucho de empresa es porque es un culo de mal asiento, que digo yo... igual va buscando el dinero fácil, o rápido, o no sé” [E10(II)].
A su vez, este discurso supera o por lo menos difumina el conflicto de intereses capital-trabajo, mediante la apropiación por parte del trabajador de las metas de la empresa, a la que se siente ligado por vínculos de reciprocidad “porque yo siempre he entendido que donde he trabajado ha sido algo mío. Me ha dado el trabajo y me ha dado el sustento, y lo he defendido. Puede haber personas que lo miren de otra óptica, pero yo entiendo que esto es algo mío. Y como tal dedico todo mi esfuerzo” [E09(I)].
Por eso el discurso del trabajo como oficio no encuentra justificaciones que le permitan legitimar la flexibilización creciente del mercado laboral, percibido como “una selva” [E09(II)] que ha terminado con los vínculos laborales duraderos:
A fin de cuentas, todos los que nos dedicamos al mundo del trabajo tenemos un numerito en la espalda, igual que los presos de la prisión. Y cuando llega el momento en que ese trabajador no cumple con las expectativas de la empresa, o tiene que eliminar: ‘El número 37 no hace falta, a la calle’... y se quedan tan panchos. Eso es lo que tenemos, y como tal tenemos que aceptarlo [E09(II)].
Sin embargo, se puede advertir en el discurso de nuestros trabajadores de oficio un elemento clave que revela las mutaciones, tan sutiles como profundas, que la nueva normatividad acerca del trabajo induce en los modos tradicionales de comprensión del mismo. El trabajo, más allá de la exigencia de honradez con uno mismo (“yo siempre lo que he hecho me lo he creído honradamente” [E09(II)]) o del compromiso con los suyos (“para mantener y tirar adelante mi familia... para mí lo primero es eso” [E05(I)]), adquiere en este discurso la naturaleza de deber contraído con el Estado y con la sociedad en su conjunto: la “capacidad de sacrificio, creerte mucho lo que haces, saber aguantar, continuar en la brecha, no arrojar nunca la toalla” [E09(II)] es algo que se requiere, por encima de todo, “para no defraudar al sistema” [E09(II)]. Esta concepción de la participación económica y laboral como un deber cívico en lugar de como un derecho es lo que permite rebajar la tensión entre las aspiraciones de estabilidad y de carrera y los requerimientos de la configuración emergente, sobre todo en lo relativo a la movilidad y la flexibilidad laboral, ya que empuja a la persona a adaptarse a las exigencias y demandas de su puesto de trabajo en concreto y del mercado laboral en general, aunque éstas sean las propias de las lógicas productivas del capitalismo flexible:
Yo entiendo que generalmente una persona a lo largo de su vida va a tener que cambiar tres o cuatro veces de trabajo... eso lo tengo asimilado. Y si yo en este momento no cumpliese todas las facetas, yo no tendría ningún problema... lo digo con el corazón en la mano... de tener que cambiar de empleo con el fin de que hiciese algo positivo... para no defraudar al sistema [...] Porque yo siempre digo que la dignidad de la persona está en adaptarse a las circunstancias y al momento que lo rodea [E09(II)].
Llegados a este punto, el pacto de reciprocidad empleador/empleado que daba sentido al compromiso laboral de quien siempre creyó que “donde he trabajado ha sido algo mío” [E09(I)] se vuelve radicalmente asimétrico y puede ser impunemente violado por parte de la organización sin que ello libere al trabajador de la obligación personal de cumplir con el sistema.
Conclusión: la resignificación de los modos tradicionales de comprensión del trabajo
El capitalismo flexible requiere de un nuevo tipo de sujeto que se ha descrito profusamente en la literatura reciente (De Marinis, 1999; Fejes, 2010; Rose, 2006; Sennett, 2000), y que es muy diferente del trabajador industrial. El trabajador que resulta funcional al orden por proyectos emergente es un sujeto flexible y móvil, en formación y transformación permanente, caracterizado por la multifuncionalidad y la adaptabilidad, capaz de hacer de sus cualidades personales verdaderos activos rentables en el mercado laboral, impulsado por un deseo personal de dirigir su propia conducta y hacerse personalmente responsable de su trayectoria laboral. En ese contexto, defiende Crespo que el discurso del trabajo como logro personal y actividad fundamental para la autorrealización se ha convertido en el discurso dominante, puesto que cuenta con la legitimidad de las instituciones más importantes en la producción de discurso sobre el trabajo (Crespo, 2009).
Pero, por más que la finalidad de la producción de dichas subjetividades flexibles sea que el sistema pueda “gobernar contando con la mayor cantidad posible de energía que para su propio gobierno aporten los gobernados mismos” (De Marinis, 1999, p. 95), las transformaciones de la subjetividad que los nuevos modos de organización del trabajo requieren no acontecen de forma espontánea, sino que se sirven de un conjunto de prácticas deliberadamente orientadas a la configuración de un cierto tipo de sujeto laboral y político. Así han de considerarse las políticas activas de empleo, entre las cuales se cuentan los programas de inserción laboral para jóvenes de fracaso escolar que tanto han proliferado en España en las últimas décadas. En este sentido, pues, coincidimos con Crespo et al. (2009) en que las políticas que plantean las instituciones públicas en relación al trabajo no son, estrictamente hablando, estrategias de desmantelamiento del Estado social. Se le sigue pidiendo al Estado que intervenga en la regulación del campo laboral, pero el tipo de intervención que se le reclama cambia significativamente de naturaleza. Donde antes al Estado se le reclamaba protección de los sujetos trabajadores, ahora se le reclama activación de los mismos.
Nuestro análisis se ha centrado en las formas discursivas de justificación del trabajo de un grupo paradigmático de ejecutores de dichas políticas de activación de sujetos conceptuados como difícilmente empleables: los formadores de programas de inserción sociolaboral de jóvenes descualificados.
En ellos hemos encontrado tanto una pluralidad distributiva de los discursos sobre el trabajo (Crespo, 2009) -es decir, que sujetos con diferentes posiciones en el campo social participan de diferentes discursos-, como cierto grado de tensión o contradicción interna en cada uno de los discursos enunciados.
Lo que no hemos encontrado, sin embargo, es una articulación coherente del discurso hegemónico del trabajo como actividad: cuando a nuestros sujetos se les pide que den razón de sus motivos para trabajar, se acogen a diversos discursos más clásicos y de fuerte raigambre en la sociedad industrial. Las características de nuestra muestra podrían explicar la ausencia de casos ejemplares del discurso dominante si, como argumentan Crespo et al. (1998), hay cierta base que permite defender una distribución social de los discursos morales sobre el trabajo, por la cual los sujetos que ocupan posiciones más centrales en la estructura social y en el campo profesional tienen más probabilidades de participar del discurso autorizado. En nuestro caso, los formadores considerados son sujetos relativamente marginales en el ámbito laboral, puesto que tanto los maestros de taller como los formadores de básica se hallan desplazados de las posiciones centrales en su campo profesional -la práctica del oficio en los primeros y el sistema educativo reglado en los segundos-.
Sin embargo, la ausencia en nuestra muestra del discurso dominante sobre el trabajo no implica de ningún modo que las justificaciones enunciadas no se vean afectadas por el mismo. Al contrario, quizá el resultado más relevante de nuestro análisis es la resignificación que, en el marco del paradigma de la activación, se produce en algunos elementos clave en los discursos más tradicionales sobre el trabajo. Y así, en la concepción del trabajo como entrega, la vocación, lejos de marcar una dirección o destino cierto al sujeto por ella inspirado, le aboca a una desinstalación permanente en la que el contenido de su actividad puede transformarse radicalmente en cualquier momento. O la lógica de la gratuidad y del compromiso integral le coloca en la situación paradójica de tener que gestionar como activos laborales cualidades y disposiciones en principio no mercantilizables. En la concepción del trabajo como empleo, paradigmática del estatus de asalariado, se advierte un desplazamiento sutil por el cual el sujeto comienza a concebirse como empresario de sí mismo. Y en la moral tradicionalmente doméstica del trabajador de oficio se filtra una concepción del trabajo como deber cívico con el sistema que le impone la obligación interiorizada de hacerse personalmente responsable de su participación en el ámbito productivo aun cuando sus expectativas de reciprocidad, estabilidad y progresión se vean defraudadas. Por caminos diferentes -y consonantes en cada caso con su modo preferente de dar sentido al trabajo-, todos estos profesionales de la activación laboral llegan a incorporar los elementos esenciales del paradigma de la activación en el marco del cual trabajan: la responsabilización estrictamente individual por la gestión de su contribución productiva y la apertura flexible a cambios en el estatus laboral o en el contenido del trabajo que son percibidos como inevitables.