Introducción
Escuelas de la Muerte es una categoría social de la antropología forense y la justicia transicional que infiere la existencia de espacios de instrucción paramilitar enfocados al ejercicio del terror, la tortura y la deshumanización de los cuerpos en zonas de conflicto (CNMH, 2014; Quevedo, 2008). En este caso, nos referimos a las Escuelas de la Muerte como células del crimen organizado que operan desde espacios rurales y urbanos del México contemporáneo, al borde de los entes gubernamentales, policiales y comunitarios. Funcionan como brazos armados paralegales con acciones de reclutamiento y regulación de normas impuestas por las estructuras del narcotráfico. Según la especialidad en el territorio, sus filas se enseñan a cuidar patronazgos, ejercer la vigilancia en puntos importantes para la siembra, la producción, el trasiego, la venta y/o consumo de drogas, así como de todo tipo de contrabando, extractivismo o monopolio empresarial.
Las Escuelas de la Muerte se organizan por jerarquías que van desde los gamonales o jefes de la plaza, hasta los halcones. En su mayoría son niños y jóvenes huérfanos del sistema: expulsados de las instituciones, víctimas de la desintegración familiar, condenados por el estigma, orillados a la informalidad y reclutados para ser entrenados y ejercer diferentes tipos de violencia. A partir de sus destrezas, su rendimiento competitivo en los clanes del narcotráfico y la lealtad con los estatutos de dichas organizaciones, podrán ascender de grado con el anhelo de convertirse en patrones. Las rutinas de aprendizaje van desde obedecer sin preguntar, ajustar cuentas, extender patrullajes, toques de queda, secuestros, desapariciones, asesinatos, masacres, entre otras estrategias subterráneas para administrar el poder, intimidar a las comunidades y legitimar su fuerza en la sociedad.
Las Escuelas de la Muerte representan un ejemplo de necropolítica. Este tipo de poder postcolonial justifica Estados de excepción, militariza los paisajes cotidianos y administra las políticas de la muerte con soldados jóvenes que despliegan violencias a cielo abierto (Mbembe, 2006). Las Escuelas de la Muerte responden a intereses geopolíticos del capitalismo gore (Valencia, 2010) para expropiar, controlar y explotar territorios (Zavala, 2018). Desarrollan una pedagogía de la crueldad que va mucho más allá del acto de matar, enseñan una muerte transferible y cosifican la vida (Segato, 2018).
Las Escuelas de la Muerte se propagaron por la Guerra contras las drogas (2006-hoy) con impactos considerables en temas de seguridad, victimización y narcoviolencia. De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), el saldo de homicidios dolosos durante los gobiernos de Felipe Calderón (2006-2012) y Enrique Peña Nieto (2012-2018) fue de 278,128 víctimas (El Universal, 2019-07-26). El Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública documenta que desde el inicio del sexenio de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) hasta este año se han contabilizado 121,655 homicidios (Animal Político, 2022). Según datos del INEGI, en 2021 se registraron 36,625 homicidios en México. Para AMLO la cifra de ese año representa una reducción de 29 a 28 homicidios por cada 100,000 habitantes. Sin embargo, México es uno de los países que más asesinatos registra en el mundo (INEGI, 2021; Lambertucci, 2022; UNODC, 2019).
La Red por los Derechos de la Infancia en México registró 1,973 homicidios de personas entre 0 a 17 años para el año 2020. En 2021, la REDIM documentó que la cifra aumentó a 2,037 homicidios dentro del mismo rango de edad. Por su parte, el Índice de Paz y la Asociación Civil Causa en Común (2020) sostienen que los homicidios entre jóvenes de 15 a 29 años es la principal causa de muerte en el país.
Las desafortunadas estrategias de la lógica militarista y punitiva de la lucha contra las drogas, además de ampliar la violencia sistemática y el desarraigo de los pueblos, atomizan y fortalecen las organizaciones delictivas en todo el país.1 La incidencia de estos grupos en el territorio nacional a través de sus Escuelas de la Muerte crean una geografía fragmentada que aísla, fracciona e impone límites en cada pueblo (Lomnitz, 2021). De este modo, el narcotráfico ejerce un poder coercitivo en las poblaciones (Duncan, 2014). Consecuencia de esas dinámicas de necropoder, se acentúa la opresión y la muerte artera de miles de jóvenes que son empujados al narcotráfico (Valenzuela, 2015). En ese contexto, los jóvenes se convierten en piezas sustituibles de la narcomáquina que no representan nada para la sociedad (Reguillo, 2015). Son jóvenes cosificados como víctimas y victimarios (Urteaga y Moreno, 2015), situados y sitiados por la precariedad o la limpieza social (Nateras, 2016; Valenzuela, 2019).
Según lo anterior, ante los espirales de desconfianza a las instituciones, la deserción escolar y la falta de acompañamiento psicosocial, los jóvenes se adscriben en las Escuelas de la Muerte. Es allí donde se comparte, se aprende y se reproduce una cultura callejera que profundiza escenarios de destrucción y adicción (Bourgois, 2015). De acuerdo con el INEGI, durante la pandemia por COVID-19, 2.3 millones de personas entre 3 y 23 años no estaban inscritas en el ciclo escolar, 2.9 millones abandonaron la escuela por falta de recursos económicos. Estas condiciones son idóneas para que en México se incremente la participación de niños y jóvenes en las estructuras del narcotráfico. La organización Reinserta (2021) sostiene que en México no existen cifras exactas del número de niñas, niños y adolescentes que son cooptados por la delincuencia organizada. Sin embargo, reconocen que es una problemática en aumento. La REDIM (2021) estima que 30,000 menores de edad han sido incorporados a las filas del narcotráfico (González y Figueroa, 2022).
Documentar el México convulso marcado por regiones de miedo, horror y las tendencias juvenicidas es una tarea difícil. No solo por el riesgo que conlleva abordar dichos temas con estrategias de investigación aplicada. Supone también un compromiso de escucha con las víctimas. Implica la responsabilidad ética de hacer algo útil con las historias de vida para avanzar en el reconocimiento de la cartografía del terror, los espacios consagrados al recuerdo, la capacidad de perdón colectivo y la reconciliación ciudadana. Aunque existen algunas iniciativas que apuntan a solventar esos desafíos en Michoacán y Baja California (Melguizo et al. 2019; Ovalle, Díaz, Soto, 2019) los estudios son escasos considerado el daño social, la urgencia de construir procesos de verdad, justicia, reparación y paces territoriales.
En este artículo pretendemos avanzar en la comprensión de la historia reciente que insiste en los pasados próximos y los lugares de memoria (Franco y Levin, 2007), atravesados por subjetividades y traumas en medio del conflicto (Luorno, 2010). Asimismo, recuperamos la propuesta de los estudios críticos de paz, que resaltan la construcción de paces locales, territoriales y comunitarias con estrategias de investigación acción (Lederach, 2007a; Borja-Paladini, 2010; Hernández, 2009; Richmond, 2011; Donais, 2011; Fontan y Cruz, 2014). Y, por último, retomamos las pedagogías críticas que hacen de la escuela un espacio comunitario para compartir saberes populares con el fin de generar conciencias críticas en favor del cambio (Freire, 2011; Mejía, 2011; Walsh, 2013).
Apostamos por la historia de vivida que centra su atención en la memoria de acontecimientos traumáticos o dolorosos, sentidos y narrados por sus testigos para abrir procesos de reparación o exigir justicia (Aróstegui, 2004). La historia vivida es una historia con carne y hueso que implica entretejer los relatos de las personas, a través de su propia voz y de la naturaleza de cada pueblo. Esta narrativa colectiva permite la sanación de sus duelos, encontrar el alma del lugar y la imaginación moral de la paz desde abajo, entendida como la capacidad de crear iniciativas enraizadas a los territorios (Lederach, 2007b).
A través de las experiencias vividas con las Escuelas de la Muerte se identifican otras geografías del terror que alteran el espacio habitado con su destrucción, el aniquilamiento de cuerpos y la estigmatización como zonas de conflicto. Las Escuelas de la Muerte restringen la movilidad y las rutinas de los civiles con retenes militares, transforman de forma dramática el sentido del lugar con experiencias y recuerdos traumáticos. Asimismo, influyen en la des-territorialización a través del desarraigo y el desplazamiento forzado (Oslender, 2008; 2017). Recuperar estas narrativas a nivel comunitario facilita su reconciliación, entendida como ese valor social para admitir el pasado e imaginar el futuro que permita reconstruir el presente (Lederach, 2007a) y reencontrarse con la fe perdida por los flagelos de la violencia (Lederach, 2007b). Desde este marco conceptual, reflexionamos las historias vividas con las Escuelas de la Muerte en la sindicatura de Culiacancito, Sinaloa. Las preguntas de investigación que orientan el análisis son las siguientes: ¿Cuáles son las memorias vividas de las juventudes con las Escuelas de la Muerte? ¿De qué manera las Escuelas de la Muerte crean una geografía del terror a nivel cotidiano? ¿De qué forma se pueden abrir procesos de reconciliación comunitaria?
Apuntes metodológicos
Analizamos una práctica de Investigación Acción para la Paz que se desarrolló en Culiacancito, Sinaloa (Almonacid, 2022). Nos apoyamos en los usos pedagógicos de la memoria y la horizontalidad para crear un currículo de paz desde abajo. Practicamos la observación inserción, que implica al investigador dentro del proceso que estudia (Fals, 1991) y posibilita un diálogo de saberes (Corona, 2020). Retomamos la entrevista dialógica, entendida como un género biográfico para revelar la memoria vivida (Arfuch, 1995). Elaboramos un diario pedagógico, entendido como el arte, oficio y espacio narrativo para anotar descripciones sobre aquello que ocurre y se reflexiona en la intervención socioeducativa (Cifali, 2008). Durante el trabajo de campo colaboraron 33 personas de distinto sexo en su mayoría originarios de Culicancito, distribuidos entre 8 docentes de la escuela preparatoria 2 de octubre con un rango de 10 a 30 años de antigüedad; 6 líderes sociales de 28 a 69 años y 19 estudiantes de bachillerato de 15 a 19 años de edad.
Centramos nuestra atención en las etapas de intervención pedagógica y devolución de saberes. En la primera, realizamos grupos focales entre el 16 de mayo y el 6 de junio de 2019; participaron 5 docentes y 12 estudiantes de bachillerato. Cada sesión tuvo un tiempo aproximado de tres horas entre presentación de la investigación y rapport con los grupos de trabajo, capacitación teórica, socialización de ejemplos de resolución de conflictos, plenarias problematizadoras con testimonios adquiridos en la etapa de diagnóstico.
Respecto a la segunda etapa, tras el confinamiento por la pandemia COVID-19 realizamos siete entrevistas virtuales entre el 15 de mayo y el 20 de junio de 2021. Categorizamos las entrevistas de forma inductiva y las retomamos con dos grupos de discusión los días 2 de julio y 10 de julio de 2021. En esta fase colaboraron tres docentes y cinco estudiantes clave durante todo el proceso.
El alma del lugar
Según Lederach (2007b) rescatar la historia vivida implica hallar el alma del lugar que pasa por cartografiar y comprender los conflictos de forma situada. Se trata de encontrar los imaginarios y la naturaleza del espacio, sintiendo lo que vemos al caminar, hablando consigo mismo y con los otros para apreciar los ritmos de la vida en el entorno cotidiano (Lederach, 2007b). Este perfil de la realidad ayuda a recuperar el sentido de los pueblos, permite trascender de los estereotipos violentos y las territorialidades de la geografía del terror, a las memorias vivas y la construcción de paz desde la reconciliación comunitaria.
Culiacancito ha sido representado como una zona de muerte por sus raíces míticas, la radiografía del narcotráfico, la crónica roja y los testimonios de sus habitantes. El territorio remonta sus orígenes a un centro ceremonial de los Nahoas que rendían culto a Huitzilopochtli, el dios solar de la guerra. El término castellanizado deriva del náhuatl Colhuacanzinco que se refiere al Culhuacan chico. Este otro Culiacán, simboliza también a Coltzin “el dios torcido” de la tribu Colhua (Beltrán, 2013). A la luz de James Scott (1999) estos arquetipos simbólicos retratan un asentamiento de guerra y corrupción desde el discurso oculto. Dicho aspecto mitológico se vuelve público con la compleja geografía de la zona, vinculada históricamente al cártel de Sinaloa. No en vano, Culiacancito se encuentra al oeste en dirección a Navolato, mantiene proximidad con la ciudad de Culiacán; colinda al norte con la Sindicatura de Adolfo López Mateos (El Tamarindo) y al sur con la Sindicatura de Aguaruto.2
A través de la prensa se repiten noticias de fosas comunes, asesinatos y enfrentamientos entre Escuelas de la Muerte que fortalecen la idea de una necrozona. Por ejemplo, el 23 de enero de 2021 integrantes del colectivo Las Sabuesos Guerreras fueron expulsadas a balazos cuando acudían a labores de búsqueda de desaparecidos entre Culiacancito y La Palma (Ramírez y Sanz, 2021). El 14 marzo de 2019, este mismo colectivo encontró 30 cadáveres en un huerto de mango ubicado en las inmediaciones de la sindicatura (Línea Directa, 2019-03-14). También se reportan cuerpos expuestos al escrutinio público y a la desazón comunitaria. Por ejemplo, el 7 de noviembre de 2019 fue hallado un encobijado en el campo agrícola Jama, ubicado en los límites de la zona urbana (El Debate, 2019-11-07). El 11 de noviembre de 2017 fueron localizados tres cuerpos con rastros de proyectil, uno de ellos era un joven de 19 años (El Debate, 2017-11-11). Otro código corresponde a los secuestros o levantamientos como se conoce en el sentido común. El 15 de abril, comandos armados privaron 10 jóvenes de la sindicatura asociados con el huachicol. El 16 de abril de 2017, se reportó fuego cruzado entre grupos ilegales sobre Limón de Los Ramos y Culiacancito (Infobae, 2018-04-17).
Nuestro primer contacto con la comunidad ocurrió el 21 de abril de 2018. Ese día, el autor 2 compartió un correo con el autor 1, en donde un grupo de profesores de la preparatoria 2 de octubre invitaban a investigadores de la Facultad de Psicología de la UAS, a impartir algunas charlas sobre sensibilización e intervención psicosocial de la violencia. En esa ocasión, los docentes de bachillerato estaban preocupados por el ambiente de inseguridad que se vivió en las sindicaturas de Culiacancito y El Tamarindo a mediados de abril, con la sublevación de 100 sicarios que realizaron paros armados, detenciones arbitrarias, enfrentamientos con las estructuras criminales y con la fuerza pública. Estos hechos llevaron a suspender las clases durante tres días en la zona (Café negro, 2018-04-18).
Después de emprender un proceso de inmersión en campo desde noviembre de 2018, el investigador 1 accedió a registros y testimonios sobre las experiencias vividas con las Escuelas de la Muerte. En una de las visitas a la preparatoria 2 de octubre, esperaba a una estudiante originaria de Tamazula, Durango que reside con su familia desde hace nueve años en Culiacancito. Los jóvenes de bachillerato se paseaban por el césped, hablaban con sus compañeros, jugaban fútbol o permanecían en las maceteras. Al frente de la institución estaban estacionadas dos camionetas, tenían corridos y alrededor había un comando de sicarios con chalecos y armas de grueso calibre; son jóvenes que oscilan entre los 14 y 25 años. Desde allí se pueden observar las paradojas de la juventud escolarizada y la juventud excluida, orillada a la servidumbre del narcotráfico. En un parpadeo, levantaron sus fusiles y dispararon dos ráfagas al aire, se montaron en sus vehículos y gritaron consignas de respaldo a su patrón. Los profesores llamaron con angustia a sus alumnos para resguardarse en el edificio. Por su parte, los estudiantes sonreían y se movían sin mayor esfuerzo ni afán. Cuando hablé con la estudiante le pregunté por qué actuaba como si nada y ella respondió:
Nací en un ambiente así. O sea, toda mi vida viendo armas. Eso para mí es normal […] Es que si matan a alguien pues ni modos, yo digo “ya le tocaba” […] A veces no hay clases por lo mismo, por ese tipo de violencia y siempre hemos tenido (Félix, 2019-02-21).
Como en el Macondo de Gabriel García Márquez, los hechos más estridentes podían volverse comunes. Para Lederach (2007b) las naciones contienen historias vividas, en este caso, atravesadas por violencias que se vuelven prolongadas con sentimientos de destrucción y desesperanza. En el siguiente fragmento, E. Sobampo, estudiante de tercero de preparatoria, confronta la raíz de los estigmas con su propia percepción territorial. A sus 17 años, repasa con añoranza el pasado reciente de Culiacancito, pueblo que representa con menos habitantes y menos desarrollo económico, pero más seguro. Propone que las Escuelas de la Muerte alteraron el tiempo social con sentimientos de temor, captando espacios como el panteón, la plazoleta central y el contorno de la preparatoria 2 de octubre, reapropiados para el microtráfico, consumo de drogas, dinámicas paramilitares con toques de queda a partir de las 22:00 horas, balaceras y asesinatos. De este modo, las Escuelas de la Muerte funcionan con juventudes que hacen de la muerte su máxima expresión de vida, auspiciados por padrinazgos estatales, empresariales o comunitarios (Astorga, 1996). En ese contexto, se abre paso a una pedagogía de la corrupción con un Estado adulterado que facilita el desarrollo de actividades delictivas con impunidad (Valenzuela, 2019).
El pueblo empezó a cambiar cuando yo entré a la secundaria. Le estoy hablando de hace 8 años [2011]. Antes no había nada de eso, era un pueblo tranquilo. No era transitado como ahora, había menos carros. Había prepa en la noche. Pero entonces llegaron los punteros y se empezaron a tomar lugares públicos para vender drogas y andan siempre armados. Eso les genera miedo a muchas personas. Por ejemplo, si yo digo que voy al parque, lo primero que me dice mi familia es: “¡Qué no se te haga noche! Te quiero aquí antes de que anochezca” o “¡No pases por el panteón por ahí andan, ahí venden!”. Es que en el parque se ponen los punteros, no nos dejan estar ahí por miedo a las balaceras. Así se siente también en la plazuela y la gente se queja mucho porque está la comisaría de los policías, las oficinas del Síndico y no hacen nada (Sobampo, 2019-02-19).
Por lo anterior, las Escuelas de la Muerte además de fijar reglas sobre el control de la bionecropolítica (Valenzuela, 2019) terminan por crear el estereotipo de una zona ingobernable. Los habitantes de Culiacancito se refieren a la existencia de una paz forzada que castiga los cuerpos y justifica sus actos por el bien común. En palabras de una estudiante: “Paz forzada porque siempre ejercen [las Escuelas de la Muerte], bajo el derecho de “mantener en paz a una comunidad” matando a la diferencia” (Medina, 2019-02-19). Por su parte el profesor A. Castro agrega: “Matan a los rateros. Se hacen limpias y empiezan la paz […] Entonces, hay todo un imaginario donde quien ejerce la violencia, administra la paz y la justicia” (Grupo focal I, 2019-05-30).
Las Escuelas de la Muerte irrumpen, restringen y asesinan para ejercer control en las poblaciones. A la vez, mantienen la influencia de la organización frente a otros poderes residuales u otras estructuras del crimen organizado. Espacios públicos como la Escuela Secundaria Rafael Vega Zazueta, el estacionamiento de la tienda OXXO, el antiguo tianguis o la calle en dirección de la Escuela Primaria General Ignacio Zaragoza, son algunos de esos lugares marcados por el terror en Culiacancito. Así lo rememora la docente N. Quiroz y secretaria académica: “en la zona del antiguo tianguis mataron a un muchacho que estaba con su familia. Mataron a otro señor en la curva de la secundaria” (Grupo focal I, 2019-05-30). Por su parte una adolescente compartió: “mi tío duró desaparecido una semana y pues ya después salió de que lo levantaron en el OXXO. Fue a comprar un six [6 cervezas] y ya no volvió” (Verdugo en Grupo Focal II, 2019-05-23).
Por otro lado, el alma del lugar permite acceder a idearios de paces territoriales cuyo significado habita en el espíritu de la comunidad y sirve para posicionarse de otra forma ante las paces armadas. Los significados de estas paces comunitarias permanecen en memorias intergeneracionales, invocan distintas épocas, paisajes, actores y expresiones culturales capaces de imaginar la paz desde la casa, la calle y el pueblo, retractándose con un sentimiento de nostalgia, pero también de utopía. Así se relata en el siguiente fragmento de testimonio ofrecido por una estudiante: “Mi bisabuela y mi abuela, decían que antes no había luz y dormían afuera en la hamaca. Ahora es imposible” (Medina, 2019-02-19). Otro estudiante de 16 años, V. Reyes, insiste en las fiestas locales y las formas de relacionarse de sus padres en los primeros años de la década de los 90: “A mí me platicaba mi ama que aquí antes hacían bailes. Salía la gente a pie y se regresaban a las 12 de la noche, y dicen que no pasaba nada ¡A gusto!” (Grupo focal I, 2019-05-30). Finalmente, la estudiante A. Karen rememora episodios que vivió en el año 2009: “Hace diez años era común jugar escondidas en las calles hasta las 8 para cenar. Podíamos escondernos detrás de los árboles y nuestros padres no sentían peligro” (Karen, 2019-05-30).
Las Escuelas de la Muerte son causa y consecuencia de violencias híbridas: directas, estructurales, culturales y simbólicas (Jiménez, 2019). Lo anterior supone fortalecer el Estado para garantizar reformas democráticas, la implementación de derechos humanos y el desarrollo económico que posibilite la justicia social. Sin embargo, los modelos de construcción de paz desde abajo difieren de la vía hegemónica. Reconocen que dentro de cada territorio existen tradiciones, resistencias y saberes acumulados cuya fuerza abre la posibilidad de modelos alternativos de vida más solidarios y contradicen propuestas de paz externas: militares, académicas, burocráticas, empresariales o partidarias (Lederach, 2007a; Hernández, 2009; Borja-Paladini,2010; Richmond, 2011; Donais, 2011; Fontan y Cruz, 2014; Bautista, 2017). De este modo, V. Reyes y los colaboradores sintetizaron la paz en Culiacancito con los siguientes términos:
Estar agusto y tranquilón. Que no se sienta tanto el poder de los narcotraficantes y más el poder de nosotros, la comunidad, a través de la confianza. Que no dependamos de sus políticas y de su seguridad (Grupo focal I, 2019-05-30).
Las palabras “agusto” y “tranquilón” son estructurantes en la sintaxis norteña, recogen su sonoridad, pero también sus formas de existencia individual y colectiva. Refieren a una vida buena, un vivir bonito empeñado en el bienestar propio y la posibilidad de estar bien con los otros. Este significado aparece junto a la reflexión de una paz desde abajo, diferente a las paces armadas que funcionan con las pedagogías de la violencia que ejercen las Escuelas de la Muerte, abriendo heridas en los territorios y miedos generacionales. Hacer catarsis con la historia vivida abarca sentimientos de nostalgia y de esperanza como si el porvenir se encontrara en el pasado. Este ejercicio supone pasar de los espacios sentidos con miedo, a otros territorios posibles: legales y alternativos que habitan en la memoria del territorio vivido (Nates, 2011). De ahí que, hallar el alma del lugar puede ser un elemento indispensable para una pedagogía de la reconciliación con los usos públicos de la memoria.
Pedagogía de la reconciliación con memoria crítica
La reconciliación comunitaria surge del alma del lugar y va más allá del acto de olvidar o de exonerar culpas. Se trata de recordar con los habitantes de la comunidad en qué momento se torció la historia y cómo hacer para cambiarla a través de la misericordia, la convivencia y la identidad (Lederach, 2007b). Como señala Hannah Arendt (1995, p. 5) la reconciliación apoyada en la memoria pasa por “hacer substancial la presencia de la vida y para presentar todo lo que sabemos”. De esta forma se confronta la pedagogía de la desmemoria en donde el Estado por acción u omisión evade responsabilidades, enajena a la ciudadanía con el derecho a la verdad y frustra su anhelo de cambio (Valko, 2010). De ahí la importancia de consolidar una memoria crítica para intervenir en la calle, conmover a la ciudadanía y fortalecer la reconciliación (Richard, 2010).
A partir de esos referentes conceptuales, en los siguientes testimonios se hilvana la memoria del pasado local, con el fin de ampliar la historia vivida y corregir el relato oficial que se escribe con otros propósitos (Fals, 1991). De tal modo, la memoria se convierte en recurso primario de reconciliación que demanda de la pedagogía crítica para aumentar la enseñanza antes de restringirla, del mismo modo para reconocer a las y los jóvenes como agentes sociales, políticos y culturales capaces de leer el mundo de forma crítica y de ver más allá de su existencia (Giroux, 1996). Así lo relata un docente con 18 años de antigüedad en la preparatoria 2 de octubre:
No puedes pensar en un presente diferente si no hay memoria. Este ejercicio te habilita a pensar en un futuro o direccionarlo. La direccionalidad es parte de la agencia de las personas […] Yo creo que rememorizar la historia local le permite a los más jóvenes escuchar que otros escenarios son posibles porque ya existieron en el pasado. También da la posibilidad de que ellos entiendan que no necesariamente la paz es volver a vivir de esa manera, sino que tenemos que construir un nuevo escenario con estas condiciones, con este desarrollo comunitario (Castro, 2021-05-24).
Según lo mencionado, en lo más íntimo de los relatos biográficos existen respuestas innovadoras: prácticas, lugares y actores que hacen parte del alma del lugar. Solo en la medida que se comparten, se significan y se apropian, refuerzan el sentido crítico para superar el fatalismo de que nada puede cambiar. De este modo, la rememoración permite encontrar el origen o el destino de un pueblo venidero (Deleuze, 2006). Una forma para cambiar la línea de la historia con la conformación de infraestructuras de paz lideradas por jóvenes, porque son ellos quienes más viven los estragos de la muerte violenta (Lederach, 2007a). Solo de esta forma, se puede pasar del régimen juvenicida y del no futuro, a la emergencia de una cultura juvenil en favor de la vida digna y el porvenir (Feixa, 2018) para establecer tácticas escamoteadoras (De Certau, 2000) o iniciativas liberadoras (Freire, 2005).
Creo que nuestras memorias vividas fue un tema importantísimo y clave porque tiene que ver con los orígenes. Saber de dónde creció ese árbol o esa familia, saber de dónde vienes y de qué errores somos culpables para no repetirlos. La memoria sirve para cambiar la línea de la historia […] Me gustó mucho escuchar las memorias de todos los integrantes del movimiento y de sus familias porque fue interesante conocer qué diferencias teníamos y al describir que todos éramos diferentes, algo nos unía en sí, tal vez el espíritu de la comunidad. Comprendimos que los jóvenes, sin necesidad de algún adulto pueden buscar un cambio social (Sobampo, 2021-05-22).
Edgar Barrero (2010) apoyado en Freire propone el paso de la memoria ingenua a la memoria crítica no sólo para encontrarse con la historia, también para asumir los duelos de la otredad y mantener viva la esperanza por el futuro. Con enfoque psicosocial advierte: “recuperar la memoria es el primer paso hacia la construcción de una conciencia crítica capaz de superar, desde la praxis, situaciones que produzcan daño y dolor en cualquier ser humano” (Barrero, 2010, p. 75). Por ello, en los relatos se habla de un antes y un después de la intervención pedagógica que posibilitó el paso del sentido común, a un sentido crítico con la realidad, tal es el caso de P. Ponce, estudiante de 15 años:
Antes de iniciar este proyecto no nos dábamos cuenta que teníamos muchas cosas buenas. Con los conflictos se fueron perdiendo varias tradiciones, celebraciones y convivencias. Los jóvenes perdimos la emoción por la cultura del pueblo porque no teníamos la misma identidad de las personas de antes. Por la recuperación de la memoria en los diálogos grupales, comprendimos que antes era un pueblo más tranquilo y se podían hacer más cosas, pero se dejó de lado la tranquilidad y empezó todo lo negativo que inundó nuestras vidas de muerte y tristeza. Por eso me motivó mucho que hayamos querido revivir el pasado porque ahí podíamos ver un futuro distinto (Grupo focal III, 2021-07-02).
Las intervenciones pedagógicas no solo dependen de archivos orales, también exigen un ejercicio de escritura. En los siguientes testimonios, buscamos desdibujar las geografías del terror y rescatar los lugares de memoria, entendidos como marcos sociales o sitios en donde se ancla la memoria histórica de una comunidad (Nora, 1997). La estudiante A. Medina y su abuela Chayito realizaron un manuscrito con el pulso de cuatro manos y dos corazones. Advierte la estudiante que hacerse responsables de sus recuerdos sirve para reconocer de dónde vienen, qué mundo habitan y qué pueden hacer para cambiarlo. Al respecto, Lederach arguye: “la reconciliación como encuentro plantea que el espacio para admitir el pasado e imaginar el futuro son los ingredientes necesarios para reconstruir el presente” (2007a, p. 61).
Es tan increíble como los paisajes, caminos y la gente han cambiado con los años. Pensar que cada paso que doy por los diferentes caminos conserva un espacio en las memorias de la gente adulta y de quienes aún transitan […] Mi abuela o mamá Chayito, junto a su mamá Celsa y su cuñada Andrea iban por agua al canal cristalino y para transportarla llevaban un balde o un cantarito que cargaban en la cabeza, debajo colocaban una tela enrollada […] En aquel entonces no todos tenían el privilegio de estudiar porque no se consideraba obligatorio, las oportunidades eran escasas y solo algunos padres mandaban a sus hijos a la escuela de educación primaria. Quienes concluían la primaria, si lo deseaban, podían dar clases a los demás niños. En el caso de mamá Chayito, aprendió a leer, escribir y matemática básica. Debo confesar que muchas veces saca las cuentas más rápido que yo […] Los padres de mamá Chayito tenían gallinas y vacas, eso les permitía proveer recursos para la misma familia. Todas las mañanas y antes del anochecer se escuchaba el cantar de los gallos para anunciar la hora, como si al cacarear dijeran al despertar: ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Levántense! Y, sobre el final del día: ¡Ya es hora de dormir! […] Estas memorias personales, hablan de un Culiacancito que se ha venido transformando con el tiempo. A través de ellas, puedo soñar despierta, mirar con mis propios ojos cómo era el rancho. Sentir al menos un poco de lo que era vivir aquellos años. Aun así, debo reconocer que ya son otros tiempos. Los de mamá Chayito no volverán, pero no se quedarán sepultados en el tiempo. Ahora hacen parte de nuestra memoria y como aprendí en este proceso “la memoria es vacuna contra el olvido”. Pero cargar con nuestras memorias, es también reconocer de dónde somos y preguntarse qué podemos hacer para reconocer la realidad, cuidar esta tierra y respetar a los demás. Allí es donde empieza a cultivarse la paz, desde las raíces (Medina y Chayito).
De acuerdo con Michel De Certau (2000) la historia comienza con los pasos, mientras caminamos y desciframos los vestigios del pasado. Las memorias de la abuela Chayito se remontan a mediados del siglo XX. Para ese entonces, las calles funcionaban como improvisadas pistas de carreras de caballos, pero también como cercos para separar patios y potreros de cada familia, en donde se mantenían animales, se sembraban huertos y convivían hasta tres generaciones. Así lo relata con melancolía el desaparecido poeta Juan Pablo Sainz: “En cada casa una ordeña; en el corral muchas vacas, que pastaban con los cuacos, y hacían feliz a los dueños al igual que los chamacos” (2000, p. 3).
En la actualidad, los lugares de memoria en Culiacancito son sitiados por las Escuelas de la Muerte para exhibir símbolos de la narcocultura y necroprácticas. Por ejemplo, el panteón que data desde finales del siglo XIX por legislación del Congreso Constituyente de 1831 (Beltrán, 2014) divide su estética arquitectónica entre tumbas sencillas e imponentes cenotafios de narcotraficantes. Por su parte la avenida y la entrada principal se utiliza para la venta, el consumo de drogas, la portación de armas visibles y los disparos al aire.
Otro punto de referencia es la plazuela trazada por el modelo de damero con jardineras, un quiosco, el Centro Cultural Enrique Villegas Cárdenas edificado en el año de 1923 y dos iglesias católicas: la más antigua terminó de construirse a inicios del siglo XX y la más reciente inició sus planos en 1998 con el liderazgo del sacerdote Florencio Dávalos y contribuciones de la comunidad (Beltrán, 2013). El resto del centro histórico lo constituyen una biblioteca de origen comunal, las oficinas de la sindicatura, la estación de policía y viviendas con dos siglos de existencia propiedad de las familias de antaño: Zazueta, Aguilar, Ríos, Gastélum, Sombampo. La plazuela se convierte en punto estratégico para la seguridad de los halcones y las calles pavimentadas para patrullar, escuchar música estridente y patinar en sus camionetas robadas.
Finalmente, un lugar de memoria importante es la preparatoria 2 de octubre. Hacia finales de la década de 1960 se consolidó la Sociedad de Estudiantes de Culiacancito (SEC), para promover procesos de educación popular; integrada por estudiantes universitarios, normalistas y profesores. Allí se destacaron Rodrigo Rafael Vega, Jesús Quiroz, José Luis Moreno, Francelia Inzuza, entre otros. Esta organización la lideró Eleazar Salinas Olea (1948-2009), integrante de la Federación de Estudiantes Universitarios de Sinaloa (FEUS) y miembro de la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23S). De la SEC surgió el proyecto de la Escuela 2 de octubre, nombre inspirado en el juvenicidio del 68 y que funcionó en el Edificio Enrique Villegas durante 30 años. Para 1983, bajo la rectoría de Jorge Medina Viedas (1981-1985) se incorporó como extensión de la escuela 8 de Julio de la sindicatura Adolfo López Mateos El Tamarindo, que pertenecía a la UAS y el 9 de julio de 2007, se independizó como unidad académica. Al día de hoy, el contorno educativo se convierte en corredor estratégico de vigilancia de las Escuelas de la Muerte para controlar el paso a El Tamarindo. Es un punto que genera temor para la comunidad escolar porque los halcones realizan retenes, consumen alcohol y drogas a cualquier hora del día, realizan disparos al aire o intimidan a las estudiantes.
A modo de cierre, una pedagogía de la reconciliación con la fuerza de la memoria sirve para recuperar y crear espacios políticos de conversación entre diversos tiempos, confrontar realidades y transformarlas (Quiceno y Orjuela, 2017). En los relatos existe un tránsito entre la memoria corporal a la memoria de cada lugar; se convierte en apoyo de la memoria que falla, lucha contra el olvido y permite darle un nuevo lugar a la historia como también a la geografía de cada territorio (Ricoeur, 2000).
Conclusiones
Las historias vividas, contadas y resignificadas por estudiantes de bachillerato, docentes y líderes sociales no sólo enfatizan en los episodios más cruentos o dolorosos de la Guerra contra las drogas (2006-hoy), se acompañan por sentimientos de nostalgia y asombro por lugares de memoria que se olvidan con la geografía del terror. Este conjunto de narraciones vivas, en la medida que se comparten, se dialogan y se movilizan, facilitan la apropiación crítica del presente, abriendo su concientización histórica para identificar los cambios y las continuidades en el tiempo. Dicho ejercicio es fundamental para encontrar el alma del lugar que supone valores como el compromiso y la humildad al momento de escuchar, aprender y defender el territorio. De tal forma, la gente puede reencontrarse con la esperanza perdida con la violencia (Lederach, 2007b) y hacer constante lo utópico viable como aquello que todavía no existe pero que está en constante práctica (Freire, 2011).
En los últimos diez años, las Escuelas de la Muerte alteraron la división política de Culiacancito, las tradiciones rurales y el espacio habitado por los civiles: calles, plaza central, panteón, casas o contornos escolares. Fueron subsumidos a la producción, almacenamiento o trasiego de drogas o de combustible, además de ejercer la coerción en la población y el castigo de los cuerpos con narcomensajes, paros armados, homicidios, desapariciones, narcofosas, entre otros dispositivos propios de la necropolítica. Las juventudes que conforman estos escuadrones son sometidas a la marginación, pero sobre todo a la muerte y la ejercen como estilo de vida, por ello cargan el estigma de la desviación (Becker, 2009).
Los diálogos en ambientes educativos nos permiten pasar de un paisaje marcado por zonas de muerte y actos juvenicidas, a otros territorios posibles con culturas de paz, desde las metáforas, experiencias y sueños de la gente. Es una forma de desaprender juntos de las pedagogías de la violencia, la crueldad y el olvido, para aprender de unas pedagogías de la reconciliación, la memoria y el sentido territorial. En ese horizonte, las juventudes juegan un papel fundamental de resistencia ante el Estado paralegal, la narcocultura y la violencia. Las acciones juveniles son fundamentales para consolidar Escuelas por la Vida, entendidas como todo el conjunto de liderazgos y acciones colectivas que promueven procesos pedagógicos, comunitarios y poéticos en defensa del buen vivir. Si bien, este deseo depende en buena parte del Estado de derecho para democratizar las relaciones de las juventudes que siguen enfiladas matando y destruyendo sueños (Freire, 2012). Su solución se construye desde abajo, en el seno comunitario con el fin de consolidar paces situadas, estables y duraderas en el tiempo.