Introducción
Según la Organización de las Naciones Unidas, las personas desplazadas internas se definen como
Personas o grupos de personas forzadas u obligadas a escapar o huir de su hogar [...] para evitar los efectos de un conflicto armado, de situaciones de violencia generalizada, de violaciones de los derechos humanos o de catástrofes naturales o provocadas por el ser humano, y que no han cruzado una frontera estatal internacionalmente reconocida (Naciones Unidas, 1998).
Desde hace al menos una década, México sufre una grave crisis de desplazamiento forzado interno. Según los datos más actualizados del Internal Displacement Monitoring Centre (IDMC), hay alrededor de 350,000 personas en situación de desplazamiento forzado interno debido a la violencia criminal (IDMC, 2021). Tan sólo durante 2020, la violencia producida por los carteles que controlan la producción y distribución de drogas, así como por grupos paramilitares y de vigilantes armados, provocó 9,700 nuevas situaciones de desplazamiento (IDMC, 2021). No obstante, México no cuenta con un registro oficial de desplazados internos; hace falta un marco nacional sobre desplazamiento interno y el hecho de que no existan evaluaciones exhaustivas dificulta la comprensión del fenómeno y la posibilidad de darle respuesta urgente y eficaz. La ausencia de datos cuantitativos y cualitativos de las personas desplazadas las borra de su territorio, las invisibiliza en las rutas migratorias hasta hacerlas desaparecer en el mapa de las geografías contemporáneas del terror.
El desplazamiento forzado interno es parte de una dinámica de violencia estructural que obliga a las personas a abandonar sus territorios para salvar su vida de múltiples conflictos, por la discriminación étnica, racial o de género, por la violencia política que se acompaña de despojo territorial por iniciativas extractivistas que agravan la destrucción ambiental. Un despojo múltiple (Navarro y Fini, 2016) de los territorios que crea lo que el sociólogo Ulrich Oslender (2008) define como las geografías contemporáneas del terror. Según este autor, el terror es uno de los conceptos clave para entender el mundo actual. Oslender, retomando a Talbott y Chanda (2002), denomina el siglo XXI la “era del terror”. De esta forma, la llamada “guerra contra el terror” funciona como un eje ordenador de las relaciones internacionales que divide el mundo entre “buenos” y “malos”, y rompe con las formas existentes de territorialización. Las amenazas y masacres cometidas por los actores armados llevan a la pérdida de control territorial de las poblaciones locales, que huyen de la violencia abandonan sus tierras, sus casas, sus ríos (Oslender, 2008). En determinados territorios como el mexicano, el despojo múltiple se transforma en sistemático debido a la existencia de pactos de impunidad y corrupción entre instituciones y distintos grupos delictivos, donde no existe un sistema de justicia que garantice la protección (Belausteguigoitia y Saldaña-Portillo, 2015; Machado, 2018).
A partir de un extensivo trabajo de campo con personas mexicanas, en particular niñas, niños y mujeres indígenas de Guerrero, Chiapas y Oaxaca, que han sido desplazadas hacia la frontera México-E.U. y que se han convertido en solicitantes de asilo, el objetivo principal de este artículo es analizar las causas del desplazamiento forzado interno desde una perspectiva feminista comunitaria latinoamericana y caribeña, que elabora y enfatiza la relación inseparable entre cuerpo y territorio (Paredes, 2010; Gómez Grijalva, 2011; Cabnal, 2010). Tomamos los casos de Lisa y Rosana,1 dos mujeres indígenas desplazadas, originarias de Guerrero. Sus experiencias nos permiten proponer la categoría cuerpo-territorio como clave analítica, por un lado, para profundizar en la investigación de las modalidades de dominación y control que diferentes violencias (re)producen en nuestros cuerpos, racializados y discriminados en razón de su sexo y género, así como en los territorios que habitamos; por otro, nos permite comprender cómo y por qué las prácticas de resistencia de las personas desplazadas, en particular de las mujeres y las niñas, les permiten resignificar sus proyectos de vida y construirse como sujetos políticos.
En el primer apartado, titulado “El ‘cuerpo-territorio’ del desplazamiento forzado interno: una propuesta de análisis a partir de un marco conceptual-metodológico feminista, desde una perspectiva feminista comunitaria latinoamericana y caribeña” nos aproximarnos a la complejidad del desplazamiento forzado interno con la propuesta de un marco analítico feminista basado en la interrelación inseparable de los cuerpos y los territorios (Cabnal, 2010; Gago, 2019; Federici, 2013). A partir de un exhaustivo trabajo de campo, en lugar de entender el desplazamiento forzado interno como una ruptura con el territorio, aquí planteamos que las personas desplazadas, en particular las mujeres, luchan contra un sistema que quiere borrar su presencia y logran transformar su cuerpo en un territorio político (Pisano, 2011) que lucha, resiste y se opone a los procesos de despojo múltiple (Navarro y Fini, 2016).
En el segundo apartado, “Investigar el desplazamiento forzado interno desde un cuerpo de mujer”, proponemos situar en el centro del análisis los cuerpos y las experiencias de las mujeres (Castañeda, 2008). Sus cuerpos históricamente vulnerados, sus experiencias y saberes nos permiten ir más allá de representaciones pasivas, revictimizadoras o reduccionistas (Butler, 2021), entender cómo las violencias íntimas y privadas se conectan con las violencias macroestructurales (Federici, 2013; Gago, 2019) y reflexionar alrededor de las prácticas capaces de activar procesos de transformación.
En el tercer y último apartado, “Lisa y Rosana: entre violencias feminicidas, desplazamiento forzado interno y posibilidades de transformación”, gracias a dos entrevistas en profundidad, analizamos los casos de Lisa y Rosana, mujeres indígenas originarias de Guerrero, para entender la capacidad de las mujeres desplazadas de oponerse a la máquina de valorización capitalista (Gago, 2019), y contraponer prácticas de (re)producción y transformación de sus cuerpos-territorios.
Con este artículo esperamos contribuir a un análisis que ha sido poco desarrollado entre desplazamiento y la noción de cuerpo-territorio, así como producir nuevas narrativas sobre la relación entre desplazamiento, violencias, género y territorio.
El “cuerpo-territorio” del desplazamiento forzado interno: una propuesta de análisis a partir de un marco conceptual-metodológico feminista
Los datos utilizados en este artículo se basan en un exhaustivo trabajo de campo desarrollado gracias a nuestro proyecto de investigación binacional “geografías del desplazamiento” en curso (2019-2023), entre la Universidad de Texas en Austin, el Departamento de Investigaciones Educativas del Cinvestav y el Colegio de Sonora, sobre la geopolítica feminista de la migración mexicana, el asilo y la detención en la frontera entre Estados Unidos y México. Este artículo es un avance de la investigación y se basa principalmente en el primer conjunto de datos cuantitativos y cualitativos recopilados entre 2019 y 2021 en Nogales y la región fronteriza más amplia de Sonora-Arizona. La investigación incluyó 63 entrevistas en profundidad con familias desplazadas y adolescentes (12 a 17 años), una con un niño no acompañado, 14 entrevistas con adultos jóvenes en Guerrero (la principal región de origen de los participantes del estudio de personas migrantes mexicanas) y 91 entrevistas con interlocutores clave.
A este corpus de datos empíricos hemos sumado el análisis de una serie de fuentes cuantitativas que nos permiten entender y reconstruir, al menos parcialmente, las dinámicas de violencia, despojo y desposesión que están en el origen del desplazamiento forzado. Entre éstas se incluyen agencias internacionales, fuentes oficiales que permiten cuantificar el desplazamiento interno de forma indirecta, organizaciones no gubernamentales o de la sociedad civil. Todas las entrevistas recabadas son estrictamente anónimas y omitimos cualquier dato, incluidos la edad o el lugar de origen, que pueda poner en riesgo su identificación.
La literatura existente hasta nuestros días sobre el desplazamiento forzado interno demuestra cómo este fenómeno produce no sólo procesos de desterritorialización, sino geografías del terror que determinan procesos de desestructuración individual y comunitaria porque obligan a miles de personas a dejar sus territorios de origen, así como a sus seres queridos (Bello, 2001; Castillejo, 2015). Según Oslender, en las geografías del terror, el miedo pone en acción un proceso que define como “desterritorialización mental”. Éste se da cuando, como resultado de la violencia, ciertos lugares parecen peligrosos y esta percepción resulta en la pérdida o ruptura del control territorial. Aun cuando el terror no haya sido experimentado de primera mano, una ansiedad general puede convertirse en una percepción concreta de amenaza y miedo que efectúa procesos de desterritorialización mental (Oslender, 2008). En este contexto, nos aproximarnos a la complejidad del “desplazamiento forzado” con la propuesta de un marco conceptual-metodológico feminista que se sostiene en la perspectiva epistemológica del feminismo comunitario latinoamericano y caribeño que se ubica más allá de la crítica decolonial (Paredes, 2010; Gómez, 2011; Cabnal, 2010) y que pone en relación el cuerpo con el territorio de forma inseparable.
Investigamos el cuerpo como un “territorio político” (Pisano, 2011), construido a partir de ideologías, discursos e ideas que han justificado su opresión y explotación. Pero también lo reconocemos como territorio político en tanto producto colectivo, que encarna la historia, la cultura y la espiritualidad de los pueblos y las personas que han forjado y pertenecen a los territorios ancestrales (Mendoza, 2006). Investigar el cuerpo como territorio político implica entonces reconocerlo como categoría política y analizarlo no sólo como entidad biológica, sino también como una entidad histórica, con memoria y conocimiento personales, ancestrales y comunitarios (Cabnal, 2010). Por lo tanto, los cuerpos desplazados y sobrevivientes de violencia son también el primer instrumento que ponemos en el centro de la investigación para entender los cambios sociopolíticos de un determinado territorio porque, como escribe María Pisano, “mi cuerpo es el único instrumento con el que toco la vida, y es uno de los grandes informantes del cambio” (Pisano, 2011, p. 48).
El cuerpo como territorio político es el que realiza la mediación entre lo biológico, lo social y lo cultural, y se transforma en el primer territorio donde se redefinen las fronteras del Estado y del orden regulatorio institucional construido racial y políticamente (Segato, 2013). Además, desde América Latina y el Caribe, usar la categoría de intersección resulta clave para comprender los diferentes entramados de dominación, exclusión y opresión de forma situada y concreta; Lugones, 2008; Curiel y Galindo 2015; Gargallo, 2014). La antropóloga María Lugones (2008), en su texto “Colonialidad y género”, expresa que estas intersecciones son las que producen la subordinación y opresión a partir de la llamada “organización diferenciada del género en términos raciales” (Lugones, 2008). Por lo tanto, investigar el desplazamiento forzado interno a partir de un marco conceptual feminista, permite centrar el foco del análisis en los cuerpos que enfrentan una mayor vulnerabilidad social, política y económica, y entender cómo, justamente a partir de estos cuerpos, se construyen sistemas patriarcales de control y exclusión fundamentales para que se reproduzca la máquina de valorización capitalista (Gago, 2019).
A la epistemología del cuerpo como territorio político, sumamos también el concepto de “identidad relacional”, definido como aquella que se forma colectivamente a partir de los vínculos, la pertenencia, las acciones, el cuerpo, la materialidad, el espacio y el tiempo (Hernando, 2018). Retomamos este concepto como una forma de resistir a la epistemología capitalista-patriarcal, que idealiza la razón y la individualidad, excluyendo del análisis la dimensión comunitaria y elementos cruciales como las emociones, los vínculos y el cuerpo como “otras” formas de saber y construir conocimiento. El concepto de identidad relacional permite entender la construcción de la identidad a partir de una unidad mayor, que es el propio grupo, y entender la imposibilidad de concebirse a uno mismo fuera de una dimensión relacional (Hernando, 2018).
Para investigar las formas de desplazamiento forzado interno siguiendo las huellas que ha trazado la perspectiva epistemológica del feminismo comunitario, podemos entender el territorio -al igual que el cuerpo-, como una construcción histórica y relacional, como un espacio funcional y simbólico porque reproduce vida, la cuida y también (re)produce significados (Cabnal, 2010). Así como el cuerpo, el territorio se construye y redefine en un contexto histórico, geográfico, espiritual, cultural especifico, y también puede ser racializado, dominado, oprimido y despojado. De forma análoga a los cuerpos, también los territorios están sujetos a dominios físicos-disciplinarios a través de muros, rejas y controles armados.
La relación entre cuerpo y territorio nos permite profundizar en el análisis de las diferentes modalidades de dominación estatal y su impacto, de las interrelaciones de diferentes violencias. Retomando el trabajo de Gago (2019) podemos afirmar que el concepto de cuerpo permite, en primer lugar, reconocer la unicidad y complementariedad de las distintas formas de conocer: desde el cuerpo, la razón, lo político, lo material o lo anímico. En segundo lugar, permite reconocer las formas en que están interconectadas las múltiples dimensiones y manifestaciones de las violencias que ocurren en los territorios. Esto no sólo produce nuevas formas de inteligibilidad de las violencias y sus múltiples efectos en la vida individual y comunitaria, sino que posibilita la construcción de otras percepciones y concepciones de los territorios y sus procesos de transformación geográfica e histórica, para dar cuenta de la continuidad, la simultaneidad, la interrelación y la complementariedad de los procesos de despojo y desterritorialización. Permite, sobre todo, ir más allá de “la figura totalizante de la víctima” para trazar nuevas cartografías políticas (Gago 2019, p. 65), personales y colectivas.
Investigar el desplazamiento forzado interno desde un cuerpo de mujer
En la década de los noventa prevalecían representaciones que consideraban a las mujeres migrantes o desplazadas como víctimas, dependientes de las rutas migratorias masculinas (Spigno, 2020), oprimidas indistintamente en los países de origen y en todos los espacios que habitan, públicos o privados (Bernardini et al., 2021).
A lo largo de los años, los estudios de las relaciones de género han contribuido enormemente a comprender la experiencia específica de las mujeres y a desvictimizarlas porque, entre más aportaciones, se entiende la vulnerabilidad como una construcción social y no como una condición ontológica (Lamas, 2022; Butler, 2021), y se afirma la concepción respecto a que sus cuerpos son significantes privilegiados justo a partir de su diferencia, porque son capaces de desvelar los entramados complejos de diferentes formas de opresiones (Lugones, 2008). En las geografías contemporáneas del terror, los cuerpos de las mujeres no constituyen únicamente el botín de guerra o los daños colaterales, no son únicamente cuerpos desaparecidos o víctimas de feminicidio, sino que sitúan en el centro del escenario porque están entre los primeros que han experimentado distintos tipos de violencia y, por lo tanto, son los grandes conocedores del cambio y a través de éstos puede entenderse cómo se construyen sistemas de control y dominación (Pisano, 2011).
En los estudios sobre migración o desplazamiento forzado en la actualidad, se visibilizan con más frecuencia los casos de las mujeres que son víctimas de persecución y discriminación, que se rebelan contra el abuso y la violencia de género perpetrados en el país de origen y buscan protección en otro país (De Marinis, 2019). Cada mujer o adolescente que se opone a la perspectiva de un matrimonio forzado, de un embarazo infantil forzado, a la violencia doméstica o a un rol de género impuesto por la sociedad, se va autorrepresentando y afirmando como sujeta política que emprende una lucha para defender sus derechos humanos (Naciones Unidas, UNFPA y Cladem, 2021).
Según los datos más actualizados de Cepalistat (Naciones Unidas, Cepal, 2020) el panorama latinoamericano y caribeño se caracteriza por un recrudecimiento de las violencias de género, en particular de los feminicidios. En las geografías contemporáneas de despojo y desposesión de los cuerpos y de los territorios, uno de los fenómenos más alarmantes y poco estudiados es la relación entre los diferentes tipos de violencia feminicida y el desplazamiento forzado. Incluso hoy día, sobre el perfil de las mujeres desplazadas podemos recabar datos cuantitativos sólo a través algunas fuentes indirectas. En 2019 un estudio publicado por Segob y Conapo (Díaz Pérez y Romo Viramontes, 2019), reconstruye el perfil sociodemográfico de la población que cambió de vivienda o lugar de residencia para protegerse de la delincuencia. La investigación concluye que la predominancia de mujeres que cambiaron de residencia por la razón mencionada es sistemática y evidencia que la proporción de hombres y mujeres jóvenes, de 18 a 29 años, que se cambiaron de lugar fue más alta que quienes no lo hicieron.
Siguiendo este rango etario, en 2019 existe una clara prevalencia de mujeres (12.9%) sobre los hombres (8.1%). La predominancia del sexo femenino ha sido identificada también en otros estudios sobre personas desplazadas internamente (Naciones Unidas, 1998), y es posible resaltar que una parte importante de ellas declara haber enviudado (CMDPDH, 2019). Estos datos confirman la tendencia que nuestro equipo ha encontrado durante el trabajo de campo en la frontera entre Sonora y Arizona, realizado entre 2019 y 2020. Aunado a esto, hemos podido analizarlo en datos recolectados en nuestra investigación en la organización humanitaria Kino Border Initiative (KBI) que durante los últimos años ha atendido a población mexicana desplazada que llega a la frontera con la intención de pedir asilo en Estados Unidos.
Sobre la dinámica de género del desplazamiento forzado, hemos notado diferencias significativas en los factores impulsores, en patrones, experiencias y resultados basados en el género. De las 11,711 personas registradas por KBI (incluidos los niños) entre enero de 2019 y abril de 2020, el 24% de la población atendida eran mujeres (2850). La mayoría de ellas (65%), mencionó la violencia de género como su principal razón para migrar.
Sobre los territorios de origen, entre enero de 2019 y abril de 2020, la mayoría de las personas mexicanas registradas por KBI, sin desglosar por sexo, provenía del estado de Guerrero (28%), seguido de Oaxaca (13%) y Chiapas (7.1%) (ver Mapa 1).
Durante los últimos años, Guerrero ha sido también el epicentro de distintos eventos de desplazamiento forzado. En su Informe de 2021, el Internal Displacement Monitoring Centre (IDMC, 2021), señala que uno de los mayores acontecimientos de desplazamiento ocurridos en México, durante 2019, tuvo lugar en esta entidad, cuando un grupo criminal conocido como “Los Cuernudos” llevó a cabo ataques y saqueos en la comunidad de Coahuayutla (municipio Coahuayutla de José María Izazaga, región Costa Grande), provocando más de 1,100 desplazamientos (IDMC, 2021). Un año antes, en 2018, otro desplazamiento interno masivo tuvo lugar en Guerrero, cuando alrededor de 1,600 familias de siete comunidades del municipio de Leonardo Bravo fueron desplazadas por carteles del narcotráfico hacia Chichihualco (Tlachinollan 2020). Desde la sociedad civil, la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) muestra que, en dos años consecutivos, 2018 y 2019 (CMDPDH, 2019), Guerrero fue el estado de México con la mayor cantidad de personas desplazadas, con un total de 5,128 personas, lo que corresponde a 59.19% del total a nivel federal (CMDPDH, 2019).
Las mujeres desplazadas de manera forzada, alzando sus cuerpos, marcados por violencia y dolor, como medio de resistencia y oposición al sistema patriarcal (Butler, 2021), nos hablan de las formas de continuidad de las violencias que sufren en su territorio de origen, en los lugares de tránsito y en los lugares de destino. Sus tiempos del desplazamiento son complejos y dilatados, porque se componen de un antes, de una historia que precede a la llegada, de rupturas y deseos, e igualmente de una mirada hacia el futuro, de nuevos comienzos y proyectos. Sus cuerpos nos hablan de cómo y por qué sus procesos de reconstrucción de la violencia sufrida empiezan antes del desplazamiento, cuando otros sistemas de relación y pertenencia se han perdido, desgarrado o modificado por los diferentes tipos de violencia feminicida que sufren (Lagarde y de los Ríos, 1993).
La narración de las experiencias de vida de mujeres es más que una opción metodológica. De acuerdo con la antropóloga Martha Patricia Castañeda Salgado, al permitir que emerjan las experiencias de las mujeres sobre sus identidades y decisiones, sobre su capacidad de crear prácticas de cuidado, es posible entender cómo la dimensión subjetiva, privada e íntima de las experiencia de violencia sufrida por ellas adquiere un significante político y se relaciona con dimensiones macroestructurales, adquiriendo un carácter que es al mismo tiempo privado, público y político (Federici, 2013). Hacer visibles e inteligibles las conexiones que existen entre las múltiples violencias y las transformaciones de los territorios y los cuerpos es, como propone Gago (2019), producir nuevos sentidos y desvelar los mecanismos de desposesión y desterritorialización que tienen un impacto diferencial y estratégico sobre los cuerpos. Así, logramos romper la visión totalizante de las violencias para “pluralizar” sus manifestaciones en los territorios y, al mismo tiempo, reconocerlas en la experiencia concreta y situada de los distintos cuerpos.
Lisa y Rosana: entre violencias feminicidas, desplazamiento forzado interno y posibilidades de transformación
Nos encontramos con Lisa y Rosana en Nogales, frontera entre Estados Unidos y México. Ambas son mujeres indígenas de Guerrero. Su territorio ha cambiado drásticamente por múltiples causas, entre las que pueden mencionarse como principales el extractivismo minero (Red Mexicana de Afectados por la Minería, [REMAMx], 2017; Tlachinollan, 2021), el cultivo de amapola (Le Cour, Morris y Smith, 2019), la violencia política (Etellekt, 2021) y la violencia de género (Observatorio Ciudadano Nacional de Feminicidio, 2020).
En las últimas dos décadas, diferentes autores en México han estudiado cómo los procesos de despojo y desterritorialización se posibilitan gracias a la creación de un sistema político inédito, en el que los representantes de los diferentes partidos políticos pactan y organizan el territorio directamente con los representantes de los grupos del crimen organizado y empresas trasnacionales (Astorga, 2016; Schmidt, 2012; Paley, 2018; González Rodríguez, 2014; Reguillo, 2021). No hablamos de un segundo Estado (Segato, 2013), sino de una mutación antropológica del Estado (Borzacchiello, 2021), o de “una mutación criminal de la intermediación política y de la representación de lo oficial en lo local” (Gaussens, 2020, p. 141).
Según Chava, fotógrafo documentalista a quien entrevistamos en Guerrero, entre las principales características de la violencia política en esta entidad que contribuyen a reproducir el desplazamiento forzado hay un sistema político en el que se borran las fronteras entre poderes legales e ilegales, y una pluralización impactante de grupos criminales, por lo que es difícil identificar quién detenta el poder y quién manda. En este escenario, una de las principales dificultades es confiar en alguien o denunciar (Chava, 2021-05-15). Para las mujeres, el estado de Guerrero es uno de los más peligrosos para vivir y pensar en denunciar la violencia sufrida. La entidad cuenta con dos Alertas de Violencia de Género (AVG), la primera en el 2017, y la segunda en el 2020 (Observatorio Ciudadano Nacional de Feminicidio, 2020 y 2021).2 En una solicitud de acceso a la información de 2020 realizada por el Observatorio de Ciudadano Nacional de Feminicidio y el Observatorio de Violencia de Género de Guerrero a la Secretaría de Salud de Guerrero, las autoridades informaron que en 2019 se atendieron 252 víctimas de violencia sexual; en 2020, con fecha de corte a septiembre, el número de personas atendidas fue de 407. Es decir, en sólo dos años, hubo un aumento de más de 100%, de violencia sexual en la entidad (Observatorio de Ciudadano Nacional de Feminicidio, 2021).
En este contexto, las mujeres, como es el caso de Lisa y Rosana, sufren un continuum de diferentes tipos de violencias feminicidas, sus cuerpos-territorios representan lo que Gago (2019) define como el lugar concreto del “extractivismo ampliado”: “es decir, todas las formas de desposesión, despojo y explotación que articulan la máquina de valorización capitalista” (Gago, 2019, p. 97).
Lisa es una mujer de apenas 26 años, indígena, originaria del estado de Guerrero, que desde pequeña sufrió violencia domestica: “mi papá nos maltrataba muchísimo, nos golpeaba, éramos muchos hermanos, me colgaba de cabeza hacia abajo”. Las violencias eran múltiples, físicas y psicológicas: la obligaban a comer “tortilla dura” o “solo masa cruda” (Lisa, 1 de abril de 2021). La historia de Lisa nos muestra cómo los diferentes tipos de violencias que afectan la vida de niñas y mujeres no son hechos aislados, sino que se insertan en un continuum de violencias ejercidas por múltiples actores (Lagarde y de los Ríos, 2004).
Cuando Lisa tenía tan sólo 13 años, decidió romper con la violencia doméstica sufrida y huyo de su casa hacia la ciudad de Tlapac, Comonfort, donde encontró trabajo como empleada doméstica. Sin embargo, su familia la halló y la obligó a volver a casa, donde continuó sufriendo violencia doméstica, esta vez aún más fuerte, pues su padre comenzó a golpearla con palos. Pero Lisa siguió resistiendo; huyó nuevamente y encontró refugio en la casa de una amiga. Sin embargo, esta amiga la invita una noche a una fiesta donde un grupo de hombres jóvenes la drogan y la violan. Como afirma la antropóloga feminista Laura Rita Segato, el ataque y la explotación sexual de las mujeres son actos de rapiña y consumo del cuerpo que instalan en las comunidades un nuevo lenguaje y paisajes violentos, donde la reproducción constante de diferentes formas de violencia produce un efecto de normalización de la crueldad (Segato, 2018).
Luego de este episodio, los padres de Lisa la encontraron de nuevo y la obligaron a volver a su casa. En un contexto de extrema pobreza, una hija más representa un cuerpo-fuerza gratuito de trabajo (Naciones Unidas, UNFPA y Cladem, 2021). Mientras esto sucede, Lisa descubre que ha quedado embarazada como resultado de la violación. Nuevamente intenta romper con el continuum de violencias y busca soluciones, pero la única posibilidad que encuentra a su alcance es contraer matrimonio con un hombre mayor. Su embarazo llega a término y cuando nace el bebé, sus padres y su marido deciden venderlo. Según la feminista comunitaria maya-xinka, Lorena Cabnal, las mujeres indígenas sufren lo que en Guatemala se nombra “refuncionalización patriarcal”, porque existe no sólo un patriarcado occidental, sino también un patriarcado ancestral originario que tiene su propia forma de expresión, manifestación y temporalidad diferenciada del patriarcado occidental (Cabnal citada por Gargallo, 2014, p. 22). En su interrelación, estas diferentes estructuras patriarcales, ancestrales y occidentales se refuncionalizan, fundiéndose y renovándose, y crean un sistema todavía más violento contra los cuerpos de las mujeres (Cabnal citada por Gargallo, 2014, p. 22).
Lisa sigue resistiendo, de su matrimonio nacen dos niños y una niña, pero su realidad cotidiana se vuelve insostenible cuando descubre que su marido no sólo cultiva amapola, sino también se dedica al trasiego de la goma de opio. Él la encierra en casa y le permite salir sólo para obligarla a trabajar en el cultivo ilícito. En este punto podemos decir que el continuum de violencias que Lisa ha sufrido a lo largo de su vida pone en evidencia la correlación que existe entre las diferentes violencias ejercidas contra las mujeres, desde la domestica hasta la violencia sexual, con las estructuras desiguales y patriarcales del poder que forman el sistema perfecto para la reproducción de las violencias en términos de falta de derechos políticos, inclusión social y situación económica (Federici, 2013; Lagarde y de los Ríos, 2004).
No obstante, aun viviendo en una condición de semiesclavitud, Lisa decide apostar una vez más por preservar y cuidar su vida y la de sus hijos. Esta vez, resistir significa huir hacia Estados Unidos, pues es consciente de que sólo huyendo del país podrá estar a salvo de su marido, romper con el sistema de violencias múltiples que sufre y poder autodeterminarse como mujer libre y sujeta de derechos. En 2021, Lisa logra llegar con sus tres hijos a la frontera entre Sonora y Arizona, donde intenta pedir asilo en los Estados Unidos debido al continuum de violencias de género que ha sufrido a lo largo de toda su vida. Sin embargo, como sucede con miles de otras mujeres que huyen de múltiples violencias patriarcales, su narración de los hechos no resulta suficiente para el sistema de refugio. Ella no cuenta con ningún documento o registro que pueda comprobar lo acontecido, en parte porque Lisa nunca pudo acudir a alguna institución pública para denunciar o dar fe de lo que le ocurría (Lisa, 1 de abril de 2021).
En la misma frontera donde encontramos a Lisa en espera de la determinación sobre su solicitud de asilo, llegó Rosana, también indígena, originaria de Guerrero y sobreviviente de desplazamiento forzado junto con su hija de 15 años de edad. Rosana recuerda cuando el territorio que habitaba en su estado natal era un “lugar tranquilo”, donde la gente se dedicaba a la agricultura, la ganadería, la pesca y al turismo. Pero con la introducción de la amapola, la situación y el paisaje cambiaron radicalmente: diferentes grupos del crimen organizado empezaron a disputarse el territorio y pronto sus habitantes experimentaron balaceras, ataques armados y la implementación de toques de queda (Rosana, 2020-02-20).
Ahora bien, con la configuración de las geografías contemporáneas del terror, se crean también “nuevos vocabularios” (Martínez y Lindig, 2013) que permiten dar sentido a las profundas transformaciones que ocurren. Rosana afirma que cuando en la comunidad hay alguien que no acepta las nuevas reglas impuestas por los grupos criminales, o se resiste a ellas, “lo levantan”, o sea “lo agarran, como un secuestro, como que lo secuestran y se lo llevan en un carro y los matan. Ya cuando aparece, aparece muerto” (Rosana, 20 de febrero de 2020). Otro elemento que contribuye a la configuración de las geografías del terror suele ser que, en estos contextos, las fronteras entre el espacio público y el espacio privado se disuelven, y las violencias en el hogar se recrudecen y se vuelven más brutales, pues no sólo reflejan la violencia que niñas y adolescentes viven en el espacio público (Naciones Unidas, UNFPA y Cladem, 2021), sino que este último deja de ser un espacio de protección, de confianza y resguardo para ellas.
Cuando Rosana empieza a sufrir violencia doméstica a manos de su esposo y padre de su hija, decide interrumpir la relación y criarla como madre soltera. Pero no quiere dejar su casa ni su tierra, así que empieza a estudiar para tener otras opciones económicas y de vida. Tiempo después, gracias a su fortaleza y determinación, logra conseguir un trabajo administrativo en el ayuntamiento de Chilpancingo, capital del estado de Guerrero. Impulsada por su experiencia de vida, Rosana apuesta por un cambio no sólo individual, sino comunitario. Construyendo prácticas de vida que dibujan una nueva geografía de la esperanza, capaz de ir más allá del miedo, Rosana decide fundar una asociación de madres solteras que apoye a otras sobrevivientes de violencia de género a generar sus propias fuentes de ingresos.
En un contexto extremadamente violento para las mujeres como el experimentado por Lisa y Rosana, y agravado por dinámicas de corrupción e impunidad (Tlachinollan, 2021), resulta sumamente difícil denunciar las violencias sufridas. Así lo explica la misma Rosana: “¿A quién le decimos, a quién le vamos a decir allá [sobre la violencia que sufrimos]? Si el crimen organizado se junta con los militares a conversar como si nada” (Rosana, 2020-02-20).
Hasta este punto, las acciones de Rosana resultan insuficientes para salvaguardar su vida y la de su hija, pues el padre de ésta ahora forma parte de uno de los carteles del narcotráfico que operan en su región de origen. Según la lógica del crimen organizado, cualquier familiar está bajo la amenaza de ser atacado por el cartel rival, incluidas las hijas, madres, esposas o excompañeras. Pero Rosana no se rinde, quiere que su hija viva una vida libre y sin violencia, y logra alcanzar la frontera entre México y Estados Unidos con la intención de pedir asilo en ese país. Sin embargo, tendría que enfrentarse a un obstáculo más, pues al declararse la pandemia del Sars-CoV 2, la frontera se cerró durante casi dos años y ella tuvo que enfrentar un largo proceso de espera e incertidumbre. Al igual que ocurrió con Lisa, Rosana tampoco pudo comprobar su historia personal, atravesada por múltiples violencias, pues no contaba con documentos oficiales que pudieran respaldarla.
Como lo demuestran las historias de Lisa y Rosana, cada desplazamiento está precedido por etapas de múltiples violencias que no son ni aisladas ni casuales. Sus experiencias nos permiten entender cómo las mujeres logran redefinir sus proyectos vitales y asumir los desafíos de la sobrevivencia aun en las condiciones más adversas. Sus cuerpos son “territorios políticos” que encarnan la historia, la cultura y la espiritualidad de sus comunidades y, al mismo tiempo, son el primer instrumento para romper con las prácticas de la violencia sufrida y transformar el dominio que las violencias ejercen sobre las subjetividades y las comunidades en prácticas de cuidado para la reproducción de la vida (Pisano, 2011; Gargallo, 2014; Federici, 2013).
Gracias a su capacidad para asimilar los efectos traumáticos de la experiencia, recrean un espacio más digno para sí mismas y las personas queridas de su entorno. Son estos cuerpos que -gracias a su capacidad de transformación- logran desafiar un sistema violento, recrean prácticas de paz y se reconstituyen como nuevos sujetos epistémicos y de derechos que luchan para habitar el territorio de forma libre y segura, estableciendo relaciones de confianza y proximidad con otras personas y comunidades (Gargallo, 2014; Gago, 2020; Gutiérrez, 2013).
Reflexiones finales
El desplazamiento forzado interno no es un fenómeno inédito en México. Por el contrario, éste se incrementa y agudiza constantemente en el país y, al mismo tiempo, sigue siendo un fenómeno totalmente invisibilizado y no reconocido por las autoridades. Sus causas son multifactoriales y los impactos que produce en los cuerpos y en los territorios son complejos en extremo. Por lo tanto, es necesario estructurar y aplicar nuevos marcos analíticos y metodológicos para entender y atender el fenómeno.
Las mujeres son la mayoría de las personas afectadas y las que debido dejar su hogar para protegerse de la delincuencia (Díaz Pérez y Romo Viramontes, 2019). De acuerdo con los datos de nuestra investigación (en proceso), las mujeres también constituyen la mayor parte de las personas desplazadas que afirma que la violencia es su principal razón para marcharse.
Desde una perspectiva feminista comunitaria latinoamericana y caribeña, desarrollamos un marco conceptual-metodológico feminista para la investigación del desplazamiento forzado interno gracias al planteamiento del cuerpo-territorio como categoría central de análisis. La investigación de las violencias feminicidas que ocurren en contra de los cuerpos de las mujeres indígenas, racializadas y discriminadas sexo-genéricamente (Lugones, 2008), permiten arrojar luz sobre las múltiples dimensiones y manifestaciones de las violencias que reproducen el desplazamiento forzado y crean geografías contemporáneas del terror (Oslender, 2008).
En específico, subrayamos que las violencias ejercidas sobre los cuerpos de las mujeres desdibujan las fronteras entre los espacios público y privado. Las violencias que ocurren en los territorios capturados por las geografías del terror producen un continuum de violencia en el cual la violencia pública ejercida por actores estatales, ilegales y empresariales también influye, y en ocasiones recrudece, las violencias que las mujeres sufren en el espacio “privado”, como el hogar y los espacios íntimos. Así, los diferentes tipos de violencia feminicida se intensifican y se vuelven más brutales, reflejando cada vez más las violencias que las mujeres sufren en todos los espacios (Naciones Unidas, UNFPA y Cladem, 2021). Al mismo tiempo, los cuerpos de las mujeres se revelan como “territorios políticos” (Pisano, 2011) porque rompen con sistemas que son al mismo tiempo patriarcales, desiguales, fuertemente racializados y violentos. Son ellas quienes, gracias a sus prácticas, logran transformar su realidad histórica de opresión en una de liberación como mujeres indígenas, originarias, campesinas, rurales o de comunidades.
En la actualidad, falta un marco nacional en México que regule cuestiones relacionadas con el desplazamiento interno, aunque existen leyes subnacionales en Guerrero, Chiapas y Sinaloa. En Guerrero, la Cámara de Diputados aprobó la Ley Federal para Prevenir, Atender y Reparar el Desplazamiento Forzado Interno en septiembre de 2020, y aún está pendiente de su aprobación por el Senado. Pero, sobre todo, no hay un sistema de refugio que pueda atender a miles de personas desplazadas, en particular mujeres y niños, cuya narración de las violencias sufridas no es suficiente para mantenerlas a salvo, porque no cuentan con ningún documento que pueda respaldar las violencias que han padecido.