La noción del populismo se encuentra en muy diferentes discursos. Y por supuesto en distintas realidades. Rosanvallon se ha propuesto reconstruir su historia, los conceptos que le dan vida y realizar una crítica hoy, al parecer, más pertinente que nunca. Porque más allá de especulaciones de todo tipo y de diferentes acercamientos académicos, lo cierto es que el fenómeno puede impactar y desgastar hasta extremos -quizá irreversibles- a las añejas o nuevas democracias. No es un asunto restringido a las facultades y escuelas de estudios superiores, sino que se encuentra en el centro del debate y las preocupaciones públicas.
Rosanvallon rescata cinco elementos constitutivos de la construcción narrativa de la política populista: “una concepción del pueblo, una teoría de la democracia, una modalidad de la representación, una política y una filosofía de la economía y un régimen de pasiones y emociones”. Cada uno de esos elementos es analizado, para luego reconstruir algunos de los episodios que en diferentes épocas pueden ser considerados como irrupciones populistas, para al final realizar una crítica sagaz y pertinente.
El libro da para mucho. Esta nota solo se centrará en el nutriente emocional del populismo porque desde mi particular punto de vista es uno de los elementos más destructivos no solo del acuerdo democrático sino también de la tradición que puso en marcha la ilustración, apostando por que la razón, el conocimiento y la ciencia pudiesen modelar buena parte de la conversación pública y de nuestra coexistencia e incluso de la lucha política.
Rosanvallon escribe: “Las pasiones fueron siempre sospechadas de constituir una amenaza. Susceptibles de falsear los juicios, de desviar las conductas, de desajustar las relaciones con los demás y de trastornar a un grupo de seres humanos individualmente racionales en una muchedumbre incontrolable y hasta criminal”. No obstante, primero en el lenguaje común y luego incluso en el orden intelectual, la connotación se fue aligerando. De remitir al exceso, a una fuerza incontrolada, se le empezó a utilizar casi como sinónimo de “afecto” y “emoción” o incluso como “una variable más de la acción humana”. No obstante, su uso en el lenguaje cotidiano, creo que muchas de las aprehensiones originales tienen pertinencia cuando la pasión extrema (opuesta a la razón) inunda el espacio público.
Por supuesto que pasión y política no pueden disociarse. Ha sido un combustible fundamental de movilizaciones de todo tipo, y muchas casusas, para quienes las encarnan, están plagadas de emoción. Por lo cual el asunto es de grado. No estamos, cuando hablamos de política, ante una actividad “fría” y solamente racional, pero si la racionalidad es nublada -opacada- por la emoción todos estaremos en dificultades.
Rosanvallon distingue tres clases de emociones que tienen derivaciones políticas: “emociones de posición (el sentimiento de abandono, de ser despreciado), las emociones de intelección (la restauración de una legibilidad del mundo con, por ejemplo, el avance de una visión complotista y el recurso de las fake news) y las emociones de acción (el expulsionismo)”.
El populismo ha sabido captar esas emociones y las ha explotado. El sentimiento de rabia, de no ser considerado, producto de una escisión entre el mundo de los poderosos y el resto de los mortales, se encuentra a flor de piel. Y ese resentimiento, porque los que deciden lo hacen de espaldas del “pueblo”, se convierte en un poderoso nutriente para el discurso populista.
Paradójicamente, digo yo, en las sociedades democráticas, la información corre con enorme velocidad y combina verdades con verdades a medias y francas mentiras. Las redes han incrementado la potencia de los intercambios y la lectura y el sentido de lo que acontece se vuelve más difícil. Hay una catarata imparable de información imposible de digerir y ordenar, y en ese marasmo, las versiones conspirativas de la política intentan “restaurar la coherencia en un mundo vivido como indescifrable y amenazador”. Ellas actúan como una especie de sedante, ofrecen orden al desorden, supuesta comprensión al caos. Y si a ello sumamos el desgaste en la confianza en las instituciones democráticas, el ambiente parece armado para la explotación de visiones simplistas pero contundentes (entre nosotros el pueblo contra la mafia en el poder). Ya lo escribía Tocqueville: “una idea falsa, pero clara y precisa, tendrá siempre más fuerza en el mundo que una idea verdadera y compleja”.
El malestar instalado, entonces, genera el tercer tipo de emoción: se ha dado una especie de usurpación de la representación por parte de los políticos y partidos tradicionales, se afirma. Son impostores, tramposos, malvados. Es necesario desplazarlos y substituirlos por los “auténticos representantes del pueblo”. Se explota entonces una “comunidad de repulsa y frustración”, una “moral del asco” por todo aquello que se ha construido y que demanda supuestamente una terapia radical que no reconoce en el entramado democrático ninguna pertinencia.
Se trata más de pasiones y emociones que de razonamientos o análisis. Esos resortes difícilmente pueden apreciar las construcciones no solo democráticas sino civilizatorias que han permitido una vida en común menos salvaje. El apego a la ley, la división de poderes, las garantías individuales, los derechos de las minorías, el apego a la verdad, el debate o el diálogo informado, las evidencias empíricas, etc., poco o nada significan. Dice Rosanvallon: “la ira y el miedo son evidentemente los motores afectivos y psicológicos de la adhesión al populismo”. No hay espacio en el imaginario populista para matices, para desmenuzar aquellas instituciones que funcionan y las que no, las políticas que deben preservarse y las que demandan reformas; en el discurso de lo que se trata es de dar “armas al resentimiento, de ofrecer la posibilidad de una venganza”.
Esa retórica construye una comunidad cohesionada por la idea de ser las víctimas de una clase política ajena e insensible. Una comunidad cargada de “recelo sistemático por las visiones consensuales” a las que se ve como meros instrumentos de la “ideología dominante”. Es una explosión de los sentimientos que hace que la política adopte “un perfil de tipo religioso, con esa capacidad para reescribir el mundo que emana de esa forma de afirmación de verdades propia de la fe”.
No es entonces solo la expansión de una pulsión anti democrática sino algo más profundo. Se trata de un compuesto discursivo que atenta contra los grandes pilares de la ilustración, aquella apuesta civilizatoria que quiso que la razón, el conocimiento científico y el humanismo pudieran forjar un espacio público enterado y razonable, promotor del diálogo y el debate enterados, un escenario en el cual los individuos pudieran ser tales y no solo un rebaño.
Kant lo dijo a su manera: “Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es el mismo. Esa minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro…Tal es el lema de la Ilustración”. Quizá la pretensión fuera excesiva. No hay hombre que no resienta y consienta la influencia de los otros. Paro el populismo parece marchar en franco sentido contrario: “ese otro” pastorea una masa con una papilla simplista y contundente, explotando las emociones y ofreciéndole a la misma un sentido de falsa trascendencia.
¿Es necesario recordar que fue el aliento ilustrado el que ha forjado los usos y costumbres, los derechos y las instituciones y normas que permiten una convivencia medianamente armónica? Porque lo más preocupante de la proliferación de los resortes populistas es que no solamente atentan contra el arreglo democrático (lo cual es más que alarmante), sino contra muchos de los hábitos que permiten una vida medianamente civilizada.