En la teoría de la democracia, la distinción entre la democracia moderna y la de los antiguos (Bobbio, 1994; Cohen, 2000) es fundamental y ampliamente aceptada. Implica reconocer la imposibilidad de analizar con las mismas herramientas conceptuales realidades políticas que se han desarrollado en las sociedades diametralmente distintas: una con la visión organicista y otra, con la atomista. A veces se simplifica esta distinción con la contraposición de la democracia directa a la representativa, aceptando tácitamente la idealización republicana de la primera. En el fondo, en este reconocimiento de la diferencia, de una cesura histórica irreversible, subyace la aceptación de que las instituciones políticas deben ajustarse a cambios societales más amplios.
En contraste, el paso de la modernidad a la postmodernidad no se ha convertido en un enfoque relevante para el análisis de la crisis actual y del futuro de la democracia. Los sociólogos como Bauman (2000, 2002), von Beyme (1994) o Beck (1997, 1998) han apuntalado sus impactos en la política (en general), pero los análisis recientes y específicos de la democracia se centran en la crisis del sistema de partidos tradicional y el auge del populismo (Kriesi, 2014; Levitsky y Ziblatt, 2018; Temelkuran, 2019), sesgando el debate político a reflexiones de cómo evitar el paso de la democracia liberal a la populista, es decir, a analizar cómo mantener el status quo, y no cómo dar un salto cualitativo y construir instituciones democráticas afines a las características de la sociedad postmoderna.
De ahí que este artículo propone la necesidad de un cambio radical en el modelo de la democracia moderna, transformación que acerque las instituciones políticas a las exigencias de un contexto nuevo, de los ciudadanos socializados ya en la postmodernidad y la sociedad de riesgo. Considerando incluso que el paso de la modernidad a la posmodernidad no se ha consumado todavía, los jóvenes asimilan preferencias, valores y conductas cada vez más individualizados y hedonistas, que nos obligan a replantear las dinámicas del sistema político, que apelan exclusivamente a los ideales modernos.
De ahí que primero vamos a analizar la crisis de la democracia desde la teoría de la modernidad y postmodernidad, retomando principalmente las reflexiones de Zygmunt Bauman sobre la modernidad líquida (2000) y de Gilles Lipovetsky sobre la hipermodernidad (2008). Después, integraremos el análisis de la sociedad de riesgo (Beck, 1998), su relación con la ciudadanía neurótica (Isin, 2004) y el populismo (Kriesi, 2014). Finalmente, presentaremos dos propuestas de revitalizar las instituciones representativas: la democracia líquida (Blum y Zuber, 2016) y slow democracy (McIvor, 2011; Saward, 2015) como planteamientos orientados hacia el futuro; un futuro que reconocemos como deseable, que no surgirá como efecto de procesos automáticos del cambio, sino que exige una construcción paulatina de nuevas prácticas democráticas.
Los fundamentos modernos de la democracia y su erosión en la postmodernidad
La democracia es uno de los grandes relatos de la modernidad (Lyotard, 1998), narrativas que definían la socialización de los individuos, establecían los parámetros de lo justo, lo deseable y lo aspiracional. Los distintos planteamientos sobre la democracia1 compartían los fundamentos de otros grandes relatos, particularmente la razón, el progreso y el Estado nacional. La modernidad es un proyecto que mira al futuro, busca liberar a los individuos de las tradiciones y normas heredadas, y sustituirlas por las racionales, que legitimaban el ejercicio del poder político en el nombre de los proyectos revolucionarios y la promesa de un futuro mejor (Bauman, 2000). En este contexto, para los republicanos,2 como Bauman, la democracia era más que un régimen político o un conjunto de reglas para la toma de decisiones. Era una forma de recomponer la sociedad, reconstruir el lazo social entre los individuos hobbsianos, separados por la desconfianza y el conflicto. En este sentido, la democracia se presenta en la modernidad como un remedio colectivo a los grandes problemas sociales, un camino para la emancipación de la humanidad, más que para la libertad individual (Bauman, 2000, 2002).3 Los liberales, en contraste, enfatizan su potencial de salvaguardar la libertad de los ciudadanos, definiéndola como una asociación libre de los individuos, quienes ponen en común sus recursos individuales para constituir un poder no tiránico, respetuoso de las libertades y derechos individuales (Bobbio, 1996, p. 19-20).
No obstante el ideal de la libertad, en un orden disciplinario de la modernidad, la democracia también lo era. La ruptura con las jerarquías de la sangre y los estamentos sociales fue sustituida por la exigencia de subordinarse al ideal de la vida política productiva, a las grandes ideologías, a la disciplina de partidos políticos y de reglas estandarizadas (Lipovetsky, 2015, p. 5-15). Tanto en la política, como en el trabajo o la vida personal, la modernidad exigía la postergación de la satisfacción, el sacrificio del presente para lograr un futuro mejor. En este contexto, la democracia exigía ciudadanos biónicos (Isin, 2004), cuya conducta era determinada por el cálculo racional, y su búsqueda de la satisfacción inmediata, regulada por el imperativo de un beneficio social.
Desde los mediados del siglo XIX a la década de los años cincuenta del siglo XX, este ideal de la democracia moderna intentó acomodar la contradicción entre sus imperativos teóricos y la desconfianza en la capacidad de los individuos reales de cumplir con las exigencias de la racionalidad. En su análisis arquetípico de la democracia, Tocqueville [1835] (1998) acusa la ineficiencia administrativa, la huida desde lo público hacia las comunidades pequeñas de familia y amigos, la tiranía de la mayoría como la nueva esclavitud de la democracia; diagnóstico compartido por John Stuart Mill, quien defiende las virtudes del gobierno representativo [1861] (1991), pero reconoce también que:
Las instituciones representativas tienen un valor escaso y pueden convertirse simplemente en instrumentos de tiranía o de la intriga, cuando la generalidad de los electores no les interesa lo bastante su propio gobierno como para emitir su voto o, si lo hace, no lo otorga por una causa pública, sino que lo vende por dinero o vota a insinuación de alguien que ejerce control sobre ella, o a favor de alguna persona a quien por motivos particulares desea aplacar. La elección popular practicada de este modo, en lugar de constituir una protección contra un mal régimen, no representa sino un engranaje adicional en su maquinaria (Mill, 1991, p. 17).
De ahí que la democracia moderna nunca resolvió el problema de la paradoja tecnocrática (Bobbio, 1996, p. 41-42), más bien lo esquivó primero con el sufragio restringido y la férrea disciplina interna de los partidos, y después, priorizando su papel de gobierno sobre el de representación (Bardi, Bartolini y Trechsel, 2014; Thomassen y van Ham, 2014).
En la primera etapa de la modernidad, la función de los partidos políticos no era solo representar los intereses de sus electores, sino también formarlos como ciudadanos, adoctrinarlos en una ideología, involucrarlos en el trabajo orgánico del partido, ofrecerles un camino para participar en la construcción de un gran proyecto, acorde a alguna de las ideologías comprehensivas. Era una democracia representativa en el sentido de Bobbio, en la que las deliberaciones colectivas son realizadas por los representantes elegidos, y no por el conjunto de la sociedad (1996, p. 52-53). En los términos de Thomassen y van Ham (2014, p. 403-405), este modelo particular de la democracia, basado en claras distinciones ideológicas y la representación con escasa rendición de cuentas, hoy en día ni siquiera sería considerado una democracia plena, por la pasividad y lealtad acrítica de los ciudadanos a los partidos de su preferencia y el esfuerzo de mantener la lealtad del electorado propio, más que de convencer a grupos amplios de la sociedad. Pero es precisamente este modelo de representación que refleja de manera contundente la modernidad como un orden social basado en las grandes narrativas, capaces de disciplinar, pero también de inspirar a los ciudadanos.
En los finales de la década de los sesenta, se visibilizan las fisuras en el orden disciplinario de la modernidad. La segunda revolución individualista (Lipovetsky, 2015, p. 5) fue una consecuencia lógica de la liberación de la ciega obediencia a las tradiciones, de la emancipación frente a los roles sociales y las autoridades institucionales. Este proceso fue acelerado por el desarrollo de las nuevas tecnologías de información y de comunicación, así como por las doctrinas políticas que desmantelaron las capacidades del Estado de coordinar las aspiraciones individuales y ofrecer remedios colectivos a los problemas sociales. La postmodernidad, o la modernidad líquida, es la versión privatizada de la modernidad, en la cual ya no existe el interés por el progreso, por los grandes proyectos revolucionarios o por más pequeñas cruzadas culturales o educativas. Más que dejar un legado que perdure siglos, los individuos buscamos viajar ligero, desechar lo creado y buscar siempre algo nuevo (Bauman, 2000). Esta etapa, dominante en los años ochenta, privilegió el papel de gobernar y la representación con mandato no obligatorio. Los partidos políticos se alejan de sus bases, construyen su prestigio en la autoridad de especialistas y tecnócratas, de la eficiencia de sus políticas, y su adecuación a un contexto cada vez más complejo y globalizado. De esta forma, los partidos se separan de la sociedad civil, y se ubican en la esfera del Estado, se financian con erario público y recurren a los ciudadanos consumidores solo en los tiempos de las elecciones (Bardi, Bartolini y Trechsel, 2014; Thomassen y van Ham, 2014). El fin de la Guerra Fría consolidó la percepción de un consenso sobre la victoria de la democracia liberal, que también justificó el retiro de los ciudadanos a la esfera privada.
Igual que la modernidad, la postmodernidad evoluciona, y los años ochenta y noventa poco se parecen a la segunda década del siglo XXI. Es útil retomar aquí la distinción de Lipovetsky (2008) entre la postmodernidad y la hipermodernidad. La sociedad postmoderna aniquila las grandes narrativas, incluyendo la de racionalidad, y la sustituye por una poderosa dinámica de individualización. El auge de consumo, la consagración del hedonismo y la mediatización de todos los aspectos de la vida, incluyendo la política, debilitaron las normas disciplinarias de la modernidad, el compromiso con la política y la fe en su poder emancipador. El liberalismo en su versión libertaria reintrodujo la atomización de la sociedad y aniquiló el contrato entre la clase dirigente y los ciudadanos. La primera ya no se preocupa por el bienestar ciudadano, acomoda fácilmente las críticas, porque no se compromete a convertirlas en proyectos colectivos de mejora.
La metáfora del campamento con la cual Bauman describe la política, aplica a la democracia: los ciudadanos llegan, ponen sus tiendas de campaña y se van. Disfrutan, exigen servicios de calidad, pero no les preocupa la administración del lugar. Su permanencia es momentánea, se van, cada quien a su propio destino (Bauman, 2000). Pero la postmodernidad es todavía la continuación de la modernidad en su visión optimista del presente. La sociedad de consumo (Bauman, 2000b, p. 43-70; Lipovetsky, 2015) permite acomodar diferentes estilos y contradicciones. La democracia es aceptada porque permite el respeto a la diferencia, el culto a la libertad individual en su interpretación negativa, que enfatiza la libertad de elegir, no de crear las opciones. Todos reclaman el derecho a ser uno mismo, a vivir en el presente, a satisfacer sus deseos cambiantes. Al mismo tiempo, se pierde el sentimiento de la pertenencia a la sociedad, a las generaciones enraizadas en el pasado y orientadas hacia el futuro (Lipovetsky, 2015; Beck, 1997).
La hipermodernidad (Lipovetsky, 2008) es la versión extrema de la postmodernidad en su frenesí consumista, individualista y hedonista. Pero hay dos tendencias que se acentúan, que afectan todos los aspectos de la vida de las personas, incluyendo la política: la aceleración y la percepción de crisis generalizada. Ya Bauman en su análisis de la modernidad líquida (2000) enfatiza la relevancia del tiempo, frente a la aniquilación del espacio. Lo líquido cambia contantemente de forma y ese movimiento es asociado con la libertad, principalmente de consumo. Consumir es usar y destruir las cosas, satisfacer deseos solo momentáneamente, para mantener la necesidad de consumo. La sociedad de consumo exige no aferrarnos a nada, no comprometernos con nada. Ya no hay postergación del deseo, sino su inmediatez. Las modas son efímeras, y también lo son las identidades y los compromisos (Bauman, 2000b). La espera y la lentitud se devalúan, mientras aumenta el valor de la simultaneidad y la inmediatez, de la multiplicidad de las temporalidades. El tiempo es un valor, pero implica también exigencias: ser maleable y abierto al cambio, moverse contantemente, buscar nuevas experiencias. La aceleración de la vida social provoca el estrés, la constante percepción de la urgencia y la insatisfacción (Lipovetsky, 2008).
La desarticulación de la capacidad de la acción colectiva de la sociedad (Bauman, 2002) lleva a la redefinición del poder. De la negatividad de la imposición, pasamos a la positividad de sí, se puede. La prohibición moderna es sustituida por la motivación postmoderna, que implica la obligación de maximizar el rendimiento y la libre aceptación de la auto-explotación (Han, 2016). La hipermodernidad es también la sociedad de cansancio, de super-rendimiento, de ansiedad y trastornos psicosomáticos (Lipovetsky, 2015; Han, 2016).
La ansiedad y la depresión son acentuadas por la percepción de un futuro incierto, problemático. La fe moderna en el progreso, en los milagros de la ciencia y la tecnología, es sustituida por la intuición de la catástrofe. Abundan los análisis de riesgos, las modelaciones de los desastres climáticos o económicos (Lipovetsky, 2015), pero no hay acción pública que ofrezca la esperanza en un futuro mejor. Es la sociedad de riesgo, pero sin la visión optimista de la subpolítica (Beck, 1997) que active a los ciudadanos. Es la era de los ciudadanos neuróticos, que buscan soluciones totales a sus miedos (Isin, 2004), y se refugian en las promesas del populismo.
Democracia en la sociedad de riesgo
La teoría de riesgo es una variante de la teoría de la postmodernidad, que centra su atención en el proceso de toma de decisiones y la responsabilidad por sus consecuencias. El mismo concepto de riesgo (Luhmann,1996; Mythen, 2004) establece una distinción entre la premodernidad, regida por la conciencia del peligro, y la modernidad, regida por la percepción del riesgo. Los peligros se sitúan en el contexto externo a la decisión humana, se atribuyen a la naturaleza o las fuerzas divinas. Por lo mismo, no implican responsabilidad individual por sus consecuencias. La modernidad y su relato fundacional de la razón construye la autoconfianza de la humanidad en su capacidad de calcular, medir y prever. La racionalidad exige evitar los daños probables y evitables, al mismo tiempo que el imperativo del progreso exige buscar el éxito y la maximización del beneficio. El concepto de riesgo, a diferencia del de peligro, enfatiza el problema de que los beneficios exigen asumir el riesgo: admitir la probabilidad de los costos, del impacto negativo (Luhmann, 1996).
La modernidad, su fe en la racionalidad, en la ciencia y tecnología, reconocía que los riesgos son efectos de las decisiones humanas, pero también creía en la posibilidad de prevenir consecuencias catastróficas y de proteger a los ciudadanos de sus costos. El Estado era el actor capaz de proteger a sus ciudadanos, o en dado caso de castigar a los responsables por decisiones equivocadas y compensar a los afectados (Mythen, 2004, p. 11-29; Isin, 2004). La democracia, a su vez, permitía una distribución relativamente equitativa de los bienes y los males públicos, al menos como un deber reconocido, si no siempre cumplido por los gobiernos. Como hemos señalado, cambia también la lógica de los partidos políticos, quienes ya no enfatizan las distinciones ideológicas, sino su habilidad tecnocrática de resolver los problemas, de asumir la responsabilidad por el gobierno. Hasta los años setenta, con bajo nivel de globalización, economías todavía predominantemente nacionales y con crecimiento, los gobiernos centrados en la responsabilidad de gobernar tenían alta legitimidad, se percibían como intermediarios de intereses corporativos, actores capaces de promover el bien público, disciplinando a los grupos de interés (Bardi, Bartolini y Trechsel, 2014, p. 240-241). En resumen, eran vistos como una protección contra el riesgo.
La creciente globalización y la acumulación de los riesgos producidos por las sociedades industriales marca el advenimiento de la sociedad de riesgo, en la cual es imposible atribuir la producción de un riesgo a un actor particular, por ende, reclamar la responsabilidad o compensación por las decisiones. El problema no es solo la acumulación de los riesgos por elecciones pasadas o su escala global. La sociedad de riesgo es la sociedad postmoderna, altamente individualizada, con instituciones públicas debilitadas, tanto por la interdependencia global, como por la desconfianza y desafección de los ciudadanos. Es la sociedad de rendimiento, en la que la responsabilidad por el destino propio, el bienestar, la protección contra los riesgos, se desplaza a los individuos. Es cuando la sociedad de riesgo evoluciona hacia la sociedad de miedo (Isin, 2004; Mythen, 2004, p. 137-156).
Como hemos señalado, la sociedad moderna, incluso si tenía conciencia de riesgo, enfatizaba la capacidad de solución, prevención y protección públicas. La política era un mecanismo para distribuir los bienes, el Estado de bienestar era, además, una promesa de proteger a los ciudadanos, a lo largo de su vida, contra las contingencias: el desempleo, la enfermedad, el ingreso insuficiente. La postmodernidad es la sociedad que, en términos de Bauman (2002, p. 13, 25-26) enfrenta el problema de inseguridad, incertidumbre y desprotección: los individuos no pueden tener certeza sobre las consecuencias de sus acciones. Las protecciones fallan, las conductas razonables se perciben como irracionales, las medidas preventivas producen sus propios riesgos. La conciencia de la crisis presente y de la catástrofe por venir, propia de la hipermodernidad, convierte a los ciudadanos biónicos, racionales, en ciudadanos neuróticos, quienes actúan en respuesta a sus ansiedades e inseguridades. No son sujetes competentes, racionales y calculadores, sino seres llenos de ansiedad, que viven bajo constante tensión y que se gobiernan a través de las emociones (Isin, 2004).
Este fenómeno es intensificado por la mediatización de nuestra vida. No necesariamente hay más riesgos en la época actual, pero sí más información, o más publicidad al respecto. En la época de la creciente importancia de lo estético, de lo visual, los medios enfatizan lo negativo, acercan las imágenes de las catástrofes actuales y modelan las futuras. Los medios mezclan la ficción y la realidad, dramatizan los hechos para atraer las audiencias.
Los ciudadanos neuróticos viven la constante tensión entre exigirle a los gobiernos la protección total, la seguridad absoluta, y la profunda desconfianza en la capacidad del Estado de proveerlas. Los gobiernos en manos de los partidos políticos tradicionales ya no pueden legitimarse por su capacidad tecnocrática de enfrentar los riesgos. La misma confianza en el saber científico-tecnológico es minada por los desacuerdos entre los especialistas, ampliamente mediatizados. La abundancia de la información en las redes sociales, autorizada y desautorizada por los mismos consumidores, rompe los consensos sobre las causas y las consecuencias de los fenómenos socialmente compartidos. Las emociones importan más que los hechos, los algoritmos facilitan el consumo individualizado de la (des)información, los políticos pueden ser emocionalmente honestos, incluso si mienten y las mentiras se justifican porque reflejan la verdad mejor que la verdad misma (Keyes, 2004, p. 140-143).
La democracia moderna, construida sobre la exigencia de la racionalidad, la deliberación y la postergación de la satisfacción, difícilmente puede acomodarse en la era de la posverdad. Cuando cada ciudadano tiene sus propios hechos, su propia verdad, las ideologías y los programas centristas no importan. La honestidad, que exige reconocer la limitada posibilidad de proteger a los ciudadanos del riesgo, no es una virtud, sino un estorbo electoral. El populismo, que promete restaurar el control, al mismo tiempo que legitima las emociones en la política, atrae al electorado, le permite expresar mejor sus miedos, canalizar su enojo y angustia en enemigos simbólicamente construidos: los adversarios políticos, los migrantes, los terroristas, los Otros.
El populismo como una ideología profundamente iliberal (Kriesi, 2014) se acomoda muy bien en la sociedad de miedo, que busca comunidades cerradas y el regreso a un pasado idealizado, con valores y normas firmes, identidades inflexibles. Representa una mezcla muy hipermoderna del presente y del pasado, que refleja la ausencia de un proyecto futuro (Lipovetsky, 2008). Es un discurso que polariza la sociedad, que se nutre de la cultura de miedo, pero no es capaz de ofrecer la respuesta. Implica también el rechazo a los partidos políticos tradicionales, que se han alejado de los ciudadanos, que los han abandonado y obligado a asumir como individuos las consecuencias de los riesgos que se producen socialmente. Hoy en día, todavía se celebra los triunfos electorales de los partidos tradicionales, siempre que hayan vencido a los populistas. Pero el futuro de la democracia no está en la defensa del pasado. Los cambios que ha marcado la postmodernidad y los retos de la sociedad de riesgo, que amenazan la sobrevivencia misma de la humanidad, exigen modelos nuevos, que permitan regresarle a la democracia su potencial de reconstruir los lazos sociales entre los individuos, de crear comunidades con capacidad de enfrentar colectivamente la incertidumbre y ofrecer protecciones sociales a la inseguridad.
Un esbozo de la democracia para la postmodernidad
Como hemos señalado en los párrafos anteriores, en la modernidad, la democracia ha pasado de una narrativa capaz de movilizar a los ciudadanos, a un ejercicio gerencial por parte de los partidos políticos, alejados de la sociedad civil. El ideal de la democracia inspiró las luchas por el sufragio universal, la primera ola feminista, la resistencia en contra de los regímenes totalitarios, la Primavera Árabe. El paso de la modernidad a la postmodernidad, en contra de los diagnósticos pesimistas de Bauman o de Lipovetsky, no ha aniquilado la capacidad de la política (democrática) a recrear los lazos sociales entre individuos atomizados. Los movimientos ecologistas, feministas o antirracistas que irrumpen en el escenario político actual demuestran una crisis profunda de la política institucionalizada, pero no de la política como búsqueda de la libertad, en la pluralidad y a través de la acción (Arendt, 1997). Esta definición fundamental de la política es afín al ciudadano postmoderno, que busca experimentar su libertad, pero también disfrutar de las experiencias colectivas, de la satisfacción de construir algo nuevo, una sociedad regida por los valores postmateriales, que -a pesar de los diagnósticos pesimistas- no han sido destruidos por el consumo líquido. El auge actual de la acción colectiva, el entusiasmo que moviliza a la sociedad a protestar, tiene potencial de crear nuevas alternativas para la democracia, capaces de acomodar el individualismo, que busca el disfrute, pero también el compromiso con la sustentabilidad, la igualdad o la justicia.4
La alternativa que puede cumplir con estas expectativas es, por ejemplo, la democracia líquida (Blum y Zuber, 2016), que ha sido implementada en los últimos diez años por los Partidos Pirata en Europa.5 Esta propuesta puede ser analizada como un procedimiento electoral, que combina las características de la democracia representativa con la directa. Pero lo que nos interesa recuperar aquí es su potencial para restablecer la función integradora de la democracia, su capacidad de construir una comunidad política, que ofrezca a los ciudadanos postmodernos una experiencia de participación política significativa, pero también satisfactoria. El relato moderno de la democracia disciplinaria, del ciudadano totalitario (Bobbio, 1996 p. 86; Badiou, 2000) no tiene la capacidad de movilizar a los individuos socializados ya en la postmodernidad hedonista. De ahí que no proponemos aquí una actualización tecnológica de los procedimientos de votación y toma de decisiones,6 sino una forma distinta de pensar la participación democrática, que no exija un ciudadano biónico, al mismo tiempo que restituya la responsabilidad ciudadana por el ejercicio del poder.
La democracia líquida propone combinar la participación directa de los ciudadanos con mecanismos de representación flexible. Específicamente, todos los ciudadanos tienen derecho a distintas opciones de participar en la toma de decisiones. Pueden votar directamente sobre todos los tópicos de la agenda legislativa o pueden delegar su voto a un representante, sea para un tópico específico, un área particular de política pública o todos los tópicos de la agenda. A su vez, los representantes tienen la capacidad de meta-delegación: pueden delegar su voto y los votos recibidos a otro representante. Finalmente, cada ciudadano puede en cualquier momento rescindir su delegación, quitando al representante la potestad de votar en su nombre. (Blum y Zuber, 2016)
El primer cambio radical que introduce esta propuesta es la eliminación de los periodos electorales. Ya no hay elección popular en periodos preestablecidos, ni legisladores que representarán la voluntad de sus electores en todos los tópicos de la agenda. Supongamos que soy una ciudadana interesada particularmente en tema de equidad de género y de sustentabilidad. En todos los demás temas de la agenda pública voy a delegar mi voto, reconociendo que no tengo competencias necesarias para tomar decisiones. Pero tampoco tengo que escoger un mismo representante para la diversidad de tópicos o propuestas legislativas. De acuerdo con la capacidad, el currículum o el desempeño previo de distintos candidatos o candidatas, puedo escoger distintas personas como mi representante. Si no he seguido los debates en un área específica de la política pública, puedo delegar mi voto a la persona que sí lo ha hecho, para que escoja a mi representante.
Este proceso aparentemente confuso y de difícil gobernanza requiere, evidentemente, de un soporte tecnológico sofisticado.7 Pero su gran ventaja es que permite a los ciudadanos profundizar el involucramiento en temas específicos de su interés, no solamente como activistas, sino también como tomadores de decisiones. Retoma el ideal republicano de políticos no profesionales, de personas que entran y salen de la política formal (labor legislativa, en este caso), que no viven de la política, pero comprenden que es la política donde se decide nuestra vida. Es una alternativa que tiene la capacidad de acomodar lo que hoy percibimos como contradicciones: ser ciudadano de a pie y tomar decisiones legislativas, ser especialista, activista y tener también el lujo de desconocer áreas amplias sometidas a decisiones públicas. Permite delegar mi voto, y recibir votos delegados por los conciudadanos. Es una alternativa que destruye el fundamento tecnocrático de la política como arcana imperii (Bobbio, 1996, p. 94-118), al mismo tiempo que fortalece la expertise política en la toma de decisiones, al permitir la representación por cada tópico o área de política pública (Blum y Zuber, 2016, p. 166). Es precisamente esta capacidad de acomodar las contradicciones, la que hace de la democracia líquida un planteamiento atractivo para la postmodernidad.8
Evidentemente es una propuesta exigente, que requiere del involucramiento de los ciudadanos, si no en todos los temas a profundidad, al menos en el proceso de la selección constante de los representantes para los distintos tópicos de la agenda pública. Indudablemente es un reto, pero también es un elemento que permite una nueva dinámica de socialización. La eliminación de periodos electorales pone fin a los partidos de tipos catch-all, pero no amenaza la existencia de partidos pequeños, centrados en tópicos particulares, como la sustentabilidad, los derechos (en el sentido amplio de la palabra) de los indígenas o de los afrodescendientes, partidos enfocados a problemas locales. Estos partidos competirían con las organizaciones de la sociedad civil, con líderes intelectuales o morales independientes por representar la voluntad de los ciudadanos en tópicos de su competencia.
Los lazos personales o semi-personales, basados en el prestigio de la persona, no en el apoyo de una estructura burocrática, serían parte importante de la legitimidad política. Es un fenómeno que ya existe, en movimientos como Wikipolítica en México (Ochman, 2020, p. 95112) o Volt en la Unión Europea (Ochman, 2020b). A diferencia del liderazgo unipersonal y basado en el carisma que hoy en día promueve el populismo, la democracia líquida promueve liderazgos múltiples, personales u organizacionales, que debaten y compiten, pero nunca se presentan como la panacea, el líder incuestionable, capaz de resolver todos los problemas relevantes para la política.
La democracia líquida requiere mucho más que sistemas de toma de decisiones radicalmente distintos. La modernidad inició el proceso de la aceleración de la vida social, potenciado por la postmodernidad o la hipermodernidad, en términos de Lipovetsky. La dromocracia o el gobierno de los rápidos (McIvor, 2011, p. 59-60) es hostil a la formación de las identidades cívicas, a la deliberación inclusiva, a la mediación entre los intereses. El capital impaciente (McIvor, 2011, p. 60) presiona al sistema político para que tome las decisiones rápidas, al mismo tiempo que crea la percepción de que los poderes económicos, pero también el cambio tecnológico, no pueden ser dirigidos desde las instituciones democráticas (Saward, 2015).
Las propuestas como la democracia líquida se rebelan contra la aceptación fatalista de la aceleración de la vida, y postulan el regreso a un ritmo de vida, y de decisiones políticas, hechas a la medida de los hombres y de las mujeres, y también más amigables con el medio ambiente. En el sentido más amplio, la postmodernidad requiere una democracia lenta (slow democracy), que Saward define citando al manifiesto de las protestas anti-austeridad en España: “Hemos internalizado tus prisas, tus ritmos, tu velocidad. ¡Ya no más! Vamos lentos porque vamos lejos. Vamos lentos porque vamos todos juntos. Vamos lentos porque el proceso es tan importante como el resultado final” (2015, p. 5).
El postulado de la democracia lenta se inscribe en el movimiento más amplio de cambios en estilo de vida, de comida lenta, de ciudades lentas. De una apreciación de redes locales y nuevas formas de asociación, que valoran lo local, los estándares medioambientales, la responsabilidad por la vida en común (Saward, 2015, p. 9-10; McIvor, 2011, p. 78-82). Estos movimientos son una reacción a la aceleración postmoderna, al vacío del consumo líquido, a la soledad del Narciso (Lipovetsky, 2015, p. 49-78). Es una reacción que mira hacia el futuro, pero también hacia el pasado. La valoración de lo local puede traducirse en la responsabilidad por el contexto y la lenta construcción de las competencias para la acción política democrática, o en el rechazo xenófobo al otro: al migrante, al homosexual, al pobre. Puede construir comunidades abiertas a la conversación, al consumo sustentable y compartido con el otro, o puede promover comunidades cerradas, basadas en el miedo y la neurosis creciente.
Estamos hoy en una encrucijada, en un momento cuando la desilusión con el sistema político puede promover retroceso de la democracia. El populismo es un discurso atractivo que apela a las personas, les ofrece la ilusión que sus aspiraciones y sus miedos son escuchados e incluidos en los programas políticos. Más que dolerse por la irracionalidad de los ciudadanos, por su falta de criterio o su formación deficiente, es necesario ofrecer un discurso alternativo, que permita organizar y coordinarlos en torno a sus preocupaciones, pero también en torno a los ideales de justicia, de inclusión y de la libertad para todos, que son valores fundamentales de la democracia.
Conclusiones
La democracia moderna ha desempeñado dos funciones importantes. Por un lado, ha sido un mecanismo de selección de los representantes y de toma de decisiones en los cuerpos legislativos. Por el otro, ha funcionado como un mecanismo de socialización de los individuos, que hace posible la construcción de un proyecto colectivo, fundamentado en los valores de libertad, equidad y justicia. El mecanismo que conecta estas dos funciones es la deliberación, y es el mecanismo de la democracia que está hoy en crisis.
Lo que amenaza la democracia hoy en día no es el populismo en sí, sino la polarización resultante, la pérdida de la capacidad de y el interés por debatir, la esencia misma de la política. Como un ideal, la modernidad reconocía la capacidad de todos los ciudadanos de participar en los debates. Como un proceso histórico, la modernidad terminó privilegiando la visión tecnocrática de la política, privando la democracia de su dimensión deliberativa.
Tampoco es realista esperar que la política se vuelva central en la vida de los individuos, que los ciudadanos se informen de todos los tópicos y participen en todos los debates. Flexibilizar los procesos de toma de decisiones, como lo propone la democracia líquida, redefine las fronteras entre el activismo social y la toma de decisiones. Aprovecha el entusiasmo y el compromiso ya existentes, al mismo tiempo que introduce un incentivo nuevo: la posibilidad de participar en la toma de decisiones, vincular el debate con los resultados legislativos.
Hoy vivimos en las sociedades que combinan todavía las características e ideales de la modernidad y la postmodernidad. Diferentes subsistemas sociales viven la transformación a su propio ritmo y los cambios no son lineales. En el caso de la política, -y sobre todo en generaciones más jóvenes-, es innegable que, la liberación postmoderna del orden disciplinario debilitó todavía más el interés y la capacidad deliberativa de los ciudadanos. Incluso los defensores de la democracia han perdido la fe en que valga la pena el esfuerzo de convencer a los adversarios políticos.9 La sociedad de la posverdad no solamente legitima las mentiras, también representa la destrucción de un espacio compartido de debate, un espacio de conflicto, pero también de la coexistencia de los argumentos y de las interpretaciones.
No obstante, la postmodernidad no es adversa a los ideales de la democracia, si la entendemos como una forma de socialización. Al contrario, la constante presencia de las crisis -económicas, medioambientales, sanitarias- moviliza la sociedad a debatir sobre el futuro, un futuro que no puede ser la continuación del pasado. La sociedad de rendimiento exige recuperar la contemplación (Han, 2016), el consumo desmesurado invita a una nueva austeridad, la crisis ecológica, a una nueva forma de relacionarnos con el medio ambiente.
En este contexto, la democracia tiene una nueva oportunidad y, paradójicamente, el mismo desafío: resolver la paradoja tecnocrática, que justifica un gobierno de elites, que simula los debates. Hay sectores amplios de ciudadanos dispuestos a reconstruir lo público, al mismo tiempo que rechazan los mecanismos disciplinarios de la democracia moderna. Las propuestas novedosas, como la democracia líquida, representan muchos desafíos. En la era de los algoritmos, crece el fatalismo en cuanto a la capacidad de la autodeterminación. Por eso es importante iniciar la reconstrucción de la democracia desde abajo, desde las comunidades locales, espacios que permiten la comunicación cara a cara, sin intermediación de la tecnología. La tecnología hace posible la implementación de la democracia líquida, pero no es su esencia. Su potencial no está en el mecanismo de votación, sino en la necesidad de reconectarnos con el espacio público, en la exigencia de revertir la aceleración de la vida social. Tampoco es una panacea, pero sí, una oportunidad de rescatar a la democracia de las élites que la han vaciado de su esencia.