Introducción
Abordar la cuestión de la autoridad entraña un problema político de primer orden para los populismos contemporáneos marcados por un poder que se autoriza a sí mismo mediante el discurso de la “soberanía popular”, representada en la figura del líder. Disociar la autoridad del poder y la soberanía, nociones con las que tradicionalmente se confunde, permitiría recuperar su dimensión política y contribuir a la explicación de los problemas actuales vinculados a la desconfianza democrática. En este sentido, este trabajo propone dilucidar la forma en que el principio de autoridad se fue decolorando en el devenir histórico y en su evolución conceptual hasta fundirse con la concepción moderna de soberanía, cuya consecuencia se manifiesta en el ejercicio del poder soberano materializado en los líderes populistas actuales.
Tres líneas de argumentación resultan estratégicas para sostener el supuesto planteado. La primera, refiere a la gestación del concepto primigenio de autoridad. Es necesario reconocer la trayectoria histórica y conceptual del significado primero de esta noción para comprender en qué radica su desdibujamiento. Con este propósito, recupero el desarrollo realizado por Hannah Arendt a lo largo de su obra. La exploración pemitirá desmontar la base sobre la que se sostiene el equívoco de que la autoridad deriva de la misma fuente que el ejercicio del poder. La segunda línea argumental resulta fundamental para revelar el modo en que el concepto de soberanía moderna, inscripto en el contractualismo de Hobbes, potencia el giro del significado de autoridad primigenio identificado por Arendt hacia la fusión del ejercicio del poder soberano con la autoridad. Ambas líneas de argumentación permitirán visibilizar el proceso en el que la autoridad queda atrapada por el poder soberano, cuya edificación tomará forma en la anatomía de los populismos contemporáneos expuesta por Pierre Rosanvallon en su obra El siglo del populismo. Historia, teoría y crítica (2020a), cuestión a discutir en la tercera línea argumental de este trabajo.
Antes de continuar es importante destacar lo siguiente. El principio que guía el planteamiento teórico-metodológico de este texto, consiste en desestructurar el proceso mediante el que autoridad y poder perdieron su autonomía en el devenir histórico y construcción conceptual. Abordaje inexcusable para comprender la manera en que los populismos actualizaron en su práctica presente el supuesto de que autoridad y poder se encarnan en la figura del líder. En este sentido, las tres líneas argumentales guardan un valor sustantivo al momento de sostener la crítica de que la marca de identidad de los populismos contemporáneos la constituye el poder sin autoridad.
La cimiente del concepto de autoridad en la obra arendtiana
Aproximarse al populismo contemporáneo desde la crítica que apunta la existencia de un poder sin autoridad, exige argumentar en torno al proceso histórico y conceptual sobre el que se edificó la noción de autoridad. Desde la Grecia clásica, pasando por la Roma republicana y hasta llegar a la Edad Moderna, el concepto de autoridad ha sufrido diversas mutaciones en el pensamiento y en la práctica política.
En este marco, la tarea central de este apartado radica en rastrear dicho concepto con el propósito de reconocer los mecanismos que dieron lugar a los malentendidos que llevaron a su tergiversación y, más tarde, a su desmoronamiento, al vaciarlo de su dimensión política original y situarlo como una acción negativa en las democracias. Con este objetivo, propongo indagar, mediante un escrutinio filosófico, histórico y político el concepto de autoridad en la obra de Arendt. Aunque resulta difícil dar seguimiento a la trayectoria de las nociones desarrolladas en su trabajo, toda vez que aparecen diseminadas y sin conclusión, precisamente porque su mirada filosófica y epistémica frente al pensamiento radica en escapar a toda definición última y apostar por la dinámica permanente de la reflexión, llevaré a cabo este propósito siguiendo las marcas del trabajo pionero de Edgar Straehle (2016), “Hannah Arendt: una lectura desde la autoridad”.
Delinear el significado de autoridad arendtiano, concierne a un acercamiento que solo puede lograrse en el despliegue del curso de su acción (Arendt, 1976). Esta dificultad demanda indagar un conjunto de materias y nociones diversas con las que intersecciona, tales como la religión y la tradición. Requiere, también, situarla en el centro de cuestiones vinculadas al poder, la violencia, la soberanía, la ley, la fundación, la memoria, el sentido común; sin desatender su diálogo con la libertad y el juicio. Otro elemento a considerar es que la noción de autoridad constituye una dimensión intermedia alojada entre el trabajo (o fabricación) y la acción. Quizá, esa sea la razón por la que Arendt no menciona el término en La condición humana, aunque para ese momento ya había escrito su texto, “¿Qué es la autoridad?” (Arendt, 2006a).
Respecto al trabajo, la autoridad comparte rasgos como la durabilidad y la permanencia, pero se distancia de su carácter individualista e instrumental de la realidad, así como del aislamiento en el que se produce y la violencia intrínseca que lo anida, al tener como meta la conclusión en un punto final determinado, independientemente de los medios a utilizar. La incompatibilidad entre la autoridad y un marco instrumental encarnado en el individualismo, como el que se deriva de la fabricación, cuestiona la perspectiva desarrollada por Platón que ubica el origen de la autoridad en el ámbito individual de la reflexión y la teoría (Platón, 2011).
En el plano helénico, aunque la autoridad aparezca arropada bajo un manto de sabiduría o de posesión de la verdad, está más próxima a una forma de gobierno tiránico y, a una comprensión de la política que corresponde al esquema de la fabricación. Aquí, la interpretación de la autoridad se asienta fundamentalmente en una experiencia extrapolítica que reduce al silencio a aquellos cuya tarea asignada se limita a la obediencia (Straehle, 2016, p. 89-90).
De este modo, a pesar de que el concepto de autoridad provenga de la tradición romana -como se verá más adelante- su sentido originario quedará eclipsado por un significado que procede del pensamiento griego, cronológicamente anterior (Arendt, 1997, p. 91). Uno de los objetivos de Arendt será confrontar el modelo de autoridad sintetizado en el rey filósofo de Platón -cercano a las características de la noción de trabajo- en el que no dejan de acusarse paralelismos con la figura del tirano (Straehle, 2016, p. 90).
En lo que se refiere a la acción, la autoridad comparte su carácter mundano y de novedad. La acción vinculada al discurso se da entre los seres humanos y no en los seres humanos (Arendt, 2005, p. 211). Mediante esta concordancia la realidad mundana se enhebra y edifica sobre la diversidad de acciones promovidas por una multiplicidad de personas. En este sentido, el mundo común se caracteriza por ser una especie de espacio de intermediación que une y separa a los seres humanos.
La mundanidad, entonces, se caracteriza por su dimensión relacional y por un tipo de fragilidad que no deja de apuntar a la permanencia y durabilidad en el mundo. Por ello, la autoridad coincide con ciertos rasgos del mundo desplegados por la acción, comparten la dimensión relacional y un dinamismo que cohabita con la durabilidad y estabilidad. La permanente tensión entre el advenimiento de lo nuevo y la supervivencia de lo antiguo, constituye su carácter fundamental. Al igual que el mundo, la autoridad requiere de estabilidad para influir confianza en sus moradores y flexibilidad para adaptarse a las nuevas demandas y necesidades.
A los aspectos que comparte la autoridad con el trabajo y la acción, Arendt suma el papel de los espectadores, mismo que será enunciado en su obra póstuma La vida del espíritu (Arendt, 2002) y en las Conferencias sobre la filosofía política de Kant (Arendt, 2012), cuya comparecencia resulta crucial para comprender el rasgo de exterioridad ineludible contenido en la autoridad. Mediante este referente, el mundo deja de pertenecer únicamente a quienes actúan o fabrican objetos que redundan en su creación, este será transformado de manera acorde a los juicios que los espectadores emitan retrospectivamente de los acontecimientos.
De este modo, como afirma Straehle, lo que se revela es el carácter indigente de la acción -mismo que comparte la autoridad-, no solo porque se trata de un tipo de actividad concertada que requiere la presencia de otras personas, sino también porque abriga la pretensión de generar una transformación en el mundo que necesita de la presencia de espectadores (en plural) que la reciban, la acojan y le den sentido.
A través de este ejercicio, Arendt coloca la facultad del juicio como la actividad más política de todas, y sin menoscabar el papel de los actores, la reconoce como aquella que se retira de toda participación activa para colocarse en una posición privilegiada para contemplar desde la distancia al conjunto. No obstante, la retirada del juicio hacia la posición del espectador permanece en el mundo común, en la mundanidad, lo que la distingue de la retirada reflexiva del filósofo, enmarcada en la individualidad. El veredicto del espectador, depende de las opiniones de los demás, lo que le demanda tener una “mentalidad amplia”, como la define Kant en su Crítica del juicio (Kant, 2010, §40, p. 130-133). Aunque con rasgos diferentes a los del actor, los espectadores tampoco están solos. No son autosuficientes, como el “dios supremo” que el filósofo trata de emular en el pensamiento que, de acuerdo a Platón, por su virtud puede convivir consigo mismo y no necesita de ningún otro (Arendt, 2002, p. 116, 118).
Juzgar supone una retirada de las “hazañas y las gestas” de los hombres para reflexionar sobre el significado de sus actos. A diferencia de los actores que solo tienen una visión parcial, el espectador dispone de una amplia mirada (Beiner, 2012, p. 216). Por ello, el juicio constituye el paso necesario para realizar la consolidación de los cambios. Si una acción tiene el poder de transformar el mundo no solo se debe a la actividad concertada de quienes la llevan a cabo, en este ejercicio están incluidas otras personas que, en el presente o en el futuro, confieren sentido al suceso. Actores y espectadores se complementan y necesitan mutuamente para dar continuidad al mundo (Straehle, 2016, p. 303).
Mediante la enunciación de los rasgos contenidos en las nociones de trabajo (o fabricación) y acción, así como la puesta en escena del papel de los espectadores, podemos esbozar algunas características de la concepción de autoridad arendtiana. Lo que la configura y faculta su durabilidad y permanencia en el tiempo, es el reconocimiento de virtudes sobre las que se sostiene la demanda asimétrica de la obediencia, tales como el respeto, el consentimiento y la confianza. La autoridad resulta incompatible con la imposición, la coerción o la violencia, toda vez que no se trata de una cuestión susceptible de ser forzada sino otorgada, entregada o concedida. Al igual que la acción, se identifica por su carácter indigente y depende de la relación con los demás, es ajena a la producción (o fabricación) de sí misma, pero requiere de la durabilidad para sobrevivir en la temporalidad, del mismo modo que el trabajo. Su reconocimiento no se formula desde la voluntad de quien desea tener autoridad, sino que es resultado del juicio generado por aquellos que le dan sentido a los actos que realiza. La autoridad es algo que viene de afuera, nadie se la puede apropiar, ni mucho menos adjudicar. Esta inerradicable inapropiabilidad de la autoridad y dependencia del reconocimiento de los otros es lo que le permite ser compatible con la libertad, justamente porque aquellos que se la otorgan, también tienen la capacidad de revocarla (Arendt, 2002, p. 116).
Arendt reitera que la autoridad es incompatible con el poder soberano que se afirma como poder supremo, absoluto, indivisible, indiscutible y que se autoriza a sí mismo. Autoridad y poder configuran dos cuestiones diferenciadas, nunca equivalentes, como lo impuso la Edad Moderna. Distinción que la filósofa judía rastrea en la concepción de la fundación romana tejida en torno a la pluralidad y la libertad, disposición que faculta la posibilidad de incluir a los vencidos. El enemigo no deviene en la figura del bárbaro que debe ser sometido, sino que se le reconoce su valía, la posesión de un logos, su potencial político. Y, como tal, se le invita a ser parte del proyecto de la república. En esta trama, la libertad se convierte en el legado que los fundadores de Roma dejaron a su pueblo; libertad ligada al comienzo que sus antepasados establecieron al fundar la ciudad, pero que sus descendientes tuvieron que manejar, sostener y discutir para darle continuidad y sentido. Por ello, la historiografía romana, tan política como la griega, fue más allá de la mera narración de los grandes acontecimientos.
A diferencia de Tucídides y Herodoto, los historiadores romanos siempre recuperaron el sentido auténtico de la libertad haciendo política su historia. Cualquier cosa que tuvieran que relatar, comenzaba con la trasmisión de la fundación de la ciudad, lo que introducía siempre la garantía de la libertad romana (Arendt, 2006a, p. 167). La autoridad de la res publica tenía su base en el vínculo con la libertad, cuya manifestación daba lugar a la independencia entre la autoridad y el poder. Para los fundadores de la república romana la libertad constituía el comienzo de la realización de algo, el inicio que anima e inspira las actividades humanas. Acción que se materializa en el carácter eminentemente político de los romanos para quienes, incluso, el enfrentamiento podía conducir al ensanchamiento del mundo, a su pluralidad.
Por lo anterior, Arendt identifica el contenido político de la religión como el recurso sobre el que se asienta la fundación de Roma. Para los romanos esto significaba literalmente, religare: estar atado, obligado, al sobrehumano y legendario esfuerzo por sentar las bases para construir la piedra angular para fundar la eternidad. Para ellos, ser religioso significaba estar ligado al pasado. El poder vinculante de la fundación era religioso, precisamente porque la ciudad ofrecía a los dioses del pueblo un hogar permanente. A diferencia de Grecia, donde sus dioses protegían las ciudades de los mortales, pero mantenían su hogar en el Olimpo, lejos de la morada de los hombres.
A juicio de Arendt, en este contexto surge la palabra y el concepto de autoridad. La palabra auctoritas deriva del verbo augere (aumentar), pues lo que aumentan quienes sostienen la autoridad es la base. La autoridad de los vivos siempre fue derivada de los fundadores que ya no estaban entre los vivos. A diferencia del poder (potestas), la autoridad tenía sus raíces en el pasado, pero este pasado no estaba menos presente en la vida real de la ciudad que el poder y la fuerza de los vivos (Arendt, 2006a, p. 121-122). La auctoritas responde al ideal complejo en el que se combinan el cambio y la variación con la permanencia y la estabilidad de la fundación.
El concepto de fundación en su caracterización de la Roma republicana, adquiere una importancia central para la comprensión de la autoridad en el pensamiento arendtiano. Noción que debe ser entendida en una doble adscripción, como comienzo y fuente de vida, pero también como libertad (Straehle, 2016, p. 215). Por lo tanto, atender la distinción entre la interpretación griega y romana de la misma, resulta crucial para discernir la concepción de autoridad. La fundación que para los griegos no era más que un hecho secundario y, muchas veces caído en el olvido, constituye el acontecimiento único, legendario y divino, particularmente autoritativo, que ilumina toda la posteridad y sirve de guía y soporte al pueblo romano (Arendt, 2006b, p. 324). Frente a Grecia, Roma se edifica sobre la continuidad de un comienzo que, en apariencia, no admite saltos.
En este ejercicio se revela la importancia de la tradición y la memoria, cuestión que atravesará el principio de autoridad que Arendt recupera de la cultura política romana para argumentar el modo en que la libertad queda adosada al legado de la trasmisión. Se trata de un hilo que une el presente con el pasado, pero también de una pluralidad que se mezcla con la temporalidad y que integra en su seno a distintas generaciones. Y, aunque Roma careció de figuras como la del espartano Licurgo o el ateniense Solón, quienes sintetizaron bajo el esquema de la fabricación la constitución de la politeia, en el caso de los romanos su obra aparece como obra colectiva, siempre abierta y condenada a un inerradicable estado de transición, que se modela y remodela en el devenir histórico.
Será entonces gracias al papel desempeñado por la autoridad que el pasado atesore la fuerza vinculante que lo liga y religa al presente (Straehle, 2016, p. 216). Se trata de un acto de libertad que obliga y ata en la preservación. Y, lo que vincula a esa obra es la religión de los romanos; una religión de carácter político (Arendt, 2006b, p. 332). De este modo, es sobre la tríada “autoridad, tradición y religión” que se erige la trinidad de larga duración que Arendt describe como los tres pilares sobre la que se funda la cultura occidental. No obstante, la erosión de alguno de ellos será lo que lleve al debilitamiento de los restantes, como se mostró siglos después en la Edad Moderna.
La edificación del concepto moderno de soberanía
Straehle argumenta que la fractura de la trinidad romana y, por lo tanto, de la autoridad, en la obra de Arendt se explica a partir del papel que jugaron Lutero, Maquiavelo y Hobbes. El primero, asumido como el máximo representante de una reforma religiosa que entró en litigio con la autoridad (eclesiástica), quien encomendó la fe al juicio de los individuos sin guía. Su influencia no dejó de ser determinante tanto para la erosión de la autoridad como para algunos de los rumbos que tomó la Edad Moderna. Martín Lutero abogó por reemplazar la fuente de legitimidad, proporcionada por las palabras del párroco, por una interna, alojada en la conciencia de cada creyente y fundada en la lectura personal de las Sagradas Escrituras. Con ello, se puso en marcha un proceso de retraimiento a la interioridad de cada individuo que chocó con la dimensión de religatio presente en el seno del catolicismo, haciendo sentir cada vez más las afirmaciones pronunciadas por la autoridad como una forma de injerencia o intrusión (Straehle, 2016, p. 228).
Arendt afirmará que estas prácticas, impulsadas por Lutero y Calvino, estimularon un ascetismo interior profano y mundano que imprimió una relevancia sin precedente a la dimensión del yo frente al mundo compartido (Arendt, 2005, p. 277 y ss.). Así, el teólogo alemán colaboró en la edificación moderna de la separación entre la esfera privada de la conciencia y la pública del poder. Pero, del mismo modo que rechazó toda forma de autoridad del poder, secular o eclesiástico, también denegó al individuo la correlativa capacidad de actuar políticamente y desafiar al poder instituido. A este le exigió una actitud de obediencia al poder secular sin importar que fuera injusto o no, impío o no, tiránico o no, ya que el monarca solo debía ser juzgado por Dios.
En su texto sobre la Epístola a los Romanos, Lutero asevera que todo individuo debe someterse siempre a la autoridad, sin tomar en consideración sus motivos, pues no hay autoridad que no provenga de Dios. Impone esta sentencia como fundamento de su pensamiento político, despojando a la población de su capacidad para desautorizar al poder. En su opinión, la tiranía no se resiste, esto implicaría resistir a los designios de la Providencia y simplemente debe soportarse (Lutero, 2008, p. 28, 30, 33, 56). Con Lutero se vislumbran algunos rasgos distintivos del futuro concepto de soberanía, noción en la que quedarán subsumidos el poder y la autoridad (Straehle, 2016, p. 229).
Nicolás Maquiavelo, aunque se inclinó hacia el pasado romano con el propósito de recuperar la autoridad política y mundana para reivindicar la autonomización de la política frente a las injerencias religiosas de la corrompida Iglesia católica, abogará más bien por una suerte de restauración o renovación de los valores clásicos, antes que por la transformación de la sociedad (Maquiavelo, 2008). A su juicio, la tarea de la fundación consistía en la acción política principal, el único hecho importante que establecía el campo público y hacía posible la política. Planteamiento teórico que dará origen a una serie de desplazamientos cruciales.
Si para los romanos la fundación representaba la definición de un acontecimiento situado en el pasado que iluminaba, pero no determinaba las sendas por venir, en Maquiavelo se convertirá en el nuevo orden de cosas perseguido por una política que se encuentra orientada hacia el futuro, como una meta a realizar, pero que al estar desconectada del presente y ser enunciada desde una posición teórica aparece como un fin arbitrario. La fundación, entonces, deja de comparecer como una acción espontánea e imprevisible y queda desprovista de su auténtico carácter de novedad, como lo vislumbraba Arendt. Permanece desconectada de la forma de autoridad de los romanos, cuya existencia era incompatible con mecanismos de imposición y pasa a ser entendida como un esquema de fabricación. Eso explica que su proyecto político esté impulsado por una lógica instrumental de medios-fines inexistente en el modelo romano y que, debido a la importancia y necesidad que atribuyó a la fundación de Italia, transija con que se filtren todo tipo de medios, en especial los que se caracterizan por ser violentos (Straehle, 2016, p. 230, 233).
A pesar de que Maquiavelo torna su interés al ejemplo romano, cuando aborda la fundación su reflexión se inscribe en un esquema político asentado sobre las actividades del hacer y la fabricación que enlazan, sin proponérselo, en los planteamientos de Platón (Arendt, 2006b, p. 33). Esto lo lleva a interpretar la fundación en términos del Homo Faber, para quien su misión radica en rehacer todo de nuevo, incluso incoporar la participación de la violencia cuando su meta lo requiera, como afirma en los Discorsi, “porque se debe reprender al que es violento para estropear, no al que lo es para componer” (Maquiavelo, 2000, p. 61).
La pugna de Maquiavelo con la autoridad cristiana se hizo en nombre de un tipo de autoridad, la de matriz platónica, aunque ciertamente a cambio de hacerla inmanente al mundo y devolverla al espacio mundano de la política. En su planteamiento, Dios es expulsado de la política, pero no del tipo de autoridad absoluta que se le atribuía. Si bien se mundanizó la autoridad trascendente cristiana, la cual había sido monopolizada mediante la idea trascendente y espiritual que inspiraba la acción, no como un reconocimiento otorgado a la conducta ejemplar del pasado, sino a partir de la angustia y el miedo a ser víctima del castigo eterno expresado en el mito del infierno, esto no llevó a la recuperación de la auctoritas romana, sino a la secularización de la autoridad y su posterior disolución, lo que más adelante desembocará en la moderna noción de soberanía (Straehle, 2016, p. 234).
Hasta aquí, lo que acontece con la cuestión de la autoridad no debe entenderse solamente en términos de un proceso de secularización, lo que se perfila más bien, es su disolución. El ascenso de la defensa de la autoridad secular, con la salvedad de ciertas excepciones, coincide con la emergencia del concepto moderno de soberanía, en el que comienzan a fusionarse poder y autoridad en una especie de mixtura que derivará en la confusión entre ambas categorías; perplejidad que llegará hasta nuestros días. El proceso de secularización no conducirá a la concepción romana de autoridad sino a un rostro que se aparta de su sentido original, al afirmarse en tanto que absoluto y que, en última instancia, encuentra su precursor en la figura de Platón. Del mismo modo que la autoridad cambió de atributos, los conceptos de poder y libertad se modificaron, y emergieron términos novedosos como el de Estado, alterando el marco del pensamiento y la práctica de la política (Straehle, 2016, p. 227-228).
Thomas Hobbes, quien en cierto modo corona la deriva iniciada por Lutero y Maquiavelo, propugnó una forma política que, pese a estar sostenida nominalmente sobre la autoridad y la religión, de facto cortó con el legado de la tradición, en buena medida por las pretensiones científicas en las que encuadró sus reflexiones. Llevará a cabo una defensa de la autoridad, desgajada de la tradición y del antiguo sentido de la religión, para identificarla únicamente con el poder y, especifícamente, con la afirmación de la más rotunda soberanía (Straehle, 2016, p. 230).
La importancia de considerar la obra hobbesiana en el marco de la revolución científica es que permite identificar vínculos entre Hobbes y la alargadísima sombra del pensamiento platónico. Desde el punto de vista de la filósofa judía, las reflexiones políticas de Hobbes reproducen nuevamente la disociación que Platón había trazado con anterioridad entre el pensamiento y la acción, entre la teoría y la praxis. Mientras que Platón había fundamentado su proyecto político sobre una aletheia, Hobbes asimilaba este mismo principio, apelando al recurso de la ciencia, volviendo la espalda a la realidad externa y a la tradición (Straehle, 2016, p. 237), esto se refleja cuando afirma que la filosofía civil es una ciencia que no se remonta en el tiempo más que a la redacción de su De Cive, cuyas herramientas se fundan en definiciones y nociones rigurosas que responden a los avances en el terreno científico (Hobbes, 2000, p. 30).
Esta interpretación estará marcada por un cambio de actitud con respecto al common sense arendtiano. Aquí, el sentido común es arrancado del mundo, al desligarse del sentido compartido que entrelaza a los seres humanos, para devenir en una facultad racional que supuestamente cada individuo posee dentro de sí. Esto significa que deja de nutrirse de la experiencia de y con los demás, proceso en el que va perdiendo su carácter mundano. Se trata de una subjetivación resultado de la pérdida de contacto con la tradición y, por lo tanto, con el mundo.
La antropología filosófica de Hobbes postula un alejamiento radical de los rasgos del zoon politikón aristotélico, toda vez que el sujeto se constituye al margen de otros seres humanos, desgajado tanto del registro espacial (mundo) como del temporal (tradición). Gobernado por el miedo y apresado por el peso de sus tribulaciones, el ser humano se aparta de cuestiones fútiles y menos “reales” como la situación que habitan sus congéneres o, incluso, de la propia política, intereses que el filósofo inglés asocia a la vanidad (Arendt, 2006b, p. 455; 2005, p. 66, 303). Aquí, Hobbes trastoca el pensamiento de Maquiavelo. Al hacer descansar su modelo en el temor, un principio antipolítico para Arendt, no tiene más remedio que enclaustrar lo político en la esfera de la privacidad (Straehle, 2016, p. 238).
De este modo, el Leviatán responde a la lógica de la fabricación, es un constructo diseñado en la soledad, aislado del mundo. En medio del entramado científico que promueve la desconfianza hacia los sentidos emerge también, la pérdida de confianza hacia los demás. En lo sucesivo, esta consideración antropológica se extenderá al momento de plantear un modelo político viable. Para el fundador del contractualismo el poder no tiene lugar en la naturaleza. Pero tampoco es necesario buscarlo en la sabiduría o en la verdad, sino enfocarse en el mismo poder y la voluntad que lo identifica. Esta filosofía se revela fundada en el poder y del poder. Así, pese a que mantiene algunos rasgos con el planteamiento clásico griego de la autoridad, se aleja de la idea trascendente y de la pretensión de verdad platónica-cristiana, colocando el poder en el epicentro de la reflexión política (Straehle, 2016, p. 240).
Ciertamente, es a Maquiavelo a quien corresponde este último mérito, cuando afirma que el acceso a la política se ubica en el poder. No obstante, el autor del Leviatán transfigura este concepto al desarrollarlo en clave subjetiva y no plural (Arendt, 2006b, p. 21, 25, 33). En su filosofía, el poder no es resultado de la acción conjunta con otros seres humanos, su concepción mecanicista lo llevó a confundir el poder con la fuerza y la violencia, al ser cada ser humano un animal sediento de poder se aloja en la interioridad de las personas y se proyecta y ejerce contra los otros (Arendt, 2006b, p. 154). En este marco, el poder refiere más bien a la voluntad que un individuo despliega con el objetivo de doblegar a los demás, encontrando su rostro por antonomasia, en la expresión más depurada y absoluta, del concepto moderno de soberanía. En su modelo político el poder deja de ser plural y su monopolio es entregado a un individuo con lo que se reduce a los demás a un estado de indefensión e impotencia (Hobbes, 1998, p. 275-291).
La inspiración del concepto de soberanía en Hobbes tiene su origen en Los seis libros de la república del filósofo francés Jean Bodin (1997). Ambos autores coinciden en rechazar los modelos políticos basados en la constitución mixta de Polibio y Cicerón, ensalzados por Maquiavelo (Straehle, 2016). En su desarrollo, Bodin defiende que toda república debe tener su base en un poder supremo, indivisible, ilimitado y absoluto. El carácter absoluto se expresa cuando afirma que el poder “no está sujeto a otra condición que obedecer lo que la ley de Dios y la ley natural mandan” (Bodin, 1997, p. 52). Por tanto, el soberano está exento de cualquier subordinación a leyes humanas, incluidas aquellas que él mismo dicte o apruebe en vida. De manera similar, Hobbes coloca en el centro de su modelo político esta interpretación del poder soberano, sustentado exclusiva y necesariamente sobre sí mismo (Hobbes, 1999, p. 57). Modelo en el que no solo se gesta la apropiación y desnaturalización del poder, sino que pone en marcha un arquetipo de autoridad que se funde con el poder. En un pasaje de su Diario Filosófico, Arendt sintetiza lo anterior de la siguiente manera:
El poder se subjetivó por el hecho de que se abusó de él como sustituto de la autoridad, o hipócritamente se presumió de autoridad para esconder el poder. Pero como este poder de ningún modo tenía contenido objetivamente válido, se convirtió en soberano -cosa que nunca fue la autoridad-, y así se hizo ilimitado, es decir, no limitado por nada ‘objetivo’, como la moderna subjetividad. Naturalmente eso condujo a la arbitrariedad... Este tipo de poder, que se las da de soberano y de autoridad, conlleva la peculiaridad inherente de cometer siempre injusticia (Arendt, 2006b, p. 177).
Mediante este proceso de transfiguración poder y autoridad se mimetizan en el soberano para ejercer un poder absoluto e ilimitado. Maquiavelo baja la autoridad a la tierra y la seculariza. Pero, Hobbes va más allá, la desnaturaliza y crea los instrumentos para que la soberanía la asimile bajo un régimen de monopolio en el que se diluye el reconocimiento de los súbditos, lo que conduce al gobierno a la arbitrariedad y la injusticia. La autoridad pierde su rasgo de exterioridad del poder y bajo el aura de la soberanía termina por fusionarse y desaparecer. A diferencia de la experiencia romana, en el modelo político hobbesiano, el Estado plasmado en la figura del soberano, se constituye en la sede del poder y la autoridad.
Al igual que sucede con la sentencia de Max Weber en la que el Estado se atribuye el monopolio de la violencia legítima, del mismo modo se autoasigna la legitimidad de la autoridad. A partir de una relación de interdependencia fabricada, la posesión de poder conlleva la autoridad y viceversa, derivando en una autoridad que por definición corresponde al poder soberano. El régimen que resulta de esta interacción se sostiene bajo el temor y la violencia, toda vez que limita la circulación de la libertad política excluyendo a los súbditos de las actividades políticas (Straehle, 2016, p. 242).
Streahle se percata de una cuestión que llama la atención en cuanto al nombre que Hobbes utiliza en De Cive para referirse al pacto que más tarde, en el Leviatán, denominará “pacto de autorización”. En el primer texto, lo define como “pacto de sujeción”, mediante el cual el súbdito renuncia a sus derechos y se somete pasivamente a los dictámenes del soberano. Pero, en el capítulo XVII del Leviatán, al modificar este nombre a “pacto de autorización”, traza un vínculo etimológico que une esta palabra con la autoridad, la cual justifica a través del concepto de dominio de la autoridad que define en el capítulo XVI, como el derecho de realizar una acción (Hobbes, 1998, p. 132 y ss).
De esta manera, la autoridad es descrita como el derecho de actuar resultado de la autorización proporcionada por otros. Para argumentar este hecho, incorpora la distinción entre “autor” y “actor” -desde un registro inverso al propuesto por Arendt-. Mientras que el actor actúa en solitario, los autores se reúnen para firmar el pacto conjuntamente. La figura del actor hobbesiana, es el fruto de cada voluntad individual que decidió otorgarle su autorización para actuar. Al definir el contrato como un pacto de autorización, Hobbes lo expone como una transferencia absoluta, irreversible e irrevocable no de poder sino de autoridad hacia la figura del soberano (Streahle, 2016, p. 243). En el Leviatán esto se expresa de la siguiente manera:
como cada súbdito es, en virtud de esa institución, autor de todos los actos y juicios del soberano instituido, resulta que cualquier cosa que el soberano haga no puede constituir injuria para ninguno de sus súbditos, no debe ser acusado de injusticia por ninguno de ellos. En efecto, quien hace una cosa por autorización de otro, no comete injuria alguna contra aquel por cuya autorización actúa (Hobbes, 1999, p. 145).
De lo que se deriva que el soberano puede cometer iniquidad, pero no injusticia o injuria, en la auténtica acepción de las palabras. La separación establecida por Maquiavelo y Lutero, entre la moral y lo religioso de lo propiamente político, se ensancha aún más con esta definición última del pacto de autorización. Al convertir la autoridad en patrimonio del soberano, no podrá ser destituido, ni tampoco desafiado por sus ciudadanos. Cuando el poder subsume a la autoridad, esta pierde su capacidad de exterioridad para garantizar la permanencia y durabilidad del poder. Simultáneamente, la soberanía queda desprovista de la dimensión temporal de la autoridad cometiendo el gran error de suponer que esta se reduce a una figura que conduce a la obediencia de quienes se colocan frente a ella (Arendt, 2006b, p. 72-73).
De este modo, la versión secularizada del concepto moderno de soberanía inaugurará una ecuación que rebasa los modelos de autoridad trascendental, tanto el platónico, guiado por un horizonte de verdad; como el cristiano, subordinado a valores morales, pero también, desplazará a la trinidad romana “autoridad, tradición y religión” que funda a la cultura occidental. A partir de este momento, la soberanía quedará sostenida exclusivamente sobre el poder, desligada de una autoridad externa que lo limite o revoque, pero también que lo avale.
Poder sin autoridad, marca de identidad de los populismos contemporáneos
Ahora bien, cómo articular esta trayectoria histórico-conceptual de la noción de la autoridad con la experiencia de los populismos contemporáneos. Pierre Rosanvallon postula que la emergencia de los populismos de este siglo debe interpretarse en clave de una democracia límite (Rosanvallon, 2020a, 2007). Es decir, en términos de una forma simplificada de la democracia que puede derivar en versiones que corren el riesgo de volverse contra sí mismas. La democracia minimalista, que reduce el rol del ciudadano al de elector, convirtiéndose en una oligarquía electiva; la democracia esencialista, de aliento marxista, la cual tiende a eliminar la división social y degenerar en totalitarismo; y, la democracia polarizada, de corte populista, cuya práctica se sostiene sobre un conjunto de simplificaciones, tales como la representación reducida a la identifcación con el líder, la expresión de la soberanía del pueblo limitada al uso del referendo y la pluralidad social acotada a la dicotomía “nosotros” y “ellos” (Rosanvallon, 2020b).
Aunque estos tres tipos ideales, identificados históricamente, están atravesados por el ejercicio del poder en el que la autoridad es absorbida por el principio moderno de soberanía mediante racionalidades específicas, la democracia polarizada (populista), resulta fundamental abordarla en el contexto presente por dos razones.
La primera, por tratarse de un fenómeno mundial que sobrepasa la definición histórica que lo situaba en el marco de la historia latinoamericana dentro de los procesos de transición que iban del caudillismo a la democracia o de regímenes autoritarios a la democracia. También supera la definición de populismo vinculada a una especie de modernización del lenguaje de la extrema derecha que en Europa evocaba el recuerdo del franquismo, el fascismo y el nacionalsocialismo. La especificidad que hoy se muestra, la constituye la universalidad del populismo que dejo de estar ligado a singularidades históricas para introducirse como una experiencia que alcanza todos los rincones del mundo.
La segunda, y esta es la más importante razón para este trabajo, se refiere al hecho de que el populismo se encuentra vinculado a un momento en el que el modelo representativo tradicional que legitimaba el ejercicio del poder enfrenta un agotamiento radical que coloca a las democracias en una situación de contradicciones e indeterminaciones. En esta experiencia, la concepción de soberanía popular tiende a una forma de autoritarismo democrático asumido por el líder a partir del triunfo de elecciones. Aunque esto adquiere diferentes connotaciones políticas según los países, es posible reconocer esta práctica como una de las características centrales de los regímenes populistas. Y, aquí es donde aparece la reiteración del giro señalado en los dos apartados anteriores: el desvanecimiento de una autoridad exterior que legitima al poder, a un poder dotado de soberanía popular por la vía hiperelectoral que justifica a un “hombre-pueblo” a representar y decidir.
Por lo tanto, detenerse en la anatomía del populismo implica focalizar la atención sobre el aspecto crucial que lo “funda”: el poder soberano. La fundación referida no debe confundirse con lo señalado por Arendt, en cuanto a la autoridad sobre la que se sostiene un poder basado en la capacidad para introducir la garantía de libertad de acción política, cuyo ejercicio es el que permite ensanchar la autonomía entre autoridad y poder. En este caso, se trata más bien de la fundación vinculada a un poder soberano en el que se fusiona la autoridad tomando la forma de poder supremo, absoluto, indivisible, indiscutible y que se autoriza a sí mismo, interpretación que corresponde al legado de la soberanía moderna.
Rosanvallon (2020a) postula cinco características en la anatomía de los populismos contemporáneos, cuyo contenido permite dilucidar prácticas desde las que se vislumbran atisbos para leer la ruptura con el significado primigenio de la autoridad. La primera se refiere a la concepción de pueblo anclada a la distinción “nosotros” y “ellos”, expresada en el principio de que existe un enemigo común que traza la línea divisoria que separa lo social en dos campos antagónicos. Esta concepción desata la activación de la relación amigo/enemigo colocando en el centro el concepto de antagonismo referido por Laclau (2006), caracterizado por la existencia de conflictos para los que no es posible encontrar ninguna salida racional y pacífica. Con el uso de esta identificación ventajosa y escindente, avivada por los liderazgos populistas, retornan figuras y expresiones pasionales en las que renacen aversiones contra sectores tenidos por extraños. La descalificación moral surge como arma fundamental para confrontar al “pueblo bueno y virtuoso”, frente a los corruptos y los diferentes. Esta interpretación edifica un campo político en el que el adversario no puede ser más que un enemigo de la humanidad.
Desde este lugar, los movimientos populistas tienden a restituir, la invocación del pueblo-Uno (Rosanvallon, 2020, p. 19-20 y 35-39). Esta manera de edificar “el pueblo-Uno”, barrunta una especie de hipostásis en la que el líder, utilizando una narrativa en la que reitera que su voz representa el sentir del “pueblo bueno”, materializa el rostro abstracto de la voluntad popular. De facto, asume que el ejercicio de su poder tiene su base en la autorización que le otorga el pueblo-Uno, encarnado en sus actos y decisiones, lo que apunta a la desnaturalización de la acción, al romper su carácter relacional y la extinción de la pluralidad. Mediante este ejercicio se fabrica un pacto de autorización de transferencia absoluta en el que poder y autoridad quedan subsumidos en el líder populista.
La segunda característica está vinculada a una teoría populista de la democracia sostenida sobre el trípode de la democracia directa, sintetizado en la sacralización del referendo; la visión polarizada e hiperelectoralista del “pueblo” sobre la que se justifica el poder de decisión del líder; y, la construcción imaginaria de que la voluntad popular se expresa de manera espontánea (Rosanvallon, 2021, p. 20).
La modalidad de la representación refiere a la tercera característica. En este terreno, el protagonista es el “hombre-pueblo”, encarnado en la figura del líder populista quien dispersa un discurso en el que se postula como la persona destinada a remediar el estado de la mala representación existente. Un componente importante, lo prefigura la retórica sobre el nacional-proteccionismo que se añade a la ideología populista (Rosanvallon, 2020, p. 20). La mixtura hombre-pueblo es resultado de la creación de una voluntad colectiva, derivada de demandas heterogéneas, congregada en torno a un personaje que la representa en su unidad (Mouffe y Errejón, 2017, p. 169). Se trata de un líder que toma forma en el momento en que corporiza la vida y las demandas de los representados, lo que le confiere el “don” de la autoridad, la cual se anula en el mismo instante en que el líder la subsume en la frase imaginaria: “Yo soy el pueblo”, haciendo desaparecer la independencia entre autoridad y poder.
De lo anterior, deriva la cuarta característica relacionada con una peculiar manera de interpretar la política y filosofía económica. Ambas se fincan sobre una visión soberanista que enfatiza de manera radical la reconstrucción de la voluntad política y la seguridad de la población. Lo económico asume aquí un papel fuertemente político, sobre todo, cuando el imperativo proteccionista toma un carácter esencial en el reforzamiento de la soberanía popular. La noción política de soberanía aparece en este contexto como indisociable del modo de entender las cuestiones económicas y sociales en el populismo. Se establece una continuidad entre el proteccionismo físico, plasmado en muros o vallas fronterizas mediante los que se mantiene a distancia a los extranjeros e indeseables, y las políticas de seguridad internas, que permiten conservar alejadas a las poblaciones consideradas peligrosas para la cohesión social. La noción de inseguridad cultural contribuye a expandir esta visión de rechazo al juzgar a las ideologías diferentes como amenazantes para la identidad del pueblo (Rosanvallon, 2020, p. 20, 61-66).
Finalmente, la quinta característica la constituye el régimen de pasiones y emociones. Uno de los aspectos cruciales que entraña la cultura populista es la utilización y el rol de los afectos en la política. La movilización de las pasiones se realiza de manera diversificada y entremezclada. Pero, para efecto del análisis es posible identificar tres pautas. Las emociones de intelección, destinadas a volver el mundo más legible mediante relatos que explotan la visión “complotista” y el territorio de las fake news; las emociones de acción, dirigidas a expulsar todo aquello que está fuera de la identidad imaginaria de quienes se identifican como parte del pueblo y reconocen la voz del líder como si fuera la propia; y, las emociones de posición, aquellas que remiten a un sentimiento de abandono e invisibilidad (Rosanvallon, 2020, p. 21, 67-78).
Las emociones de intelección ocupan un lugar determinante en los populismos al ser utilizadas como “demonios de la opacidad”, donde los objetos se agrandan en medio de las tinieblas, volviendo todo hostil y terrible. Cuestión que echa raíces inmediatamente en un mundo hiperconectado a través de las redes sociales y la multiplicación arbitraria de informaciones, desinformaciones, escándalos y sospechas contra los poderosos. Las teorías del complot resuenan en las emociones, cada vez que prefiguran la expectativa de que tras la opacidad existe un poder capaz de organizar racionalmente al mundo político y económico. No hay que olvidar que las emociones de acción tienen su resorte fundamental en la desconfianza, que se alimenta de actos relacionados con una política negativa sostenida sobre la base del ideal contrademocrático de vigilancia y control de los poderes, a los que rechaza de manera absoluta e indiscriminada, mediante la reducción de un lenguaje que lo repudia todo. De este modo, se encierra al pueblo en una soberanía negativa que hace eco en la calle y resuena en las urnas, atisbada en una “sociedad de individuos solos”, alejada de la posibilidad de crear una fuerza colectiva capaz de reinventar el mundo.
Por último, las emociones de posición ocupan un lugar estratégico en las determinaciones de la “razón populista” porque permiten la producción de “afectos comunes”, mecanismo determinante de las formas identificatorias a través de las que se expresa sensiblemente la distinción entre “ellos” y “nosotros”, que dan lugar al reconocimiento de quienes configuran la entidad denominada Pueblo. Este tipo de emociones traducen lo que podría calificarse de resentimiento democrático, en una especie de denuncia sorda de lo que se percibe como un proyecto desigual e injusto de sociedad, atribuido al egoísmo, ceguera e insensibilidad de las élites económicas y políticas.
La forma que adquieren estas características en cada experiencia populista en el mundo se expresan y combinan de manera disímbola. Precisamente porque se trata de regímenes atravesados por contradicciones e indeterminaciones, la edificación del poder soberano transita por diferentes rumbos. En algunos casos se observan intentos por limitar el poder judicial, restringir a las cortes constitucionales, revocar las instituciones independientes, acotar la libertad de prensa, mediante la narrativa de líderes populistas que aseguran que la actuación de estas entidades representan intereses contrarios a los del Pueblo. Proponer cambios constitucionales que legitiman electoralmente la permanencia en el poder, constituye otra vía para producir (en el sentido de fabricación) la voluntad popular para mantener la posición soberana. Es innegable que las democracias límite referidas por Rosanvallon, remiten a tipos ideales que en la realidad toman rostros extremadamente diferentes. Sin embargo, hay un gesto vinculado al ejercicio de un poder soberano en el que el significado primigenio de autoridad queda desdibujado.
A modo de reflexión final destacaré lo siguiente. Las diversas formas de la democracia, sus derivas y perversiones, muestran que no se trata de realizar un modelo imaginario, sino de explorarla como proyecto. Las democracias límite a las que refiere Rosanvallon (democracia minimalista, democracia esencialista, democracia polarizada), reducen su ejercicio a ganar elecciones y olvidan que las formas de representación, el desarrollo de las instituciones de soberanía, las formas de tomar la palabra y los modos de deliberación colectiva, deben configurarse sobre virtudes que impriman sentido a la demanda asimétrica de la relación mandar-obedecer creadas sobre la base del respeto, el consentimiento y la confianza, no de la asociación simbólica del Pueblo al poder.
Si alguna pauta se puede seguir después de rastrear histórica y conceptualmente la experiencia de la autoridad, apuntaría hacia el abandono de las relaciones de adhesión y adiestramiento de la sociedad instrumentadas por regímenes populistas y, en su lugar, transitar hacia un vínculo de interacción que diera lugar a una autoridad emanada de la aprobación de quienes reciben el acto producido por quien ejerce un poder. Asumir la experiencia colectiva de que la autoridad es algo que viene de fuera, pone en cuestión el hecho de que la autoridad remite al derecho a mandar sobre personas subordinadas y muestra que no se trata de una facultad que alguien se pueda apropiar o se la pueda adjudicar voluntariamente. A mi juicio, la inerradicable inapropiabilidad de la autoridad y su dependencia del reconocimiento de los otros es lo que le permite hacerla compatible con la libertad, porque aquellos que la otorgan, también tienen la capacidad de revocarla. En este trayecto, revisitar la noción de autoridad primigenia y cuestionar el principio de soberanía moderna abre un camino a la crítica de que la marca de identidad de los populismos contemporáneos la constituye el poder sin autoridad, pero también a la posibilidad de continuar indagando el proyecto democrático.