El actual contexto de globalización coloca el fenómeno de la movilidad humana y el desarrollo de los derechos humanos como dos puntas de la misma madeja. En este marco, la migración constituye un fenómeno que visibiliza los dilemas entre la soberanía estatal y los derechos humanos universales, cuestiona a las sociedades y las naciones sobre su identidad y a los estados sobre su capacidad de control de las fronteras (Fraser, 2005, p. 68-87; Castles, 2002, p. 1143-1146). La movilidad de la gente ha transformado la idea del sistema moderno de estados-nación que regulaba la pertenencia en términos de la categoría de ciudadanía nacional. Entramos a un momento histórico en el que la soberanía del Estado se ha visto disminuida por la ruptura de fronteras desencadenadas por el tráfico financiero y de mercancías, la división internacional del trabajo y el intercambio tecnológico comunicacional, derivando en la configuración de estados que ya no se componen solamente de ciudadanos o nacionales, sino de migrantes o para decirlo de otra manera, de no nacionales. Esta nueva dinámica exige pensar nuevas modalidades de membresía, resultado de la modificación de las fronteras de la comunidad política, tal como tradicionalmente habían sido definidas por el sistema de estados-nación, toda vez que dejaron de ser adecuadas para regular la condición de miembro (Benhabib, 2005, p. 13). Sin embargo, uno de los ámbitos donde los estados continúan teniendo amplio margen de actuación y discrecionalidad está relacionado con el resguardo de fronteras mediante el desarrollo de políticas migratorias y ciudadanía (Benhabib, 2005, p. 16). En este sentido, las migraciones trasnacionales y los asuntos constitucionales así como políticos, puestos en marcha con el movimiento de las personas a través de las fronteras estatales, introducen un debate central para las relaciones trasnacionales y, en esa dirección, para una teoría normativa de la justicia global que dé paso a la globalización de los derechos. A pesar de que algunas perspectivas sobre la justicia internacional y global mantienen un extraño silencio sobre la cuestión de la migración (Pogge, 1992 Y 2001; Buchanan, 2000; Beitz, 1999), el sistema universal y los sistemas regionales de protección de los derechos humanos constituyen una respuesta para afrontar el desafío de la acción estatal en la protección de la dignidad del ser humano (Donnelly, 2013). Particularmente, cuando incorporan procedimientos que aperturan la salvaguarda de aquellas personas que se encuentran fuera de su Estado de nacimiento. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), prefigura un punto de partida fundamental en el desarrollo del contenido y el alcance de este tipo de obligaciones. Su jurisprudencia contenciosa y consultiva ha influido la acción estatal, trazando elementos que permiten vislumbrar atisbos de principios cosmopolitas de una justicia global.
El texto que se presenta a continuación propone un acercamiento al “Cosmopolitismo crítico” desarrollado por Seyla Benhabib, para discutir una alternativa al desafío “soberanía democrática versus normativa de derechos humanos”, desde el que se elabora un punto de vista moral universal implícito en la ética discursiva, como fundamento de la vida política, dirigido a fundamentar normativamente una perspectiva teórica que contribuya a la elaboración del discurso ético sobre el que se sostiene el desarrollo y contenido de la Corte IDH. Aunque esta práctica sucede aún de manera precaria, lo que se pretende mostrar es que ya existen indicios importantes por parte de los Tribunales Internacionales para enfrentar las exigencias de garantía y universalidad de los derechos humanos y las pretensiones de autodeterminación soberana de los estados, que se acercan a la senda del cosmopolitismo benhabibiano. Con este propósito, abordaremos tres aspectos: 1. Un acercamiento al orden normativo de justicia trasnacional y democracia propuesto por Rainer Forst, cuyo contenido permite identificar el lugar de la justicia y su justificación como dos elementos sobre los que se deposita el cosmopolitismo crítico de Benhabib, para pensar los derechos humanos más allá de los tres dogmas impuestos por la teoría política: la diferencia esencial entre democracia y justicia y su potencial incompatibilidad política; la precondición necesaria de que un “contexto de justicia” sólo puede satisfacerse dentro de los límites de un Estado; y, la afirmación de que la democracia únicamente puede tomar la forma de una demostración organizada al interior de una comunidad política organizada; 2. Contexto en el que surge el cosmopolitismo crítico, sus características y el papel de las “iteraciones democráticas”; y, 3. Los atisbos del cosmopolitismo crítico en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Forst y su principio de justificación, elemento estratégico para pensar la justicia trasnacional y la democracia en el cosmopolitismo crítico de Benhabib
En el marco de la teoría política existe una fuerte tensión, incluso una contradicción, en lo que se refiere a la justicia trasnacional y la democracia. La democracia se considera una forma de organización política y de gobierno en la que mediante procedimientos participativos generales y públicos se crea una voluntad política suficientemente legítima que adquiere el poder legal, al interior de una comunidad política de pertenencia. Por el contrario, la justicia es un valor externo a este contexto que no está exactamente vinculado a los procedimientos de legitimación sino que se entiende más bien a partir de sus resultados. Si seguimos este punto de vista, propuesto por Rainer Forst (2011a), abordar la cuestión de la justicia trasnacional y democracia implica eliminar las falsas dicotomías de la teoría política, lo que significa que la justicia debe ser “secularizada” o mejor aún, “fundamentada” en lo que respecta a su aplicación en las relaciones establecidas más allá del Estado. Esta tesis choca con tres dogmas erróneos de la teoría política, señalará Forst: el dogma de la diferencia esencial entre democracia y justicia y su potencial incompatibilidad política; romper con este supuesto conlleva el cuestionamiento de otras dos premisas que restringen el alcance de la justicia y la democracia, a saber, el dogma de que las precondiciones necesarias de un “contexto de justicia” sólo pueden satisfacerse dentro de los límites de un Estado y, el dogma de que la democracia debe tomar la forma de una práctica de demostraciones organizadas únicamente dentro de un Estado (Forst, 2011a, pp. 2-3).
El primer dogma está anclado a una reflexión sobre la justicia que a menudo se mantiene cautiva a partir de un marco no-político que permanece como una interpretación particular del principio antiguo que versa “A cada uno lo suyo [a cada uno lo que se merece]” (suum cuique). Este principio, fundamental para nuestra comprensión de la justicia desde Platón, se interpreta de tal manera que el problema principal radica en saber qué bienes reciben o merecen los individuos como una cuestión de justicia. En otras palabras, se trata de saber quién “recibe” qué. La búsqueda de respuestas conduce a comparaciones entre los bienes que poseen las personas y apunta a conclusiones relativas; en realidad, se pregunta acerca de si los individuos tienen los “suficientes” bienes necesarios para alcanzar una vida digna como seres humanos. Para la justicia distributiva este punto de vista está orientado a “receptores pasivos”, y solamente se centra en la distribución de los bienes (Rawls, 2006). Sin embargo, desde la perspectiva de Forst, esta construcción oculta aspectos esenciales para la justicia. En primer lugar, la cuestión de cómo los bienes que se distribuirán vienen al “mundo” y, por lo tanto, cómo se da la cuestión de la producción y su justa organización. En segundo lugar, esta visión ignora la cuestión política de quién determina las estructuras de producción y distribución, como si se tratara de una enorme máquina de distribución que sólo necesitaba ser programada correctamente. Incluso, una máquina de esta naturaleza sería problemática porque significaría que la justicia dejaría de entenderse como un logro de los mismos sujetos, convirtiéndolos en receptores pasivos. En tercer lugar, esta idea también descuida que los reclamos justificados de bienes no “existen” simplemente, sino que sólo pueden determinarse discursivamente a través de los correspondientes procedimientos de justificación en los que todos están involucrados como individuos libres e iguales -vale señalar, que este es el requisito fundamental de la justicia-. Y, en cuarto lugar, cuando la visión de la justicia es fijada por los bienes, ignora en gran medida la cuestión de la injusticia; al concentrarse en superar las deficiencias de los bienes, trata de la misma manera a una persona privada de bienes y recursos, resultado de una catástrofe natural que a alguien que experimenta las mismas privaciones, pero cuya experiencia es resultado de la explotación económica o política. Si bien, la asistencia es adecuada en ambos casos, la gramática de la justicia, en un caso requiere de un acto de solidaridad moral y, en el otro, un acto de justicia condicionado por la naturaleza de las relaciones de explotación e injusticia. Ignorar esta diferencia puede llevar a la confusión de lo que realmente es un requisito de la justicia con un acto de “ayuda” generosa. En este sentido, es necesario reconocer el punto político de la justicia y liberarse de un cuadro falso y reificado, centrado únicamente en cantidades de bienes. Si seguimos una imagen más apropiada, la justicia debe apuntar a relaciones y estructuras intersubjetivas, no a estados supuestamente objetivos de las provisiones de bienes. Sólo tomando en cuenta esta primera cuestión de la justicia -la justificación de las relaciones sociales y, en consecuencia, reconociendo el “poder justificativo” que tienen los individuos o grupos en un contexto político-, será posible una concepción radical y crítica a las raíces de las relaciones de injusticia (Forst, 2011a, pp. 3-5).
Lo anterior, lleva a Forst a discutir el derecho a la justificación. Antes que nada, considera que debemos preguntarnos acerca de qué justifica hablar de una posición “falsa” en lugar de una “apropiada” de la justicia. Al respecto, se interroga si hay un significado más original y profundo de la justicia que el principio suum cuique. En su opinión, sí lo hay. El concepto de justicia posee un significado central cuyo concepto contrastante es el de arbitrariedad, entendido en un sentido social, ya sea que asuma la forma de gobierno arbitrario por parte de los individuos o de la comunidad (por ejemplo, una clase) sobre otros, o de la aceptación de contingencias sociales que conducen a posiciones asimétricas o relaciones de dominación, mismas que son defendidas y aceptadas como un destino inefable. Cuando se desarrolla un gobierno arbitrario sin una razón legítima, se trata de dominación (Forst, 2011a, p. 5).
En este marco, las luchas que se llevan a cabo contra la injusticia se dirigen, ante todo, contra las formas de dominación de este tipo. En este sentido, el impulso latente que se opone a la injusticia no se reduce a querer algo, o más de algo, sino a la resistencia a ser dominado, acosado o rechazado por más tiempo en el reclamo de una persona y el derecho básico a la justificación. Este reclamo implica la exigencia de que no existen relaciones políticas o sociales que no puedan justificarse adecuadamente ante los involucrados. En esto reside la profunda esencia de la justicia que el principio suum cuique no sólo no logra captar sino que tiende a ocultar; porque la justicia es una cuestión de quién determina quién recibe qué -práctica paralela a la dimensión que en Platón está representada por la idea del Bien o por el rey filósofo-. Por ello, en la propuesta de Forst, la demanda de justicia es emancipadora; hablando de manera reflexiva, se basa en el reclamo de ser respetado como un sujeto de justificación, es decir, ser respetado en la dignidad de uno mismo como un ser que puede proporcionar y exigir justificaciones. De allí, que la persona que carece de ciertos bienes no debe ser considerada como la víctima principal de las injusticias, sino la que no “cuenta” en la producción y asignación de bienes (Forst, 2011a, pp. 6-7).
La recuperación que Forst hace del reclamo a ser respetado como sujeto de justificación será uno de los elementos centrales que Benhabib colocará en el centro de su universalismo interactivo, cuyo principio abreva a su cosmopolitismo crítico. El desafío que identifica esta filósofa, está en explorar las formas de interpretación prevalentes (argumentos, categorías, valores que reclaman universalidad) para aclarar las premisas normativas que informan y justifican las prácticas sociales. Plantea que la pluralidad de visiones sobre lo bueno y lo justo, es guiada por las normas que dan pauta a la acción humana y forma a las instituciones sociales, pero sólo como principio moralmente vinculante. Esto supone normas justificadas racionalmente, toda vez que involucran un acuerdo comunicativo entre quienes son afectados en el proceso de su aplicación. El atributo central de su modelo teórico, tiene como premisa la elaboración de un punto de vista sostenido sobre la justificación, alejándola de principios fundacionistas en lo que respecta al reconocimiento de validez de las normas, pero sin abandonar la referencia a principios generales (Benhabib, 1986).
Y, aquí, regresamos al planteamiento de Forst. Si tenemos una definición de justicia como la capacidad de oponerse a las relaciones arbitrarias de dominación, entonces, la dominación constituye una regla “sin justificación”, lo que permite asumir que un orden social justo es aquel en el que las personas libres e iguales puedan dar su consentimiento, no sólo contrafactual, sino basado en procedimientos de justificación institucionalizados (Foster, 2011a, p. 8). En Situating the Self (1992), Benhabib desarrolla un punto de vista moral universal implícito en la ética de la comunicación como base de la vida política, donde fundamenta normativamente una perspectiva teórica que presupone que las personas poseen iguales derechos morales y capacidad de acción, al tiempo que reconoce que el contenido y la extensión de tales derechos son resultado de las prácticas deliberativas y de procesos discursivos situados espacio-temporalmente -planteamiento que discutiremos en el siguiente apartado-. Tanto en Foster como en Benhabib lo que está en juego en la justicia política y social son las normas de una estructura institucional básica que reclama validez recíproca y universal. Por lo tanto, un principio supremo se mantiene dentro de dicho marco, a saber, el principio de justificación general y recíproca que establece que toda reclamación de bienes, derechos o libertades deben justificarse de manera recíproca y general, donde una parte no puede simplemente proyectar sus razones al otro, sino que tiene que justificarse frente a ese otro.
Esto nos lleva a la idea central de los problemas de la justicia política y social, a saber, que la primera cuestión de la justicia es la cuestión del poder. Porque la justicia no remite solamente al problema sobre qué bienes, por qué razones y en qué cantidades deben asignarse legítimamente a quién, sino en visibilizar cómo esos bienes entran al mundo en primer lugar y de cómo se decide su asignación. Las teorías de un tipo predominantemente distributivo y de asignación son, en consecuencia, “ajenas a este poder”, en la medida en que conciben la justicia exclusivamente desde el lado del “receptor” y, si es necesario, exigen “redistribuciones”, sin enfatizar la cuestión política de cómo las estructuras de producción y asignación de bienes se determina en primer término. La afirmación de que el poder es la primera cuestión de la justicia significa que esta última tiene su lugar allí, donde se deben proporcionar las justificaciones centrales de una estructura social básica y donde se establecen las reglas institucionales que determinan la vida social de abajo hacia arriba. El poder, que no se entiende como el “poder justificativo” efectivo de los individuos, es el bien de la justicia de nivel superior. Se trata del poder “discursivo” para exigir y proporcionar justificaciones y desafiar falsas legitimaciones (Forst, 2011a, pp. 8-9; 2014).
Superar el primer dogma que confronta a la justicia y la democracia planteado por la teoría política, exige discutir una teoría integral de la justicia política y social elaborada sobre la base de los argumentos señalados líneas arriba. En síntesis, es preciso hacer una distinción conceptual entre justicia fundamental (mínima) y plena (máxima) -por ello, es que el cosmopolitismo crítico de Benhabib se ubica en este lugar-. Mientras que la tarea de la justicia mínima es crear una estructura básica de justificación, la de la justicia máxima es construir una justificación básica de la estructura. Lo primero es necesario para perseguir lo segundo, esto es, una “puesta en acto” de la justificación mediante procedimientos democráticos discursivos en los que el “poder de justificación” se distribuya de la manera más equitativa posible entre los participantes. A pesar de la apariencia de esta paradoja, esto significa que la justicia fundamental (mínima) es un punto de partida sustantivo de la justicia procesal. Sobre la base de un derecho moral a la justificación, se presentan argumentos para la estructura básica en la que aquellos que forman parte de ella tengan oportunidades reales para codificar la estructura de las instituciones de manera recíproca y general. En este sentido, la justicia fundamental garantizará a todos un estatus efectivo “como iguales” (Forst, 2011a, pp. 8-9).
Una vez superado el primer dogma de justicia -centrada en el destinatario y en el resultado- y la supuesta incompatibilidad entre la justicia y la democracia que descansa sobre esa perspectiva de la justicia, el camino lleva a los otros dos dogmas señalados al principio por Forst -el dogma de que las precondiciones necesarias de un “contexto de justicia” sólo pueden satisfacerse dentro de los límites de un Estado y el dogma de que la democracia debe tomar la forma de una práctica de demostraciones organizadas dentro de un Estado-. En el argumento anterior se explicó por qué la justicia presupone en primera instancia prácticas específicas de justificación, dentro de una estructura básica y que esta praxis es lo que debe entenderse por democracia, lo que implica que aquellos que están sujetos a normas también deberían ser la autoridad que justifique dichas normas, como sujetos activos de justificación y no sólo en la abstracción o en los discursos de apoderados o expertos (Forst, 2011a, p. 9).
A esta práctica, Benhabib la denominará política jusgenerativa cuyo concepto refiere a la capacidad de la ley para crear un universo normativo de significado que, a menudo, puede escapar a la “procedencia de la legislación formal” para expandir el significado y hacer crecer la misma ley. La aseveración de Seyla Benhabib es que tales efectos jusgenerativos de las declaraciones y derechos humanos permiten a los nuevos actores -tales como mujeres y minorías éticas, lingüísticas y religiosas- entrar a la esfera pública a desarrollar nuevos vocabularios de reivindicación de decisiones públicas y anticipar nuevas formas de justicia postuladas mediante procesos de iteración democrática (Benhabib, 2011; 2005), cuestión que abordaremos en el siguiente apartado.
Forst introduce la idea de que la tarea de la diosa Justicia es venir al mundo para desterrar la regla arbitraria llamada dominación. En este sentido, la democracia es la mejor forma posible de orden político para lograr este propósito y asegurar la autonomía política de quienes se supone que son sujetos y autores de la ley, de acuerdo con su dignidad como sujetos autónomos de justificación (Forst, 2011b, pp. 12-14). A la pregunta sobre, ¿cómo debe interpretarse este ejercicio en el contexto transnacional, supranacional?, responde interpelando el segundo falso dogma que afirma que sólo en el marco del Estado pueden proporcionarse las condiciones previas para la realización de la justicia. No hay que perder de vista que para este filósofo el lugar de la justicia se ubica donde existe una amenaza de gobierno arbitrario, donde un contexto de cooperación podría derivar en uno de dominación. De esta manera, podríamos concluir que la existencia de un marco de cooperación social, de relacionalidad, es lo que constituye la precondición ineludible de un contexto de justicia (Forst, 2011a, p. 9).
Una serie de teorías han llegado a esta misma conclusión. En primer lugar, Forst menciona a John Rawls, a partir del punto de vista que lo lleva a ubicar la justicia social en la esfera nacional y a considerar el dominio internacional como un espacio en el que ciertos derechos humanos (mínimos) son válidos, así como otro tipo de deberes y asistencia. No obstante, refiere al hecho de que no solamente en un Estado centrado se requiere de la justicia, sino en toda relación centrada en la cooperación. A menudo se subestima el peso que Rawls atribuye a la idea “fundamental” de una “sociedad como un sistema justo de cooperación social a lo largo del tiempo de una generación a otra”, solamente una sociedad de ese tipo proporciona los recursos -materiales y normativos-, que son el presupuesto de una “sociedad bien ordenada” (Rawls, 1994).
Otras teorías desarrollan esta misma idea en una dirección más comunitaria. Otorgan a los “sentimientos comunes” el presupuesto esencial para un contexto de justicia (Miller, 2007); otras, por el contrario, consideran al Estado como elemento central. Thomas Nagel expresa esto de la siguiente manera: “La justicia es algo que debemos a nuestras instituciones y que compartimos con aquellos con quienes mantenemos una relación política fuerte. Es, en la terminología estándar, una obligación asociativa” (Nagel, 2005, p. 121). En esta perspectiva, la autoridad normativa y la coerción objetiva deben coexistir para formar un contexto de justicia. Los argumentos de Rawls y Nagel tienen un peso considerable porque, desde un punto de vista relacional, un contexto de justicia es, de hecho, un contexto particular de relaciones sociales y políticas que da lugar a demandas especiales. Sin embargo, estos enfoques son problemáticos porque utilizan una conclusión como premisa cuando argumentan que un contexto institucional particular de cooperación social o una comunidad política es una condición previa necesaria para la aplicación del concepto de justicia social o política (Foster, 2011a, pp. 10-11). Si la diosa Justicia es una deidad hecha por el hombre que viene al mundo a desterrar la arbitrariedad social, supone que ésta llega a edificar instituciones específicas que respondan a esta situación. Las instituciones de justicia no son creadas de manera a priori a la injusticia, sino que son resultado de la arbitrariedad que imponen unos hombres frente a otros. Por ejemplo, si nos remitimos al tradicional “estado de naturaleza”, lo que emerge en ese contexto es el “estado de derecho”. La justicia presupone el estatus de las personas como seres que tienen derecho, lo que no puede hacer es “presuponer” las instituciones de justicia.
La comprensión de estas dos novedades presentadas por Forst, la primera, referida a que la justicia es requerida en toda relación centrada en la cooperación, donde prevalece la arbitariedad entre los seres humanos, más allá del contexto estatal y, la segunda, en términos de que la justicia presupone el estatus de las personas como seres que tienen derecho, pero no la presuposición de instituciones de justicia, fractura el segundo dogma de que la justicia sólo puede ser instrumentada al interior de un Estado. Adicionalmente, permite enfrentar uno de los principales desafíos normativos y políticos del cosmopolitismo crítico de Benhabib, caracterizado por el surgimiento de una “sociedad mundial” y el declive del orden westfaliano de Estados-nación que exige imaginar otros diseños legales e institucionales a partir de las nuevas condiciones globales, de manera que la inclusión democrática igualitaria incorpore normas que garanticen el respeto de la dignidad moral que brinden protección jurídica a las personas en virtud de su estatus como seres humanos y no como ciudadanos de un Estado-nación particular (Benhabib, 2011).
La ruptura con el segundo dogma de la teoría política, nos permite ir más allá de cualquier pensamiento dicotómico en términos de estado versus mundo y aceptar la existencia de una pluralidad de contextos diferentes de justicia social y estructural. Este enfoque de la justicia depende de la práctica, de la permanente iteración democrática. Dondequiera que exista un contexto de justicia política social existen relaciones con una estructura de cooperación en alguna forma, mínimamente estable. Pero esto incluye de manera importante, además de la cooperación positiva, la negativa: formas de coerción y explotación injustificables. No podemos obviar que tales formas de dominación social o política existen a nivel trasnacional en nuestros tiempos globales. Existe un complejo sistema de asimetría y su reproducción a través de numerosas estructuras y relaciones que necesitan de justificación (Forst, 2011, p. 12).
Esta es la razón por la que la primera tarea de la justicia radica en construir estructuras trasnacionales y supranacionales de justificación. La justicia rastrea, por así decirlo, la arbitrariedad y las formas de dominación y coerción dondequiera que ocurran. Por eso puede darse la justicia trasnacional o supranacional y no entrar en contradicción con lo estatal, en esto consiste la ruptura del segundo dogma que señala Forst y que recupera Benhabib en su cosmopolitismo crítico para pensar la justicia. La suposición de que esto requeriría primero un contexto ya existente, institucional, social o legal de cooperación, no logra captar el orden correcto de las cosas: lo primero es la injusticia -las relaciones sociales asimétricas sin justificación- en el mundo, luego la justicia exige estructuras de justificación dirigidas a desterrar las arbitrariedades humanas. La justicia política y social es una virtud relacional y también una virtud institucional; no se refiere a todas las relaciones entre los seres humanos, sino a aquellas que exhiben formas de dominación, ya sea en el Estado o en el “estado de naturaleza”, en el ámbito local, regional, nacional, internacional, transnacional o supranacional.
Una teoría crítica de la justicia transnacional no postula una imagen idealizada de la perfecta distribución global en términos de un “estado final” (Nozick), ni procede de una “posición original” (Rawls) que involucre a todos los seres humanos. Lo que sí propone es un punto de partida contextual, ya que rastrea las relaciones existentes de dominación y explotación, de asimetrías estructurales y de gobierno arbitrario, con el propósito de establecer relaciones de justificación dondequiera que se encuentren. Esto abre un complejo panorama de relaciones, estructuras, actores e instituciones necesarias que parece altamente confuso (Bohman, 2007). Sin embargo, el punto importante es que la justicia rastrea la injusticia y, por lo tanto, la pregunta, “¿’estado mundial’ o ‘mundo de estados’?”, no constituye la principal preocupación desde la perspectiva de la justicia. En algún momento debemos considerar qué forma tendrían que asumir las estructuras de justificación para asumir el control de la dominación a través de instituciones transnacionales e internacionales, pero antes de este tipo de construcción, la primera tarea sería hacer una reconstrucción “realista” de las relaciones de dominación (Forst, 2011a, pp. 13-14).
La primera tarea de la justicia será, entonces, producir estructuras en las que la norma arbitraria sea desterrada y se realicen relaciones justas de justificación, estructuras en las que aquellos que están expuestos a la dominación, ya sea económica, política, social, cultural o legal, se opongan a quienes ejercen dicha regla o dominación. Aquí es donde la democracia entra en juego, para pasar al tercer dogma de la teoría política que afirma que la democracia exige una demostración organizada dentro de un Estado. La democracia, como se mencionó anteriormente, es el término para un orden normativo en el que aquellos que están sujetos a normas legales vinculantes también sean parte de la autoridad normativa que delibera y decide sobre estas normas, en un sentido activo en el contexto de una práctica de justificación.
Estamos familiarizados con los órdenes normativos democráticos dentro de las diferentes formas en que existen tales prácticas de justificación, y sabemos que éstos están divididos por conflictos incesantes sobre si pueden redimir su reclamo de justificación. Sólo hay que pensar en temas como el financiamiento de campañas, los plebiscitos y similares. Dichas prácticas e instituciones también existen a nivel transnacional y supranacional, aunque en su mayoría se mantienen en niveles de desarrollo que, como en el caso de las Naciones Unidas, reflejan el equilibrio de poder de la posguerra o simplemente las relaciones globales de poder económico (Foster, 2011a, p. 15).
La democracia no se reduce al ejercicio de la regla o la dominación bajo relaciones de justificación efectiva y autorización de las normas por parte de quienes están sujetos a ellas. Para que ésta se lleve a cabo, es preciso reconocer su inserción en articulaciones más amplias. Los demoi que se constituyen como estados, ya están integrados en diversas redes internacionales y transnacionales de dominio o dominación, formales e informales, donde la “condición de congruencia”, de autorización y ejercicio legítimo del gobierno, ahora se satisface de diferentes maneras. Están sujetos al poder externo de múltiples modos. Pero más que eso, si prestamos atención al principio de convertir a las personas sometidas en agentes con autoridad normativa, es cuestionable si las democracias existentes dentro de las fronteras estatales son generalmente los principales o los únicos agentes de la justicia y la democracia (Bohman, 2007). La justicia, y con ello la democracia, son instituciones “de recuperación”, no se trata de instituciones ex nihilo; los demoi se constituyen a sí mismos a través de las relaciones existentes de dominio o dominación, que trascienden las fronteras estatales en más de una forma, constituyendo nuevos agentes sociales y políticos dentro y más allá de las políticas existentes (Foster, 2011a, p. 15).
En este sentido, Forst considera los procesos de recuperación política como “democráticos”, particularmente cuando logran crear relaciones efectivas de justificación que frenan la dominación, por ejemplo, a través de una contestación efectiva, expresada mediante lo que Benhabib denomina iteraciones democráticas, incluso si se mantienen alejados de la recuperación y contención completas. Por ello, dondequiera que los privilegiados se ven obligados a renunciar a sus prerrogativas, una vez que ha sido expuesto su dominio, significa que el terreno se está modificando a partir de un contrapoder justificable -donde sea que esto ocurra y se establezcan relaciones de justificación que reclaman la autoridad normativa, esto marca un aumento de la democracia-.
La democracia progresa, a menudo sólo en pasos modestos, donde el gobierno arbitrario e insuficientemente justificado, ya sea político, legal o económico, está expuesto y, en última instancia, está sujeto a la autoridad justificativa de los afectados. En esto radica la cuestión de la justicia. Desde hace mucho tiempo, tales prácticas de justicia dejaron de estar limitadas a las instituciones y formas de pensar políticas establecidas. La teoría política, tendría que imaginar la justicia y la democracia en términos de procesos de recuperación y aumento de las relaciones de justificación, no en términos de ideales fijos y estrechos. Porque la democracia y la justicia son, en última instancia, prácticas autónomas que crean sus propias formas (Forst, 2011a, p. 17).
La ruptura de estos tres dogmas, interpela al “universalismo interactivo”, del que se nutre el cosmopolitismo crítico benhabibiano, a partir de la permanente reiteración de que es necesario considerar la estrategia de justificación como el contenido de los derechos humanos; la comprensión de que la justicia rastrea la arbitrariedad y las formas de dominación y coerción dondequiera que existan las relaciones de cooperación -positiva o negativa; y, el permanente proceso de recuperación de las prácticas democráticas y de justicia, mediante acciones de iteración democrática que no se limitan a la demostración organizada dentro de un Estado. En esto radica la posibilidad de una justicia trasnacional o supranacional que vaya más allá de la contradicción con lo estatal.
En este horizonte, Benhabib elabora la reconceptualización del “derecho a tener derechos” de Arendt, quien lo consideraba, fundamentalmente, en términos de derecho político -tener derecho a la membresía y ser parte de una comunidad política organizada (Arendt, 1968, pp. 296-298)-, y llevará más lejos esta propuesta al sostener que el “derecho a tener derechos” hoy, será entendido como el reclamo de cada persona humana a ser reconocida y protegida en términos de una personalidad legal por la comunidad mundial y el derecho a la libertad comunicativa, a través del que la persona se proyecta a sí misma como “hacedora” de un mundo social que comparte con otros, cuya acción la mueve a participar en un “espacio de razones”, en el que los otros la reconocen como alguien capaz y responsable de ciertos cursos de acción. Esta reconceptualización del “derecho a tener derechos” referida a un Estado no centralizado, será crucial durante el periodo de la Declaración de 1948, donde lo estrictamente nacional es desplazado hacia las normas de justicia cosmopolita (Benhabib, 2013, p. 39; 2011, p. 9; 2006a, p. 16).
Contexto en el que surge el cosmopolitismo crítico, sus características y el papel de las “iteraciones democráticas”
El advenimiento de una “sociedad mundial”, el creciente pluralismo cultural y el declive del orden westfaliano de estados-nación nos confronta a los límites de los diseños legales e institucionales tradicionales: “somos como viajeros navegando por un terreno desconocido y con la ayuda de viejos mapas, hechos en un momento diferente y en respuesta a necesidades diferentes” (Benhabib, 2005, p. 17). Por supuesto, este proceso no significa el “fin” del sistema de Estados. Sin embargo, es importante reconocer que en este nuevo orden poswestfaliano, los Estados-nación soberanos ya no definen de modo exclusivo el ámbito de las relaciones políticas globales ni tampoco tienen el monopolio de la mayor parte de los poderes que anteriormente lo constituían. No obstante, continúan siendo actores relevantes en este terreno y símbolos de identificación nacional. Esta particularidad le imprime un carácter que muchas veces puede parecer paradójico.
Por una parte, las actuales experiencias muestran signos de la erosión de la soberanía estatal en los dominios económico, militar y tecnológico. Y, por la otra, la vemos reafirmarse cuando se trata de proteger las fronteras nacionales para mantener fuera a los extranjeros indeseables. El retorno a la edificación de los muros en la era presente no significa la recuperación de la soberanía. Se trata de un escenario global específico de barreras que sirven de separación entre las regiones más opulentas del globo de las más pobres. Este panorama expresa la ingobernabilidad de un conjunto de fuerzas desencadenadas por la globalización y las medidas puestas en marcha para intentar su control y posible bloqueo (Brown, 2015, pp. 34-35).
Dentro de este contexto se sitúa el “Cosmpolitismo crítico” de Seyla Benhabib. Propuesta que, como señalamos en el apartado anterior, formula estrategias que no se limitan a discutir la incompatibilidad política entre la democracia y la justicia; delimitar los “contextos de justicia” al territorio del Estado-nación; y, afirmar que la demostración de las prácticas organizadas de resistencia frente a la injusticia solamente pueden ser organizadas dentro de un Estado, sino que va más allá. Particular relevancia adquiere la obra desarrollada de esta filósofa en Los derechos de los otros (2005), Another Cosmopolitanism (2006a) y, más recientemente, Dignity in adversity: Human Rights in Troubled Times (2011). En estos trabajos discute los avances y dilemas asociados a la mutación hacia un orden político global gobernado por el derecho internacional dirigido a la instrumentación de normas básicas de justicia cosmopolita.
El periodo comprendido a partir de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948, testimonia el surgimiento de normas de derechos humanos internacionales sin precedentes de principios jurídicos, documentos legales e instituciones trasnacionales dirigidas a la protección de los derechos humanos como norma universal.1 Los movimientos de personas a través de las fronteras y, en particular los refugiados y asilados, se encuentran ahora sujetos a un régimen internacional de derechos humanos. Siguiendo a Neuman, Benhabib define este régimen de derechos humanos internacional como “un conjunto de regímenes globales y regionales interrelacionados que se superponen parcialmente y que incluyen tratados de derechos humanos junto con la ley internacional consuetudinaria o la ‘ley blanda’ internacional (expresión utilizada para describir acuerdos internacionales que no son tratados y por tanto no están cubiertos por la Convención de Viena sobre la Ley de Tratados” (Benhabib, 2005, p. 17).
La novedad que recupera la filósofa de esta conceptualización radica en colocar en el núcleo de su definición la existencia de un marco de cooperación social y política como precondición ineludible de un contexto de justicia -la justicia es requerida en toda relación centrada en la cooperación, donde prevalece una relación de arbitrariedad entre los seres humanos-, toda vez que su realización rebasa los marcos estatales al superponer parcialmente diferentes niveles de las leyes derivadas de los tratados internacionales. La autoridad de las normas de este nuevo orden legal no depende de la voluntad soberana de ningún Estado, pero su aplicación práctica requiere de la estructura institucional, del derecho de autogobierno y la voluntad democrática de los Estados constitucionales (Cordero, 2019, p. 137).
La Declaración Universal de los Derechos Humanos, emitida por las Naciones Unidas en 1948, reconoce el derecho a la libertad de movimiento a través de las fronteras nacionales: el derecho a emigrar -a dejar el país de nacimiento-, pero no el derecho a inmigrar (artículo 13). El derecho a disfrutar de asilo, bajo ciertas circunstancias, se establece en el artículo 14. Mientras que el artículo 15, proclama que toda persona tiene derecho a una nacionalidad y que a nadie se le privará arbitrariamente de la misma, ni del derecho a cambiarla por otra (Naciones Unidas, 2015). Sin embargo, la Declaración Universal guarda silencio sobre la obligación de los estados de permitir el ingreso de inmigrantes, sostener el derecho de asilo y permitir la ciudadanía a residentes y ciudadanos extranjeros. En este sentido, la Corte Interamericana de Derechos Humanos adquiere un papel fundamental frente a la movilidad humana, al poner las bases sobre las que se abordan los conflictos derivados de las prácticas particularistas de los Estados-nación y las exigencias de universalidad de los derechos de las personas (Campoy, 2006).
Esta instancia trasnacional (o supranacional), se constituye en la responsable de interpretar derechos que no tienen destinatarios específicos ni establecen obligaciones particulares que deben cumplir segundas y terceras partes implicadas. Pese al carácter trasnacional de estos derechos, la Declaración Universal sostiene la soberanía de los estados individuales. De esta manera, se incorporan una serie de contradicciones internas a la lógica de los documentos legales internacionales entre los derechos humanos universales y la soberanía territorial. Más allá de los debates acerca de si las naciones se ven cuestionadas en su derecho a controlar sus fronteras y en su prerrogativa de definir las “fronteras de la comunidad nacional” (Jacobson, 1997, p. 5), o de quienes critican a la Declaración Universal por no avalar el “cosmopolitismo internacional” y sostener un orden “interestatal”, en lugar de un orden verdaderamente cosmopolita internacional (O’Neill, 2000, p. 180), lo que se muestra es que el trato de los estados a ciudadanos y residentes dentro de sus fronteras dejó de ser una prerrogativa libre. La idea soberana de que los estados disfrutan de la autoridad última sobre todos los objetos y sujetos dentro de su territorio circunscrito quedó deslegitimada con la incorporación de la ley internacional, derivada de las contradicciones generadas por el nuevo orden global. El escenario que se apertura para la filosofía política es responder a lo que serían los principios normativos guía para la pertenencia, en un mundo de políticas crecientemente desterritorializadas (Benhabib, 2005, p. 20).
Aunque el avance de los derechos humanos como normas de justicia cosmopolita apuntan a un desarrollo y aprendizaje normativo sin precedentes, esto no significa que estemos alcanzando el ideal moral de la filosofía benhabibiana. La traducción de estas normas universales y su codificación institucional en las leyes de los Estados-nación plantea fuertes tensiones y perplejidades. El cosmopolitismo crítico de Benhabib, como ella misma afirma en Dignity in Adverstity. Human Rights in Troubled Times (2011, pp. 15-19), es un “cosmopolitismo sin ilusiones”. La aspiración de reconciliación entre universalismo normativo y particularismo cultural sólo será posible si se incorpora una importante cláusula: la imposibilidad de un cierre definitivo de la historia, asumiendo la apertura y contingencia de la comunicación libre (Cordero, 2019, p. 138).
Es indudable que el cosmopolitismo crítico de Benhabib abreva de la filosofía de los antiguos estoicos, recuperada por Kant en el siglo XVIII y reconfigurada en la década de los noventa en el contexto de la globalización desde una perspectiva jurídica, moral y social (Benhabib, 2011, pp. 9-14). La perspectiva benhabibiana ancla su base en la diferencia ética y moral, recuperando un principio que permita mostrar cómo deberían ser las cosas, no sólo cómo son. Partir de este razonamiento implica aceptar que todos los seres humanos son iguales. Si bien, como propuesta filosófica, los cosmopolitismos tienen múltiples y variantes fundamentos, lo que recupera la mirada de Benhabib es el respeto moral universal y la reciprocidad igualitaria.
Tomando como punto de partida los planteamientos de Hannah Arendt (1968), reivindica el derecho de todo ser humano al “derecho a tener derechos”, de ser considerado una persona susceptible de derechos sin importar su membresía política. Sostiene que una teoría cosmopolita de justicia no puede restringirse a esquemas de distribución justa en escala global, sino que también debe incorporar una visión de membresía justa (Benhabib, 2005, p. 15), cuestión que aborda a través de la ética discursiva y de la teoría normativa de la democracia deliberativa. Cercana y, al mismo tiempo crítica del planteamiento de Kant, quien fue el primero en plantear el vínculo entre los derechos humanos y derechos ciudadanos, cuya perspectiva limita la hospitalidad universal a los residentes temporarios (Kant, 1998, pp. 15-30), señala que las políticas relacionadas con el reconocimiento de los derechos humanos escapan a los deberes o prerrogativas de cada Estado y, en este trayecto deben pensarse como decisiones de consecuencias que influyan sobre otros estados de la comunidad mundial.
Contra el argumento de Kant, dirá que el derecho del residente temporal a ser miembro debe verse como un derecho humano que puede justificarse bajo los principios de una moralidad universalista (Benhabib, 2005, p. 40). Siguiendo este razonamiento, Tungendhat sugiere que esta afirmación deriva del hecho de que el lugar y las circunstancias del nacimiento de un individuo constituyen una mera casualidad. Por ello, reconocer la humanidad donde quiera que encontremos a un ser humano constituye un deber incuestionable (Tungendhat, 1992, pp. 352-370). No obstante, este régimen permanecería sujeto a los términos y condiciones bajo los cuales puede otorgarse la condición de miembro a largo plazo, ya que esto constituye una prerrogativa del soberano republicano (Benhabib, 2005, p. 40). En este punto, nuestra filósofa también tiene crítica al planteamiento de Arendt en su desarrollo del “derecho a tener derechos”, pues considera que, al igual que Kant, no toma en consideración el hecho de que cualquier comunidad política tendrá como resultado criterios de exclusión, toda vez que la paradoja de la autodeterminación democrática conduce al soberano a la autoconstitución y, de este modo, a la exclusión (Benhabib, 2005, p. 57).
Frente al dilema del concepto de derechos humanos y el privilegio del soberano, sobre el que se constituyen los supuestos relativos a la soberanía republicana de Arendt y Kant, quienes consideran que el control territorial exclusivo es un privilegio soberano e irrestricto que no puede ser limitado o burlado por otras normas e instituciones, Benhabib propone el tránsito de una soberanía autorreferencial hacia una soberanía relacional. Al igual que Forst, a la pregunta sobre, ¿cómo debe interpretarse el ejercicio de los derechos humanos en el contexto transnacional, supranacional?, responde que no solamente en el marco del Estado pueden proporcionarse las condiciones para la realización de la justicia. No solamente en un Estado centrado se requiere de la justicia, sino en cualquier lugar donde exista una relación centrada en la cooperación -positiva o negativa-.
Este argumento tiene un peso fundamental porque, como ya se argumentó en el apartado anterior, desde el punto de vista relacional, un contexto de justicia es, ante todo, un contexto particular de relaciones sociales y políticas que dan lugar a demandas específicas. Esta comprensión presupone el estatus de las personas como seres que tienen derecho, pero no por la presuposición de la existencia de instituciones de justicia, sino por la arbitrariedad que somete a unos hombres sobre otros, lo que pone en cuestión la impartición de justicia únicamente al interior de las instituciones edificadas en los estados soberanos. En este sentido, Benhabib coloca la cuestión de los derechos humanos en el marco de la soberanía relacional. Desplaza la soberanía autorreferencial hacia la soberanía relacional al considerar que en el contexto de la comunidad mundial la interacción entre estados e individuos exige negociaciones derivadas de un marco de cooperación social que es lo que constituye la precondición ineludible de un contexto de justicia. Las prácticas que introduce Benhabib como aquellas que darán lugar a la convergencia entre estos dos espacios las denominará iteraciones democráticas (Benhabib, 2005, p. 130).
El término de iteración democrática es utilizado por Benhabib para describir la manera como la unidad de la diversidad de los derechos humanos es presentada y representada en las esferas públicas, fuertes y débiles, no sólo en las legislaturas y las cortes sino a menudo -y con mayor efectividad- a través de movimientos sociales, actores de la sociedad civil y organismos transnacionales, que cruzan fronteras para realizar su trabajo. En esto radica la particularidad del enfoque benhabibiano, basado en la libertad comunicativa, que entiende que la libertad de expresión y asociación no se reduce a los derechos políticos de los ciudadanos, donde el contenido simplemente varía de un sistema de gobierno a otro; se trata, más bien, de condiciones fundamentales para el reconocimiento de las personas como seres que viven en un orden político, cuya legitimidad radica en el convencimiento basado en las “buenas razones”.
Los derechos de expresión y asociación son realizados mediante procesos de iteración democrática que apuntalan la libertad de comunicación y, en este sentido, fortalecen los derechos humanos fundamentales. Cuando las personas son vistas y asumidas, no solamente como sujetos de ley, sino también como autores de la propia ley, la contextualización e interpretación de los derechos humanos adquiere credibilidad. Tal contextualización logra legitimidad democrática cuando es percibida como resultado de la interacción entre instituciones legales y políticas dentro de espacios públicos libres de la sociedad civil (Benhabib, 2011, pp. 15-16).
Es importante subrayar que las iteraciones democráticas son un concepto normativo con importancia empírica que permite juzgar macroprocesos de discursos polémicos de acuerdo con criterios que derivan de su justificación a partir de un programa de ética comunicativa (Benhabib, 2011, pp. 138-165; 2006b; 2005). Estas prácticas cuestionan el dogma que defiende la idea de que las precondiciones necesarias de un “contexto de justicia”, sólo pueden satisfacerse dentro de los límites de un Estado. Su ejercicio permite colocar en el espacio público negociaciones permanentes entre ciudadanos-extranjeros, nosotros-ellos, haciendo fluir la posibilidad de avanzar hacia una sociedad donde todos los seres humanos se encuentren bajo el resguardo de los derechos humanos universales. Bajo esta articulación, la soberanía estatal se reconoce a partir del “giro relacional” del cosmopolitismo crítico que reconoce que la identidad del pueblo democrático es un proceso continuo de autocreación constitucional: “Podemos hacer que las distinciones entre ‘ciudadanos’ y ‘extranjeros’, ‘nosotros’ y ‘ellos’, sean fluidas y negociables a través de iteraciones democráticas” (Benhabib, 2005, p. 26; 2006c). La membresía, bajo la lógica relacional propuesta por Benhabib, se constituye en un derecho susceptible de ser justificado mediante la libertad comunicativa. A partir de su cosmopolitismo crítico, podemos sostener que las normas trasnacionales de derechos humanos fortalecen más que debilitan la soberanía democrática.
En este escenario, y con el propósito de desarrollar normas que guíen la discusión en el marco del cosmopolitismo crítico, Benhabib sugiere colocar en el centro una forma de membresía política distinta. Desde su punto de vista, ésta tendría que mirarse a través de la ética discursiva y de una teoría normativa de democracia deliberativa (Benhabib, 1992; 1996; 2006b). La premisa básica de la ética discursiva afirma que “sólo son válidas aquellas normas y arreglos institucionales normativos que pueden ser acordados por todos los interesados bajo situaciones especiales de argumentación llamadas discursos (Benhabib, 1992, pp. 29-67; 2006b, p. 182). Este tipo de enfoque está centrado en un modelo deliberativo atravesado por una doble vía de la política:
Por un lado, las instituciones establecidas, como la legislatura y el poder judicial en las sociedades democráticas liberales. Y, por el otro, las actividades y las luchas políticas de los movimientos sociales y los grupos de la sociedad civil analizados desde el contexto de la teoría de la esfera pública democrática. Esto permite ubicar la esfera pública dentro de la sociedad civil y reconocerla como el lugar donde se producen las luchas y, al mismo tiempo, como un espacio de aprendizaje moral y político y los cambios de valoración.
El énfasis puesto en la resolución de la formación de la opinión y la voluntad en la sociedad civil es compatible con tres condiciones normativas: reciprocidad igualitaria, autoadscripción voluntaria y libertad de salida y asociación. Estas normas amplían los principios de respeto universal y reciprocidad igualitaria, fundamentales para la ética del discurso. A esta configuración, Benhabib lo denomina metanorma ya que podrían establecerse normas más específicas a partir de la validez de este procedimiento.2 Por otra parte, esta metanorma presupone los principios de respeto moral universal y de reciprocidad igualitaria. El primero, definido como aquel en el que se reconoce el derecho de todos los seres humanos capaces de habla y acción a ser participantes en la conversación moral3 y, el segundo, estipula que dentro de los discursos cada uno debería tener el mismo derecho de actos de habla, a iniciar nuevos temas de conversación y a pedir justificación de los presupuestos de la conversación afines (Benhabib, 2006b, p. 182).
Lo anterior coloca una vez más en el núcleo que en toda relación de cooperación social, sea dentro o fuera de una comunidad política organizada, la justificación como la vía para alcanzar el principio de la reciprocidad igualitaria. Pero, no sólo eso, considerado con relación al derecho de membresía política, el alcance discursivo es aún más amplio. Si partimos de que la teoría discursiva articula una postura moral universalista, la conversación no puede reducirse a quienes residen dentro de fronteras reconocidas nacionalmente; debe observarse como extendiéndose potencialmente a toda la humanidad:
Dicho sin rodeos, cada persona y todo agente moral que tiene intereses y a quienes mis acciones pueden impactar y afectar de una manera u otra, es potencialmente un participante en la conversación moral conmigo: tengo obligación moral de justificar mis acciones con razones ante este individuo o los representantes de este ser (Benhabib, 2006b, p. 21).
Por lo tanto, las estipulaciones de la ética discursiva requieren de la ayuda de una mayor elaboración normativa, que instancias trasnacionales de derechos humanos pueden ofrecer, toda vez que rebasan el dominio de la membresía política. Esto significa que un abordaje discursivo está obligado a poner limitaciones significativas a lo que puede contar como prácticas moralmente permisibles de inclusión y exclusión dentro de entes políticos soberanos. Desde un punto de vista universalista y cosmopolita, los límites, incluyendo el de las fronteras estatales, requerirán de justificación debido a que las prácticas de inclusión y exclusión siempre están sujetas a cuestionamiento desde el punto de vista de la conversación moral (Benhabib, 2006b, p. 21; 2006c).
La movilidad de las personas en el mundo conduce inevitablemente a los dilemas de la membresía y los derechos humanos universales. Sin embargo, como señala Benhabib, si no diferenciamos entre lo moral y lo ético, será difícil aportar una visión crítica a las prácticas excluyentes de ciudadanía y membresía de comunidades culturales, religiosas y étnicas específicas. Si no hacemos esta distinción, no podremos criticar las normas legalmente promulgadas de mayorías democráticas que se niegan a admitir refugiados, asilados o inmigrantes. Sin ésta fundamental distinción, seremos incapaces de reconocer el disentimiento entre moralidad y funcionalidad, lo que imposibilita el cuestionamiento de las prácticas de inmigración, naturalización y control de fronteras por su violación de las creencias morales, constitucionales y éticas que valoramos (Benhabib, 2006b, pp. 22-23). Hasta aquí, los principios fundamentales del cosmopolitismo crítico.
Atisbos del cosmopolitismo crítico en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos
Para concluir, y a manera de ejemplo, recuperaremos un pronunciamiento relevante de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en materia de movilidad humana, que permite reconocer avances paulatinos en lo que respecta a la recuperación de principios fundamentales del cosmopolitismo crítico. Tomaremos el caso de las “niñas Yean y Bosico”.4 El contexto en el que se desarrollan las consideraciones de la Corte IDH, es el siguiente. La migración haitiana hacia República Dominicana inicia a comienzos de la década de 1920 con grandes desplazamientos de población para trabajar en campos azucareros. Los inmigrantes se asientan de manera permanente y constituyen sus familias (segunda y tercera generación de dominicanos con ascendencia haitiana).
La mayoría de estas personas vive en extrema pobreza y la Corte IDH, constata que esta población sufre de discriminación estructural basada en su color de piel y en el origen nacional. Uno de los problemas que presenta este caso se refiere al acceso a documentación de identificación y prácticas de expulsión masiva del país. Esto sucede porque las madres que dan a luz registran tarde a sus hijos bajo el temor de ser deportados al estar en presencia de funcionarios en el hospital o la policía. En el caso de las “niñas Yean y Bosico”, ambas nacieron en República Dominicana y tenían ascendencia haitiana por parte de padre y abuelo materno. Sus madres iniciaron el proceso de inscripción tardía en el registro de nacimiento en el año 1998 -por mediación de la Corte IDH-. En la República Dominicana, la nacionalidad se rige por ius solis (derecho de suelo), con la excepción de hijos/as de personas en representación diplomática y personas transeúntes (Núñez Donald, 2018, p. 95). Lo relevante de este caso es que la Corte IDH adiciona elementos limitativos a la discrecionalidad del Estado respecto de la concesión del estatuto de nacionalidad:
La determinación de quienes son nacionales sigue siendo competencia interna de los Estados. Sin embargo, su discrecionalidad en esta materia sufre un constante proceso de restricción conforme a la evolución del derecho internacional, con vistas a una mayor protección de la persona frente a la arbitrariedad de los Estados. Así que en la actual etapa de desarrollo del derecho internacional de los derechos humanos, dicha facultad de los Estados está limitada, por un lado, por su deber de brindar a los individuos una protección igualitaria y efectiva de la ley y sin discriminación y, por otro lado, por su deber de prevenir, evitar y reducir la apatridia.5 (Corte IDH, 2005, párr. 140)
Tres elementos resultan clave en esta aseveración en el marco del cosmopolitismo crítico de Benhabib: el reconocimiento de que la justicia se imparte en cualquier espacio en el que exista una relación centrada en la cooperación (positiva o negativa) que derive en la arbitrariedad y la injusticia; el segundo elemento, referido a que un contexto de justicia es, ante todo, un contexto particular de relaciones sociales y políticas que dan lugar a demandas especiales donde se pone en juego la ética discursiva y una teoría normativa de democracia deliberativa, proceso que antepone el estatus de las personas como seres que tienen derechos por el simple hecho de pertenecer a la humanidad; y, el tercero, coloca la cuestión de los derechos humanos en el marco de la soberanía relacional.
En la interpretación de la Corte IDH hay un desplazamiento de la soberanía autorreferencial hacia la soberanía relacional al considerar que en el contexto de la comunidad mundial la interacción entre estados e individuos exige negociaciones derivadas de un marco de cooperación social que es lo que constituye la precondición ineludible de un contexto de justicia. Las estipulaciones de la ética discursiva propuesta por Benhabib, requieren de la ayuda de una mayor elaboración normativa que la Corte IDH comienza a explorar, toda vez que rebasa el dominio de la pertenencia a una comunidad política. En esta experiencia se puede observar que la justificación discursiva pone limitaciones significativas a lo que puede contar como prácticas moralmente permisibles de inclusión y exclusión dentro de los entes políticos soberanos. Por otra parte, en su argumentación, la Corte IDH, incorpora el principio arendtiano del “Derecho a tener derechos”, sobre el que se teje el cosmopolitismo crítico, cuando reconoce la importancia de la nacionalidad para el disfrute y desarrollo de los derechos y la vulnerabilidad a la que es sometida una persona cuando es expulsada de los mismos. Al respecto, señala:
Los Estados tienen la obligación de no adoptar prácticas o legislación, respecto al otorgamiento de la nacionalidad, cuya aplicación favorezca el incremento del número de personas apátridas, condición que es derivada de la falta de nacionalidad, cuando un individuo no califica bajo las leyes de un Estado para recibirla, como consecuencia de su privación arbitraria, o bien por el otorgamiento de una nacionalidad que no es efectiva en la práctica. La apatridia tiene como consecuencia imposibilitar el goce de los derechos civiles y políticos de una persona y ocasionarle una condición extrema de vulnerabilidad.6 (Corte IDH, 2005, párr. 142)
La proscripción de la apatridia subrayada por el Tribunal Interamericano coloca la cuestión de la membresía política en otro registro: la posibilidad de que una persona pueda tener formalmente una nacionalidad, pero también hacerla práctica a partir de las tres condiciones normativas enunciadas por Benhabib: reciprocidad igualitaria, autoadscripción voluntaria y libertad de salida de la asociación. En este sentido, la interpretación de la Corte IDH considera a la persona y las condiciones reales de ejercicio de sus derechos, más allá de los límites soberanos, como se muestra en el apartado C.1.1 Nacionalidad y deber de prevenir, evitar y reducir la apatridia, en su párrafo 258, donde se expresa que el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos7 establece que las niñas o los niños nacidos en el territorio adquieran la nacionalidad del Estado en el que nacen, inmediatamente al momento de su nacimiento ya que de otro modo se convertirían en apátridas. En ese sentido, el Comité de IDH, manifestó en relación al artículo 24 en el Tratado de Derechos del Niño8 que “los Estados están obligados a adoptar todas las medidas apropiadas tanto en el plano nacional como en cooperación con otros Estados, para garantizar que todo niño tenga una nacionalidad en el momento de su nacimiento”.9
La garantía efectiva de los derechos humanos, asociada a la obtención de nacionalidad, expresada en esta interpretación de la Corte IDH, permite el reconocimiento de la persona, por el simple hecho de pertenecer a la humanidad. De esta forma, como bien apunta Núñez Donald:
Cuando la Corte IDH señala además que la condición migratoria no puede ser una excusa para privar del goce y el ejercicio de los derechos, el Tribunal Interamericano asume nuevamente una perspectiva comprometida con la universalidad de los mismos. “El derecho a tener derechos” -que en la práctica se asimila a tener una nacionalidad- es entendido como universal y es garantizado por el Tribunal. (2018, p. 98)
El esbozo de este ejercicio atisba la intuición de que los Tribunales Internacionales comienzan a acercarse al cosmopolitismo crítico como un camino posible para enfrentar la alternativa al desafío “soberanía democrática versus normativa de derechos humanos”, enmarcado en el actual contexto global. La propuesta de Benhabib, en su espíritu kantiano, se pronuncia por el universalismo moral y el federalismo cosmopolita. Desde esta perspectiva, la mejor manera de abordar la membresía política en el amanecer del nuevo siglo es aceptando el reto de visiones morales y compromisos políticos encontrados, sintetizado en el lema del Immigrant Workers’ Freedom Ride: “Ningún ser humano es ilegal”.