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Desacatos

versão On-line ISSN 2448-5144versão impressa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.10 Ciudad de México  2002

 

Saberes y razones

 

COMENTARIO

 

El norte indígena colonial: entre la autonomía y la interculturalidad

 

Juan Luis Sariego Rodríguez

 

ENAH Unidad Chihuahua.

 

I

Aunque quienes leen regularmente la revista Desacatos están ya acostumbrados a encontrar en sus páginas temas, enfoques y debates novedosos de la antropología social contemporánea, sin duda se sorprenderán de que el cuerpo central de los artículos de este número 10 tenga como eje de referencia espacial el norte de México. Se trata, en efecto, de una región cultural del país que suele ser marginal en los debates académicos y en el quehacer institucional de la antropología mexicana, centrada desde sus tiempos de origen en el área mesoamericana. Y sin embargo, la historia y el presente de las sociedades norteñas, por sus particularidades, ofrecen al análisis antropológico una enorme riqueza y complejidad cultural.

Los ensayos que comentamos son un buen ejemplo. Aunque se ubican en contextos diferentes, en todos ellos subyacen algunas preguntas comunes: ¿en qué forma la conquista y colonización españolas provocaron entre los grupos indígenas del norte de México un reacomodo territorial, una redefinición de los patrones de subsistencia, una reorganización social y, en definitiva, una reformulación de la identidad étnica? ¿Cuáles fueron las modalidades de resistencia, asimilación, mestizaje y exterminio de estos grupos étnicos frente a la cruzada espiritual, la guerra de conquista y la expansión económica de instituciones como los pueblos de misión, las haciendas, los presidios, la encomienda y el repartimiento? ¿Cuál fue, en fin, el perfil de la identidad y la autonomía con el que estos grupos tuvieron acceso, en los albores del siglo XIX, a la modernidad del México independiente?

Ineludiblemente, todas estas preguntas nos remiten a un tema de fondo sobre el que la historiografía y la antropología mexicanas tienen aún mucho por investigar. Me refiero, en particular, a la definición cultural del norte prehispánico y de las sociedades que lo poblaron antes de la Conquista. Porque, a decir verdad, esa tendencia de la historiografía tradicional a proyectar y generalizar, en forma analógica, datos e interpretaciones surgidos en el contexto mesoamericano más allá de sus cambiantes fronteras, para tratar de justificar así una matriz civilizatoria homogénea, preámbulo del surgimiento de la nación, desdeña sin razón muchas evidencias arqueológicas, históricas y etnográficas. Por otro lado, la óptica tradicional tan recurrente de encasillar las culturas prehispánicas del norte de México en la burda ecuación de "civilización versus barbarie" —contra la que justificadamente reacciona en su artículo Cecilia Sheridan—, sólo sirve para calificar, desde una posición etnocéntrica, fenómenos culturales diferentes a los de otras áreas de México.

Petrograbado "El Pelillal", municipio de Ramos Arizpe, Coahuila / Foto de Jan Kuijt

Más allá de estos prejuicios, lo cierto es que —y en ello coinciden todos los ensayos que comentamos— las etnias norteñas desarrollaron y aún conservan rasgos culturales y formas de vida social muy distintos de los de sus contemporáneos mesoamericanos. Por razones derivadas de los condicionantes del clima y del hábitat que poblaron, pero también por su propia idiosincrasia, estos grupos, aunque practicaron en forma desigual la agricultura, no dependieron de ella sino que recurrieron a la recolección de plantas, frutas y raíces, la caza y la pesca, todo ello en el marco de formas de intercambio muy restringidas. Sus patrones de asentamiento distaron mucho de asemejarse al modelo de comunidades compactas y ciudades mercado mesoamericanas, predominando más bien la dispersión en pequeños núcleos familiares dispersos, la movilidad estacional y el nomadismo a lo largo de extensos territorios, prácticas que en buena medida aún perduran. A pesar de sus marcadas diferenciaciones internas, puede decirse de todos ellos que practicaron formas de organización política nucleares y autónomas, ajenas por completo al modelo del estado teocrático o militar mesoamericano.1

Todos estos elementos ayudan a entender algunas de las características distintivas del proceso de conquista del norte de México al que nos remiten los ensayos comentados. En particular, es importante subrayar que dada la dispersión y movilidad geográficas de los nativos, los nuevos espacios colonizados fueron creados de la nada con vistas a fijar y reducir bajo la tutela del gobierno virreinal y de la iglesia a la población indígena. Sin embargo, en muchas y vastas regiones del norte de México, la ocupación española fue sólo nuclear, intermitente y desigual, cubriendo básicamente algunos polos y corredores geográficos articulados en torno al comercio entre enclaves mineros, haciendas agro-ganaderas, misiones, ciudades y presidios, sin que ello implicara un control sostenido y articulado sobre las poblaciones indígenas, dispersas, nómadas y siempre proclives a la rebelión.

De entre todos estos tipos de asentamientos coloniales, sin duda fueron los Reales de minas los espacios más densos y más propicios tanto para el mestizaje cultural como para el conflicto interétnico. Dispersos en medio de territorios serranos, estos centros operaron como espacios articuladores de las actividades económicas del entorno circundante de haciendas, presidios y asentamientos indígenas y fueron la imagen más viva de la presencia y el modo de vida de los españoles. En contraste con la relevancia que la historiografía mesoamericanista ha otorgado a las instituciones agrarias, en el norte de México, la importancia estratégica de la matriz minera en la estructuración y ordenamiento del territorio, la red de comunicaciones, la dinámica del poblamiento, la migración, el mestizaje, la urbanización, el patrimonio arquitectónico y artístico y, en general, las tradiciones y formas de vida están fuera de toda duda.

 

II

Aun cuando podamos hablar de una cierta caracterización general del norte colonial, una lectura comparada de los diferentes ensayos que integran este número de la revista permite sopesar hasta qué punto los contextos y las reacciones frente a la presencia occidental fueron diferenciadas entre los distintos grupos étnicos.

Escritos con enfoques originales, los ensayos se refieren a diferentes áreas del norte. Así, mientras Cecilia Sheridan aborda el tema de la redefinición de las identidades y fronteras étnicas entre los grupos del noroeste novohispano (Coahuila, Nuevo León y ciertas regiones de Tamaulipas y Texas), Susan M. Deeds se centra en la Nueva Vizcaya y más en particular en el área del norte de Durango, Parral y Cusihuiriachi, zona de implantaciones mineras. Por su parte, Cynthya Radding y Héctor Cuauhtémoc Hernández ofrecen sendas explicaciones acerca de la manera en que el sistema de los pueblos de misión y su posterior secularización, a raíz de la expulsión de los jesuitas en 1767, impactaron las formas de subsistencia y gobierno de los yaquis de Sonora. Radding compara además el caso sonorense con el de otro pueblo tribal enclavado en las fronteras coloniales hispánicas, los indios chiquitos, asentados en las tierras bajas tropicales del oriente de Bolivia. Finalmente, Robert H. Jackson presenta una pormenorizada etnografía del pueblo chumash que, bajo la dominación española, habitó la zona costera y las islas del actual territorio californiano estadounidense. El autor propone también una explicación sobre las causas que originaron el levantamiento en las misiones de los chumash en 1824.

Peones / Fondo Rodríguez Triana

Pero no sólo las regiones y áreas étnicas analizadas son distintas; también los enfoques y puntos de partida difieren. Sheridan parte de una crítica sistemática de los postulados de la historiografía tradicional norestense que, argumentando imprecisiones, discontinuidades y denominaciones cambiantes en las fuentes, ha sido incapaz de trazar un perfil riguroso de las fronteras e identidades de los numerosos grupos tribales que poblaron esa región, limitándose a encuadrarlos en la óptica de la oposición civilizados-salvajes. Frente a esta limitada vía, la autora ensaya una interpretación que trata de articular tres nociones: territorio, identidad y frontera. La presión bélica en forma de guerra ofensiva prolongada que se extendió en los territorios del noreste de la Nueva España habría provocado una persistente movilidad territorial indígena, en especial entre quienes se resistieron a la reducción y al trabajo forzado en minas, haciendas y pueblos de misión y ello habría desencadenado, en medio de un espacio de fronteras imaginadas, permeables y cambiantes, no sólo una intensa movilidad y adaptación a nuevos territorios y nichos ecológicos, sino también un sinnúmero de fusiones y fisiones entre los diferentes núcleos tribales perseguidos. Esta situación de acoso e inestabilidad socioterritorial sería el origen de las mutantes identificaciones, propias o adscritas con que fueron designados los indios del noreste en los tiempos coloniales y revelaría las estrategias de su sobrevivencia y resistencia en condiciones de acoso bélico. Todo ello explicaría que, al final del periodo colonial, y salvo contadas excepciones, los grupos autóctonos desaparecieron de la faz de esos territorios desérticos de la Nueva España.

No cabe duda que la propuesta de Sheridan supera con amplitud los límites etnocéntricos de la historiografía clásica, puesto que introduce en el análisis un conjunto de categorías más dinámicas y acordes con la etnografía de la diversidad nativa. Respalda sus afirmaciones el análisis detallado de una amplia base de datos y de una serie de casos específicos sobre los que Sheridan ha venido trabajando y publicando en los últimos años. Pero si a lo largo del artículo se logran dilucidar las causas, contenidos y efectos del desencuentro entre colonizados y colonizadores, en cambio son reducidas las referencias a aquellas modalidades de encuentro y mestizaje cultural que tuvieron lugar entre estos dos sujetos históricos.

Aun reconociendo los efectos demográficos que el exterminio bélico y las epidemias causaron entre los cazadores-recolectores del noreste novohispano, faltaría investigar con más detalle cómo operaron y qué efectos provocaron las estrategias de asimilación misionera, de reducción territorial y de fijación laboral de los nativos. También sería pertinente indagar cuáles fueron las formas y consecuencias del mestizaje biológico y cultural en aquellos espacios sociales donde la interacción entre indígenas y europeos fue más intensa. De igual modo cabría preguntarse, desde una perspectiva comparativa, por qué en esta región, a diferencia de otras áreas del norte de México, los grupos tribales no se apropiaron de los sistemas de representación, gobierno y justicia indígenas impuestos por el Estado y la Iglesia, en especial en las demarcaciones misionales. En suma y por encima de las ideologías que desde posiciones variadas han predicado la "pureza de sangre" y la ausencia del mestizaje en el norte de México, queda aún mucho por hacer para construir en los campos de la historiografía y la antropología un discurso intercultural que desentrañe las profundas relaciones entre el norte profundo y el imaginario.

En su ensayo sobre brujería, género e inquisición en Nueva Vizcaya, Deeds nos introduce en el complejo mundo de la curandería popular, la magia y los rituales satánicos que se difundieron y practicaron entre sectores de la población que residieron en los reales de minas y haciendas de los actuales territorios de Chihuahua, oriente de Sinaloa y Durango. Analiza algunos interesantes expedientes históricos, entre los que destaca el caso de Antonia de Soto, una esclava mulata quien, tras escaparse de su amo en Durango, confiesa ante el comisario del Santo Oficio en Parral haber ejercido hechicerías, ritos satánicos y travestirse para lograr ventajas en situaciones de aventuras, peleas y riñas así como para subvertir la dominación patriarcal. La autora plantea que este conjunto de prácticas simbólicas circularon de forma sincrética e intercultural entre los diferentes grupos étnicos y castas a pesar de los esfuerzos de las autoridades virreinales para evitarlo y en el contexto de una sociedad de frontera sumamente inestable por las continuas rebeliones indígenas y la incapacidad del gobierno colonial para ejercer un auténtico control sobre la migración y las relaciones interétnicas.

En su ensayo, Deeds trata de rastrear el papel de las mujeres de los sectores populares de esta sociedad móvil, inestable y vigilada. A pesar de la dificultad para identificar y rastrear las fuentes, la autora argumenta con el examen de varios casos la pertinencia de una nueva corriente de la historiografía colonial que, desde la perspectiva del género, trata de superar las visiones convencionales y machistas sobre el papel de las mujeres en la sociedad colonial. Desde esta óptica, la recurrencia femenina al uso de la curandería, la hechicería, el satanismo y el cambio aparente de sexo tendrían el carácter de prácticas orientadas a subvertir el orden colonial y el sistema patriarcal. Llama la atención en alguno de los casos analizados el hecho de que estas prácticas se dirijan en contra del clero y también es interesante confirmar que estas formas de resistencia combinan elementos simbólicos propios de mundo indígena y afroamericano con otros que provienen de la picaresca española.

Leyendo este artículo uno puede quizás inducir que en la Nueva Vizcaya se conformó una sociedad relativamente abierta, en la que, por encima de las distinciones entre etnias y castas, se intercambiaron y sincretizaron prácticas culturales procedentes de matrices civilizatorias distintas. Es probable, sin embargo, que este fenómeno sólo tuviera lugar en aquellos espacios en los que las relaciones interétnicas fueron más intensas, es decir, en los Reales y centros mineros. La ubicación de los casos que menciona Deeds (Parral, Cusihuiriachi, Topia y Urique) comprobarían esta hipótesis. En cambio, los territorios misionales de mayor concentración indígena ubicados en el corazón de la Sierra Madre parecen haber permanecido, por lo menos hasta la época de la expulsión de los jesuitas, más cerrados a influencias culturales externas con excepción, claro está, de aquellas derivadas de la labor misionera.

Creo que, en efecto, las fuentes históricas sobre las misiones de la Tarahumara insisten en la persistencia y el profundo arraigo de rituales y prácticas curativas y chamánicas de raíz típicamente utoazteca y son raras las referencias a algún tipo de sincretismo con elementos externos al contexto de las misiones. En todo caso, y tal como lo señalan algunos autores, el sincretismo se habría operado a raíz de la expulsión de los jesuitas, cuando los rarámuris o tarahumaras se reapropiaron de varios elementos del dogma y del ritual católico resignificándolos en su propia matriz cultural.2

Los ensayos de Radding y Hernández se ocupan de estudiar, los dos, el impacto de la colonización misionera entre los grupos étnicos de Sonora. Aunque los autores se ubican en perspectivas analíticas distintas, ambos coinciden en señalar que los yaquis, a los que se refieren más específicamente, lograron posicionarse en el marco de la sociedad colonial con base en una sabia estrategia que combinó la búsqueda de espacios autonómicos de gobierno y la inserción subordinada al poder del estado virreinal, la iglesia y los colonos mestizos.

Radding, quien compara además el caso de los yaquis con el de los chiquitos bolivianos, insiste en afirmar, inspirándose en la óptica de Marshall Sahlins, que ambos grupos no fueron un obstáculo a la modernidad en el contexto del colonialismo iberoamericano, sino que en el nivel económico, político y desde las formas de autogobierno de sus unidades político-étnicas, reclamaron al poder colonial su derecho de inclusión, desafiando así las formas convencionales del estado-nación colonial.

Por su parte, Hernández destaca el papel activo que los yaquis desempeñaron en el reacomodo de fuerzas que siguió a la ruptura del orden colonial. Éstos no sólo rompieron el cerco del control misionero, sino que también preservaron sus sistemas de gobierno y justicia autónomos, hicieron valer sus derechos sobre sus territorios y conjugaron sus habilidades productivas aprovechando la liberalización del comercio en Sonora al final de la época colonial.

Las perspectivas de estas dos visiones tienen en común una original forma de explicar la manera como en algunas sociedades indígenas del noroeste de México se pudieron articular la modernidad y la tradición, la defensa de la autonomía étnica y la inserción en una sociedad pluricultural, la transacción entre la resistencia y la asimilación.

El ensayo de Jackson nos invita a descubrir la etnohistoria de un grupo étnico —los chumash— que habitaron en la región de Santa Bárbara (California) El texto resulta sin duda novedoso porque no solemos estar familiarizados con la historia y la etnografía de los grupos étnicos que poblaron los confines más lejanos del norte del territorio novohispano.3 Y sin embargo, el artículo permite encontrar muchas similitudes entre esta sociedad indígena y aquellas otras que se asentaron en el norte de las actuales fronteras de México. También aquí se observa una sociedad recolectora, sin formas de estado, con una notoria dispersión y movilidad geográficas, dividida en tribus independientes, a quienes los misioneros franciscanos atribuyeron artificialmente, como en otras muchas regiones del norte, el carácter de nación indígena.

Además, es reveladora la interpretación que el autor plantea para explicar las verdaderas causas de la rebelión de los chumash suscitada en las misiones de Santa Inés, La Purísima y Santa Bárbara en febrero de 1824. Éstos se habrían sublevado contra el orden colonial no sólo para protestar contra el régimen de reducción y los castigos corporales aplicados por los misioneros ante toda práctica considerada como idólatra, sino también por encontrar la ineficacia de la medicina occidental en un contexto de epidemias y mortandad.

Nuevamente se observa en este caso cómo los vencidos usan las propias armas de los vencedores criticando en sus propios términos la lógica de la dominación colonial.

 

III

Me atrevería a señalar que la polémica que atraviesa y articula este conjunto de ensayos puede quizás resumirse en estos términos: ¿hasta qué punto puede considerarse que la sociedades coloniales del norte de México se configuraron como colectividades abiertas y permeables a la influencia intercultural? O más bien, ¿hay que pensar que éstas operaron como sociedades segmentadas o comunidades autárquicas, con lealtades primarias y cerradas en sus propios códigos de identidad?

También, a lo largo de los textos, destacan dos elementos que permiten matizar este debate. El primero se refiere al contexto de contienda bélica como un espacio central de desencuentro entre matrices civilizatorias opuestas que fue común en muchas regiones del norte colonial. En algunas de ellas adquirió el carácter de guerra prolongada; en otras, en cambio, asumió la modalidad de rebelión cíclica. En cualquier caso, resulta inevitable la centralidad de esta categoría analítica para explicar la configuración del norte colonial e incluso los referentes históricos e ideológicos de las relaciones interétnicas en las sociedades norteñas contemporáneas. Desde muchos discursos, el norte moderno y emprendedor se disocia de su pasado indígena anticivilizatorio. O se erige el mito de los "conquistadores del desierto" —a quienes se atribuye una incuestionable pureza de sangre— sobre las cenizas de un oscuro pasado indígena del que sólo es recuperable el valor de los derrotados. Y sin embargo, la presencia viva del norte profundo en sus viejas regiones de refugio o en sus transgredidas fronteras de la migración globalizada sigue poniendo en duda hoy, en sus propios términos, a la modernidad.

Encuentro además en los textos un segundo elemento definitorio del carácter de las sociedades norteñas coloniales. Éstas aparecen en todo momento como grupos humanos en proceso de construcción y autodefinición, envueltos en cambiantes y permeables fronteras de identidad. En este conglomerado social se articulan tradiciones y orígenes civilizatorios diversos entre los que se suscitan en todo tiempo situaciones de conflicto y de consenso.

Esta imagen del México norteño es también la de nuestros días. Numerosos contingentes humanos siguen cruzando sus fronteras en todas sus direcciones y aun sus viejos pobladores siguen colonizando nuevos espacios internos. Costumbres, modos de vida, formas de sobrevivencia, culturas y mentalidades, se transforman y mestizan cada día. Hoy como en el pasado, el norte se proyecta como un territorio intercultural abierto a todo tipo de influencias.

San Pedro, Coahuila, 1933 / Archivo Histórico Juan Agustín de Espinoza, Fondo Azocena

 

Notas

1 Puede verse al respecto la tipología que establece Spicer para los grupos del Southwest, distinguiendo entre las "poblaciones de ranchería", las "poblaciones de aldea", las "bandas" y las "bandas no agrícolas" (Edward H. Spicer, Cicles of Conquest. The impact of Spain, Mexico and the United States on the Indians of the Southwest, 1533-1960, The University of Arizona Press, Tucson, 1962: 8-15).         [ Links ]

2 Una de las mejores crónicas sobre las rebeliones y las estrategias culturales de defensa de los rarámuris es la de Joseph Neumann, editada por Luis González: Historia de las rebeliones en la Sierra Tarahumara, (1626-1724), Editorial Camino, Chihuahua, 1991.         [ Links ] En cuanto a la tesis de la "raramurización" del dogma y el ritual católico puede verse el texto de Ricardo Robles, "Los rarámuri-pagótuame", en M. Marzal (ed.), El rostro indio de Dios, Ediciones del Centro de Reflexión Teológica, Universidad Iberoamericana, México, pp. 23-87.         [ Links ]

3 Una interesante crónica de la forma como se llevó a cabo la conversión de los grupos indígenas de esas regiones puede verse en el reciente trabajo de Julio César Montané, Fray Pedro Font. Diario íntimo y diario de Tomás Eixarch, Universidad de Sonora y Plaza y Valdés Editores, México, 2000.         [ Links ]

 

Información sobre el autor

Juan Luis Sariego. Licenciado en filosofía y letras por la Universidad de Comillas, Madrid (España), maestro en antropología social por la Universidad Iberoamericana (Distrito Federal), maestro en ciencias antropológicas y doctor en antropología por la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Desde 1988 trabaja como profesor investigador de la ENAH Chihuahua. Entre sus publicaciones destacan: El Estado y la minería mexicana. Política, trabajo y sociedad durante el siglo XX (FCE, México, 1988), Enclaves y minerales en el norte de México. Historia social de los mineros de Cananea y Nueva Rosita. 1900-1970 (Ediciones de la Casa Chata, CIESAS, México, 1990), Trabajo, territorio y sociedad en Chihuahua durante el siglo XX (t. V de la Historia general de Chihuahua, Chihuahua, 1998), y El indigenismo en la Tarahumara. Identidad, comunidad, relaciones interétnicas y desarrollo en la Sierra de Chihuahua (INI-INAH, México, 2002).

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