Las organizaciones del Cono Sur que propugnaron la lucha armada entre los ‘60 y ‘80, funcionaron discursivamente de manera igualitaria hacia militantes varones y mujeres, exigiéndoles en la práctica a ambos de igual forma, de acuerdo al deber ser de la moral militante revolucionaria, orientada hacia la construcción del hombre nuevo guevarista y que aseguraba cumplir con las normas mínimas de seguridad y compartimentación necesarias en organizaciones que regularmente funcionaron en la clandestinidad. Esta moral no era neutra sino masculina y masculinizante. Ello significó que las diferencias que el sistema sexo-genérico implica en la práctica para hombres y mujeres -lo femenino y lo masculino- fuera obviado, aunque en los testimonios de las militantes se observa que la especificidad de las subjetividades de las mujeres militantes salía a la luz constantemente, reflexión realizada por ellas ya sea en la época o de modo posterior.
Por sistema sexo-género entenderemos en palabras de Gayle Rubin:
...el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas (Rubin, 1986: 97).
Entendemos por tanto que un sistema sexo-género está incardinado en cierto contexto cultural específico, lo que implica diferencias en los sistemas sexo-genérico hegemónicos para cada comunidad o grupo social. Que un sistema sexo-genérico sea hegemónico, implica que está en pugna con uno residual y otro emergente que se diferencian del que se encuentra en el centro del poder en ese minuto y contexto particular.
Entonces, y al exigirles a ambos sexos por igual, estas organizaciones posibilitaron en las militantes un sinnúmero de transgresiones a los mandatos del sistema sexo-genérico hegemónico social, partiendo por el hecho de participar de una ideología que reivindicaba la violencia como forma de transformación social. Al mismo tiempo, el partido tuvo sus propios mandatos sexo-genéricos, en los cuales reprodujeron preceptos del sistema sexo-género hegemónico en mixtura con sus propias nociones de cómo debía comportarse un hombre y una mujer militante.
Entre estas dos morales y mandatos sexo-genéricos -las de la sociedad y las de las organizaciones- estas militantes tuvieron espacios de liberación y de constricción, entre los cuales construyeron subjetividades propias dentro de la militancia política armada que las diferenciaron de las otras mujeres de su generación, y de los hombres militantes.
En este artículo presentaremos el caso específico de las militantes chilenas, argentinas, uruguayas y brasileñas, investigado a través de algunos de los testimonios de ellas mismas.
Si bien las circunstancias entre un país y otro nunca son las mismas, los mandatos y subversiones experienciadas por las militantes fueron similares en Latinoamérica y se transformaron desde una primera época en el Cono Sur, luego en Centroamérica, y finalmente en la guerrilla zapatista, que actualmente incorpora en su discurso -como problema de la revolución-, los temas de la vida privada y la lucha de las mujeres.
Tan sólo la participación de estas mujeres en política, espacio público y tradicionalmente masculino, y además en lucha armada, significó para ellas romper con los sueños tradicionales que eran esperables todavía para las mujeres en los ’60: casarse, tener hijos, ser buenas madres y esposas, ocuparse del bienestar familiar. Estas transgresiones ocurrieron en medio de desacatos que el resto de mujeres también conocían incipientemente, puesto que los movimientos feministas de la época se fortalecían, la píldora anticonceptiva permitía que el sueño de amor libre se hiciera posible, y los hippies planteaban otras maneras de vivir al interior de las familias.
Estas militantes incurrieron en acatamientos y desacatos a los sistemas sexo-genérico hegemónicos en que vivieron, experimentando tensiones específicas. Con ello, fueron sujetos de una contienda dentro de la lucha por el socialismo en sus países: la lucha por constituirse en sujetos políticos no sólo en tanto militantes izquierdistas-guerrilleras, sino en tanto mujeres-izquierdistas-guerrilleras. Si bien la mayoría no le puso nombre a esta disputa -aun cuando muchas comenzaron a hablar y pensar tempranamente desde el feminismo-, con la perspectiva del tiempo podemos decir que las tensiones y cuestionamientos producidos por ser mujeres en espacios tradicionalmente masculinos, le debieron mucho a, y confluyeron con el pensamiento feminista.
La guerrillera: “una más”
En la mayoría de los testimonios se evidencia que en la época no había conciencia feminista ni de género, sin embargo ya se observaban incipientes miradas desde esta perspectiva particular en experiencias de los ‘70. Una militante del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionario) chileno llamada Marta Zabaleta, recuerda en los inicios de esta organización unos textos cortos que se referían a diversos problemas sociales, titulados “la cuestión femenina”, que tuvieron una gran demanda:
Sí, esas clases hasta las reimprimió el PS y llegaron a difundirse en más de 25 mil ejemplares. En suma: cuatro fueron dedicadas a problemas e intereses específicos de las mujeres obreras, pobladoras, esposas de mineros, de obreros, etcétera. Los compañeros les llamaban: ‘Sobre la cuestión femenina’, siguiendo la vieja tradición marxista (Morales, 2010: 3).
Muchas con el tiempo, y tras dejar sus militancias, se hicieron feministas, reconociendo sus pugnas -que parecían únicas- como parte de una lucha colectiva, reconociendo cómo el feminismo influyó en sus vidas y en sus críticas actuales a la militancia pasada (Vidaurrázaga, 2006; Morales, 2010; Diana, 1996; Carrillo et al., 2012; Claux, 2011).
En la revista oficial del MIR, El Rebelde, se anunciaba ya en 1972 el nacimiento de un frente femenino, si bien en ninguno de los testimonios de las militantes se recuerda esta experiencia (López, 2010: 90). Sin embargo esto evidencia una preocupación de la organización en el plano del discurso por integrar a las mujeres. La pregunta es entonces ¿cómo se las integraba?
En la época, las militantes de organizaciones político-armadas en general se incluyeron en éstas como si fueran sujetos neutros dentro de la lucha por alcanzar el socialismo. Como sabemos, el neutro siempre supone lo masculino, dado que en el patriarcado el masculino es el universal por excelencia. En esta línea, para ser una buena militante era imperante incorporarse a la lucha como “una militante más”, frase que se repite en los testimonios de guerrilleras en el Cono Sur, y aparece como una clara exigencia respecto de borrar sus subjetividades femeninas para ingresar al mundo supuestamente neutro -claramente masculino- de la guerrilla. Recuerda la ex ministra Lucrecia Brito:
Se nos exigía igual, íbamos a la misma escuela de cuadros, teníamos la misma formación militar, había mujeres que tenían cargos militares igual que los hombres o que en esos ámbitos eran mucho mejores que los hombres (Brito, en Ruiz, 2011: 5).
Señalaron los Tupamaros uruguayos en las actas de la organización:
...la mujer es una combatiente más con todas las posibilidades de aporte y desarrollo al proceso revolucionario en marcha. No sin lucha, el MLN-T ofrece hoy un lugar de militancia a las mujeres sin prejuicios, y sólo en función de lograr lo mejor para la revolución (Actas Tupamaras, 1986: 26).
En la revista El Rebelde del MIR se indicaba que el objetivo del Frente Femenino Revolucionario sería: “hacer de cada mujer trabajadora un soldado más en la lucha por la conquista del poder” (López, 2010: 90). Conocida es la frase de un dirigente Tupamaro tras la que se sobreentendía que, mediante las armas, hombres y mujeres se igualaban en la lucha: “nadie es más igual que detrás de una 45” (Sapriza, 2010: 71). La idea de ser un sujeto neutro en la lucha es un recurrente en los testimonios de estas mujeres (Vidaurrázaga, 2006; Diana, 1996 y Araújo, 1980).
Sin embargo esta idea de hombres y mujeres igualados en la lucha, oculta la inmensa zanja que se abre entre unos y otras una vez que se acaba el momento preciso del combate armado.
El tiempo evidenció lo que era un hecho desde el punto de vista de la construcción hegemónica sexo-genérica: Las guerras y guerrillas, son claramente un espacio masculino en el que el sujeto protagonista es el guerrero. El guerrero es un ser que -al decir de De Beauvoir-, es la representación misma de la trascendencia, puesto que al elegir morir por una causa abstracta borra de cuajo la “mera” reproducción que corresponde a las mujeres en la tribu, minimizando el costo de este trabajo que deja de verse como tal y se interpreta como “naturaleza”. Las mujeres y lo reproductivo se quedan entonces en la inmanencia de la vida que les pasa por delante, mientras el guerrero -siempre masculino- toma para sí la trascendencia del proyecto por el que incluso se puede entregar la vida. Esa sola posibilidad hace que su trabajo sea mucho más importante que el reproductivo, pues la vida deja de ser un bien supremo, cuando el proyecto se transforma en el bien por excelencia (De Beauvoir, 1987).
La preponderancia de lo masculino se evidenciaba también respecto de en quiénes se sustentaba la autoridad de las organizaciones, mayoritariamente varones. En el libro Guerrilleras que relata experiencias de mujeres Tupamaras y especialmente las fugas de las prisiones, se evidencia esta predominancia masculina cuando las mujeres llaman a su operación de escape “Julia” y, desconociendo este hecho, las autoridades partidarias la llama “Paloma”, nombre con el que la fuga ha pasado a la posteridad. Las órdenes también significaron que en Uruguay se fugaron muchas mujeres que ya estaban prontas a cumplir la pena ya que -a pesar de la decisión de las mujeres reclusas de no hacer correr riesgos a estas compañeras- los directivos hombres decidieron que el número de fugadas debía ser el más alto posible dada la espectacularidad que se le quería dar al asunto. Así, muchas mujeres pasaron por años a la clandestinidad cuando en caso de esperar un par de meses hubieran salido libres legalmente (Cavallo, 2011).
En el mismo libro se relata respecto de la calidad de “rehenes” que tenían un grupo de presos y presas políticas, lo que significaba que, ante cualquier atentado o acción del grupo político, ellos serían sujetos de represión e incluso de muerte. Tras la salida de los rehenes varones y mujeres, hubo una conferencia de prensa que evidenció el poder real tras la organización:
En tanto, aquel 14 de marzo de 1985 los rehenes hombres, que desde hace algunos días antes se habían congregado en Conventuales por razones de “seguridad”, pero que nunca le comunicaron nada a las mujeres rehenes, realizaron una conferencia de prensa en la que Fernández Huidobro dio lectura a una carta de Raúl Sendic. Con ellos no había ninguna mujer (Cavallo, 2011).
Alejandra, una militante argentina, relata el momento en que la neutralidad desapareció y se evidenció la diferencia entre ella y su pareja dentro de la organización:
Mi compañero y yo militábamos en un pie de igualdad, haciendo las mismas cosas, y con el mismo grado de compromiso. Sin embargo, a él lo promocionaron primero que a mí (...) Me pareció muy injusto y tuve el atrevimiento de preguntarle a mi responsable, que era una mujer. Me contestó que por ser hombre era mucho más libre que yo, podía, por ejemplo, dormir fuera de su casa, y por lo tanto se podía contar con él a cualquier hora del día o de la noche (Diana, 2006: 28).
Al mismo tiempo que se hacía una diferencia entre ellas y los varones, poniéndolos a ellos en un lugar de mayor poder; no se tomaba en cuenta la diferencia de estas militantes, en tanto mujeres con una subjetividad genérica distinta a la de sus compañeros. No parecía necesario tratarlas de forma diferente, porque para lograr la igualdad suponían que bastaba con incluirlas, aunque esa inclusión fuera amoldándose a las características del guerrero, universal-masculino. Ni la maternidad, ni la importancia de la vida privada, ni las relaciones de pareja o cómo dieron un giro las mujeres en sus miradas sobre el futuro, fueron incluidas como discusión dentro de las organizaciones, aunque sí a veces entre las militantes que las componían. Hubo entre ellas intentos de colectivizar las preguntas sobre lo femenino en medio de la revolución, con base a sus propias experiencias, por ejemplo en colectivos o reuniones exclusivamente femeninas, las que sin embargo fueron censuradas por las dirigencias:
Tenía a cargo el comité y empezamos a trabajar en los grupos de apoyo para la vuelta. Estaba en los grupos de apoyo cuando las mujeres decidimos reunirnos por nuestra cuenta y eso causó un escándalo dentro del partido (...) Cuando se iba a realizar la tercera reunión hubo serios llamados de atención. Yo fui super cobarde, ya estaba con la idea de irme a Cuba. Y me dijeron acuérdate que tú estabas por irte a Cuba y estás priorizando por otras cosas antes que volver a Chile... Yo dije que eran sólo reuniones y pensé que estaba arriesgando volver a Chile, entonces no me atreví. No me atreví a ponerme en la disyuntiva en ese momento, y creo que fue muy difícil escoger entre la militancia feminista y la partidaria (Arinda, en Vidaurrázaga, 2006).
Recuerda una militante argentina:
Se dio entonces algo muy femenino. Nos sentíamos solas, y de hecho lo estábamos, porque nuestros maridos estaban volcados a la militancia full time y, al menos en nuestro caso, el partido no ayudaba a la mujer que se quedaba sin su compañero. Entonces nos organizamos y siempre encontrábamos un rato para vernos, contarnos nuestras cosas, ayudarnos con los chicos, etcétera. Era como un ‘frente femenino de solidaridad’, clandestino, inventado por nosotras, y con independencia de la agrupación a la que pertenecíamos (Peti, en Diana, 2006: 70).
Sobre la contradicción de clase como lo fundamental, que excluía reivindicaciones femeninas y feministas, Jessie Vieira de Brasil recuerda: “Essa questao nao era absolutamente colocada, essa coisa de gênero, nem se falaba disso. A contradiçoes eram contradiçoes do capitalismo, que se resolveriam na revoluçao socialista (Bosco y Viz, 2008: 23).1
Como supuestamente eran iguales a sus compañeros, tenían que responder como iguales, la magnitud del salto que las mujeres tuvieron que dar para ser “iguales” a sus compañeros no fue un tema a discutir.
Ante la supuesta neutralidad impuesta por las organizaciones, estuvieron aquellas que buscaron hurgar en sus diferencias sexogenéricas desviándose a ojos de la organización del verdadero problema: la lucha de clases; y otras que se amoldaron perfectamente a la neutralidad, masculino universal, masculinizando sus improntas para poder ubicarse al mismo nivel que sus compañeros en la lucha, desconociendo las diferencias que eran evidentes sobre todo respecto de las vidas en lo privado. Esta “masculinización”, es algo que recuerdan como una constante requerida por la militancia quienes participaron como en el MLN-T (Araujo, 1980: 254). Churchill señala al respecto:
Thus, the Tupamaros expected female militants to “lose” their gender and especially reject motherhood as their identity and inspiration for revolution (...) In contrast, Uruguayan society and much of the rest of the Uruguayan left conceptualized women’s primary role as wife and mother. Within either option given to women -embracing femininity/maternity or masculinity- dichotomous gendered restrictions confined women’s political participation to constructed gender norms. Both choices created a binary with little gray area for women to forge identities on their own terms2 (Churchill, 2010: 15).
Estereotipos y castigos a la transgresión
Es esta constante dicotomía que se producía en las guerrilleras entre “desviarse” de la causa -vía asumir sus diferencias e inequidades sexo genéricas tanto sociales como al interior de la organización-, y masculinizarse -obviando las diferencias y asumiéndose como un guerrillero más- resultó en mujeres que transgredían de una u otra manera los preceptos imperantes desde la sociedad para las mujeres de la época. Mujeres imposibles de clasificar y por tanto de digerir, y que desde el común fueron construyéndose como estereotipos que los medios de comunicación reproducían, como señala Araujo sobre las Tupamaras, quienes eran descritas como soldados sin sexo o hermosas combatientes promiscuas (Araujo, 1980: 216). Araujo describe, por ejemplo, cómo las propias militantes tupamaras recuerdan que las mujeres eran más temidas por los guardias que sus compañeros varones (Araujo, 1980: 233).
Esta dicotomía estereotipada era también utilizada por las propias organizaciones cuando encargaban tareas a las militantes. Churchill señala sobre las tupamaras, cómo en sus testimonios recuerdan que la organización les daba dos posibilidades: comportarse como un guerrillero neutro-varón o realizar tareas propias de lo tradicionalmente femenino, por ejemplo provocando sexualmente a la policía para distraerlos.
La idea de estas mujeres como promiscuas producto de la transgresión que admitían y hasta provocaban conscientemente en sus vidas, fue una constante sobre todo desde los organismos represivos, y en medio de las torturas, por ejemplo al llamarlas “putas”, como recuerdan en los testimonios:
Allí el ogro me recuerda que le mordí la mano y se toma su revancha despellejando mi pubis a tirones. Los otros también quieren sus pequeñas venganzas ¿de qué? Poco importa. Empiezo a entender que los motivos sobran, seguiré entendiéndolo en las sucesivas sesiones: ser mujer, estar metida en cosas de hombres, es una de las recurrentes causas para el castigo (Ojeda, 2001: 81).
La violencia sexual fue una constante en las mujeres que pasaron por la represión como lo evidencian los informes de verdad y justicia y lo recuerdan los testimonios (Rojas, 1980: 67). Tortura que tuvo particularidades en el caso de las mujeres y que significó no sólo violarlas sino tratarlas denigrantemente focalizándose en sus feminidades. Recuerda Teresa Meschiatti, militante argentina:
Más que la tortura en sí, que es física, el problema es cuando a uno lo violentan. Me dejaron desnuda en una pieza, con la cara tapada. En el medio había unas, no sé, diez, doce personas, que hablaban cuchicheaban. Fue denigrante no poder verles la cara. Mientras me torturaban me decían: ‘No te afeitaste los pelos...’. Es cierto no estaba depilada, y me dolió más eso, que me tocaran en mi dignidad femenina, que la tortura en sí, que fue durísima. Todavía conservo las marcas, quemaduras de tercer grado. Pero fue mucho más doloroso que me denigraran como mujer (Diana, 2006: 50).
Esta tortura específica buscó atacarlas en su feminidad como castigo extra por salirse de las normas sexo-genéricas de la época: “...é óbvio que éramos vistas pelo aparelho repressivo evidentemente por esse olhar. Até porque esse era um espaço absolutamente dominado ou nunca antes habitado por mulheres”3 (Bosco y Viz, 2008: 23)
La tortura a las embarazadas también tuvo especificidades con la que lidiaron estas mujeres al estar en ese lugar de combate: “Pensaba: ¿cuál es mi límite? Tengo un hijo adentro, ¿cómo me defiendo de esta situación y cómo defiendo la vida de mi hijo? Yo no quería hablar, tampoco quería que mataran a mi hijo” (Jorge, 2010: 77).
Además, el estatus de madre y la situación en que quedaban los hijos e hijas por la opción tomada, era utilizado también como mecanismo de tortura amenazándolas con la seguridad de los pequeños y cuestionándolas como madres, el rol que por excelencia conforma el deber ser de las mujeres:
Y dale con esto de que tú las dejaste. Y cómo tú te separaste y estaban ellas acá. Terrible. Te dan tupido y parejo. Saben que eso es fuerte para uno, que no tiene explicaciones ni nada. Qué explicaciones vas a tener con alguien del otro lado, si no tienen ninguna explicación ni para qué estés metida en lo que estás. Obviamente que no hay ninguna posibilidad de hablarles ni decirles nada. Te dejan aquí con tu carga no más, te dicen que se las van a llevar, y si sabes que tus hijas están botadas en la calle, que no tienen qué comer, “las tenemos en la calle, están pasando frío”. Te decían cualquier cosa (Soledad, en Vidaurrázaga, 2006).
Maternidades
Uno de los roles que mejor evidenció las diferencias e inequidades entre mujeres y hombres combatientes, fue la maternidad, uno de los ejes centrales que evidenciaron la subjetividad femenina como singular en la guerrilla, paraíso de hombres. Físicamente porque el embarazo y el amamantamiento no podían ser reemplazados y era una diferencia evidente entre ellas y ellos; como también por los cuidados posteriores que se le encomiendan a la mujer como decantación “natural” de la gestación.
El ser o no madres era todo un tema en mujeres que -por la época- habían sido criadas casi en exclusividad para efectuar ese rol de manera cabal a lo largo de sus vidas. La pregunta era si parecía factible tener hijos dentro de las organizaciones políticoarmadas cuando se asumía un compromiso total, o sea cuando se vivía para y por el partido. En esto los partidos no se mantuvieron al margen sino que opinaron e incluso propinaron ciertos comportamientos (Cavallo, 2011; Chacaltana, en Vidaurrázaga, 2006), o como cuenta una ex militante argentina:
Un día que intenté hablar de esto me contestó que un militante no tenía que tener hijos ni mujer, porque el amor lo aferraba a la vida y la vida había que estar dispuesto a darla por la revolución. Su respuesta me conmocionó, pero no discutí con él, porque me pareció que esas inquietudes eran ‘debilidad política’ (Alejandra en Diana, 2006: 29).
Señala Teresa, militante de la izquierda argentina, respecto de lo mismo:
Yo no critico, no echo la culpa. Pero para militar como militaba, tenía que tener una concepción muy dura que era no tener hijos. Eso me significó siete abortos. Los siete abortos se quedaron impregnados en mi piel, en mi sangre y en mi estómago (Diana, 2006: 51).
Cuando las mujeres -después de cuestionárselo y ser cuestionadas por sus partidos- asumieron de todas maneras el rol materno, esto se transformaba en razón para exigirles a ellas que dejaran sus niveles de participación, o se las trataba como pudieran continuar teniendo las mismas responsabilidades que sus compañeros varones. Esta tensión entre una y otra opción se hace evidente en los testimonios de estas militantes. Evidentemente la maternidad cambiaba la disponibilidad de esas mujeres hacia el partido, y de golpe se evidenciaba la diferencia que había entre ellas y los varones. El espejismo de la igualdad (Gaviola, Largo y Palestro, 1994) que reinaba para casi todas mientras eran jóvenes y sin ataduras, se desvanecía rápidamente con las exigencias del cuidado materno:
Recluida en un departamento con dos bebés yo, que había sido militante de primera línea, que había armado mis propias cosas, que había jugado mis propios papeles, me encontré lavando pañales mientras mi compañero se iba en la mañana y volvía a la noche porque tenía cita tras cita y numerosas actividades (Frida, en Diana, 2006: 61).
La tensión entre ocuparse de los hijos e hijas o ser militantes eficientes fue una constante en las mujeres que participaron en la lucha armada siendo madres. En ambos casos las pérdidas y arrepentimientos posteriores fueron asumidas mayormente por ellas. Recuerda Ramona, en Argentina:
Esta manera de vivir implicaba además para todas las mujeres una desventaja para nuestros ascensos dentro de la organización, porque muchas veces no podíamos ir a reuniones, o no podíamos disponer para nuestra formación del mismo tiempo que tenían los varones (...) Todas, por otro lado, insistíamos en que los compañeros tenían que asumir a los chicos como una tarea conjunta a compartir con las madres. Pero la resistencia masculina era muy grande y se puede decir que, al menos en la gran mayoría de los casos, nada se logró (Ramona, en Diana, 2006: 19).
Esta tensión entre maternidad y militancia, privado y público, fue propia de la subjetividad de las mujeres militantes de la izquierda revolucionaria, subjetividad que las diferenció de sus compañeros y que evidenció la falsedad de la supuesta neutralidad de la lucha:
...se formaron dos líneas: compañeras que no descuidaban a sus hijos, conscientes de que ya, por el simple hecho de la vida clandestina y riesgosa que llevábamos, eran niños con muchas limitaciones. Y compañeras que por no descuidar su trabajo político atendían muy mal a sus hijos. En cualquiera de los dos casos había un saldo de pérdida para el sector femenino. O perdíamos como militantes, o perdíamos como madres (Ramona en Diana, 2006: 19).
Entre quienes decidieron de todas maneras tener hijos e hijas, la decisión más feroz fue escoger entre el partido y la maternidad. “De todas las cosas que he vivido, la más difícil, la que me ha causado más angustia y sufrimiento es ésa: mi condición de madre en la etapa histórica que me toco vivir”, dice Lilian Celiberti -militante uruguaya- en su testimonio, y continúa:
...me parece que en una situación de cárcel la mujer se siente mucho más culpable del sufrimiento que le causa a sus hijos de lo que se puede sentir un hombre cuando se lo separa de su familia. Esas cosas son más dolorosas y costosas para la mujer y para mí lo fueron mucho. No la decisión en sí de pelear por mis convicciones, sino el de vivir después las consecuencias de esa decisión (Celiberti, 1988: 63-64).
Esta brutal elección les significó en la práctica o el fin de sus participaciones igualmente activas que los compañeros varones; o el abandono de sus funciones maternas con las consecuencias que tuvo ello principalmente para las madres, máximas responsables de los hijos e hijas según los cánones del sistema sexo-género hegemónico de la época y quienes por “naturaleza” debieron haberse quedado con hijos e hijas:
Claro porque cuando se venía un compadre a Chile, atrás, quedaba una mujer haciéndole señas y uno cabro chico agarrado a la falda gritando por su papito. Y cuando se venía uno nadie consolaba el cabro chico y había que apagar la luz y cerrar la puerta. Además había que demostrar por qué se venía. Nadie nos decía que debíamos ponernos 10 kilos más en la mochila, pero había que hacerlo para demostrar por qué una se venía (Arinda, en Vidaurrázaga, 2006).
Esta tensión tuvo que ver con la elección entre dos identidades -la de guerrillera y la de madre- incompatibles en cierto momento de la lucha que estaban dando:
Y empezar a decir sí, yo creo en la justicia, creo en la igualdad, yo creo en el MIR, creo en las cosas que levanta el MIR, creo en que hay que irse a Chile a pelear, y soy mamá, y eso es fuerte, pero yo también soy esa otra, y tengo que reconocerlo en mí y darme cuenta que es tan importante como esto otro. No es una cosa antes que la otra, son conjuntas, paralelas. No puedo ser la pura mamá, y dejas de ser la militante que ahora me doy cuenta que soy, ni al revés, ser la pura militante y decir que no me importa lo que pase. Soy las dos, pero las dos me importan y las dos no pueden dejar de ser. Y tengo que buscar un punto intermedio, algo más o menos equilibrado que no me signifique sacrificar absolutamente a ninguna de las dos, como cosa estratégica, porque igual había renuncias que iban a ser temporales, en este caso el tema de la maternidad (Aránguiz, en Vidaurrázaga, 2006).
Las militantes de la izquierda uruguaya vivieron esta separación al estar encarceladas, en el momento en que se decide quitarles el derecho de convivir con sus hijos e hijas en las cárceles: “Las circunstancias me obligaron a entregar a mi hijo. El dolor que sentís es tan fuerte, peor tan fuerte, que si no lo vivís es imposible dimensionarlo. Fue terrible, terrible. Me pareció que no iba a poder recomponerme” (Jorge, 2010: 188).
Arinda, reflexiona sobre la relación que ahora tiene con su hijo luego de haberlo dejado en Cuba en el Proyecto Hogares, espacio creado por la organización revolucionaria chilena para dejar a los hijos e hijas de quienes decidieran retornar clandestinamente a la resistencia en Chile:
Pero no voy a decir que es algo que esté resuelto. No. Son 10 años de ausencia. En que me perdí muchas cosas con él. Lo dejé a los 9 años y lo encontré a los 19, un hombre joven. Me hacen falta los años con él. Y aunque yo esté todo el día con él me hacen falta esos días. Yo lo que quiero es seguir la vida normal pero está eso (Arinda, en Vidaurrázaga, 2006).
También sobre las consecuencias actuales de esta decisión reflexiona Goñi, ex mirista: “Ahora, si tú me preguntas ¿cómo lo hacía yo como mujer? No, los resultados están a la vista, mis hijos se criaron solos y tienen conciencia de eso y me lo echan en cara todos los días” (Goñi, en Ruiz, 15).
A modo de conclusiones
Las organizaciones revolucionarias del Cono Sur latinoamericano, discursivamente estuvieron abiertas e incluso fomentaron la participación femenina entre sus filas. Sin embargo esta inclusión implicó en la práctica que estas mujeres debieron militar como un guerrillero más, obviando la especificidad de sus subjetividades marcadas por un sexo y un género cuyo deber ser reside principalmente en el desarrollo de los ámbitos privados -la familia-, y que de plano estuvo ausente en la construcción de espacios bélicos como guerras y guerrillas. Estos espacios por tanto nunca contemplaron la participación de mujeres, lo que implicó para quienes se atrevieron a dar este salto sexo-genérico una adaptación a un espacio masculino que en muchos casos significó obviar sus vidas privadas y masculinizarse para competir de igual a igual con sus compañeros varones.
Si bien el abandono de lo privado fue una exigencia que la moral revolucionaria militante hizo por igual a mujeres y hombres que accedían a este compromiso político, es claro que este abandono significó una renuncia mayor para las mujeres, criadas en un sistema sexo-género donde la familia y especialmente la maternidad eran sin duda la mayor aspiración de toda mujer que quisiera comportarse como tal.
Al terminar las militancias y salir al mundo tradicional, los costos que pagaron las mujeres evidenciaron las diferencias que siempre existieron dentro de las organizaciones entre ellas y sus compañeros, porque si bien dentro de la guerrilla habían alcanzado lugares de respeto e incipiente igualdad con respecto de sus compañeros (aun con la exigencia de la neutralidad de por medio), el retorno al sistema sexo-género hegemónico de la sociedad que les era contemporánea se encontraba mucho más atrás. Por eso Yessie Macchi recordaba en una entrevista el retorno a la “vida regular” como la vuelta a un mundo que supuestamente ya habían dejado atrás al optar por la lucha político armada, y reflexiona irónicamente: “Un hombre que estuvo preso durante 15 años y sale a la edad de 40 es un héroe. Una mujer que estuvo presa durante 15 años y sale a la edad de 40 es una vieja” (Bruns y Habersetzer).
La elección entre maternidad y militancia que muchas debieron hacer fue la muestra más evidente de que la igualdad en la guerrilla era sólo un espejismo. En un primer momento, porque quienes se vieron enfrentadas a esta decisión no contaron con la tranquilidad de dejar a sus hijos e hijas al cuidado del otro progenitor, como en el caso de la mayoría de los varones. Y en un segundo momento, porque a la hora del reencuentro con esos hijos e hijas -abandonados por la inmediatez del sueño revolucionario- los costos pagados por ellas fueron mayores, puesto que el abandono paterno es parte de la historia de Latinoamérica, mientras el materno es una transgresión radical al mayor deber ser de las mujeres en nuestro sistema sexo-género, desafiando la instaurada idea del instinto maternal.
Evidencia brutal de las consecuencias que para las mujeres tuvo optar entre la maternidad y la guerrilla es la frase que Carmen Castillo realza en su documental a la también mirista Margarita Marchi: “¿Por qué tuvimos hijos?” (Castillo, 2007).