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Cuestiones constitucionales

versão impressa ISSN 1405-9193

Cuest. Const.  no.39 Ciudad de México Jul./Dez. 2018  Epub 08-Jan-2021

https://doi.org/10.22201/iij.24484881e.2018.39.12665 

Reseñas bibliográficas

Corcuera Cabezut, Santiago, Los derechos humanos. Aspectos jurídicos generales, México, Oxford, 2017, 262 pp.

Sergio García Ramírez* 

*Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. sgriijunam@gmail.com.

Corcuera Cabezut, Santiago. Los derechos humanos. Aspectos jurídicos generales. ,, México: Oxford, 2017. 262p.


La literatura jurídica mexicana sobre derechos humanos, y en ella la correspondiente al derecho internacional de los derechos humanos, ha tenido un notable desarrollo en los últimos años, seguramente mayor -o en todo caso equivalente- al que tuvo nuestra producción jurídica cuando la atención de los constitucionalistas se cifró en las garantías individuales, antes del notable giro de esta materia merced a las reformas constitucionales de 2011. Éstas abarcaron, en sucesivas apariciones, el régimen constitucional de los derechos humanos, mediante cambios introducidos a varios preceptos de la ley suprema, y al orden jurisdiccional del amparo.

No pretendo hacer ahora la relación de los juristas mexicanos que se han ocupado de los derechos humanos en su proyección internacional, asociada a la normativa interna. Sin embargo, es pertinente rescatar algunos nombres destacados que se vinculan al examen de estas cuestiones y, por lo tanto, al tema de la obra que ahora comento. Me refiero a juristas que han tenido presencia tanto en la vida académica como en los organismos y asambleas internacionales, universales o regionales, que se han ocupado en esta materia. Dejo pendiente, por lo tanto, la alusión a quienes -numerosos y valiosos- han concentrado su examen en el ámbito académico o en la función pública interna.

Vale mencionar desde luego a Gabino Fraga, profesor universitario, que se desempeñó como miembro de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, e incluso la presidió cuando fue presentado, en 1969, el proyecto definitivo de Convención Americana. Agregaré a don Antonio Martínez Báez, mi profesor de derecho constitucional en la División de Estudios Superiores de la Facultad de Derecho, tratadista y representante de México en la Conferencia Interamericana Especializada en Derechos Humanos, que se desarrolló aquel año en San José, además de haber participado en foros de las Naciones Unidas.

Cito igualmente al doctor César Sepúlveda, mi profesor de derecho internacional público, que también fue tratadista de derechos humanos y miembro de la Comisión Interamericana. Asimismo, es debido mencionar al ilustre catedrático Héctor Fix-Zamudio, autor de numerosas obras en torno a la tutela nacional e internacional de los derechos humanos y presidente de la Corte Interamericana. Y en esta misma relación figuran el catedrático e investigador Jesús Orozco Henríquez, del Instituto de Investigaciones Jurídicas y ex presidente de la Comisión Interamericana, y el doctor Eduardo Ferrer Mac-Gregor, talentoso tratadista y actual integrante de la mencionada Corte Interamericana.

Es en este marco que localizo también al autor del libro comentado, maestro Santiago Corcuera Cabezut, a quien debemos otras publicaciones del tema que ahora interesa y múltiples acciones de promoción y defensa de derechos humanos, tanto en México como en el plano internacional vinculado con la Organización de las Naciones Unidas. Corcuera Cabezut, graduado en nuestro país y con estudios superiores en Cambridge, Inglaterra, se ha distinguido en el ámbito de su especialidad como funcionario académico de la Universidad Iberoamericana, profesor visitante en múltiples planteles, perito y abogado postulante, consejero de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y miembro -presidente, además- del Comité de la ONU contra Desapariciones Forzadas. Todo ello -y más que se podría mencionar- acredita la vocación y la competencia de Corcuera Cabezut en el terreno al que se refiere su última obra, aparecida en 2016. Saludo y aprecio esta valiosa publicación.

El libro Los derechos humanos. Aspectos jurídicos generales constituye una nueva versión -que implica, en rigor, una obra mayor- de otro trabajo de Corcuera, que él mismo señala, aparecido en 2002 bajo el título de Derecho constitucional y derecho internacional de los derechos humanos. Tanto entonces como ahora, las obras de Corcuera han incorporado las presentaciones elaboradas por dos distinguidos promotores y defensores de los derechos humanos, ambos con bien conocida trayectoria académica. Me refiero a Jaime Ruiz de Santiago, que tiene en su haber una respetable tarea bien cumplida en el espacio del derecho internacional de los refugiados, y al joven maestro José Antonio Guevara, al que debemos aportaciones en derechos humanos y justicia penal internacional.

Por supuesto, no intentaré analizar todos los aspectos, tan relevantes y abundantes, que aborda el libro de Corcuera. Me ocuparé solamente de algunos puntos, como botones de muestra sobre el sustancioso contenido de su obra. Ésta examina ante todo, en un nutrido capítulo inicial, de algunos extremos introductorios a la doctrina y la práctica de los derechos humanos, que seguramente servirán a los profesores y estudiantes de la materia. Entre otras cuestiones, Corcuera analiza una que ha suscitado frecuentes polémicas y de la que yo me he ocupado, modestamente, en alguna ocasión. Se trata de las llamadas “generaciones de derechos humanos” (pp. 38 y ss.), concepto que muchos juristas cuestionan y que nuestro autor impugna con vehemencia al estudiar las vertientes historicista y obligacional de esa expresión.

No me internaré en este debate. Me limitaré a recordar que la teoría de las generaciones no debe interpretarse -y en este punto la razón asiste a Corcuera y a cuantos, como yo mismo, coinciden con él y sostienen el carácter interdependiente y universal de los derechos humanos- como un título para exaltar unos derechos y reducir el alcance o la relevancia de otros. Aquí podría invocarse solamente la diversa aparición en la escena -a la manera de una obra dramática- de los personajes que componen el universo de los derechos humanos: en este punto, como en el teatro, no concurren todos de una vez -por más que todos sean indispensables- sino en forma sucesiva.

No puedo menos que recordar esta secuencia en el año en el que conmemoramos el primer centenario de la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, a la que atribuimos el mérito -que ciertamente tiene- de haber inaugurado el constitucionalismo social, en seguida del constitucionalismo individualista. No faltará quien diga -y no ha faltado- que mientras nuestra celebrada Carta de 1857 acogió una generación de derechos humanos, la no menos apreciada carta de 1917 reunió en su texto tanto aquélla como una nueva generación a la que hemos llamado de derechos o garantías sociales.

Sirva este preámbulo como puerta hacia un tema que Corcuera analiza con detalle y talento: la exigibilidad de los derechos sociales (pp. 50 y ss.). Es verdad, como manifiestan las normas del orden internacional que se ocupan de esos derechos -y en esta línea se encuentran la Convención Americana y el Protocolo de San Salvador- que aquéllos se despliegan en forma progresiva, que debiera ser irreversible, y que es preciso alentar su realización plena con el mayor esfuerzo público y la mejor suma de recursos. De ahí se infiere que no ha sido posible disponer su eficacia inmediata y completa, lo cual no les priva de imperio y exigibilidad.

Tanto la jurisprudencia internacional como nuestra jurisprudencia interna contienen muestras interesantes del avance en esa indispensable exigibilidad, que opera como un freno para la renuencia, la deserción o la indiferencia del poder público, sobre todo en horas en que declina el Estado de bienestar y se desanda el camino tan penosamente recorrido.

En este orden de consideraciones, que desenvuelve paso a paso, el autor examina la titularidad de los derechos humanos: si exclusivamente individual, concentrada en la persona humana, o también colectiva, desplegada hacia la persona colectiva o moral (pp. 65 y ss.). También aquí hay un buen espacio para la invocación de jurisprudencia doméstica e interamericana. En algún caso, Corcuera censura a fondo un criterio jurisdiccional en cuyos términos la sustitución del término “individuo” por “todas las personas” en el artículo 1o. constitucional, asociado a las disposiciones del Pacto de San José, arrojaría como resultado la supresión de los derechos que nuestra ley suprema había reconocido, de mucho tiempo atrás y a título de garantías, a las personas morales.

Este asunto -el doble plano de la personalidad jurídica: individual y colectiva- ocupó también a la Corte Interamericana, como manifiesta Corcuera Cabezut. A este respecto debo recordar la sentencia de este tribunal en el caso de la Comunidad Mayagna (Nicaragua), que permitió advertir -como lo haría la Corte de San José en varias sentencias posteriores y en alguna opinión consultiva- el doble plano de protección de los derechos: uno, el individual; otro, el colectivo, marco de aquél, cuyo reconocimiento y defensa culminan, finalmente, en la rigurosa tutela de los derechos y las libertades de la persona humana.

Nuestro autor expresa su beneplácito por la desembocadura del problema en la Ley de Amparo: “esta ridícula discusión -escribe- quedó superada para bien cuando la Ley de Amparo ahora vigente reiteró lo ya bien sabido, es decir, que las personas morales pueden ser víctimas de violaciones de derechos humanos, y que pueden ejercer la acción de amparo” (p. 68).

Al cabo de su examen de los aspectos más generales de la materia y antes de ingresar en el examen del derecho internacional de los derechos humanos y de los correspondientes tratados internacionales, el autor analiza el principio toral de nuestra materia: pro persona o pro homine (pp. 72 y ss.), que no es solamente, como se suele decir, una regla de oro de la interpretación jurídica -y así lo muestran tratados, Constituciones y jurisprudencia, anclados en la mejor filosofía antropocéntrica, para usar la expresión de Häberle-, sino un cimiento indispensable para toda la construcción y aplicación jurídica, que por ello vincula la tarea de legisladores y ejecutores.

Naturalmente, el autor examina el riesgo que corre ese imperativo de creación e interpretación normativa cuando se trae a cuentas el problema de la jerarquía de normas, como ha ocurrido en una reciente y discutida jurisprudencia. A mi juicio, no se ha pronunciado la última palabra en torno a este punto, que ha dado lugar a diversas aplicaciones.

Considero -coincidiendo con Corcuera Cabezut- que el principio rector pro persona no debe sufrir quebranto, que traería un grave peligro para todo el sistema jurídico. Es verdad que puede plantearse una tensión o una franca contradicción entre normas internacionales protectoras y normas constitucionales restrictivas, Algunas veces ha ocurrido. En estas hipótesis habría que recordar la disposición del artículo 2o. del Pacto de San José, que establece la obligación general de los Estados -entre ellos México, como Estado parte de la Convención- de adoptar todas las medidas necesarias, de cualquier naturaleza, para asegurar el respeto y proveer a la garantía de los derechos y libertades enunciados por el Pacto.

En suma, sin perjuicio del arduo debate -acerca del cual ya he expresado, antes de ahora, mi propia posición-, hay que tomar en cuenta el compromiso formal contraído por el Estado en forma soberana: adoptar medidas tutelares que superen los escollos para el mayor y mejor desenvolvimiento de la protección al ser humano.

Hemos aludido a la soberanía, de la que también se ocupa Corcuera en su libro (pp. 96 y ss.), que pudiera entrar en conflicto con los “intereses de la humanidad”. Es misión del derecho constitucional y del derecho internacional de hoy reducir las distancias, resolver las diferencias y asegurar las coincidencias bajo el signo tutelar del ser humano, que es, en definitiva, lo que entrañan las mejores decisiones políticas fundamentales acogidas en la Constitución y en el derecho internacional de los derechos humanos.

La obra que estamos comentando pasa revista a los actos del orden internacional que postulan deberes, por una parte, y consagran derechos, por la otra. En este examen se estudia la mayor o menor fuerza, eficacia o valor vinculante de las fuentes del derecho internacional y de los actos que se producen en este sector. Es aquí donde se analiza la naturaleza de los tratados internacionales sobre derechos humanos (pp. 109 y ss.), dotados de rasgos que los diferencian de otros tratados y que influyen profundamente en su adopción, interpretación, aplicación y supresión. De todo ello se ocupa el tratadista.

Reviste especial interés el análisis de las reservas, declaraciones y otros actos que los Estados pueden adoptar a la hora que fijar sus compromisos convencionales. También en este punto hay normativa y jurisprudencia internacionales que Corcuera Cabezut invoca para nutrir su estudio (pp. 155 y ss.). Al lado de varias sentencias europeas y de una observación general del Comité de Derechos Humanos, el autor trae a cuentas la sentencia de la Corte Interamericana en el caso Radilla Pacheco, que ha influido fuertemente en la reorientación de la normativa y la jurisprudencia mexicanas de los últimos años.

En esta sentencia, concerniente a un caso planteado en México, pero que tiene correspondencia en otras sentencias del mismo Tribunal sobre la cuestión que ahora examinamos, aquél rechaza reservas -y otros actos colindantes- que pretendan excluir deberes de observancia de los derechos humanos y cuestionen el objeto y el fin de los tratados de la materia.

Ya que aludimos a reservas, que pueden ser explícitas o encubiertas -y que serían ineficaces si se refieren a cuestiones sustraídas al régimen de reserva o al acotamiento excesivo a través de declaraciones interpretativas-, no podríamos olvidar el notorio desacierto en que incurrió el poder revisor de la Constitución al modificar, en un azaroso proceso, el artículo 21 constitucional para incorporar a México en el sistema penal internacional. En este punto, se echó mano de lo que a veces denominamos -con lenguaje de cerrajería- “candados” legales, impuestos para evitar consecuencias desbordantes o perniciosas.

En la especie, la reforma del artículo 21 hizo uso de un doble candado -uno en manos del Ejecutivo, otro en poder del Senado- para eludir casuísticamente la aplicación del Estatuto de Roma, que no admite reservas. En la indeseable hipótesis de que la Corte Penal Internacional requiera la colaboración de México en el curso de una causa de su competencia, se corre el riesgo -como hemos visto en el supuesto de otros tratados- de que el “candado” impuesto por la Constitución sea desechado por el tribunal internacional.

Las reflexiones en torno a éstas y otras cuestiones inquietantes -y también, por supuesto, las que el mismo Corcuera expone a propósito del ius cogens- mueven a reiterar la necesidad de contar con un régimen de control preventivo -y no sólo represivo- de tratados internacionales relativos a los derechos humanos y, en general, a la constitucionalidad de las convenciones.

Ese control preventivo, que existe en varios países, pero no en el nuestro, permitiría adoptar oportunas previsiones a la hora de establecer un compromiso internacional y ahorraría condenas -que en ocasiones son verdaderas “condenas anunciadas”- por parte de instancias internacionales. Operaría con oportunidad y eficacia la jurisdicción interna, excluyendo la necesidad de que actúe, bajo regla de subsidiariedad, la jurisdicción supranacional.

También es relevante y atractivo el estudio que hace Corcuera acerca de la denuncia de tratados sobre derechos humanos (pp. 173 y ss.). Ya señalé que éstos revisten, por su naturaleza, características que los deslindan de otros tratados en los que la denuncia parecería menos complicada. Y esas características, que aparecen al tiempo de concertar el tratado, reaparecen, imperiosas, a la hora de disponer su denuncia y enfrentar sus consecuencias.

El autor, que expone la situación de los derechos humanos en el orden normativo de las entidades federativas -algunas han ido más allá de reproducir las disposiciones de la Constitución General de la República- y en el paisaje de los Estados americanos, se interesa igualmente en el gran tema del control de convencionalidad (pp. 237 y ss.). Entiendo que considera que el control de constitucionalidad y el de convencionalidad -a partir de la reforma de 2011- son uno solo. Dudo que así sea, aunque reconozco que hay argumentos plausibles a favor de esta unidad del control, ejercido de una sola vez y por una misma instancia.

Expreso de nueva cuenta esa duda tomando en cuenta que el control de convencionalidad -a diferencia del de constitucionalidad- sirve al objetivo (no único, pero sí relevante) de integrar el corpus juris americano y el consecuente derecho común regional de los derechos humanos, y que esta misión pudiera requerir competencias formales y procedimientos específicos que provean mayor seguridad y contribuyan, desde el peldaño interno, a la unificación en el plano internacional.

En este sentido, convendría contar internamente con unas competencias y unos procedimientos que militen en esa dirección. Ello requeriría la actuación del Poder Legislativo, que ha guardado gran distancia de estos temas. El propio Corcuera reconoce en las líneas finales de su obra (p. 242), que hay ocasiones -pero él se refiere a otro tema- en que el Poder Legislativo debe operar para fijar los criterios a los que se atendrán otras autoridades.

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