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Historia y grafía

versão impressa ISSN 1405-0927

Hist. graf  no.62 México Jan./Jun. 2024  Epub 26-Jan-2024

https://doi.org/10.48102/hyg.vi62.501 

Ensayos y debates

Conservadurismo y moralidad: 1858-1861. La disputa ética durante la guerra de Reforma

Conservatism and Morality. 1858-1861. The Ethical Dispute during the Reform War

*Investigador independiente. México. Correo: gusantil@yahoo.com.mx


Resumen

El presente artículo estudia el argumentario conservador durante la guerra de Reforma (1858-1861) ante un paulatino pero no lineal proceso de secularización de la moralidad. A partir de las formulaciones tanto del gobierno en posesión de la capital de la república como de textos publicados en periódicos, revistas y folletos de algunas regiones del país, pondera que la ética católica fue un punto de convergencia entre autoridades conservadoras y voces tanto eclesiásticas como seculares. Sin embargo, aun dentro del pensamiento conservador hay indicios de una creciente intervención civil en la modulación de la moralidad y en las pautas de la conducta colectiva. Por último, revisa las razones no solo confesionales sino prácticas en defensa de la virtud religiosa, que hacia el año de 1861 dan inicio a un incipiente e interrumpido proceso de adaptación al triunfo liberal.

Palabras clave: moral; conservadurismo; guerra de reforma; secularización; constitucionalismo

Abstract

The present article studies the conservative argumentation during the reform war (1858-1861) before a gradual but not linear process of secularization of morality. From the formulations both of the government in possession of the capital of the republic and of publications in newspapers, magazines and pamphlets from some regions of the country, it ponders that Catholic ethics was a point of convergence between conservative authorities and both ecclesiastical and secular voices. However, even within conservative thought there are signs of increasing civil intervention in the modulation of morality and the guidelines of collective conduct. Lastly, it reviews the reasons not only confessional but practical in defense of religious virtue, which around the year 1861 began an incipient and interrupted process of adaptation to the liberal triumph.

Keywords: morality; conservatism; reform war; secularization; constitutionalism

Introducción

El periodo de la Reforma (1855-1867) ha sido objeto de una atención contrastante. Por un lado, la figura de Benito Juárez ha sido examinada con suma frecuencia desde la historia tradicional y la admiración hagiográfica. Asimismo, las leyes reformistas han sido analizadas con rigor y cuidado, sobre todo en tiempos recientes.1 Dicha legislación ha sido ponderada como fundamento del estado nacional y de la secularización jurídica. También se ha avanzado en el conocimiento preciso y la comprensión contextualizada del pensamiento liberal. Variados volúmenes han trascendido la óptica del bronce para descubrir los matices de la historia. Desde muy heterogéneas perspectivas se han escudriñado los distintos horizontes de un pensamiento conservador basado no en supervivencias virreinales o anhelos restaurativos, sino en distintas fuentes modernas que hicieron posible su crítica al liberalismo doctrinario.2

Los volúmenes sobre la guerra de reforma, cuyo nombre justifica la confrontación y anuncia el resultado, resultan célebres aunque escasos: de José María Vigil a Miguel Galindo y Galindo y de Emilio O. Rabasa a Alfonso Trueba3. No obstante, la narrativa era la del grupo triunfador y se expresaba con la solemnidad de la victoria.4 Pero más allá de sus atributos, tales recuentos no son muy numerosos. Si bien los nombres de los reformistas pueblan las urbes mexicanas, curiosamente no existe en el calendario cívico de índole nacional una efeméride referida a la guerra de Tres Años. Se presenta así una cierta paradoja: los laureles liberales son casi míticos pero se encuentran un poco relegados en términos históricos. Están vivos pero a la sombra y se consideran valiosos tan solo como preludios de la “segunda independencia nacional”, consagrada por el triunfo no solo sobre la intervención francesa sino también sobre un gobierno monárquico. El liberalismo, ya no liberalismos, se tornaba por naturaleza republicano. Will Fowler ha enfatizado la crueldad de la confrontación, en cuyo nicho épico solo hay sitio prominente para el triunfo liberal y la normatividad secularizadora. Es difícil entender las causas del lugar relativamente secundario del conflicto en la memoria colectiva. Sin duda entre 1821 y 1857 hubo muertes y exclusiones, ostracismos y represalias. Pero tales sucesos, además de ser puntuales, no fueron parte de una lógica de exterminio ni de una dinámica que incluyera a las poblaciones en general. Los derramamientos de sangre durante la Intervención francesa (1863-1867) fueron también enormes, pero tal vez quedan un tanto más santificados al estar recubiertos por la defensa de la soberanía nacional contra un invasor y una monarquía. Los perdedores del conflicto, los derrotados por la Historia, estaban condenados al encono del olvido y la denigración del descalabro. La guerra era ante todo una confrontación entre la traición y el heroísmo5.

Tal horizonte ha mudado hasta cierto punto. Se han conocido aspectos particulares como la variada conformación del ejército conservador6 y las múltiples respuestas de los obispos católicos ante la legislación liberal,7 entre otras temáticas. El libro de dos volúmenes coordinado por Brian Connaughton contiene valiosos artículos al respecto como los de Erika Pani, Alicia Tecuahney y Marco Antonio Pérez Iturbe.8 Desde una perspectiva más general, Marta Eugenia García Ugarte ha efectuado un seguimiento de la conflagración a partir sobre todo de los archivos de figuras conservadoras.9 Por su parte, Fowler ha contribuido con una investigación sistémica y ha logrado una narrativa accesible con una visión refrescante.10 La gran guerra civil del siglo XIX ha dejado de ser, en buena medida, un campo de disputa y ha devenido un instante histórico sujeto de una investigación profesional más allá de la oratoria política, aunque no exenta de fluctuaciones historiográficas.11

Sin embargo, la praxis conservadora ejecutada desde la administración nacional y la respuesta anti reformista en la opinión pública aún es un elemento poco valorado. La política gubernamental de dicho segmento político, tanto en su variante nacional como en la regional, aún es relativamente desconocida, debido en parte a la extrema fragmentación en el control del territorio.12 Existen al menos tres textos relevantes al respecto escritos por Patricia Galeana,13 Daniel S. Hawort,14 y Oscar Cruz Barney15, así como diversas aproximaciones enlistadas por Pablo Mijangos y González.16 En tal contexto, el presente artículo se inserta dentro de una lógica de revisión historiográfica ajena a la reivindicación política. Nuestro objetivo es llevar a cabo la exploración de uno de los otros lados de la confrontación bélica: el del grupo vencido y el gobierno disuelto, que poseían un argumentario contra la reforma en general y contra una temática en particular: la disputa ética de larga data y advertible en el movimiento juarista.

Si el conservadurismo se auto define a través de las páginas de El Universal entre 1849 y 1850, si se congrega en torno a Lucas Alamán en 1853 y no participa de forma determinante como grupo en la dictadura santanista (1853-1855), es pertinente considerar al golpe de Estado dirigido por Félix Zuloaga como el inicio de las primeras gestiones, acaso las únicas, propiamente conservadoras del siglo XIX.17

Durante el control conservador de la ciudad de México hubo tres presidentes de la república. No obstante, Félix Zuloaga, Miguel Miramón y Manuel Robles Pezuela tenían sensibilidades no solo variadas sino contrastantes. Para Fowler, Zuloaga era un moderado partícipe de la revuelta contra la Constitución de 1857; Miramón era un hombre decididamente orientado por el pensamiento conservador aunque no necesariamente reaccionario. Tal diversidad puede observarse en la complejidad de tendencias políticas participantes primero del Plan de Tacubaya promulgado en diciembre de 1857 y organizadoras después de las administraciones conservadoras. Así como se ha descubierto la pluralidad dentro de las filas liberales al punto de hablarse de liberalismos, no sería inexacto referirse a los segmentos conservadores como conservadurismos.18 No obstante, una convicción compartida era la indispensable prevalencia de la moral católica como guía absoluta no solo de los gobiernos sino también de los ciudadanos. Aún está por delinearse el horizonte de los matices y las aproximaciones, las disputas y las coincidencias dentro de las expresiones conservadoras. Pero en cuanto a la temática moral había una notable convergencia.

Desde las reformas borbónicas en el último tercio del siglo XVIII, la moral se volvía un punto sujeto a reflexión y reformulación, debate y metamorfosis. Por un lado, la economía política desarrollada en la península ibérica proponía la contribución de la persona al bienestar colectivo mediante la virtud de la laboriosidad. Por el otro, la pretensión de una fe menos barroca y más vital, más próxima a la acción individual que a la liturgia colectiva y tan conveniente para el logro del cielo como para la prosperidad en la tierra, resulta constatable en los sacerdotes jansenistas estudiados por Brian Connaughton.19 Dichos curas colaboraron con las nuevas autoridades nacionales en pos de una espiritualidad más “auténtica” y convenientemente útil en la vida de las sociedades decimonónicas. A partir de la independencia (1821), hay distintos argumentarios en torno a una ética ciertamente práctica en el mundo terreno, pero ahora claramente desligada de la autoridad episcopal.20 Personajes tan disímbolos como Vicente Rocafuerte y Lorenzo de Zavala, José María Lafragua y José Joaquín Fernández de Lizardi enunciaron una moralidad no ajena a (pero tampoco exclusiva de) la autoridad eclesiástica. Grabada por la naturaleza en el género humano a lo largo de la historia o por Dios sin el auxilio de un sacerdote en el corazón del hombre, la virtud era universal por su origen e independiente de cualquier congregación.21 La disputa ética, con frecuencia asociada al debate sobre la tolerancia, alcanza durante la reforma una intensidad advertible en las páginas de los periódicos y los decretos de los gobernantes, las controversias del constituyente de 1857 y las formulaciones de la oratoria cívica. De forma particular, las leyes reformistas promulgadas por Juárez en el puerto de Veracruz exponen una moralidad gestionada por el Estado, difundida por la enseñanza y sancionada por la legislación. Dos leyes destacan al respecto: la del Matrimonio Civil (1859) y la de Libertad de Culto (1860).

El problema no ha sido muy abordado por la historiografía. Más allá de los tópicos sobre las propiedades eclesiásticas y los cementerios civiles, el registro de los nacimientos o las obvenciones parroquiales, existen problemáticas menos concretas y más difusas, ante la cuales no era fácil articular respuestas bien enfocadas.22 Precisamente, la reforma es un momento en que diversas posturas se delimitan y formas de pensamiento contrastantes se decantan. En el fundido de la sangre y la palabra, el problema adquiere una mayor cristalización que durante los lustros anteriores. Así como se perfila con nitidez tanto el grupo liberal como el segmento conservador, se enuncia con claridad una virtud civil distinta aunque no contraria a la religiosa.

El acercarse a las posturas conservadoras durante sus administraciones ofrece un conveniente mirador para aproximarse a las negociaciones, en busca de beneficios mutuos pero no precisamente armoniosos, entre el grupo en el gobierno y la jerarquía católica, ante todo abogada de su autonomía respecto a los contendientes en la conflagración. De forma recurrente, dicha relación ha sido más catalogada como de aquiescencia y comunión, e incluso confabulación y complicidad. No obstante, estudios recientes han profundizado en el tema y han descubierto en esta supuesta unidad una constante negociación dentro de un horizonte plural y conflictivo sin subordinación de ninguna de las partes.

En tal línea, este artículo pretende tres objetivos. El primero: esclarecer la visión del conservadurismo en el poder respecto al papel de la moral tanto en la vertebración de la república como en la organización de la obediencia. El segundo: identificar tanto las posturas de publicaciones de índole confesional como los planteos del obispado católico alrededor del desacoplamiento entre una virtud católica de connotación organicista y una ética civil de índole secular perfilada por las leyes de reforma. El tercero: sugerir un acomodamiento católico con los liberales entre 1860 y 1861. Más que insistir en una aparente connivencia entre conservadurismo y catolicidad, el objetivo es tanto comprender las afinidades entre uno y otro respecto a los valores como subrayar las permanentes transacciones entre protagonistas confesionales y autoridades civiles. La coincidencia entre los gobiernos conservadores y los planteos católicos en cuanto a la virtud no fue motivo suficiente para propiciar una plena identificación entre ambos. A su vez, la conflagración no fue obstáculo insuperable para atisbar un acercamiento prudencial entre conservadores y liberales. A final de cuentas, La Cruz, editada por José María Roa Bárcena y dirigida por el obispo Clemente de Jesús Munguía, había expresado que la prioridad era la defensa de la autonomía absoluta de la Iglesia respecto de cualquier gobierno.

El artículo comienza con el triunfo del Plan de Tacubaya y la toma de la presidencia por Zuloaga a inicios de 1858, y concluye tanto con ciertos barruntos de un ajuste católico en cuanto a la temática moral como con los albores de la invasión tripartita de España, Francia y Reino Unido en 1861. Asimismo, se divide en tres partes, además de la presente introducción y una reflexión final. La primera traza la actitud conservadora respecto a la moralidad, en convergencia con el planteo católico pero dentro de una relación tensa protagonizada por diversos actores eclesiales y unos exasperados dirigentes conservadores. La segunda indaga en el lenguaje eminentemente ético detectable en la censura por parte de obispos y publicaciones católicas contra la legislación reformista. Por último, apunta un naciente acomodamiento entre los católicos beligerantes, finalmente derrotados en la guerra pero con una presencia innegable en la sociedad, y los liberales en su mayoría creyentes y a cargo de un país consumido en el conflicto más cruel del siglo XIX. Así, el texto insinúa la centralidad de la cuestión ética durante la guerra civil, entendida como parte de un proceso histórico de largo alcance.

Valores católicos y gobiernos conservadores: convergencia sin sometimiento

El titubeo de Ignacio Comonfort respecto al código político de 1857, el rechazo de la opinión católica a la normatividad reformista y la promulgación del Plan de Tacubaya provocaron el desplazamiento de Juárez hacia el interior del país. Las armas conservadoras pasaron a controlar la capital de la república. Zuloaga se hacía cargo del poder ejecutivo. El año nuevo de 1858 iniciaba con una flamante administración, que velozmente enfatizaba la unidad entre virtud y catolicismo.

El cambio fue expedito y perceptible. En el Manifiesto del 28 de enero de 1858, el ejecutivo amparaba la devolución de los bienes a la Iglesia y preveía que “solo el sentimiento religioso puede librar a este desgraciado país de todos los horrores de la barbarie.” En su opinión, la reforma había “querido abatir la influencia moral y benéfica de la iglesia”.23 Un segmento de la opinión pública avaló la postura de Zuloaga. El Diario Oficial reproducía un artículo originalmente publicado en el periódico La Revolución, de Córdoba, Veracruz, el cual alegaba que “el más grande mal que los ultra-liberales causaron a la nación, ha sido la desmoralización del pueblo”.24 La expresión parecería meramente retórica pero adquiere mayor significado al comprenderla en un contexto más amplio. La supuesta desmoralización era una evidente censura, pero también muy probablemente constituía una manera de aludir al deslinde ético entre una virtud católica de rectoría episcopal y una ética civil de dirección civil. No obstante, cabe añadir que tal deslinde no era un divorcio ni entrañaba una contraposición,25 aunque la percepción de los obispos era rotundamente contraria.

Reconvenida la separación entre Estado e Iglesia, para el Diario Oficial resultaba evidente que la fe era la piedra de toque para el restablecimiento del orden. El catolicismo imponía la obligación de obedecer a la autoridad, elemento básico para la pacificación. La Iglesia era la mediadora entre el universo del hombre y la eternidad de Dios. Por tanto, el diario meditaba que la sociedad terrena era la expresión de la comunidad divina.26 Para dicho periódico, que retomaba un artículo sin firma del Diario de Avisos, las guías de una nación no eran el liberalismo ni las “teorías seductoras de progreso”, sino las “máximas santas de nuestra religión”. Es decir: vindicaba no solo la supremacía de la fe, sino también la utilidad de los valores para alcanzar la estabilidad de los gobiernos.27 La virtud emanada de la religión era no solo una verdad divina, sino también una herramienta práctica en la consecución del orden político. Así, en la inmensidad de varios meses y el instante de cuatro años es detectable un intento de conciliación entre el origen celeste y la utilidad práctica de la ética católica. Verdad y pertinencia no eran términos contrapuestos sino cualidades convergentes.

Las posiciones conservadoras tenían resonancia en diversos lugares. La Protesta del gobierno de Jalisco contra las leyes de reforma culpaba a Juárez de introducir en la nación “el indiferentismo moral” y justificaba la intervención del episcopado en la guerra para lograr el restablecimiento de “la moral pública y privada de todos los católicos”.28 Desde esa perspectiva, la confrontación era un combate contra la ética civil auspiciada por el bando liberal, no patente en la Constitución pero hecha posible gracias tanto a sus omisiones como a las medidas dictadas por los liberales. De ahí que desde Guadalajara se enfatizase que los reformistas querían destruir “a mansalva” la ética católica.29

La convergencia entre la administración y la prensa católica parecía total. Un folleto de 1858 subrayaba que como la virtud emanaba del dogma, el gobierno debía acatar los mandatos de la Iglesia.30 Por su parte, el Diario Oficial del Supremo Gobierno clamaba que “no debió haber en el mundo más que una sola religión”.31 Es decir, una ética sublime en un solo mundo bajo el amparo de la única deidad. Asimismo, La Sociedad censuraba un país basado exclusivamente en la razón. En este contexto, las obligaciones religiosas, de índole ética, eran los vínculos primordiales de la comunidad.32 Cuando dichos deberes quedaban rotos o eran minados, fuera por la libertad de culto o por una ética independiente, el resultado era la anarquía: “La religión es en el mundo moral el único modo de establecer y conservar el orden.”33 El precepto divino articulaba la sociedad terrena a través de la virtud religiosa. El general Manuel Ramírez de Arellano actualizaba el beneficio de la fe protegida por el Plan de Iguala y subsumía: “El olvido de la moral, de esa ciencia de los deberes que formó la felicidad del hombre, que asegura las instituciones, que sostiene en todo su vigor las virtudes sociales, que engendra y anima el patriotismo y que refrena las pasiones, conduce a los pueblos a una ruina espantosa.”34

En el campo conservador del pensamiento no se omitían, aunque tampoco fueran muy frecuentes, las referencias a los valores cívicos. Para Manuel Leal del Castillo el catolicismo era la senda de la virtud.35 En la Oración Cívica pronunciada el 16 de septiembre de 1859 en Toluca, Francisco Zúñiga, “consejero del gobierno”, elogió la virtud entendida como una dignidad religiosa.36 Desde Querétaro, un oficiante de la celebración de la independencia incitaba a “moralizar” al pueblo para que a través de la religión amara el trabajo y huyera del vicio.37 No obstante, otros discursos incluían a los segmentos acomodados. Con tono apocalíptico, un orador enumeraba los males de la patria: las disensiones y las exageraciones, “los vicios infiltrados en las venas de la sociedad” y “la falta de civismo en las clases acomodadas, la de civilización en las masas”.38 En la ciudad de Puebla, fray Pablo Antonio del Niño Jesús elogiaba los axiomas sociales pero dentro de un eminente horizonte de catolicidad.39 El religioso pedía “venerar las virtudes de los hombres ilustres que han salido de las manos de Dios”.40 La mirada conservadora tenía, evidentemente, su propio panteón cívico de ejemplos y lecciones, pero los héroes patrios eran fruto de la voluntad divina y no de una lucha terrena.41 Obras de la Providencia y no regalos de la Fortuna, aspiraban mucho más a la eternidad de Dios que a la inmortalidad de la leyenda: las virtudes que reproducían eran las irradiadas por la fe católica. Si bien los axiomas cívicos eran de naturaleza trascendente, los hombres seguían siendo seres caídos y mexicanos imperfectos.

La lectura en clave ética de la crisis política continuaba. Juan Nepomuceno Adorno, esa figura excéntrica pero reveladora estudiada por Carlos Illades, loaba las posturas del gobierno y establecía que las causas de los problemas nacionales eran el ocio y el vicio, que arrastraban al pueblo hacia el vandalismo y la embriaguez, el homicidio y la lujuria.42 Al dirigir la mirada por la realidad descubría “un pueblo ocioso, enfurecido por su propia abyección”.43 El remedio consistía en la sobriedad de las costumbres, pero también en que la “voz religión” no fuera solamente “forma” o “bien material”, sino la “santificación de la moral” por parte de un pueblo decente e industrioso. Si bien aceptaba la ética como derivación del dogma, Adorno introducía un matiz: la muchedumbre aportaría beatitud a la moralidad, es decir, una conducta modélica contribuiría a la respetabilidad de la virtud. En cuanto a los funcionarios gubernamentales, juzgaba positivo pero insuficiente que fueran “puros”.44 Los burócratas debían optimizar su desempeño pero las autoridades debían ser ante todo prototipos de rectitud. Para Adorno, resultaba impostergable restituir el “principio de autoridad y de obediencia” a partir de la “virtud acrisolada de los que mandan”.45 Cabe añadir que, escrito en 1858, el Análisis de los males de México identificaba, de acuerdo con Illades en el prólogo de la edición moderna, el origen de los problemas en elementos estructurales como la economía y la sociedad.46 Pero en cuanto a la virtud, las ideas de Adorno son más bien una combinación de elementos voluntaristas, como el comportamiento ejemplar de las autoridades, la “pureza” de los funcionarios y las conductas arregladas de los ciudadanos.

El viraje en la temática, patente en la opinión pública, quedó expresada en el proyecto de andamiaje constitucional del gobierno Zuloaga. En junio de 1858 el Consejo de Gobierno presidido por José Bernardo Couto47 firmó el Estatuto Orgánico Provisional de la República, mismo que fue enviado al ministro de Gobernación Luis G. Cuevas.48 A pesar de alguna insistencia49, el proyecto de Estatuto no fue publicado, quizá debido a la renuncia de Cuevas al ministerio conservador, en julio del mismo año. Cabe anotar que, según Conrado Hernández, el autor del libro Porvenir de México “puso énfasis en la conciliación para el diseño de una nueva Constitución.50 Si bien en enero de 1859 se formaron las “Bases para la Convocación de la Representación Nacional”, tal iniciativa tampoco prosperó. Así, el Estatuto no tuvo respaldo legislativo, no fue publicado de manera oficial y no fue nombrado, al igual que otras normativas unitarias, propiamente como una Constitución.51 Tal vez el destino del documento resulte más comprensible dentro de la “ambivalencia” de las administraciones conservadores para asentarse sobre elementos definitorios de la legitimidad política como la “política representativa” y un código constitucional.52

A pesar de sus avatares, el Estatuto esbozaba no solo el lugar del catolicismo en el país sino también la función pública de la religiosidad. El documento conocido de forma reciente refrendaba las tres garantías de Iguala (unión, independencia y religión) y las instituía como la base del derecho público.53 Asimismo, restauraba tanto la exclusividad como la oficialidad católica. El vínculo orgánico entre doctrina religiosa y legislación civil quedaba explicitado con suma nitidez.54 Si la Constitución de 1857 había omitido por completo cualquier referencia a la fe como eje de la gobernanza, ahora el Estatuto reunía, literalmente, el dogma con la legislación y, consecuentemente, la moralidad religiosa con la acción gubernativa.

La ruptura con el texto de 1857 era muy amplia en términos ideológicos, porque incluía la negación de la carta de 1824. El Estatuto imaginaba que los mexicanos formaban una familia sin distinción de orígenes y localidades. Esto constituía una amplia corrección del confederalismo mexicano, lo que induce a ponderar que las consecuencias o al menos las remembranzas de dicha articulación política seguían muy presentes. México era un ente superior a las provincias y un cuerpo anterior a las ciudades. La nación era una y los mexicanos una familia. Se trata de una concepción unitaria del país y una visión orgánica de la sociedad. No habría localismos vigorosos ni individualismos liberales. Todos serían hermanos antes que ciudadanos. Los vínculos mutuos serían primariamente religiosos y primordialmente morales. En cambio, y de acuerdo a la tradición mexicana, heredera tanto del código gaditano de 1812 como de la economía política de la segunda mitad del siglo XVIII, el Estatuto establecía que para el ejercicio de un cargo público solo serían exigibles cualidades intelectuales.55 No es muy arriesgado discurrir que dichos atributos eran los valores católicos, siempre evocados y ahora doblemente redivivos. Las diferencias raciales o políticas, culturales y geográficas quedaban suprimidas en beneficio de los caracteres personales que, en el contexto de una república confesional, serían netamente los principios religiosos. Se trataba, en términos discursivos, de la igualdad de la virtud. El Estatuto rompía tanto con el liberalismo reformador como con el confederalismo mexicano, se alejaba de la ética civil y contenía una visión orgánica de la sociedad. No obstante, la semántica de los valores, aunque con fundamentos y objetivos diferentes, seguía permeando la visión política de la época, tanto en la óptica liberal como en la perspectiva conservadora.

La virtud católica era oficial en la república centralista gobernada por el partido conservador, pero su vigilancia no resultaba facultad exclusiva de la corporación católica. El Estatuto especificaba que era responsabilidad de los gobiernos departamentales: “reprimir todo desacato contra la moral o la decencia pública, y cualquier falta de obediencia a su propia autoridad”.56 La jurisdicción civil, en este caso de naturaleza departamental, tendría entre sus facultades no solo la salvaguarda de los valores sino también la represión de los desacatos. Dicha potestad se insertaba dentro de la tradición de expandir la presencia gubernativa en el ámbito de la conducta y de la tendencia a repensar la relación entre pecado y delito. No se trata de una novedad pero sí de una profundización. El conservadurismo mexicano, por un lado, reafirmaba el origen religioso y el carácter oficial de la ética católica; por el otro, dotaba a la jurisdicción pública de una eminente labor de índole moral. Es decir: la intervención en el ámbito conductual no era exclusiva ni definitoria del segmento reformista. De esta forma, la restauración de la virtud religiosa era evidente pero con un matiz significativo: los principios eran de indudable naturaleza divina pero serían vigilados por la autoridad pública. Se trata, en consecuencia, de una restitución parcial. Aunque las facultades de la autoridad pública fortalecían la vigencia de la ética trascendente, la atribución civil de salvaguarda abría la puerta a modulaciones por parte del gobierno mexicano.

La protección de la virtud procuraría el fortalecimiento de la obediencia ciudadana y la vigorización del principio de autoridad, aunque tal fórmula no dejaba de ser conflictiva en un horizonte de insurrección atizado por algunos sacerdotes. La ética era probablemente el instrumento más poderoso para alcanzar la gobernanza, a través de una familia cuyos integrantes debían tanto acatar sin titubeos los santos preceptos de la madre Iglesia, como obedecer sin dilaciones los mandatos de un gobierno civil severamente paternal. Así como no se podría dudar de la virtud religiosa, tampoco se debería desafiar la jurisdicción pública. Se buscaba la obediencia pero se podía imponer la autoridad. La salvación del alma era indisociable de la ordenación política. México era la progenie terrena que se dirigía a la eternidad, fruto del origen común y la redención compartida.

No obstante las coincidencias entre el gobierno conservador y la visión católica, las tensiones entre ambos grupos eran visibles. Las exigencias económicas de los combates asfixiaban las arcas de los cabildos eclesiásticos. Pérez Iturbe ha identificado la tirantez en las comunicaciones entre el gobierno conservador y la corporación católica en torno al proceso de desamortización de los bienes eclesiásticos en la arquidiócesis de México.57 Por su parte, Tecuanhey ha estudiado las vicisitudes entre la administración de Zuloaga y la diócesis de Puebla.58 Tal vez porque el episcopado notaba, como ha dicho Erika Pani, que el abrazo de los conservadores resultaba más sofocante que el de los reformistas,59La Cruz acentuaba la total autonomía de la Iglesia respecto a la administración conservadora: “Nada de concesiones, que puedan volverse contra la mano generosa que las dispensa; nada de intervención, en materias todas del resorte eclesiástico: la libertad absoluta de la Iglesia antes que todo”.60 La restauración ética resultaba insuficiente para concebir una plena afinidad entre gobierno y episcopado. La ética absoluta no alcanzaba a generar una avenencia política.

Respuestas católicas y conservadoras: la preservación de la moral

Mientras la administración conservadora delineaba su perfil ético, las leyes de reforma promulgadas entre junio de 1858 y diciembre de 1860 generaban muchas menos reacciones que el artículo 15 del proyecto constitucional de 1857 relativo a la tolerancia religiosa. La guerra disminuía evidentemente la energía de una opinión pública sujeta a múltiples restricciones. Aun así, algunos documentos condenaron la legislación liberal a partir, nuevamente, de argumentarios éticos. La Protesta de las vecinas de la ciudad de México acusaba al gobierno de Juárez de “no tener moral”.61 Para el diario La Sociedad, la reforma pretendía extirpar la fe y la virtud con el fin de asegurar la victoria reformista.62 Se imaginaba que el legado de los constitucionalistas había sido la insubordinación ante la autoridad pública. Más allá de la retórica, el sustrato ético del conflicto resultaba patente.

El matrimonio civil despertó las refutaciones más significativas. Desde Jalisco, Agustín de la Rosa aseveraba que el maridaje civil “de ninguna manera puede ser el resultado de los principios del interés y miras rastreras que norman hoy la conducta de una multitud”.63 Para dicho autor, iniciativas como la referente a las uniones conyugales evidenciaban que se quería sustituir el mandato de Dios por la ley del hombre.64 Negaba que el interés pudiera fundar la virtud y recelaba de la conducta de la muchedumbre, necesitada de la obligación para alcanzar la cordura bajo la amenaza del castigo. Únicamente la fe elevaba los casamientos por encima de las pasiones. El mero contrato nupcial era para los consortes solo “un medio de satisfacer sus apetitos”.65 Otro folleto negaba que la ley constituyera un “freno para las pasiones que obran con tanta fuerza sobre los esposos a la proximidad del matrimonio”.66 En cambio, la unión sacramental del hombre y la mujer permitía propagar las virtudes de los padres a los hijos.67 El trasfondo moral implicado en la secularización del matrimonio resultaba evidente. Según De la Rosa, Jesús González Ortega, al proclamar la ley del registro civil en Zacatecas, comentó que buscaba “en los enlaces legítimos el fundamento moral de la sociedad” (subrayado original).68 Si el casamiento aseguraba la continuidad de la especie, también permitía la transmisión y transición de los valores. Por tanto, la familia sería un medio de propagación de principios sin referentes confesionales, sobre todo en el contexto moral de la Epístola de Melchor Ocampo (1859).

Según la visión conservadora, las leyes liberales no podrían construir una virtud alterna a la católica. Unos días después de la publicación de la Ley Sobre el Matrimonio Civil, La Sociedad reiteraba que la categoría de creyente estaba por encima de la de ciudadano: “Los hijos de México, antes de ser ciudadanos de la república, hemos sido católicos” y “las instituciones civiles y políticas han venido a establecerse en una sociedad católica“.69 El Estado debía estar en concordancia con la sociedad y la nación no podía contradecir los principios de la comunidad. La pugna abarcaba ejes primordiales como el orden y la obediencia, la virtud y la obligación, puestos en riesgo, desde esta óptica, por la metamorfosis moral. Frente a las leyes reformistas de disociación de potestades y nacionalización de bienes eclesiásticos, algunos periódicos observaban que los pueblos seguían ajustando su conducta a las leyes morales de la Iglesia. La Sociedad agregaba que la legislación civil podría dictar la libertad de cultos o separar jurisdicciones, pero nunca podría erigir una ética distinta a la católica. Con contundencia, alegaba que los gobernantes jamás podrían “imprimir en la legislación y las costumbres de un pueblo civilizado, un espíritu moral que no fuera el del cristianismo”.70 En consecuencia, ante la incapacidad del gobierno reformista para construir una virtud alterna, razonaba que Juárez no podía hacer otra cosa que “aplicar las leyes religiosas y morales” a su administración temporal”.71

Si el poder civil nunca se podría erigir en autoridad ética, sí podía, de acuerdo con el sacerdote poblano Francisco Javier Miranda, corromper al pueblo devoto mediante la avaricia carente de control íntimo para que se apoderara de los bienes eclesiásticos.72 Tal opinión se publicaba unos días después que Miguel Miramón declarara la nulidad de las leyes de reforma.73 Una variante de tal interpretación fue ofrecida por un folleto publicado en Zacatecas. El ataque a las propiedades de la Iglesia equivalía a una agresión contra la ética católica, porque los bienes “conservan los medios necesarios para perpetuar la práctica de virtudes exclusivamente divinas”.74 Los religiosos ya no tendrían posibilidades económicas para patrocinar la divulgación de los principios morales. Es la justificación ética de la propiedad eclesiástica.

La Cruz distinguía tres tipos de ordenamientos morales. Ponderaba que las leyes terrenas solo castigaban los hechos dañinos a las naciones. Es decir, perseguían delitos y no pecados. La “ética filosófica”, decía, obraba con mayor amplitud porque presentaba los beneficios del bien y los inconvenientes del mal pero carecía de “resortes para hacerse obedecer”: las recompensas infinitas y los escarmientos insufribles. En contraste, solo la virtud católica conducía al bien y alejaba del mal. Por tal razón, el gobierno civil debía salvaguardarla o atenerse a las consecuencias porque “la autoridad que combate a la religión o la proscribe, se priva de los medios de gobernar con acierto”.75 Si bien el artículo no estaba firmado, su argumentación era semejante a la delineada por Munguía en un sermón pronunciado en la Colegiata de Guadalupe. En su oratoria el obispo acentuaba que la fe era indisociable de la virtud y el sacerdote constituía el indisputado regulador de la moralidad. En contraste, la “falsa moral”, inspirada en el racionalismo y extremada por el socialismo, era únicamente un sistema de medios y fines que reemplazaba al Decálogo, ley de todos los hombres.76

La óptica defendida en La Cruz y ahondada por el obispo de Michoacán era compartida por las páginas de periódicos conservadores. Un editorial sin firma del Diario Oficial establecía que las leyes se limitaban a condenar delitos sin demandar virtudes. La inoculación de la ética en el ciudadano era una acción reservada por la ley a la religión. A diferencia de la filosofía, el cristianismo no presentaba un “fantasma ideal de virtud”, sino la virtud misma personificada en el hombre-Dios bajo el aliciente de la eternidad y la amenaza de la condenación. El ser humano no debía someterse a la ley por una conveniencia deleznable ni a raíz de un convencimiento imposible. El periódico juzgaba que para la filosofía la virtud solo era interés, mientras que para la religión constituía el sacrificio del interés.77 Una tónica semejante era perceptible desde Yucatán. Para el Diario Oficial del departamento, la virtud sin santidad era “problemática y oscura, porque ignora de donde viene”.78 La confluencia entre la visión religiosa y el planteo gubernativo tanto a nivel nacional como regional era evidente y resultaba mutuamente beneficiosa. Orientarse por la brújula de la eternidad equivalía a guarecerse ante un incierto porvenir. El obispado mantenía la rectoría ética sobre la nación, la legislación y el ciudadano; a su vez, el Estado contaba con un instrumento propicio para el restablecimiento del orden y la reconfiguración de la gobernanza.79

En medio tanto de la guerra civil como del debate político, el arzobispo de México, Lázaro de la Garza y Ballesteros, el obispo de Michoacán, Clemente de Jesús Munguía, el de Linares, Francisco de la P. Verea, el de Guadalajara, Pedro Espinoza, el de San Luis Potosí, Pedro Barajas y el representante de la mitra de Puebla, Francisco Serrano, publicaron en 1859 el posicionamiento público de la Iglesia mexicana. Era la primera vez en la historia nacional que la jerarquía católica publicaba un documento conjunto. Generalmente el escrito ha sido utilizado para sustentar la postura católica en torno a los bienes eclesiales y otros aspectos. No obstante, también describe la posición de la jerarquía eclesiástica ante la metamorfosis ética del movimiento liberal.

El episcopado impugnaba la totalidad de las leyes juaristas, con énfasis en la defensa de las propiedades. Después de elaborar un recuento de los equívocos y atentados sufridos por la Iglesia después de la emancipación, puntualizó que el mayor equívoco de la historia mexicana era de carácter moral.80 La Manifestación detallaba que la Iglesia tenía una triple facultad. Llama la atención que las tres características de tal precepto tuvieran connotaciones axiológicas. Primero: era la depositaria de la verdad y, en consecuencia, “a su voz debe ceder la inteligencia de todo el orbe”. Segundo: era la única autoridad para definir lo que es lícito e ilícito. Y tercero: era la juez suprema de las conciencias de todos los creyentes. La legitimación celestial convertía al episcopado en la instancia última sobre asuntos tanto temporales como espirituales. Madre de las naciones y maestra de las sociedades, la Iglesia entendida como clerecía era la intérprete última tanto de la voluntad de Dios como de la soberanía del pueblo. Es preciso insistir en que dicha pretensión tenía un fundamento moral. De ahí que los prelados enfatizaran el componente ético de su misión terrena. El énfasis es relevante porque el horizonte axiológico era el concepto indiscutible que permitiría al sacerdocio seguir condicionando la construcción del Estado y la ciudadanía. A pesar de la carencia de bienes materiales o la desaparición de las tareas civiles, tal prerrogativa sería la clave no solo de su supervivencia sino de su fortalecimiento como marco cultural de la sociedad mexicana.

Bajo tales premisas, el obispado interpretaba que a lo largo de la reforma se encontraba de forma subyacente el tema no siempre visible de la virtud. Los eclesiásticos señalaban que los liberales pretendían la “abjuración” no solo del catolicismo sino “aun de la moral”.81 Es decir, existe a lo largo de la época una dimensión ética, quizá menos advertible y regulable que los cementerios y los matrimonios, los fueros y las obvenciones. La jerarquía reprobaba la “sustitución de la moral evangélica” por “esa moral ficticia del interés y la conveniencia”,82 en alusión a la sociedad mercantil y la visión utilitarista. Identificaba que el objetivo era expulsar a Dios de la sociedad y la política, el gobierno y la legislación.83 Era un intento de secularización no solo de las leyes y las instituciones, sino también de las creencias y las virtudes.

El deslinde de los valores tenía otro aspecto elemental, ya anunciado por la opinión pública: el maridaje civil. No es fortuito que después de censurar la pluralidad religiosa, la Manifestación denunciara que el gobierno deseaba perturbar “la base moral de la familia con la institución del llamado matrimonio civil, que reemplaza el matrimonio cristiano” y que dejaba “sin arraigo, sin legislación fundamental, sin moral” a la familia. La dimensión ética resultaba patente: los firmantes revelaban que las autoridades civiles pretendían ser artífices de la moralidad. De forma más precisa, los obispos incriminaban a Juárez por sustituir la base ética de la familia por la instancia denominada “matrimonio civil”84 y preguntaban al oaxaqueño si creía que la moral era parte del poder civil.85 Como ya se ha indicado, la unión marital era determinante para la fundación de una ética secular y, a su vez, un instrumento que en nada aseguraba pero sí permitía la introyección de referentes a los hijos por parte de unos padres educados en la escuela pública. Era un proceso de larga duración, tal como el de la moralidad independiente. La apropiación tanto de principios como de instituciones por parte del Estado era totalmente rechazada por los obispos, quienes no admitían disputa ni competencia al respecto: “Hay un solo Dios, una sola religión verdadera, una sola moral plena y santa, una sola Iglesia legítima.” “No hay verdadera religión, ni verdadera, plena y santa moral, ni legitima comunicación con Dios fuera de la Iglesia”.86 Las conductas de los hombres se originaban en las verdades celestes y eran definidas no por los gobernantes transitorios sino por los pastores de la eternidad.

El obispado precisaba que su ministerio era “exclusivamente religioso y moral”,87 al tiempo que desconocía la presidencia de Juárez. La aparente tensión entre ambas declaraciones se resolvía si se tomaba en cuenta que el episcopado, a partir de su autoridad, podía repudiar leyes e incluso gobiernos si juzgaba que estos habían violado los principios celestiales. Así, el desconocimiento de la administración reformista no era tanto una descarnada injerencia en el ámbito secular, como una consecuencia de una jurisdicción ética que la colocaba como juez último de la legitimidad política. De ahí que el episcopado puntualizara recurrentemente que no era partidista sino llanamente “imparcial”88 y que primordialmente defendía la virtud que hacía posible la trascendencia. Se trata, quizá, del uso decimonónico del concepto de “objetividad”, como ha estudiado Edmundo O’ Gorman. Si el episcopado se levantaba como árbitro ético, debía postularse previamente como instancia ecuánime.

El obispado respetaba la plena autoridad del gobierno en el ámbito secular y reconocía que el Estado no se encontraba dentro de la Iglesia. No obstante, la jurisdicción civil debía no solo obedecer sino desarrollar la doctrina ética del catolicismo, garante tanto del orden comunitario como de la salvación espiritual. Por esta razón, la jerarquía enfatizaba que la autonomía de la autoridad civil no excluía sino antes bien suponía su dependencia absoluta de Dios.89 Todo esto concluye en una autonomía de potestades pero con la supremacía moral de los obispos. Es una distancia que no implica separación, secularización y mucho menos laicidad. La institución eclesiástica divulgaría una virtud capaz de interiorizar en el ciudadano el hábito de la obediencia. La conducta resultaba la piedra clave del acatamiento. El clero “consagra y santifica la familia, moraliza las costumbres, facilita el cumplimiento de las leyes, vigila en su órbita por la conservación del orden, forma al hombre moral preparando así al buen ciudadano”.90 El gobierno administraría el espacio público, de naturaleza católica, y sería legitimado por un ciudadano que era ante todo un creyente y cuyo fin supremo era la salvación del alma.

La virtud religiosa era absoluta. En consecuencia, no había ningún resquicio de ajuste y negociación. La flexibilidad eclesiástica en la convivencia política con el Estado nacional topaba con una frontera invisible pero infranqueable: la de los valores. Respecto a la posible construcción de una virtud alterna, su postura era tajante: “Pero si hay un error de trascendencia, a cual más funesto, es el desconocimiento de la autoridad suprema de la Iglesia, no solamente para enseñar y difundir el dogma, sino también para conservar la moral”.91 El episcopado argüía contra la disociación de jurisdicciones y la nacionalización de sus propiedades, contra el matrimonio civil y la libertad de cultos. Pero identificaba que una aspiración implícita del reformismo juarista era crear las condiciones para el surgimiento de una ética pública, tal como lo había intentado, desde la óptica de Munguía, la Constitución de 1857.92

La mayor amenaza no era solamente la diversidad religiosa o la separación del Estado, con toda la enorme gravedad económica, implicación social o daño político que tales determinaciones podían producir. Un problema de fondo era la construcción de una virtud independiente que retiraba a la institución eclesiástica la hegemonía ética, instrumento de un predominio cultural. Precisamente, un folleto llamado Defensa de la manifestación insinuaba que el catolicismo no estaba negado a las transformaciones ni atrincherado en la inmovilidad, pero advertía que “en materia de moralidad, solo la iglesia es autoridad competente, y ella sola tiene en su seno los medios de una reforma canónica y pacífica”.93 Se podían efectuar mejoras pero no discutir la autoridad suprema de la institución religiosa sobre el ámbito ético. Cualquier modificación, independientemente de sus alcances y por encima de sus pretensiones, debería ser sometida al dictamen último del criterio episcopal.

El límite de los cambios políticos y las mudanzas sociales era, como se había repetido desde hacía varias décadas, el respeto a los axiomas católicos, difundidos y salvaguardados por las autoridades eclesiásticas. A raíz de su plenitud jurisdiccional sobre los valores, el episcopado podía no solo cuestionar sino exponer la ilegitimidad de cualquier medida que lesionara su poder económico, lugar político o preeminencia social, o que afectara sustancialmente, en su perspectiva, el destino patrio. Sus dictámenes no eran coercitivos, pero tenían, justamente, un enorme peso moral que impactaba en la opinión pública. Ciertamente, no era la primera vez que la jerarquía condenaba una legislación o desconocía un gobierno; pero sí sería, no casualmente, la última ocasión, al menos hasta el conflicto cristero más de 60 años después en un horizonte muy diferente. El episcopado se concebía como la última instancia, la voz divina, el juez superior a clases y partidos, ajeno a ideas profanas e intereses vulgares, que velaba por la nueva nación a partir de su indiscutible autoridad, emanada de Dios, definida en el Evangelio y administrada por el sacerdocio.

Ajustes dentro de las tensiones

La guerra civil más cruenta del siglo decimonono concluía a causa del repliegue de los ejércitos conservadores desde Jalisco hacia el centro del país y después del fracaso de la ofensiva de Miramón sobre el puerto de Veracruz. El apoyo eclesiástico a la causa conservadora, visible aunque desigual, no sería decisorio. Durante la primera república (1824-1835), la jerarquía había tenido una interlocución directa con el gobierno federal, que implicaba tanto una defensa de sus intereses como un ajuste conforme a los nuevos tiempos, pero que no había significado un protagonismo determinante en la vida política. Reynaldo Sordo Cedeño ha mostrado el papel relativamente secundario de los obispos en los congresos centralistas de las Siete Leyes (1835-1841). A su vez, durante el sexenio moderado (1847-1853), la jerarquía careció tanto de problemas significativos como de un peso determinante en la administración pública. En los últimos años santanistas (1853- 1855), el clero fue mimado por el dictador y fue partícipe en un principio en el gobierno,94 pero a la sombra del grupo dirigente conformado por el círculo más próximo al xalapeño. Durante la gestión conservadora, el episcopado recuperó el reconocimiento estatal y, con bastantes matices, la hegemonía ética, pero no fue el centro directriz de la administración pública. Ahora, el fin de la guerra significaba no solo el exilio de los prelados sino la experimentación, con algunas pausas y visibles tensiones, del desacoplamiento moral.

No obstante, la victoria reformista generó cierta modulación en algunos medios y protagonistas de la época, quienes antaño se habían mostrado favorables a la moralidad religiosa y adversos a la libertad de conciencia. El conocido diario El Pájaro Verde, que gozaría de enorme popularidad,95 financiado por el obispo Munguía y fundado en los albores de 1861, explicaba que veía con buenos ojos la tolerancia religiosa.96 A pesar de que la guerra había concluido, el conflicto persistía: en enero de 1861 Juárez decretó la expatriación del arzobispo de México y de los obispos de Guadalajara, Michoacán y San Luis Potosí. Asimismo, había desapariciones notables en ambos bandos como el homicidio de Melchor Ocampo y la muerte de José Joaquín Pesado. Precisamente, a raíz del fusilamiento del michoacano la imprenta de El Pájaro Verde fue incendiada. En tal contexto, era significativo que Adorno, quien se había exhibido como partidario del gobierno conservador, discurriera ahora que la religión “providencial” debía ser tolerante con otras confesiones con tal que no se opusieran a las “leyes del amor beatífico y de la beneficencia”.97 Principios universales sin ser necesariamente religiosos serían las fronteras para la aceptabilidad de otras congregaciones. Adorno explicaba que todo gobierno debía estar sometido a bases morales de índole religiosa. Se trataba de una virtud cimentada en Dios pero ya no circunscrita al dogma católico. El basamento sería un indeterminado “intuitismo espiritual”, aunado a la “libertad, igualdad y fraternidad”, raíz de la verdad.98 Parecería que la ruptura del monopolio católico sobre la virtud generaba posiciones tendientes a descubrir fundamentos de índole espiritual pero ya no estrictamente dogmáticos.

Los ajustes posteriores a las batallas de la reforma continuaron. A finales de 1860 algunas disposiciones del obispo de Linares, Francisco de Paula Verea, como el reconocimiento de la legislación reformista, fueron interpretadas por el gobierno como “signo de aceptación de las medidas gubernamentales”.99 El periódico La Unidad Católica hacía un recuento de las leyes liberales y centraba su análisis en la nacionalización de los bienes eclesiásticos, sin mencionar la tolerancia religiosa y su presunta inmoralidad.100 Los acomodamientos eran visibles pero convivían con otras posiciones en el ámbito civil. Roa Bárcena explicaba que el derecho natural había sido grabado por Dios en el corazón del hombre y consagrado por los diez mandamientos.101 A su vez, los deberes eran la base tanto del derecho civil como de los actos jurídicos.102 No obstante la vigencia de las leyes de reforma, el texto seguía definiendo la moral como el conjunto de obligaciones del hombre para con Dios, la sociedad y consigo mismo.103

Sin asomo de unanimidad, sí era patente una discreta modificación narrativa en algunos medios y autores después del triunfo liberal. Quizá se trata de una búsqueda de convivencia en el nuevo marco jurídico entre actores recientemente enfrentados. Es decir, sería una primera casi imperceptible tentativa de transacción entre el liberalismo victorioso en el gobierno y las expresiones católicas tanto en la prensa como en el episcopado, a reserva de más estudios al respecto. De ser cierto, este cauto ajuste fue muy breve y sería rápidamente interrumpido por los prolegómenos de la intervención tripartita y quedaría clausurado por la subsiguiente intervención francesa (1862-1867).

Para 1862 el foco de los debates periodísticos se desplazaba hacia la deuda exterior y el proyecto de instaurar una monarquía extranjera. La intervención de España, Francia y el Reino Unido se anunciaba en el horizonte no solo político sino geográfico. Después de la derrota en la ciudad de Puebla (1862), el ejército francés avanzó hacia la capital de la república y ocupó la región central del país. En 1863 se instaló la Regencia Imperial y una Junta de Notables suprimió la república reformista y proclamó el segundo imperio. Parecía un horizonte favorable para la restauración de la virtud religiosa como escala ética del gobierno civil. Un flamante emperador, ajeno a disputas partidistas y querellas ideológicas, podría desde la presunta objetividad de la distancia rehabilitar no solo la inconclusa monarquía de Agustín de Iturbide sino también la supremacía social de la virtud religiosa. Si la legislación reformista simbolizó el inicio en el plano oficial de una ética civil, la capitulación conservadora implicó el fin del último intento de conciliación entre una moralidad trascendente y el republicanismo político, en sus distintas versiones ideológicas y modalidades administrativas. Las gestiones encabezadas sucesivamente por Zuloaga, Robles Pezuela y Miramón no fueron un intento de actualización de la república católica. Si bien el conservadurismo rehabilitaba el carácter oficial y exclusivo de la ética religiosa, con el movimiento reformista y la guerra civil se había difuminado un doble elemento decisivo de los treinta y seis años de la república católica en términos constitucionales (1824-1860)104: la forma republicana de gobierno y el acuerdo entre los variados grupos políticos sobre la validez de la ética cristiana como elemento regulador de la convivencia social. El segundo imperio recuperaría la oficialidad de las virtudes católicas aunque con tolerancia de cultos.

Reflexiones finales

A lo largo de la guerra civil, la cuestión ética es una dimensión evidente tanto de dicha coyuntura como de los procesos estructurales del siglo XIX. Menos visible pero no menos presente durante los lustros anteriores, la disputa alcanzó durante la conflagración una significativa externalidad. Si bien no se trataba de una querella dicotómica sino de una yuxtaposición, en el periodo estudiado se vindicó una ética religiosa como fundamento del gobierno y marco conductual del ciudadano. Ante el percibido desorden existente en el país y la supuesta desmoralización causada por la reforma, se planteaba una virtud capaz de restablecer no solo la moral sino también la gobernanza. Es decir: el acento en el marco religioso de la ética era parte de un interés por la situación general de la política. La propuesta no era una nostalgia: era la actualización de una alternativa juzgada pertinente ante el desafío no solo de la reforma liberal sino de la estructuración del país. De ahí el énfasis tanto en su presunto origen divino como en su deseada conveniencia social. Más que el anuncio de un retroceso a épocas oscuras, era una alternativa, viable o no, ante tiempos conflictivos.

Durante la guerra civil resulta perceptible la convergencia moral entre las administraciones conservadoras y las voces confesionales. La virtud trascendente era tenida no solo como verdadera por su origen, sino conveniente por su utilidad en un horizonte tanto de conflicto bélico como de inobservancia cívica. La sumisión del mexicano a la autoridad pública era muy débil y se pretendía fortificarla mediante la restitución de la ética religiosa como parte de la legitimidad política. La administración pública era obedecible por ser la salvaguarda no solo de los “verdaderos” intereses del país, sino también de los “irrenunciables” anhelos de salvación. Tal elemento era aún más necesario dada la carencia de legitimidad electoral y respaldo legislativo de las gestiones conservadoras advertible en la problemática del Estatuto. Pero nadie postulaba un sistema teocrático. Tanto conservadores como presbíteros promovían una república confesional de base ética nítidamente católica, pero las tensiones y desencuentros eran no solo evidentes sino profundos.

Connaughton ha enfatizado la diversidad de la corporación católica desde mediados del siglo XVIII, advertible en su articulación con los intereses regionales, su fragmentación nacional así como su aptitud para dialogar con las nuevas ideas.105 No obstante, estaba unida de forma evidente por el dogma, donde la cuestión ética era fundamental. Así, la virtud fue un elemento facilitador de la convergencia episcopal. La ética cristiana en manos del clérigo católico ordenaba el caos del mundo y abría las puertas al cosmos de Dios. En la misma tónica, era un punto en común dentro del “heterogéneo movimiento conservador”, carente de unidad y, de acuerdo con Conrado Hernández apoyado en Alfonso Noriega, de un “programa definitivo”. Pero, vale repetir, tal convergencia no era motivo suficiente para una alianza estable, tensionada en buena medida por la urgencia económica.

Para Fowler, una causa de lo sangriento del conflicto es que obispos y generales no fueron capaces de hacer concesiones y acusa a los dos bandos de “esencialismo”.106 El artículo muestra que la cuestión de la virtud, sin connotaciones metafísicas, era tanto un elemento diferenciador entre reformistas y conservadores como un punto innegociable para las autoridades eclesiásticas. Sin embargo, algunos militares y civiles dieron muestras de flexibilidad en asuntos espinosos. Según Brian Hamnett, tanto el presidente Miramón como Octavio Muñoz Ledo, ministro de Relaciones, aceptaron la propuesta de mediación elaborada por el gobierno británico en 1860, consistente en la formación de un gobierno provisional, la integración de un congreso constituyente y la aceptación de la tolerancia religiosa107, supuesta generadora de inmoralidad. Tal hecho aunado al ajuste advertible en 1861 constituye un signo de acomodamiento en medio de la guerra y después del conflicto. La aparente cerrazón no impedía del todo la avenencia. No obstante, la intensidad de la guerra civil y la densidad del argumentario conservador evidenciaban que la moralidad era una de las últimas fronteras de la secularización.

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1 Pablo Mijangos, “¿Secularización o reforma? Los orígenes religiosos del matrimonio civil en México”, Hispania sacra 68.137 (2016): 105-117.

2 Erika Pani, “Senderos que se bifurcan: El conservadurismo mexicano a mediados del siglo XIX,” Revista Eletrônica da ANPHLAC 22.33 (2022): 11-29. Will Fowler, La Guerra de Tres Años, 1857-1861. El conflicto del que nació el Estado laico mexicano (México: Crítica, 2020). Elias José Palti (Compilación e introducción), La política del disenso. La “polémica en torno al monarquisrno” (Mexico, 18481850)... y las aporías del liberalismo (México: Fondo de Cultura Económica, 1998). Pablo Mijangos y González, “El primer constitucionalismo conservador: las Siete Leyes de 1836”, Anuario Mexicano de Historia del Derecho, t. XV, 2003: 217-292.

3 José María Vigil, México a través de los siglos, tomo V: La Reforma (México: Cumbre, 1970. Miguel Galindo y Galindo, La gran década nacional, o relación histórica de la Guerra de Reforma, intervención extranjera y Gobierno del Archiduque Maximiliano 1857-1867 (México: Of. Tip. de la Secretaría de Fomento, 3 t., 1904-1906). Alfonso Trueba, La guerra de tres años (México: Jus, 1958)

4Tal situación no resulta excepcional. El estudio de la guerra de independencia (1810-1821) se ha centrado más en el devenir insurgente y la coalición trigarante que en la dinámica castrense del gobierno virreinal.

5 Fowler, Guerra, 29.

6 Conrado Hernández López, “Las fuerzas armadas durante la Guerra de Reforma (1856-1867)”, Signos Históricos (2008): 36-67.

7 Jaime Olveda y Brian Connaughton (Coordinadores), Los obispados de México frente a la Reforma Liberal (México: El Colegio de Jalisco, Universidad Autónoma Metropolitana, Universidad Autónoma “Benito Juárez” de Oaxaca, 2007).

8 Erika Pani, “Iglesia, estado y reforma. Las complejidades de una ruptura”, Brian Connaughton (Coordinadora), México durante la guerra de Reforma. Iglesia, religión y Leyes de Reforma, 2t, t. 1, 41-67. Xalapa: Universidad Veracruzana. Alicia Tecuanhuey Sandoval, “Antes del conflicto general: Puebla, 1855-1860”, Connaughton, México, t1, 199-244. Marco Antonio Pérez Iturbe, ”La gestión episcopal de Lázaro de la Garza y Ballesteros. Entre la república católica y la liberal”, Connaughton, México, t. 1, 123-165.

9 Marta Eugenia García Ugarte, Marta Eugenia, Poder político y religioso. México, siglo XIX (México: Miguel Ángel Porrúa, H. Cámara de Diputados, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana, 2010, 2 t).

10 Fowler, Guerra.

11 Pani, “Entresijos”, 205-209.

12 Fowler, Guerra, 169.

13 Patricia Galeana, “Los conservadores en el poder: Miramón”, Estudios de historia moderna y contemporánea de México 14.14, 1991: 67-87.

14 Daniel S. Haworth, “Desde los baluartes conservadores: la ciudad de México y la guerra de Reforma (1857-1860)”, Relaciones. Estudios de historia y sociedad. V. XXI, 2000. n. 84, otoño: 96-131.

15 Oscar Cruz Barney, “La contrarreforma: las reformas legislativas del gobierno del gobierno de Félix Zuloaga en la república central”, Rubén Ruiz Guerra. Miradas a la Reforma, 65-83 (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2011).

16 MijangosReforma, 85-247.

17De acuerdo con los estudios de Josefina Zoraida Vázquez y Reynaldo Sordo Cedeño, a lo largo de las décadas de 1820 y 1830 las disputas políticas eran más entre liberales centralistas y federalistas que entre liberales y conservadores. En consecuencia, es un anacronismo catalogar de gestiones de naturaleza conservadora a las administraciones de Anastasio Bustamante (1830-1832 y 1836- 1841). Asimismo, las presidencias de Antonio López de Santa Anna (1841-1845 y 1853-1855) muy difícilmente pueden ser juzgadas conservadoras, siendo más bien, como ha precisado Will Fowler, el resultado de una decepción relativamente liberal que se desplaza primero hacia el centralismo y después hacia el autoritarismo.

18 Gustavo Santillán, “La moralidad católica en la opinión pública y el pensamiento conservador en México durante los años moderados (1848-1853)”, Letras Históricas 27, (otoño-invierno 2022): 1-28.

19 Brian Connaughton, Entre la voz de dios y el llamado de la patria: religión, identidad y ciudadanía en México, siglo XI,(México: UAM Unidad Iztapalapa, Fondo de Cultura Económica, 2010).

20 Santillán, Construcción.

21 Gilles Lipovetsky, El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos (Barcelona: Anagrama, 2002).

22 Connaughton, “Cuesta”, 170.

23 Planes de la República Mexicana, v. VI. (México: Secretaría de Gobernación, 1987), 33.

24“Desmoralización del pueblo, Diario Oficial del Supremo Gobierno, 17 de junio de 1858, 1.

25 Santillán, Construcción.

26En este sentido, no es incidental que, según un folleto publicado en Zacatecas, las congregaciones religiosas hacían sentir en la población aledaña los sanos efectos de la moralidad católica. Apostólico Colegio de nuestra señora de Guadalupe, Crímenes de la demagogia (México: J.M. Lara, 1860), 6. La virtud, abstracta, tenía un ejemplo específico en el mexicano religioso.

27“Sección editorial. La Religión”, Diario Oficial del Supremo Gobierno, 5 de octubre de 1859, 2. En el mismo sentido, el general Leonardo Márquez, jefe del primer cuerpo del ejército y de la guarnición de Guadalajara, exponía que luchaba para conservar los principios de “religión, orden y moralidad”. Gastón García Cantú, El pensamiento de la reacción mexicana. T. I, 1810-1962 (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1986), 458.

28 Planes, v. VI, 99.

29 Planes, v. VI, 100.

31“Opúsculo sobre la religión católica por el presbítero Francisco de P. Campa”, Diario Oficial del Supremo Gobierno, 27 de noviembre de 1858, 3.

32“Lo que importa la religión con respecto a Dios. Continúa”, DiarioOficial del Supremo Gobierno, 29 de septiembre de 1858, 3.

33“Lo que importa la religión con respecto a Dios. Continúa”, Diario Oficial del Supremo Gobierno, 29 de septiembre de 1858, 3.

34 Manuel Ramírez de Arellano, Oración cívica pronunciada en la Alameda de México… (México: Imprenta de J.M. Lar1, 1859), 26.

35 Manuel Leal del Castillo, Discurso pronunciado en la Ciudad de Guanajuato por el Sr. Lic. D Manuel Leal del Castillo, rector del Colegio de la Purísima, en la solemnidad cívica del 27 de septiembre de 1859 (México: Vicente Segura, 1859).

36 Humberto Romo (Compilador), Discursos de independencia. 2t. Ed. Facsimilar (Guanajuato: Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato, Ediciones La Rana, 2010),t. 2, 161-172.

37 José de la Luz Pacheco y Gallardo, Discurso pronunciado en la plaza de armas de esta ciudad… (Querétaro: Tip. M. Rodríguez Velázquez, 1859), 10.

38 Lauro Bonilla y Mora, Discurso cívico que en el gran Teatro Nacional… (México: Imp. De Andrade y Escalante, 1858), 11.

39 Pablo Antonio del Niño Jesús, Oración fúnebre en memoria y honor de los valientes militares… (Puebla: Imprenta de José María Rivera, 1858), 8.

40 Romo, Discursos, t. II, 176.

41 Juan Ordoñez, Discurso pronunciado en la Alameda de México el 27 de septiembre de 1858… (México: Tipografía de A. Boix, a cargo de Miguel Zomoza, 1858).

42 Juan Nepomuceno Adorno, Análisis de los males de México y sus remedios practicables. Prólogo de Carlos Illades(México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Dirección General de Publicaciones, 2008), 20.

43 Adorno, Análisis, 63.

44 Adorno, Análisis, 34-35.

45 Adorno, Análisis, 42.

46 Adorno, Análisis, 11.

47Cabe notar que, durante la gestión de Couto al frente de la Academia de San Carlos, que concluiría en 1861, se impulsaron las pinturas históricas que pretendían generar una reflexión sobre la mala situación nacional y “revitalizar así a la moral pública” de acuerdo a los valores del catolicismo. Andrea Acle Aguirre, Andrea, “Amigos y aliados: José Bernardo Couto (1803-1862) y José Joaquín Pesado (1801-1861)”, Historia Mexicana, 61 (1): 163-230, 215.

48 Cruz Barney, “Contrarreforma”, 78.

49 Cruz Barney, “Contrarreforma”, 79.

50 Conrado Hernández López, “La reacción a sangre y fuego.” Los conservadores de 1855-1867”, En Erika Pani, Conservadurismo y derechas en la historia de México, 2t., t. 1, 267-299. (México: Fondo de Cultura Económica, 2008), 285-286.

51Entre 1835 y 1842 rigieron las “Siete Leyes” y entre 1843 y 1847 las “Bases Orgánicas”. La ausencia del término Constitución simbolizaba, muy probablemente, más que una cuestión retórica o una omisión política. Se trataba de una desconfianza lingüística pero también conceptual hacia cierto constitucionalismo liberal entendido como un contrato social, supletorio del genuino acuerdo primigenio de la sociedad humana entre familias dentro de un horizonte divino. De igual forma, ninguno de los textos centralistas fueron redactados por constituyentes convocados ex profeso. Las Siete Leyes fueron elaboradas por una legislatura ordinaria con poderes constituyentes auto conferidos; las Bases Orgánicas fueron promulgadas por una Junta de Notables. Concluía así un largo periodo de experimentaciones constitucionales dentro de la forma republicana de Estado, precedido por el Reglamento Provisional de Agustín de Iturbide (1822) y epilogado por el Estatuto Provisional del Imperio Mexicano (1865) de Maximiliano de Habsburgo. No deja de ser curioso que la primera y la última de las normativas constitucionales del México decimonónico se hayan correspondido con formas monárquicas, promulgadas de forma unipersonal y sin intervención legislativa.

52 Pani, “Pueblo”, 165.

53 Cruz Barney, República, 79.

54Tal vez hay un eco de Munguía en dicho documento, ya que el michoacano deseaba que la legislación civil fuera el justo desarrollo de la fe. Además, tanto el michoacano como Couto compartieron páginas en La Cruz.

55 Cruz Barney, República, 80.

56 Cruz Barney, República, 134.

57 Pérez Iturbe, “Gestión”, 2011.

58Tecuanhey, “Antes”, 2011, p. 232-234. La situación no era sorprendente. Sergio Rosas Salas ha analizado la respuesta diferenciada del obispo José María Luciano Becerra y del cabildo poblano ante los requerimientos económicos de la dictadura santanista. Sergio Rosas Salas, “Jerarquía eclesiástica, proyecto pastoral y régimen político: la gestión episcopal de José María Luciano Becerra (Puebla, 1853-1854)”, Letras históricas 14, 2016: 107-134.

59Pani, 2011, 55.

60 Haworth, “Desde”, 22.

62“Editorial”, La Sociedad, 26 de julio de 1859, 1.

63 Agustín de la Rosa, El Matrimonio Civil, considerado en sus relaciones con la Religión, La Familia y la Sociedad (Guadalajara: Rodríguez, 1859), 26.

64 Rosa, Matrimonio, 44.

65 Rosa, Matrimonio, 21-22

66 De los matrimonios llamados civiles (Guadalajara: Dionisio Rodríguez, 1859), 2.

67 Rosa, Matrimonio, 13.

68 Rosa, Matrimonio, 1859, 15.

69“Editorial”, La Sociedad, 4 de agosto de 1859, 1.

70“Editorial”, La Sociedad, 4 de agosto de 1859, 1.

71“Editorial”, La Sociedad, 4 de agosto de 1859, 1.

72“Editorial”, La Sociedad, 9 de agosto de 1859, 1.

73 Raúl González Lezama, Reforma liberal. Cronología (1854-1876) (México: Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, 2012), 61.

74Crímenes, 77.

75“Controversia. Observaciones sobre la verdadera ciencia política. VIII. Las leyes humanas”, La Cruz, 18 de marzo de 1858, 130.

76“Interior”. Sermón de Munguía en la Colegiata de Guadalupe, Diario Oficial del Supremo Gobierno, 12 de octubre de 1860, 2.

77“Lo que importa la religión con respecto a la sociedad. Continúa”,Diario Oficial del Supremo Gobierno, 18 de septiembre de 1858, 3.

78“La virtud definida por Platón”, Las Garantías Sociales. Periódico oficial del estado de Yucatán, 2 de julio de 1858, 3.

79Cabe añadir que la ética religiosa también tenía otros aspectos. El Manual de urbanidad y buenas maneras de Antonio María Carreño presenta “los principios eternos de la sana moral” tomados de diversos autores pero sobre todo del Evangelio. En tal contexto, la virtud cristiana era la base de la cortesanía y la urbanidad “que reúne cuantos medios puede el hombre emplear para hacer su trato fácil y agradable, sacrificando a cada paso sus gustos e inclinaciones, los gustos e inclinaciones de los demás” (“Educación. Manual de urbanidad y buenas maneras, por D. Antonio María Carreño”, Diario de Avisos, 11 de octubre de 1860, 1). La moral tenía una función no solo salvífica para el alma y ordenadora en la tierra, sino civilizatoria para la sociedad.

83 Manifestación, 23.

85 Manifestación, 31.

86 Manifestación, 21.

87Manifestación, 3-4. En el mismo sentido, una Manifestación del gobierno eclesiástico de Guadalajara explicaba que la iglesia solo había salido en defensa de “su moral” a lo largo de la guerra. Manifestación que hace el gobierno Eclesiástico de Guadalajara, contra las disposiciones dictadas en Veracruz (Guadalajara: Tip. de Dionisio Rodríguez, 1859), 10.

89 Manifestación, 22.

90 Manifestación, 25.

91 Manifestación, 25.

92 Santillán, Construcción.

94 Rosas Salas, “Jerarquía”.

95 Gómez Aguado, Guadalupe y Adriana Gutiérrez Hernández, “El pensamiento conservador en los periódicos La Cruz y El Pájaro Verde: definición y transformación en tiempos de crisis”, en Erika Pani. Conservadurismo y derechas en la historia de México, 2t., t.1, 214-266) México: Fondo de Cultura Económica, 2008), 227.

96 Erika Pani, Para mexicanizar el Segundo Imperio: el imaginario político de los imperialistas (México: El Colegio de México, 2001). 179. Casi al mismo tiempo, Munguía hacía patente que la feligresía de la diócesis de Michoacán despreciaba las “leyes” que establecían la “libertad de todos los cultos” (Pedro Herrejón Peredo, “La visita ad limina de Clemente de Jesús Munguía sobre el obispado de Michoacán, 1862”, Relaciones. Estudios de historia y sociedad, 2016, 148, otoño: 187-200, 199.

97 Juan Nepomuceno Adorno, Catecismo de la providencialidad del hombre deducida de los sentimientos de religiosidad, moralidad, sociabilidad y perfectibilidad, propios de la especia humana, o indicantes del destino de esta sobre la tierra (México: Juan Abadiano, 1862), 6.

98 Adorno, Catecismo, V.

99Brian Connaughton, “Introducción”, Connaughton, México, 25.

100“Prospecto”, La Unidad Católica, 15 de mayo de 1861, 1.

101 José María Roa Bárcena, Manual razonado del litigante mexicano y del estudiante de derecho… (México: Literaria, 1862), 3-4.

102 Roa Bárcena, Manual, 7.

103 Roa Bárcena, Manual, 5-7.

104Se toma como punto de partida el código de 1824 y como elemento conclusivo la Ley de Libertad de Cultos de 1860 decretada por Juárez en Veracruz.

105 Connaughton, “Larga”, 169-186.

106 Fowler, Guerra, 445-446.

107 Brian Hamnett, “Juárez y la ruptura con Santos Degollado”, Conrado Hernández López e Israel Arroyo (Coordinadores), Las rupturas de Juárez (México: Universidad Autónoma Metropolitana, 2007), 19-38, 22, 24, 27.

Recibido: 13 de Marzo de 2023; Aprobado: 14 de Julio de 2023

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