Los historiadores no formamos parte de un grupo homogéneo y el pensamiento histórico en nuestra sociedad no es simplemente producto del discurso hecho desde la academia. Por lo tanto, no es factible realizar un argumento general sobre el quehacer de la historia una vez que cruzamos fronteras ideológicas, nacionales, geográficas, lingüísticas, disciplinarias, teóricas y temáticas. Es imposible criticar patrones, ideologías o vicios en el análisis histórico sin reducir nuestro enfoque a ámbitos específicos de producción. Por ejemplo, la crítica realizada por Michel Foucault contra “la historia de los historiadores” (histoire des historiens) se centró en el enfoque de historia total, propio de la segunda generación de la escuela de los Annales; el ataque que realizó Reinhart Koselleck contra la “escuela histórica” (historische Schule) fue una doble crítica contra la historiografía rankeana y el idealismo hegeliano; el llamado de Dipesh Chakrabarty para descentralizar la historia fuera de los patrones impuestos por marcos narrativos europeos estaba dirigido contra la teoría marxista, en particular la forma en la que la adoptaron los historiadores británicos; y, por último, aunque la lista podría extenderse, el rechazo de Frederick Cooper a la narrativa guiada por la formación del Estado-nación resaltaba la historiografía liberal, particularmente en Estados Unidos.1
Podríamos argumentar que las academias de habla inglesa, francesa y alemana han tenido un papel central en la forma en la que los historiadores a lo largo del mundo pensamos nuestro objeto de estudio y escribimos acerca de él. De ser cierto esto, podríamos realizar una crítica general sobre ciertos patrones que encontramos en estos contextos. Pero ¿cómo podríamos hacer este argumento de forma honesta sin analizar las tradiciones historiográficas de países como Rusia, China, Japón, Turquía o Etiopía? Criticar el eurocentrismo enfocándonos nada más en las escuelas de habla inglesa, francesa y alemana es, en sí, un acto eurocéntrico.
Lo que sí podemos determinar es que la “profesionalización” de la Historia como una disciplina académica, que tuvo lugar durante las primeras décadas del siglo XIX en Europa occidental, estableció ciertos patrones específicos que la distinguió como un género, socialmente construido, de narrativa, descripción y análisis del pasado.2 La Historia, entonces, se posicionó como una voz con autoridad intelectual sustentada por los marcos establecidos por una institución, o red interconectada de instituciones, a la que llamamos “academia.” Aunque es cierto que se ha transformado a través de los años y con relativa variación en distintos países, este marco institucional ha tendido a solidificar parámetros de práctica profesional y patrones epistemológicos.
Por un lado, la nación y, por el otro, la formación y concentración de riqueza y el trabajo han sido las unidades que estructuran la forma en la que la historia es concebida por historiadores profesionales dentro del marco académico. En este sentido, el estudio de la historia europea previa al siglo XIX tiende a privilegiar temas y perspectivas que explican el surgimiento de los Estados-nación y capitalismo decimonónicos. Incluso perspectivas historiográficas presentadas como subversivas, como los estudios de género, de sexualidad, de raza o la microhistoria, se enmarcan dentro de las metanarrativas estructuradas por estas unidades. Como Dipesh Chakrabarty sostiene, “[l]a ‘economía’ y la ‘historia’ son las formas de saber que corresponden a las dos instituciones que el desarrollo (y eventual universalización) del orden burgués le ha dado al mundo-el modo de producción capitalista y el Estado-nación.”3 Al otorgarle a la Historia “profesional” la autoridad intelectual sobre la recolección del pasado y al concebir el pasado como una realidad positiva, la Europa occidental “moderna” se ha convertido en el único objeto teórico. Otras historias han sido reducidas, desde ese momento, a sus sombras o formas distorsionadas y la historia de los siglos que le antecedieron solo puede ser entendida como el camino que explica su formación.
La exclusión epistemológica de sociedades no europeas por la centralidad que ha tomado la historia de Europa dentro del ámbito profesional ha sido analizada por diversos académicos como Eric R. Wolf, Enrique Dussel o el mismo Chakrabarty. Sin embargo, ellos siguen considerando a la historia europea (y su cultura en general) como única, caracterizada por sus implicaciones colonialistas. Una excepción es el antropólogo Fernando Coronil, quien planteó el doble argumento de criticar la centralidad de Europa como marco teórico a través del cual se estudia el resto del mundo y resaltar que la sociedad europea no ha sido la única que se ha elevado como único sujeto teórico de la historia.4 Este tipo de mecanismos epistemológicos de dominación y hegemonía cultural no son estrategias únicas de la Europa decimonónica. Walter Mignolo, por ejemplo, argumentó que, desde el siglo XVI, la colonización hispánica del espacio a través de su tradición cartográfica borró las conceptualizaciones no occidentales equiparando su perspectiva con “lo real,” y así impedir entendimientos alternativos del mundo. Argumentos similares se pueden encontrar en estudios de otros académicos como Edmundo O’Gorman, Enrique Dussel, Erick Wolf o Kathleen Davis.5
Sin embargo, la Historia “profesional” sigue patrones específicos de dominación epistemológica que corresponden al contexto de expansión imperial europea durante el siglo XIX sobre Asia, Oceanía y África. Específicamente, naturaliza al Estado-nación y el sistema de producción capitalista, es decir, los convierte en objetos de estudio implícitos. En años recientes, los historiadores y otros académicos que han tratado de realizar análisis históricos fuera de la metanarrativa eurocéntrica han seguido dos estrategias. Algunos, a los que se podría agrupar bajo la categoría de postcolonialistas, deconstruyen su conexión con la expansión imperial. Los otros, pertenecientes a la llamada “nueva historia imperial,” que nació en diálogo con la primera, en parte con la publicación del libro compilado por Ann Laura Stoler y Frederick Cooper en 1997, Tensions of Empire: Colonial Cultures in a Bourgeois World, usan la categoría de “imperio” como unidad analítica transhistórica y transgeográfica.6
El objetivo del presente artículo es analizar cómo esta segunda metodología rompe con los patrones establecidos por las metanarrativas decimonónicas centradas en la “nación,” las estrategias alternativas que propone para estudiar la historia y su significado político. A la vez, busca ser una contribución conceptual a la nueva historia imperial, proponiendo definiciones y perspectivas novedosas, en lugar de simplemente introducir y reciclar conceptos usados por otros académicos. La nueva historia imperial no se puede restringir a un grupo específico de historiadores, no es una escuela y no existe un corpus específico. Es, en cambio, una serie de patrones teóricos y metodológicos que diversos académicos interesados en el estudio de imperios han propuesto y seguido dentro de trayectorias intelectuales frecuentemente contradictorias y trabajando en contextos muy distintos, durante un periodo de tiempo que inició en los últimos años del siglo XX. Por lo mismo, es difícil identificar a personalidades específicas más allá de los más influyentes como Frederick Cooper, Ann Stoler, Lauren Benton, John Darwin, Christopher Bayly y Peter Fibiger Bang.7 El momento de hacer esta revisión e introducir a lectores de habla hispana a esta perspectiva en formación, primordialmente angloparlante, es ideal dado que, tras dos décadas de impresionante producción historiográfica, alcanzó recientemente un importante punto de inflexión con la publicación de los dos volúmenes de la universidad de Oxford: The Oxford World History of Empire.8
La nación y el capital
Aunque Leopold von Ranke, cuyo impacto en la “profesionalización” de la Historia fue decisivo, rechazó el acercamiento filosófico, se apropió de los principios intelectuales de su época para su ciencia histórica positiva, empírica, particular y metodológicamente interpretativa. Si bien su crítica se enfocó en Friedrich Hegel, los dos llegaron a la misma conclusión sobre la centralidad de las naciones en la historia. En su curso de “Filosofía de la Historia,” Hegel había escrito que “[l]o universal que se destaca y se hace consciente en el Estado, la forma, bajo la cual se produce cuanto existe, eso es lo que constituye la cultura de una nación,” por lo que el “Estado” como “espíritu mismo del pueblo” es “el objeto inmediato de la historia universal.”9 Ranke coincidió con Hegel al argumentar que así como “[n]o hay ni ha habido sobre la tierra ningún pueblo ajeno a todo contacto con otros… jamás ha existido un estado sin una base espiritual y un contenido espiritual.” Por ello, concluye Ranke, “la atención del historiador deberá enfocarse, no hacia los conceptos que parezcan imperar en algunos, sino hacia los pueblos mismos que representan un papel activo en la escena de la historia.” Esto se debe a que la base espiritual del estado es “un genio propio dotado de vida propia” y “la misión de la historia consiste en percibir, en observar esta vida.”10
La escritura de la historia refleja su contexto y responde a las ansiedades de su época. Si la nación se convirtió en el centro de la historia fue porque, en ese momento particular, tras la caída del imperio napoleónico, la forma específica de organización política que es el Estado-nación se había vuelto un programa político cada vez más popular en Europa occidental y América, una alternativa a los imperios multiétnicos y colonialistas, así como a los Estados confederados que habían dominado la vida sociopolítica del hemisferio occidental. Las primeras décadas del siglo XIX fueron un momento de crisis imperial. El Sacro Imperio Romano Germánico había desaparecido, el imperio de Napoleón falló y los imperios atlánticos perdieron sus colonias y territorios más importantes en América. Los críticos de los imperios dominaban los diálogos intelectuales en ambos lados del Atlántico.11 Los historiadores y filósofos no estaban ya interesados en entender la formación o fracaso de los imperios o dinastías. Trataban, en cambio, de entender la introducción de sus naciones en la escena histórica de forma tal que el establecimiento de los Estados-nación, como una realidad programática, fue concebido como la institucionalización de esencias históricas trascendentales que esperaban ser reveladas. Hegel había dicho, refiriéndose a Alemania, que “la mentira del imperio ha desaparecido por completo. El imperio se ha descompuesto en Estados soberanos.”12
Asimismo, cuando estos historiadores y filósofos del occidente europeo crearon los patrones académicos de la escritura histórica, estaban trabajando en medio de debates intelectuales más generales. La historia, como un movimiento diacrónico progresivo universal de comunidades positivas y demarcadas de gente, llamadas “naciones,” hacia su autorrealización como unidades únicas reconocibles a través instituciones liberalizantes (Estados-nación), tiene su origen no solo en el idealismo alemán de Hegel, sino en el positivismo de Auguste Comte. Su concepto de “realidad positiva,” como una realidad independiente de la conciencia humana, influyó profundamente en los primeros historiadores “profesionales” y está detrás de la forma en la que Ranke distingue la función anterior de la Historia con su proyecto que trata “simplemente, de exponer cómo ocurrieron, en realidad, las cosas [wie es eigentlich gewesen].”13
Esto permitió asumir que la historia fuera conocible a través de un análisis sistemático de, en particular, fuentes administrativas archivadas concebidas como ventanas pasivas que muestran una realidad positiva pasada. Esta metodología fue influenciada por una transformación profunda de técnicas hermenéuticas, primero con Friedrich Schleiermacher y eventualmente con Wilhelm Dilthey, que estudiaban el texto no para entenderlo en sí mismo, sino como un medio para explorar la psicología, las intenciones y la realidad de su autor.14 Con estas bases filosóficas y metodológicas, la Historia profesional, cuyo objeto de estudio era el devenir nacional, se podía recrear como históricamente única, separada de lo que habían escrito todos los historiadores no profesionales de siglos anteriores, así como de otras disciplinas y otros lugares.
Si bien la revolución epistemológica que sentó las bases para la profesionalización de la Historia se dio bajo la dirección de los alemanes, fueron los historiadores británicos y franceses, en particular Thomas Macaulay y Jules Michelet, quienes construyeron las primeras historias nacionales bajo los nuevos parámetros epistemológicos e institucionales. Macaulay publicó su History of England en cinco volúmenes, con particular énfasis en la Revolución Gloriosa, a la que identificó como el evento central en la formación de Inglaterra como Estado-nación.15 De forma similar, Michelet publicó en diecinueve volúmenes su Histoire de France hasta llegar a la Revolución como el clímax en la narrativa sobre la conformación de Francia en Estado-nación.16 Los dos, Macaulay y Michelet, estructuraron una narrativa teleológica que explicaba el devenir de las dos naciones hacia el establecimiento de instituciones liberalizantes para la protección de las libertades civiles y propiedad privada de los ciudadanos, sentando la base empírica de la que posteriormente Ernest Renan se va a valer para su teorización sobre la nación.17
Pero esta centralidad de la “nación” como programa político no es lo único característico de la Europa decimonónica; fue, también, un momento de profundas transformaciones socioeconómicas. Nuevas formas de producción semiautomatizada, controlada por una clase de propietarios privados enriqueciéndose rápidamente, junto con la expansión de la mano de obra asalariada, la abolición de los gremios, los ataques constantes contra los privilegios legales sobre la tenencia del suelo y la representación política, la migración masiva del campo a las ciudades, y el crecimiento demográfico exponencial estaban cambiando drásticamente a la sociedad del occidente europeo. Varios intelectuales intentaron entender la incursión de esta forma socioeconómica a la que llamaron capitalismo, criticando y comentando previas teorías, particularmente británicas, sobre la naturaleza de la formación de la riqueza.18 El primero fue el británico David Ricardo, seguido por el francés Henri de Saint-Simon, pero fue con los filósofos alemanes hegelianos Friedrich Engels y Karl Marx que una narrativa histórica sobre la “forma de producción capitalista,” luego conocida como “capitalismo,” se materializó.
Marx adaptó el idealismo dialéctico, que explicaba la historia como el desenvolvimiento del “espíritu” trascendental en su verdadera forma como una nación institucionalizada, a un materialismo dialéctico. Categorizó “la forma moderna estándar de capital” como una presentación específica de riqueza que existe solo en sociedades donde el valor de un bien de consumo, producido por la fuerza de trabajo y la producción mecanizada, es capitalizado por un propietario privado y es reinvertido en la forma de activos para expandir la fuerza de trabajo y generar más riqueza, lo que llamó el “circuito D-M-D.” Esta historicidad del capital es clara cuando Marx argumenta que “[históricamente], el capital, en su enfrentamiento con la propiedad de la tierra, se presenta en un comienzo y en todas partes bajo la forma de dinero, como patrimonio dinerario, capital comercial y capital usurario.”19 Pero, advierte, “[l]as condiciones históricas de existencia [del capital] no están dadas, en absoluto, con la circulación mercantil y la dineraria. Surge tan solo cuando el poseedor de medios de producción y medios de subsistencia encuentra en el mercado al trabajador libre como vendedor de su fuerza de trabajo, y esta condición histórica entraña una historia universal.”20 Es decir, la teoría de la historia que Marx creó fue un método para entender las formas distintas que han tenido el trabajo y la riqueza para explicar el proceso por el cual “la forma estándar moderna de capital” apareció.21 Teorizó que las contradicciones internas en la forma en la que la riqueza es producida y acumulada, junto con las tensiones sociales entre clases definidas con base en la forma de trabajo y la propiedad sobre medios de producción (la estructura), han transformado a las sociedades mucho más que las vicisitudes políticas que se usaban para explicar la formación de los Estados-nación (superestructura).22
La crítica al uso de metanarrativas teleológicas para explicar el surgimiento del “Estado-nación” y “la forma de producción capitalista” como fin de la historia imponiendo a “la nación,” “la riqueza” y “el trabajo” como unidades abstractas centrales y trascendentales de la narrativa histórica no es novedosa en absoluto. Particularmente los cuestionamientos realizados por historiadores, influenciados por la Escuela de Frankfurt y la filosofía post-estructuralista, al “historicismo” (la idea de que existen fuerzas internas que explican la transformación de las sociedades), a la creencia en que los documentos son fuentes confiables imparciales o que los archivos son lugares pasivos de recolección del pasado, a la teoría de que la historia es una realidad positiva que puede ser conocida, y a la narrativa progresista sentaron la base para desarticular los patrones académicos decimonónicos. El análisis de los historiadores profesionales que realizaron estas críticas convirtió a la Historia en un género literario autoreferencial con sus propias reglas. Ello permitió el estudio de sujetos cuya representación había sido tergiversada por historiadores “profesionales” que tenían una perversa conexión con grupos hegemónicos.23
Sin embargo, esta reacción historiográfica se enfocó en criticar los patrones analíticos propios de la historia social enfocada en el capital; por lo que la nación regresó a ser el marco analítico. La gran diferencia, sin embargo, es que con la academia estadounidense como nuevo centro de producción historiográfica y tras tantos años de crítica al presentismo que trajo la insistencia en el análisis de la época contemporánea como ontológicamente única, la nueva metanarrativa centrada en la nación divorciaba su estudio del pasado. Esta nueva interpretación permeó en Francia e Inglaterra bajo los estudios de Benedict Anderson y Pierre Norá, que no ponían el énfasis en la historia administrativa, como en el siglo XIX, ni en las bases socioeconómicas, como la de mediados del siglo XX, sino en los aspectos culturales, semióticos e identitarios.24
Junto con la nueva centralidad teórica de la nación, los académicos postcoloniales empezaron a teorizar “al Occidente” como la máxima encarnación de un posicionamiento hegemónico desde donde se impone una representación distorsionada de los “otros.” Esta idea fue propuesta y establecida desde el principio de la crítica postcolonial con Edward Said quien argumentó que “al igual que el mismo Occidente, el Oriente es una idea que tiene una historia y una tradición de pensamiento, imágenes y vocabulario que le ha dado realidad y presencia en y para el Occidente.”25 Después, Chakrabarty llamó estas categorías, como “el Occidente,” “el Oriente” o “Europa,” términos “hiperreales,” adoptando el término de Jean Baudrillard, y las definió como “ciertas figuras de la imaginación cuyos referentes geográficos se mantienen de cierta forma indeterminada.”26
De esta forma, los académicos postcolonialistas han argumentado que “el Occidente” crea categorías para clasificar el mundo de acuerdo con su propia cultura y las ha impuesto sobre el resto a través de sus imperios coloniales. La narrativa centrada en la formación del Estado-nación y el capitalismo es reemplazada por una narrativa sobre el ascenso del “Occidente” diseñada para entender la formación de los imperios burgueses coloniales, particularmente Francia y el Reino Unido. La historia profesional, en tanto que es una disciplina diseñada desde este Occidente colonial, se vuelve una imposibilidad. Sin embargo, a pesar de estas críticas, tanto las “postestrcuturalistas” como las “postcoloniales,” “la nación” continúa informando la forma en la que las instituciones académicas (universidades, revistas, congresos, etc.) conciben la historia y el capitalismo sigue siendo su sustento material.
El imperio como teoría historiográfica
Hay dos problemas con la forma en la que los académicos postcolonialistas caracterizan “el Occidente”. Primero, no dan una definición concreta, por lo que, por ejemplo, España y el mundo hispanohablante algunas veces son excluidos, pero, cuando conviene al argumento, incluidos. En este sentido, el grupo latinoamericano de modernidad/colonialidad ha criticado esta exclusión como resultado de la centralidad que los imperios decimonónicos tienen en la crítica postcolonial.27 Segundo, “el Occidente” es concebido como la única fuente de imperialismo.
Esta segunda crítica está presente particularmente en uno de los libros fundacionales de la denominada nueva historia imperial, After Tamerlane, de John Darwin. Criticando este “cuento familiar” sobre “[e]l camino del Occidente a la supremacía global por la vía del imperio y preminencia económica,” lo que llama “la autopista de la historia” donde “todas las alternativas eran desviaciones o callejones sin salida,” buscó, con su libro, “colocar a Europa (y al Occidente) en un contexto más grande: en medio de proyectos formativos de imperios, estados y culturas en otras partes de Eurasia.”28 Esta “escuela” o giro intelectual ha buscado romper las tres metanarrativas: la liberal, centrada en la nación, la marxista, centrada en el capital, y la postcolonial, centrada en el colonialismo europeo decimonónico. Para ello, y con el propósito de descentralizar la “historia moderna de Occidente,” estructura la historia global como una competencia continua entre distintos imperios.
No se debe confundir esta tarea con los esfuerzos paralelos tanto de “recobrar” una historia de los imperios libre de ideología y empíricamente sustentada, como de resaltar el impacto positivo que han tenido en la formación de nuestro “mundo moderno civilizado.” Dentro de este llamado a volver a la historia “objetiva” de los imperios está el proyecto “Ethics and Empire” coordinado por Nigel Biggar en el Oxford’s McDonald Centre. Si bien la participación de John Darwin en la concepción del proyecto borra la línea entre las dos líneas historiográficas, él se retiró durante el primer año en 2017.29 Por el otro lado, el ejemplo más claro de una historia apologética del imperio son los estudios de Niall Ferguson dentro del mundo angloparlante y de Dimitri Casali y Nicolas Cadet para la academia francófona.30
La nueva historia imperial no busca minimizar el daño demográfico, económico y cultural que imperios como el español, el británico o el francés causaron sobre cientos de sociedades. En todo caso, enfocarse en imperios como ejes estructurantes de la historia demanda escribir sobre estrategias de dominación material (control militar o económico), política (sistemas complejos de soberanía), epistemológica (sistemas de clasificación de gente en categorías específicas) y cultural (mecanismos de representación e imposición de formas de comportamiento, prácticas sociales y cosmologías).
Una de esas estrategias es la forma en la que un imperio se entiende y autorepresenta. Afirmar ser un imperio, así como negarlo, son esencialmente formas de legitimación y dependen del contexto político específico tanto interno como externo, es decir, son mecanismos de poder en sí mismos. Cuando Estados populares soberanos son considerados como la máxima expresión de forma política, proclamar un estatus imperial deslegitimaría cualquier forma de autoridad. Los Estados Unidos en la actualidad son un buen ejemplo.31 Sin embargo, cuando la autoridad se concibe y ejerce de forma escalonada, usar la categoría de imperio puede ser una estrategia política importante contra otros competidores externos y para asegurar la fortaleza al interior, lo que se puede ilustrar con la coronación de Carlomagno como emperador.32
Estos ejemplos son solo dos actitudes distintas frente a lo que es un imperio, pero ¿qué pasa si el concepto de “imperio” es usado con un propósito específico no traducible a estos ejemplos, como “imperium” en la Roma republicana, o cuando lidiamos con otros lenguajes que no tienen un concepto análogo? ¿Es epistemológicamente correcto usar “imperio” como categoría analítica? ¿Cómo se diferencia de lo que hicieron los historiadores decimonónicos con el concepto de “nación”? Como este artículo elaborará en la siguiente sección, la respuesta es que sí es epistemológicamente correcto y útil siempre y cuando se parta del entendido de que la definición de “imperio” que se usa como categoría de análisis no es necesariamente la misma que la que usó la gente de los imperios estudiados.33 De hacer esto, entonces el problema que surge al usar el concepto de “nación” como eje estructurante se evitaría. En otras palabras, la categoría analítica de “imperio” tiene que ser lo suficientemente ambigua como para describir distintas formas políticas que se pueden encontrar a lo largo de la historia y en todos los continentes sin opacar los vocabularios específicos usados para referirse a formaciones imperiales en contextos particulares. Como Reinhart Koselleck insistió, hacer esta diferenciación entre categorías de análisis y conceptos como parte del objeto de estudio es crucial.34
La relación dialéctica entre la definición analítica de “imperio” y la conceptualización contextualizada de dicho concepto hace que el objeto de estudio se entienda como un proceso de formación, en lugar de un cuerpo político estático. Este acercamiento no busca un momento específico en el que una comunidad alcanza el momento de autorrealización y se recrea como un cuerpo político. Su propósito, en cambio, es rastrear formaciones políticas en el contexto de un sinfín de elementos de competencia externa e interna, así como el repertorio de estrategias políticas aplicadas por distintas personas para gobernar varios espacios y comunidades.
El imperio como categoría histórica
Si estudiamos un imperio como una entidad con características específicas, que existió en un momento preciso delimitado espacial y cronológicamente, estaríamos conceptualizándolo como una realidad positiva, con un origen y un final, lista para ser diseccionada con herramientas forenses. Pero si estudiamos el cuerpo político al que llamamos analíticamente “imperio” como la suma de condiciones materiales (sistemas de coerción militar y de dominación económica), construcciones conceptuales (mecanismos de autolegitimación, sistemas jerárquicos de soberanía con pluralismo legal y formas de representación dentro de marcos epistemológicos) y acciones sociales sin un orden preciso, entonces no partiríamos del supuesto de que tiene una identidad única fija. Hay una diferencia ontológica entre estos dos acercamientos: la identidad de un imperio se concibe como epistemológicamente impuesta, no revelada. El objeto de estudio es, entonces, inventado por el historiador para enfocar su análisis en la coordinación entre condiciones materiales, construcciones conceptuales y acciones sociales; en otras palabras, formaciones imperiales.
Como Ann Stoler y Carole McGranham escribieron, mientras que los imperios “pueden ser ‘cosas’…las formaciones imperiales no;” son, en cambio “políticas de desarticulación, procesos de dispersión, apropiación y dislocación…que dependen tanto de categorías como poblaciones que se puedan desplazar…de aplazamientos y postergaciones materiales y discursivas.”35 La dicotomía no es entre “imperio” y “formaciones imperiales,” sino entre “imperio’ entendido como una realidad positiva (una “cosa”) e “imperio” entendido como una formación social. Por lo tanto, bajo esta perspectiva la cuestión sobre el origen de un imperio específico es un sinsentido. Podemos, en cambio, preguntar si en un momento preciso una comunidad actuaba como un imperio, y podemos preguntarnos sobre las características de esa formación imperial específica. Stoler y McGranham adoptaron el concepto de Althusser y Balibar de “formación social” como “[e]l todo concreto que comprende las prácticas económica, política e ideológica en un cierto lugar y etapa de desarrollo.”36 El presente artículo adopta esta perspectiva, pero propone un sistema de subdivisión distinto: condiciones materiales, lo que cubre elspectoo estructural de la “práctica económica” y el violento de la “práctica política;” construcciones conceptuales, que incluye el aspecto legal de la “práctica política” y la totalidad de la “práctica ideológica;” y la acción social, que se compone de la dimensión política de la “práctica económica” y el aspecto ejecutivo de la “práctica política.”
Condiciones materiales
Las “condiciones materiales de un imperio” son los sistemas militares de coerción y dominación económica. Los imperios siempre han dependido de su fortaleza militar para expandir su área de control o espacio de actividad, protegerla de competidores o enemigos externos, y mantener orden y paz adentro. Los imperios deben mantener alguna forma de coordinación e infraestructura, cualquiera que sea. Tienen que forjar armas, entrenar soldados, proveer de comida, construir formas de transporte y dictar órdenes.
Hay una relación clara entre la forma de organización política y las características de su cuerpo militar: su estructura, tecnología, tácticas y función dentro de estrategias comprensivas. Por ejemplo, un ejército sofisticado, estructurado en rangos y unidades, con tecnología altamente destructiva, coordinado dentro del campo de batalla para ejecutar complejas maniobras y dividido en múltiples frentes con desafíos diversos requiere de un Estado sofisticado con un cuerpo burocrático operativo.37 Esta correlación entre la forma de organización política y la estructura militar fue identificada desde, al menos en Europa, Aristóteles; y ha influenciado directamente varios de los principales debates de historia militar europea como las teorías de la Revolución Hoplita, la Revolución Militar de la temprana Edad Moderna y, más en general, los debates en torno a las llamadas “Revoluciones en Asuntos Militares” (RMAS por sus siglas en inglés).38 Particularmente esta última ha sido usada por historiadores de imperios para abandonar narrativas eurocéntricas sobre desarrollo militar.39
La fuerza militar podría ser entendida como el máximo mecanismo que tiene un imperio para ejercer violencia dentro y fuera de su espacio de acción. Si bien varios académicos han expandido el alcance semántico del concepto de “violencia” para incluir formas sutiles de coerción y exclusión epistemológica, en este contexto se entiende en un sentido limitado como la imposición de la voluntad de alguien sobre otros a través del uso de la fuerza.40 Aunque la centralidad del uso de la violencia se repite en otras formas políticas, los imperios son particularmente, se podría decir ontológicamente, dependientes de su fuerza militar. En tanto que la expansión de áreas de soberanía, el espacio sobre el cual alguien o alguna institución tiene alguna forma de autoridad, es la característica definitoria de los imperios, memorias, sistemas y amenazas de violencia los identifica como tales.41
Dentro de los imperios, la violencia es discriminatoria. Si bien esto, de nuevo, es cierto para otras formas políticas, dentro de los imperios la discriminación tiende a estar relacionada con experiencias de expansión, así como de la forma y función del trabajo discriminatorio de sujetos conquistados o comprados. Por ello, formas de trabajo barato y forzado están tan ligadas con la violencia militar y la soberanía como con modos de producción y el comercio. Los imperios crean sistemas jerárquicos de clasificación de trabajo, aunque la lógica detrás de esta discriminación puede variar entre sociedades y en el tiempo. Por ello, los estudios recientes sobre la esclavitud se han enfocado en crear un puente entre la tradición interpretativa que se enfoca en la relación entre conquista y oferta de esclavos con aquella que explica la etapa más álgida del sistema esclavista como el resultado de la expansión comercial.
En este sentido, Kyle Harper argumentó para el mundo romano que “lo que se necesita es un modelo comprensivo basado en oferta y demanda, con un foco específico sobre las estructuras ocupacionales y demográficas del sistema esclavista y las propiedades institucionales del trabajo esclavo.”42 Por su parte, Herman Bennett argumentó que “el estudio de la esclavitud, en general limitado a una categoría de posesión y trabajo, pero por implicación también a formas de dominio, está en claro contraste con historias imperiales. El Imperio definió a la esclavitud, pero también al comercio de esclavos del Atlántico ibérico. Ambos también conspiraron en la formación del absolutismo imperial.”43 La esclavitud, sin embargo, no ha sido la única forma de trabajo forzado. Para el contexto de la antigua China, Mark Edward Lewis resaltó que “el trabajo forzado fue la base de los estados Qin y Han,” y si bien, estos “imperios usaron cuatro tipos de trabajo manual: siervos corvée, contratados, convictos y esclavos” y “[c]ada uno de estos tenían distintas características legales y sociales y eran, consecuentemente, aptos para diferentes tipos de trabajo…fue sobre las desechables espaldas de los convictos [no de los esclavos] que se construyeron los cimientos del temprano estado imperial.”44
Estos tres académicos han enfatizado cómo la expansión a través, o facilitado por medios militares, y la búsqueda por gente que realice formas baratas de trabajo constituyen el corazón de todo sistema imperial, lo que nos lleva a la segunda condición material: la dominación económica. El debate sobre la política economía de los imperios ha estado en el primer plano del análisis desde, al menos, que John A. Hobson publicara su libro Imperialism: A Study (Imperialismo: Un Estudio) en 1902 y Vladimir Lenin su Imperializm kak novejshij etap kapitalizma (Imperialismo: La nueva etapa del capitalismo) en 1917.45 Como con el trabajo forzado, el papel del comercio en la dominación imperial ha sido analizado bajo dos paradigmas: las transformaciones económicas impulsan la expansión imperial o la expansión imperial transforma las estructuras económicas. Dos ejemplos del primer paradigma son los análisis marxistas, como los de Eric Hobsbawm, y la teoría del sistema-mundo introducido por Fernando Braudel y desarrollado por Immanuel Wallerstein.46 El primero se enfoca en ciclos de concentración de capital, sobreproducción y expansión imperial como el resultado de la búsqueda por mercados más grandes. El segundo es un análisis de la expansión del mercado y los ciclos de desarrollo capitalista en los centros de la economía global, conceptualizada como un sistema suprapolítico que divide el mundo en formas distintas de trabajo, producción y sistemas políticos en un eje de centro-periferia.
El segundo paradigma, que pone la causa en la expansión imperial, se puede dividir a su vez en dos categorías de argumentos: aquellos que se enfocan en las sociedades económicamente incapacitadas por las políticas imperiales, y aquellas que resaltan las transformaciones estructurales como resultado de la expansión imperial. La primera de estas categorías argumentativas se puede encontrar en los estudios de Rosa Luxemburgo, aunque está mejor representada por la “teoría de la dependencia” de economistas latinoamericanos como Theotônio Dos Santos o árabes como Samir Amin así como por los primeros críticos del colonialismo como Frantz Fanon.47 Este acercamiento contrasta con la teoría del sistema-mundo en tanto que su objetivo es mostrar la intención política, en lugar de la dinámica estructural, de reducir activamente la economía de una sociedad a un lugar periférico. La segunda categoría argumentativa revierte el análisis marxista eurocéntrico de gente como Hobsbawm resaltando ya sea el papel activo de los imperios en subdesarrollar las economías de sociedades colonizadas, como con los estudios subalternos de los historiadores indios, o localizando el origen del capitalismo en la economía imperial lo que también elimina la presuposición de la división centro-periferia. Este último acercamiento es posiblemente el más nuevo, y uno de los primeros ejemplos es el estudio sobre la modernidad realizado por Timothy Mitchel.48
En este aspecto hay un problema mayor: el debate sobre la economía política de los imperios se ha concentrado, sobre todo, en su relación con el desarrollo del sistema capitalista. En parte, por ello, varios historiadores han enfatizado la diferencia radical entre los imperios “capitalistas” y el resto. Con el fin de tener una base teórica que permita un análisis transhistórico, la tendencia ha sido resaltar cómo “[e]l potencial establecido por la existencia de un imperio para redefinir las condiciones…bajo las que el excedente es apropiado, tanto en los territorios centrales como en las regiones conquistadas, establece la base sobre la cual el ‘capital imperial’ se puede generar.”49 El concepto de “capital imperial” por lo tanto, se insertaría en la última línea argumentativa, resaltando al imperio mismo como condición para el control y concentración de capital.
Reducir un porcentaje significativo de comunidades recientemente conquistadas a formas explotativas de trabajo, como se discutió más arriba, es solo una de las estrategias para lograr esto. Otra más obvia es a través de la imposición de un tributo. En algunos sistemas imperiales, las comunidades controladas tienen que dar periódicamente un porcentaje de su riqueza a cambio de no ser aislados del sistema imperial con la protección militar y circulación de mercancías que provee (como las llamadas Pax Romana o Pax Mongolica) o no ser forzadas violentamente a darlo. El tributo como mecanismo de poder y coerción ha sido usado por académicos como significante para diferenciar a los imperios autocráticos, particularmente de Asia, de los imperios coloniales y comerciales en Europa. Sin embargo, la historiografía más reciente ha argumentado que, por ejemplo, incluso “el Imperio Británico, bajo este estándar un imperio completamente moderno, capitalista y explotativo, continuó usando formas de coerción, reclutamiento y premios que eran típicas de aquellos imperios tributarios como el Mogol.”50
Otras formas de contribuciones económicas han sido usadas para reforzar la soberanía imperial y circulación de riqueza, como donaciones o ciertos impuestos, o también pueden estar ocultas detrás de sistemas complejos de control sobre el comercio y políticas monetarias. Aranceles discriminatorios, por ejemplo, pueden asegurar un comercio deficitario para mantener la jerarquía imperial y controlar la circulación de riqueza.51 Algunos han incluso encontrado mecanismos para hacer a otras comunidades, dentro o fuera de su espacio de soberanía, económicamente dependientes a través del control del mercado, creando una periferia económicamente limitada y dependiente de la metrópoli donde la riqueza es concentrada. Esto se ha realizado a través de limitar las importaciones de la periferia a productos primarios haciéndola dependiente de las compañías mercantiles e instituciones financieras metropolitanas; lo que nos regresa al análisis de Hobson y Lenin.
Construcciones conceptuales
Las condiciones materiales de los imperios, es decir, la expansión de la soberanía a través de medios militares, la continua búsqueda por formas baratas de trabajo, y el control de la circulación de riqueza tienen lugar dentro de construcciones conceptuales específicas. Mientras que el poder imperial es ejercido a través de violencia y restricciones, no puede mantenerse sin ser considerado legítimo. Esta dualidad paradójica es su piedra angular. En este sentido, Ian Morris argumentó que “[e]l imperio es un argumento circular: la principal herramienta que tiene un imperio para convencer a sus súbditos de que sus agentes son las únicas personas a las que se les permite ser violenta es la ley, pero la legitimidad de la ley recae en la habilidad del imperio de imponerla con violencia.”52 Una institución o persona que alega poseer autoridad imperial, lo hace a través de un sistema complejo y codificado de regulaciones sociopolíticas reconocidas a través de consenso, forzado o voluntario, por el universo de comunidades que viven dentro de su espacio de soberanía. En otras palabras, la aseveración de ser un imperio y la jerarquía impuesta tienen que ser legitimadas. Pero, cuando dicha institución o persona busca expandir su soberanía sobre otras personas y espacios que no las reconoce como legítimas, tiene que usar formas materiales de dominación.
Como Burbank y Cooper han argumentado categóricamente, la jerarquización es la principal característica sociopolítica de los imperios. Gente diversa de distintas comunidades tienen accesos diferentes a la esfera política y, por lo tanto, “[e]l concepto de imperio asume que gente distinta dentro del cuerpo político será gobernada de forma distinta.”53 La jerarquización imperial crea un sistema de soberanía escalonada y pluralismo legal. Como Laura Benton y Richard Ross han argumentado “[e]n el corazón de esta historia [global de los imperios] hay un reconocimiento de la importancia del pluralismo legal de los imperios, que invariablemente dependía de acuerdos legales escalonados en formas políticas compuestas.”54 Los imperios forman o mantienen una separación entre comunidades, lo que significa que, al menos, hay dos capas de soberanía: la imperial que tiene autoridad sobre el universo de comunidades que forman parte de ese imperio, y la local que corresponde a una comunidad específica. Además, los imperios requieren intermediarios, gente de las comunidades dominadas que tienen alguna forma de autoridad sobre ellas y negocian con la esfera más alta de autoridad o gente de las capas más altas del sistema imperial que gobierna sobre las comunidades conquistadas en su representación.55 La flexibilidad dada por la soberanía escalonada y el pluralismo legal puede proveer al imperio con un repertorio de mecanismos para adaptarse a nuevas dinámicas o reacción contra nuevas amenazas. También les da a los súbditos imperiales formas de navegar las políticas del imperio e incluso adaptarlas para sus propios intereses. Algunas comunidades dentro de los imperios han aprendido a resistir y usar el sistema para su beneficio a través de espacios de autonomía y mecanismos para redirigir el movimiento de bienes. Esta es la razón principal por la cual los sistemas imperiales son tan complejos y la mayoría de las veces paradójicos.
La representación, como forma de poder, funciona en una doble dirección: de forma delegada a través de intermediarios que tienen poder “en representación” de una forma más elevada de autoridad, y de forma diádica a través de gente que “representa” el interés de una población. Dentro de la primera categoría sobresalen los estudios de las burocracias imperiales.56 Pero la representación, como insiste Ella Shohat, debe entenderse en el doble sentido de ser, en términos político-morales, “una persona o grupo hablando en nombre de otras personas o grupos” y, en su dimensión semiótica, “algo ‘en presencia de’ algo más.”57 La hegemonía imperial se podría concebir como la habilidad de una persona o institución de redirigir ambas vías de poder representativo. Para hacer eso, el soberano debe usar mecanismos para manufacturar consentimiento, usando el concepto de Gramsci, es decir, hacer que los súbditos del imperio reconozcan la naturaleza soberana de tal poder como legítima.58 A su vez, el soberano tiene que mantener control sobre diversas formas de representación, en el sentido semiótico. Así como su autoridad requiere de la cooperación (a veces negociada, otras veces forzada violentamente) de gente e instituciones con poder militar y económico, necesita también del apoyo de gente que interactúa con el discurso político. La habilidad del soberano de cooptar a esta gente a través de, por ejemplo, el sistema de mecenazgo, o controlar a través de mecanismo retóricos su autorepresentación es, entonces, esencial para mantener su posición de autoridad y hacer que el orden social que lo coloca ahí se asuma como natural.59
Tanto la discriminación jerárquica como la hegemonía imperial son legitimadas por algo trascendental conceptualizado a priori, y algunas veces sistematizada dentro de un código jurídico. Es decir, está sustentada por la creencia de que algo no humano y muchas veces superior la determina. Pueden ser los dioses (y frecuentemente la jerarquía divina refleja la social), Dios, las leyes “naturales,” nuestra biología o incluso conceptos como la razón o la libertad asumidos como universales y estáticos. Este concepto de “trascendental” debe entenderse como una categoría analítica para indicar una división epistemológica que parece estar presente en la mayoría de las sociedades, aunque su forma y función varía drásticamente. La terminología más famosa para referirse a dicha división fue introducida por Émile Durkheim desde 1912 como la separación entre “lo sagrado” y “lo profano.”60 Otra más reciente, propuesta por Philippe Descola, una de las figuras principales del llamado “Giro Ontológico,” ha establecido un esquema para diferenciar cuatro ontologías distinguidas por diversas configuraciones entre la conceptualización de “la interioridad” y “la fisicalidad.”61
En lugar de apropiar los conceptos de “lo sagrado” o “interioridad,” la elección del uso de “trascendental” como categoría analítica tiene la función implícita de criticar la teoría político-moral basada en los conceptos de “libertad trascendental” y “naturaleza humana” atribuidos particularmente a Immanuel Kant.62 Esta crítica es necesaria para alejarnos de la conexión entre teorías sobre “secularización” y “modernización” que han conceptualizado a la “razón” y la “fe” como dos principios cognitivos universalmente opuestos.63 Equiparar, entonces, a “Dios” y “la libertad” como elementos trascendentales borra la división ontológica entre el Estado-nación y otras formas de organización sociopolítica, algo que Ernst H. Kantorowicz ya había buscado hacer al rastrear el origen del Estado en la apropiación laica del concepto eclesiástico de corpus mysticum.64
El orden trascendental que explica la estructura jerarquía en imperios es, por lo tanto, esencial para darle al emperador un aura soberana. La autoridad imperial es frecuentemente delegada de forma “mística;” es, en sí misma, una forma de poder representativo. Por ello, y como argumenta Amira K. Bennison, como parte de la discusión sobre “la interacción entre imperio y religión,” o cualquier otro sistema de creencias sustentado en la presuposición de un algo trascendental, “es esencial tomar en cuenta la naturaleza abstracta de la segunda [la religión] y por lo tanto el papel crucial que juegan sus intérpretes, los profesionales religiosos [o los ideólogos], en delinear su relación con el poder (temporal).”65 La autoridad del emperador puede provenir de un ser trascendental, como un dios, una conceptualización personificada de la tierra, o un cuerpo político místico (trascendental) como “el reino,” “el pueblo” o “la nación.”
Esta delegación “mística” depende de la interacción entre el conocimiento empírico con el reflexivo o teórico, así como de los marcos epistemológicos que ordenan la forma en la que una comunidad hegemónica se entiende a sí misma, a su realidad y reinventa al “otro” subordinado o excluido. Es exactamente sobre esta dimensión de la dominación imperial que el trabajo de Edward W. Said tuvo tanta influencia. Su argumento central analiza el proceso epistemológico a través del cual “un mundo oriental emergió” de la “conciencia soberana occidental” y, gracias a la posibilidad dada por la dominación material, se le fue impuesto al universo de poblaciones que supuestamente describía.66 Dado que una característica distintiva de los imperios es la política de diferencias, tienen que crear sistemas de clasificación frecuentemente contradictorios. Súbditos del imperio pueden ser clasificados y gobernados de una forma específica con base en formas diferentes de identificadores como características físicas, lenguaje, religión o costumbres.67
El papel del imperio en la creación de la “identidad” del dominado o excluido como sujeto y la inclusión de su espacio dentro de marcos epistemológicos ajenos es, simultáneamente, uno de los temas más estudiados, tanto por académicos postcolonialistas como por la nueva historia imperial y paradójicamente más ignorados por aquellos ajenos a estas perspectivas. Sin embargo, para los académicos latinoamericanos en general, y para los historiadores mexicanos en especial, el argumento es familiar en tanto que fue introducido, por primera vez, en uno de los libros más influyentes del siglo pasado dentro de la región: La invención de América.68
Acción social
La soberanía imperial nunca es absoluta dado que existe en perpetua contención y, lo que es más importante, se ejerce. Existe siempre y cuando sea practicada, de otra forma no es más que pretensión. Requiere de formas materiales de dominación y construcciones conceptuales, mecanismos para forzar la voluntad imperial y manufacturar consentimiento. Siempre hay fronteras para los espacios imperiales y un cierto orden epistemológico y legal dentro del cual son representadas y gobernadas.69
En lugar de estudiar un imperio como una realidad positiva con características específicas y límites espaciales y cronológicos precisos, podríamos analizar cómo y si una cierta comunidad aplica formas de dominación distintivas de los imperios y cómo ella, o universos de comunidades, expresan características imperiales. Si una población expande su soberanía por medios militares, está en una búsqueda continua por fuentes de trabajo barato y forzado y controla los movimientos de riqueza, crea un orden jerárquico conceptual legitimado a través de apelar a una razón trascendental, gobierna múltiples comunidades con distintos sistemas legales a través de una estructura de soberanía escalonada e intermediarios, estructura el espacio bajo su control, se diferencia como especial o único, y clasifica gente en categorías discretas con el fin de gobernarlas de forma distinta, entonces estaremos frente a un imperio. Esta misma población puede cambiar este patrón y regresar a él. Eso no significa que un nuevo imperio ha nacido, ni que el mismo imperio reapareció, sino que hay algunas condiciones materiales y construcciones conceptuales que la llevan a actuar de forma imperial.
Un imperio no es una identidad, sino el resultado de una acción social ejercida dentro de un horizonte de posibilidades limitado por ciertas condiciones materiales y construcciones conceptuales. Pierre Bourdieu formuló un concepto para sintetizar las diversas perspectivas sobre acción social, habitus, “sistemas de disposiciones durables, estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes.”70 En un sentido, la conceptualización de una formación imperial se podría reformular como “un habitus imperial.” Sin embargo, mientras que “formación” es un concepto intuitivo que no requiere de un lenguaje especializado, “habitus” es contraintuitivo y puede ser fácilmente malinterpretado. Lo que Bourdieu hizo, y lo que el concepto de “formación” implica, es la introducción de la dimensión temporal en la discusión entre materialismo e idealismo, así como entre funcionalismo y fenomenología. De forma similar, Reinhart Koselleck argumentó que “[h]ay, pues, un sinnúmero de condiciones (sincrónicas) y de presupuestos (diacrónicos) que no se pueden determinar según una ley, los cuales motivan, desatan, incitan o limitan las acciones concretas de los actores cuando se contradicen, compiten o disputan.”71
Es decir, el análisis de imperios, como formaciones sociales, debe resaltar el ejercicio del poder fuera de patrones causales, aunque condicionado de forma sincrónica y diacrónica por estructuras materiales y construcciones conceptuales. Las acciones sociales dentro de formaciones imperiales requieren, entonces, un cierto grado de coordinación entre distintas personas que puedan concentrar poder militar, riqueza y autoridad legítima para expandir o mantener los límites espaciales de su soberanía. Esta explicación sobre la expansión imperial partiendo de políticas domésticas ha dominado el análisis desde los estudios de Hobson y Lenin. Para ellos, los capitalistas manipulaban al Estado para expandirse con el fin de tener acceso a mercados más grandes donde pudieran mover sus excedentes, así como a mano de obra más barata para reducir sus gastos de producción y mantenerse competitivos.72 Jack Snyder, de forma más general, resaltó la creación de coaliciones de grupos imperialistas en el siglo XIX a través del intercambio de favores y propaganda de lo que llamó “mitos del imperio,” es decir, ideas no confirmadas que promueven la expansión.73 Asimismo, el trabajo de David Armitage resaltó la conexión entre las disputas políticas internas con la formación de ideologías imperiales en los albores del Imperio Británico.74 Siguiendo esta línea de análisis, John Haldon analizó la tensión y contradicciones generadas por las negociaciones entre las élites metropolitanas, con directa influencia sobre los centros de poder, y las provinciales.75
Partiendo de la acción social restringida por condiciones materiales y construcciones conceptuales para estructurar una narrativa con base en “imperios” o “formaciones imperiales” como unidades analíticas, los historiadores de la nueva historia imperial rompen, con cierto éxito, los patrones teleológicos que han estructurado la narrativa histórica desde el siglo XIX sin perder la posibilidad de trazar conexiones históricas y geográficas, ni caer en un discurso autoreferencial.
Conclusión
La narrativa histórica centrada en la nación tiene el resultado y función de representarnos como históricamente únicos. Antes, asumimos, era un mundo militarmente violento, económicamente explotativo, jerárquico, de soberanía escalonada y discriminatorio. Ahora, las instituciones internacionales, las bases constitucionales de cada sociedad, los medios de comunicación, y las academias clasifican la realidad global en términos de Estados-nación soberanos. Por ello, con el final del “último imperio”, es que uno de los defensores más vocales del liberalismo, Francis Fukuyama, pudo proponer el final de la historia.76 El reflexionar sobre la historia en términos de imperios no es buscar regresar a dinámicas imperiales como alternativas a nuestra organización sociopolítica, sino generar marcos conceptuales que nos permitan cuestionarnos sobre la realidad de la forma en la que nos entendemos y explicamos. Es poder preguntarnos si la realidad que experimentan todos los habitantes de un “Estado-nación” es el de representación política horizontal e identidad compartida, o si hay dinámicas hegemónicas de violencia sistémica, exclusión legal e imposición cultural. Es tener las herramientas intelectuales para analizar las dinámicas internacionales sin asumir que se dan en igualdad de condiciones y partiendo del reconocimiento y respeto a la llamada soberanía nacional.
La relevancia de la nueva historia imperial trasciende su propuesta historiográfica. Propone que uno de los principales problemas que la metanarrativa centrada en “la nación” ha generado es la pobre imaginación política de la actualidad. Esto se debe a que limita nuestro repertorio de posibles estrategias políticas a realidades históricas muy específicas pertenecientes al mundo de la Europa occidental, particularmente su cultura burguesa. Como Frederick Cooper afirma “la forma en la que uno hace historia moldea su pensar sobre la política, y la forma en la que uno hace política afecta su pensar sobre la historia.” A pesar de que asumimos que los imperios son realidades pasadas, insiste, “la inequidad de poder, incluso de forma extrema, persiste en otras formas y con otros nombres. Esas formas también se volverán objetos de movilización en el espacio y de diferencias, y quizás lo que hoy es ordinario se volverá políticamente imposible mañana.”77 Enfocarnos en imperios nos ayuda a entender la lógica de la múltiple variedad de posibles estrategias de dominio y resistencia que presenta la historia plural del mundo para imaginar realidades potenciales que han sido opacadas porque el Estado-nación y la economía capitalista han establecido los límites de lo racionalmente posible.