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Tópicos (México)

versão impressa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.57 México Jul./Dez. 2019

https://doi.org/10.21555/top.v0i57.1018 

Artículos

Universalidad en disputa: la lógica de la dominación cultural en el Debate de Valladolid (1550-51)

Universality in Dispute: the Logic of Cultural Domination in the Debate of Valladolid (1550-51)

*Instituto de Filosofía, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Argentina. luaguerre@gmail.com


Resumen

En este artículo se desarrolla una hermeneusis filosófica del “Debate de Valladolid” (1550-51) centrada en la noción de “universalidad”, poniendo de relieve los elementos universalistas presentes tanto en la fundamentación de una praxis de dominación colonial desarrollada por Juan Ginés de Sepúlveda como en el reconocimiento de la diversidad cultural que sostuvo Bartolomé de las Casas. Se estudia, en primer lugar, el contexto histórico-ideológico de la conquista, para luego reparar en los argumentos de de Sepúlveda sobre la barbarie, la superioridad cultural y el derecho de dominio, los cuales establecieron una “lógica de la dominación cultural”. En ese marco, de Sepúlveda pretendió instaurar una fractura entre culturas “civilizadas” y culturas “bárbaras”, en las que la esencia humana se revelaba de manera deficiente. Seguidamente, se analizan las objeciones a la “fractura colonial” presentadas por de las Casas, quien compone una postura alternativa resignificando el concepto de “universalidad” que habitaba los argumentos diferencialistas de de Sepúlveda.

Palabras clave: universalidad; América Latina; cultura; colonización

Abstract

This article develops a philosophical hermeneusis of the “Valladolid Debate” (1550-51) centered on the notion of “universality”, highlighting the universalist elements present both in the foundation of a praxis of colonial domination developed by Juan Ginés de Sepúlveda and in the recognition of the cultural diversity held by Bartolomé de las Casas. First, the historical-ideological context of the conquest is presented. Subsequently the article analyzes de Sepulveda’s arguments about barbarism, cultural superiority and the right of domination, which established a “logic of cultural domination”. In this context, de Sepúlveda intended to establish a fracture between “civilized” and “barbaric” cultures, in which the human essence revealed itself deficiently. Finally, the contribution considers the objections to the “colonial fracture” presented by de las Casas, who composes an alternative position resignifying the concept of “universality” that inhabited de Sepúlveda’s differentialist arguments.

Keywords: universality; Latin America; culture; colonization

1. El Debate de Valladolid: Textos y contexto

El “Debate de Valladolid”, protagonizado por el fraile dominico y luego Obispo de Chiapas Bartolomé de las Casas (1485-1566) y el teólogo y cronista imperial Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573), fue decisivo para la época y los siglos posteriores. Los diversos estudios sobre el mismo no agotan toda su riqueza, y por ello en este artículo se pretende aportar una hermeneusis filosófica original cuya clave sea la “universalidad” entendida en sentido ético-político, a modo de discernir los elementos universalistas presentes en las posturas y argumentos contrapuestos de ambos autores.1

Las justificaciones filosóficas sobre la conquista adjudicaban a la cultura dominante una función civilizatoria y humanizante en virtud de su presunta superioridad y validez universal. En aquellas se revela un modo histórico-filosófico de construcción de la universalidad cuyas implicancias prácticas se sintetizaron en el establecimiento de estructuras de dominación políticas, culturales, económicas y sociales e ideológicas. En virtud de su vínculo con el afianzamiento del proceso de conquista y dominación colonial de América, este tipo de universalidad podría ser designado como “universalidad colonialista” con pretensión de hegemonía.

La clave interpretativa de una “universalidad colonialista” se revela en el proyecto político imperial que se gestaba de manera temprana en la España de finales del siglo XV y que se consolidaría luego con la llegada de los castellanos a América y la conquista de los nuevos dominios. Esto significa que la configuración de la idea imperial adquirió primero forma en acciones políticas que tuvieron lugar en Europa y que resultan representativas de la estrategia expansiva que se replicaría posteriormente en territorio americano. Hacia 1492 la monarquía hispánica, representada por los Reyes Católicos Fernando II, Rey de Aragón, e Isabel I, Reina de Castilla, procuró alcanzar la homogeneización social de sus territorios ibéricos mediante la represión de la disidencia y la expulsión de las minorías etno-religiosas, buscando una depuración cultural y religiosa que permitiera superar los obstáculos políticos que impedían la constitución de un poder monárquico absoluto (Colom, 2009: 275 ). Esta voluntad se plasmó en dos acontecimientos decisivos: la expulsión final de los “moros” con la toma de Granada (1492) y la decisión de expulsar de la Corona de Castilla y de la Corona de Aragón a la minoría judía, cuya manifestación más radical fue el Edicto de Granada del 31 de marzo de 1492. La constitución de una nacionalidad homogénea se fue organizando, asimismo, mediante acciones culturales tales como la adopción de un idioma unificado, representada por la entrega del Diccionario Latino-Español y la Gramática castellana de Antonio de Nebrija a los Reyes en 1492, siendo éste último el primer libro impreso que se centra en las reglas de la lengua con el fin de establecer su unidad y difundirla en todo el mundo: su prólogo rezaba “Siempre la lengua fue compañera del Imperio”. Completando la serie de eventos, en ese mismo año Isabel I concede apoyo a Cristóbal Colón en la búsqueda de las Indias Occidentales.

Esta empresa de corte imperial y totalizante se trasladó a suelo americano tras la llegada de Cristóbal Colón a las costas de Guanahaní, una de las islas del archipiélago de las Bahamas habitadas por pueblos taínos. En el mundo español, la ocupación fue rápidamente legitimada por las bulas papales de Alejandro VI que concedían a los Reyes Católicos el territorio de las Indias con el fin de propagar la religión cristiana, prohibiendo a otros príncipes que “se acerquen a estas Islas para comerciar, sin previa Licencia del Rey”. La intervención del Papado en asuntos temporales y la atribución de un valor jurídico internacional a esta donación pontificia estaba justificada por la consideración del Pontífice como “dueño temporal de la Tierra, con vistas a su misión espiritual”: constituía, en este sentido, la única autoridad con “jurisdicción universal” para validar e intervenir ante semejante hallazgo (Maldonado Simán, 2006: 682). Las raíces de la pretensión universalista de la autoridad católica se revelan en la etimología misma del término, que deriva del griego katholikós compuesto por el prefijo kata: “sobre”, y el adjetivo holos: “todo”, conjunción que indica “a través de todo”, es decir, “universal”.

Desde la primera época del dominio de España en América, la ocupación se sostuvo mediante instituciones dedicadas a organizar la vida social, cultural y religiosa de los pueblos americanos. Los pobladores fueron considerados súbditos de la corona castellana y se promulgaron edictos y leyes para regular sus formas de vida, organización, trabajo y vínculo con las autoridades españolas. La tarea de dictarlas y ejecutarlas recaía en el Consejo de las Indias y la Casa de Contratación, órganos de gobierno con sede en España. La institución de la encomienda, establecida inicialmente en las Antillas y extendida posteriormente en las regiones de Nueva España, Yucatán, Perú y las diversas provincias de las Indias, cumplió un rol fundamental como aparato de control social e introducción de valores religiosos, y llegó a convertirse en la base de la economía indiana (Zavala, 1935, 1994; Mira Caballos, 2000, 1997). Los orígenes de esta institución se remontan, de hecho, al avance de la reconquista en la Baja Edad Media peninsular. En ese contexto, a medida que se iban reconquistando territorios a los árabes, se implantaba un sistema de corte feudal en el que la corona asignaba la propiedad de las “aldeas moras” a los guerreros que participaban de la ofensiva (Mira Caballos, 2000: 14-16 ). En América, la encomienda tuvo una expansión sin precedentes, dado que se daban similares condiciones que en la época feudal europea: amplios territorios donde la tierra no tenía valor sin mano de obra para explotarla. Jurídicamente se trataba de un sistema de trabajo forzoso, sin contrato o salario, que consistía en la distribución de “indios” entre los conquistadores y colonos españoles como donación por parte de la Corona en virtud de sus servicios militares. Los hombres y mujeres constituían la fuerza de trabajo empleada en la extracción de oro (actividad principal durante la “fase antillana” de la encomienda), en los servicios agrícolas, o como servicio personal. Los encomenderos tenían la obligación, como contraparte, de instruirlos en la doctrina cristiana, cumpliendo de ese modo con el compromiso de evangelización de los pueblos denominados “indios” que había asumido la Corona, además de satisfacer sus intereses económicos, aunque existían serios debates sobre la posibilidad de combinar la evangelización con el sistema encomendero.

Esta situación de abuso y violencia originó voces opositoras y protestas periódicas e insistentes durante la primera mitad del S. XVI por parte de los religiosos dominicos de La Española. La manifestación que cobró mayor trascendencia histórica fue la del fraile Antonio Montesinos, quien en su célebre sermón de 1511 expresó frente a la comunidad encomendera y las autoridades locales su firme rechazo a las injusticias cometidas bajo este sistema. Su discurso fue precursor de una línea filosófica y teológica de defensa del derecho a la libertad y la igualdad de los pueblos indígenas, y buscó provocar la toma de conciencia frente a la situación de servidumbre, los maltratos, y la ferocidad que se desplegaba en las guerras de conquista de nuevos territorios, insistiendo en que tal maltrato equivalía a no considerarlos con la dignidad que merecen como seres humanos (Adorno, 2007). La célebre proclama de Montesinos es narrada así por Bartolomé de las Casas en su Historia de las Indias:

Decid: ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les das incurren y mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y conozcan a su Dios y creador, sean bautizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿no sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Eso no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? (De las Casas, 1951: 441-442 ).

La campaña dominica en contra de los maltratos hacia los pueblos americanos llegó a la Corte española. En 1512, una Junta de teólogos y juristas se convocó en el convento de San Pablo de Burgos para analizar estas denuncias dando como resultado las mencionadas “Leyes de Burgos o Reales ordenanzas dadas para el buen Regimiento y Tratamiento de los Indios” sancionadas por el Rey Fernando II, las primeras leyes que organizarían la conquista. Las mismas estipularon los justos títulos del dominio de la corona española sobre las tierras americanas, la libertad natural de los hombres de las Indias, aunque éstos debían someterse a la Corona mediante un régimen de trabajo regulado en cuanto a tareas, alimentación vivienda e higiene en los “repartimientos” y “encomiendas” (Sánchez Domingo, 2012).

Las discusiones se sucedieron y se acrecentaron durante el reinado de Carlos V (sucesor de los Reyes Católicos intitulado como Carlos I de Castilla, desde 1516 hasta 1556, y Carlos V del Sacro Imperio Romano Germánico, desde 1520 hasta 1558)2 quien se revelaba dispuesto a atender las disputas teológico-filosóficas originadas por las denuncias sobre el mal trato hacia los pueblos americanos, las cuales no estaban exentas de implicancias prácticas. En su figura de “emperador humanista” coexistían, por un lado, una voluntad política expansiva, y por otro, un perfil humanista fruto de su formación en Flandes bajo la conducción de Adriano de Utrecht (futuro Papa Adriano Sexto) convocado por su abuelo Maximiliano de Austria, y del erasmista español Luis Cabeza de Vaca.

Si bien fueron varias las diversas disputas que se dieron durante su reinado, pues la cuestión relativa al carácter y condición de los americanos constituyó un tópico de discusión entre los hombres de letras desde los comienzos mismos de la conquista el “Debate de Valladolid” fue sin dudas el enfrentamiento de mayor trascendencia.3 Frente a las continuas y persistentes controversias que mantenían de las Casas y de Sepúlveda, Carlos V convocó en el marco del “Consejo Real de las Indias” a una Junta conformada por catorce teólogos y juristas expertos en ley canónica. Dos grandes cuestiones fueron puestas en discusión: el carácter justo o injusto de la guerra que los españoles emprendían como método de conquista y como vía para difundir la cultura española y el cristianismo; y la cuestión relativa al carácter y condición de los pueblos de las Indias, discusión que podría legitimar o invalidar el uso de la fuerza y el derecho de dominio español, en tanto éste pretendía justificarse sobre la base de una supuesta inferioridad y barbarie respecto de la civilización española.4

Antes de pasar al análisis de los términos y textos del Debate, resulta necesaria una breve contextualización bio-bibliográfica de sus actores principales. Bartolomé de las Casas dedicó su vida a las cuestiones de las Indias. Arribó a La Española como doctrinero o “maestro de los indios” en 1502 con su padre, Pedro de las Casas, quien ya había participado en el segundo viaje de Colón. En 1514 se convierte en crítico de las prácticas de dominio de la conquista y de la servidumbre a la que estaban siendo condenados los pueblos americanos. Hasta 1523 realizó varios viajes a España con el objetivo de fundar una comunidad de convivencia pacífica entre campesinos españoles e indígenas residentes en Cumaná. Tras ello se dedicó a escribir en América la Historia de las Indias y la inmensa Apologética historia, obras que ofrecen una descripción de las culturas, el desarrollo y los rasgos éticos de las civilizaciones americanas, además de Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, con la que emprende la experiencia de predicación pacífica de los pueblos indígenas de Vera Paz, Guatemala. Luego partió nuevamente a España, donde se lanzó al campo de la política activa, procurando lograr la abolición de la “encomienda” en todo el territorio de las Indias, tarea que incluyó gestiones en Sevilla (1540-1541) que tuvieron como resultado la promulgación de las “Leyes Nuevas” (1542) derogadas parcialmente en 1545. En ese período escribió su Brevísima relación de la destrucción de las Indias que consistía en una descripción pormenorizada de las acciones brutales perpetradas por los conquistadores españoles que tuvieron como resultado según su estimación la muerte de quince a veinte millones de indios. Fue nombrado Obispo de Chiapas, pero debió renunciar ante la violenta resistencia de los conquistadores allí asentados. En 1547 se instaló en España, donde redactó varias de sus obras maduras y se enfrentó en 1550 a Ginés de Sepúlveda en Valladolid (Dussel, 2009: 60-66 ). Posteriormente a la Polémica de Valladolid, ya en su vejez, de las Casas se dedicó a reclutar misioneros para las Indias fomentando el envío de un gran número de dominicos y franciscanos. Se constituyó en “mandatario y apoderado” de las comunidades indígenas que reclamaran su protección, como las de Oaxaca, Cuitlahuac, México, Lima; y fue agente en la Corte de quienes se sintieron agraviados por los abusos de las autoridades de las Indias. Procuró dejar sentada su doctrina haciendo imprimir ocho Tratados monográficos en Sevilla, que distribuyó en los colegios y conventos de Indias.

Juan Ginés de Sepúlveda fue parte de la escena principal a partir de su ingreso en la corte de Carlos V en 1536 como cronista y defensor del Imperio español. En su formación intelectual se aunaron estudios de Filosofía en la Universidad de Alcalá, de Teología en San Antonio de Sigüenza y su estadía en Italia en el círculo aristotélico de Pietro Pomponazzi, máximo exponente de los estudios aristotélicos en la época. De Sepúlveda leyó a Aristóteles en lengua original y realizó traducciones al latín y comentarios de varias de las obras del filósofo griego. Entre las más destacadas figura su traducción de la Política, que le proporcionó elementos teóricos para justificar su defensa del sometimiento de las culturas que consideraba inferiores encuadrándola en la teoría de la preeminencia de lo más perfecto sobre lo imperfecto. Contó con el mecenazgo de Julio de Médicis, patrocinante de estudios humanísticos y filosóficos del Colegio de Bologna. Gran parte de su producción contribuyó al intento de legitimar el dominio español sobre los pueblos indígenas justificando las acciones bélicas con la teoría de la “guerra justa”.

Las posturas contrapuestas de ambos autores se expresaron en obras que presentaron ante la Junta de Valladolid. Ginés de Sepúlveda alegó como justificación teórica el tratado Demócrates Segundo o de las justas causas de la guerra contra los indios, escrito en latín con el título Democrates Secundus. De iustis belli causis alrededor de 1545. Su predecesor, Demócrates Primero o de la conformidad de la doctrina militar con la religión cristiana, escrito en 1531, constituye una justificación de las acciones bélicas en general elaborada mediante argumentos jurídicos, teológicos y filosóficos. En Demócrates Segundo esta doctrina fue ampliada y aplicada al caso concreto de la guerra de la conquista española en América. Como manifiesta en el prólogo adoptó la forma de un diálogo “al estilo socrático” entre los personajes de Demócrates, filósofo griego y portavoz de Sepúlveda, y Leopoldo, ciudadano alemán “contagiado de los errores luteranos” quien presenta las posibles objeciones a sus proposiciones.

Cuando de Sepúlveda solicitó permiso para imprimir este libro al Consejo de Castilla y al Consejo de Indias, se suscitaron discrepancias, y éstos recabaron informes de las Universidades de Alcalá y Salamanca. Si bien la obra no obtuvo el permiso de impresión, de Sepúlveda afirmó en Apología que tampoco se emitió un dictamen en su contra. Bartolomé de las Casas, en cambio, afirmó que el Consejo de Indias le negó la autorización en varias ocasiones y que, por ello, acudiendo a la corte del Emperador, de Sepúlveda procuró enviarlo al Consejo Real de Castilla, menos relacionado con las cuestiones concernientes a las Indias. Como en ese entonces de las Casas se encontraba en España (1547), pudo expresar su rechazo basándose en los “irreparables daños” que se seguirían de la publicación de una doctrina a la que consideraba perniciosa. Ante sus objeciones, el Consejo habría decidido enviar la obra de de Sepúlveda a las Universidades de Salamanca y Alcalá, las cuales, señalaba de las Casas, “después de muchas y exactísimas disputas, determinaron que no se debía imprimir, por tratarse de doctrina no sana”.

Más allá de no haber recibido un permiso oficial de impresión, la obra tuvo gran circulación en la época a través de copias manuscritas y réplicas; aunque oficialmente se editó recién en 1892 en elBoletín de la Real Academia de Historia, a cargo de Marcelino Menéndez y Pelayo. Ángel Losada posteriormente realizó una edición sobre el manuscrito original de de Sepúlveda copiado por su “amanuense” y con correcciones autógrafas del propio autor, que incluyó páginas nuevas no recogidas en el manuscrito de Menéndez y Pelayo.

Como texto adicional al Debate, de Sepúlveda presentó su Apología, escrita igualmente en latín. Se trataba de un resumen de Demócrates II y de una refutación de las críticas que habían recibido sus argumentos. Principalmente intentó responder los comentarios reprobatorios que el Obispo Antonio Ramírez expuso en De bello barbarico (Sobre la guerra contra los bárbaros). De Sepúlveda lo acusó de haberse inspirado en las “calumnias” esgrimidas por sus adversarios, haciendo referencia implícita a de las Casas. Además de defender los contenidos de su obra precedente, de Sepúlveda también expuso el beneficio que la publicación de la doctrina contenida en su libro Demócrates Segundo significaría para la Corona y la nación española, en tanto contribuiría a suprimir la “infamia” según la cual los “bárbaros” estaban siendo injusta y tiránicamente sometidos.

Bartolomé de las Casas, por su parte, presentó su Apología, en el que analiza y objeta puntualmente las argumentaciones de de Sepúlveda. Esta obra se conservó inédita en la Biblioteca Nacional de París hasta 1975 cuando fue traducida del latín al español y publicada por A. Losada. De las Casas complementó los argumentos expresados en la Apología con Apologética historia, obra que contenía registros históricos de la conquista y documentaba las formas de vida de los pueblos de las Indias. Con el objetivo de completar las respuestas de de las Casas, en este trabajo también se hará referencia a diversos pasajes de otras obras del autor: principalmente Del único modo de atraer a los pueblos a la verdadera religión (escrito entre 1522-1526); e Historia de las Indias (escrita durante 35 años, entre 1527 y 1561).

Habiendo contextualizado el Debate, en los dos apartados siguientes se examinan los argumentos contrapuestos de de Sepúlveda y de las Casas retomando la propuesta de una “analítica de las paradojas de la universalidad”. Esta lectura pone de relieve los elementos universalistas que se expresan tanto en la fundamentación de una praxis de dominación colonial como en la defensa del derecho a la diversidad cultural a partir de una posición filosófica igualitarista. La ruta propuesta consiste en ir develando los aspectos de la “lógica de dominación cultural” mediante el análisis de los cuatro argumentos que constituyeron la postura teórica defendida por de Sepúlveda, para luego exponer las respuestas y refutaciones de Bartolomé de las Casas. En éstas queda de manifiesto que desde los inicios del proceso colonial se esgrimió una propuesta alternativa y menos violenta del vínculo con la alteridad americana, pese a que la historia muestra que la voz contraria fue la que finalmente se impuso.

2. La universalidad colonialista: imputación de barbarie, superioridad cultural y derecho de dominio en Juan Ginés de Sepúlveda

El entramado argumentativo trazado por de Sepúlveda exhibe una serie de tensiones epistemológicas, antropológicas y ético-políticas en torno a la “universalidad”. Su postura evidencia, en el plano conceptual, una concepción etnocéntrica de la “universalidad”, pues eleva a rango universal definiciones provenientes de su propia particularidad cultural y religiosa referidas a “la humanidad”, “la civilización”, “la verdadera fe”, entre otras. En segundo lugar, este gesto de universalización colonialista da lugar a una fractura de la “universalidad” en sentido antropológico, puesto que establece una distinción entre pueblos en cuya cultura se realiza lo universal (en forma de verdades epistemológicas, teológicas, metafísicas) y pueblos cuya cultura condensa formas deficientes de lo universal. Esta distinción, que se vale de justificaciones esencialistas con el fin de establecer una demarcación estable e invariable, implica, en tercer lugar, la anulación del Otro como sujeto ético-político.

Para expresar esta hermenéutica en su enunciación concreta, hay que comenzar señalando que, para Ginés de Sepúlveda, las “guerras de conquista” que se emprendían con el objetivo de avanzar territorialmente, someter a las culturas preexistentes, emplear su fuerza de trabajo y expandir la cultura española y la religión cristiana podían ser consideradas justas desde el punto de vista del derecho y afines a los preceptos éticos del cristianismo, aun cuando su argumentación implicara un cuestionamiento a la igualdad del género humano. Para justificar tales sentencias introdujo una “fractura antropológica” o distinción cualitativa entre “pueblos civilizados”, que por su grado de avance intelectual, cultural y religioso ocupaban un grado superior en la escala humana, y “pueblos bárbaros”, inferiores, atrasados y subordinados a los primeros. Tal estado de inferioridad justificaba para de Sepúlveda la intervención española en América, y obligaba a los pueblos bárbaros a someterse a quienes estaban en posesión de valores culturales y religiosos considerados universalmente válidos.

Esta posición, que se ha planteado de manera esquemática, pretendió racionalidad y correspondencia con argumentos teológicos y con las doctrinas de los grandes Padres de la Iglesia. De Sepúlveda la expresó en la forma de cuatro argumentos principales que constituyeron la defensa filosófica de la conquista. A partir de sus formulaciones en Demócrates Segundo y en Apología estos argumentos pueden ser reconstruidos y expresados de la siguiente manera:

  • 1er. Argumento: Que, por Derecho natural, la naturaleza bárbara de los pueblos de América implica que éstos deban obedecer a quienes son respecto de ellos superiores; en caso de oponerse, se los debe obligar por la fuerza de las armas (Demócrates II, 1951: 19-33; Apología, 1975: 61).

  • 2do. Argumento: Que la guerra contra los indígenas de América es justa, ya que tiene como objetivo erradicar los crímenes de la antropofagia, la idolatría y los sacrificios humanos. (Demócrates II, 1951: 37-47; Apología, 1975: 61-64).

  • 3er. Argumento: Que la guerra contra los indígenas de América es justa, ya que es perpetrada para salvar a los inocentes victimizados por estas prácticas (Demócrates II,1951: 61-63; Apología, 1975: 64).

  • 4to. Argumento: Que la guerra contra los indígenas de América es justa, ya que es una vía para allanar el camino hacia la propagación de la religión cristiana. (Demócrates II, 1951: 64-71; Apología, 1975: 65-72).

En conjunto, los cuatro argumentos sepulvedanos conformaron una “lógica de la dominación cultural” de la cual se resaltarán sus tres aspectos principales, los cuales recibieron respuestas refutatorias por parte de de las Casas:

  • Primer aspecto de la lógica de la dominación cultural: La teoría de la “subordinación natural”, destinada a instituir el derecho de dominio entre pueblos superiores e inferiores;

  • Segundo aspecto de la lógica de la dominación cultural: La afirmación de la inferioridad cultural y de la naturaleza bárbara de los pueblos americanos, destinada a sostener la aplicación de la teoría mencionada;

  • Tercer aspecto de la lógica de la dominación cultural: La invocación de una “misión civilizatoria” como “dotación de humanidad” por parte de los pueblos considerados superiores en beneficio de los pueblos considerados inferiores.

A continuación, se analizarán estos tres aspectos procurando dilucidar el funcionamiento de esta lógica a partir de los elementos conceptuales que los componen.

Primer aspecto de la “lógica de la dominación cultural”

De Sepúlveda comienza su defensa de la conquista con una apuesta polémica: en el 1er. Argumento, afirma que el mundo español se encuentra en posesión de un “derecho de dominio” sobre el “nuevo mundo”, el cual hace inferir de manera inmediata del carácter inferior y subalterno de las culturas que habitaban las regiones descubiertas, en comparación con el grado mayor de avance y progreso de la cultura española. La preeminencia de los pueblos culturalmente superiores, a los que denominará “civilizados”, respecto de los pueblos inferiores, considerados “bárbaros”, constituye una manifestación de un orden natural y universal, que deriva, según indica de Sepúlveda, “(…) del imperio y dominio de la perfección sobre la imperfección, de la fortaleza sobre la debilidad, de la virtud excelsa sobre el vicio” (De Sepúlveda, 1951: 20).

La teoría de la preeminencia de lo más perfecto sobre lo imperfecto invocada por de Sepúlveda constituye la vía precisa para establecer dentro del género humano un quiebre entre “siervos por naturaleza” y “señores por naturaleza”. Esta distinción se funda, según de Sepúlveda, en la posesión de determinadas virtudes intelectuales que ordenan a unos a mandar y ejercer la conducción, y a otros, que poseen las aptitudes físicas para cumplir tareas menos nobles, a obedecer:

Hay una clase que son por naturaleza señores y otros por naturaleza siervos. Los que sobresalen en prudencia y talento, aunque no en robustez física, estos son señores por naturaleza; en cambio, los tardos y torpes de entendimiento, aunque vigorosos físicamente para cumplir los deberes necesarios, son siervos por naturaleza, y añaden (los filósofos) que para éstos no sólo es justo, sino también útil, que sirvan a los que son por naturaleza señores (De Sepúlveda, 1951: 21-22 ).

El cuño aristotélico del pasaje citado es evidente. La teoría aristotélica desarrollada en el Libro I de la Política encuadraba la cuestión de la naturaleza de la servidumbre en el marco de un orden general conformado por elementos imperantes e imperados que daban cuenta de, por ejemplo, el predominio jerárquico del alma sobre el cuerpo, del hombre sobre los animales domésticos, o del macho sobre la hembra (Aristóteles, 2000: 7-8 ). Si se compara este pasaje de de Sepúlveda con el fragmento del Libro I de la Política en el que Aristóteles desarrolla esta misma posición, no sólo se confirma la filiación aristotélica sino que se evidencia que se trata prácticamente de una traducción literal de las expresiones del filósofo griego, como lo ha mostrado Manuel García Pelayo en su estudio “Juan Ginés de Sepúlveda y los problemas jurídicos de la conquista de América” al cotejar línea por línea varios fragmentos (1979: 21-22).5 No obstante, de Sepúlveda procura además respaldar estas ideas haciendo referencia a principios de la filosofía escolástica. Si bien Aristóteles constituía una autoridad filosófica para el pensamiento de la España del siglo XVI, con esta composición de tradiciones de Sepúlveda buscaba reafirmar la compatibilidad del filósofo griego con la filosofía oficial de la Iglesia, ya que existían incongruencias entre la afirmación de una humanidad dividida en “señores” y “siervos” por naturaleza —tesis claramente diferencialista— y la concepción cristiana de la Ley Natural —que constituía un elemento igualador, pues se hallaba escrita en el corazón de todos los hombres y era asequible por la razón humana entera en virtud de su condición de seres humanos (García Pelayo, 1979 : 23 ).

La aplicación de de Sepúlveda de la teoría aristotélica de la superioridad de lo más perfecto sobre lo imperfecto a las relaciones entre conquistadores y conquistados, distinguiendo una clase que son “por naturaleza señores” y otros “por naturaleza siervos”, sentó las bases teóricas de un proceso de racialización de la alteridad. (Hanke, 1974:17 ). De hecho, la noción de inferioridad introducida por de Sepúlveda para justificar las relaciones de dominación y violencia se construyó con base en supuestas características innatas que se revelaban en costumbres “inhumanas y bárbaras” consideradas deficientes y contrapuestas a un modelo de ser humano descrito de manera etnocéntrica. La reprobación cultural y la predicación de “barbarie” constituyó, en esta lógica, la justificación necesaria para el establecimiento de relaciones de sujeción entre dos grupos diferenciados y jerarquizados, siendo posible distinguir en esta trama las características típicas de los procesos de diferenciación racial: a) un grupo que se considera superior respecto del grupo inferiorizado; es decir, las diferencias se conciben como jerárquicas. b) Un estado de inferioridad irresoluble del inferiorizado, porque si se plantea la superioridad, se plantea también la exclusión, a riesgo de perder los privilegios perseguidos al postular la propia superioridad. c) La consecuente desigualdad de derechos, ya que los derechos de los inferiores están condicionados por la aceptación de las normas y valores “universalizados”.

Una vez que ha aplicado la teoría de la “servidumbre natural” y establecido la fractura colonial, la argumentación de de Sepúlveda da paso a su concepción de la doctrina de la “guerra justa”. Hay que recordar que su principal objetivo era proveer una razón que legitimara el uso de la fuerza en el contacto con los pueblos americanos a manera de justificar las guerras de conquista española que estaban siendo cuestionadas. Nuevamente, el desarrollo argumentativo de de Sepúlveda parte de una objeción que se expresa en la voz de Leopoldo, quien cuestiona la conformidad de las acciones bélicas con la ética cristiana y el derecho natural en el marco de las cuales la paz es concebida como un bien supremo.

La doctrina escolástica no condenaba todos los actos bélicos, sino que exigía que tuviesen causas suficientes y razonables, lo cual permitía establecer una distinción entre “guerras justas” y “guerras injustas”. De manera general, los criterios específicos para concebir una guerra justa eran: a) que la guerra fuera declarada por una autoridad legítima, es decir, por un poder que no estuviese sujeto a otro en el orden temporal, ya que en dicho caso existiría un juez que podría mediar entre ellos; b) que la guerra tuviera una causa justa, esto es, que se ejerciera en virtud de una culpa del enemigo y con el objetivo de satisfacer la injuria cometida; y c) que su único propósito fuera exclusivamente el de vindicar las injurias causadas y no tuviera como fin el saqueo, robo o castigo desproporcionado a dicha injuria (Zavala, 1944).

El fraile dominico español y catedrático de la Escuela de Salamanca Francisco de Vitoria extendió estos principios al contexto de la conquista española en América en su tratado De Jure belli Hispanorum in barbaros de 1532 (Vitoria, 1917). Adelantándose a las justificaciones de las guerras de conquista que comenzaban a circular en los discursos más abiertamente belicistas, sometió a examen los títulos diversos aducidos para legitimar el poder español, oponiendo a ellos los derechos de los pueblos indígenas6. Por ello advirtió que no podía considerarse como causa justa de la guerra la diversidad de religión ni tampoco el ensanchamiento del Imperio, sino que “la única causa justa para declarar la guerra es haber recibido injuria” (Vitoria, 1917: 98-99). No obstante, ni cualquier acto injurioso ni cualquier magnitud de injuria sería suficiente para declarar la guerra. Por ello, debía realizarse un tratamiento específico del principio de “injuria” para justificar la guerra contra los pueblos indígenas que no querían someterse al dominio español.

En primera instancia, Vitoria debía esclarecer los títulos legítimos en virtud de los cuales “los bárbaros del nuevo mundo” tenían que sujetarse al poder de los españoles y éstos podían pretender las tierras americanas. En De Indis (1532) enumera una serie de títulos que establecen este derecho por parte de los españoles, a los que vincula al “derecho de gentes”, el cual, afirma, “o es derecho natural o del derecho natural se deriva”. En virtud del mismo, según Vitoria, los españoles tienen derecho “a recorrer aquellas provincias y permanecer allí, sin que les hagan daño alguno a los bárbaros y sin que puedan prohibírselo”. Este derecho se basa en uno anterior, que Vitoria expresa en los siguientes términos: “todas las naciones consideran inhumano recibir mal sin causa justa a huéspedes y peregrinos; a no ser que obraran mal al llegar a tierra ajena” (1917: 67). Asimismo, los españoles tienen derecho a entablar relaciones comerciales con los “bárbaros” (1917: 69-70) y a considerar españoles a los hijos que allí tuviesen para que gozasen de ciudadanía y derechos (1017: 72). Pero si los “bárbaros” les impiden estas acciones y se aprestan a expulsar a los españoles, éstos tienen derecho a hacerles guerra, pues se trataría de una injuria tal que podría ser considerada razón legítima para iniciar una guerra: “Si probado todo, los españoles no pueden conseguir seguridad por parte de los bárbaros, sino ocupando sus ciudades y sometiéndolos, también esto les es lícito hacer” (1917: 74) Y añade como séptima proposición:

Mas. Si después que los españoles hubiesen mostrado con toda diligencia, con obras y con palabras, que ya no son ellos obstáculo para que obren los bárbaros pacíficamente y sin daño de sus cosas, y a pesar de todo perseveran éstos en su malicia y se esforzasen en perder a los españoles, ya entonces podrían estos obrar, no como tratando con inocentes, sino con pérfidos enemigos, y ejercer contra ellos todos los derechos de guerra y despojarlos y reducirlos a cautiverio, y deponer a los antiguos señores y constituir otros, aunque con moderación, según la calidad del delito y de las injurias (1917: 75).

El aporte singular de Ginés de Sepúlveda, que lo aparta de la opinión más extendida sobre este asunto y lo convierte en una referencia ineludible para todo estudio sobre teoría política de las acciones bélicas,7 consistió en agregar un elemento adicional a la aplicación de los principios de la doctrina de la “guerra justa” al contexto de la conquista española en América que no formaba parte hasta entonces de las tradiciones del pensamiento escolástico sobre la guerra: incluyó entre las causas de una guerra justa la dominación por las armas de aquellos pueblos que siendo inferiores en capacidades y habilidades rehusasen aceptar el dominio de quienes fueran superiores naturalmente. Siguiendo la doctrina tradicional, de Sepúlveda declara en Demócrates Segundo que “justas deben ser las causas para que la guerra sea justa” (1951: 16) y a continuación enumera las causas en virtud de las cuales puede emprenderse una guerra en conformidad con la justicia y la piedad, agregando este elemento diferencialista como cuarta causa:

1. “si la república o su autoridad suprema son injuriadas o atacadas hostilmente con una guerra que con la guerra deba ser rechazada” (1951: 16); 2. “una segunda causa justificativa de las guerras consiste en la recuperación del botín injustamente arrebatado” (1951: 17); 3. “la tercera causa consiste en la imposición del castigo a quien ha cometido la ofensa” (1951: 17); 4. En cuarto lugar: “la más aplicable a esos bárbaros llamados vulgarmente indios (…) que aquellos, cuya condición natural es tal que deban obedecer a otros, si rehúsan su imperio y no queda otro recurso, sean dominados por las armas” (1951: 19).

En virtud de su carácter de “siervos por naturaleza” quienes fueran considerados bárbaros estarían obligados por derecho natural, según de Sepúlveda, a obedecer a aquellos “más humanos, más prudentes y más excelentes” de modo de ser gobernados según costumbres e instituciones consideradas superiores por la cultura dominante (1951: 61). Si rechazaran la autoridad así establecida, sería lícito emplear las armas para obligarlos a aceptarla. Así lo formula en Apología:

Tales gentes, por Derecho natural, deben obedecer a las personas más humanas, más prudentes y más excelentes para ser gobernadas con mejores costumbres e instituciones. Si previa la admonición rechazan tal autoridad pueden ser obligadas a aceptarlas por las armas; una tal guerra será justa por derecho natural (1975: 61).

Segundo aspecto de la “lógica de la dominación cultural”

Para demostrar las razones por las cuales los pueblos que habitaban los territorios americanos eran efectivamente “siervos por naturaleza” pasibles de ser sometidos, y así aplicar rectamente dicha doctrina, de Sepúlveda recurre a dos estrategias: la imputación de “barbarie”, que justifica el derecho de dominio en esta lógica de sujeción completando el 1er. argumento; y la condena de las prácticas de antropofagia, sacrificios e idolatría, actos bárbaros que merecerían la intervención de la cultura superior, tal como expresa de Sepúlveda en el 2do. y 3er. Argumento.

Desde los comienzos de la conquista, la condición de “barbarie” fue atribuida al mundo americano como rasgo negativo de privación, ausencia o insuficiencia. La carencia de aquellos rasgos distintivos que definían la cultura propia (española) permitía inferir la condición de barbarie del universo cultural diverso: las culturas americanas carecían de leyes y expresiones escritas, no conservaban monumentos de su historia y eran incapaces para gobernarse bajo formas “civilizadas”, entre otros rasgos. La peculiaridad de la cultura propia se elevó a arquetipo universal, y en consecuencia, la humanidad sólo podía manifestarse de manera deficiente y acotada en las sociedades con rasgos heterogéneos o contrapuestos al mundo europeo, (particularmente español)8 en el que la humanidad se desplegaba de manera plena y perfecta. Así lo describe de Sepúlveda en un pasaje ilustrativo de Demócrates Segundo:

Compara estas dotes de prudencia, ingenio, magnanimidad, templanza, humanidad y religión con la de esos hombrecillos en los que apenas se puede encontrar restos de humanidad, que no sólo carecen de cultura, sino que ni siquiera usan o conocen las letras, ni conservan monumentos de su historia (…), carecen de leyes escritas y tienen instituciones y costumbres bárbaras” (De Sepúlveda, 1951: 35).

La descripción de de Sepúlveda de las costumbres sociales, políticas y religiosas de los pueblos americanos reconoce como fuente la Historia General de las Indias (1535-1549) de Gonzalo Fernández de Oviedo. En esa extensa obra, el cronista ofrecía una descripción detallada pero no menos munida de interpretaciones etnocéntricas de las costumbres indígenas indicadas por de Sepúlveda: las prácticas de memoria indígena, expresadas oralmente en cantares o areítos, que evocaban batallas y genealogías de caciques prescindiendo de libros o historia escrita (Libro V); el culto a los cemíes, característico de la isla La Española, cuyas figuras pintadas y esculpidas consideraba “aberrantes” por identificarlas con el “diablo” de su propia cosmología (Libro V); y la práctica de sacrificios de hombres, mujeres y niños así como la práctica de canibalismo, que ubicaba principalmente en las islas de Dominica, Martinica y Guadalupe y también en la Nueva España, tierra de Moctezuma (Libro VI).

Estas crónicas constituían una referencia ineludible para los hombres de ciencia de los siglos XVI y siguientes en virtud de la amplitud de las temáticas abordadas, la exhaustividad de acontecimientos referidos y del vínculo del historiador con el emperador Carlos V, quien lo había nombrado con el título honorífico de Cronista Oficial de Indias (Gerbi, 1978: 153 ). Fiel al estilo de este género literario, los relatos de Oviedo abarcaban temas de botánica, cosmografía y fauna (el “Sumario de la natural historia de las Indias” de 1525 constituye una investigación principalmente dedicada a los recursos naturales de las Indias), así como descripciones etnográficas acompañadas por una crónica de los sucesos de la conquista (desarrollados especialmente en su obra mayor, la Historia, escrita durante varios decenios y publicada de manera parcial durante 1535-1549).

El espíritu de superioridad que emanaban estas crónicas respondía no sólo a prejuicios hacia los pueblos diversos sino, sobre todo, a intereses estratégicos y a la apología de la conquista. Si se comparan los contenidos de las crónicas de Fernández de Oviedo con la perspectiva que asume Bartolomé de las Casas en sus crónicas de la Historia de las Indias y la Apologética historia se distinguen dos intenciones literarias contrapuestas: mientras que Fernández de Oviedo se propone narrar la historia de la conquista desde la perspectiva de los expedicionarios y conquistadores más célebres como F. Magallanes, J. D. de Solís, S. Gaboto, H. Cortés y F. Pizarro, Bartolomé de las Casas declara que el objetivo de sus crónicas fue dar noticia de los daños, calamidades y despoblación que el autor había visto en las Indias, corrigiendo los defectos de los informes sobre las naciones indianas y denunciando la encomienda, el repartimiento, y la “difamación del indio”, como expresó en la “Digresión sobre la difamación de los indios por Oviedo en su Historia” que ocupa los cap. 142 a 146, de Historia de las Indias (De las Casas, 1951: 320-336 ).

Las descripciones de las prácticas de antropofagia, sacrificios humanos e idolatría reseñadas, entre otros, por Fernández de Oviedo se ven reflejadas en las argumentaciones sepulvedanas y resultan útiles al autor para justificar las guerras y el dominio español sobre las culturas consideradas “bárbaras”. En el 2do. Argumento a favor de las guerras de conquista, de Sepúlveda sostuvo que las guerras contra los indígenas de América podían ser consideradas justas pues tenían como objetivo erradicar dichos crímenes (De Sepúlveda, 1951: 37-47; 1975: 61-64). En el 3er. Argumento adicionalmente afirmaba que la guerra contra los indígenas de América era justa en tanto se la realizaba para liberar a las víctimas de tales prácticas (De Sepúlveda, 1951: 61-63; 1975: 64), es decir, no como castigo del “crimen” en sí mismo.

La cuestión de la antropofagia no solo fue condenada como práctica “bárbara”. También fue utilizada como recurso para justificar el uso de la fuerza contra los grupos más difíciles de someter, mediante la aplicación de protocolos y permisos de acción inscritos en diversas provisiones y cédulas reales contra los supuestos antropófagos o caníbales de la zona del Caribe. Como señala R. Adorno, la discusión sobre el “carácter del indio” no puede quedar desligada del debate sobre el derecho de la corona española para conquistar a los naturales americanos ni de la elaboración de políticas relativas a la conquista: “cuando se exageraba la incapacidad del indio, podía ser (…) o con fines de explotación económica (la defensa de los intereses de la corona o de los encomenderos) o para justificar el paternalismo del sistema misionero” (2007: 20). Asimismo, como afirma L. Hanke, si se juzgaba que los aborígenes eran caribes, éstos podían ser combatidos sin piedad y lícitamente esclavizados, por lo que los traficantes de esclavos del siglo XVI tendían a aplicar este término “en forma más bien vaga”, exagerando aquellas características que para la época constituían la “barbarie” (Hanke, 1974: 45-46).

Además de su funcionalidad práctica, la imputación de “antropofagia” o “canibalismo” fue un elemento central en la construcción imaginaria de la “alteridad salvaje americana”, en oposición a la “ejemplaridad civilizatoria europea”. Los primeros relatos de “caníbales” aparecen ya en los Diarios de Colón. El Almirante hacía referencia a una isla de antropófagos en la que habitaban hombres a los que denominaban caniba, gente del Gran Can, o caribes que atemorizaban y tomaban cautivos a los grupos indígenas dóciles que componían su primera visión idílica del salvajismo (Jáuregui, 2008: 48ss . De Gandía, 1946: 45ss. ). A partir de entonces, la referencia al canibalismo se replicó en diversas crónicas que compusieron la invención de una “América caníbal” en la que se combinaban imágenes ficticias mitológicas combinadas en una suerte de “bricolaje gnoseológico y mítico”, tomando el término de Jáuregui. Es decir, que en cuanto “dispositivo generador de alteridad” (Jáuregui, 2008: 177), el “canibalismo” funcionó como una paradójica representación de la mismidad europea porque se trataba de un concepto construido a partir de elementos culturales propios.

La función del tópico caníbal en la constitución del “otro” encubre un ejercicio de violencia simbólica que puede ser analizado filosóficamente valiéndose de las categorías de Dussel sobre la constitución del Otro a partir de “lo Mismo” (1994). Este acto de definir al que se presenta como otro diferente o alterno frente al sí-mismo implica un pasaje del plano ontológico al plano deontológico, pues el acto de constitución del Otro reducido a un acto unilateral y monológico, exento de todo vínculo efectivo con la alteridad, implica asimismo una definición de la postura que se está asumiendo en el trato hacia el Otro, es decir, de la obligación moral hacia él. El Otro en-cubierto como “lo Mismo”, en términos de Dussel, en esta lógica dominadora está condenado a la subordinación; nunca será reconocido como lo mismo, sino como una versión inferiorizada, subyugada y reducida por la conquista y la misión civilizatoria. El Otro negado como Otro se incorpora a la Totalidad como instrumento, como encomendado, es decir, de manera alienada (1994: 41). Al tratarse de una constitución del Otro esencialista y ontologizante, el ámbito de las diferencias culturales funciona como un instrumento de diferenciación totalizante, en el que, como contrapartida, quienes no están en posesión de las cualidades ligadas al modelo de superioridad concebidas como esenciales, no están tampoco en condiciones de alcanzarlas. De hecho, como corolario de su caracterización de los americanos, de Sepúlveda se refiere a la cuestión del estatuto del indígena luego de ser conquistado y sostiene que aquellos que hayan admitido la religión cristiana y aceptado el dominio político de España, formándose en los códigos, normas y creencias de la cultura superior, no por ello pasarían a disfrutar de los mismos derechos que los cristianos y españoles. Esto viene a confirmar la hipótesis de una racialización temprana de la alteridad, tal como se mencionó anteriormente:

Nada hay más opuesto a la llamada justicia distributiva que dar iguales derechos a personas desiguales: a los que son superiores en dignidad, virtud y méritos, igualarlos con los inferiores en favores, honor o paridad de derecho (De Sepúlveda, 1951: 119).

En definitiva, dada la concepción esencialista en juego, el estatuto de inferioridad no se pierde y la asimilación nunca es completa. La violencia universalizante encubre y niega el ejercicio de una alteridad semejante en derechos. Una segunda cuestión puede inferirse de lo anterior: en este esquema, la constitución del Otro a partir de “lo Mismo” implica, además, un no-reconocimiento de la capacidad del Otro para manifestar sus rasgos culturales, es decir, un no-reconocimiento del Otro como agente válido en el acto ético de su propia constitución. Al ser definido según la propia interpretación esencializante no hay “aparición del Otro”, sino “proyección de lo Mismo”. En tercer lugar, se revela que el acto desintegrador del Otro como lo Mismo sugiere atender al reflejo que la imputación de canibalismo proyecta sobre el propio hecho caníbal de la violencia conquistadora. La conquista, tanto en su plano práctico como en su aspecto ideológico, se manifestaba como el verdadero “hecho caníbal”, utilización del hombre por el hombre, acto violento de dominación, o aniquilación.

Tercer aspecto de la “lógica de la dominación cultural”

Hasta aquí, entonces, se expusieron los mecanismos argumentativos empleados por de Sepúlveda para justificar el derecho de dominio español sobre las culturas “bárbaras”. En esta lógica de dominación, la reprobación de las manifestaciones culturales consideradas “atrasadas” facultaba a la cultura “adelantada” la propagación de sus valores, creencias, normas y hábitos en el marco de una “misión civilizatoria”, cultural, epistémica y religiosa.

De Sepúlveda expresó en su 4to. Argumento que las guerras de conquista emprendidas en los territorios de las Indias podían ser consideradas justas pues constituían una vía para allanar el camino hacia la propagación de la religión cristiana (De Sepúlveda, 1951: 64-71; 1975: 65-72). Con este argumento, justificaba el uso de la fuerza presentándolo como una vía legítima para apartar a los pueblos americanos del supuesto atraso de sus formas de vida, y para enmendar el estado de ignorancia en el que estos pueblos se encontraban no sólo respecto de “la verdadera religión”, sino también de los principios considerados universales por la cultura dominante. El uso de la fuerza constituía un derecho reservado a la cultura superior, ya que, como afirmaba de Sepúlveda en Apología, “es de derecho natural y divino corregir a los hombres que van derechos a la perdición y atraerlos a la salvación aún contra su propia voluntad” (1975: 65).

La “misión civilizatoria” se planteaba como una labor con una clara “dimensión ética” pues suponía elevados beneficios para los pueblos conquistados a los que conducía hacia la virtud y la perfección. No obstante, aunque se admitía la posibilidad de una conversión relativa que condujera a los bárbaros hacia un estadio de humanidad superior, tal desarrollo podía desenvolverse de manera acotada dentro de determinados límites que aseguraban y perpetuaban la diferencia y el vínculo vertical entre conquistador/conquistado, trazando el carácter irresoluble de la condición de inferioridad cimentada sobre el concepto de cultura esencialista que atraviesa la argumentación de de Sepúlveda (como se desarrolló precedentemente al analizar en la violencia simbólica que subyace a la constitución de lo Otro a partir de lo Mismo):

Qué mayor beneficio y ventaja pudo acaecer a esos bárbaros que su sumisión al imperio de quienes con su prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros y apenas hombres, en humanos y civilizados en cuanto pueden serlo, de criminales en virtuosos, de impíos y esclavos de los demonios en cristianos y adoradores del verdadero Dios dentro de la verdadera religión (De Sepúlveda, 1975: 63).

Los textos de Vitoria sobre el derecho de los españoles a predicar y anunciar el Evangelio entre los “bárbaros”, ponen de manifiesto el aspecto político que subyace a la “misión civilizatoria”. Su posición resulta menos beligerante que la de de Sepúlveda ya que excluía a la predicación cristiana de las causas motivantes de una guerra que pueda ser considerada justa: en tanto los pueblos “bárbaros” permitieran a los españoles predicar el Evangelio libremente y sin impedimento (independientemente de que éstos recibieran o no la fe), no sería lícito declararles la guerra ni tampoco ocupar sus tierras (Vitoria, 1917: 58). La justificación a la que recurre Vitoria es al “impedimento”, que sí constituye injuria, y causa de guerra. Apelando al “derecho de gentes” como principio garante de la libre expresión, justifica el uso de la fuerza en caso de que la libre expresión se vea amenazada, pues al impedir la predicación cristiana, los “bárbaros” estarían injuriando a los españoles, de modo que así “ya tienen éstos causa justa de guerra”.9 El aspecto político de la propagación de la religión cristiana se revela de manera manifiesta como la “puntada final” de una trama de aculturación y conversión religiosa que implica consecuencias de dominación en términos geopolíticos: “Si buena parte de los bárbaros se hubiesen convertido al cristianismo, ya violentados, ya espontáneamente, mientras sean verdaderos cristianos, puede el Papa darles, con causa justa, lo mismo a petición de ellos que voluntariamente, un príncipe cristiano y quitarles los señores paganos” (1917: 81).

3. Objeciones a la fractura colonial: la universalidad como reconocimiento de la diversidad en Bartolomé de las Casas.

Bartolomé de las Casas compone una postura alternativa que combina varios elementos: la defensa de la igualdad universal del género humano, el reconocimiento a la diversidad cultural y un alegato del sentido misional de la conquista. Su doctrina antropológica, de claro sentido universalista, reconocía los mismos derechos y libertades para todo el género humano, en oposición a la teoría de la “servidumbre natural” que admitía la existencia de pueblos inferiores conformados por “bárbaros” “apenas hombres” en los que sólo se vislumbran “restos de humanidad”.

El concepto de universalidad que habitaba los argumentos diferencialistas de de Sepúlveda proyectado desde el mundo europeo hacia las culturas americanas se resignifica en la postura filosófica lascasiana de modo diverso. La universalidad se concibe aquí como el elemento común que debe definir a la humanidad entera. La naturaleza humana, para de las Casas, excedía los atributos capaces de definir una civilización particular; por consiguiente, no se identifica con una cultura humana determinada, tal como hacía suponer de Sepúlveda, sino que los rasgos que la definen son las facultades del “entendimiento” y la “voluntad”, que se hallan presentes en todos los hombres por igual habilitándolos para desarrollar modos diversos de habitar el mundo: “Todas las naciones del mundo son hombres. Todos tienen entendimiento y voluntad, todos tienen cinco sentidos exteriores y sus cuatro interiores y se mueven por los objetos de ellos, todos huelgan con el bien y sienten placer con lo sabroso y todos desechan y aborrecen el mal” (De las Casas, 1951: 396 ).

Como introducción a las respuestas de de las Casas a de Sepúlveda cabe aquí mencionar concisamente los elementos filosóficos que componen su concepción antropológica. En primer lugar, la “racionalidad”, que constituye un rasgo definitivo de la naturaleza humana, distribuida de modo igual en todo el género, sin distinción de grados (cuestión que desarrolla en Apologética historia y en Del único modo de atraer a los pueblos a la verdadera religión). En segundo lugar, la “libertad”, noción que aborda en relación con su cercenamiento en el plano concreto en Octavo remedio, también conocido comoTratado sobre las encomiendas, donde advierte que la libertad es el mayor bien del mundo temporal y que “no hay poder sobre la tierra que haga menos libre al estado de los libres”. En tercer lugar, la “igualdad” que emana del derecho natural: en la concepción de de las Casas (expuesta principalmente en Tratado comprobatorio), el derecho natural es un conjunto de derechos básicos que surgen de las características mismas del ser humano, es decir, de la naturaleza humana (Beuchot, 1994: 53 ). Estos derechos son intrínsecamente igualitaristas pues se dan en todos los seres humanos sin distinción ni jerarquías.

En virtud de esta concepción de las Casas refutó la postulación de una fractura entre “pueblos civilizados” y “pueblos bárbaros” que legitimaba el uso de la fuerza para facilitar la conquista. En esta sección se exponen las respuestas a de Sepúlveda desarrolladas en Apología, que se complementan con otros textos de su autoría:

  1. Primera respuesta a la lógica de la dominación cultural: la insuficiencia de la imputación de barbarie para justificar la subordinación natural (De las Casas, 1975: 125-143);

  2. Segunda respuesta a la lógica de la dominación cultural: la inviabilidad del argumento de la superioridad cultural (De las Casas, 1975: 137-138);

  3. Tercera respuesta a la lógica de la dominación cultural: los argumentos en rechazo al uso de la fuerza en el marco de la predicación cristiana (De las Casas, 1998).

Primera respuesta a la “lógica de la dominación cultural”

Bartolomé de las Casas rechazó la aplicación de la noción aristotélica de “barbarie” a los pueblos americanos, tal como la expuso de Sepúlveda. Para ello alegó que sólo una lectura errónea del filósofo griego permitió a su traductor e intérprete adjudicar a éstos la condición de “siervos por naturaleza” con el consecuente sometimiento absoluto. La estrategia lascasiana consistió en demostrar que en el género humano no existe una distinción de grado significativa entre superiores e inferiores que habilite la sumisión de pueblos enteros mediante la fuerza, y que esta no fue tampoco la opinión de Aristóteles.

El dominico desarrolló un completo “estudio sobre la barbarie” para evaluar en qué sentido los pueblos americanos podían ser considerados “bárbaros” y, complementariamente, examinar si tal posible imputación conducía insoslayablemente a suponerlos “siervos por naturaleza”, tal como planteaba el 1er. Argumento de de Sepúlveda (De las Casas, 1975: 125-143). Para ello, distinguió cuatro acepciones del término “bárbaro”, agrupables a su vez en dos clases más generales: los “bárbaros secundum quid”, es decir, bárbaros en sentido relativo, y los “bárbaros propiamente dichos”. En la primera clase (bárbaros secundum quid) ubicó en primer lugar a “todo hombre cruel e inhumano”, es decir, a quienes actúan de manera feroz y violenta formen o no parte de sociedades organizadas mediante instituciones políticas. A esta clase de bárbaros, sostiene de las Casas, pertenecerían los españoles involucrados en la conquista, quienes “por las obras cruelísimas que llevaron a cabo contra aquellos pueblos superan a todos los bárbaros” (1975: 126). En segundo lugar, pertenecen a esta clase de bárbaros “los que carecen de idioma literario”, y allí ubica a “aquellos que por la diferencia del idioma no entienden a otro que con ellos habla” (1975: 126). Según esta acepción, puede ocurrir que quienes sean denominados “bárbaros” sean “sabios, cuerdos, prudentes y civilizados” (1975: 127). En tercer lugar, podrían ser denominados bárbaros secundum quid “los hombres no cristianos”, siendo este sentido el que cabría aplicar a los indígenas americanos. No obstante, afirma de las Casas, Aristóteles no se refería a ninguna de estas tres clases de bárbaros cuando predicaba de ellos la servidumbre natural en el Libro I de la Política, sino a una segunda categoría de bárbaros, los “bárbaros propiamente dichos” o “bárbaros en sentido estricto”, entre los que incluye a “todo hombre de pésimo instinto”, es decir, hombres crueles, feroces, ajenos a la razón y que no se gobiernan ni con leyes ni con derecho. Pero estos individuos, afirma de las Casas, existen muy raramente ya que “la naturaleza engendra y produce lo que es mejor y perfecto” (1975: 129), por lo que considerar que el gran número de americanos pertenece a esta clase de bárbaros sería una gran detracción a la perfección del universo.

El “argumento de la perfección” que introduce Bartolomé de las Casas para reforzar su refutación a de Sepúlveda apelaba a la autoridad filosófica de Tomás de Aquino y de Aristóteles. Su raíz tomista estaría expresada en el Tratado De las Causas donde Tomás de Aquino afirmaba que las obras de la naturaleza son producto de la Suma Inteligencia de Dios y que conviene a la bondad y omnipotencia divina que la naturaleza siempre, o en la mayoría de los casos, produzca cosas perfectas y buenas. Por otro lado, y de manera claramente estratégica, de las Casas citaba a Aristóteles como autoridad para su “argumento de la perfección”, con el que desafiaba el argumento sobre la “servidumbre natural del bárbaro” de de Sepúlveda, dado que éste lo infería de su interpretación de determinados pasajes de la Política. La refutación de de las Casas se refuerza justamente porque apelaba a la misma fuente filosófica que con fines opuestos invocaba su contrincante. Por eso, contrapuso otros pasajes donde el filósofo griego postulaba el carácter armónico y orientado a la perfección del orden natural: “la naturaleza hace entre las cosas posibles la mejor” y “las cosas que se hacen por naturaleza tienen la causa ordenada en sí mismas, de manera que así se realizan siempre o casi siempre” (1975: 129).

De igual forma, de las Casas aprovechó la ocasión argumentativa para reforzar su postura de rechazo a la violencia en el marco de la predicación cristiana. Señaló que aún si se aceptara que ese pequeño grupo de hombres debiera ser gobernado y educado por otros para vivir “política y humanamente”, de ningún modo tendrían que ser obligados, sino atraídos, ya que “aunque se trate de bárbaros en el más alto grado, no por ello dejan de ser creados a imagen de Dios y no están tan abandonados de la providencia divina que no sean capaces de entrar en el reino de Cristo” (1975: 132). Con este recurso se anticipaba a la posibilidad de que, contrariamente a su argumento, se aplicara a los pueblos americanos la categoría de bárbaros pasibles de ser dominados por la fuerza para ser atraídos a los modos de vida “superiores” y que esto posibilitara su instrumentación como mano de obra bajo las instituciones indianas que explotaban su fuerza de trabajo.

En suma, el “estudio sobre la barbarie” lascasiano arroja como resultado que los mismos españoles quedarían ubicados en el tipo de “bárbaros” considerados como “todo hombre cruel e inhumano”; y que los indígenas americanos sólo podrían ser llamados bárbaros en tanto “hombres no cristianos”, aunque entre este tipo de hombres se hallarían “sabios, cuerdos, prudentes y civilizados” (1975: 127). La conclusión más importante del estudio radica en que sólo de un tipo de bárbaros podría predicarse la “servidumbre por naturaleza”, pero estos son extremadamente escasos en el mundo, dado que “la naturaleza engendra y produce lo que es mejor y más perfecto” (1975: 129).

Segunda respuesta a la “lógica de la dominación cultural”

La refutación del “argumento de la barbarie” asume otra dirección, que consiste en demostrar la “inviabilidad del pretexto de la superioridad cultural”, doctrina sobre cuya base se justificaba la dominación de las culturas consideradas más simples o inferiores por otras que se consideraban a sí mismas en un estado de adelanto o desarrollo superior.

El fraile de las Casas estaba convencido de la racionalidad y del ejemplar desarrollo de las capacidades morales y políticas de las culturas americanas, tal como expuso ampliamente en distintos pasajes de Apologética Historia y en los capítulos de Historia de las Indias dedicados a la “Digresión sobre la difamación de los indios por Oviedo”. Pero más allá de su concreta convicción sobre el desarrollo cultural de los pueblos de América, el fraile dominico avanzó en la defensa de la justicia cultural señalando, como corolario de su tratamiento sobre la barbarie, que aún en el caso de admitirse que un pueblo fuese inferior en ingenio, habilidad o capacidad industrial a otro, no por ello estaría obligado a someterse y a adoptar las costumbres del supuestamente más civilizado (1975: 137). Pues si así fuera, sostenía, se trataría de un argumento que habilitaría la posibilidad de acciones bélicas constantes: “un pueblo podría alzarse contra otro pueblo, y un hombre contra otro hombre para así someterlos, fundados en la convicción de su mayor cultura” (1975: 138). Un argumento tal es tautológico, como señaló Dussel en su estudio sobre el Debate, ya que parte de la superioridad de la propia cultura simplemente por ser la tocante y declara “no humano” el contenido de las culturas diversas por ser diferentes a la propia (Dussel, 2009: 58). De las Casas sostuvo, en suma, que por Ley Natural todo pueblo tiene derecho a defenderse de este tipo de ataques, aduciendo que “tal guerra en verdad es más justa que aquella que bajo pretexto de cultura se hace” (1975: 138).

Como se mencionó antes, de las Casas dedicó escritos enteros para informar la calidad de los sistemas culturales complejos que los pueblos americanos habían desarrollado en los territorios ahora ocupados por la conquista. Su Apologética historia (AH) rebasa el plano de lo puramente descriptivo para perseguir un fin ético-político: demostrar la capacidad racional y cultural compleja de los pueblos “indios” a lo largo del continente y así impugnar los argumentos sobre su carácter subalterno y objetar el derecho de dominio español erigido sobre esa base. Es tal la minuciosidad de la descripción de la organización política y social de los pueblos que el cuadro simplificado planteado por de Sepúlveda parece quedar en el plano del absurdo. La dedicatoria de de las Casas resulta sumamente ilustrativa de sus objetivos: “a las personas sabias y prudentes cristianas que no pretenden sino informarse de la verdad, (…) que ninguno de estos pueblos, lugares, villas y ciudades pudiera haber sido hechas por hombres sin gran ingenio, sin gran sutileza de entendimiento, sin gran ejercicio y discurso de razón, sin consejo, sin experiencia y sin aventajada prudencia” (1958: 195).

De las Casas describe las virtudes intelectivas de estos pueblos siguiendo un examen de sus capacidades racionales que se manifestaban en sus buenos juicios y en su ingenio, así como en la ausencia de pasiones del alma que pudieran causar perturbación e impedir los actos del entendimiento (De las Casas 1958: 124). A su vez, para de las Casas, la capacidad de intelección y racionalidad se expresaba en la organización política, la economía doméstica y el orden de las sociedades indias, sus ciudades, grandiosos edificios, templos y sistemas de riego. Un indicador del desarrollo económico era la agricultura, la ganadería, la industria, el desarrollo del arte textil y las variadas obras en oro y plata (exposición que ocupa los Capítulos 59 a 61 de la AH). También destacaba la existencia de escribanos dedicados a las letras religiosas y la vigencia del aparato legislativo que regía los reinos de Nueva España, con leyes referidas a la sucesión de reyes y a cuestiones sociales como el matrimonio.

Así, de las Casas demostró no sólo que no habría indicios reales para afirmar que los americanos fuesen pueblos “bárbaros” pasibles de ser dominados por naturaleza, sino que además la pretensión de superioridad de la cultura conquistadora como argumento legitimador de tal relación carecía de justificación, en tanto se basaba en la propia (y arbitraria) convicción de superioridad y conducía a habilitar estados bélicos permanentes.

Asimismo, en su estrategia por reafirmar la inviabilidad del pretexto de la superioridad cultural el autor consagró buena parte de su Apología a refutar los Argumentos 2do. y 3ero. de de Sepúlveda, que hacían referencia a las prácticas de idolatría, sacrificios humanos y antropofagia que colisionaban con las costumbres y la mentalidad española del contexto de la conquista y justificaban, en la teoría sepulvedana, la injerencia española tanto para erradicarlos (2do. Argumento) como para liberar a las víctimas de los mismos (3er. Argumento). La estrategia lascasiana consistió en cuestionar las razones para justificar la injerencia española en estos asuntos, pues a su entender existía un manifiesto “conflicto de jurisdicción” involucrado en una intervención semejante. Desde una perspectiva política, sostuvo que, para castigar, un príncipe debe tener jurisdicción sobre sus súbditos, atribución que puede estar originada por cuatro causas: por razón de domicilio, por causa de origen, por vasallaje o por un delito cometido contra dicho príncipe; ninguna de las cuales se condecía con la relación entre los pueblos americanos y el poder español. (1975: 145). Por otro lado, tampoco la Iglesia poseía jurisdicción, pues desde su perspectiva teológica, “los infieles que no han abrazado la fe de Cristo y no están sometidos a un pueblo cristiano no pueden ser castigados por los cristianos o por la Iglesia, por muy atroces que sean los crímenes que cometan” (1975: 146). Pues “los infieles que nunca recibieron la fe de Cristo no son súbditos de Cristo en acto; luego no lo son de la Iglesia ni están dentro de su fuero” (1975: 147). Esto se aplica tanto a quienes habitan territorios ajenos a la jurisdicción del príncipe como a quienes habitan dentro del mismo, y para ejemplificarlo, refiere al caso de mahometanos y judíos que habitaban los reinos cristianos, quienes estaban supeditados a las mismas leyes temporales que todos los habitantes, pero que en materia religiosa no estaban sometidos a la Iglesia o a sus miembros (1975: 146).

Así, la cuestión de la “jurisdicción”, tanto política como religiosa, plantearía un límite a la intervención de un poder ajeno sobre actos y manifestaciones culturales y religiosas que se inscriben en el marco de un universo cultural con derecho a ejercer sus prácticas simbólicas sin por ello ser víctimas de los juicios externos que conlleven consecuencias bélicas, ocupación de territorios o sumisión al vasallaje. La jurisdicción aparece, así, como un límite a la universalidad colonialista.

Ahora bien, la cuestión planteada en el tercer argumento, es decir la necesidad de liberar a los inocentes que podían ser víctimas de las prácticas mencionadas, era la más compleja de contrarrestar. De las Casas dedica a este argumento una considerable extensión (casi la mayor parte de la Apología) pues, como sostiene Losada, se trataba del argumento clave de su adversario (Losada, 1968). Comienza su razonamiento admitiendo que “le compete a la Iglesia, por la plenísima potestad que le ha sido conferida por Dios, impedir con jurisdicción los citados malos tratos contra los inocentes, e incluso castigar a los autores de los mismos” (1975: 304). Y ello en tanto tales inocentes “en potencia pertenecen a la Iglesia; por lo tanto, están bajo su protección; luego corresponde a la Iglesia y al Papa velar porque obtengan su salvación, la cual no conseguirán las personas inocentes si son matadas” (1975: 248). Pero ante esta concepción que avalaría la postura de de Sepúlveda, de las Casas antecede un principio que considera prioritario, y es que “entre dos males, si uno no puede evitarse, debe escogerse el menor”. De este modo, decide poner el peso en el perjuicio que ocasionaría una guerra conducida a evitar las prácticas antropófagas y el sacrificio de inocentes, pues “perecerán así más inocentes de los que se trata de liberar” (1975: 248).

Pero tal vez su postura más audaz frente a la condena que recibían las prácticas que implicaban sacrificios humanos fue el reconocimiento de la profunda dimensión religiosa que subyacía a este tipo de ritos. Haciendo referencia a la autoridad de San Agustín, Santo Tomás y Aristóteles, afirma que “los hombres están obligados por derecho natural a honrar a Dios mediante lo mejor y más excelente que tienen y a ofrecerle en sacrificio lo mejor”. Considerados desde esta perspectiva, los sacrificios humanos daban cuenta del grado de entrega a la divinidad a la que estos pueblos consideraban verdadera, representada en la ofrenda y sacrificio de la vida humana como lo más preciado que puede ser otorgado (1975: 275-285). Este paso final de la argumentación lascasiana demuestra una avanzada conciencia del reconocimiento de la pluralidad religiosa y cultural. En Apologética historia desarrolló un estudio sobre esta cuestión “De cómo la razón humana manda ofrecer sacrificios a Dios, y de la pureza con que deben ser hechos” (Cap. 143 de AH) luego de lo cual se expidió sobre “las cosas que antiguamente eran ofrecidas en sacrificio a los Dioses”, haciendo referencia a los sacrificios que se hacían a Marte, Diana, Pan, Apolo, Vulcano, Neptuno, y a los sacrificios humanos que acostumbraban ofrecer a los dioses las naciones antiguas (Cap. 161 de AH), para luego probar que “el sacrificio de sangre humana es antiguo y universal en casi todas las naciones del mundo”, y más adelante, que “las naciones más solícitas en el culto y los sacrificios fueron las que tenían más alto concepto de Dios” (Cap. 185 de AH).

Tercera respuesta a la “lógica de la dominación cultural”

La legitimidad de los títulos que la Corona española declaraba poseer sobre América constituyó un punto de consenso entre los letrados y “hombres doctos” de España. No fue puesta en discusión ni siquiera por el mismo Bartolomé de las Casas, quien, abonando este derecho, defendió la soberanía y jurisdicción universal de la Corona en Treinta proposiciones muy jurídicas (1552), uno de sus principales Tratados políticos:

Los Reyes de Castilla y León son verdaderos príncipes soberanos y universales señores y emperadores sobre muchos reyes y a quienes pertenece de derecho todo aquel imperio alto y universal jurisdicción sobre todas las Indias por la autoridad, concesión y donación de la dicha sede Santa Apostólica. Y así, por autoridad divina, y este es, y no otro, el fundamento jurídico y substancial donde está fundado y asentado todo su título (De las Casas, 1966: 129).

La postura de Bartolomé de las Casas conjugó, por un lado, una fuerte vocación predicadora de la religión cristiana, y, por otro, un firme rechazo del uso de la fuerza como vía para propagarla. El fraile dominico afirmaba el derecho y la obligación de la Iglesia de extender el Evangelio, aunque en el marco de su férrea defensa de los derechos de los indígenas basada en la dignidad humana universal, tal como expresaba su doctrina antropológica universalista. En Historia de las Indias manifestaba que el único fin legítimo que podía perseguir la estancia española en las Indias era la predicación religiosa del dogma cristiano, que suponía universalmente asequible por todo el género humano. Uno de los principales errores de los conquistadores había sido ignorar que éste era el principal fin del descubrimiento pretendido por la divina providencia, frente al cual todo lo temporal debía ser ordenado y dirigido. A este error se añadía otro aún más fundamental: el desconocimiento de los principios de la dignidad humana, “(…) que nunca del divino cuidado fue tan desamparada y destituida” (De las Casas, 1951).

De las Casas expuso su teoría sobre la predicación pacífica de la religión cristiana en De unico vocationis modo omnium gentium ad veram religionem (1536-1537). En esta obra, de la que actualmente se cuenta con un número reducido de capítulos, de las Casas conjugó su postura ético-religiosa sobre “el único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión” y su teoría sobre las estructuras cognitivas del género humano y la relación de éstas con la fe. Partió de la premisa de que el único modo de predicación, de aplicación común a todos los hombres, es la persuasión del entendimiento. La persuasión constituye un método que consiste en la presentación de razones, de modo que el entendimiento asienta e incline la voluntad hacia la fe. La fe es entonces comprendida como un acto del entendimiento. Para de las Casas, esta consigna es válida universalmente, con independencia de las costumbres y creencias de los diversos pueblos en cuestión. Este postulado se apoya en cuatro motivos que hacen referencia a los aspectos “universales” que constituyen la naturaleza común del género humano: 1) porque hay una única y misma especie de naturaleza racional esparcida por el mundo y una sola ley evangélica; 2) porque el modo persuasivo es el connatural y adecuado al género humano; 3) porque no hay diferencia entre los pueblos del mundo y no debe haberla en la forma de predicar el evangelio; y 4) porque no hay diferencia específica entre las naciones del mundo, aun cuando se considere que están envueltas en crímenes o “costumbres depravadas”, puesto que ello, en definitiva, forma parte de las elecciones divinas (1998: 369-375). En suma, la persuasión constituye el método afín a la racionalidad, distribuida de modo igual en todo el género humano, y en tanto no hay diferencias cualitativas entre los pueblos y naciones del mundo no debería haberlas en la forma de predicar esta religión.

Si bien las posturas de de las Casas y de Sepúlveda resultan antitéticas en cuanto a la legitimidad del empleo de la fuerza como auxiliar para el cumplimiento de la misión religiosa en América, no puede omitirse que la conversión a la fe cristiana concebida como derecho humano universal no estaba en discusión; es más, constituía el fin último de la conquista. En el marco de esta hermenéutica de la universalidad llevada a cabo en la tesis, la legitimidad de tal pretensión resulta cuestionable, y plantea una posible contradicción con el posicionamiento culturalmente pluralista que de las Casas exhibe en su ideario. Si bien se trata de un problema filosófico-religioso que sobrepasa el análisis aquí propuesto, no obstante, podrían plantearse brevemente algunas respuestas provenientes de la filosofía actual, aunque antes de ello es preciso ubicar la cuestión en su contexto histórico e ideológico. Al respecto, S. Zavala señala que “(…) la religión católica no era para el europeo una religión local ni compatible con otras extrañas sino el credo necesario que condicionaba la salvación de todo hombre” (1988). Es decir que la “virtud expansiva” del catolicismo romano estaba en relación con un sentido universal asociado al credo profundamente arraigado en la mentalidad hispana de la época. Sin desdeñar lo indicado, para la perspectiva filosófico-crítica actual, el pensamiento de de las Casas puede ser considerado o bien como el primer anti discurso filosófico de la Modernidad” (Dussel, 2009), o bien como un discurso que humanizó la conquista, pero no por ello dejó de ser una de las variantes del amplio discurso opresor (Roig, 1981).

Para Dussel, el giro crítico de de las Casas consistió en reconocer al mundo indígena una pretensión de universalidad y de verdad equivalente a las europeas sin dejar de afirmar, por otro lado, la pretensión de universalidad de la predicación cristiana pacífica. Desde su propia perspectiva, los indios adoran al verdadero Dios. A causa de ello, de las Casas defendió el derecho de estos pueblos incluso a inmolar víctimas humanas a la divinidad considerada por ellos como verdadero. Por defender estas ideas, Dussel considera que de las Casas ha llegado “(…) al máximo de conciencia crítica posible para un europeo en Indias”, ubicándose del lado de los oprimidos (2009: 63). Según Dussel, el discurso de de las Casas no recae en etnocentrismos religiosos, pues otorga la misma pretensión de verdad al “otro” que la que se adjudica a sí mismo. Así, de las Casas puede ser entonces considerado uno de los agentes formadores del “antidiscurso filosófico de la Modernidad”, antidiscurso que se escindió tempranamente del mito de la modernidad europea como civilización detentadora del poder y la verdad universal, tanto política, epistemológica como religiosa (Dussel, 1994: 80).

La lectura de A. Roig considera que con Bartolomé de las Casas se inició el discurso del “humanismo paternalista” en América Latina. Este discurso estaba guiado por el principio de “universalidad del humanismo cristiano”, según el cual, todos los hombres están en condiciones de recibir el mensaje divino (Roig, 1981: 110). Lo que Roig procura destacar son las formas ilegítimas de reconocimiento, fruto de una velada actitud paternalista, que se dieron en el seno del humanismo hispanoamericano. El “paternalismo lascasiano”, en suma, es para Roig un humanismo en cuanto sugiere que todos los hombres —absolutamente todos— están en condiciones de recibir el mensaje cristiano; pero se trata de un “humanismo limitado” o desvirtuado que si bien surge en oposición al “discurso opresor violento”, reorganiza la relación dominador-dominado desde el plan de la salvación de las almas, revistiéndose de una actitud paternal.

4. Recapitulación final desde una hermenéutica de la universalidad

"Las justificaciones filosóficas de la conquista que integran el “Debate de Valladolid” revelan una lógica de la dominación cultural asociada a un modo histórico-filosófico de construcción de la universalidad. Éste, lejos de propiciar un encuentro intercultural entre culturas hasta entonces desconocidas entre sí, derivó en la imposición de un modelo de civilización con fines expansionistas y colonialistas, cuestión que dará origen posteriormente a una crítica filosófica profunda por parte de la perspectiva filosófica intercultural latinoamericana (Fornet-Betancourt 2012). La aplicación de una hermenéutica filosófica centrada en la “universalidad” sobre la trama histórica de la conquista y los debates que originó pone de manifiesto las implicancias prácticas que se derivan de las concepciones analizadas.

A modo de cierre, los principios de esta lógica, que se articulan de manera sucesiva, pueden ser así expresados:

  • Superioridad cultural, universalidad, y legitimación del poder

La superioridad atribuida a la cultura dominante la designa como el lugar de enunciación privilegiado para formular discursos con pretensión de universalidad. La validez universal de los discursos con pretensión de hegemonía funciona como fuente de legitimación del “derecho de dominio” sobre las culturas consideradas atrasadas e inferiores.

  • Esencialismo cultural y ejercicio del poder

Planteada la superioridad de una cultura, la identidad de sus miembros se traza en términos restrictivos, a riesgo de perder los privilegios que otorga la pertenencia al grupo superior. Del mismo modo, la pertenencia al grupo inferiorizado se concibe en términos esencialistas: el “otro” puede ser “instruido”, pero no por ello pierde su condición de subordinado. La ontologización cultural es condición de posibilidad del ejercicio del poder.

  • Universalidad y justificación de la intervención cultural

La pretensión de universalidad de la propia cultura justifica la “misión civilizatoria” y humanizante en un acto de desautorización de las voces subalternizadas. La “lógica de la dominación cultural” designa a la cultura expansionista como sede de “lo universal” y habilita su propagación.

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1En efecto, el desarrollo de una hermeneusis que explicite los elementos teóricos ligados a la noción de “universalidad” en los argumentos de de Sepúlveda y de las Casas constituye un área de vacancia. Existen no obstante diversos análisis filosóficos sobre el Debate que corresponde destacar. Entre los más relevantes se señala el texto de Enrique Dussel “El primer debate filosófico de la Modernidad” (2009). El filósofo mencionado realiza allí una lectura profunda y contextuada del “descubrimiento” y de la conquista como comienzo de la Modernidad, analizando el Debate desde la perspectiva de la Filosofía de la Liberación (Dussel, 2009: 56-66). Asimismo, José Santos Herceg en “Filosofía de (para) la conquista. Eurocentrismo y colonialismo en la disputa por el Nuevo Mundo” (2011) señala un aspecto relevante del Debate para la perspectiva de la Filosofía Intercultural: el eurocentrismo latente en las reflexiones de de Sepúlveda y de las Casas (Santos, 2011: 165-186). La investigación de Patricio Lepe-Carrión “Civilización y barbarie. La instauración de la ‘diferencia colonial’ durante los debates del Siglo XVI y su encubrimiento como ‘diferencia cultural’” (2012) constituye una lectura del Debate de Valladolid a partir de la aplicación de las herramientas teóricas acuñadas por la corriente del pensamiento decolonial (Lepe-Carrión, 2012: 63-88). El más reciente trabajo de Amalia X. López Molina “Hermenéutica del descubrimiento del Nuevo Mundo. La polémica de Valladolid y la naturaleza del indio americano” (2015) está centrado en las visiones antropológicas contrapuestas sobre los habitantes del denominado “Nuevo Mundo”, que se evidencian en las visiones filosóficas expresadas por de Sepúlveda y de las Casas respectivamente (López, 2015: 233-260).

2Carlos V pertenecía por parte paterna a la casa de Habsburgo, hijo del matrimonio entre Felipe el Hermoso (a la vez hijo de Maximiliano I emperador de Alemania y de María de Borgoña) y Juana la Loca (hija de Fernando II rey de Aragón y e Isabel I reina de Castilla, los Reyes Católicos). La herencia territorial había dado forma a la autoridad más extensa conocida hasta entonces en Europa, lo cual suponía una complejidad de intereses divergentes y amenazas a la unidad de su poder (Colom González, 2009: 274). Entre ellos el movimiento luterano, visto como amenaza al poder de la Iglesia, que tomaba proporciones en Alemania y fuera de ella haciendo necesario reforzar los órganos eclesiásticos mediante un “brazo secular” en la figura del Rey; las amenazas bélicas y la obstrucción a las rutas del comercio por parte de los turcos otomanos en Austria y en todas las costas meridionales de Europa. La conquista de América le proporcionó la base económica de su política europea, pues para sostener los ejércitos que operaban en Alemania, en Francia y en Italia, encargó a los conquistadores el oro y la plata necesaria a tal fin mediante la extracción (Babelon, 1952: 14, Bigelow Merriman, 1949: 362; Crespo López, 2001).

3Para ilustrar las inquietudes y reparos que existían en la cultura española respecto de la naturaleza humana de los indígenas y, en consecuencia, de sus derechos como hombres semejantes, remito al “curso general de las disputas en torno a la condición de los indios” que describe Silvio Zavala (1935), y también a la síntesis que de ella realiza Rolena Adorno (2007) .

4El Summario redactado por Domingo de Soto constituye una descripción de primera mano de los acontecimientos y argumentos que se dieron en el marco del Debate. Fue reproducido por de las Casas en Aquí se contiene una disputa entre Fray Bartolomé de Las Casas y Ginés de Sepúlveda (1552).

5Cabe aclarar que Aristóteles no formula en dicho texto una propuesta imperialista, sino que es G. de Sepúlveda quien amplía la temática argumentando a favor de un derecho de conquista.

6Para un estudio pormenorizado de las influencias teóricas y la relación entre política, teología y moral en la obra de Francisco de Vitoria, se remite al texto de M. Rovira Gaspar Francisco de Vitoria. España y América. El poder y el hombre (2004). La autora expone allí la complejidad y las contradicciones existentes en el pensamiento de Vitoria, quien ante el hecho de la dominación española en América argumenta, por momentos, a favor de la licitud del dominio español, y por otros, en contra de las ideas imperialistas de su contexto.

7Además de Demócrates Primero y Demócrates Segundo, de Sepúlveda dedicó otras obras a la defensa de la política belicista de Carlos V: el breve tratado Exhortación a la Guerra contra el turco, de 1530, escrito en un momento complejo del permanente enfrentamiento turco-imperial; y Del reino, de 1542, que establecía una jerarquización entre diversas naciones derivada de la calidad de sus ciudadanos, contexto discursivo en el que se refiere a las naciones del “nuevo mundo” (Alvarez Cienfuegos, 2004).

8Para profundizar en el “sentido nacionalista” que subyacía a la tesis de la incapacidad del hombre americano, véase O´Gorman, 1989.

9“Si los bárbaros impiden a los españoles anunciar libremente el Evangelio, pueden éstos, después de dadas las debidas explicaciones para evitar el escándalo, predicárselo a la fuerza y procurar la salvación de aquella gente; y si para esto es preciso aceptar la guerra o declararla, pueden hacerlo hasta lograr facilidades y seguridad en la predicación del Evangelio” (Vitoria, 1917: 77-79).

Recibido: 17 de Febrero de 2018; Aprobado: 09 de Mayo de 2018

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