Desde que Charles Keeling alertara a la comunidad científica de finales de la década de 1950 sobre el aumento de CO2 en la atmósfera, las ciencias del medioambiente dieron importancia al monitoreo de este gas de efecto invernadero (GEI) y su estado en la historia del planeta. No fue difícil hallar un punto de inflexión en la curva temporal de sus emisiones; todo apuntaba a la segunda mitad del siglo XVIII, con el inicio de la Revolución Industrial. Si bien existen datos concluyentes que asocian al aumento del CO2 atmosférico con el incremento de la temperatura media del aire a partir de 1760, es probable que parte de este efecto sea consecuencia de cambios ocurridos en la superficie terrestre miles de años (ma) antes.
Se sabe que a lo largo de la historia de la Tierra han habido cambios naturales del clima con episodios de enfriamiento y calentamiento cíclicos y un tanto regulares. La última fase de mayor enfriamiento ocurrió entre 30 y 20 ma antes del presente (AP) con el Último Máximo Glaciar (UMG), que culminó hace cerca de 12 ma. El final de este periodo dio inicio a la recuperación de la temperatura con el interglaciar Holoceno, el cual continúa en nuestros días. Es importante mencionar que, de acuerdo con Erickson (1991) y Soto (2019), en los últimos 2 millones de años (Ma) cada periodo interglaciar ha tenido una duración promedio de 10 ma, lo cual supone que la época del Holoceno debería estar teóricamente en su fase final, con un punto de inflexión en la temperatura hacia valores cada vez menores. No obstante a que las fases de enfriamiento son más lentas en comparación con las del calentamiento (Kotlyakov, 2015), los registros climáticos señalan que este cambio estaría lejos de notarse, ya que por el contrario, a escala global, los valores medios de la temperatura del aire son cada vez mayores.
A este efecto en el aumento de la variable térmica, Stoermer y Crutzen lo han etiquetado como “Antropoceno”, periodo que arranca justo con la Revolución Industrial (Trischler, 2017) a través del empleo de combustibles de origen fósil. A pesar de que la Unión Internacional de Ciencias Geológicas no reconoce oficialmente el término, y menos aún lo adopta como sucesor del Holoceno, el debate generado ha motivado que distintos grupos de diversas disciplinas empleen el término de manera frecuente a partir de inicios de la primera década del 2000. Sin embargo, Stoermer y Crutzen no han sido los únicos que se refieren a este periodo de grandes impactos sobre los ecosistemas terrestres; en 1775, 1864 y 1873 Lecrec, Marsh, y Stoppani, respectivamente (Nannetti, 2022; Peralta-Montero, 2022), hablaban del efecto transformador del ser humano sobre su entorno, nombrando incluso “Antropozoico” a esta nueva faceta de la humanidad. La disputa por la existencia, o no, de este “nuevo periodo”, el “Antropoceno”, difícilmente terminará; sobre todo, si nos referimos al sentido estricto del vocablo, cuyo significado etimológico sería “humano nuevo”, haciendo referencia a los impactos negativos sobre el entorno que acarrean la satisfacción de las necesidades de esta “nueva especie”, tal como se mencionaba cientos de años antes.
Independientemente del origen y la fecha de adopción del neologismo, lo destacable del caso radica en la coincidencia sobre la existencia de una etapa de la historia de la Tierra en la que su superficie ha sido transformada abruptamente, como respuesta de las acciones del ser humano. Por lo tanto, el “Antropoceno” se caracteriza por el gran apogeo tecnológico y el crecimiento económico mundial, pero también a escala y en términos generales, por ocasionar la fragmentación del paisaje, el desequilibrio de los ecosistemas, la migración o extinción de especies, entre otros efectos; de manera concreta se le identifica por el aumento de la temperatura media del planeta como consecuencia del atrapamiento radiativo, que a su vez es producto del incremento de gases y compuestos de efecto invernadero (GCEI). Esto último ha traído consigo el término “calentamiento global”, para referirse al forzamiento en el cambio climático natural del planeta. Por lo tanto, es considerado como un efecto secundario de las acciones antrópicas sobre el paisaje y sus ecosistemas, lo que da lugar el desequilibrio termodinámico planetario a partir de la primera fase de la Revolución Industrial iniciada en 1760 (Schwab, 2016). Basado en este contexto, nos vemos entonces en la necesidad de remontarnos a las primeras acciones y transformaciones del entorno realizadas por el hombre desde hace 10 ma, al inicio del periodo Neolítico, para comprender mejor el origen del “calentamiento global”.
Cuando llegó el final del UMG, hace 11-12 ma, las condiciones climáticas comenzaron a ser favorables para la calidad de vida del Homo sapiens de aquel entonces; incluso, de acuerdo con Wanner et al. (2008) y Soto (2019), poco después del inicio del Holoceno existió una etapa de mayor incremento térmico, que ocurrió entre 9 y 5 ma AP; esta etapa, conocida en algunos casos como el “óptimo climático”, se caracterizó por ser en promedio 1 °C superior y más húmedo de los 5 ma que duró el Neolítico. Un clima menos severo y más cálido propició que, aunado a otros factores, el ser humano comenzara a asentarse de manera colectiva en sitios específicos, dejando de lado el nomadismo para iniciarse la domesticación de animales y dar pie al surgimiento de la agricultura en áreas tropicales y subtropicales del planeta (Piperno, 2011; Harris y Fuller, 2014), especialmente de cereales (Rego et al., 2009). No es coincidencia que el surgimiento de la agricultura coincidiera en la temporalidad del “óptimo climático”, y con el inicio del Neolítico (9.5-10 ma AP), etapa en la que los grupos de entonces pasan de ser recolectores y cazadores para convertirse en sociedades de producción (Saldívar y Ortega, 2021).
Está ampliamente documentado que la agricultura actual es la cuarta causante de emisiones de GCEI (Saynes-Santillán et al., 2016), particularmente en cuanto a N2H y CH4, con un poder de atrapamiento radiativo de 265 y 28 veces mayor que el CO2, respectivamente; después del CO2, el CH4 es el GCEI más abundante de la atmósfera. Debido a que la principal emanación de N2H está asociada al uso de fertilizantes, en la agricultura del Neolítico era casi inexistente la generación de este gas, al menos como producto de esta actividad; sin embargo, desde entonces se han producido emanaciones antrópicas de CO2 y CH4 a la atmósfera de manera continua y creciente. De acuerdo con Field y Raupach (2004), de los ecosistemas terrestres, el suelo es el principal almacén de C, particularmente entre la superficie y un metro de profundidad, representando el triple del contenido en la vegetación y el doble del de la atmósfera. La retención de C en el suelo es producto de residuos orgánicos naturales, por lo que se le conoce como carbono orgánico del suelo (COS), comúnmente estable hasta por milenios (Schmidt et al., 2011) mientras dure la capacidad de retención del suelo; no obstante, el nivel de saturación es difícil de alcanzar ya que los suelos del planeta están lejos de alcanzar esos niveles críticos según Kane (2015), por lo que permanencen en un equilibrio dinámico. Una vez que se oxida el COS con el oxígeno, da origen a la emanación CO2 mediante lo que se denomina “respiración del suelo”; de manera un tanto semejante, la descomposición de materia orgánica, usando el CO2 en lugar de oxígeno, da origen a la producción de CH4 (FAO, 2017).
Los suelos agrícolas alteran la capacidad de captura y almacenamiento de COS; la simple acción de remover el suelo superficial puede causar la pérdida de hasta el 60% del COS almacenado (Lal, 2008). La labor de labranza del suelo favorece la descomposición del COS al exponerlo ante el oxígeno y a los agentes microbianos (Caviglia et al., 2016), dando pie a la emisión de CO2, y a su vez, a la producción y emanación de CH4, transformándolo de ser un depósito de atrapamiento natural a una fuente emisora de GCEI (Six et al., 2002). Es en este contexto en el que se puede abordar el tema de las primeras emisiones de GCEI realizadas por el hombre desde hace unos 10 ma durante el Neolítico, a partir de la invención y práctica de la agricultura. Resulta obvio que las primeras emanaciones antropogénicas de GCEI fueron casi nada en comparación con las que se comenzaron a registrar a partir del siglo XVIII (Glacken, 1996), por lo que no se pretende aquí discutir, ni menos aún comparar, los niveles de emisión entre ambas temporalidades, sino que se busca motivar a la reflexión y a la discusión sobre el origen de generación de GCEI que han provocado el forzamiento del cambio climático natural planetario. En otras palabras, se pretende señalar que el “calentamiento global” no se comenzó a generar a partir de la Revolución Industrial del siglo XVIII como se ha manejado de forma común, sino que sus orígenes datan quizá de la labor agrícola iniciada 10 ma antes, independientemente de la cantidad generada y del tipo de fuente de emisión.
De acuerdo con análisis de núcleos de hielo antártico (Foster et al., 2014), es posible notar que antes del Neolítico, particularmente entre 15 y 20 ma AP, la concentración de CO2 era de 200 ppm, y en cuanto a la temperatura media, era al menos 8 °C menor (dentro de la recta final del UMG) que la registrada hasta llegar al año 10 ma AP. Lo que probablemente fortalezca la hipótesis de la influencia antropogénica durante el Neolítico, es que coincidentemente, antes del inicio del “óptimo climático”, la concentración de CO2 alcanzó las 280 ppm, mostrando un cuasi-paralelismo temporal con relación a la temperatura; ambas variables se mantuvieron fluctuando entre 280 ppm y 15 °C, respectivamente, con excepción de los ± 16 °C del periodo más cálido mencionado; esto hasta la llegada de la Revolución Industrial. De igual forma, la concentración de CH4 alcanzó cerca de 800 ppb desde el inicio del Neolítico, al 8 ma AP, cuando bajó alrededor de las 600 ppb hasta el inicio de la era industrial (Waters et al., 2016). Este comportamiento paralelo con relación al tiempo ha seguido ocurriendo hasta la fecha, aunque con valores mayores (Figura 1).
Adicionalmente, si tomamos en cuenta lo señalado, podríamos incluso atrevernos a preguntar ¿y si el llamado “óptimo climático” fue el “calentamiento global” del Neolítico? Ya que durante ese lapso la temperatura media llegó a ser 1 °C mayor que el resto de los últimos 10 ma, además, se caracterizó por ser mayormente húmedo en comparación (Uriarte, 2010). A la vez, de acuerdo con Miller et al., (2001), sedimentos biológicos del mar Ártico señalan que el hielo marino era el 50% del volumen actual durante el verano y el 75% durante el invierno; incluso Darby et al., (2001) señalan que las aguas árticas llegaron a ser hasta 5 °C más cálidas que en la actualidad. Las condiciones de temperatura y humedad durante el “óptimo climático” podrían ser un tanto análogas y comparables con los valores actuales, ya que, de acuerdo con el IPCC, en la actualidad la temperatura media global es 1.1 °C superior a los valores medios de la época preindustrial; al mismo tiempo, como consecuencia de una mayor evapotranspiración mayormente en zonas curcumtropicales (Trenberth, 2011), se ha incrementado la precipitación pluvial a escala global; simultáneamente, la superficie de hielo marino ha sido menor cada año (Perovich y Richter-Menge, 2009; Robel et al., 2019).