Este libro constituye un aporte de excepción a los estudios electorales mexicanos, ya que robustece la bibliografía sobre el devenir del Estado mexicano, en particular sobre la primera mitad del siglo XX.
El autor acomete la tarea de estudiar los modelos normativos y los partidos políticos de las entidades federativas que, de acuerdo con él, entre 1917 y 1945 serán definitorios en la configuración del Estado. El tiempo que media entre los años referidos constituye el periodo en el cual gobiernos subnacionales, “dignos representantes del llamado ‘federalismo’, […] defienden, al menos, dos aspectos de la legislación electoral: a) unas reglas escritas para dirimir la lucha por el poder […] y b) una voluntad por impulsar la competencia política a través de organizaciones partidistas” (31-32). A partir de 1946 inicia el centralismo electoral y es el gobierno nacional el responsable de imponer las leyes en materia electoral para resolver las controversias por el poder que ocurrían en las partes integrantes de la Federación.
El volumen cuenta con tres partes (“I. Elecciones y política”; “II. Los mecanismos y reglas electorales”, y “III. Los partidos políticos”), compuestas a su vez por cuatro capítulos cada una. En conjunto, sobresale por exponer los elementos que permiten advertir que los estados, considerando sus particularidades, redactaron sus propias normas electorales, de forma que dichos cuerpos jurídicos fueron diversos en cada proceso comicial celebrado para elegir gobernador, diputados al Congreso local e integrantes de los ayuntamientos (presidente, síndico y regidores). El proceso legislativo, desde la presentación de la iniciativa hasta la promulgación de la ley, no fue ajeno a presiones. Los grupos de poder locales ejercieron su influencia, argumenta el autor, para que en las normas vigentes, en los 30 años siguientes a la promulgación de la Carta Magna de 1917, se incorporaran aspectos que les resultaran benéficos. Al final, esto se concretó.
En la primera parte, “Elecciones y política”, se ofrece una reflexión sobre el proceso de reconstrucción del país luego del movimiento armado, catártico y creador, que produjo la caída de Porfirio Díaz; es decir, aborda la gradual institucionalización de procesos y mecanismos que permitieran la transmisión del poder sin cuartelazos, planes y proclamas para levantarse en armas. Además, se hace un reconocimiento, aunque sin caer en la hagiografía, de aquellos que contribuyeron a generar y fortalecer un Estado de derecho.
A diferencia de lo que se sostiene en la literatura especializada sobre esta etapa, en relación con la “asincronía histórica” del periodo y los partidos modernos, y sin soslayar su estudio, Arreola Ayala destaca la representación política institucional, entre 1917 y 1945, fundada en el voto y los partidos políticos. Son años de efervescencia política en el país, donde múltiples grupos se dedican a la articulación de organizaciones partidistas para concurrir a la contienda democrática, aún endeble, e iniciar la normalidad de la vida comunitaria regida por instituciones formales.
Un dato interesante, de los muchos que están presentes en el libro, es el que se refiere a la reforma electoral de Porfirio Díaz para atender la demanda de no reelección, abanderada por Francisco I. Madero: entre octubre de 1910 y diciembre de 1911 se discutió y aprobó una nueva ley electoral para la renovación de los poderes federales. Dice Arreola Ayala (58): “El hecho político nos marca. Desde entonces, todos los gobernantes de este país han querido solucionar los problemas políticos y la democracia a través de una reforma electoral”. La reforma como solución. El triunfo de la coyuntura y las circunstancias.
En “Los mecanismos y reglas electorales”, segunda parte de la obra, se enfatizan las especificidades y disimilitudes de la normatividad electoral de las entidades federativas con la federal, lo que confirma la soberanía e independencia de éstas, al menos en esa materia. Cuando la Carta Magna inició su vigencia, en mayo de 1917, el nuevo régimen apostó por recuperar la confianza en la democracia y sus procedimientos. “El consenso de la época fue un acuerdo sobre las responsabilidades que tenían los gobernantes para cuidar las formas democráticas. Por ejemplo, llama la atención el grueso de las entidades federativas que podían iniciar juicio de responsabilidad constitucional a su gobernador por motivos estrictamente electorales” (140). En efecto, un número importante de constituciones locales establecieron escolleras para detener las olas que llevaban los apetitos de los gobernadores, constitucionales electos, interinos y sustitutos. La lista que provee Arreola sobre los titulares del Poder Ejecutivo local en el periodo 1917-1945 es testimonio fehaciente de la todavía endeble gobernabilidad que prevalecía en algunos estados y de la fortaleza institucional en otros: gobernadores que duraban meses, un año o dos, y algunos tres; otros más, el periodo completo, un cuatrienio.
Un apartado que llama la atención es el que aborda la discusión sobre la materia electoral en los congresos locales, que versó, de manera sobresaliente, sobre los requisitos para el registro de los partidos políticos que, entre otros, fueron que contaran con 5 000 afiliados en el territorio del estado, y el tema de las normas federales para que, en materia electoral, se aplicaran las circunstancias y operaciones electorales que la entidad necesitara. Para ilustrar estas discusiones, el autor recurre a la que ocurrió en la XXIX Legislatura del estado de Guanajuato, los días 22 y 23 de mayo de 1923. Finalmente, con un lenguaje diáfano, se presentan los aspectos más destacados de las leyes electorales de las entidades federativas, así como sus coyunturas y actores, que fueron, como se desprende del estudio, una contribución que, desde su soberanía, hicieron a la República. Arreola sostiene que el devenir electoral del país tendría un rostro distinto si se hubieran fortalecido las normas locales, en lugar de ser sustituidas por la federal.
La tercera parte del libro está dedicada a investigar a los partidos políticos. La cifra es sorprendente: 776 organizaciones partidistas tuvieron registro en México entre 1917 y 1945. Por primera vez, en la bibliografía sobre política mexicana, se sistematizan el nombre y la fecha de registro, a sus dirigentes principales, y el lema y nombre del periódico u órgano de difusión de aquéllas. Todos los partidos enumerados participaron en alguna elección federal o local, lo que confirma la pulsión política existente en la sociedad. Si bien las armas de los antiguos revolucionarios, caciques y jefes políticos no se habían guardado en definitiva, muchos de ellos encontraron en estas organizaciones un medio menos oneroso y arriesgado para alcanzar el poder; además, con la existencia y la actividad de los partidos disminuía la violencia y, con ello, la intervención de las fuerzas armadas. Era una apuesta por la pacificación. Es preciso recordar que el articulado original de la Constitución mexicana no mencionó a los partidos, pero sí reconoció el derecho de asociación para tratar asuntos políticos. No debe asombrar, pues, esta ausencia, si se considera que en las discusiones de los constituyentes, reunidos en el Teatro de la República, el tema fue debatido sólo dos veces: la primera, cuando Hilario Medina, el 18 de enero, en relación con los controles políticos que debía tenía el Poder Ejecutivo, señaló que los partidos debían hacer “labor oposicionista” y controlar los actos gubernamentales; la segunda, al abordarse las prerrogativas de los ciudadanos, el 26 del mismo mes.
En fin, al examinar el número de partidos por estado, se colige que en el otrora Distrito Federal hubo 151; era la entidad con el mayor número de ellos, mientras que Baja California y Quintana Roo fueron las entidades que menos partidos registraron: apenas dos. Entre otros, los principales líderes partidistas en los estados fueron: Benjamín Hill, Luis N. Morones, Jorge Prieto Laurens, Gonzalo N. Santos, Felipe Carrillo Puerto, Abundio Gómez, Adalberto Tejeda, Emilio Portes Gil, José Siurob y Salvador Alvarado. Todos, mexicanos recordados; unos, por sus dotes oratorias, pulcra pluma y compromiso republicano; otros, por su aspereza y procacidad en el ejercicio del poder.
No es ocioso mencionar que la obra presenta un amplio anexo que contiene algunos programas y estatutos de varios partidos políticos, lo que enriquece la historiografía política mexicana.
En suma, el libro -que pronto se convertirá en un material de consulta obligada-, resultado de un trabajo de investigación archivístico exhaustivo, proporciona nuevas páginas para comprender la institucionalización electoral mexicana, brindando elementos que cuestionan que fue desde el centro donde los partidos emergieron y fortalecieron, compartiendo, a su vez, la experiencia a las poblaciones de los estados. Los hechos que demuestra Arreola Ayala son otros: la lección provino de la periferia.