La construcción política y cultural de la frontera2
Las fronteras geográficas y políticas han ido cobrando una enorme relevancia en el mundo en las últimas décadas a medida que se ha intensificado la movilidad de la población migrante y refugiada.3 Esto no es sorprendente ya que, desde una perspectiva histórica, a medida que han ido cayendo muros históricos como el de Berlín, han ido emergiendo discursos y prácticas que fortalecen nuevos muros y fronteras en el mundo. Por ejemplo, la socióloga Saskia Sassen advierte que las dinámicas globales de pobreza y desigualdad, desplazamientos masivos, desastres ambientales y conflictos armados se han intensificado, creando niveles nunca vistos de expulsión social que afectan no solo al Sur Global sino también a regiones del Norte Global, aunque a través de acontecimientos diferentes (Sassen, 2015).
De esta forma, se ha pasado de los “muros de posguerra” a la creación y proliferación de barreras destinadas a limitar la inmigración clandestina, el tráfico de personas y mercancías legales e ilícitas, luchar contra el narcotráfico y/o evitar las infiltraciones terroristas. Más del 10 por ciento de las fronteras actuales surgieron a partir de 1990, y desde el año 2000 se han creado más de 40 muros en el mundo, específicamente en países como Sudáfrica, Botsuana, Kenia, Singapur, India, Omán, Marruecos, Arabia Saudí, Hungría, Francia y España (Tertrais y Papin, 2018). Es lo que se denomina el “gran regreso de las fronteras” (Foucher, 2017). Tras una larga y rica discusión en el ámbito de los estudios fronterizos, en lugar de formular la pregunta para definir qué es la frontera, se ha dado paso a la pregunta ¿cómo se construyen las fronteras? (Álvarez, 2012). Siguiendo este enfoque constructivista, las fronteras se aproximan más a procesos fronterizos y limítrofes vinculados con proyectos de poder que a puntos fijos establecidos en un mapa (Heyman, 2017; Heyman, Slack y Guerra, 2018). De este modo, las fronteras no son fijas ni homogéneas, se han hecho más polisémicas y complejas; se habla de fronteras invisibles pero también de fronteras internas para dar cuenta de las mutaciones y desplazamientos políticos y semánticos de la idea de frontera. En este sentido, entre los cambios más relevantes dentro del tema migratorio se encuentra el de las fronteras internas (Balibar, 2002) que se refieren al desplazamiento de las funciones selectivas de control y de seguridad al interior de los territorios nacionales. Los cruces fronterizos pueden quedar diluidos en un marco geopolítico mayor, tal como ocurre con la frontera franco-española como frontera interna de la Unión Europea (Barbero, 2018); o pueden tener lugar en los territorios centrales de un país, como el caso de México, donde se detecta, detiene y deporta a personas migrantes sin antes haber asegurado su protección internacional en los casos en que huyen de la violencia (IMUMI, 2019). Se trata, por tanto, de la proliferación de acciones securitarias y de atención humanitaria ejecutadas por actores titulares del monopolio legítimo del uso de la fuerza y por actores privados en territorios internos de los estados, al mismo tiempo que se ejercen los controles fronterizos clásicos en las fronteras nacionales territoriales.
Además de la dimensión política y territorial de la frontera, los procesos fronterizos se refieren a la naturaleza relacional, dialéctica y dinámica de las fronteras y, por lo tanto, nos conduce tanto a cambios, cruces y separaciones como a conexiones (Wolf, 2005; Kearney, 2006; Álvarez, 2012). Pero esas conexiones e interacciones deben ser entendidas desde relaciones asimétricas y procesos de diferenciación continua (Bustamante, 1991) entre posiciones sociales económicamente desiguales desde donde se producen y/o reproducen fronteras políticas y culturales (Heyman, 2012). La frontera, por tanto, tiene una dimensión real, material pero también metafórica y simbólica (Álvarez, 2012). Efectivamente, es una metáfora que nos conduce a una idea de desplazamiento social, cultural, político e identitario y establece una relación dialéctica y constitutiva entre límites y umbrales variados.
Las personas que migran cruzan los límites políticos, morales, sociales y culturales encarnando ritos de paso (Van Gennep, 2013), situándose simbólicamente en posiciones liminales, ambiguas, de invisibilidad y de falta de estatus. Pero al mismo tiempo, la frontera nos lleva a “combinaciones paradójicas” (Heyman, 2017). Como señala este antropólogo, la frontera puede ser vista por las personas migrantes como oportunidad y vía para mejorar sus vidas, al mismo tiempo que son vividas desde el peligro y el riesgo, la vulnerabilidad, la violencia y el daño distribuidos de manera desigual a través y a lo largo de ella (Heyman, 2017).
En definitiva, la frontera puede ser entendida como un sistema burocrático, policial, político y sociocultural que de forma simultánea redefine a las personas divididas y cruzadas por la frontera. Las personas cruzan las fronteras, pero las fronteras a su vez también cruzan a las personas. La frontera permite hacer clasificaciones sobre las personas y dichas clasificaciones se corresponden con los proyectos de poder del Estado y de los actores centrales de las relaciones sociales del sistema capitalista (Heyman, 2001 y 2012). En este sentido, la frontera produce y mantiene la desigualdad social existente al ser un reflejo de los órdenes sociales y nacionales que une y separa. Al respecto, Mary Douglas (1996) señala acertadamente que es la sociedad la que proporciona las clasificaciones, las operaciones lógicas y las metáforas orientadoras con las que los seres humanos vivimos nuestras vidas. Esto es posible porque la frontera actúa como una estructura y como un proceso geográfico, legal, institucional y sociocultural que produce fronteras culturales e identitarias especialmente a partir de la nacionalidad, la etnicidad, la raza, la clase social y el género (Kearney, 2006). Es el orden nacional y social el que produce la frontera y no viceversa.
El control sobre la gobernanza de la movilidad a través de las fronteras estatales es uno de los temas políticos más relevantes del siglo XXI. Si bien la migración internacional es una constante, nunca los gobiernos habían dado tanta prioridad a los temas migratorios ni había resultado tan oportuna la migración para hablar de seguridad nacional, conflicto y desorden a escala global (Castles y Miller, 2004). Las políticas migratorias de control de las fronteras, la recepción de personas refugiadas, la detención y la deportación se han convertido en políticas centrales y son la causa por la que los partidos políticos ganan o pierden elecciones en los estados liberales democráticos en el mundo (Kalir, Achermann y Rosset, 2019). Como resultado de lo anterior, las condiciones políticas y sociales de la movilidad física son cada vez más penosas, precarias y peligrosas para las personas migrantes y refugiadas debido a las políticas migratorias en la coyuntura contemporánea (Cortés Maisonave y Manjarrez Rosas, 2021).
La movilidad humana afecta a millones de personas que salen de sus países de origen en busca de una vida mejor, pero en el caso de las mujeres,4 suele ocultarse el impacto de las dimensiones históricas, políticas, económicas y socioculturales de la violencia de género y sexual en la migración femenina. La amenaza de la violencia sexual y el contexto de inseguridad que suelen atravesar las mujeres migrantes en sus contextos de partida y en las distintas rutas migratorias, nos habla de una violencia que contribuye a fijar posiciones estructurales de jerarquía y desigualdad entre hombres y mujeres en el acceso a los recursos (Maquieira D’Angelo, 2010), y la movilidad es uno de los recursos más importantes a los que pueden aspirar millones de personas en el mundo. Sin embargo, la amenaza de la violencia sexual y de género puede disuadir a las mujeres de su migración, limitando, en definitiva, su movilidad. De hecho, la violencia sexual y de género suele quedar subregistrada y subsumida, oculta en los discursos sobre la criminalidad, desdibujándose así su naturaleza política, histórica y cultural (Cortés, 2018).
Por este motivo, en este trabajo la intención es realizar un breve análisis feminista de los efectos de los procesos migratorios para las mujeres y situar su experiencia en el espacio fronterizo caracterizado por un “continuo de violencia”.5
Frontera, violencia y orden de género
Tal como señala la antropóloga Marcela Lagarde, “el género es más que una categoría, es una teoría amplia que abarca teorías, hipótesis, interpretaciones y conocimientos relativos al conjunto de fenómenos históricos construidos en torno al sexo” (Lagarde, 2018, p. 28). Por su parte, la historiadora Joan Scott conceptualizó el género en su doble acepción: como un elemento constitutivo de las relaciones basadas en las diferencias que distinguen los sexos y como una forma primaria de relaciones significantes de poder (Scott, 1990). Se trata de una relación social que explica cómo se organiza el poder a partir del sexo. El enfoque feminista del género precisamente cuestiona de manera crítica que lo femenino y lo masculino sean hechos naturales y que se hayan convertido en la base de la desigualdad política y social entre varones y mujeres (Cobo Bedía, 1995; Moncó, 2011). Así, el género, más que abordar las diferencias culturales, nos habla de las jerarquías entre varones y mujeres y la manera en que éstas se organizan mediante el establecimiento de sistemas de estatus y prestigio, de la posición social, política y económica derivada de la división sexual del trabajo y de las representaciones simbólicas de estas diferencias sexuales en la sociedad.
En cuanto a la migración, el género es una relación social que informa la movilidad de las mujeres y la dificulta de manera especial por la falta de recursos económicos, las responsabilidades de cuidado asignadas, y/o las restricciones al movimiento implícitos en el orden de género, así como la permanente amenaza y temor a la violencia durante la migración, que en el caso de las mujeres tiene expresiones y experiencias particulares (Cortés Maisonave, 2019; Freedman, 2016). A menudo las mujeres no migran hasta que no tienen absolutamente otra opción.
Uno de los motivos más invisibilizados en las investigaciones, en las políticas públicas y en el trabajo cotidiano de las organizaciones humanitarias es la violencia sexual y de género contra las mujeres migrantes. Se han documentado casos en los que, al viajar en pareja, la dureza de la salida y las condiciones penosas pueden exacerbar la violencia de género ya existente en la pareja a manos de sus maridos. En otros muchos casos, la violencia de género es el detonante para emigrar, de tal manera que las mujeres migran para huir de la violencia a manos de sus parejas y familiares. En el camino de su huida, muchas de ellas afrontan la violencia sexual como parte de un peaje que deben soportar hasta llegar a un país donde poder solicitar refugio. Resulta paradójico que para muchas mujeres exponerse a los riesgos de cruzar las fronteras puede resultar menos peligroso que quedarse (Cortés, 2018; Moncó Rebollo, 2018). Como vemos, los regímenes de movilidad y de género sitúan a las mujeres en posiciones de vulnerabilidad especialmente frente a la violencia sexual y de género en los contextos de salida, tránsito y llegada. Esto es así porque la violencia es sistémica y constituye un recurso extremo para mantener el poder sobre las mujeres (Héritier, 1996).
La movilidad física de las mujeres implica por norma general transgredir un orden de género que asigna a los varones la movilidad legítima. Dicho en otras palabras: la migración de las mujeres transgrede el orden de género que les asigna una posición sedentaria e inmóvil (Cortés Maisonave y Manjarrez Rosas, 2021). El orden de género es clave en la comprensión de los mecanismos que organizan la migración, pero especialmente en el desarrollo de las políticas que gobiernan la movilidad humana y que generalmente legitiman los mandatos de género. Efectivamente, la socióloga Mirjana Morokvasic nos recuerda que a pesar de que las mujeres migrantes han ganado visibilidad, siguen soportando la estigmatización moral y los costes sociales del hecho de migrar, especialmente si viajan solas (Morokvasic, 2011). Mientras que la migración masculina es premiada y legitimada socialmente, la femenina sufre la sanción social por no cumplir con los mandatos de género, sexuales, emocionales y de cuidados. No olvidemos que el género sitúa a varones y mujeres en un orden espacial legítimo.
Las mujeres como sujetos migrantes cruzan del mismo modo la frontera de género que las construye simbólicamente como inmóviles y, al hacerlo, trasgreden las posiciones asignadas por el orden genérico, desobedecen y actúan con autonomía (Torres Falcón y Asakura, 2019) pagando un precio por ello. Esta transgresión desafía el poder de las fronteras políticas que, como decíamos antes, es reflejo del orden social nacional y estatal que actúa para mantener el orden patriarcal a partir del género en la migración al reproducir la desigualdad especialmente a través del uso de la violencia de género y sexual (Cortés Maisonave y Manjarrez Rosas, 2021). La amenaza o la aplicación de la violencia de género y sexual es un recordatorio para todas las mujeres de su sujeción a los varones y del orden genérico. De esta forma, se aplica una “violencia reparatoria” entendida como maniobra de reafirmación identitaria patriarcal orientada a reparar el orden jerárquico “natural” (Asakura, 2019, p. 115). Se trata de una violencia que busca disciplinar el comportamiento de las mujeres cuya agencia las sitúa en la movilidad, lo que implica desafiar la norma de género con el objetivo de forzarlas a elegir entre las redes de trata y de prostitución o la vuelta al hogar patriarcal (Cobo Bedía, 2011), buscando erosionar o acabar con sus proyectos de autonomía personal e independencia. Mientras la fuerza de trabajo femenino se sobreexplota en el neoliberalismo y la industria del sexo se globaliza y fortalece, los mecanismos de subordinación de las mujeres se reproducen y consolidan en la migración. El endurecimiento de las condiciones para llegar a Europa y a Estados Unidos contribuye a crear nuevas formas de violencia y a exacerbar la violencia existente. Las mujeres lo saben y tratan de controlar los riesgos mediante su capacidad de agencia dentro de lo limitado de su margen de acción, lo que implica asumir y minimizar el conjunto de riesgos a los que se saben expuestas.
Estrategias de las mujeres en tránsito
Las fronteras políticas y los controles fronterizos son áreas liminales que deben ser entendidas como un espacio/tiempo de transición y de espera. Sin embargo, lejos de pensar que son zonas sin orden, se trata de espacios cargados de normativas de género que presionan a las mujeres para que ocupen una posición con base en un orden patriarcal y regional diferencial según las comunidades culturales de procedencia y tránsito que demanda y orienta la mano de obra femenina según la división sexual del trabajo en la frontera, especialmente a la maquila (en el caso mexicano), al trabajo doméstico y de cuidados, y a la prostitución.
La vulnerabilidad sobrevenida de las mujeres migrantes es el resultado de las condiciones penosas, peligrosas y precarias en las que tiene lugar la migración, las cuales legitiman el papel de los varones como protectores y acompañantes de las mujeres. Es muy revelador que cuando se habla de los cambios en los perfiles migratorios, se afirma que las mujeres migran en grupo… pero “solas”. Realmente, lo que quiere decirse es que viajan sin varones. Lo que connota la condición de acompañamiento o soledad es la presencia/ausencia masculina. Esta no es una cuestión menor porque legitima la idea de que las mujeres deben ser vigiladas, acompañadas y protegidas durante la migración (Torres Falcón y Asakura, 2019) por familiares varones (esposos, hermanos, padres) o por parejas circunstanciales que las protegen de otros varones (personal de seguridad privada, policías, compañeros migrantes, miembros del crimen organizado, redes de trata, trabajadores humanitarios, entre otros).
Lejos de asumir esta situación, la perspectiva feminista nos permite comprender la forma en la que las mujeres negocian el rol asignado e idean estrategias para evitar quedar encerradas en la misma violencia. Sin embargo, es necesario señalar que toda agencia no implica en sí misma una resistencia exitosa (Abu-Lughod, 1990), pues en la mayoría de las ocasiones el margen de acción es muy limitado y es conveniente recordar que la agencia siempre tiene lugar en un marco de relaciones de poder. En este sentido, Saba Mahmood (2008) propone retomar la agencia más allá de la resistencia y entenderla como una capacidad de acción que se habilita y se crea en relaciones de subordinación históricamente específicas.
Pues bien, dentro del margen de acción de las mujeres migrantes se pueden encontrar varios ejemplos de estrategias llevadas a cabo por ellas; por ejemplo: buscar la protección de un varón, travestirse de varón, asentarse en un lugar del camino una temporada, seguir rutas más seguras o viajar en grupos de mujeres (Cortés, Forina y Manjarrez, 2017; Cortés, 2018; Cortés Maisonave y Moncó Rebollo, 2021; Moncó, 2021; Willers, 2019). En este marco de relaciones de género desiguales en la movilidad, encontramos una clara tensión entre la activación o desactivación de la diferencia sexual a partir del cuerpo de las mujeres. Las mujeres negocian con su cuerpo: unas tratan de diluir la diferencia sexual ocultando sus atributos físicos con el fin de evitar ser violentadas sexualmente, y otras activan la diferencia sexual al intercambiar sexo y/o cuidados por la protección de los varones, con la estrategia de la anticoncepción como recurso para no embarazarse. Otras mujeres se prostituyen para obtener ingresos durante el camino o mientras esperan en la frontera. Cabe recordar que el cuerpo de las mujeres es construido en el patriarcado como un cuerpo-objeto deseado e intercambiado por grupos de varones (Lévi-Strauss, 1998; Rubin, 1986), algo que se activa de manera intensa en las zonas fronterizas. Como se señaló antes, la protección masculina la puede proporcionar otro migrante (“marido de viaje”) o incluso el mismo pollero (Torres Falcón y Asakura, 2019). De este modo, el contrato sexual6 queda asegurado y reproducido en la frontera; los varones se garantizan el acceso sexual al cuerpo de las mujeres y además aseguran atenciones y cuidados adicionales como el lavado de la ropa o la preparación de la comida, actividades naturalizadas como propias de las mujeres. En estos casos, resulta claro que en este contrato las mujeres pagan un impuesto reproductivo, un precio más elevado que el de sus compañeros migrantes varones. En otras ocasiones, mientras esperan la resolución de sus solicitudes de refugio en la frontera, se ha documentado que las mujeres realizan estas actividades de cuidados de manera remunerada (incluyendo el cuidado de niños y niñas cuyos padres y madres salen a trabajar), lo que les permite obtener ingresos para mantenerse durante el viaje. En este sentido, para las mujeres migrantes que se encuentran en las zonas fronterizas, la labor de cuidado de infantes puede implicar lógicas de confinamiento mientras se resuelven las solicitudes de refugio, lo que les dificulta la búsqueda de trabajo. Esto muestra que del cuerpo de las mujeres se extraen tareas sexuales y de cuidado para ocuparse de la reproducción diaria en la migración (Femenías y Soza, 2009). La lógica de los cuerpos sexuales de las mujeres vulnerabilizadas en la frontera cobra relevancia en un contexto donde existe un mercado desregulado que provee enormes cantidades de mujeres a las redes de trata con fines de explotación sexual y a la prostitución, alimentando a una industria sexual multimillonaria.
CONCLUSIÓN
La violencia sexual y de género como frontera
Como se ha mostrado, las mujeres son seres fronterizos que se mueven siempre entre mandatos de género. No sólo atraviesan las fronteras políticas y territoriales, sino también las fronteras de género que las sitúa en la inmovilidad. Las fronteras se articulan con el sistema patriarcal para mantener formas de dominación que reproducen y asientan la normativa de género en las zonas fronterizas a través de la violencia contra las mujeres. Nos encontramos ante violencias continuadas en el orden de género que son precisamente lo más complicado de entender en la dominación masculina (Héritier, 1996). Se coincide con François Héritier al afirmar que cuando las mujeres migrantes tratan de denunciar los daños sufridos por este conjunto de violencias, no encuentran caminos claros para hacerlo. Resulta llamativo que la violencia sexual sea asumida por las mujeres como algo previsible y evidente, como algo que forma parte de su viaje, aunque parezca que solo ellas la ven. El orden patriarcal sigue tratando de controlar la libertad de las mujeres como reacción a los logros feministas de las últimas décadas. La violencia sexual y de género se erige como una frontera más, como un muro que trata de limitar la movilidad de las mujeres y pretende alejarlas del poder al atacar sus deseos y obstruir sus posibilidades de realizar sus proyectos vitales con libertad y dignidad. Sin embargo, todo esto contrasta con las experiencias cotidianas, estrategias y tácticas de las mujeres migrantes y refugiadas que están orientadas a resistir, evitar y minimizar los riesgos de la violencia sexual con el objetivo de vivir una vida digna y libre de violencias.