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Trace (México, DF)

versão On-line ISSN 2007-2392versão impressa ISSN 0185-6286

Trace (Méx. DF)  no.78 Ciudad de México Jul. 2020  Epub 28-Abr-2021

https://doi.org/10.22134/trace.78.2020.783 

Reseña

Painting the Skin

Guilhem Olivier* 

Erik Velásquez García** 

Manuel Hermann Lejarazu*** 

*UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas (IIH), México, olivier@unam.mx.

**UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas (IIE), México, erikvelasquez@comunidad.unam.mx.

***Centro de Investigaciones y Estudios Superiores de Antropología Social (CIESAS), México, hermann@ciesas.edu.mx.

Dupey García, Élodie; Vázquez de Ágredos Pascual, María Luisa. 2018. Painting the Skin: Pigments on Bodies and Codices in Pre-Columbian Mesoamerica. Tucson: University of Arizona Press, México: UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, ISBN: 978-0-8165-3844-7.


En el prólogo a este libro, Stephen D. Houston -autor de varios estudios sobre el color y sobre la percepción del color entre los mayas antiguos (Houston et al. 2009)- señala, en un marco comparativo amplio, los retos de un estudio sobre el acto de pintar la piel o las pieles en Mesoamérica. A partir de los productos utilizados en el maquillaje -o, más bien, de la pintura facial- de la reina Elizabeth I de Inglaterra, así como de las reacciones provocadas por estas prácticas femeninas -contrarias al orden estético establecido por Dios-, el destacado arqueólogo y epigrafista esboza los diversos campos de estudio del color en las civilizaciones mesoamericanas, y nos invita a indagar sobre el origen, la circulación y el uso de los diversos productos colorantes, a analizar sus efectos sobre el cuerpo -olfativos, por ejemplo- y a conocer su papel de impedir la putrefacción de los cadáveres. Además de sus propiedades (algunas vinculadas con el clima), los pigmentos tenían connotaciones sociales, e incluso morales, relacionadas con el tipo de personas que los utilizaban. A este respecto, Houston menciona que en una pieza de cerámica maya se representa a dioses ancianos con los labios pintados -junto a cortesanas, también pintadas-, en un ambiente de fiesta donde hay olores, música y bebida: representación que nos remite a las críticas vertidas durante el Posclásico hacia las ahuianime (prostitutas nahuas), famosas por sus pinturas corporales. El autor destaca también la importancia del contexto en el uso de los pigmentos; por ejemplo, la diferencia que hay entre los que se utilizaban para pintar las esculturas y los monumentos de Tenochtitlan, y los que se empleaban para pintar los códices. Finalmente, Houston invita al lector a adentrarse en ese universo mesoamericano en el cual se adornaban distintas pieles, según prácticas y rituales destinados a constituir lo que Terence Turner (1980) llamó the social skin, ‘la piel social’.

En Painting the Skin: Pigments on Bodies and Codices in Pre-Columbian Mesoamerica se explora la materialidad, los usos y los significados culturales del color aplicado sobre diferentes tipos de pieles -es decir, de soportes- en distintas épocas y regiones de Mesoamérica. En la introducción, Élodie Dupey García y María Luisa Vázquez presentan la historiografía de los estudios sobre el color en Mesoamérica: los primeros trabajos dedicados a su simbolismo asociado con los rumbos cardinales; los relativos a la composición de los colores o a un color específico -como el azul maya-, a la pintura mural y a los léxicos del color; y los recientes estudios no invasivos de los pigmentos en los códices. En vez de postular un simbolismo universal del color, esta obra confirma la necesidad de estudiar los colores en su contexto cultural para analizar sus distintos significados (social, religioso y simbólico), privilegiando las categorías indígenas con las cuales se expresan. De hecho, el concepto de piel incluido en el título del libro ilustra este punto: se trata de la piel humana, pero también de la piel de los animales y la de los árboles sobre las cuales se pintaba. De aquí que el volumen incluya trabajos sobre pintura corporal, sobre pintura de códices e incluso sobre pintura de elementos arquitéctonicos, y que tenga en cuenta tanto la índole de los pigmentos como sus distintos significados.

El capítulo primero, de María Luisa Vázquez, nos invita a reflexionar que mucho antes que los códices, los muros e incluso las paredes de cuevas, el cuerpo humano ya era utilizado como superficie para pintar. Así lo revelan los datos arqueológicos encontrados en los huesos de Lady de Paviland, en el que se encontraron restos de rojo ocre fechados alrededor de 33 000 años a. C. La aplicación de los colores en la piel acompañó al ser humano a lo largo de las diferentes etapas de su vida, pues los restos funerarios encontrados en diversas partes del mundo muestran una asociación de los tintes con elementos simbólicos de deidades o elementos astrales.Tal sería el caso del color rojo en diversos entierros en Mesoamérica, donde este teñido se utilizaba, quizá, para llevar de regreso el calor al cuerpo que lo había perdido. La autora menciona que en las tierras andinas el cinabrio, la hematita y el rojo ocre cubrieron los cuerpos en numerosos entierros, así como también en las momias más antiguas del mundo, descubiertas en la cultura Chinchorro del desierto de Atacama, al norte de Chile. Asimismo, Vázquez señala que ciertos tipos de rojo fueron escogidos sobre otros para pintar y sellar los cuerpos muertos de la realeza del Clásico maya. Pero, sin duda, uno de los descubrimientos más notables realizados a través de los análisis arqueométricos -y que se desarrolla ampliamente en los capítulos 2 y 4 del mismo volumen- el lazo que tienen la pintura corporal y la medicina con el ritual en la antigua Mesoamérica.

El capítulo 2, «Materiality and Meaning of Medicinal Body Colors in Teotihuacan», escrito por María Luisa Vázquez, Sélim Natahi, Verónique Darras y Linda Rosa Manzanilla Naim, se concentra en los distintos entierros del conjunto residencial pluriétnico de Teopancazco: analiza los ajuares y restos mortuorios de ese lugar, desde la fase Miccaotli (150-250 d. C.) hasta la fase Xolalpan (mediados del siglo V). Incluye una descripción fugaz, aunque pormenorizada, de los enterramientos en que los restos tenían un color asociado con los vestigios óseos -o donde, simplemente, las ofrendas tenían vasijas que contenían estos pigmentos-, del estado principal de las osamentas -así como el sexo y la edad aproximada que tendrían estos seres humanos al morir- y algunos detalles de los ajuares asociados. A esta descripción sigue una explicación de los métodos de análisis científicos aplicados, que incluyen técnicas físico-químicas especializadas, tales como microscopía, espectroscopía, rayos X, cromotografía de gas, etcétera. Una de las metas propuestas fue la identificación de los componentes orgánicos e inorgánicos hallados en tales contextos, pero lo sorpresivo y novedoso de los resultados reside en el descubrimiento de que se trataba de substancias que no solo debieron de tener funciones estéticas o rituales, sino también propiedades higiénicas o medicinales, pues tenían la capacidad de remover impurezas y de eliminar células muertas y toxinas, normalizando la superficie dérmica. Además, se revela que algunos componentes químicos eran antisépticos, antibacteriales y fungicidas, e incluso antioxidantes y anticoagulantes. Asimismo, muchas de estas substancias contenían óxido de hierro, que transmitía una gama de tonos cálidos a los restos humanos, e ingredientes como la mica, con la que se buscaba conferir brillo y luminosidad. La conclusión general de este capítulo es que se trataba de dar a los cadáveres una segunda piel, que no solamente les brindaba salud, vitalidad, belleza y poder, sino también una segunda identidad.

«Painting the Dead in the Northern Maya Lowlands» es el título del tercer capítulo, escrito por Vera Tiesler, Kadwin Pérez López y Patricia Quintana Owen. En él se analizan distintos entierros mayas de la península de Yucatán durante el periodo Clásico, y se plantea la vieja pregunta de la arqueología funeraria mayista: ¿qué significaba el color rojo vertido o untado sobre los cadáveres? El análisis considera aspectos como la edad, el sexo y el estatus social del ocupante. A partir de esto se descubre, entre otras cosas, que los mayas de todos los estratos sociales buscaban teñir de color rojo el cuerpo de sus muertos, pero que la población común no podía hacer esto siempre, y cuando lo hacía ocupaba hematita en baja cantidad, mientras que el cinabrio -importado de larga distancia- estaba destinado únicamente a los mandatarios y a otros integrantes de las élites. Un punto importante es que se descarta que los cadáveres ya descarnados hayan sido enrojecidos durante ritos secundarios de reentrada a las tumbas (simplemente no existen datos concluyentes sobre esa práctica), pues se les teñía de rojo durante el entierro original primario. Por último, se emiten algunas ideas sobre el significado de esta práctica cultural, en términos de lo que los mayas creían sobre el destino de las almas y la apoteosis solar de los gobernantes.

El siguiente capítulo, «Body Colors and Aromatics in Maya Funerary Rites», escrito por María Luisa Vázquez, Cristina Vidal Lorenzo, Patricia Horcajada Campos y Vera Tiesler, se concentra en aclarar que el fallecimiento era considerado un rito de paso, y que la preparación del cuerpo para el más allá no solo añadía pigmentos y colores, sino también una serie de fragancias, esencias, perfumes y ungüentos aromáticos agradables, que reportan escuetamente cronistas como fray Diego de Landa y Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán. Las autoras asocian ese tipo de materialidades etéreas con el alimento que necesitaban los dioses y ancestros en el más allá, de manera que, al igual que con los colores, la función de estas sustancias era conferir vitalidad al cadáver. Las autoras aclaran que en el registro arqueológico solamente se preservan los excipientes aromáticos y los pigmentos, que pueden analizarse -y se analizan- mediante un protocolo de técnicas y métodos físico-químicos instrumentado por la arqueometría. Grosso modo podemos decir que los excipientes aromáticos encontrados apuntan al uso de gomas de acacia en Tak’alik Abaj, de copal en Palenque y de resina de pino en Calakmul; si bien, se trata de una muestra aleatoria que -dicen las autoras- debe ser ampliada y contrastarse con los datos de otras disciplinas.

El tono del siguiente capítulo, «Body Colors and Body Adornment at Chichén Itzá», de Virginia E. Miller, es completamente diferente al anterior, pues se trata de un análisis formal de las pinturas murales, las esculturas de bulto y los relieves labrados de Chichén Itzá, con el fin de extraer información sobre la pintura corporal y el tatuaje de los mayas durante los siglos X y XI. El trabajo es muy valioso y se encuentra bien articulado desde el punto de vista de la Historia del Arte, no obstante que la autora llega a una conclusión negativa: no puede reconstruirse el sentido o significado de los patrones de color corporales tan solo utilizando la imaginería visual en sí misma, pues ni siquiera la información procedente de las fuentes coloniales coincide con lo que vemos ahí. Como muchos otros trabajos que se ocupan de Chichén Itzá, este texto se refiere constantemente a los itzáes sin definir su identidad étnica, política o lingüística, a pesar de que en los textos jeroglíficos de la ciudad no se menciona la palabra itzaˀ o itzaj.

La pintura amarilla, con la cual se representa en los códices la piel de las mujeres y la de las diosas, ¿corresponde a un tipo de pintura corporal o se asocia a la percepción de la piel femenina en la sociedad nahua? Tal es la pregunta que plantea Élodie Dupey en el capítulo 6, al estudiar los tipos de cosméticos utilizados por las mujeres, así como la manera en que se percibía y juzgaba el color de su piel. La mayoría de las mujeres y de las diosas aparecen, en efecto, con la piel amarilla, en tanto que la piel de los hombres presenta más variaciones cromáticas. Ahora bien, deidades como Cintéotl y Tonacatecuhtli tienen la piel pintada de amarillo. La asociación mujer-piel amarilla aparece claramente en un fragmento del libro XII del Códice Florentino (Sahagún 1981, 118), donde se dice que cuando los españoles «capturan, escogen las mujeres, las bonitas, las cuyo cuerpo es amarillo, las amarillas (yoan qujmanaia, qujnpepenaia in Cioa in chipavaque, in Cuztic innacaio in cuztique)». La piel de los desollados es también amarilla, y la autora nos recuerda que entre ciertos pueblos indígenas actuales, como los tzotziles y los lacandones, se concibe al hombre, hecho de maíz, con este color de piel. Dupey examina después dos colorantes empleados para pintar el cuerpo: el tecozahuitl (mezcla de pigmento y arcilla, utilizada tanto por las mujeres como por los hombres que van a la guerra) y el axin (grasa procedente de un gusano, utilizada por las prostitutas). Al revisar las representaciones de las diosas en los códices, la autora detecta con fineza la presencia de dos grupos cromáticos: las diosas que personifican alimentos (el maíz, la sal y el agave), cuya pintura facial o corporal combina el amarillo con el rojo; y las diosas madres, cuya pintura combina el amarillo y el negro. Cabe precisar que el amarillo se asocia con la fertilidad. Así, se compara el tecozahuitl con la harina de maíz, lo cual explica su uso por parte de las novias. Ahora bien, las fuentes señalan que la pintura amarilla embellece a las mujeres, pero a la vez critican su utilización por las prostitutas, prototipo de las mujeres transgresoras. Dupey apunta que lo que se critica es el uso excesivo y que las mujeres nobles utilizaban el tecozahuitl, mientras que las ahuianime empleaban el axin, un material más barato y fácil de conseguir. Todo lo anterior revela la complejidad de los códigos manifestados a través de las pinturas corporales y faciales, así como la necesidad de estudios más detallados al respecto.

Como enigma por resolver, apuntamos que, si bien los guerreros podían utilizar el tecozahuitl cuando iban a la guerra, ¿cómo se explica el uso de axin por parte del rey al regresar de una campaña militar, según el testimonio de fray Diego Durán (1995, 494): «el Rey Monteçuma, para entrar en la ciudad, se untó todo el cuerpo de un betún amarillo que ellos llaman axin»?

En «The Colors of the Desert: Ritual and Aesthetic Uses of Pigments and Colorants by Guachichil of Northen Mexico», Olivia Kindl se enfrenta al reto de estudiar a un grupo indígena acerca del cual la información es escasa y a la vez negativa. En efecto, los guachichiles -cuya traducción es ‘cabeza roja’- fueron a menudo considerados cazadores nómadas desnudos e incluso chichimecas salvajes y caníbales. Afortunadamente, algunos cronistas, como fray Guillermo de Santa María, los describieron de manera más precisa, con el cabello pintado de rojo y con pintura facial rayada. El fraile añade que se pintaban el cuerpo de negro para los funerales y que llevaban a cabo rituales al momento de quitarse la pintura corporal. Otros autores hablan del intercambio de flechas y de animales pintados sobre los cuerpos de los guerreros, con el fin de adquirir sus poderes, así como de la costumbre de pintar a los cautivos de la misma manera que sus captores. A partir de estos elementos, Kindl detecta en los guachichiles «una sensibilidad estética asociada con la interacción social basada en la búsqueda de estatuto», lo cual revela la existencia de una organización social compleja vinculada con los usos rituales y estéticos de la pintura corporal. Los guachichiles utilizaron sangre, pigmentos como la hematita, distintas arcillas y pigmentos vegetales como el nopal. En ocasiones, este uso de pigmentos minerales llegó a ser uno de los indicios que los españoles utilizaron para descubrir las minas del oro que tanto codiciaban. La autora menciona también la necesidad de profundizar en el estudio del arte rupestre de la región, ya que en este se ocuparon pigmentos semejantes a los que los guachichiles emplearon en su pintura corporal.

La segunda parte del libro se compone de siete capítulos en los que el tema central es el estudio de los pigmentos en los códices prehispánicos y coloniales tempranos. El análisis sobre los materiales, las prácticas tecnológicas y las tradiciones pictóricas son tema del capítulo 8, escrito por Davide Domenici, Constanza Miliani, David Buti, Brunetto Giovanni y Antonio Sgamelloti. Los códices sometidos a este tipo de análisis -realizado a través de técnicas no destructivas- fueron los prehispánicos Cospi, Fejérváry Mayer, Borgia, Laud y Vaticano B; el Códice de Madrid o Tro-cortesiano; los mixtecos Nuttall, Selden, Bodley, Rollo Selden; y nahuas como el Tudela, Mendoza y Vaticano A, aunque estos últimos son ya códices coloniales. Se incluye también un estudio sobre el Códice Borbónico (tratado de modo particular en el capítulo 10, escrito por Fabien Pottier, Anne Michelin, Anne Genachte-Le Bail, Aurélie Tournié, Christine Andraud, Fabrice Goubard, Aymeric Histace y Bertrand Lavedrine).

En el capítulo 8 se exponen únicamente los resultados que arroja el examen de los códices Cospi, Madrid y Féjerváry Mayer, y se les compara con algunos otros. Es interesante el capítulo porque pueden establecerse dos grupos de comparación entre los códices. A grandes rasgos, a partir de lo expuesto por los autores, podemos decir que tenemos los que evidencian una amplia preferencia por pigmentos de origen orgánico y los que muestran preferencia por pigmentos minerales. Particularmente, los códices del centro de México, como el Cospi -quizá del área de Puebla-Tlaxcala-, el Fejérváry Mayer -de la región de Tehuacán, TeotitlánTuxtepec-, y códices mixtecos como el Nuttall y el Colombino-Becker I, muestran una amplia preferencia por colorantes naturales, a diferencia del Códice de Madrid, que presenta evidencias de que sus pigmentos son de origen mineral. Por ejemplo, en lo que se refiere a la imprimatura, se detecta que en el Códice Cospi se empleó yeso o dihidrato de sulfato de calcio con restos de carbonato de calcio, y en el Fejérváry, una mezcla de yeso y anhidrito. Por su parte, el Códice de Madrid mostró carbonato de calcio -presente en conchas, esqueletos y en muchos organismos vivos-, por lo que esta sustancia tal vez esté relacionada con los suelos o relieves kársticos que caracterizan a la zona maya (compuestos por meteorización química de determinadas rocas, como la caliza, dolomía, yeso, etcétera).

Por otro lado, se detectó que el pigmento negro, en los tres códices analizados, proviene del carbón. Además, se identificó el rojo como derivado de insectos y elaborado probablemente a base de la cochinilla, pues este tinte se encuentra en los códices Cospi, Fejéváry y Nuttall; si bien el rojo del Cospi muestra una mezcla de cochinilla con un segundo tinte orgánico no identificado. Pero, de manera interesante, los pintores del códice maya usaron hematita (óxido de fierro) para crear el rojo. El amarillo y el naranja muestran un compuesto híbrido de orgánico/inorgánico en el que llama la atención el uso del oropimente para códices prehispánicos. El oropimente es un mineral compuesto de arsénico y azufre que se empleaba en la creación de colorantes amarillos. Se creía que había sido usado únicamente después de la Conquista, pero el mineral aparece en el códice prehispánico Nuttall y en códices del centro de México. En cuanto al azul maya, se trata de un pigmento híbrido compuesto de índigo y paligorskita, aunque no solo en los tres códices estudiados, sino también en los códices Nuttall, Colombino y Laud.1 No obstante, aún se carece de datos para comprender las técnicas empleadas para producir las tonalidades azul-grisáceas del azul maya, pues en las fuentes históricas no hay suficientes datos al respecto. Además, es interesante que, si el azul maya tiene una presencia ineludible para pintar códices y aplicarse en pintura mural, las fuentes históricas mencionen pigmentos y tintes como el matlalli, que proviene de la flor matlalxochitl, sugiriendo que el azul maya no fue el único pigmento híbrido azul empleado en la pintura de códices: hecho confirmado por la detección de la matlaxochitl en los códices Bodley, Selden y Borbónico.

El capítulo concluye con una amplia discusión sobre el uso de materiales minerales en la zona maya y de los orgánicos en el centro de México y Oaxaca, planteándose también la interrogante: ¿por qué, a diferencia de lo que muestran los tres códices mayas -ya sabemos que son cuatro-, en Oaxaca y en México hubo una preferencia por colores orgánicos? Los autores de este capítulo plantean que la existencia del difrasismo in xóchitl in cuicatl, podría indicar que los códices de estas regiones se relacionan más con cánticos y discursos, es decir, con la palabra florida, mientras que en el área maya su escritura abordaría menos aspectos de esta naturaleza. No obstante, a partir de 2003 comenzamos a saber que los textos jeroglíficos de los códices mayas están repletos de figuras poéticas o retóricas; y de acuerdo con fray Diego de Landa, fray Bartolomé de las Casas y otros cronistas, su lectura iba acompañada por discursos orales.

En el capítulo 9, «The Study of Color in the Colombino Codex: An Experimental Approach»,Tatiana Falcón resume años de investigación y experimentación sobre los tintes y las técnicas de extracción de los colores empleados, quizá, en el Códice Colombino, manuscrito dedicado enteramente en contenido a la vida del célebre guerrero y gobernante 8 Venado, Garra de Jaguar. La autora realiza observaciones en campo, como en la Mixteca de la Costa y en la sierra norte mixteca, y experimenta en laboratorio las técnicas que se mencionan en las fuentes históricas -por ejemplo, en las obras de Francisco Hernández y de fray Bernardino de Sahagún- para producir los colorantes. Entre los resultados más sobresalientes de este trabajo se encuentra su descubrimiento de diminutos huesos de pescado en la composición del aglutinante empleado en la base de preparación del Códice Colombino.

Finalmente, la autora encuentra la presencia de materiales orgánicos en el naranja, y explora los procesos para obtener el colorante de xochipalli, el amarillo del zacatlaxcalli y el rojo de la cochinilla. Además, analiza el uso de la planta tezuatl para disolver al insecto, así como la cocción de mezcla de alumbre y sulfato terroso.

Para contribuir a determinar el origen de los códices del llamado Grupo Borgia, es fundamental el estudio de los colores empleados en su realización. Después de mencionar los principales debates en torno al origen y a la fecha de realización de estos manuscritos, Élodie Dupey García y María Isabel Álvarez Icaza Longoria señalan el valor de una observación macroscópica de los códices para analizar las similitudes y las variaciones en los colores utilizados. A pesar de la unidad temática de los códices del Grupo Borgia, el estudio del color permite a las autoras detectar importantes diferencias entre ellos. Incluso, seis láminas del Códice Vaticanus B fueron repintadas, y existen importantes diferencias entre el anverso y el reverso del Códice Cospi. Por otra parte, el brillo e intensidad del color en los códices Borgia, Vaticanus B, Fejérváry-Mayer, Laud y Cospi se debe al uso de pigmentos elaborados con materia orgánica.

Dupey y Álvarez Icaza también llevan a cabo un estudio detallado de cada color, empezando por el blanco. Este último es un sulfato de calcio -procedente del yeso- que sirve como base sobre la cual se pinta, según estudios fisicoquímicos realizados sobre los códices Cospi, Fejérváry-Mayer, Laud y Borbónico. Al igual que el color blanco, el negro -hecho a partir de carbón- es muy homogéneo en los códices del Grupo Borgia, salvo en el caso del Códice Cospi. Las autoras detectan distintas variantes del gris, obtenidas de la mezcla del negro con el blanco, al diluir el color negro o al colocar varias capas de color. El aspecto del rojo es estable en el corpus y procede de la cochinilla, pero se detectaron diferencias de tono: más rosa en el Códice Borgia, y más cercano al color de la sangre en el Códice Laud, en el Fejérváry-Mayer y en el reverso del Cospi. En cambio, en el Códice Vaticanus B aparecen dos tipos de rojo, uno más oscuro que el otro (en este códice, las variaciones se obtuvieron también al diluir el color rojo o al mezclarlo con el blanco). Las autoras señalan el uso del rojo con una capa de azul para pintar el rostro del dios del Sol en el Códice Borgia (1963, 49, 55). El caso del amarillo es más complejo: si bien en el reverso del Códice Cospi aparece un solo amarillo (el oropigmento), la paleta cromática del Códice Vaticanus B presenta ¡cinco amarillos diferentes! Las variaciones son también importantes en los casos de los colores anaranjado, piel y café: variaciones que se logran con la superposición de capas de color, por ejemplo, en el Códice Borgia. El uso del azul y del verde revela la existencia de familias cromáticas en el corpus. Según los estudios físicoquímicos, sabemos que en los códices Laud y Fejérváry-Mayer se utilizó, aunque con algunas variaciones, el azul maya de color turquesa. Los distintos azules y verdes que aparecen en el Códice Vaticanus B se obtuvieron con el uso de varias capas de color, pero también con la mezcla de colores en la parte repintada; en contraste, un solo azul oscuro (el azul maya) y un solo verde aparecen en el reverso del Códice Cospi.

Por otra parte, el estudio de los colores que aparecen en cada uno de los códices permite detectar la existencia de diferentes etapas o de diferentes lugares de creación, como sucede en el caso del Códice Vaticanus B y del Códice Cospi. De manera sorpresiva, el estudio de Dupey y de Álvarez Icaza revela que «desde el punto de vista cromático, los códices Cospi y Vaticanus B son más complejos que el Códice Borgia ». La conformación de dos subgrupos -el Borgia y el Cospi versus el Fejérváry-Mayer y el Laud-, ya señalada por los especialistas, se refuerza a partir de semejanzas en el manejo del azul, del verde y del amarillo. Sin embargo, resulta que el rojo y el verde del Códice Borgia son distintos a los utilizados en el Códice Cospi; en cambio, el verde del Borgia es similar al verde del Laud y al del Vaticanus B. La riqueza cromática del Códice Vaticanus B -que contrasta con la pobreza de sus trazos- se asemeja a la paleta utilizada en el Códice Fejérváry-Mayer y en el Códice Laud. Estos nuevos resultados confirman la necesidad de llevar a cabo estudios macroscópicos a la par de los estudios fisicoquímicos.

En el capítulo 12, «Making and Using Colors in the Manufacture of Nahua Codices: Aesthetic Standards, Symbolic Purposes», Élodie Dupey García resalta primeramente la importancia de uno de los resultados de los estudios fisicoquímicos: los pigmentos utilizados para pintar los códices Borgia, Vaticanus B, Fejérváry-Mayer, Laud y Cospi se elaboraron con materia orgánica -salvo el yeso para el soporte- y, en algunos casos, el amarillo se hizo con oropigmento; en cambio, la mayoría de los pigmentos utilizados para pintar esculturas y murales fueron hechos con minerales. La historiadora propone relacionar los resultados de los estudios físicoquímicos con los datos sobre pigmentos que aparecen en el Códice Florentino de fray Bernardino de Sahagún y de sus colaboradores nahuas, y en la obra del protomédico Francisco Hernández. Sin embargo, en ocasiones, estas fuentes parecen contradecirse entre sí; por ejemplo, a decir de Sahagún, el color azul texotli se hizo a partir de flores, mientras que Hernández lo identifica con una piedra. Dupey sugiere que texotli fue el nombre que los nahuas dieron al famoso azul maya, realizado a partir de una mezcla de índigo y de una arcilla palygorskita, lo cual permite conciliar los datos de estas fuentes del siglo xvi. Cabe añadir que la división entre pigmentos orgánicos e inorgánicos se encuentra en la estructura misma del capítulo del Códice Florentino dedicado a los pigmentos.

Ahora bien, ¿cómo explicar la elección de pigmentos orgánicos para pintar los códices? Esta elección resulta enigmática en vista de la escasez de ellos en el México central, a diferencia de la abundancia de los minerales en la misma región, utilizados para pintar esculturas y edificios. Dupey explica que los tlacuiloque buscaban y conseguían el brillo y la intensidad de los colores plasmados en los códices, precisamente al utilizar pigmentos de origen orgánico. El mismo afán de conseguir colores brillantes se registra entre los artesanos que trabajaban con plumas y con piedras preciosas, e incluso en quienes pintaban esculturas y edificios. La historiadora analiza también el valor de los colores, considerados ofrenda e incluso, en ciertos contextos, comida de los dioses, como puede observarse en las ofrendas encontradas en uno de los cenotes de Chichén Itzá. Además de calificar al pintor como dador de vida (tlayolteohuiani), los colores pertenecían a la parte superior del cosmos y estaban cargados de tonalli, entidad anímica y energía solar, con la cual el tlacuilo infundía vida y divinidad en los códices.

En consonancia con las analogías dérmicas de la segunda parte del libro, el capítulo «Skin of Walls: Plaster Practices Across Maya Books, Buildings, and People», escrito por Franco D. Rossi, explora el tema del revestimiento calcáreo de los edificios, vasijas estucadas y códices, que remite de inmediato al color blanco o sak, como se dice en diversas lenguas mayances. No obstante, el autor observa que el lexema sak, lejos de agotar su alcance semántico en el terreno del color, se extiende a ámbitos de dominio cultural que apenas han sido reconocidos, como lo que atañe a todo lo hecho a mano (sak mul, ‘pirámide’; sak bih, ‘camino’, etcétera); lo que se relaciona con el estuco, como sak bihtuun, ‘patio pavimentado’, o Sak Nuhk Naah, ‘Casa de la Piel Blanca’ (nombre de la Casa E del Palacio de Palenque); e incluso a la limpieza o pureza ritual, como sak haˀ, ‘agua virgen’, o quizá sak ik’aal (nombre del hálito respiratorio). El autor también encuentra que sak se vincula con títulos políticos, tales como Sak Wahyis (asociado con un grupo de élite del sur de Campeche y norte de Petén) y Sak Chuwen (vinculado con la nobleza de Naranjo). No obstante, cae en algunas imprecisiones, pues asevera que los códices mayas estaban recubiertos con yeso (sulfato de calcio) o con estuco (carbonato de calcio). En realidad, de los cuatro que han llegado hasta nuestros días en condiciones aceptables de preservación, el único que está recubierto con yeso es el Códice Maya de México, pues el Dresde, el Madrid y el París tienen estuco. Rossi agrega que los códices tenían piel, y que, paradójicamente, esta era la de los árboles. Yo agregaría que ello puede explicar por qué Sak Huˀun era tanto el dios del árbol del amate como de los códices, y por qué el rostro de esa deidad surge de las páginas abiertas de aquellos libros pretéritos en las escenas pintadas en los vasos. Acaso se trataba del alma misma del códice.

Referencias

Códice Borgia. 1963. Editado por Eduard Seler. México: Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

Durán, Diego. 1995. Historia de las Indias de Nueva España e islas de Tierra Firme. Vol. 1. Editado por José Rubén Romero y Rosa Camelo. México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. [ Links ]

Houston, Stephen D., Claudia Brittenham, Cassandra Mesick, Alexandre Tokovinine y Christina Warinner. 2009. Veiled Brightness: A History of Ancient Maya Color. Austin: University of Texas Press. [ Links ]

Martínez del Campo Lanz, Sofía, coord. 2018. El Códice Maya de México, antes Grolier. México: Secretaría de Cultura / Instituto Nacional de Antropología e Historia. [ Links ]

Sahagún, Bernardino de. 1981. Florentine Codex: General History of the things of New Spain. Vol. 12. Editado y traducido por Charles E. Dibble y Arthur J. O. Anderson. Santa Fe, Nuevo Mexico: The School of American Research and the University of Utah. [ Links ]

Turner, Terence. 1980. «The Social Skin». En Not Work Alone: A Cross-Cultural View of Activities Superfluous to Survival, editado por Jeremy Cherfas y Roger Lewin, 112-140. Londres: Temple Smith. [ Links ]

1En 2018 se comprobó la existencia de auténtico azul maya en el folio 10 del Códice Maya de México o Grolier, el manuscrito legible más antiguo conocido de América (ca. 1129); ver Martínez del Campo Lanz (2018).

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