La Silva de poesía de Eugenio de Salazar es un manuscrito de 533 folios que contiene la mayor parte de la obra literaria del autor.1 La primera parte reúne su poesía amorosa, consta de 180 folios y se divide en dos partes: una que abarca 72 ff. e incluye poesía bucólica, y otra que junta composiciones de temas y metros diversos. La abundancia de poesía amatoria de Salazar, que fue un escritor muy prolífico en general, no es de extrañar; el género era casi obligatorio para un poeta de su época. Lo que sí resulta bastante anómalo en el caso de este autor es que toda la poesía de esta índole está dedicada a su esposa, doña Catalina Carrillo, con quien estuvo casado durante cuatro décadas y media y tuvo tres hijos.2
El propio autor alude al inusual carácter de su poesía amorosa en la dedicatoria a Catalina de la primera parte de la Silva:
Excelentes poetas ha habido, muy amada esposa y señora mía, que han empleado las fuerzas de sus ingenios en perpetuar la pluma y publicar y ensalzar con sus cantos las virtudes, hermosura y gracias de damas que sus corazones amaron, aunque no fueron con ellas por matrimonio conjuntos. A estos enamorados escritores por aventura sólo movió el amor que en sus damas puesto tenían. Pero a mí no solamente esta causa (aunque está en mi corazón tan viva), ni el nudo matrimonial que con vos, mi señora, me ha hecho uno, sino también la obligación en que vuestro merecimiento me ha metido para emplear mi pluma en la descripción de las partes suyas. […] Así que solamente mi musa en esto se ocupa, para alguna recreación vuestra y grande contento mío (Salazar 2001: 441-442).
La poesía amorosa de Eugenio de Salazar, según él mismo, tiene esta particularidad: está motivada no sólo por el amor que le tiene a su esposa (causa, sin embargo, ‘tan viva en su corazón’), sino también, por un sentido de deber inspirado por el “merecimiento” —el mérito— de su mujer. Esto distingue sus versos de los de los “excelentes poetas” a quienes menciona, pues implica una finalidad que va más allá del buen logro del modelo estético-temático de la poesía cortesana y revela un lazo verdadero e íntimo entre amador y amada que se nutre de la convivencia conyugal. El objetivo, entonces, es un gusto para los dos: “alguna recreación vuestra y gran contento mío”.
Para Marcelino Menéndez y Pelayo, lo mejor de la Silva son precisamente los versos amorosos: “hay en la parte erótica, es decir, en los innumerables versos hechos ‘a contemplación de doña Catalina Carrillo, su amada mujer’, un afecto limpio, honrado y sincero, muy humano y cien leguas distante de la monotonía petrarquista” (30). En mi opinión, la humanidad de la poesía amorosa de nuestro autor, por un lado, y su distanciamiento de la “monotonía petrarquista”, por otro, van trabados, pues es precisamente el afecto humano al que se refiere Menéndez y Pelayo lo que le permite a Salazar alejarse, por lo menos en cierta medida, de las convenciones canónicas de los modelos literarios en los que se inscribe, para agregar su propio toque personal.
Jaime J. Martínez Martín propone que en la dedicatoria de Salazar a su esposa, el autor “establece su superioridad respecto a los poetas de la tradición anterior tomando como base un criterio extrapoético: el carácter inmoral de sus amores por cuanto se dirigían a mujeres con las cuales no estaban casados” (57)3 y opina que “seguramente Salazar notó la dificultad de hacer compatible su situación sentimental tras su matrimonio con un sistema poético y amoroso en el que uno de los elementos fundamentales era la imposibilidad de ver realizado ese sentimiento” (150). Sin embargo, esto que Martínez Martín interpreta como una “dificultad” yo lo entiendo como una especie de exención para el poeta, que lo emancipaba de la necesidad de cumplir con los requerimientos del molde petrarquista, y así, lo dejaba libre para adoptar y adaptar ciertos modelos literarios a su manera. El resultado es una poesía excepcional que logra desembarazarse de las exigencias normativas de dichos modelos para presentar innovaciones que se caracterizan por su gracia e ingenio.
Analizaré ahora algunos poemas pertenecientes a dos series poéticas de la primera parte de la Silva —los quince sonetos escritos “al cuerpo y facciones de su Catalina” (2001: 558-556) y “Las reglas de la buena casada” (584-594)4— con el fin de ejemplificar algunas de las novedades que Salazar se permite en su tratamiento de temas convencionales en la literatura de su época, las cuales atribuyo por lo menos en parte al curioso carácter doméstico/conyugal de sus versos amorosos.
En los quince sonetos “al cuerpo y facciones de su Catalina”, Salazar parte, claro está, de la tradición petrarquista del retrato femenino. Martha Lilia Tenorio explica que:
La lírica petrarquista retomó [el modelo del retrato femenino de la literatura medieval anterior], idealizándolo por medio de expresiones metafóricas, con lo que la belleza de la dama se transformó en una construcción poética; describir la belleza femenina consistió, entonces, en usar tropos y metáforas: el cabello de la dama ya no es sólo rubio, es “oro”, los dientes no son sólo blancos, sino “perlas”. Y así como el canon medieval había codificado ciertos rasgos, a partir de Petrarca se fijaron las metáforas referidas a estos atributos femeninos: cabello-oro, frente-cielo, cejas-arcos, ojos-luceros, mejillas-rosas, piel-nieve, boca-coral/rosa bermeja, dientes-perlas, etc. (8-9).
Salazar definitivamente respeta algunos de estos esquemas metafóricos, y a veces, las metáforas en sí: las cejas de Catalina son “dos arcos […] y cantidad de flechas” (2001: 560); su cuello es una columna “muy derecha / […] tan vistosa y bien sacada” de “limpia nieve allí de sol cubierta” (563); sus cabellos son hilos, específicamente del arco de Cupido, “cuya rubiura al mismo sol excede” (559). Pero en varias de las composiciones pertenecientes a esta serie, nuestro autor se desvía lo suficiente del modelo convencional para dejar su propia huella en esta tradición poética, con lo cual ofrece aportaciones que a veces son bastante graciosas. En el noveno soneto de la serie, no son las mejillas, sino las orejas —el elemento retratado en este soneto— las que son rosas (metáfora visual que relaciona la forma y las partes del oído externo con la imagen de una rosa en flor).5 Las orejas:
Dos rosas son, según en ellas veo,
que crió en el rosal de los rosales
Amor, y dos ramicas de las cuales
cuelga sus armas como bel trofeo (562).
Amor (Cupido) crió las rosas que son las orejas, de cuyas ramas él cuelga sus flechas, que pueden ser los aretes de Catalina. Salazar se inserta en el poema también como el espectador que provee la observación impulsadora de la particularidad metafórica (“dos rosas son según en ellas veo”). En los tercetos se proponen otras metáforas: las orejas son estrellas cuando la cara es luna; son “lunas no muy llenas” (562) cuando la cara es sol; sin embargo, opino que la comparación más tangible, más visual e incluso, podríamos decir, más realista ya quedó plasmada en el segundo cuarteto y, con ella, el ingenio del poeta.
Otro ejemplo cuya novedad puede incluso llegar a movernos a risa es el soneto “a las narices” (2001: 560). Por un lado, Salazar no omite las alusiones a su rectitud y a su blancura, características modélicas de la nariz de la dama:
En la alta torre del mayor tesoro,
de hermosura y gracias más enteras,
que de alabastro tiene las aceras (560);
pero por otro, de manera jocosa, enfoca su descripción no en aquellos aspectos, sino específicamente, en los orificios nasales de su amada mujer:
Amor, amigo de causarnos lloro,
obró con arte y gala dos troneras,
por do sus flechas tira más certeras,
como garrochas del tablado al toro.
De allí Amor y su madre están mirando,
y, contra corazones libertados,
muestran su ira y fuerzas soberanas.
El que los ojos tiene levantados
cierto terná6 el bajarlos suspirando
si los alzare a tales dos ventanas (560).
Los agujeros de la nariz de Catalina son troneras y ventanas de donde Cupido tira sus flechas, que por su parte son como garrochas o varas para picar toros (que incluso podrían ser metáforas para los pelos que salen de la nariz de la bella esposa). Y de ahí Cupido y Venus miran y, quizá siguiendo con la referencia al toro, muestran su ira y fuerzas soberanas (¿tal vez como hacen los toros al exhalar vapor por las fosas nasales?). Se trata de una adaptación bastante original del retrato de la nariz, que revela un tono humano y definitivamente humorístico.
De modo similar que en el poema “a las narices”, en el soneto “a la barba” de su Catalina, Salazar va de lo general a lo particular y de lo canónico a lo novedoso. En los cuartetos, la barba de la dama es convencionalmente “hermosa”, “tan graciosa” y “obra prima de divina mano” (563). Pero en los tercetos, el autor vuelve a lucir tanto su capacidad innovadora como su ingenio cómico: en esa hermosa barba, Natura:
Sentó un lunar con siete hilos de oro
de quien7 está mi corazón pendiente
y más de mil almas ahorcadas (563).
Aquí la innovación consiste en que los “hilos de oro” no son los cabellos de la dama, sino los vellos que salen de su lunar, que graciosamente tienen un número simbólico, de los que está pendiente el corazón de Salazar y hay, además, hiperbólicamente, “mil almas ahorcadas”.
A diferencia de los jocosos retratos de la nariz y de la barba de Catalina, en el soneto a los pechos está ausente el tratamiento burlesco, lo cual se debe, en mi opinión, a la mayor intimidad del objeto temático aquí. La expresión metafórica ya no es un fin en sí, sino simplemente el pre-texto para una reflexión amorosa-erótica mucho más personal:
Aquel alto escultor que en todo acierta
dos hemisferios hizo muy iguales,
la gracia y la blancura de los cuales
al alma aviva, al corazón despierta.8
Y por que tal beldad no esté encubierta,
fijó en ellos dos nortes celestiales,
que aquel que mira aquestas dos señales
de hermosura ve la playa abierta.
Sentolos a una haz por que pudiese
gozar su vista bella la persona
a quien fortuna tanto bien hiciese,
y puso en medio dellos una zona
que el cuerpo que con ella se ciñiese
podría ser que en gloria estar creyese (564).
Aguilar Salas opina que este soneto es “uno de los que más desconcierta del escritor madrileño” y que se “resalta que el pecho es una belleza para estar descubierta” (2007: 33-34). Para mí es al contrario: aquí Salazar alude al carácter privado de esta zona del cuerpo y a la restricción de la vista y del tacto de los hemisferios-pechos a “la persona a quien fortuna tanto bien hiciese […,] el cuerpo que con ella se ciñiese”. Aquí, el poeta incluso ironiza el concepto del carácter inalcanzable de la dama amada en el modelo petrarquista, pues el ‘afortunado’ quien se ‘ciñe’ con ella es, en realidad, él mismo, y ella, su legítima esposa.
En los sonetos “al cuerpo y facciones de su Catalina”, Salazar experimenta con un género básicamente obligatorio para todo poeta “amoroso” de su época y lo personaliza doblemente, pues, por un lado, sus sonetos reflejan su propio ingenio poético y, por otro, representan una pequeña ventana a la relación conyugal en la que están inspirados. Otra serie poética de la primera parte de la Silva donde también observo la personalización de una tradición literaria es el conjunto de lo que él llama décimas, y que nosotros llamaríamos quintillas dobles, titulado “Las reglas de la buena casada” y dedicado, por supuesto, a Catalina. Aunque el poema pertenece, a grandes rasgos, al mismo momento histórico-literario que el mucho más conocido texto epistolar y didáctico en prosa La perfecta casada de fray Luis de León (1584), dedicado a su sobrina recién casada doña María Varela Osorio, encuentro, en Salazar, muy matizada la intención preceptiva o moralizante que claramente caracteriza la obra de fray Luis.9 No cabe aquí señalar las muchísimas diferencias entre La perfecta casada y las “reglas” de Salazar; pondré, más adelante, un solo ejemplo tomado del texto de fray Luis con la simple intención de señalar la relativa benevolencia del tono de la serie de nuestro poeta en comparación con el rigor de las lecciones del teólogo agustino. “Las reglas de la buena casada”, en lugar de ser duros consejos para la dama, son, en realidad, observaciones y advertencias que se enmarcan en una alabanza hacia Catalina con la que se inicia la serie:
Entre mil notables cosas
que de vos tengo notadas,
luz de damas virtuosas,
noté las muy provechosas
reglas de buenas casadas:
y si en vuestro favor dais
al que os ama y vos amáis
atreverme a scribillas,
y cantando referillas,
según que vos las obráis (2001: 584).
De entrada, se parte de la premisa de que todas estas “reglas” ya las ejemplifca su esposa, “luz de damas virtuosas”, y que él simplemente las va a ‘escribir y referir’ según ella ya las obra; con esto defintivamente se difumina cualquier pretensión sermoneadora que pudiera haber tenido la serie. Por lo tanto, discrepo de la siguiente apreciación de Aguilar Salas respecto a este conjunto poético, en el que, para ella,
se rompe todo el encanto del poeta. El verso se esfuma y da paso a una serie de “reglas” sin más, en las que no hay consideración de la fémina, simplemente hay una vuelta a lo abrupto, a lo preceptual, incluso podemos decir a lo típico del siglo que marcaba las leyes del “santo matrimonio”. Qué pasa en la conformación de la Silva, por qué Salazar inunda su Silva de esta serie de reglas que, además de engrosar el manuscrito, desvían la tensión poética, si se quiere forzada, pero que se había logrado folios atrás con sus “quinze sonetos al cuerpo y faciones de su Catalina” […] Acaso el poeta abandona la tensión amorosa que impone el acto poético y asume la voz del predicador (2000: 260-261).
En mi opinión, no son abruptas las “reglas” de Salazar, sino simplemente directas, y no veo en ellas una intención de predicar sino la de advertir sobre los peligros sociales y personales a los que la mujer casada está expuesta. Asimismo, el autor da sugerencias sobre cómo la casada puede evitar estos peligros y, así, evadir cualquier consecuencia que pudiera resultar de ellos. Por ejemplo, en la composición XIV, cuyo mensaje —como se explicita en la apostilla en el margen derecho del folio— es “que no sea callejera” (2001: 587), y la cual forma parte de los consejos relacionados con la tercera regla, concerniente a la castidad y la honestidad de la mujer, nuestro autor no es ni excesivamente duro ni acusatorio con ella, pero sí advierte contra la posibilidad de acoso:
No salga a menudo fuera,
que la autoridad se pierde
andando de esta manera:
porque a la que es callejera
qualquier gozque ladra y muerde (588).
El gozque, perro pequeño que, según el Diccionario de autoridades, “sólo sirve de ladrar a los que pasan o a los que quieren entrar en alguna casa” (“gozque”), es una metáfora relativamente ingeniosa y tangible con la que Salazar alude a los riesgos a los que puede exponerse la mujer que anda en la calle, con lo cual se da a entender que ella no es más protagonista del mal que los peligros que la acechan.
Además de la amenaza graciosamente metaforizada en el gozque, la otra que sufre la mujer “callejera” —a saber: los rumores de la gente— también es, de cierta manera, ajena a ella, aunque sí puede ser motivada por su comportamiento:
Y andando fuera de casa
sus rumores desencasa10
y los que de honesto entienden
su soltura reprehenden
por donde quiera que pasa (588).
Se recomienda, pues, que la mujer “no salga a menudo fuera” para evitar que la acosen los hombres y los rumores: una argumentación que sobre todo para la época podría parecer bastante mesurada. Que se valga aquí, entonces, la comparación de los versos que acabamos de citar, por un lado, con un pasaje de La perfecta casada de fray Luis, por otro; aquí León advierte contra ser “callejera” así como contra toda una serie de otros comportamientos de alguna manera relacionados, para él, entre sí:
Y demás desto, si la casada no trabaja ni se ocupa en lo que pertenece a su casa, ¿qué otros estudios o negocios tiene en que se ocupar? Forzado es que, si no trata de sus oficios, emplee su vida en los oficios ajenos, y que dé en ser ventanera, visitadora, callejera, amiga de fiestas, enemiga de su rincón, de su casa olvidada y de las casas ajenas curiosa, pesquisidora de cuanto pasa, y aun de lo que no pasa inventora, parlera y chismosa, de pleitos revolvedora, jugadora también, y dada del todo a la risa y a la conversación y al palacio con lo demás que por ordinaria consecuencia se sigue, y se calla aquí agora por ser cosa manifiesta y notoria (León: 72).
La casada hipotética descrita por fray Luis parece estar condenada a incurrir en todos los vicios que él cita simplemente por no ‘tratar de sus oficios’; se convierte en abandonadora de su hogar, chismosa, buscapleitos, etc. La enumeración de eventuales defectos de la casada es una hiperbólica censura de los comportamientos indignos a los que ella es propensa y de las consecuencias que sufrirá al caer en dicha conducta. En Salazar, no hay nada de censuras inclementes, sino, repito, simples advertencias para la casada en las que, en muchos casos, como en el de la composición XIV citada arriba, el motivo parece ser proteger a la dama de disgustos y ofensas. Otro ejemplo sería la composición XV —“que no escuche palabras de amores que nadie le diga, sino finja que no las oye”— que termina con los siguientes versos:
Y si algún descomedido
hablare como atrevido,
hágase que no oye nada,
por que quede vengada
y el necio quede corrido (2001: 588).
Aquí, la casada poca culpa tiene del mal que la amenaza, sino que éste es perpetrado por el hombre “descomedido […] atrevido […y] necio”; ella, sin embargo, sí tiene el derecho de vengarse de estas ofensas con su silencio. En la composición XVI, la temática es similar (“que no le responda al hombre que le hablare alguna palabra atrevida o deshonesta, ni le riña, que mejor es callar”): el blanco de la censura de Salazar no es la casada, sino el hombre, que es “mal mirado”, “malcriado”, “necio” (otra vez) y “desvergonzado” (588).
La actitud moderada de Salazar en estas “reglas” es, para mí, un factor intrínsicamente ligado con el hecho de que están dedicadas a su mujer legítima. También observo en esta serie versos que claramente aluden al papel de Salazar como esposo, en los que se revela, de manera implícita, un tratamiento todavía más personal. La apostilla a la composición XXII, que es parte de la misma “tercera regla” a la que pertenecen las últimas tres composiciones ya comentadas, advierte “que en ausencia del marido esté recogida y no se ponga galas ni cure mucho el rostro, ni admita visitas ni conversaciones sospechosas” (590). Los versos empiezan advirtiendo, básicamente, lo mismo que la apostilla:
Estando el marido ausente,
un recogimiento honesto,
un vestido conteniente;
la gala no es conveniente,
ni se cure mucho el gesto (590).
Quien esté familiarizado con el resto de la primera parte de la Silva sabe que el tema de la ausencia del marido está, si me lo permiten, bastante presente: de hecho, inmediatamente después de los sonetos “al cuerpo y facciones de su Catalina”, encontramos una “Canción en ausencia” de 11 estancias y su envío (566-569), así como un soneto escrito “ausentándose [Salazar] de su Catalina, y yendo caminando” (572) y una canción “a la mano derecha de su Catalina, porque no le [e]scribía” (574).11 Deducimos, tanto por estas composiciones como por los datos biográficos que poseemos sobre el autor, que se habrá ausentado de su mujer en ciertas ocasiones, probablemente debido en parte a viajes laborales. Analizando, entonces, la composición XXII dentro del contexto de las ausencias de Salazar, opino que se vislumbra un afecto casero y una preocupación personal que puede relacionarse tanto con el tema de la honra de la casada y, por extensión, la de su esposo, como con sentimientos tan humanos como lo serían, por ejemplo, los celos. Quizá por eso la segunda quintilla de esta composición resulta un poco más preocupada que otras de la serie, pues termina:
Ni conversación se admita,
a quien la callada grita
de las lenguas cortadoras
no perdone a todas horas:
que es mancha que no se quita (590).
De nuevo, como en la composición XIV, el peligro son los rumores: “la callada grita” (el callado gritoneo: hermoso oxímoron) “de las lenguas cortadoras”, que resultará en una “mancha que no se quita” en la reputación de la casada y de su marido. De nuevo, estamos ante una actitud que es más preventiva que acusatoria, más preocupada y racional que intolerante.
“Las reglas de la buena casada” responden a la intención de toda la primera parte de la Silva en la que se enmarcan: la de inscribirse Salazar, sí, en ciertas tradiciones literarias pero, a la vez, de distinguirse de los autores cultivadores de esas mismas tradiciones, al dedicar su poesía amorosa a la alabanza de las virtudes de su propia mujer. Él afirma que escribe esta poesía:
no con fin que mis cantares se derramen por el mundo, como los que cantaron los excelentes Ausiàs March, Petrarca, Garci Sánchez de Badajoz y Garcilaso de la Vega, con otros ingeniosos poetas en loor de damas que mucho amaron. Porque, señora, conozco holgáis más de que haya en vos méritos para ser alabada que oír en parte alguna loores que de vos se digan (2001: 441).
Claro está que Salazar no es un ciego seguidor de modelos literarios preexistentes, sino que se apropia de esos modelos para infundirles un nuevo propósito y nuevos motivos. Alfredo Roggiano aludió a una especie de dualidad que hay en nuestro autor, llamándolo “un burgués hogareño con mentalidad cortesana” (43), a la que, para mí, se puede atribuir, al menos en parte, la particularidad doméstica de sus versos amorosos. Opino que esta dualidad del autor lo mueve a escribir composiciones como las que dedica “a las ventanas de la casa de su Catalina” (513), “al pilar donde su Catalina se arrimaba en la iglesia” (513-514), a “un primero día de Cuaresma, que vio a su Catalina con la cruz de ceniza en la frente” (520) “a una mosca que estaba picando en el rostro a su Catalina” (532) o las todavía más literalmente conyugales/domésticas como lo es el soneto en el que se “declara el año, mes y día de su matrimonio con su doña Catalina Carrillo, que fue 9 de mayo de 1557” (553).
A lo largo de la primera parte de la Silva, Catalina emerge no como una dama idealizada, sin defectos y sin voz, sino como una mujer de carne y hueso que inspira la poesía de Salazar no sólo por su belleza sino también por su curiosidad mental y hasta filosófica: incluso hay un soneto que “responde a una pregunta que le hizo su doña Catalina, preguntándole de qué es causa el olvido en los amantes” (580) y otro, en torno a que “preguntole una vez su Catalina, ¿cuándo eran los celos más penosos?” (580-581). En estas composiciones obviamente se sobrepasan las convenciones de la poesía tópica “en loor de damas”, como escribe Salazar, y revelan, asimismo, un alto grado de intimidad de pensamiento entre el autor y su esposa.
Aunque, como ya citamos, en la dedicatoria de la primera parte de la Silva Salazar sostiene que no espera que sus cantares “se derramen por el mundo” como los de los autores renombrados a quienes enumera, sabemos, gracias al documento al que comúnmente se refiere como su testamento literario (tres folios sin enumerar que están al principio de la Silva), que tenía cierto anhelo de que se publicaran póstumamente: “Hijos, esta Silva de poesía no me determiné de publicarla en mis días […;] si les pareciere […] que mi memoria no padecerá detrimento en publicarla, hacedla imprimir” (2001: 423). Martínez Martín percibe “una relación antagónica que no puede pasar inadvertida” entre el hecho de que Salazar escriba “que no pretende que sus obras sean conocidas por todos”, por un lado, y el que nombre a Ausiàs March, Petrarca, Garci Sánchez y Garcilaso en la dedicatoria de la primera parte de la Silva, por otro (57); sin embargo, para mí no existe tal contradicción, sino que se trata simplemente de un ejemplo de lo que podríamos llamar la “falsa modestia” tan característica de Salazar (otros ejemplos se hallan precisamente en el primer párrafo del testamento literario del que acabamos de citar, así como en la dedicatoria al rey Felipe III de su poema alegórico-moralizante Navegación del alma). 12
Considero “falsa” esta modestia no porque opine que Salazar se crea definitivamente a la altura de los autores mencionados, sino porque me parece que el preámbulo que pone en la dedicatoria a su mujer (así como el del testamento literario y el de la dedicatoria de la Navegación) tiene una función, eso sí, principalmente retórica: es una especie de exordio a modo de captatio benevolentiae para dejar clara la sinceridad de la intención de los versos que ahí se reúnen, primero, ante la destinataria directa de la primera parte de la Silva y, segundo, ante un potencial público más amplio y/o futuro de la obra. Promover esta sinceridad al negar implícitamente una intención de lograr la fama o de comercializar con sus versos amorosos invita al lector, sea quien sea, a leerlos con mayor empatía y benignidad; al mismo tiempo, es, para mí, coherente con la petición ya citada que les hace a sus hijos en su testamento literario, pues ahí también se insinúa que su propósito no es la celebridad —por lo menos no en vida— ni el lucro, sino simplemente porque cree que su manuscrito, escribe: “si no me engaño, tiene obras que pueden salir a luz” (2001: 423).
Con todo, creo que Salazar estaba perfectamente consciente de la gran novedad de su poesía amatoria (tanto que la explicitó en la dedicatoria a Catalina) y, aunque quizá no se creyera en el mismo nivel que los poetas “amorosos” a los que alude ahí, sí sabía que su poesía era distinta, excepcional, singular, no necesariamente por su calidad literaria, pero sí, por su curioso carácter doméstico, personal e íntimo. No dudo que Salazar haya querido que la primera parte de la Silva se diera a conocer a un público más amplio para que su singularidad pasara a la posteridad. ¿Estaba Salazar proponiendo un modelo nuevo, un modelo de alguna manera superior para hacer versos de amor? No me atrevería a defender la idea de manera completamente convencida, pero tampoco me parece una imposibilidad. Asimismo, pienso que él sí se creía digno de cierto reconocimiento por las innovaciones que logró plasmar en sus versos en nombre del ingenio y de la renovación del género.