INTRODUCCIÓN
Las reflexiones que se presentan aquí encuentran un marco de referencia general en la perspectiva intercultural crítica,1 que exige una problematización del concepto de diálogo de saberes, y una confrontación sobre los diversos factores epistémicos que lo condicionan (Tubino, 2009).
El concepto de diálogo constituye un principio de la pedagogía hermenéutica (Pagano, 1999) y de la educación popular (Freire, 1994), que se basan en el reconocimiento y la participación activa de los sujetos involucrados en el proceso educativo. En lo referente a la educación intercultural, tanto en México como en el resto de América Latina, el diálogo consiste en “una llamada abierta a los saberes subalternos” (Ávila et al., 2016), para transitar desde el monólogo cultural y lingüístico que ha caracterizado la política pública y educativa del Estado-nación, hacia el reconocimiento del pluralismo epistemológico y a un intercambio equitativo y horizontal.
Para que el concepto de diálogo no se quede en la dimensión ideal de la utopía, es necesario reflexionar acerca de sus condiciones de posibilidad cuando se pretende aplicar a sistemas de conocimiento cuyos principios, valores y finalidades se basan sobre estructuras epistemológicas y antropológicas distintas -y en algunos casos antitéticas-, como es el caso del conocimiento lógico-científico y los saberes tradicionales de las comunidades indígenas.
Esta perspectiva implica atribuir a la epistemología una posición central, en la medida en que el acercamiento, la confrontación y la interacción con la diversidad cultural representan una toma de conciencia sobre la hegemonía del sistema de conocimiento occidental (Walsh, 2005) y sobre sus límites ante la comprensión y el estudio de la realidad y de las culturas otras (De Sousa Santos, 2010). Es sobre dichos límites que se concentrará la atención del presente ensayo.
El punto de partida es la obra de Gregory Bateson. Científico heteróclito, por moverse de manera no convencional entre campos disciplinarios distintos. Se ha formado como biólogo y antropólogo, y ha contribuido al desarrollo de teorías novedosas en el campo de la antropología, la psiquiatría y la comunicación. La síntesis de su obra poliédrica se encuentra en la introducción de su libro paradigmático, Pasos hacia una ecología de la mente,2 donde el autor se pregunta si existe algún tipo de “selección natural” que determina la supervivencia de algunas ideas y la extinción de otras (Bateson, 1998). Dicha interrogante representa el punto neurálgico de una investigación cuyo objetivo es desenmascarar aquellos mecanismos de consolidación de las ideas dominantes de la cultura occidental, que cristalizándose en el ámbito de la investigación científica, de la economía y de la política -así como de la vida del hombre común- han contribuido a romper el vínculo sagrado entre mente y naturaleza. Su epistemología ecológica trata de reconciliar justamente este vínculo. El interés hacia las formas de conocimiento que quedan más allá del “propósito consciente” y de los métodos reduccionistas de la ciencia, representa la tentativa de encontrar sistemas comunicativos más aptos para comprender el fundamento relacional que gobierna el funcionamiento de la mente como ecosistema. Ésta, para Bateson, no obedece al silogismo lineal de la lógica, sino al lenguaje relacional de la metáfora -principio constitutivo de la experiencia estética y de lo sagrado-, capaz de captar la estructura conectiva que une los sistemas vivos, y ofrecer una perspectiva integradora de la realidad que reúne la evolución de la mente con la evolución de la naturaleza.
Sus reflexiones proporcionan categorías interpretativas eficaces para aproximarse a la epistemología de los saberes tradicionales.3 Por un lado, por la crítica contundente hacia la racionalidad occidental que, carente de “sabiduría sistémica” (Bateson, 1998: 465), opera según una lógica que vincula la conciencia al propósito instrumental, y limita el conocimiento entre los confines reduccionistas de sus premisas epistemológicas. Por el otro, por la perspectiva innovadora por medio de la cual se aproxima a la experiencia de lo sagrado, incluyéndola en el ámbito de la teoría del conocimiento.
Hijo del genetista William Bateson, Gregory pertenece a la “quinta generación de ateos que no fueron bautizados” (Bateson, 2006: 379), como él mismo escribe, casi justificando el hecho de arriesgarse a entrar en un terreno que hasta los ángeles temen pisar (Bateson y Bateson, 2013). Su interés en lo sagrado puede leerse como el continuum de la crítica hacia el materialismo que domina la perspectiva científica, incapaz de aproximarse a la experiencia humana de una forma integradora.4
Las reflexiones de Bateson alrededor de lo sagrado son útiles para abordar la comprensión de la epistemología que subyace a los saberes tradicionales de las comunidades indígenas, para las cuales lo sagrado representa un denominador común: una matriz sobre la que se estructuran la vida, la interpretación del mundo (Pérez-Taylor, 2002) y el sistema de saberes (Toledo, 2003); y que marca diferencias ontológicas, antropológicas y epistemológicas ante la forma mentis del moderno “occidental típico”.5
El presente ensayo se articula en tres partes: en la primera se presenta la perspectiva batesoniana de ecología de la mente, que proporciona un marco de comprensión para leer la epistemología de los saberes tradicionales indígenas, cuya relación con el territorio representa un vínculo sagrado, al ser insondable y morfogenético (Toledo, 2003); es decir, que estructura la cultura y el conocimiento mismo. La visión de la mente como sistema cuyos límites trascienden la epidermis -ecología de la mente-, problematiza la cuestión de la autonomía como cualidad no atribuible al sujeto separado del contexto, sino del sujeto-con-el-contexto. Se evidenciarán entonces las distancias entre el principio separador y el finalismo que caracteriza el pensamiento lógico-científico, y la lógica relacional que subyace a la visión sagrada de los conocimientos tradicionales.
Consecuentemente, en la segunda parte se cuestionarán las condiciones de posibilidad del diálogo a partir de la lectura crítica del concepto de autonomía como conceptuación etnocategorial. Si bien, por la lógica-científica, ésta se entiende en una perspectiva universalista, en la lógica de los saberes tradicionales consiste en la perspectiva de salvaguardar el localismo como diversidad cultural, y mantener inviolada la relación epistémica hombre-naturaleza. A partir de un caso paradigmático reportado por De Sousa Santos (2010), se intentará demostrar la necesidad de relativizar el concepto de autonomía, con el fin de encontrar finalidades comúnmente acordadas, como objetivo del diálogo entre saberes. Se propondrá, entonces, la idea de apertura del conocimiento lógico-científico hacia los saberes tradicionales, como alternativa a las propuestas de inclusión, integración y de hibridación de los conocimientos otros, bajo los paradigmas de la cultura occidental.
En la última parte, se describirán las implicaciones epistemológicas del concepto de apertura, a partir de la reflexión que Bateson realiza sobre la matriz comunicativa que conforma lo sagrado, la metáfora. Se reflexionará sobre la imposibilidad de su traducción bajo un esquema lógico-racional, ya que, de hacerse, se pondría en riesgo su misma comunicabilidad.
Las reflexiones que se presentan pretenden ofrecer posibles instrumentos de lectura para pensar y planear el diálogo intercultural y epistémico en los contextos educativos.
“LA MENTE NO TERMINA CON LA EPIDERMIS”: UN PRINCIPIO ECOLÓGICO PARA LA COMPRENSIÓN DE LOS SABERES TRADICIONALES
Para Bateson, el estudio de la mente, junto con el de la evolución, representa un momento indispensable para la reflexión epistemológica.6 En relación al dualismo que caracteriza la forma mentis de occidente, este pensador problematiza la cuestión de los límites de la mente y de la unidad evolutiva a partir de lo sagrado. Sugiere que la reflexión sobre el sistema de conocimiento occidental requiere de una crítica del paradigma de separación, que subyace tanto al conocimiento lógico-científico, como a la vida espiritual del hombre occidental. Dicha separación impide comprender la experiencia humana en la dimensión integradora que conforma lo sagrado, como sensibilidad a la pauta que conecta a todos los sistemas vivos.7 Para Bateson, de hecho, lo sagrado, lejos de representar un aspecto exclusivo de la vida religiosa, consiste en una epistemología; es decir, una forma de conocer que radica en la manera en la que se considera la relación entre hombre y ambiente y, en específico, entre mente y naturaleza como unidad ecosistémica.
El autor sostiene que si con el totemismo el hombre asumió el mundo natural como guía para la organización social y psicológica, y con el animismo amplió la noción de personalidad y de mente al mundo circundante (montañas, ríos, selvas), el paso siguiente -que coincide con la llegada a la noción de dioses- fue problemático, porque consistió en
…separar la noción de mente respecto al mundo natural. [Y] cuando se separa la mente de la estructura en la que es inmanente, como ser, una relación humana, la sociedad humana o el ecosistema… uno se embarca… en un error fundamental que, a la larga, con seguridad lesiona a quien lo comete (Bateson, 1998: 517-518).
Con la supresión de la mente de la estructura inmanente, tanto el cristianismo (que al humanizar las divinidades ha operado una separación definitiva entre sagrado y profano), como el pensamiento lógico-científico (que se refiere al hombre a partir de su centralidad respecto al contexto), se ha reforzado históricamente la idea occidental de separación como principio de estudio de la realidad y de contemplación espiritual.
Ya en los amaneceres de la ciencia y de la filosofía moderna, dicha idea era vista con inquietud por parte de algunos filósofos. Recordamos el caso paradigmático de Giordano Bruno, quien, al estudiar la naturaleza a partir de “sus vínculos”,8 criticaba tanto a los científicos, que identificaban en las matemáticas el único instrumento de estudio de la naturaleza, como a los teólogos, según los cuales Dios había creado un mundo finito a disposición del hombre. La crítica de Bruno contribuye a develar, según Galimberti (2015: 351) , la
…subterránea relación entre la tradición cristiana y el agnosticismo científico, [que] compartirían la persuasión de que el hombre, disponiendo del alma como pretende la religión, y de las facultades racionales como pretende la ciencia, es, entre los entes de la naturaleza, el “único” ser vivo que puede someter la naturaleza a sus necesidades (traducción del autor).
El sujeto separado del contexto y de su objeto de estudio, y la realidad fragmentada en partes simples y analíticamente concebibles, llegan a conformar la esencia del método de indagación de la realidad que engloba cada esfera del conocer,9 y caracteriza las premisas epistemológicas del “occidental típico” moderno (Bateson, 1998: 347).
Si ponemos a Dios afuera y lo colocamos frente a frente a su creación, y si tenemos la idea de haber sido criados a su imagen, nos veremos lógica y naturalmente a nosotros mismos como externos a, y enfrentados con, las cosas que nos rodean. Y en la medida en que nos arroguemos la totalidad de la mente, veremos al mundo circundante como desprovisto de mente y, por consiguiente, sin derecho a ser tomado en cuenta moral o éticamente. Sentiremos que el ambiente nos pertenece para explotarlo (Bateson, 1998: 492).
Con estas palabras, Bateson hace referencia implícita a la teoría de Darwin, según la cual es la unidad especie-específica la que evoluciona, y no la unidad-con-el-ambiente.10 Esta teoría, para el autor, justifica la idea de una mente independiente, para la cual el entorno representa un lugar concebido según la dicotomía sujeto/objeto, o mente/naturaleza. El “occidental típico dirá: ‘Yo corto el árbol’ y hasta cree que hay allí un agente delimitado, el ‘sí-mismo’, que ejecutó una acción delimitada y teleológica sobre un objeto delimitado”11(Bateson, 1998: 347-348).
En esta perspectiva, la conciencia occidental, para Bateson, está organizada en términos de selección y de propósitos (Bateson, 1998: 187): selecciona y orienta su atención y su acción sólo sobre algunos aspectos de la realidad, y bajo el esquema instrumental y utilitarista medio/fin. La concentración del “propósito consciente” depende, por una parte, de los mecanismos limitados de la percepción y, por otra, de las premisas epistemológicas del sujeto, que a su vez influyen sobre la percepción: “en mi percepción soy guiado por propósitos” (1998: 463). Así que, si las premisas epistemológicas de esta visión de la mente son la separación, el dualismo y el propósito, resulta evidente que “cada paso adicional que se dé hacia el aumento de la conciencia alejará más aún al sistema respecto de la conciencia total” (1998: 463). Es decir, alejará al sistema de aquellos circuitos más amplios que conforman la relación sujeto-ambiente, mente-naturaleza, como unidad ecosistémica.
Si ponemos a Dios afuera… sentiremos que el ambiente nos pertenece para explotarlo. Nuestra unidad de supervivencia estará dada por cada uno de nosotros y su gente, o por los miembros de la misma especie, enfrentados con el ambiente de otras unidades sociales, otras razas y los brutos y los vegetales (Bateson, 1998: 492).
Esta visión de la mente y de la unidad evolutiva fundamenta la racionalidad moderna, que se extiende a cada campo de la experiencia humana y que, dadas las características de su mente, se considera independiente y absoluta en cuanto apátrida. Es decir que, aunque reconoce sus orígenes en un centro culturalmente definido, extiende universalmente sus principios, sus métodos y sus propósitos sin considerar las diferencias (epistemológicas, sociales, geofísicas, políticas) de las culturas otras. Podríamos afirmar que constituye el modelo epistémico que, desde una perspectiva decolonial, Castro-Gómez define como la “hybris del punto cero” (2007: 83) ; es decir, el pecado de desmesura de la racionalidad occidental. Un meta-punto de vista sobre todos los demás puntos de vista, que se extiende a todos los lugares en nombre de una “natural”, en cuanto “razonable”, representación e inclusión.12
En antítesis, para Bateson, la mente emerge como un ecosistema que se conforma en la inseparable interacción con el entorno.
…pensemos en un ciego con su bastón. ¿Dónde comienza el sí-mismo de ese hombre? ¿En la contera del bastón? ¿En el mango del bastón? ¿O en algún punto a la mitad del bastón? Estas preguntas carecen de sentido, porque el bastón es una vía a través de la cual se transmiten diferencias por medio de la transformación, de manera que trazar un límite cruzando esta vía es amputar una parte del circuito sistémico que determina la locomoción del ciego (Bateson, 1998: 348).
Una de las ideas nodales y revolucionarias de la epistemología batesoniana es que los procesos mentales no encuentran su matriz en la así llamada “interioridad” del individuo, sino en las interacciones comunicativas que conectan a los individuos entre ellos y con el ambiente (Manghi, 2004). La mente, por lo tanto, representa un sistema recursivo que no se basa sobre distinciones y dualismos, sino se organiza y re-alimenta de la interacción de partes diferenciadas, de “arcos de circuitos” (Bateson, 1998: 347) que trascienden al individuo en su límite físico, y que incluyen el contexto como parte de un circuito más amplio.
Es paradigmático el ejemplo que el autor ofrece del leñador que tala un árbol (Bateson, 1998): el leñador no debe considerarse como un sistema separado del árbol o de su herramienta de trabajo, ya que al recibir la información del signo que el hacha produce en el tronco, actúa combinando la percepción, ajustando la fuerza y el peso de la herramienta. Según esta perspectiva, de ninguna manera las partes tomadas individualmente (leñador, hacha, árbol) son sólo la causa o el efecto de las otras, así como ninguna de las partes individuales posee una propiedad que determina las otras. Esto es: la mente no se encuentra exclusivamente en uno de los términos de la relación, sino en la relación misma, que también incluye los objetos que trascienden la epidermis. Su autonomía, por lo tanto, no se debe entender como una cualidad de un sistema separado del ambiente, sino de la mente-con-el-ambiente.
…podemos decir que la “mente” es inmanente a aquellos circuitos del cerebro que están completos dentro del cerebro. O que la mente es inmanente a circuitos que están completos dentro del sistema, cerebro más cuerpo. O, finalmente, que la mente es inmanente al sistema más amplio, el del hombre más el ambiente (Bateson, 1998: 347).
La mente descrita por Bateson trasciende la epidermis, es inmanente “en las vías y mensajes que se dan fuera del cuerpo” (Bateson, 1998: 491) y representa un subsistema de una entidad más amplia que es comparable a Dios en la medida en que algunos la nombran como tal, pero “sigue siendo inmanente en el sistema social total interconectado y en la ecología planetaria” (1998: 492). En esta perspectiva, en la raíz de la realidad, así como del conocimiento, no existe ninguna independencia absoluta, ninguna separación excluyente, sino sólo diferencias relacionales que pueden ser comprendidas en el entramado de las interconexiones que conforman el sistema.
Esta visión de la mente-con-el-ambiente, para Bateson, se atiene a lo sagrado; por un lado, porque reconoce aquella pauta que conecta al hombre con el ecosistema -que algunos llaman Dios- y, por el otro, porque establece un límite -tabú- cuya profanación amenazaría con la destrucción del ecosistema en el cual la mente está incluida como parte interactuante.
La falta de sabiduría sistémica siempre es castigada. …los sistemas… castigan a cualquier especie que es tan imprudente como para entrar en una disputa con su ecología. Puede usted llamar, si así lo desea, “Dios” a las fuerzas sistémicas (Bateson, 1998: 465).
Lo sagrado, en la perspectiva de la ecología de la mente, adquiere entonces una connotación muy distinta de la perspectiva occidental, que lo considera como una entidad separada (dicotómicamente) de lo profano. Funge como una matriz relacional e integradora (Bateson, 2006), de la que se desprende una perspectiva ontológica, antropológica y epistemológica precisa; es decir, una manera de ser, de percibirse en relación con el entorno y de conocer.
Esta epistemología converge hacia la comprensión de la sabiduría ancestral (Medina, 2006) de las culturas tradicionales. Según dichas culturas, la naturaleza tiene connotaciones sagradas (Parker, 2006; Pérez-Taylor, 2002), porque la relación con ella se estructura sobre un vínculo de reciprocidad sistémico, según el cual la “percepción de todo lo que existe, las cosas vivas y no vivas, el mundo social y el natural, están intrínsecamente interconectados” (Toledo, 2003: 77). Con relación a esto, Pérez-Taylor (2002: 38) escribe: “así, cuando la naturaleza es parte intrínseca de la necesidad humana, ésta se convierte en el monumento imaginario que produciría la representación inmanente de la sociedad”. No es difícil, en esta perspectiva, captar la matriz ecológica que subyace a la visión sagrada de un jefe indígena, según el cual lo sagrado está en “cada” partícula de lo creado como un elemento inter-conectivo:
Cada parte de esta tierra es sagrada para mi gente.
Cada espina de pino brillante, cada orilla arenosa,
Cada bruma en el oscuro bosque, cada claro y zumbador
Insecto es sagrado en la memoria y experiencia de mi gente.13
Para las comunidades tradicionales, lo sagrado está vinculado con una visión de la cultura que no surge, como pretende el antropocentrismo, de un proceso de desprendimiento de la naturaleza (Pérez-Taylor, 2002), sino de seguir la premisa de una continuidad relacional con ella misma. Dicha visión es coherente con el principio de diferenciación,14 pero no con el de separación; ello debido a que, en la perspectiva ecológica, nunca se puede hablar “de simples diferencias” así como se habla de las cosas en sí -separadas y autosuficientes-, sino siempre de “diferencias en un circuito” (Bateson, 2006: 264), es decir, en el ámbito de la totalidad sistémica de la relación.15
En línea con la epistemología batesoniana, Toledo (2003: 82) afirma que la relación sagrada que los pueblos tradicionales establecen con la naturaleza, a través de creencias y rituales, deriva “en actitudes dotadas de un componente ya ausente en los ciudadanos de las sociedades modernas: una relación profunda con el mundo que deriva en una cierta ética ecológica”. Una ética de la que se desprende un tipo de conocimiento relativo no sólo a “la estructura, funcionamiento y utilidad de los sistemas ecológicos… sino también [a] su dinámica” (Toledo, 2003: 113); es decir, a su estructura sistémica. El saber, en esta perspectiva, es inmanente al espacio geográfico, como lugar de producción de conocimiento interrelacional; por lo tanto, los conocimientos son diacrónicos, holísticos y relacionales.
Paradigmáticas, a este propósito, son las entrevistas que realizamos en una investigación anterior (Gramigna y Rosa, 2016), con varios miembros de la comunidad yaqui (curanderos, danzadores, gobernadores y estudiantes). En dichas entrevistas emerge que la epistemología que subyace al conocimiento ancestral de la tribu del sur del estado de Sonora nace de una relación sin solución de continuidad con el medio ambiente. El encanto (Lerma Rodríguez, 2014) -dimensión onírica donde se adquieren y transmiten los conocimientos ancestrales- es posible si el espacio geofísico no sólo es representado mentalmente a través de un proceso de abstracción y de simbolización, sino si es continuamente experimentado sensiblemente. Dicha experimentación sensible representa una conditio sine qua non para que el proceso de conocimiento se desencadene y cobre un significado formativo y existencial (Gramigna y Rosa, 2016).
Retomando las reflexiones de Bateson podríamos afirmar, entonces, que los saberes tradicionales se estructuran sobre una epistemología sagrada en la que los productos simbólicos de la mente son morfogenéticos (Bateson, 2011); no sólo porque traen inspiración del contexto natural, sino porque representan con dicho contexto una unidad inescindible y estructurante. Por ello, pensamos que la lucha en defensa de la biodiversidad debería necesariamente incluir la mente y sus productos simbólicos, porque éstos representan el resultado de una relación recursiva con el medioambiente, cuya profanación conlleva el riesgo de una mutilación del sistema “ecomental”; es decir, la conjunción del ecosistema natural-con-el-cultural.
Esta perspectiva de la mente tiene implicaciones profundas en la reflexión pedagógica, sobre el diálogo intercultural entre conocimiento lógico-científico y saberes tradicionales. Algunas de las preguntas que plantea son: ¿qué procesualidades formativas desencadena una “mente ecosistémica”? Y, más allá… ¿desde qué punto de vista es posible el diálogo entre sistemas mentales y gnoseológicos que se basan sobre estructuras tan distantes, que en algunos casos pueden ser antitéticas?
En otras ocasiones nos enfocamos sobre la primera pregunta (Gramigna y Rosa, 2016; 2017; Rosa, 2017); en los siguientes apartados de este ensayo nos concentraremos sobre la segunda.
¿“PROPÓSITO CONSCIENTE” VS LÓGICA RELACIONAL? HACIA LA NECESIDAD DE ENCONTRAR FINALIDADES COMUNES
La heterogeneidad que anima el debate intercultural sobre la relación entre conocimiento lógico-científico y saberes tradicionales subyace a diferentes posturas ideológicas, políticas y sociales, así como epistemológicas y pedagógicas (Walsh, 2005; Sartorello, 2009; Pérez-Ruiz, 2016).
Según Pérez Ruiz (2016), persiste una perspectiva “etnocéntrica y colonizadora”, vinculada a la praxis homologadora de los Estados-nacionales, que propone la interacción entre ciencia y saberes indígenas para enriquecer los sistemas hegemónicos. Paralelamente a la complejización de la sociedad global y el auge del neoliberalismo, la perspectiva “intercultural integradora” (Pérez Ruiz, 2016: 15), o “funcional” (Tubino, 2009: 12), pretende incluir e hibridar los saberes otros, “traduciéndolos” bajo los criterios de la cultura y de la ciencia occidental. Dicha postura, aunque pretende horizontalidad, la banaliza, y se inclina a favor de los actores que sustentan el poder (Pérez Ruiz, 2016).
En cambio, el modelo “intercultural autónomo, colaborativo y descolonizador” (Pérez Ruiz, 2016: 15) se opone a los anteriores y pone en evidencia la persistencia de gramáticas coloniales subyacentes a las prácticas culturales, económicas, políticas y pedagógicas del sistema global contemporáneo. Dicha postura:
…postula la autonomía de los sistemas de conocimiento como condición para el diálogo, para que los actores implicados participen desde sus lógicas culturales y cosmogónicas en condición de respeto y equidad dentro de los espacios establecidos y acordados para la interacción (Pérez Ruiz, 2016: 25).
Para esta autora, el diálogo no supone ni la pérdida de la lógica del conocimiento científico, ni la pérdida de los elementos ontológicos distintivos de los saberes tradicionales. No implica, por lo tanto, una puesta en discusión “de la validez ontológica, o la eficacia y capacidad explicativa de un sistema de conocimiento en comparación con otro”, sino que exhorta a cada interlocutor a acudir al diálogo desde su epistemología propia, que se da en el ámbito de los contextos y de las “finalidades acordadas para la interacción” (Pérez-Ruiz, 2016: 25). Coherente con esta perspectiva, también De Sousa Santos (2010: 32) sostiene que la ecología de saberes se basa en el reconocimiento de la pluralidad de conocimientos heterogéneos, “y en las interconexiones continuas y dinámicas entre ellos sin comprometer su autonomía”.
Vemos, pues, que la autonomía se vuelve un punto nodal para la reflexión sobre el diálogo intercultural y epistemológico; pero, al mismo tiempo, según nuestra perspectiva, problemático. Es decir, no cabe duda de que se necesita establecer la autonomía como principio para reconocer la legitimidad de las epistemologías otras, y para la construcción de una interculturalidad que reconozca el valor propio de la diferencia, dentro “de una estructura y matriz colonial de poder racializado y jerarquizado” (Walsh, 2009: 4). Sin embargo, tenemos la sensación de que, si la autonomía se asumiera como principio guía para definir las posibilidades y las modalidades de la interacción, sin una problematización histórica, contextual y antropológica de sus implicaciones, esto podría obstaculizar el diálogo en la meta de encontrar finalidades comunes. Esto porque, como sostiene Valleriani (2009) , no podemos dirigirnos a lo otro por medio de categorías occidentales; es decir, en lo específico de nuestra reflexión, no se trata de pensar la autonomía de lo otro bajo la tipología predefinida de la conceptuación occidental, porque esto reforzaría el sistema de categorizaciones que garantiza a la cultura dominante “el poder hegemónico de hablar en nombre de él” (Valleriani, 2009: 20). En esta perspectiva, la única estrategia para superar la metafísica consiste, para Spivak Chakravorty, en un proceso de “historización radical del propio locus enuntiationis, [porque] quien interpreta sabe que lo hace desde una perspectiva particular, aunque utiliza con este objetivo, categorías metafísicas como libertad, identidad, diferencia, sujeto”16 (cit. en Valleriani, 2009: 20) y, en nuestro caso, autonomía.
En la perspectiva de relativizar el concepto de autonomía proponemos distinguir, teórica y metodológicamente, dos momentos en los que se le atribuyen funciones distintas en vista del diálogo intercultural e inter-epistemológico, teniendo en cuenta su semantización local e histórica. Primero: el momento del reconocimiento de la pluralidad de los sistemas de conocimiento; aquí la autonomía representa un principio fundamental para deslindar los saberes tradicionales del plurisecular dominio cultural y epistemológico de occidente; reconocer su validez, su eficacia y su funcionalidad, dentro de los diferentes contextos culturales (Villoro, 1982; De Sousa Santos, 2010). Segundo: el momento de definir un espacio de interacción común y finalidades acordadas; donde la autonomía local de los saberes tradicionales funge como crítica al que se podría definir como el estatuto autonómico universalista17 del conocimiento lógico-científico, y como suerte de reductio ad absurdum de sus premisas epistemológicas. Es decir, pensamos que, en el momento de establecer teórica y prácticamente los términos de la interacción entre conocimiento lógico-científico y saberes tradicionales, el reconocimiento de la autonomía de los saberes tradicionales implica una necesaria limitación de la autonomía del conocimiento lógico-científico; porque para éste, autonomía significa proyectar universalmente su racionalidad, sus principios, métodos, valores y finalidades.
Poner atención en cómo el sistema de conocimiento lógico-científico se impuso en los contextos productivos de las culturas tradicionales, puede servir como ejemplo paradigmático para aclarar lo mencionado. A este propósito, resulta útil hacer referencia a un caso citado por De Sousa Santos:
En la década de los sesenta, los sistemas de irrigación de los campos de arroz de Bali de mil años de antigüedad, fueron reemplazados por sistemas científicos de irrigación promovidos por los partidarios de la Revolución Verde.
Los sistemas de irrigación tradicionales estaban basados en conocimientos ancestrales y religiosos, y fueron utilizados por los sacerdotes de un templo Hindú-Budista dedicado a Dewi-Danu, la divinidad del lago. Estos sistemas fueron reemplazados precisamente porque se consideraban basados en la magia y la superstición, el “culto del arroz”, como fueron despectivamente llamados. Sucedió que su reemplazo tuvo resultados desastrosos en los campos de arroz, las cosechas declinaron más de un 50 por ciento. Los resultados fueron tremendamente desastrosos, hasta el punto de que los sistemas científicos de irrigación tuvieron que ser abandonados y ser restablecido el sistema tradicional (Lansing, 1987; Lansing, 1991; Lansing y Kremer, 1993; en De Sousa Santos, 2010: 39).
El caso pone en evidencia la soberbia y la impertinencia a la que puede llegar la actitud del punto cero en el propósito de reemplazar un tipo de conocimiento considerado primitivo a partir de jerarquías abstractas, sin tener en consideración la dimensión contextual e histórica de su aplicación.
La lectura entre líneas del caso reportado, sin embargo, nos lleva a un ulterior nivel de reflexión. La sustitución de los sistemas tradicionales con los métodos científicos implica la aplicación de un principio separador y utilitarista que presupone un esquema lógico de este tipo: maximización de una variable (aumento de la producción) sobre el contexto (mantenimiento del agua). Dicha lógica resulta ser no solamente incompatible con el ecosistema tradicional, sino incluso dañino, con el resultado de una disminución dramática de la producción. Esto porque, según nuestra lectura, la teleología del “propósito consciente” implicada en el sistema de conocimiento lógico-científico, determina un ineluctable destino: desarticular18 la lógica relacional que subyace a lo sagrado por medio de premisas epistemológicas erradas. Donde el error, en el caso descrito por De Sousa Santos, consiste en invalidar el “culto del arroz” y no reconocer su legítima autonomía local; en implementar los métodos científicos apelando a un principio de autonomía universalista que justifica la superioridad del conocimiento científico sobre cualquier otro.
Por otro lado, la lógica relacional del “culto del arroz” opera su resistencia silente al fungir como una suerte de reductio ad absurdum del “propósito consciente”, y demuestra los límites del conocimiento lógico-científico: si éste puede ser válido y pertinente dentro de su contexto, es decir, dentro de los vínculos establecidos por su misma epistemología, puede no funcionar si se aplica de manera arbitraria en contextos otros. El “propósito consciente”, en este sentido, es inconciliable con la lógica relacional porque, al no comprender su estructura, corre el riesgo de destruirla. Dicha amenaza no es casual, sino que representa una consecuencia lógica que Bateson define como una falacia epistemológica y ética del pensamiento lógico-científico. Es decir, concentrarse sobre las cosas en sí -la Ding an sich kantiana-, y pensarlas bajo la perspectiva finalista y utilitarista, no permite captar la integridad de lo sagrado, como matriz cuyos valores nunca atienen a las cosas en sí, sino siempre a la relación19 de los elementos que la constituyen. Es el caso del “culto del arroz”,20 donde mantener el agua y la producción son vistos en la perspectiva del equilibrio ecológico.
Lo mencionado evidencia que, si bien los dos sistemas de conocimiento (el lógico-científico y los saberes tradicionales) pueden concernir a la misma intervención (irrigar los campos de arroz), encontrar modalidades, valores y finalidades comúnmente acordadas implica un esfuerzo que trasciende las buenas intenciones de los interlocutores. El “propósito consciente”, de hecho, no es una “parcela”, es decir, no tiene que ver solamente con los fines del proceso de conocimiento, sino que entrama hologramáticamente21 la infraestructura total del conocimiento lógico-científico: principios, métodos, procesos y fines. Esto significa, en otras palabras, que la aplicación del método científico propuesto por los partidarios de la Revolución Verde implica en sí un conjunto de valores, de propósitos y hasta de ideologías que resultan ser antitéticas a la lógica relacional y sagrada del “culto del arroz”.22
En esta perspectiva, la posibilidad de encontrar finalidades acordadas -que representa uno de los fines del diálogo entre saberes- requiere de una reflexión sobre principios, métodos y propósitos de los sistemas de conocimiento como etnocategorías conceptuales; es decir, como categorías cuyos significados están implicados en la cosmovisión y en el entramado antropológico, ontológico y epistemológico que estructura la cultura.
Para contrarrestar la tendencia dominadora del “gran paradigma de occidente”, y sus implicaciones en los mecanismos de la conciencia, Bateson propone integrar un concepto aparentemente ajeno a la reflexión epistemológica: el de humildad. La humildad, para el autor, lejos de representar un principio moral, funge como un “elemento de filosofía científica” (1998: 468). Un mecanismo epistemológico que permite evidenciar la arrogancia lógica del conocimiento occidental; que, al cristalizar la unidad evolutiva y mental en el centro del ecosistema, le ha otorgado una posición dominante sobre el mundo, como ecosistema físico y como sistema cultural. Se trata de un mecanismo necesario para reconocer las premisas equivocadas de la epistemología occidental y, al mismo tiempo, representa un punto neurálgico en la reflexión intercultural, para que el conocimiento lógico-científico pueda abrirse a la comprensión de los saberes tradicionales y reflexione sobre las consecuencias de la autonomía universalista que lo sostiene. Es apertura, de hecho, el concepto que proponemos aquí, de forma alternativa al de inclusión y al de hibridación de los saberes tradicionales, para pensar y diseñar el diálogo intercultural e inter-epistemológico. Qué entendemos con este concepto y cuáles son sus implicaciones, será motivo del siguiente apartado.
APERTURA HACIA LA METÁFORA COMO ESTRUCTURA COMUNICATIVA DE LO SAGRADO
Apertura se refiere a la posibilidad de aproximarse a lo sagrado como matriz epistemológica.23 La lectura que se ofrece alrededor de lo sagrado se limita a las reflexiones de Bateson y a su tentativa de incluir esta “dimensión de la experiencia” en la teoría del conocimiento. En particular, concentraremos la atención sobre la metáfora, que representa la estructura constitutiva de lo sagrado.
La totalidad de la obra de Bateson se rige sobre la inquietud de identificar e indagar acerca de un objeto de estudio que pueda definirse como Epistemología, con “E” mayúscula. El autor se pregunta si puede existir este “campo del conocimiento” tan amplio y aglutinante o si, por el contrario, cuando se indaga sobre el conocimiento, se trata siempre de una cuestión relativa a “epistemologías locales y hasta personales [con la “e” minúscula], cada una de las cuales tan buena y correcta como cualquier otra” (Bateson y Bateson, 2013: 41).
Al privilegiar la visión de la epistemología como un campo abierto a la experiencia relacional (el estudio de cómo "nosotros" sistemas vivos, y no solamente los hombres, “podemos conocer alguna cosa”)24 sobre la definición más convencional “del estudio filosófico de cómo es posible el conocimiento” (Bateson y Bateson, 2013: 38), el autor marca una importante diferencia respecto de la tradición: busca ubicar el conocimiento en la relación entre los sistemas culturales y evolutivos, como un conjunto de fenómenos que tienen que ver con la biología, en la medida en que “se dan en la línea de encuentro y como una rama de la historia natural” (Bateson y Bateson, 2013: 38).
Dadas dichas características, la Epistemología con “E” mayúscula no debe confundirse con la epistemología general; si ésta, de hecho, se puede entender como una suerte de “superestructura” teórica, como orden general del conocimiento -al que debemos “renunciar” si queremos reconocer la validez de los conocimientos otros (De Sousa Santos, 2010)-, la Epistemología consiste, al contrario, en un territorio de conexión infraestructural del sistema cultural con el biológico. Esto porque, según Bateson, la relación entre naturaleza y cultura se da en un continuum en el que el mundo de las palabras y el de las ideas evoluciona siguiendo pautas formales (patterns) con el mundo de la biología y de la evolución.25 En esta perspectiva, la evolución del conocimiento se da sobre la base de una unidad sistémica, en el que uno de estos sistemas es el individuo humano, otro es la sociedad donde el individuo vive, y otro, el más amplio, es el “contorno biológico natural” (Bateson, 1998: 460). Todos estos sistemas contienen las mismas características generales, según diversos grados de interconexión que definen la pauta que conecta.26
Para Bateson, existen experiencias más sensibles a la pauta que conecta; dichas experiencias, que abarcan tanto la dimensión de la estética como la del juego y de lo sagrado, atienen al mundo de la lógica metafórica. ¿Cómo funciona dicha lógica?
El gobierno de la naturaleza, según la lógica causal, se basa en una serie de silogismos de los cuales el más importante, en la epistemología occidental, es el silogismo en bárbara. Éste se basa sobre la identificación de clases: todos los hombres son mortales/Sócrates es un hombre/Sócrates es mortal. Los silogismos de la metáfora son de naturaleza diferente; se ocupan de la ecuación entre predicados y no de clases y de sujetos de proposiciones, es decir, en lugar de clasificar, buscan interconexiones: la hierba perece/los hombres perecen/los hombres son hierba. Este esqueleto -silogismo a la Bateson, o de la hierba- se basa sobre la interrelación entre conexiones de varios niveles.27 El resultado es una yuxtaposición de niveles (o tipos) lógicos28 que produce una “simple” identificación de predicados: mortal-mortal, una cosa mortal es igual a otra cosa mortal.
Esta lógica sui generis, según Bateson, pertenece al orden de lo sagrado porque, en cuanto “sistemas de sistema”, está en la base de toda la evolución biológica, animal y humana: “cada una de estas vastas esferas está eslabonada dentro de sí misma por silogismos de la hierba, les guste o no les guste a los lógicos” (Bateson y Bateson, 2013: 46). Esto, para el autor, se debe a un hecho muy sencillo: fuera del lenguaje no hay clases nombradas. Por ende, los silogismos de la hierba deben ser el modo dominante para comunicar la interconexión de las ideas en todas las esferas pre-verbales, pero abarcan también al mundo animal y a la esfera de lo sagrado. Emblemático es el ejemplo que el autor hace de los monos, según el cual ellos utilizan el lenguaje metafórico “éste es un juego” cuando necesitan lanzar una señal para comunicar que no quieren pelear de verdad, sino sólo jugar (Bateson, 1998). La misma estructura comunicativa subyace en el mundo de la espiritualidad: para los católicos “el pan es el cuerpo y el vino es la sangre”, así como para el jefe indígena mencionado anteriormente “cada cosa es sagrada”. Estas comunicaciones, a pesar de sus diferencias evidentes, trascienden los confines entre las especies porque pertenecen al mismo nivel de abstracción: la Epistemología con “E” mayúscula, como estructura que regula el equilibrio entre todos los sistemas vivos.
En este sentido, para Bateson, el tabú de la profanación significa la capacidad de reconocer el valor de la pauta conectiva que subyace a la Epistemología con “E” mayúscula y de respetarla. En esto consiste la “sabiduría sistémica” de las poblaciones indígenas que, como demuestran Toledo y Barrera-Bassols (2008) , habitan los espacios con más biodiversidad del planeta, no por casualidad, sino por la capacidad de trasmitir y de aplicar, de manera funcional, una memoria biocultural capaz de mantener el equilibrio sistémico, a pesar de las continuas amenazas a sus territorios (Rosa, 2019). En esta perspectiva, el significado y la función de los conocimientos tradicionales, basados en lo sagrado dependen de la integridad de su estructura comunicativa; es decir, se pueden comprender sólo y exclusivamente por medio de las modalidades de su comunicación. Es por ello que, al cambiar la estructura comunicativa, cambian también la función y el significado, en cuanto se profana la pauta conectiva que los mantiene unidos.
He aquí un primer elemento para comprender el concepto de apertura del conocimiento lógico-científico hacia la lógica metafórica que fundamenta lo sagrado como matriz epistemológica. La lógica de la metáfora significa algo “de por sí” que excluye la posibilidad de la traducción como principio explicativo, porque la integridad de su significado depende de cómo se expresa dicho significado. En esta perspectiva, apertura implica renunciar a la posibilidad de “volcar lo metafórico” (Bateson y Bateson, 2013: 48) en el mundo del como sí; porque la traducción desarticularía la estructura comunicativa de la metáfora, e impediría comprender su significado auténtico.
Esto significa, por ejemplo, que la aproximación científica a los métodos de curación tradicional de las poblaciones indígenas no puede eludir la dimensión ritual, o considerarla solamente como un “oropel folclórico”, porque dicho ritual es-parte-de la estructura comunicativa que hace posible el proceso de sanación mismo;29 y su éxito depende de la integridad de su comunicabilidad.30
Lo mencionado implica algo muy importante para el conocimiento lógico-científico: éste, en cuanto “modo de la percepción -[que] no puede reclamar ser otra cosa- está [limitado], al igual que todos los demás métodos de percepción, por su capacidad para recoger los signos exteriores y visibles de la verdad, sea lo que fuere esto último” (Bateson, 2011: 40). En esta perspectiva, los conocimientos tradicionales, observados desde el punto cero, representan un doxa para la lógica racional, es decir, un obstáculo epistemológico (Castro-Gómez, 2007). Para la epistemología ecológica, sin embargo, dicho obstáculo no es un límite insuperable, sino que es fecundo de cambios paradigmáticos. Si consideramos que el ritual de sanación representa otro nivel de abstracción, y no un simple “oropel”, ello induce a un cambio de perspectiva: el saber tradicional no es primitivo respecto al conocimiento lógico-científico, sino que éste no está dotado de los instrumentos necesarios para comprenderlo (Rosa, 2018). En esta perspectiva, la cosmovisión de las comunidades tradicionales, basada en una visión animista y espiritual del mundo, es primitiva sólo en una visión progresista e histórica, porque para ellas, lo sagrado existe con, y no en contra, de lo secular. Ambas dimensiones coexisten al interior de la esfera productiva, cognoscitiva y social. Es por esto que, escribe Valleriani (2009: 33) , “la modernidad de los países no occidentales no puede ser considerada como una transición al modelo europeo, porque implicaría perpetrar aquel problema de traducción que interpreta la inconmensurabilidad como diferencia”.
En esta perspectiva, entonces, apertura significa, ante todo, “desprendimiento” (Mignolo, 2007) del paradigma que impone la lógica racional y científica como único instrumento de indagación para la búsqueda de la verdad. Dicho desprendimiento requiere de un giro epistémico (Rosa, 2019), que consiste en transitar desde la lógica excluyente del àut àut -que rechaza lo que por la naturaleza de su propio lenguaje no puede explicar-, a la lógica incluyente del et et, donde incluir no se da bajo la égida del conocimiento lógico-científico, sino en la circunstancia de aceptar y mantener las condiciones de integridad de los otros sistemas gnoseológicos. Con relación a esto, Bateson nos recuerda que si entre el mito del árbol y la botánica existe una diferencia lógica que hace imposible su coexistencia -porque la ciencia botánica descalifica el mito como un conocimiento inferior (primitivo)-, en la perspectiva eco-lógica dicha coexistencia no sólo no es contradictoria, sino que es incentivada, porque conduce a una más rica y compleja comprensión del árbol. Es decir, la cuestión depende del nivel de complejidad que estamos considerando para observar la realidad (Nicolescu, 2002) o, como diría Bateson, del nivel de abstracción -tipo lógico-.
Consecuentemente, si apertura significa renuncia a las tentativas de traducción de la metáfora, implica al mismo tiempo una suspensión, en el sentido de una epojé fenomenológica, del “propósito consciente” y del materialismo lógico y utilitarista que imposibilita comprender el significado y la función de la experiencia metafórica sobre la cual se estructura lo sagrado.
Es importante aclarar que renuncia y suspensión no significan resignación a la incomunicabilidad, sino toma de conciencia, por parte del sistema de conocimiento lógico-científico, de que para comprender las epistemologías indígenas es necesario reflexionar sobre cómo abordar al nivel de abstracción que constituye lo sagrado sin romper su equilibrio. A este propósito, cuando Bateson afirma que deberíamos “enseñar a los niños que no se reza para obtener cortaplumas”, pretende criticar justo la postura utilitarista del “occidental típico” ante lo sagrado. El autor sostiene que “[lo sagrado] no consiste en reconocer pequeñas partículas de milagros, sino es un vasto conjunto de organización que tiene características mentales inmanentes” (Bateson y Bateson, 2013: 183). La diferencia consiste en la capacidad de reconocer dichos sistemas de agregados según los códigos de comunicabilidad que los hacen posibles, lo cual depende de los propósitos que se atribuyen a lo sagrado. Por ejemplo, si observamos a un cazador que realiza una imitación ritual de un animal, podemos pensar dos cosas: que dicho ritual es dirigido a que el animal caiga en su red, o que tiene el propósito de mejorar su empatía y comprensión de la bestia. En el primer caso, el rito será visto como un acto que se dirige a obtener algo de forma utilitarista, mientras que, en el segundo, representa una experiencia metafórica orientada a establecer un contacto con el animal y, por ello, próxima a lo sagrado (Bateson y Bateson, 2013). En otras palabras, esto significa que acercarse a lo sagrado por medio de una lógica finalista desnaturaliza su estructura constitutiva, porque proyecta los propósitos más allá de sus posibilidades comunicativas y semánticas, conduciendo a la esperanza del milagro; es decir, a aquellos “sueños e imaginaciones mediante los cuales los materialistas esperan escapar de su materialismo” (Bateson y Bateson, 2013: 74). Por este motivo, hay circunstancias por las que “algo no debe comunicarse” (Bateson y Bateson, 2013: 108), porque dicha comunicación representaría, siempre y solamente, una comunicación de la comunicación; es decir, una comunicación sobre algo que ya comunica de por sí sin necesidad de ser ulteriormente comunicado.
A modo de conclusión de este apartado, sostenemos que el diálogo empieza en el momento en que el conocimiento lógico-científico reconoce, con metódica humildad, la necesidad de renunciar a la traducción y de suspender el “propósito consciente”, para comprender la estructura de las razones que quedan más allá de sus límites. Sin esta toma de conciencia no hay posibilidad de diálogo, porque la autonomía universalista del conocimiento lógico-científico domina, hasta aniquilar (como ha hecho en los últimos cuatro siglos), la autonomía local de los saberes tradicionales. Dicho en otras palabras, para los fines del diálogo intercultural e inter-epistemológico, limitar la autonomía del conocimiento lógico-científico es una conditio sine qua non para reconocer la legitimidad, la validez y la autonomía de los conocimientos tradicionales, y para atribuirles el estatuto de interlocutor paritario. En este sentido, consideramos necesario poner en tela de juicio la dimensión ontológica y epistemológica del conocimiento lógico-científico porque, para los fines del diálogo, deben modificarse necesariamente. Para esto -y dado que, para Bateson, los correctivos de las falacias epistemológicas son de naturaleza estética y mística (De Biasi, 1992)-, es necesario transitar desde la perspectiva explicativa que caracteriza la racionalidad científica, a la perspectiva interpretativa del lenguaje metafórico; más sensible a la dimensión relacional que constituye la estructura comunicativa de las epistemologías tradicionales. No hacerlo significaría perpetuar una jerarquía de valores basada en la eficiencia y la eficacia, en la primacía del finalismo y del utilitarismo, que obligaría a sentenciar definitivamente la inferioridad de los conocimientos tradicionales.
Parece pertinente, a este propósito, terminar con una anécdota de Bateson sobre Sol Tax, antropólogo estadounidense que a mediados del siglo pasado trabajó con nativos estadounidenses. Para ayudar a una comunidad indígena que vivía en las afueras de la ciudad de Iowa a mantener el culto del peyote, Tax propuso grabar el rito con una cámara. El fin era demostrar al gobierno que se trataba de una práctica religiosa y, en cuanto tal, un derecho a la libertad de culto. La respuesta de la comunidad sorprendió al antropólogo: las autoridades religiosas decidieron rechazar la propuesta, porque para ellos “era insensato salvar la integridad de un rito [y de] una religión, cuya única validez es el cultivo de la integridad. Los indios rehusaron salvar su religión en tales términos” (Bateson y Bateson, 2013: 104). A este propósito, Bateson se pregunta: ¿qué es un rito para que una cámara pueda invalidarlo? Ésta es la clase de pregunta que deberíamos de plantearnos todas las veces que nos acercamos a los saberes tradicionales en una perspectiva intercultural y epistemológica: ¿qué es el saber tradicional para que la lógica de la racionalidad científica pueda invalidarlo?
CONSIDERACIONES FINALES: IMPLICACIONES PEDAGÓGICAS
Pensar y planear el diálogo intercultural en los contextos educativos es una actividad que precisa de reflexión curricular y didáctica con la epistemológica.
Durante la estancia de investigación en la tribu yaqui que mencionamos anteriormente, uno de los estudiantes entrevistados preguntaba: ¿cómo puedo creer racionalmente que los encantos se dan en la gruta de la montaña en contacto con el Chivato? Y… las narraciones de mi abuelo, ¿son verdad o producto de su fantasía?
En estas palabras podemos leer la inquietud de quien percibe que la convivencia entre sistemas de conocimiento es algo problemático; que no se puede encontrar una solución satisfactoria a la tentativa de explicar racionalmente aquellas experiencias de la realidad que requieren de códigos diferentes al racionalismo de la lógica científica.
En lo que respecta a las instituciones educativas, ¿cómo enfrentan dichos problemas? ¿Cómo enfrentan la necesidad de hacer coexistir no solamente saberes y métodos de enseñanza, sino forma mentis que, en algunos casos, resultan ser incluso antitéticas?
La cuestión no es secundaria, al contrario, es de primordial importancia en la reflexión intercultural porque, como demuestra Bateson, así como los teóricos del interculturalismo crítico (aunque desde perspectivas distintas), la aplicación y la extensión arbitraria de la lógica occidental a todos los campos de la experiencia y del saber, así como a todas las culturas, esconde una amenaza epistemicida (De Sousa Santos, 2010); es decir, de destrucción de sistemas de comunicación, epistemologías, culturas y, desde luego, mundos.
La obra de Bateson nos ofrece una clave interpretativa útil para aproximarnos a dichos problemas, a partir de una propuesta central: tomar conciencia de los límites y de las falacias epistemológicas del sistema de conocimiento occidental, para orientarlo hacia una transformación sistémica de su estructura. Se trata de una transformación que pretende dirigir el pensamiento a buscar métodos e instrumentos para leer y comprender adecuadamente lo que resulta ser ajeno al lenguaje de la lógica lineal de la ciencia, y que conforma la realidad como un sistema complejo. En esta perspectiva, la matriz relacional, ecosistémica y sagrada que conforma los saberes tradicionales, requiere encontrar una postura epistemológica adecuada para comprender la estructura que la conforma. En nuestra perspectiva pedagógica, esto consiste en un ejercicio que toma dos rutas paralelas y yuxtapuestas: por un lado, incluir la etnografía como método de investigación (Rosa, 2018) para entender cómo se conforman los conocimientos otros a partir de lo emic, es decir, de la experiencia que toma vida en el interior de las culturas tradicionales; y, por el otro, ejercer un control y una revisión metódica y rigurosa del punto de vista y de la epistemología de observación.
En este ensayo concentramos la atención en algunos aspectos centrales de esta segunda tarea; aspectos que sintetizamos en seguida, a manera de una propuesta pedagógica para pensar y diseñar el diálogo intercultural e inter-epistemológico entre el sistema de conocimiento lógico científico y los saberes tradicionales.
Nuestra propuesta consiste en:
Aproximarse a los saberes tradicionales de las culturas indígenas no solamente concentrándose sobre los aspectos pragmáticos (como es común en las propuestas pedagógicas interculturales), sino enfocándose sobre lo sagrado como estructura y como epistemología ecológica; es decir, como una forma de pensamiento y de racionalidad que se estructura en una relación de reciprocidad inviolable con el medio ambiente
Esto implica relativizar los principios y los propósitos del sistema de conocimiento occidental; el concepto de mente y de unidad evolutiva como entidades separadas del contexto, y de la autonomía de la razón occidental.
Considerar la apertura como alternativa a las propuestas interculturales que implican incluir -o hibridar- los conocimientos otros en la perspectiva hegemónica de la cultura occidental.
Aproximarse a lo sagrado como estructura cognoscitiva metafórica al renunciar a la posibilidad de traducción de los conocimientos tradicionales bajo la lógica racional científica, y al “suspender” su juicio con el fin de adoptar la perspectiva interpretativa en lugar de la explicativa.