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Estudios de cultura maya

versão impressa ISSN 0185-2574

Estud. cult. maya vol.60  Ciudad de México  2022  Epub 14-Nov-2022

https://doi.org/10.19130/iifl.ecm.60.23x00s708 

Artículos

De la persuasión evangélica a la compulsión inquisitorial. Reflexiones historiográficas e históricas sobre la biografía de fray Diego de Landa

From the Evangelical Persuasion to the Inquisitorial Compulsion. Historiographic and Historic Reflections about the Friar Diego de Landa’s Biography

María del Carmen León Cázares* 

* Centro de Estudios Mayas, Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México, México. carmenleoncazares@yahoo.com.mx


Resumen

El objetivo del presente estudio es invitar a los lectores a realizar una reflexión razonada sobre la actuación del personaje más controvertido de la historia de la evangelización de los mayas peninsulares del siglo XVI, con el fin de comprender las decisiones que tomó y las responsabilidades que asumió dentro del marco de las circunstancias que, por su condición, se vio obligado a enfrentar.

Palabras Clave: Diego de Landa; Yucatán; mayas; evangelización; inquisición

Abstract

The objective of the present study is to invite the reader to accomplish a reflection reasoned on the acting of the most controversial character of the history of the evangelization of the peninsular Mayas of the century XVI, with the aim of understanding the decisions and the responsibilities he assumed, within the circumstances than, due his condition, was compelled to face.

Keywords: Diego de Landa; Yucatán; maya people; evangelization; inquisition

I

El pensador español José Ortega y Gasset, influido por corrientes filosóficas desarrolladas en Alemania, escribió en el período entre guerras del siglo XX el libro Historia como sistema, que ha hecho reflexionar a varias generaciones de historiadores mexicanos. En su análisis el autor concibe al hombre como fundamentalmente histórico, definido por las circunstancias en que le toca vivir y marcado, de manera profunda, por sus creencias y convicciones (Ortega, 1970). Uno de los discípulos de Ortega, exiliado en México, Luis Abad Carretero, en el texto titulado “La significación de lo histórico”, puso el acento en el papel de la voluntad como motor de la actividad humana, el querer antes que el pensar, y también enfatizó la imperiosa necesidad que todos tienen de enfrentar, “a cada instante”, la toma de decisiones (Abad, 2015: 183-206). Estas ideas han inspirado el carácter del presente estudio, cuyo objetivo es invitar al lector a reflexionar en busca de descubrir el sentido, dentro del contexto en el cual ocurrieron, de las acciones de uno de los personajes más polémicos de la historia de ese proceso que Robert Ricard denominó, para el centro de la Nueva España, con la frase “Conquista Espiritual de México” (Ricard, 1986).1 Me refiero al franciscano fray Diego de Landa Calderón, autor de la célebre Relación de las cosas de Yucatán. Obra que, hasta hoy y no obstante los significativos avances logrados por la epigrafía, sigue constituyendo la piedra angular de los estudios mayistas.

Fray Diego fue un religioso que, a lo largo de su vida como eclesiástico, encarnó las preocupaciones características de los periodos por los que transcurrió la historia de la evangelización de los pueblos indígenas novohispanos durante el siglo XVI: desde el optimismo apostólico inicial manifestado por fray Toribio de Benavente, Motolinía, seguro de que la idolatría “[estaba] ya tan olvidada como si nunca fuera en esta tierra” (Motolinía, 1989: 262), hasta la desilusión alimentada por la evidencia de que la conversión al cristianismo de los paganos pocas veces estaba cimentada en una convicción sincera y firme y, por el contrario, en muchas ocasiones era aparente o hasta fingida; de allí que, de tiempo en tiempo, los evangelizadores comprobaran cómo, a pesar de los esfuerzos por desterrarlas, los neófitos seguían manteniendo vivas sus viejas creencias y al actuar en consonancia con ellas, casi sin darse cuenta, se convertían en apóstatas de la gracia santificante recibida con el bautismo. Este sacramento que no sólo los limpiaba del pecado original e incorporaba en el plan universal de la Redención, sino que también los convertía en miembros de la Iglesia, con lo cual quedaban obligados a la obediencia de sus preceptos y, en caso de transgresión, sujetos a las sanciones previstas por la propia institución. La apostasía indígena, así considerada por los evangelizadores la forma en que los neófitos aglutinaban su interpretación de las enseñanzas de los dogmas cristianos con las creencias de su religión ancestral, fue una realidad que se hizo cada vez más evidente según transcurría la segunda mitad de aquel siglo. Años éstos cuando Landa, primero como custodio de las fundaciones franciscanas (1556-1560), luego con el cargo de provincial (1561-1563) en una diócesis sin obispo residente y, por último, al ejercer la dignidad episcopal (1573-1579), fungió como la máxima autoridad eclesiástica en Yucatán (León, 1994: 70, 72, 75).

II

No obstante que la exploración de las costas de la península maya haya sido el acontecimiento impulsor de la ocupación de vastos territorios continentales y de la adscripción al Imperio español de pueblos reconocidos por los europeos como creadores de civilización, su conquista representó un largo proceso desfasado respecto del rápido principio de la colonización y la evangelización en el centro de la Nueva España. En Yucatán las campañas militares se sucedieron, de manera intermitente, desde la primera expedición comandada por el adelantado Francisco de Montejo en 1528 hasta 1547; cuando los conquistadores, apenas transformados en colonos encomenderos, sofocaron el último y más extenso levantamiento armado ocurrido en aquel siglo entre los indígenas peninsulares. Una rebelión que, inspirada por los sacerdotes nativos y fraguada por los caudillos Cupul -desterrados del asiento de Saci por el establecimiento de la villa de Valladolid-, inflamó los señoríos orientales desde Chi Kin Chel hasta Uaymil-Chetumal (Chamberlain, 1982: 245-260).

Desde la llegada de los primeros franciscanos a Yucatán, entre 1544 y 1545, los sacerdotes indígenas, poderosos y temidos consejeros de los gobernantes, guardianes del orden cósmico y la tradición, ante la profanación de sus templos y la destrucción de imágenes sagradas, la fundación de iglesias y el principio de la predicación evangélica en su propia lengua, con especial empeño en la catequesis dirigida a los niños, vieron surgir una peligrosa “herejía” que intuían, sin necesidad de ser profetas, podía significar el ocaso de sus dioses, la condena de sus prácticas rituales y, lo más grave, el fin de la razón de su propia existencia dentro de la sociedad maya, si quienes la constituían se dejaban persuadir y abrazaban la religión extranjera, anunciada por los frailes; esos hombres singulares entre los invasores por su falta de codicia, dispuestos a convivir en igualdad de condiciones con todos los naturales sin distinción de nobles o plebeyos.

Apenas tres lustros después, cuando aquella misión viva había logrado transformarse en otra provincia religiosa novohispana de la Orden de San Francisco, merced a la fundación de conventos enclavados en los núcleos de población más nutridos y mejor comunicados de la península, tuvo lugar uno de los sucesos emblemáticos de la historia de Yucatán, no sólo para el siglo XVI, sino sobre todo a raíz de su difusión por los historiadores liberarles de los siglos XIX y XX, a partir de las publicaciones de Justo Sierra O’Reilly (León, 2015: 91-92): el hoy famoso auto de fe realizado en el pueblo de Maní, cabecera que había sido del señorío gobernado por el linaje Tutulxiu, cuyos vástagos siempre se mostraron como aliados de los castellanos y quienes, además, se contaban entre los primeros que habían solicitado el bautismo. Durante aquella ceremonia de carácter inquisitorial, celebrada el 12 de julio de 1562, se ha repetido hasta el cansancio: se quemaron los códices mayas; no unos ejemplares requisados en esa región, entre mayo y julio de aquel año, sino los códices mayas. El responsable de este atentado contra las expresiones más refinadas de una de las culturas con mayor prestigio del Nuevo Mundo fue el franciscano fray Diego de Landa, como él mismo más tarde lo declararía sin ambages: “Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del Demonio, se los quemamos todos, lo cual sentían a maravilla y les daba pena” (Landa, 1994: 185).

Landa, protagonista de este acontecimiento muy mencionado, pero poco conocido en su desarrollo y peor comprendido dentro del contexto histórico de la evangelización, tuvo que enfrentar las consecuencias de las decisiones, propias o tomadas por los frailes bajo su responsabilidad, que asumió como autoridad de la provincia de San José de Yucatán en un juicio que el Consejo de Indias encomendó a los propios superiores de la Orden de San Francisco, por ser un fraile el indiciado y por estar involucrada en esta causa la puesta en práctica de los privilegios papales que amparaban la jurisdicción que podían ejercer sus religiosos donde no hubiera obispos. La cuestión central del proceso fue determinar si el provincial franciscano tenía o no facultades para proceder como juez eclesiástico en materia inquisitorial y, de ser así, si lo había hecho con justicia. Vale aquí considerar: cómo la sola convocatoria de tal proceso constituye una nota significativa para valorar la preocupación de la Corona, respecto de la obligación soberana que tenía de brindar justicia y protección a sus súbditos indígenas. Acopiadas las denuncias y declaraciones de testigos, después de una consulta donde dieron sus pareceres teólogos y canonistas, catedráticos de la Universidad de Alcalá de Henares y el reconocido como experto en asuntos yucatecos: licenciado Tomás López Medel -quien entonces ofreció excelentes referencias sobre la virtud del franciscano y lo provechoso de sus trabajos evangélicos -,2 el procesado fue finalmente exonerado por el provincial de Castilla pero, según sus detractores, no por el tribunal de la Historia.

Antes de continuar, resulta pertinente preguntarse: ¿quién era ese fraile?, que marcado por sus creencias, fincadas en los dogmas católicos, y constreñido por los conocimientos doctrinales y canónicos aprendidos durante su preparación al sacerdocio, pero también definido por la circunstancia de concentrar en su persona la autoridad eclesiástica de mayor jerarquía en un territorio apenas colonizado, sobre una población en su mayoría de neófitos, verdaderos o supuestos, tomó, si es que lo hizo, tan radicales e imprudentes decisiones que lo llevaron no sólo a sufrir en calidad de indiciado una oprobiosa diligencia judicial, sino también a comprometer el prestigio de los franciscanos en Yucatán, al punto de hacer peligrar la permanencia de su orden en una tierra donde hasta entonces habían gozado de exclusividad en la misión; pero, sobre todo, a pasar a la Historia como un miembro del poco selecto grupo de los grandes villanos.

III

Al morir Landa dejó tras de su desaparición dos motivos para transformarse en personaje histórico y en sujeto de análisis para la historia de la historiografía: su polémica actuación en momentos decisivos para la consolidación del dominio español sobre los mayas, el logro de su incorporación a la Iglesia y, por ende, su aceptación de convertirse a la fe cristiana, y la Relación que escribió acerca de la historia y la cultura de los naturales de Yucatán.

No obstante que la imagen historiográfica del franciscano empezó a perfilarse pocos años después de su fallecimiento, ocurrido en Mérida en abril de 1579, mientras encabezaba la diócesis yucateca, se debe advertir que por siglos en esas semblanzas no estuvo considerado ni su pensamiento respecto de la evangelización ni los juicios que sobre los mayas de la antigüedad gentílica y los recién catequizados había escrito en su Relación; para mayor dificultad de comprensión, hoy sólo conocida a partir de una copia fragmentaria y tardía. De hecho, primero se difundieron los informes contenidos en ese texto que los datos sobre el autor, pues su manuscrito fue aprovechado por algunos encomenderos para responder el cuestionario base de la elaboración de las Relaciones Geográficas, dispuestas por el Consejo de Indias apenas dos años antes de la muerte del prelado.3 La Relación muy pronto también se utilizó como fuente informativa para otro proyecto oficial, el de establecer la versión autorizada de la ocupación española en América, encargado al cronista mayor del Consejo de Indias, Antonio de Herrera y Tordesillas, quien la tomó como base para redactar los capítulos destinados a las antigüedades de Yucatán y para caracterizar la civilización desarrollada por los pobladores de esa península, en su Historia general de los hechos de los castellanos en las Islas y Tierra Firme del Mar Océano o Décadas (León, 2003: vol. I, 278). Las Décadas herrerianas, que sólo historiaban sucesos ocurridos hasta la primera mitad del siglo XVI, se publicaron en Madrid en dos partes, en 1601 y 1615, pero muy pronto, en respuesta al interés de las potencias rivales por obtener noticias de aquel Imperio, que envidiaban y los excluía del reparto de la riqueza del Nuevo Mundo, se difundieron fuera de España en traducciones al francés y al holandés (Escandón, 2012: vol. II-1, 320-321); lo cual puso en circulación parte del resultado de las investigaciones y observaciones realizadas por Landa, sin dar a conocer al autor.

La construcción del personaje historiográfico del franciscano siguió un camino independiente al destino de su texto como fuente de conocimiento histórico. De hecho, las primeras semblanzas biográficas de Landa ni siquiera registran el dato de que hubiera escrito una Relación. Como era de esperarse, dada su pertenencia a una orden religiosa y el interés de este tipo de corporaciones por demostrar los méritos adquiridos en la consecución de la expansión del cristianismo como religión de estado en el Imperio Español, éstas aparecen en las crónicas o relaciones compuestas por sus hermanos de hábito. Si se considera la cercanía personal entre biógrafo y biografiado, el primer lugar corresponde a fray Antonio de Ciudad Real. Uno de los religiosos que, al aceptar la mitra de Yucatán, Landa reclutó en su recorrido por los conventos de Castilla con el fin de reunir un grupo de frailes para fortalecer la presencia seráfica en esa diócesis, y que viajó junto con él a Nueva España en 1573. La “memoria” que escribió sobre el obispo forma parte del relato que, como secretario del comisario general de las provincias novohispanas fray Alonso Ponce, redactó sobre la visita de este prelado a la de San José de Yucatán realizada en 1588 (Ciudad Real, 1976: vol. II, 340-343). En ella, el autor reconoce que sobre la vida y santidad de fray Diego “había mucho que decir”, pero sólo apuntará “algunas cosillas, en que se descubre bien quién fue, y su valor, pecho y constancia”. Es decir, se trata de una semblanza donde, fuera de los datos puntuales para establecer la villa de Cifuentes como lugar de nacimiento de Landa y su original pertenencia a la Provincia franciscana de Castilla, además de la mención sobre la nobleza de sus progenitores, lo que se pretende destacar son los rasgos fundamentales de su carácter y las cualidades que había mostrado como evangelizador: “con un celo grandísimo” del bien y la salvación de los naturales, de “espíritu muy encendido, y ánimo intrépido e incansable”. Fray Antonio subraya el conocimiento que alcanzó de la lengua indígena: “no sin particular auxilio de Dios”, y señala lo mucho que trabajó y padeció por destruir las “idolatrías”. El autor afirma que fray Diego “Amaba tiernamente a los indios” y que, por ampararlos, sufrió muchas persecuciones. Por su parte, ellos lo reconocían como su protector y, en consecuencia, también lo amaban. Sin embargo, “castigaba con rigor a los que no querían andar por el camino verdadero, especialmente a los idólatras, cuyo acérrimo perseguidor era”. Vivió siempre en la pobreza, aun después de haber alcanzado la dignidad episcopal. Como los obispos de la Iglesia primitiva, fue un animoso defensor de la autoridad y libertad de la propia. Era caritativo, muy austero y penitente en extremo. En cuanto al famoso proceso al cual se vio sometido, sin entrar en detalles ni señalar a Maní como teatro de los acontecimientos, fray Antonio menciona el descubrimiento de ídolos entre los indios bautizados, y el hecho de haber penitenciado a quienes los tenían: “que fueron muchos entre principales y no principales”. Entonces, algunos españoles se indignaron contra el religioso y persuadieron al recién llegado obispo para que lo acusara ante el Consejo de Indias. Landa fue reprehendido por este tribunal, pero examinado el caso se demostró que no merecía pena por el castigo dado a los idólatras, sino recompensa. Después, durante su gobierno diocesano, el autor señala cómo tuvo que enfrentar dificultades por amparar a los naturales de los abusos perpetrados por funcionarios reales y colonos. En contraste con lo escrito por otros biógrafos de Landa, para Ciudad Real la santidad del personaje no se refleja en portentos o posibles milagros, sino en haber tenido una vida ejemplar como franciscano, como evangelizador y como obispo.

En la misma flota de 1573, vino también a Nueva España otro fraile que más tarde volvería a encontrarse con Ciudad Real: el célebre cronista de la Provincia del Santo Evangelio de México, fray Gerónimo de Mendieta.4 Aunque no se tiene evidencia documental acerca de lo siguiente, Mendieta y Landa pudieron igualmente haberse encontrado en dos ocasiones: la primera durante la citada travesía de 1573 cuando ambos regresaron de España, el fraile para reintegrarse a la provincia de México con el fin de dar cumplimiento a la disposición del general franciscano de escribir su historia y el obispo para ocupar la silla episcopal de Yucatán; la segunda, cuando el diocesano viajó a la capital virreinal a fines de 1574 con motivo de atestiguar la consagración del arzobispo Pedro Moya de Contreras. Llegaran, o no, a tener algún tipo de comunicación personal, el hecho es que Landa aparece como uno de los personajes recreados por Mendieta en su Historia Eclesiástica Indiana. Una obra cuya redacción definitiva se ha situado entre 1595 y 1604 (Rubial, 1997: vol. I, 34). Fray Diego es incluido en el capítulo dedicado a la fundación de la provincia de Yucatán, entre “los apostólicos varones que florecieron en ella” como “muy prima lengua de aquella nación y grande obrero en ella por espacio de muchos años”. Sobre el desempeño de su ministerio, el cronista refiere que padeció persecuciones de los españoles por defender a los naturales, pero que también las sufrió por parte de los indios: “porque halló ritos de idolatrías en algunos de ellos después de cristianos, y los hizo castigar con algún rigor”, razón por la cual éstos intentaron matarlo “con hechicerías o encantaciones”. En relación con el proceso encarado por el religioso, explica que Landa regresó a España porque lo incriminaban de la dureza con que había castigado a los neófitos, y señala, sin mencionar el nombre de Toral, que el obispo en turno había sido el principal denunciante en su contra; sin embargo, el autor refiere que la justicia acabó por imponerse, pues: “examinada la causa en el real consejo de las Indias, conocidos sus méritos y vida inculpable, muriendo el obispo su contrario, fue promovido en obispo de aquella Iglesia de Yucatán”. Mendieta, el experimentado evangelizador que bien sabía de la inconstancia en la fe de los conversos, no sólo manifestó comprensión hacia la severidad de fray Diego, sino que además admitió que en su vida hubieran ocurrido acontecimientos a través de los cuales se advertía que gozaba del favor divino; como en el caso de haber alimentado, por meses, a la población hambrienta sin que se agotaran o siquiera disminuyeran las reservas de maíz de un convento donde era guardián. Y hasta se hizo eco de la existencia de algunos portentos visibles a los ojos profanos, como evidencias de celestial aprobación a su apostolado, así escribe: “Dicen que predicando, por veces vieron sobre su cabeza una corona, y encima de ella una estrella”. Fray Gerónimo, distinguido defensor del hábito seráfico en el Nuevo Mundo, terminó la semblanza del notable franciscano con las siguientes palabras: “A su muerte, los que antes le habían sido enemigos vinieron a confesarlo por santo y amado de Dios; tanta es la fuerza que tiene la verdad, que aunque a tiempos adelgace por la malicia humana, al cabo se viene a manifestar” (Mendieta, 1997: lib. IV, c. VI, vol. II, 42).5

Al manuscrito de Mendieta lo acompañaba una serie de estampas que marcaban los principios de los libros en los cuales se divide la obra. La que antecede el prólogo del libro V es una alegoría de la Orden de San Francisco en Nueva España. En ella aparece el santo de Asís rodeado por numerosos frailes. En primer plano se destacan cinco obispos franciscanos señalados con sus nombres. El segundo a la derecha del espectador es Landa. Al parecer es ésta la primera representación plástica imaginaria no sólo de fray Diego sino también de fray Francisco de Toral (Mendieta, 1997: lib. V, vol. II, 256) (Figura 1).

Figura 1 Ecce ego et pueri mei, quos dedit mihi Dominus in signum, et in portentum Israel a Domino exercituun: qui habitat in monte Sion. Esa. 8.” [¿Esdras, 8?]. 

La obra de Mendieta, como la de Ciudad Real, quedó inédita hasta el siglo XIX, pero algunos de los cronistas generales de la orden consultaron y aprovecharon lo que había escrito, cuando su Historia todavía estaba en preparación (Rubial, 1997: vol. I, 33). El primero de ellos fue fray Francisco Gonzaga, autor del libro titulado De origine Seraphicӕ Religionis Franciscanӕ… (Gonzaga, 1587). Es un hecho conocido que para la realización de esta obra proyectada en el capítulo general celebrado en París, en 1582, como un monumento en honor de la Orden Seráfica, Gonzaga, con la autoridad que le otorgaba ocupar el cargo de ministro superior de los observantes, requirió a los provinciales, bajo precepto de obediencia, el envío de informes.6 En la Provincia del Santo Evangelio, Mendieta fue uno de los redactores designados de la Descripción correspondiente terminada en 1584, para cuya composición utilizó datos de la investigación que tenía en proceso con el fin de escribir su Historia (Rubial, 1997: vol. I, 33). En ella ya aparece la vida de fray Francisco de Toral, pero por no ser hijo de esta Provincia ni estar sepultado en alguno de sus conventos no se menciona a Landa.7 Nada he podido averiguar sobre el cumplimiento de este mandato por los franciscanos de Yucatán, sin embargo, debieron acatarlo; pues en la crónica, además de hacer memoria de algunos de los primeros evangelizadores, se registran los veintidós conventos que, para fines del siglo, estaban fundados en la península (Gonzaga, 1587: 1304-1309).8 La obra compuesta por Gonzaga es la primera publicación donde se recrea una semblanza de Landa, ya perfilado con tintes de presunta santidad. Fue impresa en Roma en 1587, es decir, a menos de una década de la muerte de quien ilustrara la orden de los frailes menores con otra mitra en el Nuevo Mundo. En las páginas que en ella se dedican a la Provincia de San José y al convento de Mérida se refieren los trabajos apostólicos de fray Diego. Entonces el autor relata la anécdota respecto a la repartición prodigiosa de pan hecho con el grano almacenado en el convento de Izamal, y también menciona la corona y la espléndida estrella que se supone aparecía sobre la cabeza de Landa cuando predicaba el evangelio.9 Esta obra escrita en latín, el idioma no sólo de la Iglesia sino de los lectores cultos, propagó una imagen hagiográfica del obispo de Yucatán más allá de las fronteras del Imperio Español en el ambiente espiritual de la Contrarreforma. Un acontecimiento que, además, nos recuerda el carácter internacional de las órdenes religiosas frente a la exclusividad castellana en la ocupación y colonización del Nuevo Mundo.

Para tratar de entender cómo fluyó la información entre Mendieta y Gonzaga, resulta pertinente advertir que, respecto de las noticias provenientes de Yucatán, por ejemplo el hambre sufrida en Izamal, Mendieta, si nunca habló con Landa, bien pudo haberlas escuchado de fray Francisco de la Torre, a quien declara haber conocido cuando este religioso viajó de la península a México en busca de alivio para el asma que padecía.10 Pero, a la luz del contenido de los dos textos y de los años en que Mendieta redactó la versión final de su Historia, parece mucho más probable que hubiera utilizado la obra de Gonzaga para escribir sobre las provincias nacidas como hijas de la del Santo Evangelio, entre ellas la de San José.

Fray Antonio Daza figura entre los cronistas que escribieron en Europa, nutridos por los informes publicados en la obra de Gonzaga. Un autor pertinente de mencionar aquí porque, poco después, se convirtió en referencia para fray Bernardo de Lizana, que compuso su libro en Yucatán y ha sido considerado el primer biógrafo de Landa. La obra de Daza se publicó en Valladolid, en 1611, bajo el título: Quarta parte de la Chronica General de Nuestro Padre San Francisco y su Apostólica Orden.11

En cuanto al destino novohispano de la Historia de Mendieta, en México, fray Juan de Torquemada la aprovechó con creces y sin recato, para componer esta “crónica de crónicas”12 que resultó ser su Monarquía indiana, publicada en Madrid el año de 1615. En ella Landa es reconocido entre los religiosos memorables, porque aparte de sus cualidades como evangelizador fue uno de los primeros franciscanos en alcanzar la dignidad episcopal. Sin embargo, el autor, en este caso, poco conserva de lo referido por Mendieta, no comenta el proceso que fray Diego sufrió en España y suprime las líneas donde se señalaba su presunta santidad, no porque dude de la veracidad o pertinencia de lo escrito por fray Gerónimo, sino porque anuncia que se ocupará más adelante con particularidad de la vida de este personaje; pero aunque volvió a mencionarlo, al copiar las mismas palabras de Mendieta en un apartado donde ofrece la nómina de los mitrados novohispanos, nunca escribió la anunciada biografía (Torquemada, 2010: lib. XIX, c. XIII, XXXII, vol. VI, 57, 121).

Una década más tarde, en 1625, Landa se convirtió en el protagonista de un capítulo de la parte dedicada a los valientes abanderados portadores del signo de la cruz en la crónica latina del capuchino Marianus de Orscelar: Gloriosus Franciscus redivivus, impresa en la ciudad de Ingolstadt, en la lejana Baviera (Orscelar, 1625: lib. II, c. XLVIII, 273-274). En esta voluminosa obra, formada por los menologios de los franciscanos más notables de la rama de la estricta observancia, la semblanza de fray Diego sigue a las del obispo Francisco de Toral y fray Lorenzo de Bienvenida, los críticos más rigurosos de su actuación como provincial en el combate a la apostasía indígena. Como era de esperarse por el carácter apologético de esta obra, de los graves desacuerdos acerca de los métodos para combatir la idolatría, que lo enfrentaron con ellos, nada se dice. Si bien el texto referido a fray Diego no es más que una copia de lo publicado por Gonzaga, el interés de consignar aquí este libro se debe a los curiosos grabados que lo ilustran. En el número 12 se encuentra Landa, tocado con la mitra obispal, en actitud de recibir de manos de algunos hombres ataviados a la usanza morisca, ciertos objetos marcados con signos que él indica deben arrojarse en una hoguera, en clara referencia a la destrucción de ídolos y calendarios indígenas. Por encima de su cabeza resplandece la famosa estrella que se decía lo iluminaba cuando predicaba (Figura 2).

Figura 2 Landa Deum spectris opponit et ignibus instat” (Orscelar, 1625). 

Mientras en el centro de Europa se trabajaba en la impresión de este libro y el grabador imaginaba la apariencia de fray Diego, así como la exótica y muy equivocada de los sacerdotes paganos, en la propia península maya fray Bernardo de Lizana se ocupaba en la composición de su Devocionario de Nuestra Señora de Izamal y conquista espiritual de Yucatán (Lizana, 1995). El piadoso escritor había conocido en persona a Ciudad Real desde que llegó de Castilla para integrarse a la Provincia de San José en 1606, y también era lector de las crónicas de Daza y Torquemada. Con los informes de estos autores, además de las noticias orales y escritas de quienes habían alcanzado a Landa o a sus contemporáneos con vida, compuso la primera biografía que aporta datos puntuales.13 En los dos apartados de su obra trata sobre fray Diego. En el primero, correspondiente al devocionario, se refiere al franciscano en relación con la fundación y desarrollo del santuario mariano y convento de Izamal. Allí escribe sobre el “milagro” de la multiplicación del maíz, la estrella presente en sus sermones, el frustrado atentado por parte de los indios, la malquerencia de los españoles; luego, de manera muy general, comenta lo ocurrido durante el obispado y muerte del personaje (Lizana, 1995: lib. I, c. VIII, 72-74). Sin embargo, es en el segundo, dedicado a rememorar los méritos franciscanos en la cristianización de los mayas, donde hace el relato más pormenorizado de “su vida y milagros”.14 Haciendo a un lado el ideal de la humildad, que con pudor ocultaba el origen noble de quienes vestían el hábito de los frailes menores como acto de renuncia a una posición socioeconómica privilegiada, aclara que el nacido en la villa de Cifuentes pertenecía al noble linaje de los Calderones. Luego señala que tomó el hábito a los 16 años y estudió artes y teología hasta los 25,15 para en seguida dar cuenta de cómo, ya consagrado sacerdote, se unió a la primera misión organizada en España, por fray Nicolás de Albalate, con destino a Yucatán. Se refiere a la rapidez con que aprendió la lengua maya, como discípulo de fray Luis de Villalpando, y a los avances por él obtenidos en la composición de su arte o gramática. Relata los atrevidos recorridos misionales del joven evangelizador, sus logros en la reducción a poblado de indígenas dispersos por el territorio y destaca la audacia temeraria del misionero en la suspensión de rituales paganos, ahora en un marco cronológico definido, a lo largo de la década de los cincuenta, y en un escenario geográfico delimitado, por las comarcas dominadas por cocomes, canules o tutulxiues. Pero es también allí donde, acorde con el espíritu del siglo XVII, ávido de prodigios celestiales, narra la sanación de una indígena del pueblo de Conkal por recibir, con verdadera fe, las aguas del bautismo de manos de fray Diego (Lizana, 1995: lib. II, c. VI, 175). A continuación, el autor registra los cargos que ocupó dentro de la orden, su determinación como autoridad eclesiástica por imponer una conducta moral en la vida relajada de algunos españoles, sus acciones en contra de la explotación de los indios por los colonos y, por fin, la relación de los sucesos que se desencadenaron por el descubrimiento de evidencias de rituales paganos celebrados en Maní. Un hallazgo que afirma Lizana tomó por sorpresa a Landa, y dice le causó “notable pena” (Lizana, 1995: lib. II, c. VI, 180-181). Al relatar las investigaciones sobre las idolatrías, el cronista se refiere a la quema de “libros y caracteres antiguos”, y aunque no deja de manifestar una tibia crítica a la destrucción de los códices de contenido histórico, de inmediato encuentra justificación para la decisión tomada por Landa en la autoridad de san Juan Crisóstomo (Lizana, 1995: lib. II, c. VI, 182). Fray Bernardo, en todo favorable a lo hecho por fray Diego, desaprueba la postura del obispo Toral ante estos acontecimientos, lo considera incapaz, pues: “le faltaua la prudencia que el gouierno requiere” (Lizana, 1995: lib. II, c. VI, 188), y lo presenta manipulado por los malquerientes del por entonces provincial franciscano. Una de las aportaciones novedosas de este escritor es la relación de las discordias entre el mitrado y los franciscanos, mientras Landa se hallaba en España. En cuanto al asunto del juicio, lo trata de manera muy general, pero destaca el aprecio que el rey cobró entonces por el procesado. Luego, absuelto, si bien censurado por el grado de rigor que usó con los indígenas todavía neófitos, fue preconizado obispo y recibido en su diócesis, sobre todo por éstos, como un padre amado. Después de dar noticias sobre las dificultades que sufrió con las autoridades civiles y los colonos durante su episcopado, Lizana escribe un relato ejemplar acerca del fallecimiento de fray Diego: una muerte anunciada de acuerdo con el modelo establecido para el tránsito de todos los santos por la literatura piadosa. Allí, recoge la curiosa leyenda de que un difunto se había aparecido a su compadre en las playas de Campeche y le había avisado que el obispo acababa de fallecer en Mérida. Además le dijo que, apenas fray Diego expiró, había cruzado el Purgatorio, donde él se encontraba penando, con la rapidez de un relámpago camino de la gloria (Lizana, 1995: lib. II, c. VI, 202-203).

Desde el punto de vista historiográfico la biografía de Lizana, aunque pretende recrear hechos históricos, es ante todo de carácter hagiográfico, ejemplar, inspiradora, destinada a despertar los sentimientos piadosos de los lectores. Su propósito es construir una apología de la orden seráfica en Yucatán, a partir de la exaltación de las virtudes de un personaje que encarna el modelo del evangelizador, más preocupado por salvar almas que por conseguir la aprobación humana. Con el afán de hacer vivir a su protagonista refiere una serie de anécdotas y aprovecha algunos recursos literarios, como la recreación de escenas y diálogos imaginados sin ninguna probable base documental. Fray Bernardo redacta con una retórica más propia de los sermones predicados con propósitos de corregir y edificar a la feligresía que de la Historia, supuestamente objetiva. Cuestiones que no dejarán de exasperar al historiador, también franciscano, fray Diego López Cogolludo, cuando se empeñe en escribir sobre los méritos de los religiosos que habían ilustrado la provincia yucateca. Sin embargo, en medio de tales discursos plagados de consideraciones devotas y citas patrísticas o bíblicas, ofrece algunas observaciones de particular interés histórico, desde la perspectiva profana de la actualidad, como el hecho de que los mayas se refirieran todavía a sucesos contemporáneos a la persecución de idólatras encabezada por Landa y ocurrida cincuenta años antes, como “el tiempo de la cuelga” (Lizana, 1995: lib. I, c. VIII, 73); por haber sido el sistema de colgar a los declarantes, atados por las muñecas, el tormento aplicado por órdenes de los franciscanos para obtener sus confesiones; y también el que hubieran compuesto, en su idioma, tres endechas, para lamentar la muerte del obispo, cánticos funerarios que todavía fray Bernardo afirma haber escuchado (Lizana, 1995: lib. II, c. VI, 202).

El libro de Lizana se publicó dos años después de la muerte del autor, en Valladolid, en 1633. Veinte años más tarde, fray Diego López Cogolludo escribirá la más completa biografía de Landa salida de la pluma de uno de sus hermanos de hábito en la península maya (López, 1688: lib. IX, c. VII, 486). Por incluirse dentro de una historia general de Yucatán, las acciones del fraile obispo se entretejen con los acontecimientos ocurridos en su tiempo, es decir, se presentan dentro de un contexto histórico definido.16 Como el autor anota en cada caso el origen de la información con que trabaja, es evidente que para el caso de Landa se nutre sobre todo en lo escrito por Lizana, pero la recreación de los sucesos de la vida del controvertido personaje aparece corregida desde el punto de vista cronológico y con mayor precisión espacial, además de enriquecida, gracias a los testimonios documentales, localizados y consultados por este acucioso investigador en el archivo del convento de Mérida.17 López Cogolludo pretende escribir una biografía realista, por eso si en algún momento relata acontecimientos que podrían ser reputados como milagros, lo hace en un tono de credibilidad mesurada, pues confiesa que Dios “obra tales marauillas, quando conuiene” (López, 1688: lib. V, c. XIV, 288). Entonces asume la postura propia del historiador cuando recopila una tradición; en ese tono refiere el caso de los indios inmovilizados ante el misionero a causa del temor producido por: “vn grande resplandor, que de su rostro salia, quando les hablaba”, en ocasión de haber irrumpido en medio de un ritual donde la ofrenda era un sacrificio humano; o como en el asunto de la estrella que lo iluminaba al predicar, interpretada por el autor: “como señal de su clara Doctrina, resplandor de sus virtudes, y zelo santo de la conuersion, y luz que deseaba en las almas de estos naturales” (López, 1688: lib. V, c. XIV-XV, 288, 291). Respecto del descubrimiento de las ceremonias idolátricas en Maní, explica este autor que: “Sintiòlo el zeloso Ministro, como culpa de hijos, a quien[es] auia regenerado en Christo, cuyo honor, y culto vltrajaban” (López, 1688: lib. VI, c. I, 309), y considera que al procesar a los apóstatas como inquisidor había actuado con legalidad, en consonancia con la autoridad apostólica otorgada por los privilegios papales concedidos a los franciscanos. Sin embargo, nada menciona sobre los tormentos a que fueron sometidos los indiciados para obtener sus confesiones. Lo que sí refiere es la quema de códices: “Con el rezelo de esta Idolatria, hizo juntar todos los libros, y caracteres antiguos, que los Indios tenian, y por quitarles toda ocasion, y memoria de sus antiguos ritos: quantos se pudieron hallar, se quemaron publicamente el dia del Auto, y à las bueltas con ellos sus Historias de sus antigüedades”. Sin detenerse a lamentar la pérdida, sólo añade: “los emulos del bendito Padre le dieron titulo de cruel”. El doctrinero, tan experimentado en la fragilidad del cristianismo de los mayas y conocedor de su inclinación a recaer en la religión proscrita (León, 2006: 82-83), reconoce la efectividad del procedimiento cuando afirma que, por muchos años, cesó la idolatría gracias al castigo propinado entonces a los apóstatas (López, 1688: lib. VI, c. I, 309-310). A continuación, de acuerdo con Lizana, explica que el motivo de la enemistad de Toral tuvo origen en dar oídos a los malquerientes del provincial. Después de ido a España se enviaron las informaciones al Consejo de Indias donde lo acusaban de haber actuado como inquisidor y castigado con rigor a los idólatras y de ser “inquietador de la Republica” (López, 1688: lib. VI, c. VII, 325). El rey mandó examinar por teólogos y canonistas los cargos que le achacaban y la justificación de Landa. Obtenida la sentencia absolutoria, el historiador explica su presentación por Felipe II para el Obispado como un premio por parte del soberano y una lección de la Providencia, que suele sacar de las tribulaciones a sus siervos “con honra, à vista de sus enemigos”. Más adelante, destaca las manifestaciones de alegría de los indios por su regreso: “como Padre à quien tanto amaban” (López, 1688: lib. VI, c. XV, 352, 353). Caracteriza su actividad obispal por la defensa de la población maya frente a los abusos de los colonos, los choques con las autoridades civiles en salvaguarda de la jurisdicción eclesiástica y la continuación de la persecución de los idólatras. De Lizana toma el relato de la muerte del santo varón con todos los pormenores.

La publicación en Madrid de la Historia de López Cogolludo, en 1688, realizada por fray Francisco de Ayeta, procurador general de las provincias franciscanas de Nueva España, como argumento contra la secularización de doctrinas en la península maya, concluye con el proceso de divulgación de la imagen historiográfica de Landa y su aprovechamiento en la construcción de la apología de la orden de frailes menores en el mundo, como uno de los numerosos ejemplos de entrega evangélica, encarnados por los hijos de san Francisco.18 Después será hasta mediados del siglo XIX cuando, en los albores de la investigación sobre la historia colonial de Yucatán, el escritor liberal Justo Sierra O’Reilly, segundo editor de la obra de López Cogolludo, encuentre entre sus páginas a Landa, lo despoje de su aureola de santidad y lo califique de fanático cruel e ignorante, pues no supo aquilatar el valor de los códices que destruyó (León, 2015: 91). Esta imagen negativa ha sido la que se reprodujo, con mayor éxito, en la historiografía mexicana del siglo XX y lo que va del XXI.19

IV

En un plano distinto al de las hagiografías franciscanas aparece el Landa perfilado en los documentos, el sujeto de las denuncias terribles lanzadas por los detractores de los procedimientos puestos en práctica bajo su autoridad, para descubrir y penitenciar a quienes consideraba idólatras encubiertos y renegados del bautismo, como el obispo Toral y su propio mentor fray Lorenzo de Bienvenida. Escritos donde se le acusaba no sólo de usurpar la jurisdicción inquisitorial respecto de los indios sino también de los españoles, de desobedecer y desafiar a los superiores de su orden y al propio arzobispo de México, de actuar de manera arbitraria y cruel, de ser ambicioso de poder y astuto para conseguirlo; así como de haber provocado muertes, daños físicos y despojos de bienes en perjuicio de los naturales.20 Además, en la documentación emitida por la Corona es el indiciado por las reales cédulas, donde el soberano reclamaba, con severidad, su inmediata presentación ante el Consejo de Indias para responder acerca de los abusos que se le atribuían.21 Aunque también es el firmante, como juez apostólico, de las declaraciones de los testigos indígenas que describen, como parte de rituales vigentes, los sacrificios humanos con víctimas infantiles, algunos celebrados incluso sobre los altares de las iglesias y en imitación del suplicio en la cruz padecido por Cristo.22

De la pluma de Landa se han conservado pocos documentos, como casi nulo es el análisis histórico al que han sido sometidos, pues los humos de las hogueras de Maní y Sotuta han obscurecido la existencia de tales testimonios.

V

Si la función del historiador se entiende a partir de la finalidad de explicar desde el presente una realidad desaparecida, pero no cualquiera sino aquella cuyas características influyen todavía en el devenir actual, porque siguen vigentes muchos elementos que la determinaron, el estudio de la vida de este eclesiástico del siglo XVI en el siglo XXI cobra sentido, pues permite comprender cómo la religión, sea cual sea, ha sido y aún es un elemento cultural de gran trascendencia en la formación, desarrollo y actuar de las sociedades; pero también discernir el papel de los ministros, de cualquier creencia institucionalizada, como representantes del poder político, guías de conducta y agentes de control en distintos grupos humanos; así como evidenciar el nexo entre la imposición de una religión y el colonialismo, las razones de los enfrentamientos sostenidos por fieles de religiones diversas o la permanencia de la intolerancia hacia lo diferente o lo desconocido, y hasta exponer algunas raíces de la sobrevivencia de la tortura como método de investigación judicial en los estados contemporáneos, supuestamente defensores de los derechos humanos. Es decir, se tiene necesidad de explicar del pasado sólo lo que hoy aún afecta a la sociedad. Un enfoque que marca la diferencia entre el historiador y el anticuario. Pero el historiador, para poder elaborar una explicación verosímil, primero tiene que tratar de comprender las circunstancias existentes en la época que estudia y penetrar en el entendimiento no sólo de las ideas sino también de las creencias que fundamentaron las convicciones y provocaron las acciones de los personajes que investiga. Acciones que, a su vez, generaron los testimonios documentales a partir de los cuales construye un conocimiento que siempre será indirecto y sólo una aproximación más o menos acertada sobre aquella realidad que desde el pasado lo cuestiona.

Debido a lo antes dicho, y de vuelta al planteamiento inicial sobre la trascendencia de las decisiones individuales en los hechos históricos, se emprenderá otro acercamiento en busca de comprender y tratar de explicar, como hombre de su tiempo y circunstancia, a este personaje que se ha convertido en el discurso político actual en un símbolo de la opresión colonizadora.

Diego de Landa era originario de la villa condal de Cifuentes, perteneciente al reino de Toledo y a la diócesis de Sigüenza, población de no más de setecientos vecinos, rica en manantiales, rodeada de viñedos y asiento de talleres textiles, según la relación topográfica de 1569 (Calderón, 1903: vol. II, 339-341); fundada durante la conquista de la Taifa de Toledo en la región de Alcarria de Castilla la Nueva. Nació en el seno de una familia constituida por el enlace matrimonial de Diego de Landa y doña María Meléndez. Su padre, de origen vasco, provenía de Amurrio en el Valle de Ayala de la norteña provincia de Álava. Su madre era cifontina, hija de doña María Meléndez de Horozco y de Juan Ortiz Calderón, alcaide de la célebre fortaleza de Atienza, posesión del señorío de los Silva. Por ambos costados descendía de hijosdalgo, vástagos de linajes de cristianos viejos y responsables de combatir durante largo tiempo en una guerra santa contra los infieles islamitas. Era una familia, la suya, tal vez con limitados bienes de fortuna pero que gozaba de prestigio social, por tener solar reconocido y “devengar quinientos sueldos al fuero de España” (León, 2021: 302-303, 307). En la iglesia de San Salvador, edificada en el siglo XIII, los Calderón poseían una capilla mortuoria instituida en 1342, por el tatarabuelo de su madre. En ella se conserva una pequeña lápida de alabastro que marcaba el lugar donde descansaron sus restos óseos hasta que desaparecieron durante la Guerra Civil, el siglo pasado.23 Muy poco se sabe acerca de quienes formaban su entorno familiar. No parece haber tenido hermanos varones, pero se conocen noticias ciertas sobre sus primos los Calderón, uno de los cuales, Diego Ortiz, lo acompañó a Yucatán cuando regresó en 1573. Entre sus sobrinos se cuenta a Gregorio de Funes, que trasladó sus restos a España, y Juan Huidobro Barahona, en quien recayó el patronazgo de las capellanías que ya siendo obispo fundó en Cifuentes (León, 2021: 301, notas 21-22).

Diego vio la luz en el otoño de 1524, cuando la empresa de ocupación del Nuevo Mundo había tomado nuevos bríos gracias a las conquistas de Hernán Cortés y de los capitanes bajo su mando, después de un largo periodo de estancamiento en las Antillas y los afanes, tantas veces infructuosos, por establecerse en el istmo centroamericano. España unificada bajo un mismo soberano, con el cristianismo como religión de estado, había alcanzado el rango de potencia en plena expansión imperial que proyectaron los Reyes Católicos. Su nieto, que a la Corona española había sumado la imperial, estableció ese año para el gobierno de sus posesiones ultramarinas el órgano colegiado legislativo que además funcionaría como supremo tribunal de justicia: el Consejo de Indias. 1524 fue también un año de especial significado para la cristianización de los pueblos nativos del enorme e indeterminado territorio ya conocido por todos como la Nueva España y, en particular, para la historia de la Orden de San Francisco, pues fue entonces cuando llegó a México la misión de los famosos doce apóstoles comandados por fray Martín de Valencia. Ese Martín destinado por la providencia divina, según interpretaba Torquemada basado en la teoría medieval de la compensación, a restituir a la Iglesia lo que otro Martín, el “hereje” Lutero, le había defraudado, al integrar en ella a poblaciones mucho más numerosas que las que habían abandonado la obediencia del papa en Europa (Torquemada, 2010: lib. XV, V, 12-13; Frost, 2002: 236).

Diego, bautizado con el mismo nombre de su padre, bajo el patrocinio del lego franciscano evangelizador de los nativos de las Canarias, cuyo tránsito ocurrido en Alcalá se celebra el 13 de noviembre, y que por entonces ya gozaba de gran devoción en Castilla, vio la luz en una época de auge de su patria, cuando todos los días se divulgaban noticias sobre las riquezas del Nuevo Mundo o novedades sobre los triunfos del emperador en el Viejo Mundo. Nosotros, mexicanos que hemos sufrido las crisis recurrentes del siglo XX, desasidos de los valores religiosos, morales y patrióticos de nuestros abuelos, difícilmente podemos imaginar lo que supone vivir en un mundo en expansión, cuya historia, se cree, no responde al azar o a los vaivenes de la economía y la política, sino que posee un sentido manifiesto y trascendente, pues es la realización del plan divino de la redención humana.

En 1531, cuando cumplió los siete años, Diego alcanzó la edad de la razón según la considera la Iglesia y debió ser confirmado en la fe. Por entonces es probable que empezara a descubrir la historia de su terruño a través de relatos y leyendas que tomaran como referencia el castillo del infante don Juan Manuel, construido sobre una alcazaba arrebatada a los musulmanes siglos atrás, y que ahora se erguía como resguardo de la villa. Las visitas a su abuelo, el alcaide, en la no menos impresionante fortaleza de Atienza, ganada también a los infieles, despertarían el interés del niño por la lucha de los castellanos contra los enemigos de la cristiandad. Por otra parte, al acudir a las ceremonias litúrgicas observaría, quizá con curiosidad y recelo, las grotescas imágenes de diablos y diablesas esculpidas en las arquivoltas de la portada de Santiago de la iglesia de San Salvador. Éstas serían las primeras representaciones del maligno que hirieran su imaginación. También allí vería exhibidos no pocos sambenitos de penitenciados por el tribunal de la Inquisición, pues Cifuentes, en aquellos años, no estuvo libre de transgresores (García, 1903: vol. II, 378-380). Asimismo, fue, durante su infancia, cuando tuvo oportunidad de conocer a los frailes de san Francisco, gracias a la existencia en la villa del próspero convento de la Cruz, fundado por el tercer conde de Cifuentes y patrocinado con generosidad por el heredero del señorío (García, 1903: vol. II, 383).

Apenas cumplidos los trece años y con seguridad debido a la influencia de su abuelo, Diego entró, como paje, al servicio de don Fernando de Silva, cuarto conde de Cifuentes, cuando éste regresó en 1537 de las misiones diplomáticas que lo ocupaban en Italia y obtuvo el nombramiento de mayordomo mayor de la emperatriz. Bajo su tutela debió permanecer en la corte -donde tuvo oportunidad de conocer al príncipe Felipe-, por lo menos, hasta la trágica muerte de la muy querida soberana, ocurrida en Toledo el primero de mayo de 1539 (León, 2021: 303). Luego, sin que se sepa cómo pesó en la decisión del buen muchacho este acontecimiento, verdadero desengaño de las glorias mundanas, decidió renunciar a la posibilidad de medrar a la sombra del poderoso cortesano para dedicarse a la vida religiosa.24 Es probable que la familiaridad con los franciscanos desde su temprana infancia y la devoción del conde por la orden seráfica, lo llevaran a solicitar el hábito cumplidos los 16 años, es decir, a la edad en la cual los jóvenes hidalgos elegían entre los destinos correspondientes a su posición, como rezaba el refrán: “Iglesia, o mar o casa real”.

A principios de los años cuarenta, cuando después de poco más de una década de infructuosos intentos todavía los Montejo se empeñaban en consolidar la conquista de Yucatán y conseguir el establecimiento permanente de una ciudad, Diego ingresó al noviciado en el convento de San Juan de los Reyes (Lizana, 1995: lib. II, c. VI, 185; López, 1688: lib. VI, c. XVIII, 363).25 Un recinto construido con proporciones monumentales en Toledo por los Reyes Católicos con el propósito de que fuera el lugar de su reposo eterno, antes de que la victoria definitiva sobre Granada los hiciera cambiar de determinación (Domínguez, 1990: 364-383). En aquella antigua ciudad donde la convivencia tradicional entre fieles de religiones distintas había quedado abolida por la política intolerante de la reina Isabel, y que poco tiempo antes había sido escenario de la reforma eclesiástica emprendida por el arzobispo franciscano Jiménez de Cisneros, el joven debió profesar.26 Luego, emprendería los estudios necesarios para recibir la consagración sacerdotal.27 Como la célebre biblioteca, resguardada en aquel convento, fue consumida por el fuego durante la invasión napoleónica en 1808 (Abad, 1984: 11), no se puede saber si en ella Landa tuvo oportunidad de leer alguno de los libros impresos acerca del Nuevo Mundo, sobre todo los publicados en esa ciudad, por ejemplo: el Sumario de Fernández de Oviedo, o la Cuarta Carta-Relación escrita por Cortés. Sin olvidar la circunstancia de que se trataba de textos profanos y el hecho de que Cortés fue un autor prohibido desde 1527.28 Lo que parece más probable es que en aquel tiempo conociera a alguno de los religiosos que regresaban de tierras ultramarinas a la Provincia de Castilla o pasaban por San Juan reclutando misioneros. Fuera por lecturas o testimonios personales, hasta el claustro toledano no dejarían de llegar los ecos de la existencia de ciudades enormes habitadas por poblaciones numerosas de gentiles, construidas en torno a “templos diabólicos”, ensangrentados por los sacrificios humanos.

Sin que se pueda definir cuándo, fray Diego se trasladó al convento de San Antonio de la Cabrera, importante centro de estudios especializado en la enseñanza de la gramática, en la Provincia de Castilla.29 Con base en el testimonio de uno de sus condiscípulos, fray Agustín Moragón, hoy se puede precisar que en 1547 se encontraba estudiando la “latinidad”, en preparación para alcanzar el presbiterado. El mismo fraile da cuenta de cómo, por entonces, gozaba del aprecio de sus jóvenes compañeros, que decían: “Landa a de ser un santo, porque sienpre veyan que les yba adelante en las cosas de virtud e religión” (León, 2021: 318).

Además de cumplir con los deberes escolares que lo facultarían para el sacerdocio, y en el más puro espíritu del franciscanismo, fray Diego se dedicaría a la contemplación y a realizar prácticas ascéticas en el silencio de su celda, donde oraba, ayunaba y domaba los instintos corporales mediante la mortificación de la carne, en busca de la fuerza necesaria para asumir la tarea que, creía con fe viva, le tenía reservada la Providencia y en poco tiempo le revelaría.30 Lejos, más allá del océano, en el oriente de la península maya, otros sacerdotes también oraban, ayunaban y se autosacrificaban en espera del momento propicio, señalado por los astros divinizados, para estallar el gran levantamiento que acabaría con los invasores extranjeros y les devolvería su preciada libertad. Cilicios y azotes frente a pedernales y espinas de mantarraya, porque los hombres de dios, de cualquier dios, han determinado a lo largo de la historia que el sufrimiento corporal es una vía efectiva para lograr comunicarse con la divinidad. Pero los dioses no siempre aceptan los sacrificios de sus fieles ni atienden las peticiones que les hacen, y aquella guerra santa empezada, en el plenilunio del mes de noviembre de 1546, bajo auspicios de victoria, terminó en la derrota, captura y castigo de los sublevados; aunque no por ese grave descalabro los mayas perdieran la confianza en las deidades ancestrales, ni les dejaran de rendir culto.31 Mejores resultados lograron esta vez los sacerdotes del dios intruso, pues por entonces establecieron, con el apoyo de los conquistadores, dos conventos con sus respectivas escuelas para impartir la catequesis a los hijos de los nuevos súbditos del emperador Carlos V, el de Campeche y el de Mérida (López, 1688: lib. V, c. V, VI, 255-256, 259).

Apenas cantada su primera misa, fray Diego hubo de tomar la decisión más importante de su vida, con plenas facultades de conciencia, cuando le llegó la noticia de la formación de un grupo de religiosos voluntarios destinado a evangelizar en las Indias. Fue en el convento de la Cabrera donde obtuvo la licencia de los superiores franciscanos para incorporarse a la misión: “con gran ҫelo de yr a convertir algunas almas, porque oya desir que se venían muchas a la fee” (León, 2021: 318).32 Fray Nicolás de Albalate era el procurador encargado del reclutamiento de aquellos frailes que pasarían a misionar, por primera ocasión, directos de España a Yucatán.33

¿Qué cualidades vería el reclutador en el joven sacerdote y qué informes recibiría de sus superiores? ¿Por qué le pareció apto para convertirse en misionero? ¿Sería la salud física o la fuerza espiritual, el genio vivo o su inteligencia? ¿Lo escogió o hubo de aceptarlo ante la falta de candidatos? Pues resulta pertinente considerar que Albalate, después de las gestiones realizadas ante el Consejo de Indias y de un viaje tan prolongado, sólo consiguió que doce frailes se alistaran, aunque las autoridades reales le habían permitido llevarse dieciocho (González, 1978: 91). De la docena original, al parecer, únicamente siete perseveraron hasta arribar a la península maya.34 En la decisión de fray Diego debió pesar, además del incentivo de conseguir la salvación de las almas de aquellos paganos, el haber oído decir que éstos poblaban una tierra bien abastecida, supuestamente saludable y sobre todo que eran hablantes de una misma lengua.35 El hecho es que, en la primavera de 1549, fray Diego se encontró al desembarcar en Campeche, cara a cara, con los naturales que venía a cristianizar; pero antes, debía atender el indispensable aprendizaje del idioma indígena. El único maestro entonces era fray Luis de Villalpando, un egresado de la Universidad de Salamanca, que con base en la gramática latina había encontrado los principios indispensables para entender la estructura de la lengua maya. Entre los aprendices de misioneros, Landa resultó el alumno más aprovechado, pues pronto logró dominarla y hasta perfeccionar las reglas establecidas por Villalpando, lo que, con el tiempo, trajo por consecuencia que se imprimiera la primera gramática y doctrina en maya (León, 2003: vol. I, 260).

Pocos meses después, en septiembre, al celebrarse en el convento de Mérida el capítulo, presidido por el comisario general de Indias, donde se erigió la Custodia de San José de Yucatán, sujeta a la Provincia del Santo Evangelio de México, se decidió el establecimiento de conventos en las poblaciones de Maní, Conkal e Izamal (López, 1688: lib. V, c. IX, 269). Fray Diego fue destinado a trabajar en la fundación de Izamal bajo la autoridad de fray Lorenzo de Bienvenida, el misionero que se había singularizado por sus largas y solitarias caminatas entre poblaciones apenas pacificadas.36 Empezó entonces para el franciscano, que estaba por cumplir 25 años, la que debió ser la etapa más feliz de su existencia. Desde Izamal, con la energía propia de la juventud y la seguridad de poder comunicarse en la lengua maya, se lanzó a recorrer grandes distancias, internándose por veredas y extravíos en busca de quienes, pensaba, habían vivido engañados por el adversario infernal para darles a conocer el mensaje evangélico. A fray Diego, el apóstol, convencido hasta la médula de ser verdad absoluta la creencia que daba razón y sentido no sólo a su existencia personal, sino también al devenir de la humanidad -entendido como historia de la redención-, y motivado por el compromiso espiritual que al decidir convertirse en misionero había asumido sobre la salvación de las almas de los naturales, cuyo cabal cumplimiento comprometía la posibilidad de obtener la propia bienaventuranza, con los pies infatigables y por insignia y defensa una cruz en la mano, literalmente no le cabría el alma en el cuerpo. Sin temer el martirio que, no dudaba, le abriría de golpe las puertas de la gloria se presentaba en medio de los rituales, suspendía sacrificios, exorcizaba a las viejas deidades, que veía como parodias demoniacas del único y verdadero Dios, al grito de: Ecce crucem Domini, fugite partes adversae…, y predicaba en maya el mensaje de Cristo con voz de trueno.37 Hagamos un alto para pensar: ¿Es esta una visión sólo hagiográfica o posible?, me inclino por lo segundo, pues a lo largo del continente hubo otros religiosos que sufrieron muerte violenta y ganaron fama de santidad como resultado de una temeraria entrega a la misión.

Por otra parte, fue en Izamal donde fray Diego constató cómo los misioneros podían perder la paciencia y abandonar el camino de la persuasión evangélica para caer en el empleo de la fuerza, cuando vio al padre Bienvenida castigar a los muchachos de la escuela, recién bautizados, colgándolos de las muñecas, porque continuaban amancebándose.38 Así, no deja de parecer extraño que este mismo religioso, años después, escriba al rey una de las denuncias más terribles contra Landa y sus hermanos de hábito por haberse atrevido a utilizar la tortura a fin de obtener las confesiones de los indiciados por idólatras.39

También entonces, fray Diego empezó a experimentar los efectos del disgusto de los propios españoles ante las reprimendas de los religiosos por los abusos que cometían contra los indígenas o por censurar sus conductas inmorales. Así le ocurrió con el mayordomo de un encomendero amancebado con una india casada a quien, después de amonestarlo sin lograr que se enmendara, castigó de manera pública. En venganza, el fornicario decidió sorprender al joven sacerdote en falta a su voto de castidad y para ello lo espió durante muchas noches, sin más resultado que convertirse en testigo de las horas dedicadas por el franciscano a la oración y a disciplinarse.40 En su Relación, Landa escribió al referirse a la hostilidad de los colonos: “velaban de noche a los frailes con escándalo de los indios y hacían inquisición de sus vidas y les quitaban las limosnas” (Landa, 1994: 110).

1552 fue un año determinante para la afirmación de la autoridad eclesiástica de los franciscanos en Yucatán, a raíz de la visita efectuada por el oidor de la Audiencia de los Confines, Tomás López Medel. Resultado de la colaboración de los religiosos con el funcionario real fueron las ordenanzas que entonces emitió. En ellas quedó establecida una base jurídica para regular la convivencia entre españoles y naturales, y también entre los mismos indígenas, considerados como súbditos libres de la Corona, bajo la responsabilidad de sus propios gobernantes, pero con la tutela de los frailes.41 Además de las disposiciones legales, en este documento han quedado registradas las prácticas de los mayas para resistir la imposición religiosa y las estrategias de los evangelizadores para combatirlas, como las reducciones en poblados concentrados, según el modelo de las villas españolas, y las prohibiciones de celebrar reuniones nocturnas o en lugares apartados, a fin de evitar que los poderosos ah kines y chilames continuaran la predicación de las creencias proscritas, la celebración de los viejos rituales y la manifestación de los oráculos divinos. Estos especialistas de la antigua religión que, a diferencia del resto de la sociedad indígena, supuestamente desterrados los “falsos dioses” a quienes servían, no tenían futuro ni cabida en el nuevo orden. Landa siempre consideró perniciosa la influencia que aún ejercían sobre los vacilantes conversos, por eso señala: “los que más fatigaron a los religiosos, aunque encubiertamente, fueron los sacerdotes, como gente que había perdido su oficio y los provechos de él” (Landa, 1994: 110).

En una comunidad religiosa tan escaza de miembros y dada la capacidad de liderazgo mostrada por fray Diego, pronto hubo de combinar la catequesis con el desempeño de cargos de responsabilidad en la organización interna de la orden: desde 1551 como definidor y a partir del segundo capítulo custodial celebrado en 1553 como guardián de Izamal, encargado de edificar sobre el conjunto ceremonial indígena la nueva iglesia y el convento. El antiguo novicio del magno San Juan de los Reyes, por desconocer el arte de la construcción, encomendó esta tarea al lego alarife fray Juan de Mérida, pero debió concebir las proporciones monumentales del recinto conventual y las condiciones necesarias para su permanencia futura. Si los templos dedicados a las deidades mayas sorprendían por sus dimensiones y carácter majestuoso, las nuevas edificaciones no podían dejar de reflejar la omnipotencia del dios cristiano y la solemnidad propia de su culto; deberían ser contempladas en el paisaje como signos visibles de la marcha imparable de la evangelización. Dado que era obligación de los gobernantes indígenas proporcionar los trabajadores necesarios para la obra, sobre los hombros de la población plebeya recayó el trabajo de demoler los antiguos templos y el de erigir encima de sus altos basamentos la iglesia y la morada de los frailes (Landa, 1994: 188-189). Por entonces se vivían años de esterilidad agrícola y tales faenas, que ocupaban a numerosos trabajadores, milperos a los que alejaban de sus siembras, pudieron ser causa de agravar el hambre entre la población.42 No obstante, la previsión del guardián y la buena administración del maíz que había almacenado en su troje permitieron al convento alimentarla, durante los meses que faltaban para recoger la siguiente cosecha, dando pauta al pretendido milagro de la multiplicación del grano que, desde luego, evoca el evangélico de los panes y los peces.

Ajeno a la interpretación milagrosa que las medidas administrativas puestas en práctica en Izamal provocarían después de su muerte, fray Diego completó su trienio como guardián en abril de 1556, al celebrarse el tercer capítulo custodial (López, 1688: lib. VI, c. I, 306). Para el futuro escritor los años que dejaba atrás debieron ser el tiempo de más provechoso aprendizaje sobre la cultura maya, del presente y del pasado, pues ya con la posesión de la lengua empezó a interesarse en las costumbres y la historia indígenas; recorrió varias de las antiguas ciudades, donde dibujó algunos monumentos, que después describiría en su Relación (Landa, 1994: 187-195); trató de entender los principios de la escritura maya e investigó el funcionamiento del calendario ritual; tomó nota de testimonios orales y, además, gracias a que contaba con la confianza de ciertos personajes de la nobleza, logró que le mostraran algunos códices. En su Relación Landa distingue entre sus informantes como “muy familiar” a don Juan Cocom: “hombre de gran reputación y muy sabio en sus cosas y bien sagaz y entendido en las naturales” (Landa, 1994: 101). Éste era, antes de recibir el bautismo, Nachí Cocom, el caudillo independentista que se destacó en el combate contra los conquistadores, y que habiendo aceptado convertirse en vasallo de la Corona de Castilla conservó el gobierno del belicoso cuchcabal de Sotuta (Rubio, 1982: XXXVI-XXXVII, nota 57; Chamberlain, 1982: 133, 215, 221-222, 228-229).

El viejo don Juan y el joven fray Francisco, hombres ambos de convicciones férreas, procedían de mundos muy distintos, pero debieron encontrar un punto de entendimiento en el interés compartido por la cultura maya y la naturaleza peninsular. Tiempos vendrían en que el franciscano constatara su fracaso al tratar de cristianizarlo, pues durante las investigaciones sobre idolatrías en Sotuta, en agosto de 1562, hubo testigos que declararon sobre la participación del gobernante en sacrificios de niños; los últimos realizados con el propósito de obtener de los dioses la cura para la enfermedad que lo llevó a la muerte en 1561.43

En 1556, el mismo año en que subió al trono Felipe II, cuyo régimen se caracterizó por la intransigencia en materia religiosa (Miranda, 1995: 47-52), fray Diego resultó electo custodio, y aunque intentó renunciar al cargo, por enfermo e insuficiente, el comisario representante de los superiores de la provincia no se lo permitió.44 Entonces se convirtió, como lo habían sido los custodios anteriores, en la autoridad eclesiástica de más alta jerarquía en una diócesis sin obispo residente, gracias a los privilegios pontificios obtenidos por la Orden seráfica.45 A estas prerrogativas, en 1558, los franciscanos añadieron una real provisión de la Audiencia de los Confines que ordenaba a las justicias de Yucatán auxiliarlos en su desempeño como jueces apostólicos (DDQAMY, 1938: vol. I, 21).

Landa, respaldado con tan amplios poderes, no sólo se ocupó de amonestar a los naturales bautizados cuando descubría que continuaban celebrando ritos propios de la antigua religión, sino que también tuvo que incluir bajo su jurisdicción a los españoles acusados de bigamia, amasiato, blasfemia y herejía (León, 1994: 24-25). La severidad de sus determinaciones le multiplicó el número de enemigos. En el contexto de los enfrentamientos entre frailes, colonos y funcionarios reales por el control de la población indígena, este custodio se convirtió en una autoridad difícil de contener.

En medio de una creciente oposición, con motivo de la llegada de un nuevo presidente de la Audiencia y del envío por parte de los colonos de un procurador, Landa viajó a Santiago de Guatemala con el propósito de exponer ante el real ministro la postura de los franciscanos respecto de los problemas que aquejaban a Yucatán, presentar la denuncia contra quienes entorpecían las actividades de los religiosos y, con toda probabilidad, velar por la permanencia de las ordenanzas decretadas por el visitador López Medel.46 Los informes contradictorios del procurador y el custodio debieron influir en la decisión de la Audiencia de ordenar una nueva visita a la provincia peninsular, como lo hizo por real provisión emitida el 28 de marzo de 1560, esta vez a cargo del oidor Jufre de Loaisa (Documentos para la historia de Yucatán, 1936: vol. I, 85-87). Entonces los afectados por la inspección pasaron a engrosar las filas de los malquerientes de Landa, entre ellos el alcalde mayor Juan de Paredes sometido, junto con sus tenientes, alguaciles y escribanos, a juicio de residencia por este visitador.47

En cuanto a los frutos de la evangelización para fray Diego, el custodio, atrás habían quedado sus años de misionero itinerante y en ellos el optimismo ingenuo acerca de la conversión de los naturales. Cada vez se mostraba más patente a su conciencia que, pese a los esfuerzos de los frailes, la religión proscrita no había sido eliminada ni en todas partes ni por completo, como tampoco se había logrado neutralizar la influencia de los sacerdotes mayas sobre los vacilantes neófitos, como lo había podido comprobar al visitar, en 1558, los pueblos comarcanos a la villa de Valladolid, donde descubrió que continuaban con el culto a las antiguas deidades. Entonces, con la ayuda del alcalde mayor, había reunido a los señores para amonestarlos a que dejaran los “ídolos”, bajo la promesa de perdonarlos sin castigo.48

Elevada la Custodia franciscana a la categoría de Provincia en el capítulo reunido en septiembre de 1561, Landa fue electo primer provincial y con ello de nuevo pasó a ocupar la más alta jerarquía eclesiástica en Yucatán. Pocos meses después, en mayo del año siguiente, el guardián del convento de Maní le informó del descubrimiento de un adoratorio clandestino en una cueva.49 Ahora las evidencias de culto “idolátrico” no se habían encontrado entre los siempre rebeldes indígenas del oriente peninsular sino en territorio de los Tutulxiu, aliados fieles de los españoles y de los primeros mayas en recibir el bautismo. Fray Diego no parece haberse sorprendido en exceso, pues comisionó al propio guardián para que realizara la investigación correspondiente. El fraile se auxilió por seis religiosos que estaban en ese convento aprendiendo la lengua. Es decir, se trataba de los que apenas se habían integrado a la naciente Provincia el año anterior y, aparte de no contar con experiencia en el trato con los naturales para realizar las averiguaciones, tendrían muy fresca la memoria de los autos de fe celebrados entre 1558 y 1559 en las ciudades de Sevilla y Valladolid, donde algunos tachados de luteranos fueron ejecutados en la hoguera (Miranda, 1995: 48). Desde las primeras declaraciones de los indiciados resultó evidente la persistencia de la realización de rituales paganos y su amplia práctica entre la población bautizada. Entonces, para obtener más informes y la entrega de los objetos venerados, los frailes pasaron del simple examen al interrogatorio con tormento.50

Casi un mes después de iniciada la pesquisa y como la extensión de la apostasía parecía no tener límites, el guardián le pidió al provincial que fuera a Maní para ocuparse en persona del asunto.51 Ahora Landa se vería obligado por las circunstancias a tomar decisiones extremas frente a hechos contundentes. Llegado al pueblo comprobó la gravedad del caso: “hallé era nada lo que me habían escrito en comparación de lo que vi por mis ojos”.52 Entonces continuó con los procesos, como juez de la inquisición ordinaria; pero conocedor de las características del tejido jerárquico de la sociedad maya y del férreo dominio que ejercían los señores y los sacerdotes sobre la gente plebeya, dirigió la investigación contra los nobles, caciques y maestros auxiliares de los frailes, en quienes reconoció a los promotores de lo que interpretó como un movimiento de revitalización de las creencias y del ceremonial pagano. Por lo mismo, mantuvo la aplicación de la tortura como método para obtener delaciones que involucraran a los poderosos, pues estaba convencido que de manera voluntaria nunca las conseguiría. Con el apoyo del alcalde mayor organizó un auto de fe, donde lo que para unos era castigo para la mayoría fuese ejemplo.53

Fue durante esa ceremonia, cuando se destruyeron numerosos objetos de culto y también los códices requisados a lo largo de la investigación. Aunque entonces se penitenció con azotes, trasquiladuras, uso de sambenitos, trabajos forzosos, destierros temporales y pena pecuniaria a culpables nobles y maestros, los indiciados que eran gobernadores y sacerdotes fueron remitidos a Mérida para finalizar sus causas, y según la acusación del obispo Toral encarar unas sentencias que se presagiaban serían de muerte en la hoguera.54 A raíz de tales sucesos se extendió el miedo entre la población indígena, algunos desesperados se ahorcaron, como ocurrió con dos antiguos sacerdotes, que fray Diego señala: “entre los más malos pervertidores” (DDQAMY, 1938: vol. II, 403); y también creció el temor entre la población española ante el peligro de una posible sublevación.

La ampliación de las investigaciones franciscanas a los cacicazgos de Sotuta y Hocabá mostró resultados todavía más alarmantes, pues allá se descubrió que los mayas no se habían limitado a conservar las imágenes sagradas proscritas, quemar copal en honor a las viejas deidades o hacerles ofrendas de animales sino que también continuaban realizando sacrificios humanos, con víctimas infantiles, unos al estilo antiguo y otros con adaptaciones inspiradas en la imagen de Cristo, pues igual les abrían el pecho para extraerles el corazón pero ahora, además, las crucificaban.55

Fue en aquellas circunstancias, que la toma de posesión del obispo Toral, a mediados de agosto, detuvo las acciones inquisitoriales del provincial. Sin embargo, el desacuerdo entre ambos eclesiásticos sobre la aplicación del tormento como método para investigar la existencia de la “idolatría” los llevó a protagonizar un enfrentamiento que alcanzó proporciones escandalosas (León, 1994: 34-37). Muy pronto, la situación de Landa se tornó tan difícil que, al saber de las denuncias enviadas al rey en su contra, decidió renunciar al provincialato y viajar a España en busca de justicia. Se embarcó por abril de 1563, pero a su paso por Santo Domingo una enfermedad lo detuvo. Luego tras una accidentada travesía, más de un año después, logró arribar a costas españolas en octubre de 1564. Allá se enteró de la existencia de las reales cédulas que ordenaban a las autoridades novohispanas remitirlo al Consejo de Indias bajo custodia, junto con los frailes a quienes había comisionado como inquisidores (DDQAMY, 1938: vol. II, 65-67).

En la Relación, Landa deja ver que su comparecencia ante el supremo tribunal fue un trance amargo, pues sus miembros: “le afearon mucho que hubiese usurpado el oficio de obispo y de inquisidor”. Además, al invocar en su descargo los privilegios pontificios otorgados a los franciscanos y el auxilio recibido de las autoridades reales: “los del Consejo se enojaron más por estas disculpas y acordaron remitirle con sus papeles y los que el obispo había enviado contra los frailes, a fray Pedro Bobadilla, provincial de Castilla, a quien el rey escribió mandándole que los viese e hiciese justicia” (Landa, 1994: 112).

A principios de 1565, fray Diego escribió en Madrid un memorial dirigido al rey Felipe con su versión de lo ocurrido, donde aprovechó para quejarse del mal trato que había recibido de algunos de los consejeros: “como si yo hubiera sido Pizarro en Perú o Vasco Porcallo en la Habana que quemaba los indios” (DDQAMY, 1938: vol. II, 421). En este documento empezó por destacar los méritos de los franciscanos en la catequesis de los mayas mediante el aprendizaje de su lengua. Así refiere: “los bautizamos, doctrinándolos primero y haciéndoles entender lo que recibían en recibir la fe y cristiandad y a lo que se obligaban y lo que ganaban en dejar sus ídolos y lo que por esto habían de esperar”. Luego comenta cómo los juntaron en pueblos “donde les enseñamos a vivir políticamente, y acudían a las iglesias a misa y sermones como si hubiera quinientos años fueren cristianos, y cuando no tenían sacerdote… les predicaban los mozos que tenían cargo de las iglesias, a los cuales teníamos dados sermoncitos en su lengua para ello”. Además, destaca la labor educativa de los frailes que habían enseñado a los niños “a leer y a escribir y cantar y tañer y a ser cristianos”. Gracias al trabajo de los religiosos la conversión había avanzado tanto que los bautizados ya se confesaban y comulgaban “algunos con harta devoción”. No obstante, “procurándolo el demonio y permitiéndolo Dios, algunos de los sacerdotes que ellos tenían antiguamente… y los señores que eran muy familiares de éstos comenzaron a tratar de que conforme a ciertas profecías suyas antiguas… ya no podían durar la cristiandad ni los españoles ni los frailes en aquella tierra”, en clara referencia a la visión cíclica del tiempo entre los mayas. Entonces éstos se empeñaron en convencer secretamente a los neófitos para que revivieran el culto de los dioses, desacreditando las enseñanzas del cristianismo como si fueran “burla y mentira”, y porque “los desventurados son tan flacos y mudables y tan inclinados a la idolatría” cayeron en la perversión de volver a hacer sacrificios humanos a los “ídolos”, ahora no sólo en los montes sino dentro de las iglesias, crucificando a las víctimas y sacándoles los corazones. Descubiertas las idolatrías y en previsión de que estallara una sublevación, el provincial solicitó y obtuvo el auxilio del alcalde mayor. Landa explica que ante la imposibilidad de persuadir a los indiciados para que declararan sus culpas y entregaran los “ídolos”, los apremiaron por medio de tormentos donde afirma: “no hubo peligro en la vida de ninguno”. Reconoce que hubo quienes, por “temor de sus delitos”, se ahorcaron, pero aclara que quitarse así la vida, por cualquier causa, era una costumbre maya. Luego señala las penas que se impusieron “en auto público” a los confesos y declara cómo a los señores y los sacerdotes que eran “los pervertidores y dogmatizadores” los reservó presos para luego determinar su castigo. Por último, el ex provincial da cuenta de las dificultades que tuvo con el obispo y anota la documentación que había reunido para responder a los cargos de sus acusadores (DDQAMY, 1938: vol. II, 416-423).

En defensa de la legitimidad del uso que había hecho de la jurisdicción eclesiástica inquisitorial, otorgada por privilegios pontificios a las autoridades de las órdenes religiosas, Landa solicitó los pareceres de algunos teólogos y canonistas, entre ellos varios catedráticos de la Universidad de Alcalá, además de dos reconocidos expertos en la problemática de las poblaciones neófitas: fray Alonso de la Veracruz y el licenciado Tomás López Medel, antiguo conocido del franciscano, que, como se dijo, había sido visitador de Yucatán en 1552. Todos consideraron legales los procedimientos del provincial y ninguno juzgó injustos los castigos impuestos, dada la gravedad de los delitos cometidos por los “idólatras” (Landa, 1994: 112-113; DDQAMY, 1938: vol. II, 423-429).

Entre las respuestas de fray Diego a las acusaciones registradas en el proceso, de especial interés para entender el rigor con que trató a quienes consideraba habían renegado del bautismo, vuelto al culto demoniaco y traicionado la confianza de los evangelizadores, es la que dio al cargo de no haber obrado con misericordia, entonces declara: “digo que tengo para mí creído que el haber visto ellos en mí tanta [misericordia] como siempre tuve en la corrección de sus delitos fue parte para que con tanto crecimiento de males todos errasen por la mayor parte, y que esto sea verdad pruébalo el ser allá muy público”. Palabras con las que asume parte de la responsabilidad de lo que consideraba como una recaída de los neófitos en la idolatría. Luego añade que en las provincias donde se hicieron los castigos “estaban muchas veces castigados y perdonados”, para concluir con el juicio más severo que expresó sobre los mayas: “es verdad que la tengo por gente en quien si saben ha de haber castigo de lo malo se hará fruto” (DDQAMY, 1938: vol. II, 415-416). Un parecer que responde a las circunstancias del estar sometido a proceso y que no puede considerarse definitivo sin tomar en cuenta el análisis de lo que expresará, poco después, en momentos de mayor serenidad, al escribir su Relación (León, 2006: 73-76).

El informe del proceso se firmó el 2 de mayo de 1565 y resultó tan favorable al acusado que en él se recomendaba que el rey lo hiciera volver a Yucatán por saber la lengua maya y poseer gran experiencia en las condiciones de aquella tierra. Sin embargo, la sentencia definitiva absolutoria sólo fue decretada el 29 de enero de 1569, por el provincial de Castilla, en Toledo.56

Entre estas dos fechas fray Diego compuso su Relación. Una obra que le permitiría, por el conocimiento en ella demostrado sobre la cultura y el carácter de los mayas, legitimar su actuación y vindicar su persona, y que, con mucha probabilidad, había sido pensada para tener como destinatario final al Consejo de Indias (León, 2003: vol. I, 271-272; 2021: 300).

Respecto de su ánimo y condición general, mientras esperaba ser exonerado por completo, en la primavera de 1568, durante una estancia en el convento de Cifuentes, Landa escribió:

Y assi poniendome en mi paz entiendo en lo que a mi salvacion toca, y entenderè con el fauor diuino esto poco, que me debe quedar de vida, la qual aun gastarè en mis trabajos, sin perdonarla, ni huirlos, si pensara, he de sacar de ellos algun fruto. He quedado, y estoy viejo, lleno de canas, y mal aliñado de dientes, y muelas, que me dan pena; harta falta hazen, aunque tengo mas fuerҫas, y salud, que tenia allà [en Yucatán], y con grande deseo de gastarlo todo en mi salvacion, plega a N. Señor, que acierte. Amen (López, 1688: lib. VI, c. XVIII, 364).

Tenía apenas cuarenta y tres años. Poco más de diez le restaban entonces de vida y en ese tiempo estaría obligado a tomar muchas decisiones difíciles que seguro contribuyeron a acortársela. La principal, sin duda, fue la relativa a regresar a Yucatán, cuando a la muerte del obispo Toral, el presidente del Consejo de Indias, Nicolás de Ovando, lo recomendó a Felipe II como candidato para gobernar aquella diócesis. El rey, seguro por considerar a Landa un experto en las condiciones de la provincia peninsular a la altura de los requerimientos de la Corona, lo presentó ante el papa, que emitió las bulas correspondientes a su promoción a la mitra en noviembre de 1572 (León, 2021: 299-300, 304).

Como era de esperarse, el tiempo de su obispado no fue pacífico. De nuevo encontró motivos para enfrentarse a las autoridades civiles y para perseguir con rigor a los indígenas que reincidían en sus antiguas prácticas religiosas (Chuchiak, 2005: 29-47; León, 1994: 44-51; 2000: 243-259).

Apenas un lustro después de asumir la dignidad episcopal murió el obispo Landa a los 54 años de edad. Fray Diego había dedicado veinte años de su vida a la cristianización de los mayas, siempre convencido de que las decisiones que había tomado eran en beneficio de los indígenas, pues estaban encaminadas a procurarles el bien mayor de la salvación eterna, redención de la cual él se juzgaba responsable. Sin embargo, enfrentado a lo que consideró como la apostasía de los conversos y no como la natural resistencia de los indígenas a abandonar la religión de sus antepasados, y al horror que le produjo la persistencia de los sacrificios humanos ahora agravados con la mezcla sacrílega de los símbolos de la muerte de Cristo, conjugadas estas circunstancias con su soberbia al valorar la efectividad del trabajo propio y de los franciscanos, acabó por extraviar el camino de la persuasión evangélica y aceptar la práctica de la compulsión inquisitorial.

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1Sin poder precisar si fue el primero en utilizar el concepto de “conquista espiritual”, resulta pertinente anotar que fray Bernardo de Lizana lo aplica en el título de su obra, publicada en Valladolid, en 1633 (Lizana, 1995).

2López Medel había sido oidor de la Audiencia de los Confines y con su autoridad fue visitador y gobernante de Yucatán y Tabasco en 1552 (López, 1688: lib. V, c. XVI-XIX, 292-305).

3Pedro García, redactor de la “Relación de Tabi y Chunhuhub”, es el único que menciona a Landa de manera expresa, pero esto no excluye que otros aprovecharan su Relación, sobre todo los que recibieron la ayuda de Gaspar Antonio Chí, activo auxiliar del franciscano y él mismo futuro autor de otra Relación (León, 2003: vol I, 275, 277).

4 Ciudad Real (1976: vol. I, 74, 82) se refiere a fray Gerónimo cuando narra sucesos ocurridos al comisario Ponce en Tlaxcala, en 1585.

5Landa vuelve a ser mencionado en el capítulo que fray Gerónimo dedica a realizar el recuento de los obispos novohispanos. Allí señala lo mucho que trabajó como “súbdito y prelado” (Mendieta, 1997: lib. IV, c. XLIII, II, 235).

6El documento de la “obediencia”, seguido de las instrucciones precisas para redactar el memorial que debía remitirse a Gonzaga, fechado en Lisboa el 22 de enero de 1583, ha sido publicado en la Relación de la Descripción de la Provincia del Santo Evangelio… (Oroz, Mendieta y Suárez, 1947: 18-21).

7En la quinta instrucción se pide registrar a los santos o beatos sepultados en cada convento y escribir su vida (Oroz, Mendieta y Suárez, 1947: 20). Parece probable que Ciudad Real haya conocido el texto de estas instrucciones y hasta una copia del informe que sobre la Provincia de San José enviaron sus hermanos a Gonzaga, pues para referirse a los “grandes siervos de Dios” de Yucatán, entre ellos Landa, toma como referencia sus entierros en la capilla mayor del convento de Mérida (Ciudad Real, 1976: vol. II, 340, 343-344).

8López Cogolludo, que revisó el archivo del convento de Mérida, nada menciona al respecto cuando se refiere a los capítulos provinciales de esos años (López, 1688: lib. VII, c. IX, 394).

9Contrario a lo que sucede con Mendieta, Gonzaga sí consigna el nombre del convento de Izamal tanto en relación con la hambruna como en el registro de las fundaciones franciscanas, donde sus datos aparecen bajo el título: “De conuentu S. Antonij Itsmalis” (Gonzaga, 1587: 1307, 1308).

10De la Torre había llegado a Izamal justo en 1553, cuando Landa como guardián de aquel convento se encargó de socorrer a la población durante esta calamidad. Murió hacia 1573 (López, 1688: lib. VI, c. X, XI, 336, 342).

11En el texto de Daza la semblanza de Landa es una traducción de lo escrito por Gonzaga y aparece en el libro II, capítulo XLIX, antecedida por la del obispo Toral. Agradezco a María Fernanda Mora Reyes su generosa ayuda para obtener copias del ejemplar que resguarda la Biblioteca Nacional en Madrid y que hasta hoy no ha sido digitalizado.

12Así la llama Miguel León-Portilla en la presentación de la versión digital de la edición preparada por miembros del Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México.

13Lizana menciona a un fray Alonso de Solana que había escrito sobre “los varones apostólicos que huuo hasta su tiempo”, al cual sigue para componer las semblanzas de sus hermanos (Lizana, 1995: lib. II, c. XII, 229). ¿Sería acaso este fraile quien escribió el informe para Gonzaga?; López Cogolludo anota que Solana fue electo definidor en el capítulo de 1585, guardián de Tixkokob hasta 1602 y después señala que por entonces debió morir (López, 1688: lib. VII, c. IX, 394; lib. IV, c. XIX, 232 y lib. IX, c. XV, 511).

14Lizana afirma que sobre fray Diego: “hay mucho escrito”, pero aparte de la crónica de Daza o el texto de Solana no da cuenta particular de otros documentos. El cronista dedica todo el capítulo VI del libro II de La conquista espiritual a la biografía de Landa (Lizana,1995: 169-204).

15Páginas más adelante, el autor anota, por primera vez, que fray Diego había tomado el hábito en el convento de San Juan de los Reyes en Toledo (Lizana, 1995: 185).

16Los datos sobre Landa en la obra de López Cogolludo aparecen en los siguientes apartados: lib. V, c. IX, 268, su llegada a Yucatán; lib. V, c. XIV, 285-289: aprende la lengua, perfecciona el “arte” de Villalpando y es asignado al convento de Izamal; emprende sus recorridos misionales y se le atribuye un milagro de sanación en Conkal; lib. V, c. XV, 290-292, es electo definidor y guardián del convento de Izamal en el capítulo custodial de 1553; lib. VI, c. I, 306-310: es electo custodio en el capítulo de 1556 y su viaje a Guatemala; es electo provincial en el capítulo de 1561 y su intervención en los acontecimientos de Maní; lib. VI, c. VI-VII, 324-328: se enfrenta con el obispo Toral y viaja a España, es juzgado y absuelto; lib. VI, c. XV-XVIII, 362-365: regresa a Yucatán como obispo, sus disgustos con el gobernador, su viaje a México y su muerte. Vale advertir que, a lo largo de la obra, el historiador lo menciona en otros lugares.

17Además del libro de Lizana y algunos documentos oficiales, el historiador cita la crónica de Daza, el Informe de Pedro Sánchez de Aguilar, publicado en Madrid en 1639, y la “Relación historial eclesiástica…”, entonces inédita, escrita por Francisco de Cárdenas Valencia, también en 1639. De los dos últimos, sacerdotes seculares, refiere las opiniones positivas sobre las acciones de Landa para desterrar la idolatría (López, 1688: 310, 357-358).

18Sin embargo, resulta pertinente aclarar que el propio Ayeta, al aprovechar esta Historia para sustentar la defensa de su Orden contra la secularización de doctrinas en su libro, publicado hacia 1690: Vltimo recvrso de la Provincia de San Joseph de Yucathán…, difundió de nuevo datos biográficos de Landa, ff. 16-22v.

19Entre los más decididos detractores de Landa se cuenta al escritor y político campechano Héctor Pérez Martínez, editor y prologuista de la Relación de las cosas de Yucatán (1938).

20Estas acusaciones aparecen en la “Probanza hecha a pedimento del Obispo Fray Francisco de Toral sobre la manera en que Fray Diego de Landa y otros religiosos usaron la jurisdicción eclesiástica en la Provincia de Yucatán. Enero de 1563”, en la “Carta de Fray Francisco de Toral, obispo de Yucatán, a Felipe II, Mérida, 1 de marzo de 1563” y en la “Carta de Fray Lorenzo de Bienvenida a Su Majestad, dando relación de cosas acontecidas en la provincia de Yucatán en el año de 1562. Mérida, 23 de febrero de 1563” (Don Diego Quijada Alcalde Mayor de Yucatán 1561-1565 [en adelante DDQAMY], 1938: vol. I, 249-289; vol. II, 34-41, 7-9).

21“Real cédula al alcalde mayor de las provincias de Yucatán y Cozumel que provea como sean buscados en aquellas provincias Fray Diego de Landa y Fray Pedro de Ciudad Rodrigo y Fray Miguel de la Puebla y Fray Juan Pizarro de la Orden de San Francisco y hallados los envíe a estos reinos con las informaciones y autos que contra ellos se hubieren tomado. Barcelona, 26 de febrero de 1564” (DDQAMY, 1938: vol. II, 65-67).

22“Procesos contra los indios idólatras de Sotuta, Kanchunup, Mopila, Sahcaba, Yaxcaba, Usil y Tibolon. Agosto de 1562” (DDQAMY, 1938: vol. I, 71-129).

23El descubridor de los restos de Landa, en el siglo XIX, fue el cronista de la provincia de Guadalajara Juan Catalina García, que ofrece la lectura de la inscripción de la lápida (García, 1890: t. 16, 57-65).

24De ser un muchacho inclinado hacia el bien lo califica el maestresala del conde, que conoció a Diego desde su nacimiento y trabajó con él (León, 2021: 310).

25Difiere de Lizana y López Cogolludo fray Antonio de Tarancón, que conoció a Landa cuando era provincial en Yucatán, pues anota que había tomado el hábito en Alcalá de Henares. “Carta de… a Fray Diego Navarro, Provincial de la provincia de Castilla, Mérida, 1° de marzo de 1563” (DDQAMY, 1938: vol. II, 32).

26Para ponderar la influencia que el ejemplo de Cisneros pudo tener en el joven franciscano, vale recordar que como arzobispo de Toledo había dirigido una agresiva campaña para cristianizar a los moros de Granada y como regente del reino fue el promotor de la tendencia paternalista para el gobierno de los naturales de las Indias (Rubial, 1996: 53-56). Entre la vida de Cisneros y la de Landa se puede encontrar más de una coincidencia, como sucede con una característica del arzobispo señalada por el mismo historiador: “que reunía en su persona dos cualidades que rara vez se dan juntas: el don de mando y el desapego de los bienes terrenales” (Rubial, 1996: 40).

27López Cogolludo, con base en Lizana, señala que allí estudió la Filosofía y la Teología (López, 1688: lib. VI, c. XVIII, 363). Sin embargo, para realizar estos estudios eran necesarios conocimientos de latín, por eso resulta contradictorio el que aparezca aprendiendo esta lengua después, ya fuera de Toledo.

28Para 1540, además de las obras mencionadas y otras tres Cartas-Relación de Cortés, estaban publicadas las Décadas de Pedro Mártir de Anglería y la primera parte de la Historia de Oviedo, libros donde no sólo se hablaba de Nueva España, sino también con particularidad de Yucatán. Además, años después, fue allí donde escribió Landa su Relación. Un texto en el cual se encuentran huellas de las Historias de Fernández de Oviedo y López de Gómara, esta última obra con diversas ediciones a partir de 1552 (León, 2003: vol. I, 274).

29Fernández Peña afirma la importancia de estos estudios hacia 1530 en la Cabrera y añade que la Filosofía se estudiaba en el convento de la Madre de Dios de Torrelaguna y la Teología en el de San Diego de Alcalá (Fernández, 2007: 462).

30El testimonio de otro de sus hermanos de hábito, fray Juan de Mena, corrobora la inclinación de fray Diego a la penitencia afirmada después por los cronistas franciscanos (León, 2021: 321).

31En su Relación, Landa explica este levantamiento tanto por las malas costumbres de los indios como por los tratos crueles que recibían de los conquistadores (Landa, 1994: 106-108).

32Según el testimonio de fray Agustín Moragón, Landa salió de aquel convento en compañía de otro joven religioso de apellido Alvarado, que moriría pronto en Yucatán. Se trata de fray Alonso Alvarado, registrado en la nómina de quienes se embarcarían con destino a Nueva España (González, 1978: 91). López Cogolludo señala que para 1553 ya había fallecido (López, 1688: lib. VI, c. XIV, 351).

33Lizana afirma de manera equivocada que Landa se encontraba en el monasterio de Nuestra Señora de la Salceda cuando fray Nicolás fue a buscarlo para invitarlo a la misión (Lizana, 1995: lib. II, c. XII, 228). A principios de 1547, fray Nicolás había partido de Yucatán como procurador ante el Consejo de Indias. “Carta de Fray Juan de la Puerta, comisario, y de otros franciscanos de la provincia de Yucatán, al Real Consejo de Indias… Mérida, 1 de febrero de 1547”, y “Carta de Fray Lorenzo de Bienvenida a S. A. el Príncipe Don Felipe… 10 de febrero de 1548”, donde informa que todavía no se tiene noticia de la llegada de Albalate a España (Cartas de Indias, 1974: vol. I, 67-69, 70-82).

34En una carta al rey, firmada por fray Luis de Villalpando como custodio, fechada en Campeche el 29 de julio de 1550, donde se solicita se provea a la provincia de frailes, se afirma: “porque ora [sic] tres años enviamos otro religioso que hubiera de traer cuarenta y no trajo sino siete” (Documentos para la historia de Yucatán. Primera serie 1550-1560, 1936: vol. I, 4).

35Así se describe Yucatán y su población en la “Carta de Fray Juan de la Puerta…”, de 1 de febrero de 1547 (Cartas de Indias, 1974: vol. I, 67-69).

36Fray Francisco de Toral hace blanco a Bienvenida de una de sus críticas cuando le escribe al rey: “Es buen hombre, pero no para prelado y su relajación ha hecho mucho mal a estos religiosos”. “Carta del obispo de Yucatán… a Su Majestad, dando relación del estado de las cosas en la provincia y pidiendo remedio. Mérida, 3 de marzo de 1564” (DDQAMY, 1938: vol. II, 72).

37Lizana da cuenta de este exorcismo, cuya procedencia Acuña dice ignorar, pero ofrece su traducción: “He aquí la cruz del Señor. Huid, huestes adversas” (Lizana, 1995: 171, nota 87). Curiosamente estas frases forman, con una variante, la inscripción que ostenta la campana de bronce, fechada en 1392, de la iglesia del Salvador de Cifuentes: “Ecce crucem domini fugite partes adverse vicit.” (García, 1890: t. 16, 60).

38“Respuesta de Fray Diego de Landa a los cargos hechos por Fray Francisco de Guzmán.- Sin fecha” (DDQAMY, 1938: vol. II, 402).

39“Carta de Fray Lorenzo de Bienvenida a Su Majestad, dando relación de cosas acontecidas en la provincia de Yucatán en el año de 1562. Mérida, 23 de febrero de 1563” (DDQAMY, 1938: vol. II, 7-9).

40Por Lizana se conocen los pormenores de este acontecimiento (Lizana, 1995: lib. II, c. VI, 177-178), al cual Landa se refiere, como si no se hubiera tratado de él, en su “Respuesta de Fray Diego de Landa a los cargos…” (DDQAMY, 1938: vol. II, 413).

41López Cogolludo incluyó en su obra los fragmentos conocidos de estas ordenanzas (López, 1688: lib. V, c. XVI-XIX, 292-305).

42La noticia sobre la esterilidad padecida entonces se halla en el “Traslado del concierto que se hizo entre la ciudad de Mérida y los franciscanos de Yucatán sobre varios asuntos tocantes a los indios.- Mérida, 27 de octubre de 1553” (DDQAMY, 1938: vol. II, 103).

43Véanse los testimonios de Agustín Che, Antonio Pech y Melchor Canche en “Procesos contra los indios idólatras de Sotuta… Agosto de 1562” (DDQAMY, 1938: vol. I, 76-82).

44“Respuesta de Fray Diego de Landa a los cargos…” (DDQAMY, 1938: vol. II, 412).

45Estos privilegios se contienen en las bulas Alias felices de León X (25 de abril de 1521), Exponi nobis, conocida también como Omnimoda, de Adriano VI (10 de mayo de 1522), y en la de Paulo III Alias felices (15 de febrero de 1535), Scholes, “Introducción” (DDQAMY, 1938: I, XV, 22, nota 5). Mendieta incluye los textos de las dos primeras y un resumen de la última en su libro tercero (Mendieta, 1997: lib. III, c. V-VII, vol. I, 321-333).

46La versión de Landa sobre su viaje a Guatemala se encuentra en “Respuesta de Fray Diego de Landa a los cargos…” (DDQAMY, 1938: vol. II, 409).

47Paredes, que consideraba a Landa “hombre inquieto, caviloso y desasosegado” y su padre Lucas, antiguo conquistador, serán dos de los testigos en contra del franciscano en la “Probanza hecha a pedimento del Obispo Fray Francisco de Toral sobre la manera en que Fray Diego de Landa y otros religiosos usaron la jurisdicción eclesiástica en la provincia de Yucatán. Enero de 1563” (DDQAMY, 1938: vol. I, 265-276).

48“Respuesta de Fray Diego de Landa a los cargos…” (DDQAMY, 1938: vol. II, 415-416).

49No era éste el primer indicio de que en dicha provincia seguían practicándose rituales y sacrificios pues, en agosto del año anterior, don Juan Xiu, cacique del pueblo de Hunactí, había presentado ante el mismo guardián del convento de Maní, fray Pedro de Ciudad Rodrigo, el cadáver de un niño supuestamente nacido con las señales de la crucifixión y de la corona de espinas. Ante la sospecha de un par de españoles, que vieron el cuerpo, de que se tratara de “alguna maldad de los indios”, para evitar el escándalo, el fraile había predicado que dichas marcas podían tener causas naturales. Años después en su memorial al rey, Landa refiere este caso y no deja de indignarse ante la “simplicidad” mostrada por aquel religioso (DDQAMY, 1938: vol. I, 179-181; vol. II, 422).

50Una síntesis de la descripción de los tormentos aparece en la “Real cédula… Barcelona, 26 de febrero de 1564” (DDQAMY, 1938: vol. II, 66). Sobre su aplicación, Landa declara que estando él ausente: “el guardián del convento y los frailes hallaron aquel remedio de sacarles la verdad a los indios”, y después señala sobre el método de colgarlos: “yo nunca tal había visto hacer en mi vida sino a Fray Lorenzo [de Bienvenida]”. “Respuesta de Fray Diego de Landa a los cargos…” (DDQAMY, 1938: vol. II, 401, 402).

51Fray Antonio de Tarancón, presente en el convento de Mérida, describe a Landa enfermo e impedido de acudir a Maní por no tener a quien dejar como presidente de ese convento por falta de personal, pues varios frailes habían salido de la Provincia. “Carta… al reverendo padre Fray Francisco de Bustamante, comisario general de la Orden de San Francisco en Nueva España. Mérida, 26 de febrero de 1563” (DDQAMY, 1938: vol. II, 22).

52“Respuesta de Fray Diego de Landa a los cargos…” (DDQAMY, 1938: vol. II, 401). En la carta antes citada, Tarancón escribe que llegado Landa a Maní: “estuvo algunos días, según el amor que él tenía a estos naturales, que los frailes no le podían hacer creer las cosas que había hasta que ya las gustó y vió por los ojos” (DDQAMY, 1938: vol. II, 22).

53Durante su juicio, Landa explicó que pidió el apoyo de la autoridad real “temiendo el no poner remedio en tanto mal y temiendo el ponerlo sin favor de la justicia del Rey porque me mataran a mí y a los frailes” (DDQAMY, 1938: vol. II, 401).

54“Probanza hecha a pedimento del Obispo… Enero de 1563” (DDQAMY, 1938: vol. I, 250, 255). Por su parte, Landa respondió a esta acusación que “cuando sentenciamos a los que castigamos cuando se hizo el auto nos pareció a todos se quedasen los más culpados para ver mejor su negocio… y entretanto aguardásemos la respuesta del virrey de México a quien yo había ya avisado junto con el alcalde mayor de lo que pasaba… y de lo que había yo de hacer o no, no me ha de acusar el obispo, cuanto más que si en otros negocios he seguido el parecer ajeno, mejor lo había de seguir en éste, y para eso detenía los más culpados y había avisado a México”. “Respuesta de Fray Diego de Landa a los cargos…” (DDQAMY, 1938: vol. II, 406).

55Confróntense los testimonios de Antonio Pech y Melchor Canche “Procesos contra los indios idólatras de Sotuta… Agosto de 1562” y la declaración de Juan Tzabnal que refiere la costumbre conocida como quymchich (cimchich) de obsequiarse entre los gobernantes a los pequeños destinados al sacrificio “Información hecha en el pueblo de Homun sobre la idolatría de los indios. Septiembre de 1562” (DDQAMY, 1938: vol. I, 78-82, 152). Acerca del sentido de los sacrificios cruentos en la religión maya véase: Martha Ilia Nájera Coronado (1987). Sobre el sacrificio de niños consúltense las páginas 128-129.

56Acerca del dictamen y el veredicto del proceso, véase: “Informe de Fray Francisco de Guzmán al Provincial de Castilla. Alcalá, 2 de mayo de 1565” y “Sentencia del padre Fray Antonio de Córdoba, Ministro Provincial de la Orden de San Francisco de la Provincia de Castilla. Toledo, 29 de enero de 1569” (DDQAMY, 1938: vol. II, 429-435).

Recibido: 03 de Noviembre de 2021; Aprobado: 25 de Febrero de 2022

María del Carmen León Cázares. Mexicana. Doctora en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México, es investigadora del Centro de Estudios Mayas del Instituto de Investigaciones Filológicas de esta universidad. Sus campos de investigación son la Historia y la Historiografía de América bajo la dominación española. Su proyecto en curso se titula “Historia de la historiografía de los pueblos mayas”. Es autora de la edición de la Relación de las cosas de Yucatán de fray Diego de Landa, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Sus trabajos aparecidos en 2020 y 2021 son: como autora y coeditora, el libro colectivo Encuentros y desencuentros en las costas del Yucatán, 1517, el capítulo “Diego Velázquez, el despojado” en el libro En torno a la Conquista y el artículo “Fray Diego de Landa, obispo electo de Yucatán, según su información de legitimidad y nobleza de 1572”, en Estudios de Cultura Maya, LVIII.

María del Carmen León Cázares. Mexican. PhD in History from the Universidad Nacional Autónoma de México, she is a researcher at the Centro de Estudios Mayas of the Instituto de Investigaciones Filológicas of this university. Her fields of research are History and Historiography of America under Spanish domination. Her current project is entitled “Historia de la historiografía de los pueblos mayas”. She is the author of the edition of the Relación de las cosas de Yucatán de fray Diego de Landa, of the Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. During 2020 and 2021 she presented, as author and co-editor, the collective book Encuentros y desencuentros en las costas del Yucatán, 1517, the chapter “Diego Velázquez, el despojado” in the book En torno a la Conquista and the article “Fray Diego de Landa, obispo electo de Yucatán, según su información de legitimidad y nobleza de 1572”, in Estudios de Cultura Maya LVIII.

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