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Estudios de historia novohispana

versão On-line ISSN 2448-6922versão impressa ISSN 0185-2523

Estud. hist. novohisp  no.68 Ciudad de México Jan./Jun. 2023  Epub 26-Jun-2023

https://doi.org/10.22201/iih.24486922e.2023.68.77748 

Reseñas

Natalia Silva Prada, Pasquines, cartas y enemigos. Cultura del lenguaje infamante en Nueva Granada y otros reinos americanos, siglos XVI y XVII

*Investigadora independiente (México) ursulacamba@yahoo.com

Silva Prada, Natalia. Pasquines, cartas y enemigos. Cultura del lenguaje infamante en Nueva Granada y otros reinos americanos, siglos XVI y XVII. Bogotá: Universidad del Rosario, 2021. 283p.


Hernando de Soto, hijo del contador de Felipe II, escribía en sus Emblemas moralizadas hacia 1599: “No hay ave que tanto vuele como lo que mal se habla, que lo bien hablado corre y lo mal hablado vuela”.1 En efecto, los alcances destructivos de la maledicencia, el rumor y la infamia llegan más lejos y más pronto que los halagos.

El libro de Silva Prada se inserta en la historia cultural del lenguaje propugnada por Peter Burke, la cual busca descifrar cómo las diversas formas del lenguaje injurioso adquieren sentido en el contexto social.2 Asimismo, la autora parte del enfoque de la historia de las emociones en tanto el lenguaje injurioso está estrechamente ligado a las emociones que se despiertan en quienes lo profieren y en quienes son agraviados. En efecto, el temor, el odio, la vergüenza, el rencor y la humillación, entre muchas otras, son partes medulares de las pasiones que atraviesan los casos que la autora recupera minuciosamente de diversos archivos.

El lenguaje injurioso en la América española apareció pronto, baste recordar el despectivo apodo que sus coetáneos dieron a Cristóbal Colón, llamándolo “el almirante de los mosquitos”. A pesar de ello, la historiografía del período apenas se está abriendo camino en el análisis de este tipo de lenguaje y su sentido, la carga simbólica que implica y su representación en los contextos que lo produjeron.

Cabe destacar los trabajos de Gabriel Torres que han mostrado en diversas ocasiones el carácter propiciatorio de los pasquines, en tanto generadores de debates públicos y espacios de opinión -que pueden tomar, lo sabemos, rumbos insospechados- en el período de la insurgencia en México, y los libelos, pasquines e intrigas que se suscitaron a raíz de la expulsión de los jesuitas.3 Asimismo, si bien sobresalen los esfuerzos de investigadores como María Eugenia Albornoz,4 Cristina Tabernero, José María Usunáriz,5 Claudia Carranza y Rafael Castañeda,6 entre otros que se han dado a la tarea de profundizar sobre el lenguaje del disenso y su imbricación con el contexto social y de justicia, el trabajo de Silva Prada es muy novedoso, pues encuentra en diversas fuentes dispersas y fragmentarias la documentación suficiente para construir un sólido argumento que nos muestra cómo las sociedades de Antiguo Régimen, hondamente preocupadas por el honor y por la honra, se vieron atravesadas por constantes tensiones y conflictos que mostraban la nada tersa interacción entre los diversos grupos sociales en los virreinatos americanos. Las desavenencias, los ataques y hasta los asesinatos entre los burócratas imperiales recorren largas distancias en los reinos de las Indias, que van de Cartagena a Quito, Bogotá, Lima, Tunja, Trujillo, pasan por Puebla, la ciudad de México y alcanzan hasta la ciudad de Manila en Filipinas.

La autora comienza analizando el término de enemigo capital, categoría jurídica que hunde sus raíces en Las partidas de Alfonso el Sabio y muestra cómo enlazada en las pasiones (la venganza, el odio, el rencor) dicha categoría servía para defenderse en caso de una incriminación. La vida política de las posesiones españolas en América estuvo sumida en conflictos y enfrentamientos durante el siglo XVI y buena parte del XVII. Y tal y cómo lo ha mostrado también Robert Darnton, para el caso de Francia, las élites políticas y económicas eran las primeras en instigar la circulación de libelos y pasquines para socavar la reputación de sus coetáneos.7

En efecto, la agresión ya fuera verbal, escrita o simbólica en forma de injuria o infamia estaba estrechamente relacionada con la honra que era preciso preservar sin mácula: puto ensambenitado, bellaco, puta probada, perro mulato malnacido, redomado hipócrita, víbora maldita, judío son algunos de los insultos proferidos en una amplia documentación que va desde las cartas escritas por los vasallos al rey y al papa, pasando por el graffiti y los papelones hasta las imágenes.

Uno de los aspectos más interesantes del libro es el que la autora dedica a Juan de Mañozca y Zamora, arzobispo y reconocido burócrata, porque fue quien realizó la visita al Santo Oficio en Nueva España a mediados del siglo XVII, pero también pasó por Quito y Cartagena dejando un rastro de terror y agravios al por mayor. El personaje en cuestión era un cúmulo de vicios y maldades, un verdadero pillo que había perpetrado una serie de delitos sobre los atribulados vasallos, cuyas quejas, súplicas y enojos se hicieron escuchar mediante airadas misivas que alcanzaron la otra orilla del Atlántico. Las tropelías del inquisidor no son sólo un puñado de anécdotas, sino una prueba de cómo el mal comportamiento de un burócrata alteró el orden público: delitos sexuales, amenazas, abuso de autoridad, venganzas e incluso encubrimiento de asesinatos, todo lo cual duró la friolera de 34 años.

Tampoco se salvaron de ser víctimas de graffiti, libelos o redomazos otros encumbrados personajes del mundo novohispano como don Alonso de Zorita, don Juan de Palafox, Hernán Cortés y Alvar Núñez Cabeza de Vaca, por mencionar sólo algunos.

La comunicación escrita fue de gran relevancia, pues permitió el fortalecimiento de las relaciones entre los vasallos y el rey y entre los feligreses y el papa, aunque las misivas que representaban a una corporación o grupo de individuos tuvieron una mayor respuesta que aquellas escritas por un solitario quejoso. No en balde, señala Silva Prada, al período de Felipe II se le denominó imperio de papel.

Difícil es establecer quiénes llevaban razón, ya que las injurias estaban en el centro mismo de la intención de desprestigio o desvalorización del otro y eran parte fundamental de la dinámica social del Antiguo Régimen.

Los insultos, la burla, el escarnio público podían aniquilar o al menos ensombrecer la reputación del agraviado en cuestión. La injuria se encontraba en el corazón mismo del deseo de dañar, de vengarse, de causar dolor y humillación. Para los sectores privilegiados, es decir, gobernadores, jueces, oidores, notarios, obispos y nobles, la pública voz y fama eran importantes en tanto sobre el honor y la honra se sostenía su presencia en el mundo, así como sus vínculos con el resto de la sociedad.

Asimismo, los conflictos y las pasiones que los desencadenaban estaban estrechamente ligados al devenir político, y la autora nos muestra que con demasiada frecuencia los insultos e infamias involucraron precisamente a los miembros más prominentes de los gobiernos locales. Se entrecruzaban disputas personales por amoríos, celos, venganza y dinero con conflictos jurisdiccionales o abusos de poder. Se entrelazaban también intereses individuales y corporativos, facciones civiles y religiosas, deseos ocultos y pasiones como la envidia y la rivalidad que dan cuenta de la compleja dinámica política y social de los virreinatos estudiados.

Aunque escasos, la autora recupera cuatro pasquines que se apropiaron de símbolos inquisitoriales para perpetrar una venganza contra algún rival y encuentra que, a pesar de no haberse establecido los tribunales inquisitoriales en América -al menos no todavía el de México y Cartagena-, los habitantes conocían o tenían alguna familiaridad, por imágenes, pinturas, relatos o su propia vivencia en la península, con los símbolos del Santo Oficio. Aunque, como lo señala Silva Prada, dichas expresiones pictográficas apenas comienzan a ser objeto de estudio y son consideradas formas de comunicación política propias de los contextos urbanos.

Pero a la par de los pasquines fijados en árboles, plazas, puertas de iglesias y casas, existían otras formas de injuriar como hacer sonar cencerros, cuernos o bocinas y dar gritos destemplados como forma de aturdir y degradar al enemigo. A estas formas se sumaban la cantaleta, así como la apostilla y el redomazo, consistente en arrojar alguna sustancia vil como tinta, almagre, orines o heces sobre casas, libros o pinturas. La autora recupera el término usado por Fernando Bouza que llama libelos de vecinos a aquellos manuscritos producidos para deshonrar a otros sobre vicios como la infidelidad, el maltrato doméstico e incluso el asesinato.

Por último, Silva Prada estudia el crimen atroz como pecado capital y en el que nuevamente se entrelazan las relaciones de poder y los conflictos de la vida cotidiana que revelan las pasiones más oscuras. En efecto, los personajes que llevaban a cuestas una multitud de delitos graves e inclusive asesinatos no sólo no recibieron castigo alguno, sino que fueron perdonados o incluso premiados. Ése fue el caso del perverso Nicolás de Larraspuru, quien había amenazado, golpeado y herido a un sinnúmero de personas y había asesinado a otro tanto, pero que, protegido por el malvado inquisidor Mañozca, eludió varias veces a la justicia y aun fue nombrado gobernador de Cartagena sin recibir sanción por sus tropelías.

Es difícil acceder a los pasquines o papelones fijados en las puertas de iglesias o edificios públicos, ya que al ser escritos infamantes debían de ser destruidos en el instante por la persona que los descubriese, pero sucede que en algunos de los casos presentados por la autora hubo dos o tres testigos de las injurias escritas, y esas voces aunque sean en forma de eco son las que nos permiten escuchar dicho lenguaje que de otra manera se hallaría perdido en las nieblas del pasado. Agradezcamos, pues, a aquellos desobedientes que presas del morbo, la angustia o el miedo compartieron con otros lo que aquellos papelones acusaban.

Silva Prada muestra que, contrario a la interpretación romántica de que los pasquines eran una iniciativa de origen popular, dichos libelos eran confeccionados por miembros de las élites y funcionarios reales. La autora refuta la idea repetida, pero falsa, que sostiene que los pasquines eran una expresión eminentemente popular y muestra cómo los principales involucrados en los casos que ha encontrado son miembros del clero o de tribunales locales que gracias al anonimato intentaban mantener su reputación a salvo. Silva Prada señala que el pasquín no funcionaba como una válvula de escape de las tensiones sociales, sino como una ruptura del consenso social en tanto revelaba los graves conflictos que subyacían a una aparente normalidad y que podían ser un aviso de movimientos más violentos. Lejos de la paz que la historiografía del período ha querido imponer sobre los contextos virreinales, el libro nos remite a las desavenencias, el encono y la violencia que aunque soterradas existían con bastante más frecuencia de lo que podría suponerse.

El libro de Silva Prada llena una laguna historiográfica, abre una vertiente muy sugerente de análisis y explicación en torno al tema del lenguaje injurioso y la infamia en los siglos XVI y XVII y nos recuerda las razones por las cuales Bartolomé, el altanero gobernador general de las Indias y más pequeño de los Colón, mandó cortar la lengua a dos españolas de Santo Domingo que lo habían injuriado a él y a sus hermanos al decir con sorna que “los Colón eran gente de baja estofa”.

Bibliografía

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