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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versão impressa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.66 no.242 Ciudad de México Mai./Ago. 2021  Epub 25-Out-2021

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2021.242.79330 

Dossier

De la pandemia a la infodemia: el virus de la infoxicación

From Pandemic to Infodemic: The Virus of Infoxication

Felipe López Veneroni* 

*Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, México. Correo electrónico: <f.lopezv@politicas.unam.mx>.


RESUMEN

Junto con el patógeno biológico, la pandemia por el virus SARS-CoV-2 trajo consigo otra virulencia: el de la información viral, tecnológicamente replicable a una escala social sin precedentes. Lejos de contribuir a un mejor entendimiento de la pandemia y de las medidas más eficaces para contrarrestarla, el volumen y tipo de información que ha circulado en torno de este virus ha generado respuestas y disposiciones sociales perniciosas. Si anteriormente muchas de las disposiciones y prejuicios colectivos en contra de la ciencia y las políticas en materia de salud pública podían atribuirse a la falta de información suficiente, o del acceso a ésta, hoy parecería que ocurre lo contrario: hay un exceso de todo tipo de información que circula en un mismo plano. A esto se añade aquella información intencionalmente diseñada para distorsionar y confundir, producto de intereses políticos, noticiosos o aun comerciales (las noticias falsas o falseadas, i.e., fake news). El resultado es que paralelamente a la pandemia médica estamos sumergidos en una pandemia social de carácter informativo, que la OMS ha denominado infodemia e infoxicación (intoxicación informativa) que se suma a la gradual pero constante desconfianza y pérdida de credibilidad social en las instituciones médicas, gubernamentales e incluso informativas, con consecuencias potencialmente graves para la vida colectiva.

Palabras clave: infodemia; infoxicación; viral; indeterminación semántica; fragmentación; dispersión; distorsión sistemática; distorsión intencional de la comunicación

ABSTRACT

Aside from the biological pathogen, the SARS CoV-2 outbreak brought along another virus: that of technologically replicable viral information on an unprecedented social scale. Far from contributing to a better understanding of the pandemic and the most efficient means for countering it, the amount and kind of information that has been circulating around this virus has given rise to pernicious social dispositions and responses. Although many previous collective prejudices and dispositions against science and public health policies can be attributed to the lack of sufficient information or access to it, today the opposite seems to be the case: there is too much information available, of all sorts, on the same plane. Additionally, some of it-fake news-is intentionally designed to be misleading (following political, media o commercial interests). The result is that together with the medical pandemic, we are in the midst of an informational pandemic, an issue the who has dubbed as infodemic and infoxication, added to the gradual yet constant mistrust and lack of social credibility that medical, governmental and information institutions are suffering, with potentially serious consequences for collective life.

Keywords: infodemic; infoxication; viral; semantic indeterminacy; fragmentation; dispersion; systematic distortion; intentional distortion of communication

Los excesos de la información en un mundo desinformado

En El Mundo y sus Demonios, Carl Sagan (2017) advierte una paradoja: “Crecemos en una sociedad basada en la ciencia y la tecnología y en la que nadie sabe nada de estos temas. Esta mezcla combustible de ignorancia y poder, tarde o temprano, va a terminar explotando en nuestras caras” (Sagan, 2017). Parte fundamental de ese texto lo dedicó Sagan a señalar los riesgos de una tendencia que, desde finales de la década de 1970 se ha extendido a nivel mundial, pero sobre todo en los países occidentales: la pseudociencia, entendida como un conjunto de prácticas y creencias alternativas frente al conocimiento científico y la tecnología.

En las dos últimas décadas los efectos de esa paradoja se han hecho cada vez más evidentes. Desde la reactivación de la Sociedad Internacional de la Tierra Plana (Adam, 2010) a los movimientos antivacuna, pasando por el resurgimiento de la superioridad aria y grupos neonazis, hemos observado giros importantes en los temas que se debaten en el espacio público y de manera particular, como señala Mark Thompson, en la forma y modo del discurso político (Thompson, 2017), que han conducido a formas de liderazgo polémicas y contenciosas.

Muchas de estas prácticas carecen de consecuencias de algún tipo (i.e., treparse a una pirámide a recibir los rayos del sol el 21 de marzo; dormir con un imán bajo el colchón para canalizar la energía positiva; organizar y distribuir los muebles de casa con base en una lectura de Feng Shui, etc.). Otras, sin embargo, sí pueden tener un efecto peligroso: el rechazo a las vacunas y diversos fármacos o la sustitución de terapias médicamente reguladas por otro tipo de curaciones o sanaciones.

La Encuesta Nacional sobre la Percepción Pública de la Ciencia y la Tecnología (ENPECYT), llevada a cabo en 2011 por el CONACYT y el INEGI, revela que en México el 72.24 % de las personas cree más en amuletos y limpias que en la ciencia (El Universal, 2018). A su vez, en un estudio llevado a cabo en 2018 se indica que sólo 11 % de los mexicanos confía en los partidos políticos y apenas un 16 % tiene confianza en el gobierno (Moreno y Mendizábal, 2018).

Y en el ámbito de las instituciones y medios de información las cosas no son más alentadoras.1 Señala Parametría:

Los medios de comunicación tradicionales como la radio, televisión y periódicos presentan niveles históricos de desconfianza entre la ciudadanía. En enero de este año [2017] sólo 19 % de los encuestados afirmó tener mucha o algo de confianza en los periódicos; el 18 % dijo confiar en los noticieros de radio y 17 % en los noticieros de televisión. Es decir, ocho de cada diez mexicanos desconfía de estas fuentes de información. (Parametría, s.f.)

Más aún:

De los tres medios de comunicación mencionados, los noticieros de televisión son los que presentan mayores niveles de desconfianza; el 83 % de los mexicanos dijo tener poca o nada de confianza en ellos, sin embargo, este hecho no fue siempre así, de 2004 a 2013 fueron mayoría quienes mencionaron confiar en los espacios noticiosos de la televisión, con excepción de un registro en 2011, en dicho periodo los porcentajes de confianza oscilaron entre 55 % y 66 %. (Parametría, s.f.)

Si en una situación normal estos datos son preocupantes porque, entre otras cosas, indican un desgaste de instituciones fundamentales para una vida política activa y socialmente informada, así como para un debate público amplio y fundamentado (condiciones necesarias para la democracia), en una situación excepcional, como lo es la pandemia, esta tendencia se magnifica. Pocas veces como ahora la advertencia de Sagan se hizo tan evidente.

La gradual pero creciente desconfianza de muchos sectores respecto de esas instituciones -que en buena medida no sólo cumplen una función instrumental sino también referencial y apelativa- erosiona la credibilidad de un discurso convencionalmente aceptado como válido. Las causas de esta crisis de credibilidad serían materia de otro texto, pero esencialmente podemos identificar:

  • a) La insatisfacción social respecto de las condiciones y la calidad de vida: cada vez resulta más difícil conciliar las expectativas sociales de bienestar con la capacidad sistémica para atenderlas.

  • b) La incapacidad para comprender racionalmente los cambios y transformaciones estructurales que sobrevienen con las innovaciones tecnológicas y la alteración de las prácticas productivas, comerciales y de consumo anteriores.

  • c) La percepción de una mayor desigualdad ante una creciente concentración de la riqueza.

Cada vez se vuelve común sospechar de “lo que se dice” y de quienes lo afirman. Se genera una suerte de hueco, de vacío, que comienza a llenarse con narrativas de muy diverso origen y hechos alternativos que constituyen la base de las teorías de la conspiración y de ese estado que se ha denominado posverdad, es decir, se da pie a lo que podría calificarse como un para-logos, o discurso paralelo. A su vez, éste adquiere mayor relevancia y mayor resonancia en la medida en que ese estado de malestar y angustia se exacerba en situaciones de crisis, como lo ha sido la pandemia por el coronavirus.

Políticamente, hemos visto ejemplos muy precisos en el pasado inmediato, como el discurso de Trump que señala a los inmigrantes y la debilidad de los gobiernos demócratas de Estados Unidos antes las presiones internacionales como la causa principal de la pérdida de empleos y del desplazamiento de los “auténticos” estadounidenses de una calidad de vida que urge recuperar (Make America Great Again). Lo vemos también con el resurgimiento de los discursos sustentados en la superioridad racial, la añoranza por los antiguos órdenes sociales claramente jerarquizados, o bien, orientados hacia la recuperación de un pasado glorioso o fundacional, donde se encuentran las raíces de una identidad verdadera.

La pandemia ha añadido un nuevo estrato de desconfianza que, más allá de la política, pone en tela de juicio el discurso científico y la información proveniente de fuentes noticiosas profesionales. Las dudas van desde qué tan confiable es la información que se nos ofrece respecto de la pandemia y las medidas para contrarrestarla (¿se está diciendo toda la verdad o se está ocultando la gravedad de la circunstancias?) hasta las suposiciones de que, en realidad, no existe tal virus ni tal pandemia (se trataría de una fabricación político-financiera para manipular la economía); que el virus fue artificialmente fabricado para incrementar las ventas de las farmacéuticas, o bien, que fue creado por el gobierno chino para desestabilizar a Occidente.2 Estas narrativas paralelas tienden a cobrar más fuerza en la medida en que son compartidas socialmente de manera más amplia, sobre todo cuando algunos líderes políticos o socialmente relevantes (actores, comentaristas, deportistas o celebridades) las apoyan abierta o veladamente.

Sin duda, nada de esto es del todo nuevo. Se podría hacer un recuento a lo largo de la historia de toda esta serie de discursos que, contra toda evidencia empírica, logran un importante efecto social, generando ciertos prejuicios o comportamientos: desde el vampirismo hasta la ablación, o bien, desde que es necesario corregir a los niños que escriben con la mano izquierda o someter a tratamientos psiquiátricos a quienes muestren preferencias por el mismo sexo.

Por ejemplo, la reactivación del argumento en favor de la Tierra plana data de mediados del siglo XIX -creada por el escritor inglés Samuel Rowbotham- y Samuel Shenton fundó la International Flat Earth Resarch Society en Dover, Inglaterra, en 1956. A su vez, el movimiento antivacunas data de finales del siglo XIX, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, cuando el médico británico Edward Jenner demostró que inoculando un tanto del virus de la viruela en un niño sano podía protegerlo de un futuro contagio, lo que ocasionó alarma entre padres de familia, líderes religiosos e incluso políticos, que consideraban antihigiénico y antiético que se enfermera a una persona sana para protegerla.

Lo que resulta novedoso hoy es el hecho de que el desarrollo de las tecnologías digitales para la transmisión/recepción de toda suerte de datos, mensajes, informaciones e imágenes ha potenciado la presencia pública de estas iniciativas en un grado similar (y en ocasiones superior) a los discursos de las instituciones, organismos y actores académica o científicamente calificados para informar sobre algo tan delicado como la pandemia.

Hay dos paradojas que resultan especialmente interesantes respecto de las redes electrónicas: de una parte, nunca como ahora buena parte de todos los sectores sociales habían tenido un acceso tan amplio y relativamente sencillo a la información. Si algo definió a la Internet desde mediados de la década de 1990 fue, precisamente, presentarlo como la supercarretera de la información. De hecho, se acuñó el concepto de Sociedad de la Información y el Conocimiento, el que de alguna manera se apuntaló en el desarrollo de la World Wide Web (WWW) y, al mismo tiempo, desplazó el concepto de globalización. Otros autores, como Manuel Castells (2006), acuñaron el concepto de Sociedad Red y celebraron el principio -un tanto abstracto- de la horizontalidad de las relaciones a través de las plataformas digitales, la posibilidad de trascender la censura oficial y el alcance internacional de una serie de movimientos y acciones que encontraron en la Internet un escaparate que los potenció más allá de los ámbitos locales. Sin embargo, estas mismas cualidades han sido de las que se han servido toda una serie de grupos y organizaciones cuyo origen y ámbito de acción tiende a contraponerse precisamente a la información y al conocimiento y que han encontrado en la Internet ese escaparate que les ha permitido proyectar su lógica y su discurso de manera amplia, con efectos verdaderamente graves no sólo en términos educativos, culturales y políticos, sino también científicos.

Se trata de una paradoja en doble sentido: nunca antes, como ahora, habíamos tenido tantas facilidades tecnológicas para conectarnos y obtener información, compartirla, conocer las diversas alternativas para enfrentar una situación de urgencia internacional y comparar lo que ocurre en otras latitudes. Sin embargo, parecería que las redes, más que facilitar la comunidad, escenifican una nueva forma de interacción gregaria de carácter instrumental:

Hoy estamos perdiendo las estructuras temporales fijas, incluso las arquitecturas temporales, que dan estabilidad a la vida. Además, los rituales generan una comunidad sin comunicación, mientras que lo que hoy predomina es una comunicación sin comunidad. Los medios sociales y la permanente escenificación del ego nos agotan porque destruyen el tejido social y la comunidad. (El País, 2021)

Sin duda las redes presuponen la conectividad, pero no toda conectividad presupone una forma de interacción comunicativa, es decir, la mediatización tecnológica no es, por sí misma, un modo de mediación dialógica. Podemos estar conectados a diversos sitios y, sin embargo, permanecer profundamente aislados, socialmente desarticulados. Este es un argumento que Slavoj Žižek hizo notar a finales de la década de 1990 y principios del 2000 -antes incluso de la aparición y desarrollo de plataformas como Twitter, Facebook, Instagram o YouTube- en dos ensayos dedicados al ciberespacio que hoy cobran especial vigencia: “Internet o la insoportable negación del Ser” y “La interpasividad y sus vicisitudes” (1999).

La otra paradoja deviene, precisamente, de la facilidad con la que, a través de las redes, podemos acceder a la información, a cualquier información, en volúmenes que sobrecoge. Si en el pasado no tan remoto podría decirse que muchas posturas cargadas de prejuicios tenían su origen en la falta de información adecuada y suficiente, hoy podríamos decir que es exactamente al contrario: el exceso de información sobre cualquier tema tiende a conducirnos a una saturación que, lejos de estimular los principios de pluralidad y diversidad o del libre intercambio de ideas, más bien fomenta, de una parte, la dispersión y la fragmentación; de otra, la expansión de las noticias falsas o falseadas, sea derivadas de una ignorancia del tema, o bien, diseñadas y puestas en circulación intencionalmente.

Para darnos una idea de la dimensión de estos volúmenes de información que ha circulado en redes en torno de la pandemia, reflexionemos sobre los siguientes datos:

Según un estudio del Centro de Informática de la Salud de la Universidad de Illinois, en el mes de marzo [2020] unos 550 millones de tuits incluyeron los términos coronavirus, corona virus, covid19, covid-19, covid_19 y pandemia. Al inicio del periodo de confinamiento en Italia se registró un aumento exponencial del volumen de tuits, que alcanzó su punto máximo alrededor del día en que Estados Unidos declaró que la pandemia se había convertido en una emergencia nacional. Del número total de tuits, 35 % provenía de Estados Unidos, 7 % del Reino Unido, 6 % de Brasil, 5 % de España y 4 % de la India. La distribución por sexos fue casi igual, aunque los hombres tuitearon un poco más (55 %). Con respecto a la edad, el 70 % de todos los tuits fueron producidos por personas mayores de 35 años; le siguió el grupo niños y adolescentes (menores de 17 años), con un 20 %. Las etiquetas relacionadas con la pandemia más utilizadas fueron #pandemia y #aplanarlacurva. En el mes de marzo de 2020 se subieron 361.000.000 videos en YouTube en las categorías de “COVID-19” y “COVID 19”, y desde que comenzó la pandemia se han publicado cerca de 19.200 artículos en Google Scholar. (OPS, 2020)

El problema no es en sí el volumen de información. El problema es que buena parte de esta información provino de fuentes sin un origen preciso y circuló por plataformas, particularmente WhatsApp, en donde el anonimato de quien emite la información y de quienes replican exponencialmente, puede tener efectos verdaderamente catastróficos entre la población. Más adelante señalaré algunos ejemplos en este sentido, como el rechazo a las vacunas y a las medidas de protección elementales (sana distancia, uso de mascarilla), poner en duda la existencia del virus, la promoción de remedios sin sustento científico, o incluso agresiones contra el personal que labora en centros de salud. Lo cierto es que no toda la información que circula en las redes proviene de fuentes autorizadas o de alguna autoridad médica, gubernamental o científica. Mucha de la información que ha circulado carece de algún responsable claramente identificable.

En el caso de México, además, debe también tomarse en consideración la falta de periodistas especializados en temas de salud pública, investigación científica y desarrollo tecnológico. Esto se ha hecho especialmente evidente en la cobertura de las conferencias de prensa que las autoridades de salud han ofrecido diariamente desde el inicio de la pandemia. La incapacidad de comprender diversos temas tocados en las conferencias, o bien, de investigar por cuenta propia los asuntos relativos tanto al virus y su propagación, así como a las medidas que se adoptaron en diferentes países (dependiendo de su densidad poblacional y condiciones generales de salud) no contribuyó a cimentar una necesaria credibilidad entre la población, ni a clarificar diversos temas que han generado gran confusión (desde el uso de mascarillas y la sana distancia, hasta la diferencia entre el contagio, la condición de los asintomáticos y la enfermedad, propiamente dicha, de la Covid-19).

Noticias falsas y falseadas

Si bien el tema de las noticias falsas o falseadas (fake news) es un tema que ha ocupado a los analistas de las redes electrónicas y el periodismo en los últimos años, en la pandemia cobró especial relevancia por el efecto que han tenido en las actitudes y disposiciones de la población tanto a la enfermedad como, sobre todo, a las recomendaciones de las autoridades de salud.

Conviene destacar que las noticias falsas pueden dividirse en dos tipos: a) las que se derivan de la naturaleza misma de las interacciones discursivas o intercambios dialógicos (parte de lo que Habermas define como distorsión sistemática de la comunicación) y b) las que son intencionalmente diseñadas y puestas en circulación, principalmente en un contexto de carácter político. Este tipo de información puede definirse como una distorsión intencional de la comunicación.

El primer tipo deviene del resultado relativamente natural de malos entendidos, falta de claridad semántica o confusiones que se derivan del uso mismo del lenguaje. Se dice que es relativamente natural porque es muy difícil que en una conversación o diálogo se dé una correspondencia exacta entre lo que se quiere o busca decir, lo que se acaba diciendo y lo que se entiende. No es otro el sentido de la comunicación: ir clarificando, a través del propio diálogo, lo que queremos decir a efecto de que se pueda construir un mutuo entendimiento. En este sentido, los datos duros, las demostraciones empíricas o el recurso a fuentes autorizadas permiten lograr esa clarificación y fortalecer tanto el argumento como su entendimiento en sí.

El segundo tipo, por lo contrario, busca introducir uno o varios elementos de distorsión de tal suerte que lejos de clarificar la confusión, la magnifique. No se trata únicamente de mentiras, en el sentido de una información que eventualmente podría demostrarse que es falsa. Se trata, más bien, de referencias fuera de contexto, datos a medias, fuentes opacas o correlaciones que objetivamente no se sostendrían pero que coinciden con determinados puntos de vista o sistemas de creencias.

Existen innumerables ejemplos a lo largo de la historia en este sentido (bastaría mencionar, por ejemplo, la posición de la iglesia católica ante los descubrimientos científicos en el siglo XVI, o bien, el affair Dreyfus, en el siglo XIX). Desde una perspectiva literaria, Umberto Eco publicó dos novelas que describen con claridad este fenómeno.

En El Cementerio de Praga (Eco, 2013) Eco nos hace seguir la historia del capitán Simonini, quien se dedica a fabricar documentos falsos, pero de tal manera que parezcan auténticos. Es el caso de lo que se llegó a conocer como “Los Protocolos de Sión” que supuestamente refieren una conspiración judaica para adueñarse de Europa. De otra, en Número Cero (Eco, 2015), Eco narra la idea de desarrollar un periódico cuyo objetivo es no publicarse sino, más bien, ser utilizado como un arma para desacreditar políticos o personalidades empresariales. Los periodistas contratados tienen la tarea de buscar cualquier dato, nota o información potencialmente perniciosa para estos personajes y, a partir de ellos, escribir un reportaje comprometedor. El dueño del diario utiliza estas notas para chantajear a los personajes y obtener con ello un ingreso.

El problema actual es que, en virtud de la facilidad digital con la que este tipo de distorsión instrumental puede hacerse pública y replicarse exponencialmente, se logra generar un estado de incertidumbre, de falta de credibilidad, que ha conducido a un escepticismo acrítico (dudar absolutamente de todo, incluyendo la existencia del virus), o bien, a lo que algunos psicólogos denominan disonancia cognitiva, o Efecto Dunning-Kruger, es decir, la incapacidad que muestran algunas personas de aceptar evidencias empíricas que desmienten o van en contra de sus creencias o percepciones.

Se trata, explican los autores del concepto (los psicólogos David Dunning y Justin Kruger, de la Universidad de Cornell) de la sobrevaloración del sentido común y la subvaloración de aquellos que tienen mayores conocimientos, experiencia o capacidad. Es decir, se le empieza a dar más crédito a lo que dice el vecino (o, peor aún, a lo que alguien más le dijo al vecino) que a lo que reportan los medios de información o lo que explican los funcionarios públicos, los científicos y las organizaciones internacionales (Kruger y Dunning, 1999).

A principios de la pandemia, si bien no se ha encontrado el origen exacto de qué fue lo que desató este fenómeno, las compras de pánico de papel higiénico se dispararon, se cree que se debe a una cadena de WhatsApp que inició en Australia y Nueva Zelanda a partir de un rumor que el coronavirus afectaba el aparato digestivo y provocaba enfermedades gastrointestinales. Si bien no deja de tener un carácter ligeramente cómico, lo cierto es que en varios lugares se registraron disputas físicas e incluso asaltos por adquirir papel higiénico (Lufkin, 2020).

Informaciones como la curación del virus por medio del ajo o que el Ibuprofeno potenciaba los efectos adversos del virus tuvieron una amplia circulación, aun cuando no existía evidencia médica o científica al respecto. De acuerdo con la Red Internacional de Verificación de Datos (International Fact-Checking Network, IFCN) existen más de 3 500 “bulos” (noticias falsas o falseadas) que han estado circulando respecto del coronavirus:

La curación del coronavirus con remedios como el ajo, los efectos adversos del ibuprofeno frente al virus, las recomendaciones de supuestos médicos de supuestos hospitales... la lista supera los 3.500 bulos.

Los más curiosos pueden cotillear todas las falsedades que han circulado por la red desde el 25 de enero, fecha en la que la ifcn puso en marcha la alianza CoronavirusFact. En esta base de datos, los verificadores de contenidos de más de 70 países han ido publicando los bulos que han circulado por sus regiones creando una lista que supera todos los registros previos.

Según la directiva del IFCN, Cristina Tardáguila, en una entrevista en Expansión, en las anteriores alianzas para monitorizar las noticias falsas, todas ellas realizadas durante acontecimientos políticos como elecciones, el G20 o la Cumbre del Clima, jamás se había detectado tal nivel de bulos. ‘Nos dimos cuenta de que el volumen de desinformación con el coronavirus empezaba a ser muy importante. De hecho, la colaboración más grande que hubo antes fue en Argentina por la campaña electoral y detectamos 100 noticias falsas en unos 10 meses con 150 medios involucrados. Con el coronavirus hemos multiplicado esta cifra por 350 en menos de cuatro meses’. (Juste, 2020)

Otros efectos de las cadenas de información falsa o falseada fueron más perniciosos. En México y otras partes del mundo se registraron diversos tipos de agresiones en contra de personal médico, enfermeros y empleados de servicios de salud, que oscilaron desde insultos y amenazas en sus viviendas o en el transporte público, hasta recibir baños de cloro o golpizas:

Estas embestidas contra el personal que ocupa la llamada primera línea contra el coronavirus se dan sobre todo con agresiones físicas, daños a las instalaciones (clínicas, hospitales), discriminación y destrucción a los servicios de ambulancias. La delegación regional del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) encontró que estos actos de violencia se presentaron del 23 de marzo al 27 de julio y han dejado a 126 afectados directos: 79 enfermeras, 35 médicos, tres elementos de la Cruz Roja Mexicana, cinco hospitales y cuatro ambulancias. Los ataques contra personal, instalaciones o equipo de salud se han presentado prácticamente en todo el país. En 22 de las 32 entidades federativas se ha reportado este tipo de eventos.

A nivel mundial, el CICR ha documentado, 611 casos de violencia, acoso y estigmatización en más de 40 países, que se dieron entre el 1 de febrero y el 31 de julio de 2020. Con base en eso, en el caso de México se ha dado 12.1 por ciento de estas acciones contra el personal de salud. Del total de casos a escala global, más del 20 por ciento conllevó agresiones físicas, 15 por ciento correspondió a incidentes de discriminación debido al miedo y 15 por ciento a agresiones verbales o amenazas. (La Jornada, 2020)

También ha sido el caso de las brigadas de salubridad a las que en varios municipios del país se les negó el acceso porque se creía que su tarea de fumigación y desinfección era, realmente, una estrategia para diseminar el virus.

Es factible suponer, desde una postura lógica, que este tipo de desinformaciones se puede combatir a través de la evidencia empírica o la autoridad de la comunidad científica. Pero precisamente la paradoja de las redes electrónicas, es que la validez de esta información tiende a diluirse en la medida en que entran al torrente de discursos que saturan las plataformas digitales, lo que:

Dificulta que las personas, los encargados de tomar las decisiones y el personal de salud encuentren fuentes confiables y orientación fidedigna cuando las necesitan. Entre las fuentes figuran las aplicaciones para teléfonos móviles, las organizaciones científicas, los sitios web, los blogs y las personas influyentes, entre otras:

  • Las personas pueden sufrir ansiedad, depresión, agobio, agotamiento emocional y sentirse incapaces de satisfacer necesidades importantes.

  • Puede afectar los procesos decisorios cuando se esperan respuestas inmediatas, pero no se asigna el tiempo suficiente para analizar a fondo los datos científicos.

  • No hay ningún control de calidad en lo que se publica y a veces tampoco lo hay en la información que se utiliza para adoptar medidas y tomar decisiones.

  • Cualquier persona puede escribir o publicar algo en internet (podcasts, artículos, etc.), en particular en los canales de las redes sociales (cuentas de personas e instituciones). (Watson, 2020)

De igual manera, puede definirse como un fenómeno viral porque al igual que el patógeno biológico, el virus de la desinformación aumenta al mismo ritmo que las modalidades de producción y distribución de los contenidos. Así que la propia infodemia acelera la desinformación y hace que perdure. Cuando, además, este ciclo es directa o indirectamente apoyado por líderes políticos (principalmente jefes de Estado), personalidades públicas (intelectuales, comentaristas), periodistas o celebridades (actores, “influencers”), tiende a agravarse como de hecho lo vimos en la pandemia.

El manto de la posverdad

Además de la facilidad tecnológica con la que se producen y reproducen las noticias falsas o falseadas, su actual efectividad está ligada a esa condición cultural que se ha definido como posverdad. El término es de cuño relativamente nuevo, pero alcanzó notoriedad cuando, en 2016, el diccionario de la lengua inglesa de Oxford lo distinguió como palabra del año.

La posverdad implica un quiebre del orden semántico convencional, es decir, de la relación entre las palabras y las cosas que se construye en el lenguaje ordinario. Esta ruptura está orientada a alterar las funciones cognitivas y representativas del lenguaje, de tal suerte que las referencias a la realidad se tornan cuestionables, sujetas a una suerte de principio de incertidumbre o, si se prefiere, de indeterminación lógica que, a su vez, tiene como consecuencia hacer permanentemente problemática las interacciones comunicativas.

En el marco de su teoría de la estructuración, Anthony Giddens (1998) alude al concepto de seguridad ontológica como un elemento constitutivo de la sociedad. Con este concepto, Giddens refiere al conjunto de certezas, expectativas y condiciones que ofrecen, por así decirlo, cierto grado de certidumbre y continuidad en nuestra vida cotidiana. Todo aquello que contribuye a pensar no sólo en el presente inmediato sino en un futuro previsible en el que tenemos cierta confianza.

Pero ¿qué ocurre cuando este conjunto de certezas relativas se debilita? Para diversos analistas los cambios que se han vivido en las últimas décadas, así como una serie de sucesos impensables en el pasado inmediato (la vulnerabilidad de los países desarrollados ante diversas formas de terrorismo; la precarización de las condiciones de vida; el influjo de migrantes que han desplazado o alterado la estructura tradicional de muchas comunidades), sobreviene un estado de angustia en el que amplios grupos sociales comienzan a ver con sospecha a las instituciones políticas y económicas.

Hay momentos en los que la complejidad del mundo, las contradicciones en el orden de vida, fomentan una distanciamiento entre lo que se dice de la realidad y la experiencia subjetiva de ésta. La correspondencia entre el orden de las palabras y el orden de la realidad vivida se dificulta. La compleja relación entre lo que se quiere decir, lo que se acaba diciendo y lo que se entiende se torna opaca.

El triunfo del movimiento Brexit, para separar a Gran Bretaña de la Comunidad Europea, la llegada de políticos como Boris Johnson, Donald Trump, Jair Bolsonaro o Andrés Manuel López Obrador, cuyos discursos tienden a romper el convencionalismo de la etiqueta política y se valen de una retórica inflamatoria y emocional, son en parte producto de estas circunstancias.

Considero que en esta pandemia han convergido, de una parte, el fenómeno de la infoxicación y, de otra, ese ambiente de desconfianza generalizada respecto de las instituciones académicas, gubernamentales e informativas. Dados otros procesos de cambio que no siempre es fácil procesar (laborales, financieros, emocionales), se tiende una suerte de manto cargado de escepticismo, angustia y zozobra. Uno de sus efectos es lo que he denominado como incertidumbre semántica, es decir, cuando la relación convencional entre las palabras y las cosas comienza a tornarse huidiza y maleable. Es tal la cantidad de información y, con frecuencia, tan contradictoria entre sí, que se pierde con facilidad el parámetro de lo verosímil. No sólo no sabemos qué creer, sino tampoco a quién creerle (López, 2018).

La posverdad requiere de un sujeto que la enuncie, que la postule. Por regla general, ese sujeto es un actor político carismáticamente legitimado. Este actor se distingue de quien está convencionalmente legitimado en cuanto que rompe con todos aquellos atavismos y protocolos que tradicionalmente se asocian con la formalidad de la institución política. Se burla de los otros, se desentiende de los medios de información, se regodea en su persona y en su personalidad; hace de sus contradicciones y disparates una virtud retórica.

Sócrates, en su diálogo con Gorgias (o de la Retórica) (2003), delineaba muchos de los elementos de la posverdad. Se trata, en esencia, de la técnica retórica, mediante la cual la combinación astuta de frases y palabras inusuales -cuya relación con la realidad es siempre difusa- permite presentar como verdadero lo que no tiene sustento y, al mismo tiempo, poner en duda lo que sí es verdadero. En ese sentido es importante entender que la posverdad no es simplemente un nombre elegante para referirse a la mentira. La mentira es otra cosa. La mentira reconoce que hay una verdad y lo que se propone es distorsionar intencionalmente esa verdad. De hecho, la mentira busca hacerse pasar por verdad. La posverdad, en cambio, es una formulación completamente distinta a la realidad: no trata de competir con la verdad sino que, genuinamente, se construye como una verdad alternativa.

Pero si la posverdad requiere de un sujeto enunciante, también requiere de un público dispuesto a creerla. Pese a la falta de evidencias para sustentar sus argumentos y pese a que la realidad los contradice, el discurso de la posverdad es efectivo porque está dirigido a un público que lo puede creer y que lo quiere creer. Lo puede creer porque por regla general se trata de un sector con una educación precaria o deficiente, que rara vez se informa de lo que ocurre en su entorno y que lo único que desea es mantener su calidad de vida por limitada que ésta sea. Y lo quiere creer precisamente porque se siente amenazado y no tiene la capacidad ni la voluntad para pensar o advertir que no hay una correspondencia lógica o empírica entre lo que se señala como causa (la inmigración) y el efecto percibido (el desempleo, la violencia, etc.). Es la respuesta más fácil, y la forma lógica más económica, a una complejidad política y económica que lo rebasa.

Como propone Joaquín Müller-Thyssen, exdirector de la Fundéu BBVA:

Conviene señalar que la posverdad es algo distinto de la mentira. La mentira, como dice el filósofo americano David Livingstone Smith, es una habilidad que crece en lo más profundo de uno mismo. Es un factor evolutivo ventajoso, que siempre ha estado entre nosotros. La posverdad, sin embargo, no es tanto una presentación falseada de una manera simplista de los hechos como un aprovechamiento descarnado de la actitud acrítica que tiene el sujeto receptor del mensaje, al que no le importa que le distorsionen la realidad porque ya hace tiempo que no espera la verdad del emisor. El sujeto receptor es un descreído que se ha rendido ante la manipulación de la realidad.

En este mundo del disparate, se apela directamente y sin cortapisas a las filias y las fobias del destinatario del mensaje, al que los datos le aburren, las estadísticas le confunden y hasta agradece un relato de la realidad que convierta la verdad de los hechos en una manipulada verdad de las pasiones. Nunca antes ha sido tan fácil ser engañado, pues, como indica el periodista mexicano Esteban Illades en su último libro, a la censura y el espionaje se han sumado la sobreinformación y las fake news. En este escenario que parece sacado de una distopía orwelliana, la ética periodística, la contrastación de los hechos y el rigor yacen como reliquias olvidadas. (Müller-Thyssen, 2018)

Y concluye:

El fenómeno tiene importantes consecuencias en la definición del mundo. La difusión de noticias falsas contribuyó a que Donald Trump ganara la Presidencia de los Estados Unidos y el Brexit se sirvió de los llamamientos a las emociones para triunfar en el Reino Unido. Es sorprendente ver cómo creemos en datos imposibles y negamos evidencias irrefutables. La gran diferencia de la posverdad con respecto a la mentira radica, por tanto, en la disponibilidad del individuo a aceptar el engaño, quizás porque hoy la realidad es tan compleja que nos cuesta entenderla y somos más proclives a dejarnos convencer. (Müller-Thyssen, 2018)

A su vez, señala Jorge Carrión en The New York Times:

El desequilibrio cada vez más extremo entre la velocidad del mundo y la de nuestros cerebros, entre la complejidad de la realidad y nuestra capacidad de pensarla y entenderla, está dilatando la brecha digital y está cambiando el sentido de lo que entendemos por desigualdad. Entre 2015 y 2030 vamos a pasar de 15.000 millones de dispositivos conectados a cerca de 500.000 millones en todo el mundo. Y se van a acabar de configurar dos categorías de ciudadanos o -lo que es lo mismo- de usuarios de internet. La distancia cada vez mayor entre los hiperconectados y los simplemente conectados no solo está decidiendo el futuro, también está creando un nuevo mercado.

Porque las mismas megacorporaciones que convirtieron el ordenador personal, el teléfono móvil o la conexión a internet en bienes de primera necesidad, ahora experimentan con los neuroimplantes que -en las próximas décadas- todos necesitaremos para no vernos obligados a bajarnos del tren superrápido de la ultramodernidad. Las grandes compañías tecnológicas van a lucrar con esa nueva ansiedad, comparable a la que durante el siglo pasado provocó la creación de las industrias de la autoayuda o la cirugía estética. (Carrión, 2021)

El problema, desde luego, no son las redes en sí, sino el uso social que se les da a éstas, particularmente en un contexto de una creciente desconfianza hacia todas las instituciones y de incertidumbre por el futuro. Se ha discutido ampliamente que las tecnologías no son sino extensiones del ser humano, es decir, forman parte de su entorno y lo proyectan en un gradiente de mayor complejidad. Pero con frecuencia se nos olvida el dictum de Walter Benjamin (2018) cuando señaló que todo “proceso de civilización lo es, al mismo tiempo, de barbarie”. Es decir, al reconocer que las tecnologías son una extensión del ser humano también implica que son una extensión de nuestras contradicciones y las limitaciones.

El uso social de las plataformas digitales, y de internet en general, no tiene por qué ser una excepción. Cuando éstas comenzaron a desarrollarse a finales de 2009 y principios de 2010 fue muy celebrada su capacidad interactiva y la posibilidad que brindaban para conectar y reconectar a la gente en un contexto libre de limitaciones y fronteras físicas. Desde este punto de vista, resultaba alentador que los científicos, los intelectuales, los creadores y, caso tan o más importante, el ciudadano común pudiese compartir a un vasto público sus ideas, percepciones, puntos de vista o intereses, generando una serie de redes donde diversas personas, de diferentes partes del mundo, podían compartir intereses, intercambiar experiencias y conocimientos, ofrecer datos y contribuir con información novedosa sobre diversas temáticas.

Nacieron así las que temporalmente se denominaron “comunidades virtuales”. La palabra comunidad es importante porque significa que, a diferencia de los anteriores blogs o plataformas institucionales, las personas adscritas a estas comunidades podían participar, en tiempo real, de intercambios lingüísticos: responder a quienes argumentaban algo, cuestionar puntos en desacuerdo, o solicitar mayores datos sobre un tema. El panorama era alentador, en el sentido que se estaba configurando un complejo de comunidades con intereses afines que prometía enriquecer el diálogo social en un espacio de relativa libertad. Todo eso es cierto. Pero también lo es la contraparte mordazmente expresada por Eco:

Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Entonces eran rápidamente silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un Premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles. (BBC, 2016)

Si bien las comunidades virtuales articuladas en torno de ciertas temáticas de interés común han operado con un amplio dinamismo, no hay nada que impida, por ejemplo, que los terraplenistas anteriormente citados; los grupos que defienden el discurso de la superioridad racial, o bien, aquellos que están en contra de las vacunas o de la teoría de la evolución, tengan su espacio y propaguen sus ideas a un público cada vez más amplio. De otra parte, hay que distinguir este tipo de plataformas temáticas específicas de las plataformas “abiertas” o de temáticas libres, como Twitter, Facebook, Instagram o YouTube, donde cada usuario es, en principio, libre de exponer lo que desee, ilustrarlo con memes y replicar cualquier tipo de información o argumento.

Precisamente porque en estas plataformas no hay otro límite que las reglas de participación que establezcan quienes las diseñan y operan, resulta difícil para el usuario común distinguir tanto la calidad y validez de los argumentos que se expresan en las redes, como la veracidad y confiabilidad de las fuentes. Cuando se advierte que este tipo de plataformas cuenta, como es el caso de Facebook, con más de mil quinientos millones de usuarios a nivel mundial, resulta más aterrador que asombroso lo que podría circular en los diferentes muros y sus seguidores.

Este riesgo tiende a ser exponencialmente mayor cuando el perfil de quien emite o enuncia determinado discurso resulta ser un líder de la magnitud del presidente de los Estados Unidos, como fue el caso de la cuenta oficial de Donald Trump desde su candidatura hasta su investidura como primer mandatario. A nadie escapa que Trump utilizó las plataformas digitales, particularmente Twitter, para promover una agenda política sumamente polémica, orientada hacia la consolidación de su gobierno y en la que con frecuencia abrumadora descalificaba a sus contarios (internos y externos), exponía datos sin corroboración, desmentía a los organismos internacionales e invalidaba a los mismos expertos médicos de los Estados Unidos.

La forma facciosa y tendenciosa en que Trump utilizó esas plataformas llegó a tal punto que, sobre todo después del asalto de sus seguidores al Capitolio en enero de 2021, los dueños de Facebook y de Twitter optaron por cancelar sus cuentas, al tiempo que se comprometieron a tomar medidas para verificar los argumentos y los datos que son publicados y replicados en esas plataformas. Al respecto Jack Dorsey, director ejecutivo y presidente de Twitter, hizo una serie de planteamientos sobre los que tendremos que reflexionar colectivamente:

I do not celebrate or feel pride in our having to ban @realDonaldTrump from Twitter, or how we got here. After a clear warning we’d take this action, we made a decision with the best information we had based on threats to physical safety both on and off Twitter. Was this correct? I believe this was the right decision for Twitter. We faced an extraordinary and untenable circumstance, forcing us to focus all of our actions on public safety. Offline harm as a result of online speech is demonstrably real, and what drives our policy and enforcement above all.

That said, having to ban an account has real and significant ramifications. While there are clear and obvious exceptions, I feel a ban is a failure of ours ultimately to promote healthy conversation. And a time for us to reflect on our operations and the environment around us. Having to take these actions fragment the public conversation. They divide us. They limit the potential for clarification, redemption, and learning. And sets a precedent I feel is dangerous: the power an individual or corporation has over a part of the global public conversation. The check and accountability on this power has always been the fact that a service like Twitter is one small part of the larger public conversation happening across the internet.3

El de Trump ha sido un caso muy visible, pero está lejos de ser único. Muchos otros personajes de gran visibilidad pública han hecho uso de las plataformas digitales no para promover un discurso racional y una argumentación críticamente fundada, sino una suerte de encono generalizado, donde privan la descalificación, los argumentos ad hominem, las falacias y extrapolaciones de todo tipo y la deslegitimación de otros interlocutores.

Conclusiones

Si algo ha revelado la pandemia es la fragilidad de la verdad o cuando menos de lo verosímil. Las crisis sucesivas de los sistemas de representación política y administración pública -en México y en muchos otros países- han tenido un alto costo en términos de credibilidad, lo que ha afectado la capacidad institucional de informar y orientar a la población en situaciones límite, como lo ha sido la pandemia. De otra parte, aun cuando el desarrollo de las plataformas digitales en las redes electrónicas ha tenido un efecto interesante en cuanto a la posibilidad de ampliar los canales de comunicación entre las personas, también tienen un lado relativamente oscuro. Constituyen un elemento que ha contribuido a diluir la línea que dividía la información de fuentes autorizadas, a través de medios de información profesionales, de aquella que es producto de los comentarios, opiniones o creencias colectivas que circula y se replica indiscriminadamente a través de las plataformas digitales en redes electrónicas.

Si bien el problema no radica en las tecnologías en sí mismas, sino en el uso social que se les da, lo cierto es que se ha llegado a un punto en que urge reflexionar detenidamente sobre nuestra relación con las plataformas digitales en redes electrónicas y pensar en términos de futuros programas de educación que, desde los ciclos de educación básica, fomenten una cultura que facilite distinguir la información verídica (o verificable) de aquella que carece de sustento.

En este sentido puede afirmarse que:

  • 1. Una mayor conectividad no necesariamente significa mayor calidad informativa o capacidad comunicativa. A la inexactitud natural que permea todo acto de habla (y que es, precisamente, lo que detona el intercambio lingüístico con miras a un procesos de clarificación semántica, es decir, de comunicación), las plataformas digitales han añadido una abundancia de fuentes y formas de transmisión que saturan el espacio público de referentes difíciles de distinguir. La falta de mecanismos que permitan identificar el origen de la información y quién la circula o la reproduce, ha tenido un efecto contraproducente en el intento por consensar políticas públicas, en este caso para mitigar los efectos de la pandemia.

  • 2. Independientemente del debate en torno a una posible regulación de las redes- que siempre roza el tema de la censura-hace falta un programa serio de educación en materia informativa que, desde el ciclo escolar de primaria, forme en las niñas y niños el hábito a aprender a consultar fuentes, compararlas y discriminar aquellas noticias que carezcan de un origen preciso.

  • 3. Se hace necesario que las fuentes de información tradicionales (prensa escrita y noticiarios de radio y televisión) se actualicen en materia de plataformas digitales para ofrecer alternativas noticiosas útiles y confiables; asimismo, que desarrollen programas de capacitación profesional para que sus periodistas puedan cubrir atingentemente temas relativos a emergencias médicas, protección civil e información científica.

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1Incluso en países como Estados Unidos, donde se llegó a tener índices de confianza en los medios de información superiores a 70 % (década de 1970), se ha registrado una disminución significativa en las últimas dos décadas. Entre 1999 y 2015, señala una encuesta de Gallup, el índice de confianza de los estadounidenses respecto de sus medios de información ha disminuido de 55 % a 32 %. Y más indicativo, la misma encuesta de Gallup revela que entre la población de 18 a 40 años de edad (hablamos ya de una parte nativos o usuarios cotidianos de las redes electrónicas), sólo 26 % señala tener confianza en los medios de información como prensa escrita, radio o televisión.

2Un recuento bastante pormenorizado de estas y otras teorías de la conspiración, vease Lynas (2020).

3Tuit de @jack, 13 de enero de 2021. “No celebro ni siento orgullo en haber cancelado la cuenta de Twitter de @realDonaldTrump, ni el proceso que nos llevó a ello. Luego de una clara advertencia de que podríamos tomar esta decisión, lo hicimos con base en la mejor información que teníamos disponible respecto de las verdaderas amenazas a la seguridad de la integridad física tanto dentro como fuera de Twitter. ¿Fue esta una decisión correcta? Considero que fue la decisión correcta para Twitter. Enfrentábamos una circunstancia extraordinaria e insostenible que nos obligó a centrarnos en cómo nuestras acciones podían afectar la seguridad pública. Los daños a las personas en la realidad presencial como resultado de los discursos en línea es algo que puede demostrarse y evitar esto es lo que guía nuestras políticas. Tomando esto en cuenta, haber llegado al extremo de cancelar una cuenta tiene un significado y consecuencias reales. Más allá de aquellas excepciones evidentes, considero que cancelar una cuenta en Twitter es prueba de nuestra incapacidad para promover una conversación sana. Y es también un aviso que nos mueve a reflexionar sobre cómo operamos y el ambiente en torno de nosotros. Este tipo de acciones fragmentan el diálogo público. Nos dividen. Limitan las posibilidades de la clarificación, la corrección y el aprendizaje. Y sientan un precedente que creo que es muy peligroso: el poder que un individuo o una corporación tiene sobre una parte de la discusión pública a nivel global. El control de este poder y su responsabilidad siempre debe ser el hecho que un servicio como Twitter es tan solo una pequeña parte de una conversación pública mucho más amplia que se desarrolla a lo largo de internet”. [Traducción del autor]

Recibido: 15 de Febrero de 2021; Aprobado: 12 de Abril de 2021

Felipe López Veneroni es Maestro en Teoría Política y Social y candidato a Doctor en Filosofía, por la Universidad de Cambridge, Gran Bretaña. Es profesor titular adscrito al Centro de Estudios Teóricos y Multidisciplinarios en Ciencias Sociales de la FCPYS, UNAM. Sus líneas de investigación son: antropología política de la comunicación; hermenéutica y semiótica del discurso; problemas conceptuales en la teoría de la comunicación. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: (con Fernando Martínez Elorriaga y Fabián Bonilla López) Discurso Político: entre la negociación y el disenso en el nuevo espacio público (2019) Ciudad de México: UNAM; “La posverdad y los límites del discurso político. Una aproximación al fenómeno de Donald Trump desde la comunicación política” (2019) en Felipe López Veneroni, Fernando Martínez Elorriaga, Fernando y Fabián Bonilla López, Discurso Político: entre la negociación y el disenso en el nuevo espacio público. Ciudad de México: UNAM; “Postverdad. La construcción semántica de una distorsión política” (2018) en Fernando Ayala Blanco y Salvador Mora Velázquez, Léxico de los Grupos de Poder 2. Ciudad de México: UNAM.

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