Parto del reconocimiento de que es complicado reseñar un texto en que participan varios autores, por más que hipotéticamente estén ceñidos a una temática común. Pero es aún más problemático intentar hacerlo de un libro compuesto de entrevistas; en este caso se trata de seis conversaciones con cinco historiadores (Roger Chartier, Guillermo Zermeño, Francisco A. Ortega Martínez, Jaime Humberto Borja, Ricardo Pérez Montfort) y una investigadora proveniente del campo de la antropología, Anne-Christine Taylor. La anterior complicación no desaparece a pesar de que se formulen un marco general y una problemática común: ¿qué líneas de fuerza identificables han cambiado el rostro de la investigación histórica en las últimas décadas y qué implicaciones teóricas y epistemológicas se desprenden de ello? Precisamente esto señalan, con otras palabras, los coordinadores del material en un prólogo que cumple los dictados de un estudio introductorio.
Para intentar dar pie a un conjunto de comentarios que, más que reseñar el contenido del texto, intenta tomar en serio esta indicación de los coordinadores, se realizó una suerte de lectura transversal de las diferentes entrevistas, si se me permite la expresión. Es ya obvia la afirmación de que todo espacio textual abre un conjunto de posibilidades de lectura más que cerrarlas. Lo decisivo es articular una perspectiva de lectura que pueda ser justificada, sin demeritar la pertinencia de las otras aperturas posibles. Decidí, por tanto, formular algunos comentarios atendiendo más a las cuestiones formales que al contenido manifiesto, más a lo implicado que a las afirmaciones y juicios expresamente formulados a lo largo del libro. La razón de esto radica en que conviene más a un enfoque que busca delimitar aspectos que tienen que ver con un marco de referencia general que sostiene las afirmaciones y los juicios.
Así, se destacan aspectos, temáticas y perspectivas que están en relación con una cuestión ya ineludible y que refiere a las condiciones y los límites de la ciencia histórica en el panorama de principios del siglo XXI. Todos ellos se relacionan con un factor cognitivo que, si bien no está explicitado en las diferentes entrevistas ni en la presentación de los editores del trabajo, puede ser expresado de la siguiente manera, en el sentido de una hipótesis de trabajo: todo aquello que la investigación histórica delimita como campos u objetos de estudio no cesa de reencontrarlos constantemente en sus propias condiciones de posibilidad como ciencia. Esta es la cuestión de forma que se encuentra en la base de buena parte de las reflexiones historiográficas contemporáneas. Dicha hipótesis expresa un esfuerzo por mostrar una consecuencia de gran amplitud y que se sigue de la perspectiva de los coordinadores del texto comentado en cuanto al cambio en el estatuto epistemológico de la investigación histórica.
Se trata de una problemática que antecede en términos lógicos a los tres giros señalados en el prólogo, esto es, el “radical constructivista”, el “hermenéutico” y, finalmente, el “pragmático”, lo que ha acarreado la transformación mencionada (p. 19). En relación con esta apreciación, resalta el papel de un conjunto de conceptos tan importantes ahora para la historiografía, tales como “memoria, mediación, representación, práctica y apropiación”, lo que enmarca precisamente la problemática a la que apunta la hipótesis que me permití formular a propósito de la transformación cognitiva que se ha presentado. Si bien tales conceptos establecen delimitaciones necesarias para abordar los campos de estudio (lo cultural, lo social, lo económico, etc.) habituales en la investigación histórica y juegan de manera central en los tres giros precisados, al mismo tiempo, y quizá precisamente por eso, actúan al nivel de cuestiones que tienen que ver con la base misma que permite al saber histórico.
No es casual que las revisiones historiográficas actuales empleen las perspectivas constructivistas, hermenéuticas y pragmáticas, al movilizar ese conjunto conceptual (memoria, representación, práctica y apropiación), todo con el fin de valorar la justificación de las interpretaciones históricas. Se puede llevar más allá la consideración anterior. Si bien tales conceptos establecen delimitaciones necesarias para abordar los campos de estudio (lo cultural, lo social, lo económico, etc.) propios de la investigación histórica, al mismo tiempo actúan al nivel de cuestiones que tienen que ver con la base epistemológica de dicha lógica de investigación. Se trata de asumir de manera productiva que aquellas descripciones que provienen del siglo XIX en cuanto al estatuto de la disciplina histórica carecen ya de toda plausibilidad puesto que presuponían autonomía respecto a sus prestaciones cognitivas. De un conocimiento no situado ni determinado por condición social o cultural alguna, ahora no puede más que considerarse que se trata de conocimientos siempre determinados social y culturalmente.
Esto se deja ver de diferentes maneras en cada una de las entrevistas incluidas en el volumen -mismas que exigen considerar su especificidad de origen-, pero no por ello dejan de llamar la atención en cuanto a las orientaciones cognitivas que guían la investigación histórica en todos sus campos. Por ejemplo, para la historia cultural -en opinión de Roger Chartier- son tres los conceptos operativos que le dan su consistencia a la hora de dar cuenta de sus fenómenos característicos: “representación, apropiación y práctica” (p. 27). Si a esto le agregamos una cierta visión constructivista en su propia apropiación de Michel de Certeau, resalta el carácter circular de aquellas “representaciones, apropiaciones y prácticas” operativas que sostienen su base epistémica. En efecto, como señala Guillermo Zermeño, el “problema de los historiadores es la historia misma”, no la objetividad del pasado ni los protocolos a partir de los cuales la labor de investigación puede adquirir justificación formal cuando postula una reconstrucción fiel del mismo.
En tal caso, si la historicidad es el campo de estudio de la historia, las consecuencias de que ese mismo campo condicione la actualidad de los conocimientos que produce no dejan de ser acuciantes. De tal manera que actualmente toda reflexión epistemológica aplicada a la historia debe empezar por reconocer la historicidad de la interpretación del pasado. Precisamente, y en referencia a la historia conceptual de tradición koselleckiana reivindicada por Zermeño, la lección aportada por su vertiente filosófica, es decir, aquella que viene de Gadamer, indica con claridad de qué se trata todo este asunto. Para este filósofo fundador de la hermenéutica contemporánea, los conceptos con los cuales aclaramos históricamente conceptos requieren, a su vez, una aclaración histórica.
De nueva cuenta aparece una suerte de autorreferencialidad circular, lo que afirma que la variabilidad temporal hecha evidente por la investigación histórica no deja de aparecer en su propia base epistémica. Dicha circularidad -digámoslo ahora, decisivamente reflexiva- está presente cuando Anne-Christine Taylor hace una afirmación importante en cuanto a las relaciones interdisciplinarias, más allá de la relación antropología-historiografía. Relaciones entre disciplinas con marcos generales ciertamente diferentes adquieren vigor, en términos de investigación, en el momento en que se adquiere un conocimiento de lo que pasa “en la concina” de cada una de ellas. No sólo se trata de atender a lo que cada saber relacionado cuenta de sí como “discurso oficial respecto a nuestro quehacer” (p. 155). Se refiere, en otras palabras, al orden operativo que rige la producción cognitiva de las ciencias o las disciplinas.
Problemática operativa que está relacionada directamente con el hacer historia, según Jaime Humberto Borja, puesto que en esta práctica elevamos los historiadores a “norma de objetividad lo que hemos construido como fuente” (p. 138). Esta exigencia de autorreflexividad no puede ser esquivada tampoco por Francisco A. Ortega Medina ni por supuesto, cuando Ricardo Pérez Montfort establece un vínculo entre “el acontecer antropológico y el acontecer historiográfico” (pp. 174-175). Hay ahí mediaciones necesarias de ser reflexionadas y que tienen importancia capital para lo que entendemos como objetos de estudio. Los límites en cuanto a la utilización de fuentes como maneras de objetivación, en un caso, y las mediaciones que permiten la construcción de campos objetuales, en otro, apuntan a la necesidad creciente de poner en cuestión nuestras formas procedimentales. Esta suerte de regímenes operativos deben ser analizados históricamente; de otra manera, corremos el riesgo de dogmatismo epistémico.
En todo caso, el texto muestra cómo puede tener validez un ejercicio de reflexividad mediante el cual la historia puede observase a sí misma y analizar cómo percibe a sus objetos. Como señaló precisamente Michel de Certau -tan citado por Chartier-, la historia es tal porque en sus órdenes operativos no cesan de aparecer los lugares sociales del conocimiento y las prácticas que pueden derivarse de ello, ambas ligadas a determinaciones sociales. Aparece entonces un problema central, a saber, ¿cómo dar cuenta de la historia desde una epistemología que reconozca lo contingente de toda producción? El texto comentado se presenta como un indicador de una situación más general. El valor de un síntoma no permite hacer a un lado consecuencias que van más allá de los intereses particulares y de las perspectivas involucradas.