Imagino un recorrido por Historia Mexicana en términos de una agenda de investigación, aquí y ahora. Más que una exhaustividad, es preferible establecer unos desarrollos temáticos y conceptuales avanzados por los colaboradores durante siete décadas, y que los lectores actuales podemos identificar y en su caso ampliar y recusar. Esta posibilidad -sugiero- es fértil para los estudios del periodo histórico que arranca con la segunda guerra mundial y que conforma un cuerpo, un tanto amorfo aún, de preguntas e intuiciones. Dados mis intereses, pero teniendo a la vista, gozosamente, un programa imaginario en el quehacer historiográfico que emana de la revista, he definido con brusquedad tres campos: los flujos globales (de ideas, procesos, conflictos, representaciones), los territorios (la superposición problemática de espacios físicos y simbólicos) y los momentos.
Flujos
Las dimensiones múltiples de la historia global durante la segunda guerra mundial y sus vidas posteriores son un tema identificable en Historia Mexicana. La revista se ha ocupado de los flujos ideológicos, políticos, económicos y culturales que cruzaron el mundo en una u otra dirección. Es un hecho que el mundo de la guerra y la posguerra dejaron su marca. No es un dato menor que la revista se haya fundado y desarrollado en medio de los avatares de la posguerra, de tal modo que hay capítulos reconocibles por el lector: la guerra Fría como un todo, la hegemonía incontestada de Estados Unidos en el escenario internacional, el primer deshielo entre Moscú y Washington a principios de los años sesenta, el papel imaginado y las alternativas reales para naciones como México, y los debates intelectuales y culturales del periodo. En el número 2 de la revista, Antonio Gómez Robledo reseñó el libro de Alberto María Carreño, La diplomacia extraordinaria entre México y Estados Unidos (1789-1947), México, Jus, 1951, 2 vols. Después de reconocer un asunto más bien genérico (la autonomía de la historia diplomática), Gómez Robledo establece una problemática: la jurisdicción de los tribunales internacionales para encarar los delitos de lesa humanidad y genocidio. Contra la opinión de Carreño, que negaba el derecho de los tribunales internacionales de juzgar a los responsables alemanes y japoneses acusados de cometer esos delitos, Gómez Robledo dejó establecida esa jurisdicción como necesaria en las relaciones internacionales de la posguerra. Pero Gómez Robledo introduce una segunda disputa con Carreño: mientras éste condena el uso de la bomba atómica contra Japón, el diplomático establece que, por ejemplo, el dolor y la muerte causada en campos de concentración como Dachau y Buchenwald fue -eso escribió- al menos equivalente al de la bomba atómica. No es un motivo menor de la ácida recensión de Gómez Robledo que Carreño haya sido un antiyanqui y que haya tratado de aprovechar -Carreño- ciertas inercias interpretativas de la doctrina mexicana de las relaciones internacionales en un libro sobre las relaciones con Washington.1
Esas líneas de fuerza que la situación internacional introduce al horizonte temático de Historia Mexicana se distinguen asimismo en el artículo de Abdón Mateos, “Tiempos de guerra”. El alineamiento de México con Washington en la segunda guerra mundial se habría consumado hacia 1941-1942, no sin que los medios periodísticos -ya un grupo de interés establecido- hicieran un juego amplio, pero con tendencia a la simpatía, con los poderes fascistas de Berlín y Roma (y de paso con la España franquista). La prensa conservadora mexicana (esto es, casi toda) simpatizó con el Eje, sobre todo entre 1939 y 1941, y a veces sin ambages. Había dos grandes razones para esa afinidad: era una manera de ajustar cuentas con el cardenismo en su (aparente) ocaso y un camino relativamente seguro de expresar su anticomunismo.2 El “orden” fascista era, más aún, un fondo óptimo para la denuncia de un supuesto caos nacional, un recurso retórico que el conservadurismo mexicano había aprendido ya en los tiempos del presidente Francisco I. Madero. Pero es necesario repensar los equilibrios de la política local bajo el influjo de novedades y tensiones políticas globales. Así, bajo la sombra de la creación de las Naciones unidas y un primer impulso hacia el aislamiento de la España franquista, la ardua polémica de 1946 entre Indalecio Prieto y Alfonso Junco sobre el destino de los recursos del Banco de España.3
Cuando Soledad Loaeza identifica las influencias de Miguel Primo de Rivera, el dictador español, en el pensamiento político y social de Manuel Gómez Morín, abre un espacio de análisis fascinante.4 Como integrante de la generación de 1915, Gómez Morín compartió con su némesis, Vicente Lombardo Toledano, el hecho de haber permanecido en México aquel año iniciático, marcado éste por la desarticulación absoluta del Estado liberal. De ahí la ansiedad de Gómez Morín por encontrar un elemento organizador de la vida social y política nacional; ambos, Gómez Morín y Lombardo, encontrarían soluciones integristas en el panorama europeo. Aunque el problema sea más complejo, y la hipótesis deberá afinarse, sugiero que el influjo fascista (en Lombardo) y nacional católico (en Gómez Morín) sería intelectualmente eficaz para imaginar a la sociedad política mexicana. Contra lo que una cierta vulgata pregona, en ambos casos la democracia fue, a lo que parece, más instrumental que estratégica.
Una clave para una lectura universal de la historia política mexicana se encuentra en un estudio de Jean Meyer, magistral. Una vez establecidos los fundamentos teológicos del pensamiento político moderno (y aquí Meyer sigue a Carl Schmidt), incluyendo el de los fundamentos racionales del Estado y del pacto social originario, la historia política puede ser leída en un registro amplio y ecuménico, lo que facilita recuperar los ecos y las expresiones locales de un proceso de secularización universal, pero atravesado por crisis y desgarramientos constantes. Ésta tiene más sentido si, como sostiene Meyer, la propia Iglesia experimentó fortísimas pulsiones racionalistas al menos desde el siglo XIII, sólo marginados por el impacto descomunal de la revolución francesa y la consiguiente involución que fue la respuesta del catolicismo. Un cierto aggiornamento solo es inteligible a partir de la encíclica Rerum Novarum de 1891, que abrió a los católicos un camino para la política pedestre. No obstante, una política de masas de cuño católico habría de fracasar en México, en primer lugar por las desafortunadas apuestas tempranas del Partido Católico, que se opuso a Madero y apoyó el golpe de febrero de 1913; en seguida por la forma semiclandestina e insurreccional que adquirió esa política en su resistencia a la Constitución y a los gobiernos de Álvaro Obregón (19201924) y Plutarco Elías Calles (1924-1928), y finalmente por el modo elitista y reservado en las negociaciones del Vaticano y los prelados mexicanos con los gobiernos de la posrevolución.5
El otro impulso ecuménico del siglo XX sería el comunismo, que no obstante arrancó en la segunda posguerra en una situación harto peculiar; fortalecido luego de la victoria sobre el fascismo, al mismo tiempo estaba fuertemente condicionado por el poderío militar (ya atómico) de Estados Unidos y por la urgencia de establecer un cinturón de protección eficaz en Europa del este. Los llamados épicos del comunismo soviético casi desaparecieron, y si los hubo eran menos audibles en comparación con la intensidad alcanzada luego de la revolución de octubre. Como ha señalado Horacio Crespo, aquella circunstancia, aunada a la extrema debilidad del comunismo mexicano, abrió el camino -y no sólo en México- para las estrategias soviéticas en aras de la paz y el desarme. En lo más crudo de la guerra Fría esos llamamientos y esas formas organizativas resultaron en movimientos y organizaciones internacionales que abarcaron Europa occidental, Estados Unidos, Canadá y América Latina.6 Y aunque no es un resultado directo de lo anterior, sí es en cambio una consecuencia del reacomodo general de la diplomacia soviética (y mexicana): la visita del canciller Anastás Mikoyán a México en noviembre de 1959 señaló una doble alternativa (infiero): para Moscú, en aras de una presencia en tono desarrollista y cooperante, y para México, con tal de ampliar sus accesos a créditos y mercados (y presumiblemente, para señalar los límites obvios de la cooperación de Washington con el desarrollo mexicano).7 No debería sorprender que los acercamientos académicos soviéticos a la historia mexicana llamaran la atención de los estudiosos, sobre todo por su significación en la guerra Fría.8 Pero la joya de la corona mexicana en cuanto a la ideación de unas relaciones globales en clave propia serían los esfuerzos por allegarse los Juegos Olímpicos de 1968; la obtención de la sede, que requirió de una estrategia discursiva y de política internacional sin precedentes y frente a competidores imponentes (Estados Unidos y Francia), constituye la culminación de una manera de estar y mirar el mundo.9
El fenómeno de los flujos (de personas, ideas, capitales, mercancías) tiene una base material, un mínimo cuantificable. Pero como apuntó Clara E. Lida, la presencia de extranjeros entre la población mexicana siempre ha sido mínima (comparado con otras experiencias americanas), incluso en el caso de españoles, que por razones obvias fue la más numerosa y ha sido quizá la más estudiada.10 De todos modos, alrededor de esa presencia se han tejido historias cuya importancia no se puede desestimar. Tal es el caso del reducido pero significativo exilio de intelectuales de lengua alemana, que como el matrimonio checo-alemán de Alice Rühle-gerstel y Otto Rühle arrastraron consigo la experiencia de la izquierda centroeuropea, e influjos intelectuales que iban de un marxismo no estalinista a los contactos con el mundo del psicoanálisis y de las nuevas pedagogías.11 La intención de coordinar a los judíos en suelo mexicano con organizaciones afines en Estados Unidos, incluso en periodos de tal urgencia como la segunda guerra mundial, dan cuenta de las dificultades para articular espacios y modos organizativos coherentes en ambos lados de la frontera; un esfuerzo más concertado de los judíos estadounidenses (no replicado en México con el mismo entusiasmo) debió esperar hasta la década de 1970, cuando en Estados Unidos inició una protesta entre los judíos de base por el voto mexicano en Naciones unidas que equiparaba el sionismo con el racismo.12 Pero quizá la gran asignatura pendiente, en la cual Historia Mexicana muestra débiles, incipientes desarrollos, tiene que ver con el éxodo mexicano hacia Estados Unidos. Este pasado es una historiografía de futuro por las enormes consecuencias que la emigración ha tenido más allá del río Bravo, en los migrantes y sus descendientes, en las comunidades receptoras y, en un tema aún ausente, en las comunidades mexicanas que han sido la matriz del éxodo.13 El estudio de Enrique Plasencia sobre los mexicanos (entre 15 000 y 30 000) y los mexicanos-estadunidenses (entre 300 000 y 500000) en los ejércitos de la segunda guerra mundial prefigura una imagen de los temas, la complejidad y las magnitudes del fenómeno migratorio; los impactos de la movilización de masas, el reclutamiento y sus expectativas derivaría en la creación de culturas políticas, aprendizajes cívicos y conformación de una memoria en la cual la guerra, el conflicto y la ciudadanía se entreveran.14
En México la inmigración está asociada, en alguna medida al menos, a la historia intelectual. Pero es más fructífero sostener que la historia intelectual pone en juego el complejo fenómeno de aclimatación y enraizamientos de autores, ideas y magisterio. Hay un diálogo local (independientemente del origen de sus voceros) en el que se postula, discute y avanza.15 Los campos que registran esas conversaciones y alegatos varían en cuanto a sus alcances, tonos, matices; un camino para entenderlos es la institucionalización, proceso tan apasionado como la discusión de ideas puras.16 En una mirada de conjunto de la experiencia de la historia intelectual (o de las ideas, o de los intelectuales) es posible trazar las rutas que van y vienen al corazón disciplinar (como en la filosofía y la biología), como la emisión de preguntas que inquieren sobre el papel del intelectual en la sociedad moderna. Estamos casi siempre transitando una carretera de doble sentido, que implica la recepción y la difusión de conocimientos, el establecimiento de prácticas disciplinares y la construcción de agendas de investigación empírica y reflexión teórica: así ha sido con el impacto de la filosofía neokantiana del siglo XX, la biología evolutiva y la profesionalización de la disciplina o el papel del intelectual público en la década de 1960.17 Una huella profunda pero cuya plasticidad y consecuencias adquiere un tono didáctico y tangible son las discusiones y debates alrededor de las vanguardias internacionales, de un lado, y lo exógeno y lo endógeno, del otro, en la arquitectura mexicana.18
Territorios
El territorio y su ocupación es otra manera de leer Historia Mexicana. No es, otra vez, la única clave de acceso, pero sí una fructífera en la cual se relacionan espacio, recursos y población. Cuando Claude Bataillon reseñó en el verano de 1963 la Geografía general de México, de Jorge L. Tamayo, adelantaba que esa obra (en cuatro volúmenes y un atlas y casi 3000 páginas) sería la última geografía general, dada la sofisticación que alcanzada por la disciplina, pero también por la complejidad intrínseca de su objeto de estudio, esto es, ese espacio conocido como México.19 Aquella expropiación “tardía” (1958) del latifundio Green en la emblemática Cananea y en la frontera de Sonora y Arizona (y su reparto por el presidente Adolfo López Mateos) señala la prevalencia en la definición de las unidades territoriales, los tiempos de su redefinición sociopolítica e incluso su proyección en las relaciones entre México y Washington.20 Así, la problemática del territorio y de su ocupación se deja traslucir en la propia definición de las unidades elementales: los pueblos, las localidades, las propiedades, los ejidos, ya sea en el sentido histórico-agrario, ya sea en el censal; ésta es una veta que espera aún refinamientos metodológicos y una narrativa que explore los pliegues y rincones del entramado nacional.21 La ocupación es doble, muestra Historia Mexicana: por una parte, el fenómeno del poblamiento, con la fechación de la transición demográfica del siglo XX, afectada ésta por acontecimientos históricos fundamentales como la Revolución; no es exagerado inferir que aún no están establecidas las relaciones entre la transición demográfica con la historia en su sentido más amplio (política, económica, social, cultural).22 De otra suerte, más aún, ya se rastrean las huellas de las mutaciones productivas del suelo agrícola en la segunda mitad del siglo XX, lo que implica asimismo la definición y exploración de los mercados de productos y trabajo.23
La tentación quizá más obvia, descomponer el territorio en regiones, tal como se impuso como corriente historiográfica desde la década de 1970, fue sometida a un escrutinio y a una aguda crítica por Manuel Miño Grijalva en 2002; Miño atacó, con éxito a mi juicio, la debilidad epistemológica de la noción “región”.24 La configuración y conformación sociopolítica del territorio ha sido un tema principal en la revista; un resultado tangible de este enfoque ha sido desmontar ciertas percepciones vigentes. Luis Aboites ha señalado las contradicciones e incoherencias en la definición del norte mexicano, en especial lo que de plano se pueden considerar las mistificaciones del historiador José Fuentes Mares para el caso de Chihuahua.25 El propio Aboites ha introducido la discusión sobre lo que la noción de “centro” político puede representar en la historiografía contemporánea: más importante que localizar ese “centro” en la ciudad de México (una obviedad topológica) ha sido la idea de que las decisiones cruciales y estratégicas sobre una gama amplia de flujos y actores (impuestos, presupuestos, candidatos, disciplina política) fueron encontrando en el Ejecutivo federal y sus sistema administrativo y coercitivo un centro decisorio, a un tiempo fiel de la balanza y autoridad última e inapelable; pero como el propio autor mostró antes, ese “centro” hubo de batallar con particular enjundia en temas que eran consustanciales a su propia existencia, como la definición de una fiscalidad relativamente centralizada y homogénea; tal es la historia, anticlimática, de la pervivencia de alcabalas o impuestos a la circulación en el México posrevolucionario.26 En esta perspectiva hay un saldo primario: las especificidades de la historia política de ese centro político llamado Distrito Federal.27
Pero la ocupación del espacio, en un sentido simbólico y material, estructura la historia de la educación en México. La escuela es nodo comunitario e hito de la presencia del Estado. Los estudios sobre educación en Historia Mexicana han considerado las intenciones y los procesos generales; se extrañan aún evaluaciones cuantitativas afinadas y exhaustivas del sistema, de un lado, y microhistorias, del otro, en áreas rurales o en las ciudades.28 un asunto significativo son las inspiraciones intelectuales y doctrinarias de la educación pública; como Fabio Moraga ha identificado, la impronta de intelectuales como Tolstoi y Tagore ha tenido una continuidad notable en el quehacer de los educadores mexicanos, al menos desde la época de José Vasconcelos al frente de la Secretaría de Educación, y hasta Jaime Torres Bodet, quien ocupó por segunda vez ese cargo en el gobierno de Adolfo López Mateos (1958-1964); ese fenómeno cuestiona las ideas de que sólo el empirismo de cuño anglosajón (John Dewey) y los positivismos han influido en el diseño de las políticas de educación básica.29 Los estudios sobre la educación socialista, por su parte, insisten en el papel de los maestros como agentes del cambio social en las décadas de 1930 y 1940, en especial en el campo; es justo ese papel el que provocaría la violencia en su contra y establecería los lugares y los vocabularios de las disputas (con los curas, los terratenientes) por la hegemonía y el control político de áreas, almas y organización social en el campo mexicano.30 Pero es probable que la conflictividad sea más amplia y recorra la sociedad mexicana de muchas maneras. Pareciera que nuevos acercamientos exigirían una dialéctica entre la escuela y las escuelas, el maestro y los maestros, el alumno y los alumnos, sobre todo para la segunda mitad del siglo XX. Enfoques como el de Valentina Torres Septién para la educación particular puede dar algunas pautas, aunque su universo no tiene comparación con el de la educación pública.31
Pero Historia Mexicana exhibe un fenómeno adyacente al entendimiento de la historia de la educación: la historia de los medios de comunicación. De entrada, habría que reconocer que los estudios sobre medios impresos (periódicos, revistas, comics) de la segunda posguerra mundial han tratado sobre todo de los autores, temas y dinámicas editoriales y empresariales internas, pero sabemos menos de sus impactos entre los lectores; se diría que ha dominado el estudio de la oferta sobre la historia del consumo de los impresos, aunque la propia disposición temática, de autores y los alcances de la circulación ya nos informa cosas relevantes de su consumo.32 No obstante, parece indispensable afinar las metodologías y las preguntas: ¿es posible avanzar para tener un entendimiento más profundo y más detallado de los lectores, en especial en las décadas en las cuales la alfabetización avanzó sustancialmente? El cine parece entreverarse de manera directa aunque sutil con la historia de la educación; como han mostrado algunos estudios, los directores, las películas y las temáticas cinematográficas (en las que están presentes los maestros, la escuela y las resistencias) han tenido un papel crucial en la formación y, sobre todo, en la modernización de las expectativas socioculturales del público; se podría decir que fenómenos civilizatorios capitales como la alfabetización y la urbanización se alimentaron al unísono, aunque seguramente en proporciones disímbolas, en la escuela y en las pantallas de los cines.33 Más aún, el cine ofrece indicios sobre la educación sentimental de los ciudadanos y justo ahí, en la zona liminar entre los creadores y la autoridad censora, se inscribe uno de los desarrollos más importante de la historia cultural.34 Es probable que la irrupción de la televisión haya contribuido, y en mayor medida, a los cambios en las expectativas y en los hábitos de comportamiento y de consumo, aunque es aún aventurado suponer que lo hizo en el mismo sentido del cine comercial; en realidad, no lo sabemos, si bien hay pistas al respecto.35
Momentos
Como señaló Guillermo Zermeño, una división primaria en la historiografía de tema mexicano bien puede ser la que se plantea entre la escuela de Silvio Zavala (que con todas las mediaciones del caso vendría de Leopold von Ranke) y la de Edmundo O’gorman (una comunión compleja del historicismo, la fenomenología y Heidegger).36 Esa cesura organizaría verticalmente la historiografía, aunque deja sueltos desarrollos y abordajes, a veces de una densidad irreductible: ni la obra de Luis Villoro ni el registro amplio de los enfoques marxistas parecen agotarse en esos dos troncos analíticos.37 Sea como fuera, quizá la mayor perplejidad que surge de una lectura, por necesidad sesgada, de Historia Mexicana está en otra parte; pero como la problemática podría ser de fondo y abigarrada, vale la pena plantearla sólo como pregunta: ¿son escasos los artículos sobre la corta duración, los puntos de quiebre, los instantes nutricios de otra realidad histórica? La respuesta es asimismo provisional: el tiempo discreto y acotado, aquello que convencionalmente llamamos coyuntura, no ha sido el enfoque predilecto de los autores, al menos en el periodo que arranca con la segunda guerra mundial.
Es obvio que la noción de escasez tendría que ser definida desde una categoría de suficiencia. Está lejos de mis posibilidades intentar tal empresa cuantitativa en este ensayo. Pero en todo caso pareciera que estudios que focalizan sus análisis en los días, las semanas e incluso los meses no son los más abundantes. Es la mediana duración la que ordena el discurso de los historiadores en el periodo que sigue a 1940; y aunque se justifique ese horizonte temporal para estudios sobre la educación, el cine, la cuestión agraria, el régimen de propiedad, ello no supone que, con esas mismas temáticas en mente, no fuesen posibles acotamientos temporales breves en que ciertos hechos modifican el sentido del devenir general. Un ejemplo: el asesinato del representante oficioso de Francisco Franco en México, José Gallostra, acaecido en la capital el 20 de febrero de 1950 a manos de un anarquista refugiado, es sorprendente en cuanto a sus consecuencias; justo en el momento en que la misma prensa conservadora y funcionarios mexicanos planteaban o insinuaban la posible normalización de las relaciones con la España franquista, el homicidio canceló la discusión. El gobierno de Miguel Alemán hizo mutis, se retiró de la escena sin mayor aspaviento, y el gobierno de Franco hubo de replantear su estrategia respecto a México.38 Otro más: las jornadas frenéticas de insubordinación de jóvenes bachilleres en la ciudad de México (26-30 de julio), que sometieron a la policía e iniciaron lo que conocemos como el movimiento estudiantil de 1968.39 Tenemos otros casos en la revista: los ajustes de cuentas en las familias políticas del oficialismo, como las elecciones presidenciales de 1940; las reacciones luego del golpe de Estado en Guatemala en 1954; un acto inédito de política exterior (el canciller soviético Mikoyán en México); el nuevo discurso sobre la vieja corrupción alemanista. Leídos de cierta forma, esos acontecimientos dan cuenta de las ventajas metodológicas de los cortes en el nudo gordiano de las coyunturas.40 Pero además abren una veta hermenéutica: cuando se precipitan los acontecimientos del instante (paulino, agustiniano o benjaminiano, como se quiera) la dotación de sentido se vuelve impostergable, tal como muestra Pablo Tasso, ejemplarmente, en el caso de 1968.41
Ciertamente la coyuntura es un enigma gnoseológico. O al menos está lejos de ser un término transparente. Esa opacidad y, agrego ahora, plurivalencia se ha visto alimentada además por la irrupción, plenamente justificada, de categorías y métodos prevenientes de otras disciplinas, por ejemplo la economía o la ciencia política.42 Éstas han ampliado y reforzado nuestras capacidades de entender fenómenos, otra vez, de mediano y largo alcance, pero no necesariamente de las historia de los días y las semanas -del instante, aunque este término no sería equivalente-. Más aún, la prevalencia de los enfoques sistémicos de las ciencias sociales y la economía, con las ventajas que puedan representar, apuntala no obstante la debilidad conceptual de la “coyuntura”. El sistema tiende a engullir la eventualidad, y con ello lo azaroso, lo (en apariencia) débilmente determinado, lo sorprendente. No tenemos una teoría y un método de la coyuntura, que se perpetúa como el punto ciego, no sólo teórico sino, como muestra Historia Mexicana, temático y narrativo. Vaya sorpresa.