Para todos los que han hecho Historia Mexicana; en especial para Beatriz Morán
Cuando fue fundada la revista Historia Mexicana en 1951, aún no existía, institucionalmente, la revolución mexicana como un género académico. Era todavía un proyecto social activo, aunque ciertamente en una etapa de redefinición, pues se vivían las postrimerías del sexenio de Miguel Alemán. Sin embargo, su final como una etapa precisa de nuestro devenir histórico era inminente. La mejor prueba de ello fue que se le empezó a considerar un hecho histórico; esto es, un proceso consumado. Con este objetivo se fundó en 1953 el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana (INEHRM), para lograr “el mejor conocimiento” de esa época, aunque se pensara no como un espacio académico, sino como “órgano de consulta gubernamental”.1
Ilustrativamente, su primer director fue Salvador Azuela, hijo del fundador del género literario conocido como “la novela de la Revolución” mexicana. Periodista crítico, estudioso de la historia reciente del país y reputado orador, Salvador Azuela había sido vasconcelista de joven -nunca dejó de serlo- y luego había apoyado la candidatura de Juan Andrew Almazán.2 Esto es, su perfil no era el de un garante de lo que muchos llaman la “historia oficial”; más bien era otro ejemplo de la compleja relación habida entre el Estado mexicano y los intelectuales, relación de cooperación desde el periodo porfiriano, acrecentada por Vasconcelos, pero casi siempre con un variado grado de independencia, abierta o tácitamente tolerada.
En forma irrebatible, el primer Consejo Técnico del INEHRM-o Patronato- evidenciaba la falta de historiadores profesionales dedicados a la Revolución, pues fue conformado, con una obvia y comprensible perspectiva política unificadora, por intelectuales pertenecientes -o representantes- a las distintas facciones revolucionarias: así, el maderismo; el carrancismo y el villismo estarían representados, respectivamente, por Diego Arenas Guzmán, Jesús Romero Flores y Martín Luis Guzmán, con Miguel Sánchez Lamego como epígono de la historia militar documentalista.3 Asimismo, como primeros autores destacaron veteranos de la Revolución como Juan Sánchez Azcona, maderista, Pastor Rouaix y Francisco L. Urquizo, carrancistas, y Juan de Dios Bojórquez, obregonista, a los que luego se sumaron Vito Alessio Robles, de la Convención, y Mauricio Magdaleno, vasconcelista.4
Al crearse Historia Mexicana en 1951 tampoco existía la historia de la Revolución en términos docentes: la primera cátedra sobre el tema se impartió en la carrera de historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM a partir de 1954, siendo el primer profesor el mismo Salvador Azuela, en su papel de doble pionero.5 Asimismo, en el propio Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, institución en la que nació Historia Mexicana, aún no se impartía un curso con esa temática luego de 10 años de trayectoria docente, lo que se explica por el dominio que hasta entonces habían ejercido Silvio Zavala y José Gaos, colonialista e historiador de las ideas respectivamente.6 Es más, por esas fechas Daniel Cosío Villegas iniciaba sus estudios sobre el porfiriato, y fue severamente cuestionado por varios colegas que alegaban que la cercanía cronológica de ese periodo impedía que fuera analizado desde una perspectiva netamente histórica.7 Si así se pensaba del porfiriato, el rechazo a la Revolución como tema historiográfico es fácilmente imaginable.
A pesar de ello, es claro que a mediados del siglo XX ya existía una cierta historiografía de la revolución mexicana. Incluso podría decirse que se contaba por lo menos con dos generaciones historiográficas distintas. La primera había surgido desde el propio decenio armado, con algunos testimonios y libros autobiográficos, con claras filiaciones faccionales, la mayoría de las veces escritos por el personaje en turno, con ayuda de un secretario o amanuense, o por un político “letrado” cercano a la facción en cuestión. Para limitarnos a los ejemplos más significativos, habría que mencionar los libros de Roque Estrada, La revolución y Francisco I. Madero, de 1912; Ohco mil kilómetros en campaña, de Álvaro Obregón;8La herencia de Carranza, publicado por Luis Cabrera en 1920, pocos meses después de la revuelta de Agua Prieta; el voluminoso y documentado libro del intelectual y político zapatista Gildardo Magaña, y por último el acercamiento biográfico a Villa escrito por Martín Luis Guzmán. En este género lo más importante fue la aparición entre 1935 y 1939 de los cuatro volúmenes memorialísticos de Vasconcelos, pues fueron muchos los que publicaron sus propios testimonios para refutar lo asegurado sobre ellos por aquél.9 Recuérdese por ejemplo a Alberto J. Pani, con sus Apuntes autobiográficos, y a Toribio Esquivel Obregón, quien buscó exculparse de su pasado huertista.
La segunda corriente fue la historiografía consensual, unificadora, que buscaba acabar con las perspectivas faccionales. Tal vez los primeros ejemplos fueran el de Miguel Alessio Robles, Historia política de la Revolución mexicana, de 1938, o el de José. T. Meléndez, Historia de la Revolución Mexicana, de 1936, que pretendía conjuntar las semblanzas biográficas de los mayores caudillos revolucionarios con análisis de los principales hechos históricos de la Revolución, escritos por algunos destacados intelectuales identificados con el proceso de 1910.10 Por ejemplo, la notable semblanza de Zapata escrita por Octavio Paz Solórzano, joven intelectual urbano asimilado desde tempranas fechas al zapatismo.11
Esta producción historiográfica consensual -léase favorable a la Revolución- y unificadora alcanzó sus mejores momentos hacia 1960, con la conmemoración del cincuentenario. La obra más ambiciosa de este género fue escrita por José C. Valadés, profuso historiador muy leído por esos años,12Historia general de la Revolución mexicana, en diez volúmenes, seguida de la obra de Manuel González Ramírez, reconocido profesor preparatoriano: La Revolución social de México.13 En cuanto a una obra de síntesis, precisamente para conmemorar el cincuentenario fue publicada la Breve historia de la Revolución mexicana, de Jesús Silva Herzog, que sigue siendo muy leída.14 Una obvia característica es que ninguno de estos tres autores era un historiador profesional, que hubiera hecho estudios universitarios sobre esta disciplina y que profesionalmente viviera de ella.
En esta etapa de la historiografía de la Revolución surgió Historia Mexicana. Por lo mismo, es comprensible que durante los primeros años de la revista no haya aparecido artículo alguno escrito por un historiador profesional mexicano, pues aún no los había; éstos eran pocos y no se dedicaban a una temática tan reciente. En cambio, un conocido periodista especializado en la crítica política y la crónica histórica, el militante comunista Mario Gill, cuyo verdadero nombre era Carlos Manuel Velasco Gil,15 fue autor de varios artículos, todos con temática y perspectiva “de izquierda”: uno se refería al bandido porfiriano Heraclio Bernal; en otro refutó el supuesto filibusterismo de Ricardo Flores Magón en Baja California Norte; en otro escribió sobre Zapata y su pueblo natal, San Miguel Anenecuilco; uno más trataba sobre el dirigente obrero en Acapulco, Juan R. Escudero; otro lo dedicó al revolucionario y político veracruzano Adalberto Tejeda, y su última colaboración fue sobre la “Santa de Cabora”, inspiradora de los rebeldes de Tomochic. Sus colaboraciones aparecieron en los números 6, 8, 10, 13, 20 y 25. Es de subrayarse que todos sus textos fueron colocados en una sección distinta a la de los artículos o a la de las reseñas, denominada el “Gran reportaje histórico”. Asimismo, en un número temprano de la revista -el 2, todavía de 1951- apareció una entrevista disfrazada de artículo, hecha por el escritor poblano Germán List Arzubide, secretario por un tiempo de Carranza y luego de Vicente Lombardo Toledano,16 al revolucionario michoacano Francisco J. Múgica, sobre las confrontaciones en el Congreso Constituyente de Querétaro entre éste y los defensores del proyecto carrancista en lo que se refería a los artículos 3° -sobre educación- y 123 -sobre las condiciones laborales-. En síntesis: crónicas o reportajes, pero aún no artículos académicos.
Tres expresiones más tuvo la presencia del tema Revolución en aquellos años iniciales de la revista: un artículo sobre el huertismo, escrito por el veracruzano José Mancisidor, regular novelista, mejor biógrafo y buen historiador. En rigor, Mancisidor expresa las dificultades para hacer deslindes historiográficos generacionales, pues él mismo era un veterano de la Revolución.17 Además, los primeros textos publicados -reseñas todos ellos- del que pronto sería uno de los primeros historiadores profesionales dedicados al periodo, Moisés González Navarro.18 Por último, también aparecieron los primeros artículos de los profesores estadounidenses que pronto destacarían como especialistas en la revolución mexicana, Stanley Ross y Robert Quirk, para quienes el tema no tenía ni riesgos cronológicos ni contaminaciones ideológicas. Como fuera, con los últimos autores se delineó lo que sería el futuro de la Revolución en la revista.
Durante los siguientes años apenas aumentó el número de artículos y reseñas sobre el periodo revolucionario, y las características biográficas y profesionales de los autores siguieron siendo las mismas. En el caso de los mexicanos, éstos siguieron siendo intelectuales y políticos con aficiones históricas, así como funcionarios ilustrados como Antonio Martínez Báez19 y Manuel Mesa Andraca. De hecho, para conmemorar el cincuentenario, el número 38 -de 1960- fue dedicado por entero a la Revolución, con un artículo sobre el papel de Limantour en la caída de Porfirio Díaz, y con las semblanzas de tres de los principales caudillos: la de Álvaro Obregón, escrita por quien fuera jefe de su Estado Mayor, el neoleonés Aarón Sáenz, político y empresario;20 la de Plutarco Elías Calles, redactada por quien había sido uno de sus más leales “operadores” políticos, el chihuahuense Luis L. León, que inició su lucha contra Díaz cuando era estudiante de agronomía, y la de Cárdenas, de la autoría del pionero de la historiografía estadounidense sobre la revolución mexicana, Frank Tannenbaum.21 El texto con mayor impacto historiográfico fue el escrito por Hilario Medina, abogado, diputado constituyente y luego ministro de la Suprema Corte de Justicia, sobre la influencia de Emilio Rabasa entre los constituyentes de 1916-1917. Dado que casi 70 de los 220 diputados constituyentes habían sido abogados, con toda seguridad conocían los escritos del influyente jurista, en particular su libro La Constitución y la dictadura, de 1912, en el que proponía que para que los futuros presidentes del país no se atribuyeran facultades que no les otorgaba la Constitución pero que eran imprescindibles para su labor ejecutiva, la Constitución debía otorgarles tales facultades.
Tres características destacan en la presencia de la Revolución en Historia Mexicana al momento de cumplir ésta sus primeros 10 años de vida: la revista no solamente publicó al decano de los historiadores estadounidenses, Frank Tannenbaum, sino que también aparecieron artículos elaborados por quienes estaban próximos a convertirse en los principales historiadores estadounidenses sobre la Revolución, Charles Cumberland y Stanley Ross. Asimismo, continuó la presencia, todavía por medio de notas y reseñas, de jóvenes académicos mexicanos como Moisés González Navarro, Fernando Rosenzweig y Fernando Zertuche. Es más, durante esos años la revista contó con un equipo oficial de “Redactores”, entre los que figuraban Luis González y González, Moisés González Navarro, Bertha Ulloa y Fernando Zertuche. Por último, dado que todavía no se creaba la revista Foro Internacional -que apareció hacia 1960-, Historia Mexicana tuvo que dar cobijo a varios artículos de tema diplomático escritos por Antonio Gómez Robledo y César Sepúlveda.
El decenio de los años sesenta impulsó un cambio notable en la cantidad y la naturaleza de los artículos publicados sobre la Revolución. Las causas del cambio son claramente identificables: la conmemoración del cincuentenario propició que se considerara a la Revolución, ahora sí definitivamente, como un hecho histórico. A su vez, el triunfo de la revolución cubana generó dos reacciones: en Estados Unidos aumentó el número de estudiosos de la revolución mexicana, vista con simpatía, como un proceso positivo y constructivo; en cambio, en México propició estudios más críticos de nuestra Revolución, que trataban de dilucidar por qué ésta no había alcanzado los objetivos políticos y sociales que se había planteado. Obviamente, esta postura también fue sostenida por algunos historiadores críticos estadounidenses, cuyo mejor ejemplo es James Cockcroft.22 Como resulta fácilmente comprensible, estos planteamientos críticos se recrudecieron después de 1968, cuando tuvo que contestarse al gran cuestionamiento de por qué la Revolución había terminado produciendo gobiernos autoritarios e ideológicamente conservadores. Fueron los años en que varios politólogos e historiadores se preguntaron si ya había muerto la revolución mexicana.23 Más aún, el 68 parisino provocó un interés mundial por las revoluciones en general, pero también fue causa de este nuevo interés la irrupción del marxismo en la historiografía occidental. En efecto, en un lapso corto de tiempo se publicaron numerosos “clásicos” sobre las revoluciones inglesa, francesa, rusa y china, de autores como E. H. Carr, Richard Cobb, Isaac Deutscher, Christopher Hill, Eric Hobsbawm, Barrington Moore, R. R. Palmer, George Rudé, Albert Soboul, E. P. Thompson y Charles Tilly, entre muchos otros. Por razones cuyo análisis rebasa este artículo, debe subrayarse que la revolución mexicana atraía a historiadores mexicanos o mexicanistas, pero no a historiadores mundiales, lo que obliga a una reflexión comparativa con la Guerra Civil española y la revolución cubana.
Como haya sido, en un número muy significativo, la revista dispuso que en 1966 se hiciera un balance de la historiografía mexicanista luego de 15 años de ser puntualmente publicada.24 No era una revisión limitada a lo estrictamente aparecido en la revista, pero era evidente que ésta era un gran indicador de la situación y la tendencia de la disciplina. De manera muy ilustrativa, el artículo sobre la Revolución fue encargado, en ausencia de historiadores profesionales, al estadounidense Stanley Ross.
Por entonces se dio el parteaguas, el gran cambio, con la llegada de los historiadores mexicanos profesionales dedicados al primer tercio del siglo XX. En efecto, un primer elemento definitivo fue la consolidación por esos años de varios investigadores que colaboraban en el proyecto colectivo de Daniel Cosío Villegas sobre la Historia Moderna, como el ya mencionado González Navarro, pero sobre todo en el proyecto subsecuente, el que lo continuaba, el de la Historia Contemporánea de México, como Eduardo Blanquel, Luis González y González, Berta Ulloa25 y los todavía muy jóvenes Jean Meyer -francés avecindado en México- y Lorenzo Meyer. En la primera mitad del decenio de los setenta empezaron a publicar los discípulos de éstos: Héctor Aguilar Camín y Enrique Krauze.26
¿Qué otras características distinguían a los artículos que Historia Mexicana publicó sobre la Revolución al momento de alcanzar su plena madurez editorial, al cumplir los 25 años de haber sido fundada? Al arribar al decenio de los setenta lo más importante fue que desaparecieron los historiadores no profesionales: en una reseña “parteaguas”, el fundador de la revista, Daniel Cosío Villegas, hizo un deslinde preciso entre la historia y la crónica.27 Además de la profesionalización, quedó muy clara la internacionalización de los intereses por la Revolución. Comprensiblemente, el campo era dominado por los estadounidenses, aunque también había una fuerte presencia de la Europa occidental, en la que destacaba el ya mencionado Jean Meyer, no así de la historiografía soviética.28 Obviamente, los artículos -y reseñas- publicados entonces reflejaban las preferencias temáticas de la época: historia política, con referencias concretas a los protagonistas; temas agrarios y obreros; una apreciable historia de la educación y, comprensiblemente por la gran presencia estadounidense, una constante historia diplomática, con predominio de artículos sobre el petróleo. Acaso por la influencia de quien fuera su secretario de redacción, Héctor Aguilar Camín, el núm. 81 -de 1971- fue enteramente dedicado a la Revolución: los autores eran Jean Meyer, el suizo Hans-Werner Tobler y el estadounidense Albert L. Michael, pero todavía ningún mexicano.
No podía ser de otra manera: las páginas sobre la Revolución en Historia Mexicana reflejaban los cambios en las historiografías mundial y mexicana. Así, en los últimos dos decenios del siglo XX comenzaron a aparecer trabajos sobre historia económica, historia social, de género, regional e incluso historia de la Iglesia. Asimismo, comenzó a publicar una nueva generación de historiadoras mexicanas, casi todas vinculadas a El Colegio de México, como Alicia Hernández Chávez, Victoria Lerner y Romana Falcón.29 Para ser precisos, estaban vinculadas, como coautoras o como ayudantes de investigación, al Seminario que El Colegio de México organizó para historiar la Revolución, cuyo benéfico impacto en la historiografía de este periodo nunca será suficientemente reconocido. Ésta sería otra gran transformación: no sólo se profesionalizó el acercamiento a la Revolución, sino que dejó de ser un tema exclusivo de varones. Al margen de la pionera Berta Ulloa, estas tres jóvenes historiadoras trajeron un cambio definitivo en el estudio de la Revolución. También debe señalarse el surgimiento de historiadoras en la academia estadounidense, como Heather Fowler-Salamini, Linda Hall y Mary Kay Vaughan, las tres con presencia en la revista, que aparecieron poco después de maestros como John Womack, quien por cierto nunca ha colaborado con la revista; peor aún, su obra sobre Zapata, un auténtico clásico de la disciplina, jamás ha sido reseñada.30 Casi al mismo tiempo apareció el otro historiador clásico de la revolución mexicana en idioma inglés: el austriaco Friedrich Katz, quien afortunadamente sí colaboró con la revista y algunas de sus obras fueron reseñadas en ella. Como diez años después apareció el tercer clásico, Alan Knight, este sí de gran presencia en la revista.
Para muchos estudiosos de la historiografía, ésta ha cambiado más desde los años de Theodor Mommsen -último tercio del siglo XIX- hasta nuestros días, poco más de 100 años, que entre los casi 2500 años entre Heródoto y Tucídides y la irrupción de la historia científica, con Mommsen como epígono, si bien había tenido como incuestionable precursor, una veintena de años antes, a Leopold von Ranke, para muchos el verdadero fundador de la historia académica. Dos argumentos pueden darse en favor de los finales del siglo XIX como la fecha fundacional. Por un lado, desde Tácito y Suetonio -para referirnos ahora a la tradición romana- la historia era vista como parte de la literatura y era requisito escribirla con “gran estilo”, como lo hicieron Edward Gibbon y Voltaire en el XVIII, o Michelet, Thiers, Taine, Carlyle y Macaulay en el XIX.31 A su vez, fue a finales de éste y principios del XX cuando empezó a impartirse la “carrera” de historia en las universidades europeas y estadounidenses, con la inmediata organización de departamentos universitarios de la disciplina y la aparición de las primeras revistas profesionales. Si bien en México se fundó en 1919 la Academia Mexicana de la Historia,32 ésta carecía de historiadores profesionales, pues en verdad tuvieron que pasar casi 30 años para que se iniciara la profesionalización de la disciplina en México.
La intensa dinámica de los cambios de los últimos 100 años se explica fácilmente: la historia pasó a ser una más de las ciencias sociales. Con ello, su proceso evolutivo tomó la velocidad competitiva y el impulso innovador que tienen las ciencias: la historia había dejado de ser entretenimiento de varones ilustrados o campo de reflexión de políticos retirados -temporal o definitivamente-. La historia se hizo propiedad de los universitarios, quienes dedicarían todo su tiempo a fortalecerla e innovarla. Cuatro paradigmas marcarían su desarrollo en el siglo XX: el marxismo académico; la puesta en práctica de las varias perspectivas disciplinarias traídas por la escuela francesa de los Annales; la aplicación de los rigurosos métodos cuantitativos de la historia cliométrica, y la apertura hacia el llamado “giro lingüístico”.
A finales del siglo XX y principios del XXI la presencia de la Revolución en la revista era un fiel reflejo de la historiografía mexicana y mexicanista de entonces. En otro número monográfico dedicado a la década armada, el 176, de 1995, la entonces directora de la revista agudamente advirtió que aquel proceso había dejado “de inspirar las pasiones” de antaño, cuando había más combates que debates, y que sus estudiosos tenían ahora “una mayor comprensión” de aquel periodo histórico, al profundizar la revisión de sus “modalidades locales y sectoriales”.33 No era que desaparecieran los campos más tradicionales, como la historia militar, sino que ahora se analizaban desde nuevas perspectivas: sociopolítica, con estudios sobre la corrupción de los generales revolucionarios, y comparativa, motivada por el centenario del estallido de la primera guerra mundial.34 Lo mismo puede decirse de la historia diplomática, pues de sus estudios sobre las relaciones entre gobiernos pasó a tener perspectivas sociales o a interesarse ya no en los gobernantes o los diplomáticos tradicionales sino en otros protagonistas.35 Junto con la historia diplomática, la conflictiva frontera entre dos países cuyas economías estaban muy interrelacionadas desde el porfiriato ha seguido motivando estudios que se suelen llamar de historia migratoria, 36 aunque los análisis sobre la cultura, la política y la sociedad de esa vital región compartida nos obligan a considerar la existencia de una historia fronteriza.37
Obviamente, también siguieron cultivándose los temas que revolucionaron la historiografía mexicana en el último tercio del siglo XX y primeros años del XXI, con temas de historia económica -micros y macros-; de historia regional, con la singularidad de que los estados más activos en la Revolución -digamos Sonora o Morelos- habían cedido en interés a estados que fueron más bien pasivos, como la Baja California Norte o Chiapas,38 y de historia social, donde los obreros y campesinos perdieron protagonismo frente a otros sectores como los niños o los pobres, o frente a temas como la introducción de la medicina pública en el ámbito rural.39 Por último, también los artículos publicados sobre historia política han reflejado los cambios habidos en este campo -la llamada “nueva historia política”-, pues los estudios sobre los jefes de Estado cedieron su lugar a los análisis de los otros poderes, sobre todo el legislativo: evidentemente, para el periodo revolucionario tenían que aumentar su importancia historiográfica temas como la XXVI Legislatura o el Congreso Constituyente. 40 Asimismo, a tono con “la nueva historia política”, el análisis estadístico, en especial para estudiar elecciones, enriqueció a los estudios antes preponderantemente discursivos o ideológicos. Sobre todo, la historia política dejó de ser solamente la reconstrucción de los conflictos, ya fuera entre actores individuales -los gobernantes- o colectivos -partidos y sindicatos.41
No cabe la menor duda que la reciente presencia de la Revolución en la revista Historia Mexicana se ha expresado mediante los llamados temas nuevos de la historiografía. Los temas que se plantearon a finales del siglo XX como alternativas, complementos y deslindes frente a la antes predominante historia política y diplomática, son hoy los temas sobresalientes: me refiero, claro está, a las historias económica,42 social,43 de la “vida cotidiana”44 y regional.45 Por lo que se refiere a temas más novedosos, de creciente interés entre los colegas más jóvenes, piénsese por ejemplo en los estudios que suelen considerarse de historia judicial o criminal.46 Piénsese también en estudios de historia demográfica, los que eran previsibles tratándose de una revolución que produjo “un millón de muertos”.47 Por último, también se ha hecho presente la llamada “historia cultural”, a la que debería agregarse el término “nueva”, pues la historia cultural existe, cuando menos, desde mediados del siglo XIX, con Jacob Burckhardt. En efecto, no han sido pocos los artículos publicados sobre arte, libros, periódicos y revistas; sobre los vínculos entre la historia de la Revolución y sus expresiones literarias,48 y sobre intelectuales y pensadores, aunque ya no se han concentrado en los grandes ideólogos: ahora se han diluido personajes como Andrés Molina Enríquez o Luis Cabrera, y en cambio se han rescatado pensadores tan interesantes como poco conocidos: el cura liberal Agustín Rivera sería el mejor ejemplo.49
Por tratarse de la Revolución, el cumplimiento de sus dos efemérides principales (el estallido 1910/2010 y la Constitución, 1917/2017) dieron lugar a sendos números conmemorativos. La prueba del rigor científico de Historia Mexicana y de la cabal modernidad de sus acercamientos a la Revolución es que ningún artículo de los publicados en ambos números tuvo un carácter laudatorio. Todos fueron artículos críticos y todos reflejaron los intereses de la nueva historiografía.50 Evidentemente, cuando se habla de revolución mexicana se incluyen los procesos inmediatamente posteriores, como la Guerra Cristera51 y el sexenio de Lázaro Cárdenas.52
No todas las perspectivas historiográficas recientes se han reflejado con suficiente amplitud. Pienso por ejemplo en que la historia ambiental está aún por expresarse en la revista, lo mismo que la historia del esparcimiento,53 de las representaciones simbólicas y hasta la de la ciencia.54 No es de preocuparse: el interés por la Revolución habrá de aumentar por razones políticas contemporáneas. Como se sabe, la realidad y el tiempo presente definen los intereses historiográficos. Así, los temas agrarios han sido más numerosos que los industriales, y en los últimos años ha crecido el interés por otras modalidades religiosas.55 Con seguridad, el talento de la historiografía mexicana, aunque parroquiana, estará a tono con lo que hoy exige la disciplina. Para esperar con confianza su futuro, basta saber que durante la escritura de estas páginas aparecieron los números 277 y 278 de la revista, con varios artículos de tema revolucionario, todos plenos de una cabal modernidad historiográfica.56