In memoriam
Jorge Alberto Manrique (1936-2016)
Bernardo García Martínez (1946-2017)
En 1961 Daniel Cosío Villegas, fundador y director de Historia Mexicana, dio cuenta del origen y del estado de la revista en palabras que seguiré para llegar a los recuerdos.1
El Colegio de México creó en 1948 un Seminario de Historia Moderna de México con el fin de investigar y presentar una historia de la vida nacional de 1867 a 1910. Esa tarea dio pronto ocasión para considerar en conversaciones colaterales a las horas de trabajo una serie de problemas que parecían afectar la situación de entonces y el porvenir inmediato de los estudios históricos en México. Uno de ellos era la falta de una revista seria, estable, sin prejuicios o banderías, que acogiera los trabajos sobre historia mexicana de mexicanos y extranjeros.
Refirió después el camino emprendido para lograr colaboraciones y recursos económicos que aseguraran la consistencia y continuidad de la publicación trimestral dispuesta en volúmenes anuales, lo que resultó fácil tratándose de las colaboraciones y nada sencillo por lo que toca a las aportaciones económicas, salvo un caso notable de generosidad. Sin embargo, en 1961 el problema económico estaba resuelto, pues El Colegio de México había acogido la revista como propia y contaba con recursos que él, como presidente de la institución desde el año anterior, consideraba suficientes para iniciar una nueva etapa. Dio las gracias al Consejo de Redacción de la revista que le había acompañado desde su fundación (integrado por Arturo Arnaiz y Freg, Alfonso Caso, Wigberto Jiménez Moreno, Agustín Yáñez y Silvio Zavala) y concluyó diciendo que “como toda empresa destinada a perdurar indefinidamente, convendría renovar los elementos directivos de la revista”. Así, dado que desde el número 35 contaba con un grupo de redactores, y hecha ya una experiencia de seis números, tendrían éstos toda la responsabilidad de Historia Mexicana. Lo que nos lleva a referir algunos hechos y a hacernos una pregunta.
Historia Mexicana nació en “el taller de don Daniel”, como llamó Luis González y González al Seminario de Historia Moderna de México, que funcionó de 1948 a 1958 fuera de las instalaciones de El Colegio de México como empresa montada y dirigida por su fundador, ajena en buena medida a las labores de la institución que presidió Alfonso Reyes desde 1940 hasta diciembre de 1959, cuando murió, y que Cosío Villegas presidiría de 1960 a 1962. La aparición del primer número de Historia Mexicana en julio de 1951 antecedió al primer producto del taller de don Daniel. Se trata de su libro Porfirio Díaz en la revuelta de La Noria, publicado por la editorial Hermes en 1953 (la misma que publicaría los diez tomos de la Historia moderna de México, entre 1955 y 1972). Lo que quería Cosío Villegas ese año era explicar por qué había que empezar la Historia moderna de México en 1867 y no en 1876, cuando el caudillo oaxaqueño se hizo con la presidencia de la República. También quería mostrar al público algo de lo hecho en el curso de cinco años de labores, para una obra planeada en seis tomos (tres para tratar de La República Restaurada, de 1867 a 1876, y tres para El Porfiriato, de 1876 a 1911), que acabó en diez tomos, todos coordinados por el jefe del taller, cinco de los cuales escribió, trabajando después de 1958 en su casa hasta terminar el último en 1971, que apareció al año siguiente. Dio entonces cuenta de su aventura como historiador y del valor del seminario como formador de historiadores. Lo hizo en la “Segunda llamada general”, que precede al tomo X, señalando que ese modo de hacer las cosas había arraigado en El Colegio de México.
La pregunta es: ¿cuál fue la suerte de Historia Mexicana bajo la responsabilidad de los “redactores” de la revista, en cuyas manos la dejaba Cosío Villegas al celebrar los diez primeros años de su existencia? Para responderla acudimos al testimonio de Josefina Zoraida Vázquez, profesora emérita y ahora decana de El Colegio de México, al que había llegado en noviembre de 1960. Lo tomamos del artículo “‘Historia Mexicana’ en el banquillo”, publicado en el número 100 (XXV: 4, abril-junio 1976).
En general la política de la revista fue no dar crédito al trabajo editorial de la misma […]. Durante treinta y seis números todo el trabajo descansó sobre los hombros de Cosío Villegas y [Antonio] Alatorre. Después hubo un intento de que los miembros del consejo de redacción se turnaran el trabajo, lo que dio lugar a […] problemas de selección y edición, por lo que la tarea terminó en manos de Luis González y Luis Muro. Más tarde se encargaron del trabajo Josefina Zoraida Vázquez (vol. XIV), Jorge Alberto Manrique (vols. XV a XIX), y nuevamente Luis González. Con el número 79 (XX: 3) se hizo cargo Enrique Florescano, quien por primera vez recibió crédito como director de la revista. Florescano la dirigió hasta el [número] 4 del volumen XXIII. A partir del XXIV se [… intentó] dar un papel más activo al consejo de redacción, [integrado entonces] sólo por aquellos profesores que [elegían] formar parte del mismo, y quedando el cuidado de la edición en manos de Bernardo García Martínez (p. 645).
El recuento de la doctora Vázquez abarca 26 años, de 1951 a 1976, cuando se publicó el número 100, poco después del fallecimiento de Daniel Cosío Villegas, quien había coordinado los trabajos de la Historia general de México, cuya primera edición apareció después de su muerte. De tan largo periodo nos interesa lo ocurrido a partir de 1962, cuando figuran compañeros de la promoción 1962-1964, anterior a la nuestra (1964-1967), pues compartimos algunos cursos y experiencias relacionadas con Historia Mexicana.
En 1958 Daniel Cosío Villegas regresó a El Colegio de México para hacerse cargo de la dirección de la institución, cargo paralelo a la presidencia que propuso e impuso -no sin disgusto de algunos miembros de la Junta de Gobierno- para realizar el proyecto que traía entre manos: fortalecer los programas docentes existentes y crear otros encaminados a atender necesidades del país.
Logró su cometido modificando el acta constitutiva para darle a El Colegio carácter de institución universitaria, esto en 1961, y lograr el reconocimiento oficial de sus planes de estudio y de los títulos de carreras establecidas y de constancias de estudios especiales y cursos impartidos, como se estableció en el decreto firmado por el presidente de la República, Adolfo López Mateos, el 7 de noviembre de 1962. La idea de Cosío Villegas era proporcionar a estudiantes de tiempo completo, becados para que así fueran, una buena formación académica que les capacitara para un buen desempeño profesional, sin sujetarlos a la elaboración de una tesis, obra monográfica, como requisito para el otorgamiento del título correspondiente. Por experiencia sabía que se aprendía cuando el propósito era claro y las cosas se hacían bien. Prueba de ello eran los trabajos y logros en la elaboración de la Historia moderna de México y, antaño, en los afanes y los días de su formación como economista, hecha de percepción de los problemas del país, de lecturas y de selección de materias que consideró necesarias y que estudió en universidades estadounidenses y en la práctica.
Por ello, ni en la licenciatura en estudios internacionales, que echó a andar en El Colegio de México en 1961, ni en la maestría en historia, que abrió en 1962, se consideró el requisito de la tesis. Pero sí una rigurosa prueba de cumplimiento y suficiencia durante los años de estudio que, en el caso de los historiadores formados entre 1962 y 1964, vino a ser la hechura de trabajos publicables. No había excusa, teniendo como tenían a la mano la revista Historia Mexicana. Guía principal de esa generación fue Silvio Zavala, quien se reincorporó a El Colegio como profesor del Centro de Estudios Históricos, fundado por él en 1941 y que dirigió hasta 1956. Ahora lo dirigía Luis González y González, egresado de la promoción 1946-1951 -quien, por cierto, había obtenido el título de maestro con el trabajo “El hombre y la tierra”, que formó parte del tomo III de la Historia moderna de México, relativo a la historia social de la República Restaurada (por eso, Luis González se consideraba a sí mismo hechura del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México y del “taller de don Daniel”).
Silvio Zavala era un convencido y acreditado investigador. Bajo el sello de la investigación concibió y dirigió el centro que fundó en 1941, del que salieron tres promociones de historiadores acreditados por los trabajos de cursos y tesis monográficas. Siguió ese camino cuando regresó a las aulas de El Colegio, sin violentar las prioridades prácticas del presidente Cosío Villegas y aprovechando la oportunidad que ofrecían las revistas científicas, tan del gusto de don Daniel y de él. En 1938, Zavala fundó la Revista de Historia de América, que dirigió hasta 1965. En ella hallamos, entre muchos otros, trabajos de quienes en su momento eran sus alumnos en El Colegio de México. Al igual que Cosío Villegas, Zavala estaba convencido de que la actividad académica y profesional de calidad requería el medio de expresión, comunicación y discusión que ofrecía la revista “seria y estable, sin prejuicios ni banderías”, según dijo Cosío Villegas en 1961 al celebrar los diez años de Historia Mexicana, y como había pensado y puesto en práctica antes, en 1934, cuando fundó El Trimestre Económico. En 1961, con el Centro de Estudios Internacionales nació la revista Foro Internacional. “Una revista para cada centro” era divisa de los presidentes de El Colegio de México (el de Estudios Literarios y Filológicos había nacido en 1947 con la Nueva Revista de Filología Hispánica, que dirigía y trajo a México Raymundo Lida). Así fue para los tres centros de estudios existentes en 1961 y para los que surgirían a partir de entonces.
Historia Mexicana fue espacio compartido por mi generación con los compañeros de la promoción anterior. Y algo más, pues si a ellos no se les exigió tesis para la obtención del título de maestro, sí se les impuso la obligación de elaborar un artículo publicable en una revista prestigiada. Historia Mexicana estaba ahí a su alcance para dar esa muestra de suficiencia académica y, eventualmente, para quien lo requiriera, el consejo y asistencia editorial de los responsables de la revista. En el número 56 (1965) aparecieron sendos artículos de José Antonio Matesanz, “Introducción de la ganadería en Nueva España, 1521-1535”, Enrique Florescano, “El abasto y la legislación de granos en el siglo XVI”, Alejandra Moreno Toscano, “Tres problemas de la geografía del maíz, 1600-1624 y Clara E. Lida, “Sobre la producción de sal en el siglo XVIII: Salinas de Peñón Blanco”. Trataron temas de historia económica sugeridos en el seminario de Silvio Zavala, quien estaba dando término a la composición de su voluminoso libro en dos tomos (uno temático y otro bibliográfico y cronológico), El mundo americano en la época colonial, fruto de un ambicioso proyecto en el que destacó temas de historia económica, social y cultural. Alejandra Moreno y Enrique Florescano ya habían publicado artículos en los números 48 y 50 de la revista. Ellos y sus compañeros lo seguirían haciendo en el espacio privilegiado que ésta ofrecía.
A nuestra generación sí se le exigió tesis. Los ocho que iniciamos y terminamos el primer semestre del curso propedéutico abierto en 1964 y cumplimos con el último del programa oficial en 1967 defendimos la tesis en su momento. También publicamos artículos, fruto de trabajos finales presentados en el curso de análisis económico, impartido en el primer semestre de 1967 por el economista Luis Chico Pardo. Aparecieron en el número 67 de la revista (1968). Merecieron la atención del público y del autor de un libro sobre retrospectiva y perspectivas de la economía mexicana. Alguno del grupo, Bernardo García Martínez (México, 1946-2017), ya había publicado un trabajo final del primer semestre de 1964, intitulado “La historia de Durán”, presentado en el curso de Introducción a los Estudios Históricos que impartió Luis González y González, quien convencido de la calidad del texto le sugirió que lo entregara a la revista. Se publicó tiempo después en el número 61 (1966), señal evidente de la abundante oferta de colaboraciones que tenía la revista, de cuyo Cuerpo de redactores formamos parte cuando el profesor Jorge Alberto Manrique era el responsable editorial. Manrique se hizo cargo de los volúmenes XV a XIX. Nos convocó para que le apoyáramos, como lo hicimos a partir del número 64 (1967) al 69 (1968). Fue una experiencia enriquecedora, con la que terminaré este recuerdo generacional.
No llegamos desarmados a la aventura editorial. En el primer semestre del curso propedéutico, la profesora Margit Frenk de Alatorre nos enseñó cómo debía presentarse un texto encaminado a su publicación, y cómo y con qué señales había que hacer las correcciones e indicaciones tipográficas. A estas enseñanzas prácticas se sumaron las que nos dio la maestra María del Carmen Velázquez en el curso “Técnica de la investigación documental” y las no menos prácticas de don Silvio Zavala -maestro de las generaciones de historia desde la fundación del Centro de Estudios Históricos y presidente de El Colegio de México a partir de 1963 (a nosotros nos dio clase en el primer semestre de 1966, año en que saldría a París como embajador de México). Durante el curso de Expansión de Europa I, al comentar los trabajos de clase insistía en las condiciones que debía reunir un texto “publicable”.
Pero lo cierto es que con Jorge Alberto Manrique aprendimos lo que significaban esos conocimientos y pericias. De sus manos recibíamos los textos de artículos, reseñas y documentos evaluados y aprobados para su publicación, en el orden en que debían aparecer y con indicaciones elementales. Teníamos que hacernos cargo de la revisión, marcarlos conforme a las reglas exigidas por la revista, sugerir, si lo considerábamos necesario, determinadas correcciones. La revisión la hacíamos dos compañeros a quienes se nos entregaba una parte de cada número, alternando la compañía con quien debíamos trabajar, y llevar los textos marcados al profesor Manrique, generalmente a su casa los domingos por la mañana. Lo mismo hacíamos con galeras y con primeras y segundas pruebas de imprenta. La revisión de cada etapa la hacía el dueto responsable del tanto asignado con el profesor Manrique, estimulados por su conversación, saboreando buen café recién hecho. En los números 64 (1967) a 69 (1968) aparecimos como “Cuerpo de redactores: Sergio Florescano, Bernardo García, Hira Eli de Gortari, Victoria Lerner, Andrés Lira, Andrés Montemayor, Guillermo Palacios, Irene Vásquez”. Así, debajo del Consejo de redacción integrado por Emma Cosío Villegas y los profesores del Centro de Estudios Históricos.
Los frutos de esa familiaridad con los textos en las diversas etapas de revisión y elaboración fueron notables en el caso de Bernardo García Martínez (al igual que otras experiencias de aprendizaje y entrega de resultados). Bernardo, no hay duda, el mejor de nuestra generación, como se puso de manifiesto en diversas ocasiones. Una de ellas, relativa al tiempo en que fue responsable -director, sin crédito de tal- como “redactor” de Historia Mexicana. Al celebrarse no recuerdo cuál aniversario de la revista, habló de algunos de los problemas que había resuelto y mostró el tocante a un artículo sobre historia de una institución universitaria, escrito por una gran conocedora del tema, de lo cual no había duda. Pero el texto resultó imposible de entender por el desorden en el original, que había llegado a galeras. Bernardo lo tomó en serio y de las galeras hizo partes que luego unió dando coherencia a lo ya impreso. Mostró en la ceremonia el rollo de papel que desplegó ante el público, que pudo constatar así el conocimiento indudable de la autora gracias a la coherencia y claridad logradas por el “redactor” de Historia Mexicana.