Puesto que la administración de justicia era la atribución suprema de la corona durante el Antiguo Régimen, la cultura política imperante generaba una práctica política de carácter judicial, eminentemente procesal o contenciosa. Los actores -corporaciones expertas en moverse en aquel mundo de jurisdicciones concurrentes- podían recurrir sentencias por uno u otro camino, buscar otras salidas y, así, demorar la resolución de los litigios. Si esto significaba una clara limitación en la capacidad ejecutiva de la corona, por otra parte, también dotaba a la misma de un papel central decisivo, por cuanto tales causas y recursos se sustanciaban en los altos tribunales reales, de modo que esas corporaciones debían enviar a la corte a procuradores que velaran por sus intereses y recabaran apoyos de distinto orden para obtener las sentencias deseadas. Y entretanto la corte, en la que se agolpaban agentes, gestores y demás síndicos, era también el lugar donde buscar promoción y nombramientos.
Óscar Mazín ilustra este complejo mundo de manera muy elocuente y bien documentada en su obra Gestores de la Real Justicia, cuyo primer volumen (2007) se ve ahora completado por el segundo, objeto de esta reseña. El primero se ocupó de la actuación de cuatro procuradores que la iglesia catedral de México envió a la corte de Madrid para gestionar diversos asuntos entre 1568 y 1635, etapa que constituye un ciclo de Nueva España; y este segundo desarrolla uno de aquellos asuntos, que quedó entonces sin resolver y que alcanzaría dimensiones continentales entre 1632 y 1666, un ciclo de las Indias. Así pues, el engarce temático y cronológico entre ambos volúmenes queda resuelto de manera plenamente satisfactoria.
El asunto era la pretensión por parte de las iglesias catedrales de que las órdenes religiosas (dominicos, agustinos, mercedarios y jesuitas) que regentaban doctrinas y colegios les pagaran diezmo por las tierras trabajadas por la población india. La cuestión se remontaba a la década de 1530, cuando la corona estableció que las comunidades indígenas no pagaran aún diezmo por ser nuevas en el cristianismo y no constituir todavía una grey de labradores. A ello se unió la disputa acerca de la financiación de las catedrales, que había de permitirles encontrar su lugar en un mundo dominado todavía por las órdenes. Mazín abordó esta cuestión para la Nueva España en el capítulo 2 del volumen primero, la cual crece ahora hasta conformar el segundo.
Con el paso de los años el asunto de los diezmos adquirió mayor envergadura por dos motivos: los indios se estaban convirtiendo en labriegos como los de España, con prácticas de trabajo libre, razón por lo que era argüíble que estaban ya sujetos a diezmo eclesiástico; y las órdenes, sobre todo los jesuitas, venían incrementando la adquisición de tierras y las arrendaban en mayor o menor medida a aquéllos. Además, la pretensión era compartida por las catedrales de Nueva España (México, Puebla y Valladolid de Michoacán) y las del virreinato del Perú (Lima, Quito, Santa Fe de Bogotá, Arequipa, Huamanga, Las Charcas y Santa Cruz de la Sierra) y ello dio lugar a una acción concertada de todas ellas ante el Consejo de Indias, con sede en la corte. Tal como el autor observa, ésta y la pretendida representación de ciudades americanas en las Cortes de Castilla constituyen las dos grandes cuestiones que dieron pie a una acción concertada de alcance continental. Pero si la segunda se planteó por breve tiempo, la primera se prolongó durante décadas.
Con tales antecedentes y evolución, el asunto de los diezmos resulta muy revelador. Por un lado, y más allá de su importancia económica y de la dificultad de contabilizar su importe, los diezmos materializaban la pugna entre órdenes regulares y clero secular y, por extensión, sus distintas formas de concebir la organización social; pugna a la que se sumaba otra cuestión notable, a saber, la jurisdicción eclesiástica ordinaria en el régimen de las doctrinas, en virtud de la cual los obispos podían impedir ejercer su ministerio a los frailes doctrineros que ignorasen las lenguas nativas. Y es que, según precisa el autor, estas diferencias, una auténtica antinomia, como la llama, constituyeron un factor estructural en el devenir del Nuevo Mundo. Por otro lado, la dimensión continental permitió articular una acción conjunta de las varias catedrales, iniciativa que contaba con el precedente de la que tomaron las iglesias de Aragón, Castila y Portugal en 1585 por motivos parecidos en relación con los jesuitas. La colaboración entre las catedrales indianas se vio afectada por no pocos condicionantes que aparecen en distintos pasajes del libro: características orográficas de ambos virreinatos, menor articulación del peruano por sus grandes distancias internas, distinto desarrollo de las doctrinas en uno y en otro, distintas relaciones entre virreyes y catedrales respectivos, mayor frecuencia de sedes vacantes en la catedral de México y otros.
Si el escenario principal del primer volumen era la corte, a donde llegaban y en donde se movían aquellos procuradores, ahora el escenario es mucho más amplio y dispar: sigue siendo la corte y por el mismo motivo; pero lo son también las diversas regiones de ambos virreinatos, pues las iglesias catedrales procedieron a un recuento de las propiedades de las órdenes (haciendas de labor, estancias de ganado, ingenios, molinos, casas, censos) y a una descripción de sus actividades económicas, sobre todo de tipo agropecuario, y para ello recogieron numerosas declaraciones de testigos (indios diezmeros, cargos eclesiásticos, oficiales reales) ante escribanos públicos, todo ello destinado a elaborar las “probanzas”, prueba documental de los impagos de diezmos, elaboradas en 1635 y 1636, con la que hacer valer su argumento ante la justicia real. Dos personajes sobresalen de entre la multitud de nombres que puebla el volumen: Iñigo Fuentes y Leyva (Jamaica, c. 1600-Madrid, 1666), doctor en cánones por Ávila y medio racionero en la catedral de Puebla, que se desempeñó en diversos cargos en Madrid a partir de 1641 hasta el último, apoderado general de las iglesias del Nuevo Mundo en la causa sustanciada ante el Consejo de Indias, de modo que permaneció en la villa y corte durante 25 años; y Antonio de León Pinelo (Valladolid, 1591-Madrid, 1660), mucho más conocido, relator del Consejo de Indias, que en 1643 recibió el encargo de preparar un voluminoso memorial que iba a reunir todas aquellas probanzas, así como las muchas alegaciones en su contra presentadas por las órdenes religiosas y las nuevas preguntas que fueron formuladas. Impreso en Madrid en 1653, con sus 794 folios, el memorial constituye uno de los documentos de mayor magnitud y riqueza generados por la administración de las Indias.
Habiendo localizado dos ejemplares (uno en el archivo del cabildo catedral del Burgo de Osma, Soria; y el otro en la biblioteca del Palacio Real, Madrid), Óscar Mazín da a conocer tan valioso documento y obtiene cumplido fruto del mismo mediante un análisis minucioso. Con el estilo elegante, redacción fluida y rigor terminológico que le son propios, Mazín retoma el desarrollo de la causa desde 1632, fecha en que se había quedado en el primer volumen, hasta su sentencia definitiva en 1657 y la tramitación de la carta ejecutoria correspondiente en 1662, en laboriosa reconstrucción de un camino a menudo tortuoso por sus ramificaciones, recursos, demoras, ocasional extravío interesado de pruebas y demás incidencias de tipo procesal. Y si los recovecos de tan prolija causa quedan expuestos y analizados con claridad, las circunstancias y contextos en los que se desarrolló son identificados asimismo con buen efecto.
Puede decirse que los contextos son tres, todos ellos señalados por el autor en distintos pasajes. En primer lugar, el documental, por cuanto el memorial se inscribe en una serie de grandes empresas de recopilación informativa impulsadas desde el Consejo de Indias, como la que permitió a Gil González Dávila escribir su Theatro ecclesiástico (1649) o los inventarios de 5 000 oficiales reales preparados por el secretario Juan Díaz de la Calle, casos a los que se podrían añadir, unos años antes, los inventarios de bienes de las autoridades de Nueva España en 1622, estudiados por José Francisco de la Peña (1983). En segundo lugar, las pugnas entre los grupos eclesiásticos en el Nuevo Mundo, mencionadas más arriba, en particular el esfuerzo de los jesuitas por asentarse, habida cuenta de su llegada más tardía al Nuevo Mundo, y muy señaladamente el de las catedrales por consolidarse como verdaderos centros religiosos, aspecto este último al que el autor dedica atención especial, un esfuerzo que se desarrolló en el mundo de concurrencias jurisdiccionales y que se manifestó en la erección física de las iglesias catedrales, entre las que la de México, cuya dedicación tuvo finalmente lugar en 1656, fue todo un símbolo. Y, en tercer lugar, la más amplia coyuntura fiscal y política. Con el doble trasfondo de una lenta recuperación demográfica -más viva en Nueva España, durante la cual la población indígena desarrollaba crecientes grados de mestizaje y la población criolla adquiría mayor dinamismo- y de una disminución del rendimiento de los diezmos, la Monarquía entraba en la década de 1630 en una nueva etapa fiscal a causa de las exigencias defensivas que la Guerra de los Treinta Años imponía en ambos hemisferios. A ella siguió la etapa marcada por la caída del Conde Duque de Olivares y por la lucha entre políticos y facciones para hacerse con el favor de Felipe IV, un escenario en el que intervinieron personajes del peso de Juan Palafox Mendoza, obispo y visitador de Nueva España; los condes de Castrillo y de Peñaranda, presidentes sucesivos de los Consejos de Indias y de Castilla; Luis de Haro, que acabaría siendo el nuevo valido; Lorenzo Ramírez de Prado, hombre de este último en el Consejo de Indias; su hermano Marcos, obispo franciscano de México; Juan Solórzano Pereira, el gran jurista experto en derecho indiano; Francisco Ramos del Manzano, también jurista de nota y consejero de Castilla, y otros más. El autor, gran conocedor de los entresijos de esta difícil etapa merced a sus investigaciones sobre el Conde de Castrillo, ofrece noticia detallada de esos movimientos, los cuales dibujaron el mundo en el que Fuentes y Leyva hubo de cumplir su complicada tarea, tanto más complicada cuanto que el disimulo fue práctica habitual entre aquellos gobernantes, al tiempo que la capilaridad entre los Consejos de Indias y de Castilla dio pie a cambios y recomposiciones de alianzas entre los mismos.
Los recovecos de proceso tan largo contrastan con la claridad de la estructura mediante la cual Mazín organiza su libro. A una sustanciosa introducción, que recoge las orientaciones historiográficas vigentes, presenta las cuestiones a tratar e identifica las diversas fuentes documentales, siguen tres partes, cada una de ellas integrada por dos capítulos, dedicados a los actores, a la corte y a los cauces de la justicia, y tras ellas viene una conclusión igualmente sustanciosa. El libro acaba con varios mapas, apéndices útiles (cuadros cronológicos, nóminas de titulares de obispados y virreinatos, reconstrucción de clientelas y, en especial, una exposición concentrada de la información contenida en las probanzas), una bibliografía extensa y un índice analítico detallado. Con el saludable propósito de guiar al lector, el autor remite en varias ocasiones a apartados del primer volumen y repite determinados hechos o análisis a lo largo del libro, algunos de ellos quizá demasiadas veces.
Por las muchas cuestiones que confluyeron en las sucesivas fases de su desarrollo, el pleito refleja los ritmos y presiones fiscales, judiciales y políticos de la Monarquía española. Así se ve en unas discusiones tocantes al patronato real, materia tan sensible en las Indias: destino del tercio de la cuarta episcopal durante las sedes vacantes; naturaleza de los diezmos en las Indias, con interpretaciones discrepantes de una disposición de Fernando el Católico en 1512, que afectaba a la ubicación de los mismos en el derecho eclesiástico común o en el especial; y secularización de una cuarentena de doctrinas en Nueva España ejecutada por Palafox al poco de llegar. Ello permite al autor advertir que, si bien los virreyes podían inclinarse en favor de las órdenes, el fiscal real solía considerar que los intereses de la Real Hacienda iban asociados a los de las iglesias catedrales. Pero aun dentro de ese ámbito había diferencias entre la mayor fuerza del episcopalismo novohispano y la situación en el Perú por la herencia de la acción de gobierno del virrey Francisco de Toledo. El autor muestra asimismo que, a otra escala, todo ello reflejaba una tensión esencial entre dos estilos de gobierno, el más próximo a las tradiciones contractuales de los Consejos y el más resolutivo ante las urgencias del presente, tensión que también se vivía en otros dominios de la Monarquía.
Con estas y otras cuestiones concomitantes, el litigio sobre los diezmos conoció un primer paso decisivo cuando se resolvió la instancia ante la cual iba a sustanciarse. La catedral metropolitana de Lima quiso llevarlo a las Audiencias indianas, en las que seguiría la vía de gobierno y por la jurisdicción eclesiástica ordinaria, pero Palafox y Castrillo se opusieron frontalmente a semejante pretensión y lograron que fuera sustanciado ante el Consejo de Indias, por vía de justicia y en el ámbito de la jurisdicción universal de la corona. A este resultado contribuyeron las catedrales de Nueva España, que ejercieron un cierto liderazgo sobre las meridionales en el transcurso de la causa. El capítulo 6 sigue con detalle los pasos siguientes, desde que el pleito fue recibido a prueba en el Consejo en 1633 hasta una primera sentencia de vista en 1655 (alcanzada tras una reunión de los consejeros que se prolongó durante ocho días) y una segunda definitiva en grado de revista en 1657, años en los que destaca el episodio de la recusación por parte de las órdenes de los miembros del Consejo. La primera sentencia declaró la soberanía del rey en la materia, de modo que los diezmos pertenecían a la corona en virtud del patronato real y a las iglesias en virtud de bulas pontificias; y falló que las órdenes no habían probado su postura, de modo que quedaban condenadas a pagar los diezmos al rey (y en su nombre a las iglesias) desde 1624. Esta fecha satisfacía la reclamación de las iglesias de que las órdenes pagaran diezmos por las propiedades que habían venido comprando durante el desarrollo del pleito. Pero tras los recursos interpuestos, la sentencia definitiva, confirmatoria en cuanto a los criterios y al fallo, limitó el pago de los diezmos a partir de su misma fecha.
La ejecutoria toparía con obstáculos y la propia sentencia tendría secuelas que se adentraron en el reinado de Carlos II. Así lo anota Mazín en la conclusión, en la que muestra de nuevo la estrecha imbricación de unas cuestiones con otras a ambos lados del Atlántico: que Juan Everardo Nithard, el favorito de la reina regente, fuera jesuita no dejaría de repercutir en la cobranza de aquellos diezmos. Cuestión con muchas aristas y larguísimo pleito, que atravesó cambios de gobiernos y de coyunturas. Óscar Mazín lo desentraña con maestría, poniendo de relieve la notable movilidad de esos gestores de la Real Justicia nacidos o criados en el Nuevo Mundo y el intenso trajín judicial transatlántico resultante, para decirlo en sus propias palabras. De esta manera, Óscar Mazín se acredita una vez más como uno de los mejores conocedores de la naturaleza jurídica, política y territorial de la Monarquía española de los Austrias y de las dinámicas estrechamente relacionadas entre ambos mundos que la caracterizaron.