Las palabras del periodista satírico y luchador social Juan Rafael Allende y de la expresidenta de Chile Michelle Bachelet, a las que podríamos añadir muchas voces más, ilustran la larga duración de un conjunto de prácticas que rara vez se vinculan explícitamente al mundo del crimen organizado o de la delincuencia. Nos transmiten también los efectos sociales que dichas prácticas generan, al mismo tiempo que la profunda indignación cuando son reveladas públicamente. Sin embargo, tanto en las políticas antidelincuencia como en los estudios históricos sobre la criminalidad, el foco ha estado en otra clase de transgresiones, en los llamados “delitos de mayor connotación social” (homicidios, violaciones, lesiones, robos y hurtos), que suelen producir un mayor revuelo y han ido dejando mucho más huellas en las fuentes y archivos judiciales.
Este escrito ofrece una aproximación a estas “otras criminalidades” a partir del caso chileno.1 Nos situaremos en el periodo signado por el llamado ciclo salitrero, que se extendió entre las décadas de 1880 y 1920. Comenzó con el triunfo de Chile en la Guerra del Pacífico (1879-1883), tras la cual este país incorporó a su territorio las provincias de Tarapacá y Antofagasta, que cobijaban los yacimientos más cuantiosos de salitre. La riqueza que representaba este mineral depositado en el desierto de Atacama y los abundantes recursos fiscales obtenidos por el cobro de impuestos aduaneros se convirtieron desde entonces en presa apetecida de ladrones y especuladores de todas las raleas imaginables. El escritor Domingo Melfi, por ejemplo, advirtió al respecto que
[…] cuando el torrente de riquezas originado por las explotaciones salitreras de fines de siglo penetró en la sociedad santiaguina, inmediatamente se vieron surgir a los nuevos ricos, a los aventureros de la política, a los especuladores de la Bolsa, a una banda, en fin, de parásitos y oportunistas sin escrúpulos para los cuales sólo el dinero tenía valor decisivo.2
A la fiebre salitrera se sumó el proceso de incorporación de las tierras ocupadas históricamente por los mapuches en el sur y la colonización del extremo austral. Fueron décadas de una pujante actividad económica, cuando la tentación de apoderarse de alguna tajada al precio que fuere movilizó negocios y codicias como nunca antes. En este contexto, en el seno de la élite económica y de la burocracia estatal se conocieron cada vez más casos de personajes que, valiéndose de prácticas reñidas con las leyes, concretaron sus anhelos de fortuna y reconocimiento social. Abundantes testimonios, algunos de los cuales presentaremos más abajo, nos informan de escándalos financieros, apropiaciones fraudulentas de tierras y estacas salitreras, estafas y falsificaciones de documentos bancarios, malversación de recursos públicos y corruptelas, entre otros delitos, que pasaron a formar parte de la agenda noticiosa, en medio de una sensación de “crisis moral” que iba echando raíces en el país.
Esta crisis, como exclamó el parlamentario y ministro Enrique MacIver en un célebre discurso pronunciado en El Ateneo de Santiago en el año 1900, se habría debido en mayor medida a la “falta de moralidad pública”, extraviada por efecto del “oro blanco”, en explícita referencia al salitre.3 Por su parte, el nacionalista Nicolás Palacios sugirió que a comienzos del siglo XX era llamativa “la sustitución de los delitos barbáricos por civiles”, lo que significaba que “los delincuentes que han hecho subir el número total de reos, a pesar de la disminución de la delincuencia en el pueblo iletrado, son los estafadores, los monederos falsos, los contrabandistas, los incendiarios, los falsificadores, etc.”4. La percepción de una élite envuelta en estafas y corruptelas no era nueva; estuvo flotando en el ambiente desde los años ochenta del siglo XIX hasta por lo menos 1920, cuando el candidato presidencial Arturo Alessandri levantó la bandera de la honradez para diferenciarse de su contendiente apoyado por los magnates, banqueros e industriales.
La historia social y cultural del delito tiene el reto de descorrer el velo de estas tramas y aportar con lo suyo a un debate relevante dentro de las ciencias sociales de las últimas décadas.
Perspectivas para abordar las “otras criminalidades”
Delitos de cuello blanco
Una conceptualización de los fenómenos que se ocultan tras la idea de la “crisis moral” o de los “delitos civiles” ha sido propuesta principalmente desde la sociología. En ese sentido, es ineludible mencionar la influyente obra de Edwin Sutherland (1883-1950), en particular la que se inicia con su ensayo “Whitecollar criminality” de 1940, donde apareció por primera vez la denominación “delincuencia de cuello blanco”.5 El concepto alude a “el delito cometido por una persona de respetabilidad y status social alto, en el curso de su ocupación”.6 Enfatizaba el autor la omisión en cuanto al estudio de estos delitos entre los cientistas sociales y criminólogos y el daño social que causaban, muy por encima del producido por los delitos comunes.
En su libro White Collar Crime de 1949, en primera instancia publicado en una edición censurada, Sutherland sistematizó los planteamientos emanados de sus investigaciones sobre las conductas de las setenta mayores corporaciones de Estados Unidos durante el medio siglo precedente, donde descubrió que muchas de las grandes empresas de ese país habían recurrido en algún momento -o reiteradamente- a delitos e infracciones para lograr sus propósitos. Hay que aclarar que Sutherland “no se valía de una noción dogmática y legal de conducta delictiva sino que, lisa y llanamente, construyó un concepto para su investigación, con prescindencia de que las conductas elegidas estuviesen tipificadas o no en algún código penal”.7 En palabras de Elbert:
Sutherland considera que delito es una conducta que reúne determinados parámetros de lesividad social, por lo que los grandes negociados, las estafas en la calidad de los productos, la violación de las leyes antimonopólicas, la evasión impositiva, las falsedades contables, los acuerdos de dumping tendientes a subir o bajar artificialmente los precios, la falsa propaganda, la competencia desleal, el holding de empresas, etc., no obstante ser conductas que no siempre coincidían con algún tipo penal rígido, eran delictivas por su potencial de dañosidad social, porque tendían a perjudicar a otros para lograr el propio beneficio.8
Desde esta perspectiva, Sutherland constató que buena parte de las principales fortunas estadounidenses se habían originado en prácticas ilegales y que, cuando eran desenmascaradas, aprovechaban sus lazos con abogados o personeros gubernamentales para evitar la exposición mediática y los castigos que, en cambio, aguardaban a los delincuentes comunes.9 La reproducción de los delitos de cuello blanco se explicaría por la naturalización de estas prácticas en el mundo de los negocios, donde no eran consideradas como violatorias de las leyes. Ya lo había expresado Al Capone ante el tribunal que lo procesó en 1932: “Los negocios son las estafas legítimas”.10 Las trampas y pillerías se transmitían de generación en generación, en una suerte de “concepción subcultural de poderosos” que el sociólogo desarrolló en su célebre “Teoría de la asociación diferencial”.
De este modo, Sutherland contribuyó con evidencias empíricas a visibilizar un tipo de criminalidad que no había recibido atención, ni podía comprenderse, desde las nociones del derecho penal clásico o la criminología positivista, centradas en las transgresiones de los desposeídos.11 Corrió el cerco y puso el acento en la impunidad o bajas sanciones que se aplicaban a una serie de delitos cuya magnitud y frecuencia perpetuaban un orden social funcional a los intereses de las grandes corporaciones, amparadas en “la inicial homogeneidad cultural, las relaciones personales íntimas y las relaciones de poder [que] protegen a los empresarios contra definiciones críticas por parte del gobierno”.12 Encarnó, en fin, el desplazamiento de las tesis sobre el comportamiento criminal propuestas por penalistas, alienistas y psicólogos, posicionando a la sociología como una disciplina capaz de ofrecer modelos explicativos más sofisticados.
Corrupción
Una vía diferente para pensar algunas de las prácticas/delitos que se han mencionado hasta aquí ha tomado como eje analítico el concepto de ‘corrupción’, no obstante “su carácter ambiguo, cambiante y polémico” y que “adopta diferentes acepciones en función de la época considerada, el espacio analizado y de la perspectiva de quien lo emplea”.13 La historiografía del periodo colonial americano, por ejemplo, se ha valido de este concepto para estudiar “el uso indebido de cargos públicos para beneficios particulares y la violación de las responsabilidades de los funcionarios, y sus prácticas en contra de la integridad del sistema de orden público o civil”. Esto se extendería también a personas naturales que transgredían “los preceptos legales en prácticas como el contrabando y el ofrecimiento de regalos a los funcionarios reales, incluyendo ‘toda clase de abusos, excesos, exacciones o anomalías’, que, en el ejercicio de su cargo, los miembros de la burocracia colonial cometían contra los habitantes americanos o contra la administración”.14 La malversación de recursos públicos por parte de personeros en puestos de poder, el enriquecimiento ilícito, el cohecho o la compra de cargos formarían parte de esta clase de corruptelas.
Ya en el contexto de un orden jurídico liberal, como sugieren Exbalin y Pulido, “corrupción se constituyó en un término para denostar el uso inadecuado del poder público para beneficio de particulares”. Evocan a Joaquín Escriche, que en 1837 definió la corrupción como “el crimen de que se hacen responsables los que estando revestidos de alguna autoridad pública sucumben a la seducción; como igualmente el crimen que cometen los que tratan de corromperlos”.15 La asociación de corrupción con crimen aparece como un elemento interesante para profundizar.
En trabajos recientes se ha problematizado la corrupción más allá de los escándalos y abusos en el ejercicio de un cargo, examinando los usos políticos de las acusaciones y los debates públicos que motivaron. De ahí, entonces, que estos estudios históricos han tendido a discutir fenómenos como la corrupción política o la corrupción administrativa, entroncándolos con la “nueva historia política”.16 Está pendiente, sin embargo, la utilización del concepto de corrupción en el marco del creciente campo de la historia social y cultural del delito, lo cual representa también un importante desafío metodológico.
Las ciencias políticas y económicas han tenido un papel relevante en el debate académico sobre la corrupción. Un aporte que es importante consignar es el de Andrés Solimano, quien repara en la “naturaleza multidimensional del fenómeno de la corrupción” y establece cuatro tipos bien delimitados: corrupción en el Estado; corrupción política; corrupción en el sector privado; y corrupción en el sector no gubernamental.
La relación entre el Estado y la corrupción aparece aquí como un nudo central, toda vez que el primero se ve expuesto tanto a una “corrupción hormiga”, desmoralizante pero menos dañina que otros fenómenos como la “corrupción centralizada y de gran escala”, bautizada en la literatura especializada como “cleptocracia” (cuando un gobernante o su élite usan abiertamente el poder del Estado para su enriquecimiento personal).17 Desde luego que las distintas expresiones de la corrupción tienen efectos adversos, al punto que “en casos extremos pueden llegar a ser una suerte de colesterol burocrático que asfixia las actividades económicas y reduce la tasa de crecimiento de un país”, como lo expone Vito Tanzi.18
Los usos del concepto “corrupción” aquí revisados dejan en evidencia una serie de prácticas que, al igual que los delitos de cuello blanco, debilitan la vida en sociedad y perjudican a grandes cantidades de personas que intentan ganarse el sustento honradamente. Pero, a diferencia de la obra de Sutherland, centrada en la figura del delincuente de cuello blanco (“orientación de autor”), la historia de la corrupción exhibe ciertas “características empíricas” y los efectos sociales y económicos de estas prácticas delictivas (“orientación al hecho”).19 En su conjunto, ambas perspectivas otorgan herramientas valiosas para apuntalar una línea de investigación que fije su mirada tanto en los protagonistas como en las prácticas lesivas que históricamente han favorecido la reproducción de los privilegios de algunos sectores.
Delitos económicos
Desde el mundo del derecho, enfrentado al reto de establecer un marco jurídico para las diversas prácticas que hemos estado analizando, se popularizó el concepto de “delitos económicos”. Se trata de un concepto controversial, muy debatido entre juristas, penalistas, abogados y criminólogos, que ha dado lugar a una vasta bibliografía.20 Engloba ilícitos que van desde las simples estafas hasta retorcidas operaciones de evasión tributaria, fraudes aduaneros o financieros.
En Chile, la Fiscalía dependiente del Ministerio Público nos ofrece una buena síntesis: “Los delitos económicos también conocidos como ‘delitos de cuello y corbata’ son todas aquellas conductas ilícitas cometidas por personas naturales, personalmente o a través de personas jurídicas, que afectan el patrimonio de una o más víctimas, el sistema financiero o el mercado en general”. Añade que “los tipos penales considerados ‘delitos económicos’ son aproximadamente 250 […]” y que “este tipo de criminalidad forma parte de las prioridades de persecución criminal, debido al alto impacto social que generan, bajo la premisa de que un delito de ‘cuello y corbata’ puede violentar a las personas de igual forma que un delito de mayor connotación, sobre todo cuando afecta a una multiplicidad de víctimas”.21
Como se observa, la definición tipifica una amplia gama de delitos, recupera la idea del delincuente de cuello blanco y repara en la magnitud del daño que pueden causar. Sin embargo, no asegura que todas las actividades ilegales o malas prácticas económicas sean objeto de una persecución penal. Los abogados defensores de imputados por delitos económicos lo saben y suelen aprovechar la laxitud de las normativas y los resquicios legales para invocar el derecho civil o el derecho administrativo y así evitar penas de cárcel a sus representados. No es éste el lugar para entrar en disquisiciones de tipo legal; bástenos por ahora rescatar algunos énfasis que ha habido en esta discusión.
Dentro del campo del derecho penal económico, un tema clave es el del “daño supraindividual” (social) como elemento constitutivo de los delitos económicos. Esto significa que se produce un menoscabo al patrimonio de la colectividad toda, que impacta sobre la vida económica de un país y erosiona la “confianza social” en relación con la administración de los caudales públicos. Como indica Klaus Tiedemann, “el abuso de la confianza socialmente exigible en la vida económica constituye el delito económico”.22 En consecuencia, estamos en presencia de delitos que potencialmente generan un perjuicio bastante mayor que los delitos comunes, como ya lo había establecido Sutherland.
Para explicar la ocurrencia de estos latrocinios se han mencionado factores tanto individuales como sociales. Entre los primeros, la pertenencia de los ofensores a las altas capas sociales, que no cargan con los estigmas que caen sobre el delincuente común (pobre, marginal, toxicómano, sin oficio, etc.). “Esta imagen de honorabilidad e integridad, que cuidan muchos de crear y mantener, les facilita la relación con grupos de poder como la judicatura o el gobierno”, como bien señala Jorge Barroso. Igualmente, la astucia e inteligencia con que operan los delincuentes económicos, su falta de antecedentes penales, el ser “sujetos poseedores de bienes” y la negativa a entender sus prácticas como actos criminales.
Por otra parte, “hay características propias del sistema económico capitalista que son decisivas a la hora de explicar este fenómeno delictivo”. La consagración de la libre competencia y las posibilidades que abre al enriquecimiento habrían impulsado la multiplicación de estas prácticas. Muchos de los delincuentes económicos sucumben a la tentación para mantener su prestigio y status social. “El principio del éxito, en consecuencia, somete al individuo a la necesidad del dinero y del consumo, convirtiéndose en motor de la vida de muchos.”23
Una postura más radical es la que expone el sociólogo argentino Juan Pegoraro, quien introduce el concepto de “delito económico organizado” (DEO). Tal como Sutherland en su momento, este autor manifiesta su sorpresa por los escasos trabajos referidos a los delitos económicos con sus efectos directos y colaterales en la vida social y económica, en contraste con la copiosa bibliografía dedicada al delito común. En su propuesta, integra varios de los elementos que hemos expuesto en estas páginas:
[C]onsidero el Delito Económico Organizado (DEO) como la organización empresaria delictiva dedicada a negocios ilegaleslegales de una cierta complejidad política-jurídica con la necesaria participación de profesionales o expertos y de manera frecuente con instituciones y/o funcionarios estatales que produce una recompensa económica importante y que sus participantes son inmunes o impunes social-penalmente.24
Un elemento nuclear en la argumentación de Pegoraro es el “lazo social” que opera en estos casos. Remite a “la necesaria participación de personas con algún tipo de relación previa, con una cierta habitualidad y continuidad o duración en el tiempo”, que se ven favorecidos por la tolerancia, pasividad o indiferencia ante sus actos y la impunidad que prevalece en general. Los lazos sociales del DEO le permiten convivir en armonía con el orden social existente, en la medida en que “[…] los grandes delitos económicos acaecidos en el mundo occidental muestran la existencia de una red de encubrimientos, de ocultamiento de pruebas, de funcionarios venales, de funcionarios judiciales poco diligentes, de secretarios de dudosa calidad profesional o simplemente corruptos, de abogados mercenarios, etcétera”. Subsiste, por lo mismo, una “cifra negra” de delitos económicos que no quedan registrados en el sistema penal y que alcanzaría una “magnitud inimaginable”.25 El DEO, en definitiva, cumple un papel relevante en la construcción, perpetuación y reproducción del orden social desigual que padecemos, valiéndose de mecanismos legales e ilegales celosamente ocultados.26
Los debates sobre los delitos de cuello blanco, la corrupción y los delitos económicos ilustran el lugar que estas prácticas han ocupado a lo largo de la historia, sobre todo en el contexto del capitalismo. Más allá de sus particularidades disciplinarias y lugares de enunciación, son teorías convergentes que exhiben al desnudo la contracara de lo que, con Pegoraro, podemos llamar la “acumulación originaria-continua”. Sus protagonistas son, aunque no exclusivamente, personas de sectores sociales altos y privilegiados, que ejecutan delitos que van desde la estafa o el fraude de menor envergadura hasta verdaderas empresas criminales, que cuentan con complicidades y redes de apoyo en el Estado y entre sus pares, y son dueños de la potencialidad de provocar un daño social inconmensurable que, en la mayoría de los casos, queda sin sanción. La investigación histórica puede arrojar más luz sobre la incidencia de estas prácticas delictivas y corruptas en el proceso de construcción del orden social y económico capitalista en América Latina.
En la segunda parte de este artículo presentaremos algunas de las percepciones que, desde diferentes trincheras, dieron cuenta de este fenómeno en el Chile oligárquico. Ocuparemos el concepto de delincuencia económica por ser el que, a nuestro juicio, mejor abarca e integra la diversidad de hechos y actores a los que nos hemos estado refiriendo.
Delincuencia económica en el Chile oligárquico, liberal y salitrero
Los ricos de Chile han llegado a serlo o por el camino de la usura o por el camino del robo y de la estafa.
“La aristocracia chilena”, El Padre Padilla (17 jun. 1886).
A partir de la década de 1880, los periódicos satíricos editados por Juan Rafael Allende denunciaron con regularidad situaciones que comprometían a miembros de la élite chilena supuestamente envueltos en robos, estafas y escándalos de corrupción. Importantes grupos económicos del periodo, vinculados a la extracción y exportación de salitre, a empresas colonizadoras, a bancos y servicios urbanos desfilaron con nombre y apellido por las páginas de periódicos como El Padre Padilla o Poncio Pilatos, donde con preocupación se alertaba sobre el aumento de los delitos de los poderosos.27 “En el orden social privado hemos sido testigos de estafas indecentes, de robos en tesorerías fiscales, de asignaciones de viáticos a sí propios, de cobros duplicados de unos mismos gastos al Erario Nacional, y por fin de falsificaciones de testamentos.”28 Más aún -se descargaba el periodista-, “centenares de palacios hospedan a millares de ladrones de levita y guante que, amparados por la ley y la ignorancia del pueblo, roban millones de pesos en el agio, la usura y los más escandalosos juegos de Bolsa; delitos que no tienen sanción en nuestros Códigos”.29 Anticipándose nada menos que a Sutherland, la expresión de “ladrones de levita y guante” condensaba los rasgos de un conjunto de prácticas y sus responsables que no cabían en las categorías de la delincuencia común.
Esta visión estuvo lejos de ser exclusiva de los sectores más críticos del orden oligárquico. En los “diarios serios”, como los llamó jocosamente Allende, comenzó a aparecer un diagnóstico similar. En 1889, se afirmó en uno de éstos que “la desmoralización no sólo lo ataca cruelmente al bajo pueblo, sino también entra en las más altas clases sociales, el mal todo lo invade; ya no respeta nada”. Agregaba que todos los días se conocían “defraudamientos de los bancos, desfalcos en las oficinas fiscales, falsificaciones de documentos, robos a mano armada”, que ponían en tela de juicio la honorabilidad de quienes dirigían los destinos de la nación.30
Ya en el siglo XX, uno de los medios de prensa más influyentes del país, El Diario Ilustrado, planteó en una serie de notas su desazón ante los “caracteres febriles” con que “las clases llamadas dirigentes” postergaban el trabajo y optaban por otros caminos para obtener la fortuna.31 La novela Casa grande de Luis Orrego Luco, de 1908, mostró desde adentro la peor cara de la élite oligárquica, revelando los efectos de la riqueza salitrera y del vértigo por el dinero fácil:
[…] todos querían ser ricos de golpe, sin trabajo, sin sacrificio de ningún género. Ahí estaban las tres o cuatro fortunas de salitreros y mineros improvisados, exhibiéndose insolentemente, haciendo sonar las trompetas de sus automóviles, derramando el champaña a torrentes, tirando el dinero a manos llenas por la ventana. La sociedad de mejor tono se inclinaba ante esos aventureros averiados, que no habían dejado fechorías por hacer en Antofagasta, falsificando títulos, raspando registros notariales, inventando nombres, resucitando muertos, improvisando familias a los difuntos […]. El dinero, la fortuna rápidamente ganada se había convertido en la varilla mágica para la sociedad, que tan pronto olvidaba sus deberes y tradiciones.32
Desde 1905 el José Arnero, un periódico popular de Santiago fundado por el poeta ciego Juan Bautista Peralta, hizo suya la bandera enarbolada antes por Allende, destacando que era el único órgano de prensa “que se ha atrevido desde sus modestísimas columnas a descorrer el velo que cubría los vicios y los escándalos de las clases dirigentes”.33 A esas alturas, Chile era descrito como una “cueva de burgueses y de ladrones”, corroído por la falta de moralidad pública y privada, que había entrado “al sendero de la corrupción más desvergonzada”. Con espanto se constató que “en todos los círculos sociales y especialmente en los dirigentes”, la corrupción se extendía de manera peligrosa: “No sólo están corrompidos los hombres dentro de sus intereses privados sino que el vicio se ha apoderado de todas las ramas, administrativa, legislativa y judicial”, sentenció el periódico.34 Es interesante notar cómo el término corrupción servía para nombrar los fraudes y escándalos tanto en el ámbito privado como en el estatal.
La transversalidad y persistencia de las acusaciones denota un problema serio. Sin embargo, es prácticamente imposible cuantificar la incidencia de los delitos económicos en el total de la criminalidad. En nuestro libro sobre los ladrones en la sociedad chilena, realizamos un primer acercamiento sobre la base de las estadísticas criminales y carcelarias disponibles para el periodo.35 Ese recorte dejó fuera los procesos abiertos en la justicia civil y omite, desde luego, las conductas no tipificadas y que nunca llegaron a los tribunales. Además, las estadísticas nos informan de la cantidad de delitos cometidos, pero no entregan mayores pistas sobre la calidad social de los infractores según cada delito. La cifra negra de los “ladrones de levita y guante” es, por lo tanto, bastante más elevada que la de otros crímenes y delitos perseguidos con mayor celo.
En el Código Penal de 1875, 3 de las 10 categorías contienen prácticas que podemos asociar a delitos económicos: el título IV, sobre los “crímenes y simples delitos contra la fe pública, de las falsificaciones, del falso testimonio y del perjurio”; el título V, con los “crímenes y simples delitos cometidos por empleados públicos en el desempeño de sus cargos”, que incluye fraudes y exacciones ilegales; y el título IX, que agrupa los “crímenes y simples delitos contra la propiedad” (hurtos, robos, defraudaciones, estafas y otros engaños).
Yendo a los números, si bien entre los detenidos y procesados prevalecían de manera abrumadora quienes cometieron hurtos y robos (imposible que fuera de otra manera), delitos como las estafas, engaños, defraudaciones y falsificaciones aparecen con alguna relevancia estadística, en torno al 4 o 5% del total, a lo largo de todo el periodo considerado. La figura de la estafa (que incluye a numerosos cuenteros del tío que no calzan en el perfil del delincuente económico) se mantuvo relativamente estable y en ciertos momentos superó incluso a los aprehendidos y encarcelados por robos con violencia e intimidación.36
Podría concluirse que, dentro del sistema judicial de la época, los delitos económicos no tuvieron mayor importancia; que las verdaderas amenazas al sistema provenían de una criminalidad plebeya y mestiza concentrada en delitos contra las personas y la propiedad; que la administración de los recursos públicos no evidenciaba mayores trastornos. Todo ello puede ser cierto, pero también podría interpretarse que la presencia constante de causas por delitos económicos, pese a que las prioridades del aparato judicial eran otras, expresa su soterrado anclaje en el mundo de los negocios y del Estado. También debe llamar la atención que el número de estafas tramitadas (con las reservas ya indicadas) estuvo cerca o se equiparó a las causas por robo con violencia que acaparaban las portadas de los diarios. Creemos que son síntomas de que el fenómeno de la delincuencia económica estaba allí, no podía ocultarse.
En un registro cualitativo, basado en prensa y en unos cuantos procesos judiciales, es posible obtener algunas pistas sobre la textura de estos delitos en cuanto a sus protagonistas, ámbitos de ocurrencia y sanciones.
Los “usureros de la nación”
En las décadas finales del siglo XIX, los dardos de la prensa y la poesía popular chilena apuntaron con especial virulencia a un grupo de familias con un pie en los negocios (bancos, salitreras, servicios urbanos) y otro en el Estado, en cargos ministeriales o en el Congreso. La evasión del pago de derechos de embarque por la exportación de salitre y algunas maniobras financieras de estos grupos que especulaban con el cambio, depreciando el poder adquisitivo de los pobres, motivó en 1886 una dura diatriba de Allende.
“Los bancos A. Edwards y Cª, D. Matte y Cª, el Santiago, el Mobiliario de la familia Subercaseaux Vicuña, y todos los usureros pechoños, se han juntado para explotar al país”, comenzaba sus descargos. Reprochaba con energía a “los Matte, los Fernández Concha, los Subercaseaux, los Concha y Toro, y todos los demás de esa tropa de bandidos millonarios que explotan al pueblo, falsifican, roban y saquean al país, a las sociedades anónimas y a las familias”. Con “toda especie de robos, falsificaciones y estafas” hambreaban al pueblo y se embolsaban “millones de pesos”, “acumulando colosales fortunas”. “¡Abre los ojos, pueblo! abre los ojos y ve quiénes te explotan y te roban!”, pedía Allende a todas las víctimas de la baja del cambio, para gritar a viva voz: “¡Mueran los banqueros! ¡A la horca los agiotistas!”.37
En alguna medida, los Edwards, los Matte o los Subercaseaux simbolizaban a quienes en la cultura popular eran motejados de “usureros de la nación”, “buitres económicos”, “desalmados agiotistas”, “aristócratas opulones” o “explotadores del pueblo”. Sus lazos sociales, en el sentido que le da Pegoraro, contribuían a la proliferación de delitos económicos, según lo versificó la poetisa Rosa Araneda:
El rico con el Estado
en media están trabajando,
casas y haciendas comprando
con lo que tienen robado.
Al pobre lo han atracado
y lo tratan con rigor,
el agiotista, lector,
les priva de nuestros fueros
¡arriba pues compañeros!
para ahora es el valor.38
En 1905, en un recuento de “los grandes peculados” de los millonarios, el José Arnero cuestionó el contrato para la construcción del ferrocarril Arica-La Paz, otorgado a Agustín Edwards. Su estrategia habría consistido en hartar “en su casa con golosinas de todo género a los diputados, senadores y demás hombres de Estado”, en lo que el diario calificó como una “sinvergüenzura aristocrática”. “Después de aquella muestra de sumisión de los ancianos ante el mocosuelo millonario, éste fue ungido Ministro de Estado, y no demoró mucho en que la familia Edwards se interesara porque en los Presupuestos para el ferrocarril de marras tuviera parte preferente un sindicato yanqui.”39 Podemos apreciar cómo operaba el tándem entre empresarios y Estado.
Al año siguiente fue denunciado otro negociado escandaloso que implicó nada menos que al presidente Germán Riesco y a su ministro Federico Puga Borne. Este último, “a espaldas de sus colegas conservadores (estamos seguros de ello)”, aseveró El Diario Ilustrado, y con “la fácil aquiescencia del Presidente de la República”, firmó un decreto por el cual se entregaban por 25 años “más de dos millones de hectáreas de terrenos fiscales y sin beneficio para el Estado” a los señores Domingo Toro Herrera y Enrique Fabry. Los terrenos se ubicaban próximos a los de la Sociedad Explotadora de Magallanes y producían dos millones de pesos al año en utilidades. Fue tal el revuelo público, que los beneficiados debieron renunciar a esta “concesión gratuita y generosa”.40 Situaciones como ésta se volvieron tan corrientes que se llegó a plantear que “en Chile no hay política honrada, no hay más que ladrones públicos que aspiran subir al gobierno para repletarse las faltriqueras”.41
Hacia fines del periodo aquí analizado, El Diario Ilustrado seguía llamando la atención sobre los muchos y diversos delitos cometidos en desmedro de los intereses del Estado y lamentaba el que ya nadie se sorprendiera porque “continua y periódicamente salgan a la superficie de nuestra vida nacional […] escándalos administrativos, desfalcos y estafas al Fisco cometidas por individuos pertenecientes a la turbamulta de ambiciones desenfrenadas”, culpando directamente a la élite política de esta situación.
Nunca es tarde para decir la verdad: hay una inconsciente confabulación en nuestro pequeño mundo dirigente, en el cual todos se conocen y se encuentran diariamente, para no atacar, para no herir, para no molestar a nadie que tenga relaciones de parentesco, de política o de simple saludo con esos personajes que a cada paso nos salen al encuentro y que desde el mesón del Club a la mesa de once de la Cámara, dirigen débilmente, vergonzosamente, la marcha de los negocios de Estado. Esa debilidad, esa cobardía, esa inconsciencia que llevan al relajamiento del criterio hasta los resortes más alejados del organismo administrativo, son en parte los culpables más directos del aumento de la inmoralidad ambiente.42
Este ambiente era, en última instancia, el caldo de cultivo para que burócratas y funcionarios se echaran al bolsillo “los dineros de la nación”.
En el orden privado también se dieron casos rimbombantes con todos los ingredientes de los delitos económicos. Para no alargarnos, mencionaremos sólo un ejemplo ocurrido en 1917, cuando la Compañía Patagonia Consolidada, con sede en la capital y dueña de un par de pozos en Magallanes, anunció que había encontrado petróleo en un sitio llamado Leñadura.43 Sucedía esto justo cuando este combustible empezaba a convertirse en un negocio lucrativo y en el sur austral del país se hallaban las primeras evidencias de su existencia. Con bombos y platillos la empresa anunció la noticia en la prensa, desencadenando una fiebre bursátil en el marco de la cual las acciones de la compañía subieron de 2.75 hasta 13 pesos cada una.
Al cabo de unos días se descubrió que todo era falso y que se estaba ante un montaje largamente tramado por el gerente de la empresa, el aristócrata Carlos Díaz Vial, que incluyó la adquisición de crudo en California, su trasvasije y envío a Punta Arenas y luego el vaciamiento en el pozo. En la estafa intervinieron también otros miembros de la élite, como Óscar Tagle Montt, emparentado con un expresidente. Según declaraciones de los afectados, el público había comprado “alrededor de 400.000 acciones” que se desplomaban en la Bolsa, de modo que “por este medio fraudulento y doloso se ha perjudicado en 5 millones de pesos tal vez” y arruinado a “millares de personas”.
En la prensa se habló de “un golpe de muerte al espíritu de empresa nacional” y se exigió todo el rigor de la ley con los culpables, “por altamente colocados que se encuentren”.44 El problema, se reiteró en más de una ocasión, era “la impunidad en que han permanecido los autores de otros delitos semejantes a éste”, por lo cual ya era tiempo para que “se paguen en la cárcel esta clase de delitos que generalmente entre nosotros, con perjuicio de nosotros mismos, quedan impunes, o cuando más castigados en los instrumentos y no en las cabezas que los idean y los realizan”.45 La justicia tendría la oportunidad de revertir, aunque fuera un poco, la imagen complaciente que pesaba sobre ella respecto a los criminales de levita y guante y la parcialidad demostrada en muchos procesos que implicaban a gente adinerada.
Al mismo tiempo, cundían las voces que emplazaban a las autoridades para que tomaran cartas en el asunto, como la del diputado conservador Romualdo Silva Cortés, quien planteó la necesidad imperiosa de regular la actividad bursátil y reprimir el agio.46 No obstante, el proceso se fue dilatando hasta 1921 y concluyó con una condena irrisoria: 6 meses de prisión para el gerente Díaz Vial y 200 pesos de multa. No cabe duda que este caso de la Patagonia Consolidada resulta en gran medida paradigmático de la sofisticación de los delitos económicos en el Chile oligárquico.
En fin, los poderosos que se beneficiaban de su posición social y contactos eran, según diferentes medios populares, “gentes de mala vida” que en nada se diferenciaban de los ladrones y salteadores comunes; peor aún, eran más peligrosos por el daño que causaban. Así, los “miserables miembros de un trust que enlazan sus millones para aniquilar a los obreros […] van cobardemente y a ciencia cierta, protegidos por las leyes, respetados y adulados por la sociedad a robar a millones de pobres que viven en la miseria ocasionando desesperaciones, deshonra, suicidios, agonías”.47 Lapidario.
Apropiación del salitre, tierras fiscales y tierras indígenas
El gran negocio salitrero estuvo varias veces en el centro del huracán, debido a la enorme cantidad de tierras que pasaron fraudulentamente a particulares. En 1904 se llegó a plantear la necesidad imperiosa de “salvar lo que se pueda de los terrenos fiscales con yacimientos salitreros que, por argucias legales o ilegales, van cayendo en poder de particulares”.48 La constitución de la propiedad salitrera demostraba ser un proceso completamente viciado y oscuro que enajenó extensas porciones de territorio a la tutela del Estado, situación que no podía revertirse a esas alturas. “Sabe todo el mundo que, por artes diversas, los particulares se han apoderado de salitreras valiosísimas pertenecientes al fisco. Hay destacamentos que se han entregado en virtud de títulos falsificados. Diría cualquiera que todo tiempo es hábil para reivindicar la propiedad arrebatada al fisco con tales títulos falsificados. No es así: hay, según el Código de Procedimiento, sólo un año de plazo para ejercitar la acción de ‘revisión’”.49
En todas partes, desde los conservadores hasta la prensa obrera, surgieron voces críticas de estos negociados. Prescindiendo de las diferencias políticas, el José Arnero valoró las gestiones del diputado conservador Joaquín Echeñique, quien desde 1905 “emprendió una ruda campaña contra los robos escandalosos de las tierras fiscales, que en forma de concesiones, se vienen cometiendo desde hace años con la complicidad de los mismos que están encargados de velar por los bienes del Estado”.50 Durante meses este diputado por Santiago demostró con documentos y mapas la participación de numerosos parlamentarios en dichas concesiones y constató “la ola de corrupción que invade las altas esferas administrativas y las complicidades de todo género en algunos miembros de la magistratura judicial en la zona salitrera”.51 Sus denuncias cayeron al vacío y Echeñique fue quedando sin apoyos en la Cámara.
Los procedimientos dolosos para apoderarse de las estacas salitreras fueron variados e ingeniosos. A fines de 1906, Belisario Rosas dio a conocer los resultados de un trabajo de 14 meses, durante los cuales estudió los archivos judiciales y pudo comprobar numerosos “vicios graves”, entre los cuales figuraba la falsificación de títulos; el remate de bienes sin el conocimiento ni consentimiento de los dueños; concesiones que no respetaban los límites establecidos o que se volvían a mensurar ante la exigua presencia de salitre; o las cachimbas (“disparo” que se usa para apropiarse de depósitos más ricos fuera de una concesión). A esta multiplicidad de engaños, Rosas agregaba ejemplos concretos que fundamentaban sus pericias.52 Salvo casos puntuales, donde intervino la justicia, estas prácticas se estilaron por décadas.
Los delitos económicos tuvieron otra particular expresión en la usurpación de tierras pertenecientes a los indígenas mapuches, que se efectuó desde la década de 1860 por medio de múltiples abusos y engaños. El despojo se fue materializando conforme avanzaba el ejército chileno, hasta que en 1883 se dio por terminada la mal llamada “pacificación de la Araucanía”. Con ingentes cantidades de alcohol y testigos falsos se embaucaba a los indígenas para arrebatarles sus tierras, como lo expuso un conocido memorialista:
Cuando algún vecino quería hacerse propietario exclusivo de alguno de los terrenos usufructuados en común, no tenía más que hacer que buscar al cacique más inmediato, embriagarse, o hacer que su agente se embriagase con el indio, poner a disposición de éste y de los suyos aguardiente baratito y tal cual peso fuerte, y con sólo esto ya podía acudir ante un actuario público, con vendedor, con testigos o con informaciones juradas que acreditaban, que lo que se vendía era legítima propiedad del vendedor.53
Por estos medios, grandes extensiones de tierras fueron pasando a manos privadas.54
Un corresponsal de El Padre Padilla en la sureña ciudad de Osorno las emprendió en 1886 contra de un “tinterillo alemán, un verdadero mandón africano”. Junto a sus hermanos y “un círculo alemán de ladrones”, se habían apoderado de “inmensos y valiosos terrenos, comprados a carcelazos, robos, incendios, azotes y asesinatos”. Concluía que “este alemán y sus paisanos que le rodean han hecho tantas falsificaciones con testigos falsos para adueñarse de valiosas propiedades rústicas y urbanas, que Su Paternidad se asombraría si oyese el clamoreo de tantos desgraciados”.55
Pese a la promulgación de varias leyes que prohibían la adquisición de terrenos de indígenas, estas prácticas no cesaron. Según El Diario Ilustrado, “la simple prohibición de enajenar no era bastante contra la audacia de los particulares para apoderarse por diversos medios de las propiedades de los indígenas”. Más aún, “abusando de la incapacidad intelectual” de los nativos y dominando su voluntad por medio del alcohol, en las escrituras de compra se fijaban límites que incluso comprendían propiedades fiscales.56 El abandono en que se encontraban las provincias del sur por parte del Estado, graficado en el axioma “el fisco es nadie”, facilitaba estas operaciones dolosas. En Valdivia, por mencionar un último ejemplo, esto permitió “a particulares inescrupulosos consumar graves irregularidades, cuya consecuencia ha sido algunas veces el despojo de infelices indígenas dueños de tierras en la frontera de aquella provincia, y otras del fisco, al que también por mil ingeniosos medios se ha arrebatado buena parte de sus terrenos”.57
La situación registrada en el norte salitrero, con las tierras fiscales y las tierras indígenas en el sur, nos exhibe los delitos económicos tanto en su orientación de autor como en la orientación al hecho. Por otra parte, hay que reparar en el contraste entre el reducido peso de estos delitos en las estadísticas criminales y su impacto en la prensa. Los especuladores y usurpadores de tierras empobrecían al fisco, dejaban a familias y comunidades enteras en la pobreza, causaban estragos a nivel individual y supraindividual. En la despedida del año 1908, el José Arnero exteriorizó, una vez más, el estado de ánimo:
Adiós Chile, cueva de usureros,
una nata de pillos y ladrones;
a vosotros políticos y banqueros,
yo en nombre de mis buenos compañeros
os envío un millón de maldiciones.58
Arreglos judiciales e impunidad
Los delitos económicos, según analizamos, se caracterizan también por los altos niveles de impunidad. Aprovechando su condición social y recursos, los ladrones de levita y guante que llegaron a ser imputados (en general por pleitos entre miembros de la propia élite) echaron mano de un arsenal de procedimientos dilatorios. Desde la negativa a dejarse notificar de una acusación, la presentación de solicitud de incompetencia del juez a cargo o de cambio de juzgado, hasta licencias médicas y largos viajes al extranjero impedían que la justicia actuara de manera ágil y concluyente.
Un caso que alcanzó alguna notoriedad nos permite ilustrar estas maniobras. Se originó en la querella interpuesta en Santiago por el ingeniero en minas Augusto Orrego Cortés en contra de su exsocio, el industrial, comerciante y exdiputado Jorge Aninat Serrano, en abril de 1900.59 El conflicto entre ambos venía arrastrándose hacía años, tras el fallido intento de cumplir con un contrato de construcción de un muelle en Iquique, el principal puerto salitrero del norte del país. El incumplimiento corrió por parte de la denominada Compañía Franco-Chilena, que tras un pleito en Francia debió cancelar una indemnización a Aninat, quien había llevado las negociaciones y cobrado el dinero en París en 1896.60 Cuatro años después, Orrego seguía esperando su parte.
En la querella se alude a la “probable apropiación o distracción hecha por el apoderado de dinero” y se solicitaba su procesamiento por estafa. Los problemas empezaron con la imposibilidad de notificar al acusado, “sea porque rehúsen hacerlo algunos ministros de fe, porque no se encuentra en su casa o trata de esquivar la notificación”. Al cabo de un mes se programó un comparendo al cual Aninat tampoco asistió. Luego, la defensa pidió que el caso pasara al juez de letras de Coelemu, lo cual fue rechazado por la cuantía del monto demandado. Tiempo después, la parte querellante alegó que dicho juez “es amigo de Aninat, y que ha estado desde el primer momento entorpeciendo todos los actos de US.”.
Como si fuera poco, en diciembre Aninat desplegó una estrategia de victimización, acusando que el proceso había afectado su honor.
Sabe en efecto Su Señoría que mi nombre, jamás hasta ahora manchado por ninguna sombra, ha sido durante los últimos meses el tema de la calumnia más ensañada. Los autores de esta gestión, en el Club, en los estrados de la Iltma. Corte, en todos los centros sociales me han sindicado de las más graves faltas contra el honor, y me han señalado como el reo de la más grande de las estafas de estos últimos tiempos.
Sólo en marzo de 1902, los tribunales encargaron reo a Aninat, pero tras el pago de una elevada fianza conservó su libertad. El fiador fue el futuro presidente de Chile, Juan Luis Sanfuentes.
A mayor abundamiento, en junio de 1902, a más de dos años de iniciado el pleito, la Corte de Apelaciones declaró que “no hay mérito por ahora para proceder criminalmente contra don Jorge Aninat y sobreséase al respecto”, recomendando la revocación del auto de prisión y continuar el proceso en la justicia civil. Pasaron varios años más hasta que, en 1910, se llegó a un acuerdo por el cual, en el marco de un “juicio de cuentas”, Aninat debía pagar a Orrego alrededor de 220000 francos y las costas de la causa, no sin antes hacer sus descargos en un largo escrito elaborado por el abogado Aníbal Letelier, incluyendo el financiamiento de su publicación.61 En 1914 ambas partes convinieron el sobreseimiento definitivo, pues “no ha existido jamás el delito de estafa”. Catorce años de controversias terminaban en un acuerdo de caballeros, sin condenas criminales, y dejando al descubierto las marcadas diferencias a la hora de juzgar los delitos económicos.
La prensa popular fue muy insistente en cuanto a la revelación pública de las inequidades y doble estándar de la administración de justicia en el país.62 En una “gramática parda”, Allende explicaba lo que era una preposición: “Cuando decimos: ‘Gobierno de ladrones’, notamos, además del sujeto Gobierno, la palabra ladrones que con la palabra de forman el complemento del Gobierno. De es una preposición, y ladrones un término, aunque rara vez los ladrones, sobre todo si son de alto copete, terminan en la cárcel”.63 En un sinfín de versos publicados en la literatura de cordel se estampó lo que era un secreto a voces:
Cuando un roto roba o mata,
de la cárcel ve al abismo;
y con los que tienen plata,
¿no se hará lo mismo?64
Cuando roba un pobre peón
Borracho, ignorante y bobo,
Al robo lo llaman robo,
y al que ha robado ladrón.
[…]
El caballero es más franco
Para apropiarse lo ajeno:
De amor a las pobres lleno,
Para ellos funda un banco.
[…]
Nadie teme los estragos
Que prepara el Capital;
Pero ¡el banco tal o cual
Ha suspendido los pagos!
Y eso, en la lengua bancaria
Decir quiere en conclusión:
¡¡Se le ha robado un millón
A la clase proletaria!!
No se halla jamás la hebra
Del robo, vuela el dinero,
Se llama al ladrón, banquero
y al robo se llama quiebra.
De jueces todo un enjambre
Actúa y se saca en blanco
Que el ladrón funda otro banco
Y el robado muere de hambre.
¿Por qué el rico no va al chucho
y queda muy cocoroco?
Porque es crimen robar poco,
y talento robar mucho.65
Se puede observar cómo la justicia se constituyó en un lazo social relevante para proteger a los ladrones de levita y guante, cuestión que, desde luego, amerita una investigación exhaustiva. Encontramos indicios a lo largo de todo el periodo del tráfico de influencias y ocultación de evidencias de delitos, como el denuncio hecho por el diputado Enrique Rocuant en 1904: “Anteayer fue falsificado un decreto de la Corte de Apelaciones, con el propósito probable de que un juicio sobre salitreras pasara al Juzgado de don Ricardo Ahumada, en vez de ir al Juzgado del señor Marín”.66 Por lo tanto, no deben extrañarnos las categóricas afirmaciones que hallamos en nuestras fuentes. En palabras del Poncio Pilatos: “La Magistratura judicial en Chile está tan podrida que, si hubiera de ser amenazada con un diluvio de fuego, acaso no habría cinco justos en ella que impidieran el castigo del cielo”.67 La justicia, lejos de mitigar el daño causado por los delincuentes económicos, era parte del problema.
Colofón: más de un siglo de delitos económicos en Chile
A lo largo de los últimos años, en Chile hemos sido testigos del destape de delitos económicos de mucha gravedad. La magnitud de los abusos, especialmente de una serie de colusiones de precios que han implicado a las grandes cadenas de farmacias, tiendas de retail, empresas de transporte interurbano, productores avícolas, supermercados, navieras, compañías proveedoras de asfalto, fabricantes de papel higiénico y de pañales, llevó al Estado y a los tribunales a actuar y a condenar con multas (jamás con cárcel) a los responsables.68 La indignación que estos abusos han producido en la ciudadanía, sumada a la labor de organizaciones de defensa de los consumidores, ha impedido que se imponga un manto de olvido. Gobierno, legisladores y juristas han tenido que ponerse a trabajar en la depuración de una institucionalidad que permita corregir lo que se designa eufemísticamente como “fallas del mercado”.
Por otra parte, han salido a la luz pública una seguidilla de estafas piramidales de grandes proporciones, lideradas por ladrones de cuello blanco. No menos grave, casos de financiamiento irregular, sobresueldos y malversación han remecido a la clase política, cuyos tratos con grandes empresas y bancos, igual que en el Chile salitrero, han sembrado serias y fundadas dudas sobre la moralidad de políticos de todos los colores. El denominado “caso Penta”, que desde el año 2014 ha dado lugar a una investigación con aristas por fraude tributario, cohecho y lavado de dinero, es, posiblemente, el que mejor simboliza esta conexión delictiva.69 De condenas poco y nada, salvo multas, destituciones y “clases de ética” para los cabecillas del Grupo Penta.
La desconfianza que se respira hoy en Chile evoca las representaciones expuestas en estas páginas. Hace un siglo, el malestar acumulado por décadas reventó y sumió al país en una crisis social y política profunda que llevó a una reformulación de la dominación (crisis del orden oligárquico e instalación del llamado “Estado de compromiso” desde 1932).70 Las prácticas que hemos agrupado como delincuencia económica, por cierto, jugaron un papel importante en la erosión de la legitimidad de los gobernantes y del sistema económico. La aversión a los ricos y poderosos, su condena moral, movilizó a multitudes que lucharon porque se garantizaran sus derechos y primara la igualdad ante la ley.
Pero la mirada al pasado no sirve sólo para constatar la larga duración de la delincuencia económica en Chile, debe aprovecharse para aumentar nuestro conocimiento sobre quiénes y cómo la han venido practicando históricamente, para desentrañar los lazos sociales que han operado y lo siguen haciendo, y discutir sus repercusiones en el orden socioeconómico. Necesitamos generar más investigaciones y conceptos para pensar esta cara del mundo del delito y desenmascarar las mil artimañas que unos pocos emplean desvergonzadamente para vivir a costa de los demás.