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Derecho global. Estudios sobre derecho y justicia

versión On-line ISSN 2448-5136versión impresa ISSN 2448-5128

Derecho glob. Estud. sobre derecho justicia vol.8 no.22 Guadalajar nov. 2022  Epub 28-Nov-2022

https://doi.org/10.32870/dgedj.v8i22.426 

Artículos de investigación

El resurgir de los corsarios: La privatización de la seguridad marítima en el mar de China

Therise of the corsairs: The privatization of maritime security in the China sea

Borja García Vázquez*  1 

1 Centro de Estudios Garriguez, España


Resumen

Las reivindicaciones marítimas soberanas chinas, la presencia de piratas, la utilización de fuerzas irregulares y la pérdida de poder de EEUU en los océanos Índico y Pacífico, ha propiciado el debate entre académicos estadounidenses a emplear corsarios, como medio para contrarrestar la presencia sínica en estos espacios, aun no habiéndose hecho uso de ellos desde la guerra civil estadounidense, y ser una práctica abolida desde la Declaración de París de 1856. Sin ser parte en ella EEUU, atendiendo a su actuación internacional, la revocación en su hacer constituiría un supuesto evidente de estoppel que vulneraría el orden internacional.

Palabras clave: Corsario; contratista; uso de la fuerza; estoppel; costumbre internacional.

Abstract

The Chinese sovereign maritime demands, the presence of pirates, the use of irregular forces and the loss of power of the United States in the Indian and Pacific oceans, has prompted debate among American academics to employ privateers, as a means of countering the Sinic presence in these spaces, even though they have not been used since the American civil war, and being an abolished practice since the Paris Declaration of 1856. Without being a part of it, the US, considering its international action, the revocation of its, would constitute an evident assumption of estoppel that would violate the international order.

Keywords: Privateer; contractor; use of force; estoppel; international custom.

I. Introducción: de piratas y corsarios

La delegación del uso de la fuerza en entes privados ha sido una práctica constante en la historia, con periodos de distinta intensidad en su empleo, en favor o detrimento de las fuerzas armadas de un Estado. Siendo un medio para descargar presión sobre los efectivos nacionales disponibles, permitía aumentar su número (habitualmente solicitando los servicios de individuos extranjeros), frente a la necesidad de garantizar la seguridad terrestre y naval; con el objetivo de reducir el riesgo a sufrir bajas entre sus ejércitos, y como sistema de evasión ante la responsabilidad en el incumplimiento del ius in bello.

La utilización de una fuerza privada ha sido fundamental en la reflexión del uso de la fuerza, en pensadores clásicos como Maquiavelo, quien asumía respecto del Estado que: “Ninguno de éstos, cuando están bien organizado, permite a sus ciudadanos o súbditos hacer la guerra por su cuenta, ni ningún hombre de bien ejerció el arte militar como oficio privado” (Maquiavelo, 2017: 93); exaltando el peligro en el empleo de milicias mercenarias “porque están desunidas, son ambiciosas y carecen de disciplina y de fidelidad hacia su señor (…) y la única razón que los mantiene en el campo de batalla es recibir una pequeña paga, lo que no es suficiente para que quieran morir por ti” (Maquiavelo, 2016: 98).

Desde los comienzos de la navegación marítima, el delito original contra esta actividad corresponde a la piratería (Marín Castán, 2013: 119), las acciones violentas ilegítimas, destinadas a la comisión de robos en alta mar (Bello, 1946: 373). A partir de la Edad Media fueron percibidas como un sistema afín a los modos de hacer la guerra por los Estados de aquel tiempo, decidiendo someter esta modalidad a normas y permisos (la carta de marca o patente de corso) surgiendo la figura del corsario, cuya actividad llegó a ser tan lucrativa entre los siglos XVII y XVIII, que los individuos dedicados a estos menesteres se constituyeron como asociaciones capitalistas (De Martens, 1894: 257-258).

Por corso marítimo se entiende “toda empresa naval de un particular contra los enemigos de su Estado, realizada con el permiso y bajo la autoridad de la potencia beligerante, con el exclusivo objeto de causar pérdidas al comercio enemigo y entorpecer al neutral que se relacione con dicho enemigo” (Martínez Alcañiz: 235).

La importancia de la utilización de corsarios, radicaba en poder atacar a países enemigos con quienes no existían hostilidades declaradas, disminuyendo indirectamente la capacidad comercial marítima de las potencias rivales, y las actividades económicas derivadas de estos medios (Sobrino Heredia:90). Los actos de estos grupos eran tan perniciosos para las naciones que se veían afectadas por ellos, que se observa en el hecho de que los Estados Unidos de América (EEUU) llegase a emplear la fuerza armada en 1817, a fin de librar las costas de Florida de la presencia de piratas y corsarios (Paust, 2017: 376).

La actividad corsaria no era sino una piratería legal, amparada bajo la protección que le brindaba un Estado benefactor, componiendo una privatización de la lucha marítima, similar a la utilización de mercenarios en las contiendas terrestres. El empleo de corsarios quedó abolido formalmente a partir del artículo 1 de la Declaración sobre el Derecho marítimo, de 16 de abril de 1856 (conocida como la Declaración de París1), tras lo cual adquirió status de costumbre internacional (Boothby, 2014: 69), como demuestra que grandes potencias navales que no fueron signatarias de este documento no hayan vuelto a disponer de ellos. Destacan los EEUU, que utilizaron estos profesionales por última vez en la guerra civil estadounidense (1861-1865) (Antrim, 2016: 94), aunque está contemplada su acción en la sección 8ª del artículo 1 de su Constitución2.

A pesar de considerarse los piratas como hostes humani generis (enemigos de la humanidad) al ser un acto combatido por los Estados, siendo constitutivo de un crimen cuya punición corresponde a los órganos judiciales nacionales, excluyó una definición concisa de la piratería por el derecho internacional (Focarelli, 2012: 187). No se ofrecería un concepto consensuado hasta el Convenio de Ginebra de 29 de abril de 1958, replicado mundialmente en la Convención de las Naciones Unidas sobre el derecho del mar, de 10 de diciembre de 1982 (CONVEMAR).

Al igual que ocurrió con los corsarios, el empleo de mercenarios fue una constante, que sobrevivió a la prohibición de su versión naval. Su impronta marcó especialmente la segunda década del siglo XX, en los múltiples y complejos conflictos originados en los procesos descolonizadores de África y Asia, y en las luchas producidas por la guerra fría en América Latina. Su prohibición jurídica se logró con la Convención internacional contra el reclutamiento, la utilización, la financiación y el entrenamiento de mercenarios, de 4 de diciembre de 1989, sin impedir que estos actores sigan operando en los conflictos contemporáneos.

Coetáneo al detrimento de los mercenarios, a partir de la década de 1990 se experimentó un incremento en la contratación de compañías prestadoras de servicios militares, en lo que se denomina externalización. Consiste en el traspaso de las funciones de un sujeto (en este caso el uso de la fuerza de un país que es cliente), a otro que las ejercita (el contratista); comprendiendo un acto distinto de la privatización, al no conferir la titularidad de la actividad, cuyo control y gestión corresponde al Estado (Aznar Fernández-Montesinos, 2011: 317-319).

Sirva de ejemplo ilustrativo de la magnitud de estas operaciones, cómo al inicio de la invasión estadounidense de Iraq en 2003, se desplegaron unos 10.000 contratistas, que alcanzaron el número de 48.000 integrantes en 2006, llegando a representar en 2007 la presencia de 1 contratista por cada 1,4 soldados estadounidenses; superando las cotas alcanzadas en 1991, durante la primera guerra del Golfo, en la que hubo un contratista por cada 100 soldados (Klein, 2018: 494-497).

Es a partir de la invasión de Iraq, en que puede considerarse la consolidación de la figura del contratista en el ámbito de los conflictos terrestres, sin que exista una definición formal internacional. Sus características solo caben deducirlas a partir del descarte de los elementos que configuran a los mercenarios, por ello podrían concretarse sus rasgos en el siguiente concepto: contratista es aquel profesional acreditado, en virtud de contrato, que ofrece sus servicios de conformidad a las costumbres y leyes de la guerra. No teniendo necesariamente que estar integrado y subordinado en la fuerza armada de una de las partes en conflicto (pero sí estando sujeto a la responsabilidad del Estado contratante), su finalidad nunca puede implicar acciones destinadas a derrocar un gobierno, o alterar el orden constitucional o territorial de un país, debiendo tener un signo distintivo fijo y reconocible a distancia, y portar las armas a la vista.

El transporte marítimo es esencial para el funcionamiento económico mundial, del cual dependen el traslado del 80% de las mercancías que se comercializan en el planeta (UNCTAD, 2016: 5). Ante el auge de la piratería, y a pesar de los esfuerzos internacionales en la lucha contra estos grupos, la inclusión de elementos de seguridad embarcados en los buques que navegan por aguas expuestas a este fenómeno conflictivo, lleva a explorar la posibilidad de inclusión de contratistas en labores de seguridad marítima. Una readaptación de los corsarios para el siglo XXI, atendiendo a las prácticas que buscan implementarse en las aguas del Mar de China, las restricciones presupuestarias provocadas por la crisis económica de 2008, y los imprevisibles efectos que pueda generar la pandemia global de COVID-19 en 2020.

II. La piratería en el siglo XXI

Ante la importancia del tráfico marítimo, en Estados empobrecidos y carentes de oportunidades para sus habitantes, ha proliferado la piratería como una forma de escape a la miseria existente, siendo exponente de esta situación Somalia, por su ubicación en el golfo de Adén. Este país, en el que la infraestructura gubernamental casi desapareció como consecuencia de la sucesión de guerras civiles desde 1991, con una capacidad económica insuficiente para garantizar las necesidades de su población, ha propiciado que algunos sectores de su sociedad hayan incursionado en la piratería, al ver en estos delitos una forma de obtener riqueza (Marín Castán, 2013: 135-136).

La piratería incide negativamente en el transporte mundial, al obligar al redireccionamiento de los buques mercantes alrededor del Cabo de Buena Esperanza, suponiendo un coste estimado de 2.400 a 3.000 millones de dólares anuales; unido a las pérdidas económicas para los países que obtienen beneficio económico de este tránsito marítimo, como Egipto, a quien la reducción del tráfico de embarcaciones le supone una pérdida de 642 millones de dólares al año; y al consiguiente incremento del gasto en seguridad para mitigar estas amenazas (de

a 12.000 millones de dólares) (Kraska, 2012: 263), estimándose que entre un 40 y un 70% de los buques comerciales que navegan por aguas somalíes, portan elementos de seguridad (Spearin, 2014: 98).

La CONVEMAR establece la base del marco internacional de represión a la piratería, en los artículos 100 a 107, y 110 (pese a no formar parte de ella los EEUU) junto al Convenio para la represión de actos ilícitos contra la seguridad de la navegación marítima, de 1988. Resaltar también la existencia en el sudeste asiático, del Acuerdo de Cooperación Regional para Combatir la Piratería y los Robos a Mano Armada perpetrados contra buques en Asia, de 2004 (ReCAAP por sus siglas en inglés), del que son parte Bangladesh, Brunéi, Camboya, China, Corea del Sur, Filipinas, India, Japón, Laos, Myanmar, Singapur, Sri Lanka, Tailandia, y Vietnam.

A su vez, la estrategia internacional ha sido marcada por las sucesivas resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, mayoritariamente en relación a la piratería en Somalia, por medio de las siguientes: 1838 (2008), 1846 (2008), 1851 (2008), 1872 (2009), 1897 (2009), 1910 (2010), 1918 (2010), 1950 (2010), 1964 (2010), 1976 (2011), 2010 (2011), 2015 (2011), 2020 (2011), 2036 (2012), 2067 (2012), 2077 (2012), 2111 (2013), 2125 (2013), 2184 (2014), 2246 (2015), 2316 (2016), 2383 (2017), 2242 (2018), 2498 (2019), y 2500 (2019).

Desde 1996, la Organización Marítima Internacional ha registrado 1.182 incidentes de piratería en África oriental (International Maritime Organization, 2020), y pese a la trascendencia informativa que ha recibido esta situación, el mayor número registrado es en el Mar del sur de China, con 2.473 (International Maritime Organization, 2020). En 2014 Asia tuvo el 75% de todos los actos de piratería del mundo (Triano Pouso, 2015: 37), siendo gobiernos estables los que rigen sus Estados ribereños, a diferencia de lo acaecido en Somalia. Con referencia al Mar de China, a través de sus 3,5 millones de kilómetros cuadrados, se transportan productos comerciales por valor de cinco billones de dólares anuales (García García, 2017: 524), debiendo recordarse que de los diez principales puertos comerciales más importantes de Asia, seis se encuentran en China (Moral Martín:6), motivo por el que se comprende que las acciones antipiratería, sean hoy una de las principales misiones de combate previstas por sus fuerzas navales en tiempos de paz (Ji, 2014: 54).

1. La situación en el mar de China

Históricamente China se caracterizó por la porosidad de sus fronteras (Carrai, 2019: 202), dinámica que comenzó a revertirse con la prohibición de actividades marítimas desde 1647, durante la dinastía Qing, que causó el aislamiento internacional del mundo sínico (Bouée, 2011: 85). Entre 1656 y 1727 se publicaron numerosos edictos, que castigaban la emigración con la pena capital (Peterson, 2012: 11), llevando a la nación a una situación decadente hasta las guerras del opio, libradas en el siglo XIX (Ríos Paredes, 2013: 60). Tras ser derrotada en este conflicto, se vio forzada a la apertura comercial del país, incluida la residencia de extranjeros, y la cesión de Hong Kong a Reino Unido, como estipuló el Tratado de Nankín, en 1842 (Cardinale, 2018: 100).

Los descubrimientos de yacimientos petrolíferos submarinos en la década de 1940, indujeron a EEUU a extender la jurisdicción en distancias superiores al mar territorial, y de forma coetánea, Chile y Perú reclamaron espacios marítimos de 200 millas náuticas (Carrai, 2019: 203-204). A partir de 1946, China ha reivindicado internacionalmente la soberanía de la práctica totalidad del Mar del Sur de China, desde el inicio de la política argumentativa conocida como línea de nueve guiones, cuya cartografía oficial fue anunciada en 2009 (Monares Guajardo, 2019: 502). Entre otras comprende las islas Paracelso, a 350 kilómetros al sur de la isla de Hainan, cuyas condiciones las hacen inhabitables habiendo sido usadas como refugio por piratas durante siglos (Hayton, 2014: 62).

China y Vietnam se enfrentaron militarmente en 1974 por el control de las Paracelso, y posteriormente en el archipiélago Spratly en 1988, siendo derrotada en ambas ocasiones esta última nación (García García, 2017: 528). No obstante, Vietnam ha manifestado formalmente desde 1988 su ocupación efectiva desde el siglo XVII, confirmándose las constantes reclamaciones sobre esta región; cuyo auge en la pugna por el control de su territorio, se remonta a un informe de la Comisión Económica para Asia y el Lejano Oriente, publicado en 1969, en el que se estimaba la presencia de petróleo en el subsuelo submarino (Monares Guajardo, 2019: 501-502), unos 11.000 millones de barriles del mismo, y gas natural en una cantidad de 5,4 billones de metros cúbicos (García García, 2017: 524).

Las luchas por el aprovechamiento de los recursos del Mar del sur de China, han generado en la sociedad un sentimiento de rechazo hacia los vietnamitas, los cuales son considerados oficialmente una nación hermana, al igual que Corea del Norte y Cuba (Noesselt, 2016: 182), despertando como reacción en Vietnam un fuerte sentimiento nacionalista (Harnisch y otros, 2016: 254). Asimismo, asegurar las rutas de navegación es primordial para China, si se atiende a que en 2008 el 45% del petróleo y el gas natural que consumía lo importaba del sudeste asiático (Cole, 2012: 347), recibiendo el 85% por vía marítima (Erickson, 2009: 58). Desde 2001, este país ha liderado el crecimiento de consumo energético mundial, con un incremento en su promedio anual del 3,9% desde 2009 (British Petroleum, 2019).

Otro ejemplo de las disputas territoriales marítimas sostenidas por el país asiático, lo constituyen las islas Senkaku o Diayou, ubicadas geográficamente entre Okinawa y Taiwán, habiendo sido un motivo de reclamación entre China y Japón desde la década de 1980 (Dutton, 2012: 255), ya que parecen albergar importantísimas reservas de petróleo (Collins y otros, 2012: 312). La intervención estadounidense entre 1995 y 1996, impidió el lanzamiento de misiles chinos en las aguas de este archipiélago (González Fernández, 2019: 757).

Este hecho ocasionó debate entre los académicos del país asiático, quienes comenzaron a apreciar la necesidad de generar una estrategia defensiva marítima, similar a la adoptada por las grandes potencias navales occidentales (Shih, Huang, 2016: 66). Ello derivó en la creación por las autoridades chinas, de una zona aérea de identificación defensiva sobre estas islas, en noviembre de 2013, lo que podría desencadenar un enfrentamiento armado, como supuso el envío por EEUU de dos bombarderos B-52 a sobrevolar este espacio, tras su delimitación (Maslow, 2016: 188-189), en una demostración de fuerza ante las pretensiones reivindicatorias chinas.

La importancia de la navegación marítima para la nación asiática, no se circunscribe a su línea costera, como demuestra su proyección internacional, siendo el origen de las ayudas militares a Pakistán, con el fin de neutralizar la presencia de India, y garantizar la navegación hacia el Índico con el apoyo del puerto de Gwadar (Conte de los Ríos, 2019: 505), tratando de asegurar la no interrupción del paso por los estrechos de Malaca y Sonda (Mackinlay Ferreiros, 2019: 726). Otros supuestos son el control del puerto de El Pireo (Grecia) y la construcción de un puerto logístico en Goat Island (Jamaica), encuadrados en la política comercial de la Nueva Ruta de la Seda (De Carlos Izquierdo, 2018: 109). La necesidad de asegurar sus rutas comerciales, se confirmó en diciembre de 2008 con el envío de tres buques de guerra a patrullar las aguas de Somalia, que supuso el primer despliegue de unidades de su flota más allá de sus aguas territoriales (Zhao, 2012: 195); y la construcción de una base permanente en Yibuti, de 360.000 metros cuadrados, permitiendo al país disponer de fuerzas estables en esta región conflictiva y prioritaria para el transporte marítimo (Baqués Quesada, 2019: 65- 66).

Otro caso de la diversificación en las actividades de seguridad naval, se observan en el fomento de aparentes unidades civiles, como la Milicia Marítima de las Fuerzas Armadas del Pueblo. Previstas en el artículo 36 de la Ley del Servicio Marítimo de 1984, con la misión de servir como unidades de combate cuando se les requiera, en la defensa de las fronteras y el mantenimiento del orden público (Poling, 2019), han sido configuradas para aparentar en todo momento ser grupos civiles, destinándose en la actualidad como si de simples embarcaciones pesqueras se tratase (Erickson, Kennedy, 2016), lo que se encuadraría en la no pertenencia de China a la Declaración de París de 1856.

La región de Hainan ha sido dotada de 84 barcos con esta configuración, que son empleados para embestir buques filipinos y vietnamitas, e impedir su navegación (De Carlos Izquierdo, 2019: 534-535), conformando una actuación propia de la “zona gris”, una estrategia a largo plazo al límite de la legalidad internacional, destinada a garantizar la soberanía marítima china (Baqués Quesada, 2018: 557).

Frente a los recortes experimentados en las fuerzas armadas chinas, con una reducción de 300.000 soldados desde 2013 (González Fernández, 2019: 760), la presencia en el país de empresas dedicadas a la prestación de servicios de seguridad, cuyo personal se compone principalmente de militares desmovilizados (Blasko, 2006: 16), lleva a no rechazar futuras incursiones de estas empresas en labores de vigilancia marítima si existen ocasiones de negocio.

2. La perspectiva estadounidense en la privatización de la seguridad marítima y el resurgir de los corsarios

Durante el último siglo en Asia, EEUU ha evitado la consolidación de una potencia regional con la capacidad de competir contra su posición hegemónica (Huntington, 2019: 273); por lo que si China logra convertirse en una superpotencia política y militar (ya que su fuerza naval es la segunda mejor dotada del mundo3), las fuerzas estadounidenses4 se verán forzadas a replegarse ante el avance sínico (Mackinlay Ferreiros, 2019: 721). Así, el crecimiento global chino podría interpretarse desde la lógica de la trampa de Tucídides, por el cual el desplazamiento de liderazgo global de una potencia por otra, se debe a un enfrentamiento previo de ambas (Montobbio, 2018: 235).

El país asiático ha ido progresivamente ganando atención en las distintas Estrategias de Seguridad Nacional (ESN) de EEUU, confirmándose una evolución en la percepción de amenaza sínica. En el mandato del presidente Barack Obama la ESN 2010, tendía lazos de unión hacia China, alentando a un “liderazgo responsable, trabajando en unión con EEUU y la comunidad internacional”, pero advirtiendo “la observación en su militarización, para asegurar los intereses estadounidenses y de sus aliados” (White House, 2010: 43). La ESN 2015 rechazaba en su prefacio “cualquier uso de la violencia en la resolución de disputas territoriales” (White House, 2015), y si bien reconocía la “inevitable competición entre ambos países”, se oponía a “una inevitable confrontación”, insistiendo en la necesidad de que China cumpla con las normas internacionales en materia de seguridad marítima (White House, 2015: 24).

En la presidencia de Donald J. Trump, la ESN 2017 expresó el desafío que representa China “tratando de erosionar la seguridad y prosperidad” del pueblo norteamericano (White House, 2015: 2); desarrollando armamento y capacidades que pueden amenazar sus infraestructuras (White House, 2015: 8); “robando propiedad intelectual estadounidense por valor de billones de dólares” (White House, 2015: 21), con la intención de desplazar a EEUU de la región Indo- Pacífico (White House, 2015: 25). Por ello, atendiendo al uso chino de sus milicias (actos de lucha irregular), y su expansionismo marítimo, desde EEUU algunos académicos han propuesto volver a restaurar la práctica corsaria (adaptada al contexto actual), como medio para restringir las actividades marítimas chinas en el sudeste asiático.

Las empresas militares privadas, constituidas de acuerdo a la ley para la obtención de un beneficio económico a través del ofrecimiento (directo o indirecto), de servicios sujetos al uso de la fuerza (a entes públicos y privados), en zonas de conflicto o inestables en las que no se garantiza la existencia de instituciones de gobierno (Laborie Iglesias, 2017: 205), han demostrado su auge con el empleo de contratistas por EEUU. Desplegados en mayor cantidad que los efectivos de sus fuerzas armadas, no todos ellos desempeñan labores de seguridad, como ilustra lo ocurrido en Afganistán en 2013, donde de 108.000 contratistas, solo

18.000 respondían a actividades de seguridad, frente a los 67.500 soldados estadounidenses que se encontraban en el país (Tabarrok, 2015: 8). Actualmente se debate la posible utilización de estas empresas, en actividades del uso de la fuerza en el ámbito naval, atendiendo a la no pertenencia de EEUU a la Declaración de París de 1856; y a que su Constitución mantiene en vigor, el reconocimiento a la facultad parlamentaria a otorgar patentes de corsos.

La carta de marca constituía el contrato que vinculaba al Estado contratante, que cedía el uso de su pabellón en las labores de navegación, registro y visita de buques por la fuerza, o apresamiento si era menester, por el profesional que prestaba sus servicios (el corsario) quien dirigía su actividad, a la obtención del máximo beneficio económico acordado en la patente, de acuerdo a los botines obtenidos (Torrejón Chaves, 2009: 223). Previo pago del “Quinto Real” que obtenía la Corona por cada apresamiento, destinado a dañar las actividades comerciales de otro Estado (Rico, 2015: 234-236), en España, el capitán de un buque corsario que cumplía exitosamente con sus misiones, era recompensado económicamente, reconociéndosele una graduación honorífica, cuando no de oficial de la Armada, quedando integrado en el escalafón de la misma (Rodríguez González, 2014: 646).

Existían tres tipos de documentos que se entregaban al patrón de una embarcación corsaria: la patente de corso, que le habilitaba en esta función; la patente de navegación, concediendo el derecho a usar el pabellón del Estado benefactor; y la patente de presa, destinada a todo buque apresado, indicando su condición hasta la llegada a puerto (Torrejón Chaves, 2009: 225). Hoy en día se defiende cómo la patente de corso puede emitirse con facilidad ante la declaración de un conflicto, y los logros obtenidos en el pasado demuestran su fiabilidad, ahorrando tiempo y dinero, si se compara a los costos de producción de un buque de guerra, que puede demorar años su puesta a punto (Cancian, Schwartz, 2020). Así quedó demostrado con el empleo masivo de estas unidades por la Francia napoleónica, quien carecía de un sistema económico similar al Banco de Inglaterra, con el que costear las operaciones de La Royale (Spearin, 2014: 100), obligando a Reino Unido a incrementar sustancialmente los miembros de la Royal Navy, de 50.000 personas en 1805, a 145.000 en 1813 (Rodríguez González, 2010: 396).

El Derecho Internacional Humanitario (DIH) solo reconoce a civiles y combatientes como sujetos legítimos en las hostilidades, quedando excluidos los mercenarios, que son considerados ilícitos (Laborie Iglesias, 2017: 207-208), no existiendo una normativa expresa a la figura del contratista, sin que ello implique su no sometimiento al DIH (Laborie Iglesias, 2017: 219). Se podría interpretar ligado a formas legales de combatiente, aunque sean irregulares, como los guerrilleros (Doménech Omedas, 2017: 191), y por analogía, hacerlo extensible a las actividades de corso, para dotar de seguridad jurídica a los profesionales de la fuerza armada marítima. Consistiría en una medida provisional mientras no se formule un convenio internacional, que desarrolle trabajos previos, como el Documento Montreaux sobre las obligaciones jurídicas internacionales pertinentes y las buenas prácticas de los Estados en lo que respecta a las operaciones de las empresas militares y de seguridad privadas durante los conflictos armados, de 17 de septiembre de 2008.

La entrega de una patente, acreditaría al capitán del navío dedicado a operaciones de seguridad marítima, quedando amparado por el ordenamiento jurídico del Estado de su pabellón (Richard, 2010: 463). Así, de acuerdo a la normativa internacional vigente, un corsario no podría ser considerado como mercenario, en tanto sea nacional de un Estado parte en el conflicto o residente en un territorio controlado por dicho país (Schwartz, 2020), con lo que se le concedería la protección reconocida por el DIH a los combatientes irregulares. De forma adicional, existen propuestas académicas para concebir la expedición de patentes con mayor seguridad, a partir del sometimiento al control parlamentario, la supervisión de la marina, y la jurisdicción de los tribunales estadounidenses (Hutchins, 2011: 884).

No puede obviarse las implicaciones internacionales que tendría la aprobación de nuevas cartas de marca, atendiendo a un acto unilateral histórico producido por un presidente de EEUU. Con motivo de la guerra hispano-estadounidense, el presidente William McKingley, aprobó la Proclamación 413, el 26 de abril de 1898, en que expresó que: “Si bien es deseable que dicha guerra se lleve a cabo según principios en armonía con la visión actual de las naciones y sancionada en su práctica reciente, ya se ha anunciado que la política de este gobierno no será recurrir al corso, sino adherirse a las reglas de la Declaración de París” (University of California Santa Barbara, 2020).

Evidentemente esta proclamación es un acto unilateral constitutivo de estoppel, al manifestar una situación, que ha podido inducir a otros Estados a adoptar una concreta posición en su actuación internacional, sin que por ello puedan modificarse las circunstancias en perjuicio de alguna de las partes (Diez de Velasco Vallejo, 2013: 153), privando “al Estado del que provienen del derecho a volver contra sus propios actos” (Pastor Ridruejo, 2016: 150-151). Asimismo, a pesar de la no adscripción de EEUU a la Declaración que abolió a los corsarios, unida a su no utilización reiterada y constante por ningún Estado, confirma su consolidación como costumbre internacional, hechos que ilustran los fundamentos jurídicos de la inoperatividad del concepto de corsario en la actualidad.

III. Conclusiones

Denominar corsarios a los contratistas que en el presente se destinen a labores del uso de la fuerza en actividades marítimas, es una propuesta compleja y arriesgada, al tratarse de figuras combativas irregulares que responden a un concreto contexto histórico, y cuya utilización está erradicada desde el siglo XIX.

Los corsarios estaban ligados a una contratación que contemplaba un beneficio económico por las capturas realizadas, y el saqueo de las embarcaciones, lo cual sería constitutivo de piratería de conformidad a la normativa vigente; y aun pudiendo ofrecer un servicio de seguridad abaratado para el Estado, tales prácticas pueden ser en detrimento de los contratistas. La desprotección existente en tanto que no está reconocida su actuación en el ordenamiento internacional, motiva la necesidad de promover la creación de un convenio destinado a regular el estatuto jurídico de los contratistas.

El fomento de intervención de sujetos combatientes irregulares (públicos o privados), puede conducir a una escalada en las hostilidades en el Mar de China. Si bien su utilización podría asumirse como una huida de la responsabilidad estatal, ante posibles violaciones de las obligaciones internacionales (como suponen las embestidas de buques chinos a embarcaciones de sus naciones vecinas), la navegación bajo el pabellón del Estado benefactor imposibilita tales actos.

Con independencia de los fundamentos de derecho, EEUU y China han demostrado la priorización de sus intereses nacionales, en menosprecio del cumplimiento del orden internacional de acuerdo a su conveniencia. Cualquier desplazamiento de poder en la zona Indo-Pacifico, hace prever el uso de este tipo de prácticas, no necesariamente prohibidas, (al no existir consenso internacional por no disponer del respaldo de estas dos superpotencias), pero si poco claras desde el DIH.

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1 A dicha Declaración accedieron, entre otros España (1908), México (1909), y los países que son hoy miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas: Francia (1856), Reino Unido (1856), Rusia (1856), con la notable ausencia de China y EEUU (International Commitee of the Red Cross, 2020).

2 “El Congreso tendrá facultad (…) para declarar la guerra, otorgar patentes de corso y represalias y para dictar reglas con relación a las presas de mar y tierra” (Hamilton y otros, 2015: 624).

3 La Flota de la Armada del Ejército Popular de Liberación está formada principalmente por un portaviones (encontrándose adicionalmente uno en etapa de pruebas y otro en construcción) 77 destructores y fragatas, y 63 submarinos (52 de propulsión convencional y 11 de propulsión nuclear) (González Fernández, 2019: 758).

4 La Armada de los Estados Unidos la integran como buques principales 11 portaviones, 106 destructores y fragatas, y 68 submarinos (Mackinlay Ferreiros, 2019: 728).

Recibido: 15 de Noviembre de 2020; Aprobado: 10 de Mayo de 2021

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