I. Hechos y valores literarios: encrucijadas de las teorías
Me propongo afrontar el reto de una conceptualización amparada en cierto empleo metafórico de una noción de “infernalidad”, orientando de esa forma una reflexión sobre los fenómenos literarios y el campo de la teoría de la literatura en tiempos actuales. Entiendo dichos fenómenos, es decir a los hechos literarios materializados en obras, como entidades complejas de proposición estética y de postulación artística originadas históricamente en la poiesis por la palabra. Las mismas se han visto durante la modernidad tardía progresivamente disgregadas en sus estabilidades más o menos canónicas gracias a la confluencia de diversos discursos culturales, entre los que se cuentan la propia emergencia de otras literaturas, todo lo cual ha terminado por definir la crisis de una esfera que poco antes revelaba baja discusión en los órdenes semióticos, del valor estético y de las consecuentes canonizaciones.
Ahora bien, incluso posiciones como las de algunos deconstruccionistas, quienes sin esconder sus raíces nietzscheanas parecían destinados a desestabilizar cualquier propiedad inequívoca y más o menos sagrada de la literatura (y de toda manifestación de una “metafísica de la presencia”), todavía no conseguían alejarse de una cierta evidencia de la misma. Por ello comparto en alguna medida las siguientes afirmaciones de Alvin Kernan, orientadas críticamente en ese sentido. Aunque la cita es algo extensa, resulta ilustrativa y concentrada respecto de varios problemas que actualmente nos convocan:
El lenguaje nos compromete sin que nos demos cuenta con afirmaciones como “la literatura es esto” o “la literatura es aquello”, que objetivan y esencializan a la literatura. Tanto el público general como los que están profesionalmente comprometidos con la escritura y los estudios literarios suelen hablar y escribir como si la literatura fuese una cosa objetiva definida que se puede situar, analizar y describir de una manera científica. Aun nuestros escépticos modernos, los desconstruccionistas, presentan teorías de la literatura que dan por sentado tácitamente que ésta es una realidad objetiva definida, o al menos hablan como si lo fuese. “El texto literario afirma y niega simultáneamente la autoridad de su propia modalidad retórica.” Pero como la literatura no tiene una realidad objetiva y no hay un acuerdo social firme sobre lo que es, un gran número de discusiones en el pasado y en el presente sobre qué es la literatura ha resultado no sólo en vano sino también inoperante (Kernan, 1996: 185).
Pese a que las observaciones de Kernan no se ocupan del conjunto de los argumentos que, con todos sus matices, la teoría ha venido exponiendo durante décadas, tienen la ventaja de ofrecer ciertas conclusiones comunes a diversos investigadores. No obstante quiero dejar constancia de mi desacuerdo con la idea final sobre la vanidad e inoperancia de la interrogación acerca de qué es la literatura. Y esto por la sencilla razón de que se trata de una pregunta que ha originado un nuevo conocimiento sobre nuestras posibilidades e imposibilidades de respuesta, al tiempo que ha dejado al desnudo las implicaciones normativistas o aún metafísicas de las versiones más extremas del esencialismo literario. De hecho, con todas sus diferencias, trabajos como los de Raymond Williams, Terry Eagleton, Teun Van Dijk, Carlos Rincón o Walter Mignolo entre tantos otros, sólo han resultado posibles gracias a los problemas suscitados por dicha interrogación fundadora, la cual, por otra parte, ha dado lugar a algunas respuestas sobre las eventuales propiedades de los textos literarios que, para ser sinceros, no siempre han recibido refutaciones plausibles.
Sabido es que para Kernan y tantos otros la Literatura con mayúsculas aparece como un relato eurocentrista herido de muerte. Sin embargo, nosotros podríamos sostener que, aún sin llegar al extremo de la defunción, puntos de vista semejantes ya están planteados tempranamente en la vanguardia teórica rusa, por lo que se borraría parcialmente la certeza de una estricta correspondencia con el tiempo histórico de la posmodernidad. En efecto, la segunda época “formalista”, particularmente a partir de los desarrollos de Iuri Tynianov a comienzos de los años veinte, debió abandonar la literaturnost a cambio de una realidad conceptual necesariamente más dinámica y abierta según la cual un hecho literario es una categoría mutante que no se resuelve reductivamente en la “serie” literaria sino en un conjunto amplio de valores sociales distribuidos en las demás “series” que la condicionan.
En efecto, si bien pagan el precio de una concepción sistémica, las propuestas de Tynianov generan importantes consecuencias. Tal como las explica Renato Prada Oropeza, Tynianov establece las relaciones entre “una función autónoma de los elementos inmanentes al sistema” (la autofunción) y “una función entre elementos de diferentes sistemas o sistemas diversos” (la co-función) (Prada Oropeza, 1977: 62), con lo que cabe sostener que la autonomía literaria existe pero su construcción es relativa a los factores heterónomos producidos por “series” vecinas, como ser (siguiendo el léxico de Tynianov) la serie lingüística, histórica, biográfica, etc.
Por otra parte, remitiéndose a los presupuestos tempranos de la OPOIAZ, particularmente de Víktor Shklovski, Emil Volek subraya que ciertas adopciones posmodernas ya se encontraban asimétricamente a la espera en el interior del moderno formalismo. Justamente, desde el momento en que la presencia del trasfondo histórico era determinante para considerar la eventual naturaleza artística o no de los textos en cuestión, se rompía de una vez la utopía inmanentista. Por eso, ahora involucrando un presupuesto fundacional de los formalistas, Volek señala que la desfamiliarización (ostranenie) es un concepto deconstructivo avant la lettre: la centralidad de los textos está vacía y lo más importante para su lectura radica fuera de ellos (Volek, 1992: 30-31). Para advertirlo, sólo basta pensar en el concepto de “las inestables fronteras de la literatura” y en el subrayado de Tynianov, en 1924, a propósito del desplazamiento del centro a la periferia de los géneros literarios centrales. La idea de que el centro puede ser ocupado por fenómenos procedentes “de [un] segundo orden, de los traspatios y de los bajos de la literatura” (Tynianov, 1992: 209) es una clara manifestación de esta conciencia crítica moderna.
Como se verá, me vengo refiriendo a la teoría y a la literatura prácticamente en un mismo movimiento, hecho que, por cierto, obedece a un grado de inevitabilidad que acollara la pregunta sobre la literatura a las propias condiciones de posibilidad del discurso teórico. En verdad, más allá de la posiciones que se esgriman (incluidas aquellas que niegan que la literatura se pueda describir, y aun que ésta exista diferenciadamente), la teoría literaria siempre formula o contiene, sea en forma directa o no, algún tipo de respuesta a esa pregunta, incluso a su pesar. Yo pienso a la teoría literaria en el actual concierto (y quizás desconcierto) de lo que aún llamamos estudios literarios, especialmente a partir del momento en que el sentido de esa pregunta sobre qué es literatura se anuda como manifestación intensificada de un mismo círculo de crisis con su objeto. La dinámica de los hechos literarios contiene ante todo una dinámica del valor y de las discusiones históricas que consagran su contingencia en el seno de las ideologías. Así, las sucesivas y variadas preguntas por el quid de la literatura -que bastante más de lo que se presume se amparan en la problemática del valor literario- toman caminos distintos, incluso opuestos. La cuestión radica en la orientación metafísica que esa tentación por el quid es capaz de producir. Porque una de las formas consagratorias de la violencia del valor es convertirlo en esencia, la cual puede ser descripta (una descripción que “valora”) y prestarse olímpicamente a los demonios de la normatividad.
Fuere como fuere, la potencia del valor es un acontecimiento que puede llegar a cuestionar toda pretensión meramente descriptiva de los hechos literarios, pues para decirlo de algún modo, el valor se encontraría condensado y desplazado de antemano en cualquier clase de descripción que se propusiera de tales hechos. A propósito, entre otras precisiones acerca de la noción de 'literatura' y de estudios literarios, Noé Jitrik observa que
por ejemplo, si, por una parte, está la perspectiva estructural, indispensable aunque no agota el fenómeno, por otra parte lo que sabemos de la literatura incluye ciertos “valores” que, aunque añadidos, en gran medida justifican su existencia; además, como nuestra forma de conocer la “literatura” es compleja, e incluso vaga, cuando nos ponemos en contacto con algunos de sus miembros les transferimos esas dos cualidades […] (2001: 42-43).
En suma, lo que pretendo sostener aquí es la inexistencia de un estatuto descriptivo y analítico de la literatura entendido como una técnica discrecional absoluta e indemne respecto de enunciados valorativos. En realidad, estos últimos también orientan el acto de describir y sus sentidos, por más que, a veces, esas descripciones no acepten que están previamente habitadas por una dimensión axiológica y nos propongan la creencia en alguna clase de objetividad.
Diferencia y combinación
Si para algunos el valor posee la capacidad de interceptar toda pretensión descriptiva del arte literario, también es cierto, como sostiene el filósofo francés Jean-Marie Schaeffer al criticar semejante dicotomía, que
no hay nada que objetar a la combinación de enfoques evaluativos y descriptivos [ya que] si la mayoría de nuestros compromisos con los hechos culturales están axiológicamente orientados, es igual de cierto que la mayoría de estas orientaciones axiológicas se deben, entre otras causas, a las propiedades (intencionales) de estos hechos (2013: 51).
Por supuesto que la habilitación de la mencionada combinatoria no es razón suficiente para desconocer la diferencia entre uno y otro enfoque, por lo que resultaría un sinsentido afirmarse en tomas de partido ciegamente descriptivas o antidescriptivas. Schaeffer recurre a la solución brindada por el filósofo Hilary Putnam, para quien debe admitirse la distinción pero no la dicotomía entre hechos y valores. De hecho, Schaeffer sugiere, dentro de la complejidad de un tema que pienso nos sitúa en el dilema del esto es esto pero esto es un valor, que la integración de descripciones de hechos y de valoraciones ocurre en diferentes niveles: “Tal vez existan enunciados descriptivos “puros”, pero no podrían existir discursos puramente descriptivos” (2013: 55). Con ello, siguiendo a Putnam, Schaeffer opta por la discontinuidad entre discurso y enunciados que dentro de ese discurso se muestran relativamente independientes. Si bien para unos esto constituye una solución, tampoco deja de ser, para otros, un problema. De ahí que Schaeffer concluya señalando que
En realidad, defender la hipótesis de una diferencia entre descriptividad y normatividad no implica negar la existencia de enunciados compuestos. Un enunciado puede perfectamente tener, a la vez, un componente descriptivo y un componente evaluativo. Como lo ha mostrado Gérard Genette, tal es el caso de los juicios estéticos, por lo tanto, de una parte nada desdeñable de las proposiciones formuladas en el marco de los estudios literarios (2013: 56).
La cuestión del valor literario no resulta fácilmente despejable de los estudios literarios y de sus justificadas necesidades descriptivas, lo que pone constantemente de relieve la cuestión artística. Ciertamente, el valor literario surge de una instancia relacional (histórica, ideológica, institucional, etc.) con los horizontes de los lectores, pero también señala la faz composicional de los textos, la fuerza de unas creaciones que resultan precisamente valoradas gracias al movimiento autorreflexivo de la espectacularidad de la palabra. Esto significa que la esfera de la evaluación y la de la autonomía relativa de los fenómenos literarios no pueden separarse puesto que se constituyen por una existencia profundamente co-referencial.
El desplazamiento, y hasta la supresión directa del tema del valor, también es el síntoma de un problema político en los estudios literarios. Si por un lado esto responde a las crisis de paradigma, que terminan por cuestionar la evidencia del valor en las tradiciones centrales de las bellas letras, y ello ocurre a consecuencia del advenimiento crítico de aquellos discursos minoritarios que cuestionan las ideologías de dicha centralidad -desde la que, por así decirlo, se había reprimido todo un magma dialectal frente a esta lengua principal-, las cosas no son, sin embargo, tan sencillas. Ahora bien, la cuestión del valor pone en el centro la propia razón de ser del arte, sin la cual el mismo resulta impensable. En consecuencia, si la discusión de las ideologías de la “evidencia” del valor es un asunto necesario desde el punto de vista crítico, la supresión de dicho problema como problema funciona en tanto desintensificación, también ideológica, de las condiciones del arte. A eso se refiere Theodor Adorno cuando sostiene que “una estética sin valores es un disparate”, puesto que “sin los valores no se comprende nada estéticamente, y viceversa” (Adorno, 2004: 347).
En tal sentido, bajo la convicción de que comprender una obra de arte significa hacerlo en la medida en que es “complexión de la verdad” (Ibidem), Adorno afirma, con toda razón en mi concepto, que “en el arte hay más razones para hablar de valor que en ningún otro lugar [pues] cada obra dice como un mimo: “¿no soy buena?”; a esto responde el comportamiento valorativo” (2004: 347-348). De hecho, para el pensador de la Escuela de Frankfort “el arte no tolera valores aproximativos”, ya que “no hay un continuo que conduzca de lo malo a lo bueno pasando por lo mediano; lo que no está conseguido es malo, pues la idea de salir bien es inherente al arte” (414; el subrayado es mío). Si bien semejante perspectiva puede resultar polémica, al punto que cabría incluirla dentro de las posiciones que le han valido al pensamiento de Adorno sobre el arte y la cultura la acusación de elitismo, no deja de manifestar una vez más la innegociabilidad del concepto de ‘valor’ en la obra artística.
II. El demonio crítico, la modernidad y después
La consideración actual de las dinámicas de los fenómenos literarios y de sus teorías -con sus diferencias ontológicas claras aunque envueltas en una trama que necesariamente las vincula- nos ha conducido, para decirlo en términos de la topografía dantesca, a la puerta de un infierno cuya sentencia se enciende para las letras y sus teorías: como no hay más evidencia literaria, tampoco queda lugar para una pertinencia teórico-disciplinaria -o aun transdiciplinaria- que la refiera. Y si ahora hago resonar este mínimo diálogo con el infierno dantesco, debo decir que sólo me limito al vínculo con su impactante plástica poética, no así con su filosofía moral. En efecto, la infernalidad a la que deseo referirme se vincula, por el contrario, con Settembrini, un personaje de La montaña mágica, de Thomas Mann, ya que infierno y demonio son, por así decirlo, dos nombres de esa conciencia, la cual en suma lo es de la modernidad. Cito un pasaje del diálogo con Hans Castorp, el protagonista de la novela:
-¡Ja, ja, ja! ¡Qué caústico es usted, señor Settembrini!
-¿Cáustico? ¿Quiere decir, malicioso? Sí, soy un poco malicioso -dijo Settembrini-. Lo que lamento es estar condenado a malgastar mi maldad en cosas tan miserables. Espero que no tenga nada en contra de la maldad, mi querido ingeniero. A mi parecer, es el arma más brillante de la razón contra las fuerzas de las tinieblas y la fealdad. La maldad, señor, es el espíritu de la crítica, y la crítica es el origen del progreso y la ilustración (Mann, 2005: 91).
La entrada en el infierno representa, siguiendo las paradójicas palabras de Settembrini, una opción de triunfo de la conciencia crítica moderna y emancipatoria, incluidos los riesgos que para ella implica su desenvolvimiento, las dificultades con que observa la crisis continua de sí misma, que es a la vez la crisis del criterio que en cada circunstancia le presta condiciones para su movilidad. Ahora bien, ¿qué quiere decir todo esto para el asunto que nos convoca? Que la literatura y la teoría, pero también la crítica y la historia literaria que las refieren y las implican, despliegan el doble movimiento paradójico de una alegría simultánea de caer y de ascender. La conciencia crítica moderna desprende un fuego con el que quema y se quema, para entonces superar sus conquistas precedentes: es gracias a ese fuego que se trasciende a sí misma.
Ahora bien, el hecho de que discutamos nuestra localización histórica en un cambio de paradigma civilizatorio categorizado para algunos en términos de posmodernidad, o que de otro modo, por ejemplo, admitamos que formamos parte de una modernidad que resolvemos llamar tardía, hiper, etc., poco cambia las cosas a la hora de reconocer la poderosa matriz moderna que incluye, asimismo, el devenir histórico de su propio “alivianamiento”, por momentos identificado con un estado de sinceridad crítica. Sea como sea, no es fácil saber en dónde estamos, sobre todo porque a lo mejor las fronteras temporales y territoriales de la modernidad siguen siendo más móviles y absorbentes de lo que estamos dispuestos a conceder. Esa es la razón por la que de pronto nos encontramos participando de experiencias, constructos y procesos que bien podemos, aún desconcertados, reconocer no solo en lo que designaría el post, sino también, como apunté hace un momento, antes de él, lo que a la postre colocaría su razón de ser en tela de juicio.
Estudios literarios, estudios culturales: neoconservadurismo y otros equívocos
Por cierto, no relevaré aquí la profusa producción académica y política contenida en el debate modernidad-posmodernidad de los años ochenta y noventa. Aun sin abundar en ello, quisiera llamar la atención sobre acontecimientos como el del concepto de hibridismo latinoamericano (García Canclini), que en sí mismo precede y construye a la modernidad en la dialéctica de cultura popular, cultura letrada y cultura de masas de América Latina, en lugar de tratarse, como también pudiera parecer, de un fenómeno posmoderno avant la lettre. O en el caso europeo, también consignado más arriba, la inestabilización irreductible de conceptos de literatura, los cuales, en virtud de la tensión y desplazamientos entre centro y periferia de los así llamados hechos literarios, impiden cualquier definición estática que no termine en una candidatura al normativismo.
En nuestra restringida esfera, que es la de los estudios literarios concebidos en un sentido muy amplio, acontecimientos como los mencionados obran en esa línea problematizadora de la barra de oposición modernidad/posmodernidad: una suerte de reconocimiento, vale la pena reiterarlo, de que lo posmoderno ya estaba de cierta manera en lo moderno que el primero a su vez critica. Por cierto que toda la discusión post-Lyotard es más amplia y compleja que lo representado por estos dos casos “literarios”, pero los mismos no deberían olvidarse a la hora de retomarla: ni una modernidad como la de América Latina carece de “rasgos” premodernos y posmodernos, ni la modernidad europea es un proceso lineal en que lo post ocupa el lugar de una etapa de corte ocurrida con la eventual caída de los metarrelatos.
Si la mencionada crisis abre las políticas de archivo en los estudios literarios -y por ende procura poner en juego otras políticas de la teoría, como afirma John Beverley-, la superación de las clausuras operadas por un esencialismo de las bellas letras define un avance significativo, aunque no elimina los problemas, si es que de alguna manera terminamos desvistiendo un santo para vestir a otro. Por cierto que no representa lo mismo la adopción del esencialismo literario que la movilización de un canon alternativo que ponga en tela de juicio a las nociones de literatura y de canon. En efecto, el contracanon promovido por diversas líneas culturalistas también ha venido marcándose como una seña de identidad contestataria, destituyendo de alguna forma la metafísica de la presencia de la literatura. Sin embargo, ha provocado una apertura cuyo precio suele ser el del ingreso no siempre problematizado pero sí dicotómico al lugar de la diferencia proclamada, con la consiguiente expulsión de la autorreferencialidad “literaria” a cambio de una heterorreferencialidad que, si afortunadamente proclama el compromiso con la intervención social, corre el peligro de su inversión cuando dicho juego solo se juega mediante una globalizada desintensificación de la poiesis.1
Ahora bien, la reducción de la intensidad a la que aludo es harto discutible y tiene el mérito de proponer una crítica del valor instituido y normativista, pero también construye un objeto que termina por condenar las fuerzas autorreferenciales y, con ello, la espectacularidad de los textos literarios como valor mecánicamente negado, sobre todo si se piensa que dicha espectacularidad de la opacidad es también un espectáculo de la producción. Contestar a este problema obliga a entablar una perspectiva crítica sobre el problema de la autonomía literaria. Aunque de suyo esto ameritaría una exposición dilatada y analítica que no puedo desarrollar aquí, me conformaré con algunas observaciones de alcance preliminar, particularmente por razones de espacio, pero también porque las mismas resultan suficientes a efectos de formular con cierta claridad los motivos que conducen a la crítica del posautonomismo postulado por Josefina Ludmer.
III. La autonomía literaria, historias y resistencias
De modo muy sucinto, quisiera recordar que el autonomismo artístico es un producto de la modernidad, que desde el complejo período romántico y posromántico hasta la vanguardia consagra una creciente especificidad artística de la obra creada frente a los valores de cambio instituidos por la lógica del capital. De la mano del desinterés y del autotelismo kantianos, la autorreferencialidad aparece como el comportamiento de repliegue y despliegue de unas creaciones en las que opera un feedback continuo, cuya fuerza centrípeta releva constantemente el libre juego de la artisticidad. Esa dimensión dinámica, para nuestro caso, de arte literario, se convierte, a su vez, en una argumentación interna del valor, por lo que entre autonomía y valor literario se entabla una relación necesaria: las propias leyes de la obra de arte constituyen su suficiencia en función de la realización de los valores de una artisticidad que se debate entre la condición histórica (con las obvias amenazas de la heteronomía) y las postulaciones (o deseos) transhistóricos.
Resulta relevante insistir en que semejante fenomenalidad histórica de la autonomía literaria va a devenir de postulado estético de un época dada en construcción teórico-literaria, y, por ende, descriptiva y categorizadora de lo que se entiende por literatura. Ese traspaso puede ejemplificarse en las críticas de Bajtín a los formalistas, para quien estos habrían hipostasiado la estética de la vanguardia futurista en teoría literaria general. Durante la época de la Escuela de Praga, y muy especialmente con las investigaciones de Jan Mukarovsky, el concepto de autonomía alcanza nuevos desarrollos críticos que superan significativamente ciertos límites inmanentistas del primer formalismo ruso. En las investigaciones más avanzadas de Mukarovsky, la autonomía de la obra literaria se produce con relación a un mundo histórico de normas y valores condicionados por el dinamismo social. Refiriéndose a la poesía, el semiólogo checo sitúa el eje neurálgico del problema de la autonomía, retirándola del callejón sin salida de la autotelia ciega:
¿Quiere decir esto que la obra poética esté privada de toda relación con la realidad? Si la respuesta fuese afirmativa, el arte se reduciría a un juego cuyo único propósito sería el placer estético. Tal conclusión sería evidentemente incompleta. Por consiguiente, debemos continuar la investigación de la denominación poética para demostrar que el debilitamiento de la relación entre el signo y la realidad por él directamente referida no excluye la relación entre la obra y la realidad como un todo; y, más aún, que resulta en beneficio de esta relación (Mukarovsky, 2000: 102).
También es significativa la precisión, bastante posterior, de Karlheinze Stierle:
La autorreflexividad de la ficción no implica su autonomía en relación con el mundo real. El mundo de la ficción y el mundo real están relacionados de manera que el uno es horizonte del otro: el mundo aparece como horizonte de la ficción, y la ficción como horizonte del mundo (Stierle, 1987: 131).
Así entendida, la autonomía literaria queda propuesta como el resultado de un comportamiento semiótico que, al privilegiar la función estética, reconfigura las relaciones con la realidad a partir de sus propias configuraciones intencionales. Es decir, una reconfiguración valorada. La autonomía emerge como el lugar en que se realiza el valor literario, pero de ninguna manera el giro autonómico significa la expulsión de la realidad sino, por el contrario, la activación de una potencia transformadora: el movimiento autorreferencial no abandona sus funciones heterotélicas para con la vida social. De pronto esta concepción propone un bálsamo para con el condenado autonomismo literario, tantas veces reducido a la versión de l'art pour l'art así como a otras prácticas de aspecto socialmente pasivo respecto de las intervenciones socio-políticas de la literatura. Sin embargo, es importante advertir el valor de protesta que en el siglo XIX francés asumió la doctrina del arte por el arte, la cual ofreció un distanciamiento complejo respecto de los planteos de la autonomía kantiana identificada con el concepto de desinterés del arte (el arte entendido como “finalidad sin propósito”), tal como apunta con particular acierto Matei Calinescu:
Pero l'art pour l'art tal como fue concebido por Théophile Gautier y sus seguidores no fue tanto una teoría estética bien formulada como un grito unificador para los artistas que se habían hartado del vacío humanitarismo romántico y sintieron la necesidad de expresar su odio hacia el mercantilismo burgués y el vulgar utilitarismo (Calinescu, 2003: 59).
La expresión paradójica es la que mejor conviene a la complejidad crítica del concepto: la autonomía no es autónoma. En efecto, la misma no es el producto de una legalidad propia en la que se amalgaman de modo lineal las naturalezas de campo y objeto, sino que procede de una red que la precede pero que no necesariamente la fetichiza. Por lo demás, lo autonómico es un momento de la productividad, no el absoluto de un nomos dentro del dominio del arte. En tal sentido, vale la pena recordar los planteos de Theodor Adorno al respecto, para quien “el arte se vuelve social por su contraposición a la sociedad, y esa posición no la adopta hasta que es autónomo” (2004: 298).
En efecto, según Adorno, “al cristalizar como algo propio en vez de complacer a las normas sociales existentes y de acreditarse como “socialmente útil”, el arte critica a la sociedad mediante su mera existencia, que los puritanos de todas las tendencias reprueban” (Ibidem). Una de las precisiones -y desmitificaciones- posibles consiste en confirmar que el desinterés kantiano no constituye el absoluto acepcional de “lo desinteresado”, si atendemos a la sugestiva y, en mi concepto, vigente posición de Adorno. Tal como afirma Gomá Lanzón, en el arte autónomo hay, para Adorno, “una resistencia contra la presión de la ideología dominadora; su no funcionalidad, su desinterés, desafía la razón instrumental y el principio de mercancía” (2005: 451).
Josefina Ludmer y las literaturas posautónomas: problemas de consistencia
Por su parte, en uno de los textos más provocativos dados a conocer por Josefina Ludmer en los últimos tiempos se plantea el problema de la autonomía literaria y su desplazamiento contemporáneo a cargo de escritos u obras que revisten, a su parecer, características singulares relacionadas con la globalización y la hegemonía de las lógicas del capital transnacional. Estos escritos calzan en una suerte de categoría a la que Ludmer denomina “literaturas posautónomas”, planteamiento sobre el que se han escrito diversos trabajos, entre los que pueden citarse el de Ramiro Zó y el de Tiago Alberto Pinheiro, publicados en el dossier de la revista Landa denominado “A questao da pós-autonomía” (2013); no obstante el interés que suscitan al respecto uno y otro, sus perspectivas son en parte diferentes de la que comprende nuestro enfoque crítico, particularmente porque asumen una posición aprobatoria de la categoría propuesta por Ludmer. No es este el caso del artículo de Martín Kohan, con el que advierto algunos puntos en común, sobre todo con el manejo del concepto de autonomía en explícita referencia adorniana, que tanto considera la cuestión en los rasgos de las obras como en las acciones institucionales, al tiempo que lo autonómico conserva un inequívoco sentido de resistencia que también sostengo y que es asimétrico con los planteamientos de Josefina Ludmer. Si bien mantengo numerosas discrepancias con el conjunto de las argumentaciones de su ensayo-manifiesto, me centraré, a partir de este en momento, en dos o tres aspectos del mismo que considero fundamentales.
Para elaborar un concepto de posautonomía, Ludmer comienza por referirse a una clase de textos que no serían literatura en función de sus características intrínsecas, dentro de las que destacarían la imposibilidad de distinguir entre realidad y ficción, la de mostrarse resistentes a cierto tipo de identificación literaria asegurada por categorías clásicas, así como al hecho de que son productoras de “presente” y a la vez producto de la evaporación de la figura del autor a cambio de la imaginación pública construida por los medios. Se trata de obras que “atraviesan la frontera de la literatura y por eso no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son o no son literatura. Se instalan localmente y en una realidad cotidiana para 'fabricar presente' y ese es precisamente su sentido” (2007: 1). Sostiene Ludmer que antes “autonomía, para la literatura, fue especificidad y autorreferencialidad, y el poder de nombrarse y referirse a sí misma. Y también un modo de leerse y cambiarse a sí misma” (4). Pero, al parecer, ahora no.
Efectivamente, la especialista argentina pone su acento en el hecho de que siendo éste el tiempo de las transnacionales del libro, de las cadenas mediáticas y de internet, en que todo lo cultural es económico y viceversa,2 de la mano de las tecnologías se genera la “realidad ficción” en que vivimos. Así, estos escritos quedan vaciados de densidad, digamos, literaria. Al mismo tiempo Ludmer señala la opción por formas como el testimonio, la autobiografía, los reportajes periodísticos, etc., pero conformadas por una realidad representada que ya es una representación, quizás como en un reality show. En su concepto, estas escrituras guardan diferencias claras con las realidades histórico-referenciales de, por ejemplo, la novelística anterior, sea, habrá que suponer, casos tan disímiles como los de Onetti, García Márquez, Vargas Llosa, Clarice Lispector, Rómulo Gallegos, Julio Cortázar, Juan José Saer, Carlos Fuentes y, a lo mejor, Manuel Puig y Mario Levrero.
En principio, la propuesta de Ludmer me ofrece una objeción fundamental: para la ensayista argentina el concepto de autonomía es cerradamente kantiano y está gobernado por una lógica del desinterés y de la finalidad sin fin, lo que le impide considerar una serie de investigaciones como las llevadas a cabo por la Escuela de Praga. Efectivamente, que algo se deje o no leer como literatura depende de la relación que consiga establecerse entre la potencia semiótica del artefacto textual con los horizontes culturales e institucionales que admitan la posibilidad de esas lecturas. Pero Ludmer, en cambio, parece apelar a la idea de que hay categorías propiamente literarias, esto es, ciertas fijaciones de una autonomía normativa que aunque delaten su procedencia de un tiempo anterior e inoperante, se mantienen independientes del acto de leer. De lo contrario no afirmaría la existencia de una “frontera de la literatura”, o el hecho de que “estas [nuevas] escrituras no admiten lecturas literarias”, o que las mismas pierden “voluntariamente especificidad y atributos literarios” [y que] “al perder 'el valor literario' la literatura posautónoma perdería el poder crítico, emancipador y hasta subversivo que le asignó la autonomía a la literatura como política propia, específica” (5). Dicho sea de paso, nunca aclara Ludmer cuáles son los atributos literarios ni sus fronteras. ¿Desde qué presupuestos cabe consignar que una novela como La villa, de César Aira, comporta una renuncia al valor literario, a la crítica social o incluso al género?
Parece que en todo caso para Ludmer el valor es un fenómeno inscripto especialmente en el texto más que en las contingencias de activación socio-cultural que lo atribuyen. Su propuesta articula valor y autonomía para arraigar una oposición en que estas nuevas escrituras resultan signadas por el no valor y la posautonomía (en lugar de heteronomía). ¿Acaso leemos La villa como literatura porque no nos damos cuenta de los cambios en el estatuto de la literatura y por ende formamos parte de aquellos nostálgicos que no sabemos o no queremos saber que La villa debiera ser leída de otro modo, más de acuerdo con su voluntad intencional, que sería posautonómica y desvalorizada? Efectivamente, La villa puede ser leída en dichos términos, pero los mismos no pasan de constituirse en una lectura. Esto puede proyectarse a otras producciones citadas por Ludmer, como Montserrat (2007), de Daniel Link, o, por ejemplo, el libro de relatos Villa Celina (2008), de Juan Diego Incardona.
IV. Ilusiones posautónomas. Tensiones y vigencia de la autonomía literaria
Se entiende perfectamente que Ludmer sostenga que esa desaparición de la noción de campo autonómico de Bourdieu haya sido asaltada por la globalización y sus rigurosas leyes de mercado. Ésta, bajo la energía del capitalismo transnacional, borra el juego firme de las identidades literarias y sus poderes, quizás permutadas por un sujeto fantasmático y difuso que de ninguna manera se homologa con un concepto de autor surgido como función social restringida dentro de dicho campo. Del mismo modo, me resulta dudoso que estas escrituras sean situadas como novedad en el despliegue, al parecer indecidible, de realidad y ficción. Sólo basta remontarse a Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, para pensar que hace más de medio siglo esta obra y su proceso de construcción pusieron en el tapete público un montaje de realidad-ficción que, si no es igual a la desfronterización de estas nociones, que según Ludmer ofrecen las nuevas escrituras, de ninguna manera puede negarse en la obra de Walsh el estado dinámico de la suspensión del estatuto de realidad en tensión conjunta con el estado dinámico de suspensión del estatuto ficcional.
En Operación Masacre dicho estatuto se erige mediante acciones de escritura sucesivas e irreductibles a una jerarquía de géneros, para segregar, en cambio, como ya demostró palmariamente Roberto Ferro, un sistema abierto (Ferro, 2010: 146). La opacidad y la autorreferencia del proceso de investigación y escritura se ofrecen intensamente en el trabajo de Walsh. Sin embargo, en Operación Masacre a diferencia de las que resultarían ser “literaturas posautónomas”, no se exhiben, como “en un muestrario global de una web, todos los realismos históricos, sociales, mágicos, los costumbrismos, los surrealismos y los naturalismos”. Este acontecimiento diferenciador otorgaría cierta razón a Ludmer, pues los propósitos y la identidad del sujeto de Walsh son notoriamente distintos del vaciamiento que los mismos sufrirían en semejantes letras posautonómicas.
El problema subsiste de otra manera cuando pensamos que lo que hay en estas literaturas es efectivamente un vaciamiento, incluso un cierto desparpajo de esas poéticas del vacío, pero que en ese caso el pastiche del muestrario constituye en verdad un giro crítico desde el interior de un proceder literario que no se confiesa como tal para, de una manera invertida, mejor mostrarse. Con esto quiero decir que a efectos de mantener, si no una consistencia constante de otro tiempo, es posible reconocer la memoria activa de una autonomía literaria que no desaparece sino que se repliega y despliega mediante otras fenomenalidades, a través de las cuales activa su resistencia crítica. En tal sentido es que comparto la afirmación de Kohan sobre el asunto:
Despojadas de su tensión autónoma, o deshaciéndose de ella por alguna razón, [las obras] han de quedar fatalmente neutralizadas y dócilmente integradas al imperio de lo existente. La autonomía es su única opción de resistencia (Kohan, 2013: 316).
Si la vanguardia se había propuesto la superación del arte autónomo, en el sentido de una reconducción del arte hacia la praxis vital, tal como la plantea Peter Bürger (1987), 3 me pregunto y en parte me respondo si los argumentos posautónomos (no el acontecimiento de las literaturas así designadas) sino el discurso de Ludmer, que precisa inventarlas y nombrarlas de ese modo, no conducen realmente a una praxis de la sumisión o de la ceguera. Es decir si ante el muestrario global de la web, la posautonomía no es otra cosa que una falsa superación de la autonomía, una confesión de parte a propósito de lo que con otro lenguaje -y, naturalmente, otros alcances y, sólo en parte, otros sentidos- Bürger se refería a literatura de evasión y a la estética de la mercancía. El problema es si no se designaría con este concepto, más que a tales o a ciertas literaturas, a una hipóstasis teórica de las lógicas culturales de la globalización del mercado.
Ello no quiere decir que no haya que identificar ciertas obras de cierto momento histórico con determinados rasgos semiótica e ideológicamente situados (aspectos del muestrario web antes referido, etc.), los cuales resultan relevantes pero no sustitutivos. E incluso si no se trata de un modo de suspender la libertad crítica que el juego más libre de la memoria autonómica permite, con su lado productivamente opaco, con su leerse como escritura que a su vez resiste la fatigada bina realidad/ficción. En tal sentido, por más que han pasado cuatro décadas, pienso que continúa vigente la especulación histórica de Peter Bürger, para quien
Debemos preguntarnos, desde la experiencia de la falsa superación, si es deseable, en realidad, una superación del status de autonomía del arte, si la distancia del arte respecto a la praxis vital no es garantía de una libertad de movimientos en el seno de la cual se puedan pensar alternativas a la situación actual (1987: 110).
En efecto, semejante reserva implicaría, para nuestra época, una posibilidad de resistencia sobre las reificaciones producidas por los lenguajes desintensificados de la globalización mediática y transmediática, movimiento que puede identificarse como el de una autonomía capaz de empujar en un sentido originado por el desarrollo crítico del momento de verdad. Por cierto que, siguiendo a Bürger, no hay un momento sin el otro una vez que pensamos el arte desde la categoría de la autonomía. Por ello es preciso insistir en que no existe un lugar para el borramiento del momento de falsedad, pues el mismo es constitutivo, junto con el momento de verdad, de las dos caras de esta moneda autonómica. De manera que resultaría una ilusión el hecho de pensar que la falsedad ha sido superada, cuando de hecho permanece allí, incluso solapándose, constantemente. Así, si en ciertas circunstancias es posible reconocer la fuerza dominante del momento de verdad, la falsedad, como un parásito, se nutre de la energía de lo verdadero para entonces amenazarlo con la tentación que implica que semejante verdad devenga en esencia transhistórica del arte. En otras palabras, que el momento de falsedad trata de fortalecerse con la debilidad intrínseca de un momento de verdad que sucumbe a la soberbia de su deificación esencialista. De ahí que es capital que el momento de verdad de la autonomía se asuma con una decisiva conciencia crítica que dicha verdad posee a propósito de una sombra que, constituyéndole, no se le despega.
En consecuencia, cuando retomo la noción de posautonomía, lo hago desde este fondo precedente que en esta aplica un estado de posterioridad. En otras palabras, se vuelve necesario crear espacios que permitan superar la separación con la praxis vital a partir de una intensidad autonómica crítica y sin post, que, simultáneamente, reclame el trabajo sobre el valor como trabajo productivo que no corresponde ocultar. Para ello, habrá que tener en cuenta que la dimensión autonómica corresponde al estatuto de las obras en tanto proceso histórico socialmente condicionado. Por eso no está de más repetir que un error decisivo consistiría en “superar” la situación de estatuto convirtiendo a la autonomía en doctrina sobre la “naturaleza literaria” o la “literaturidad” de esas obras. Ello también ocurriría, al fin de cuentas, si las contingencias históricas de dichos procesos derivaran -incluso cuando se piensen a partir de la muy discutible presunción de un estado posautonómico- en una doctrina manifiesta de la posautonomía.