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En-claves del pensamiento

versión On-line ISSN 2594-1100versión impresa ISSN 1870-879X

En-clav. pen vol.12 no.23 México ene./jun. 2018

 

Artículos

El silencio del amor: deseo, pregunta y saber de sí

The Silence of Love: Desire, Question and Self-knowledge

Lorena Rojas Parma* 

* Profesora de Universidad Católica Andrés Bello. Escuela de Filosofía. Centro de Investigación y Formación Humanística. E-mail: lorojas@ucab.edu.ve


Resumen:

El artículo se propone indagar filosóficamente la afirmación el deseo es una pregunta, de Luis Cernuda. Esta indagación implica establecer vínculos con la antigua relación entre Eros y sabiduría, deseo y saber de sí, que Sócrates y Platón plantearon especialmente en los diálogos dedicados al amor. Asimismo, la afirmación de Cernuda sobre la inexistencia de la respuesta a la que aspira el deseo, plantea la importancia de considerar la naturaleza de la pregunta que se mantiene incólume -como el amante- a pesar de la ausencia de respuesta. Se muestra, finalmente, que el deseo como pregunta es un estado idóneo para la reflexión que da origen a un diálogo consigo mismo, mostrándose un camino del saber de sí.

Palabras clave: Cernuda; Platón; Sócrates; deseo; pregunta; saber de sí

Abstract:

The article proposes to philosophically inquire the affirmation desire is a question, by Luis Cernuda. This inquiry involves links with the ancient relationship between Eros and Wisdom, Desire, and Self-knowledge, which Socrates and Plato raised especially in dialogues dedicated to love. Likewise, Cernuda's assertion about the lack of the answer to which the desire aspires raises the importance of considering the nature of the question which remains intact -like the lover- despite the absence of response. finally we shown that desire as a question is a special state for reflection that gives rise to dialogue with itself, showing an important way of self-knowledge.

Keywords: Cernuda; Plato; Socrates; Desire; Question; Self-knowledge

La verdad de mí mismo,

es la verdad de mi amor verdadero

Luis Cernuda

α. Prologus

En el primer verso de No decía palabras, de Luis Cernuda, el poeta escribe:

No decía palabras,

Acercaba tan solo un cuerpo interrogante,

Porque ignoraba que el deseo es una pregunta

Cuya respuesta no existe,

Una hoja cuya rama no existe,

Un mundo cuyo cielo no existe1

Y con el asombro que siempre produce descubrirse a uno mismo en el decir del poeta, surge temerosamente la duda en un alma filosófica: si el deseo amoroso se nos presenta como una pregunta, y una pregunta sin respuesta, afirmación lúcida y exigente, ¿qué es, entonces, lo que busca el amor? Si la respuesta al deseo, además, no existe, ¿hacia dónde se orienta el ímpetu de Eros? Más aún, ¿cómo es incluso posible el deseo? Podríamos decir que una pregunta definitivamente sin respuesta deja de ser una pregunta, pues “una duda sin término no es ni siquiera una duda”;2 en efecto, hay pregunta porque hay respuesta. Y hay deseo porque hay algo deseado. Si la respuesta no existe, como la rama o el cielo, ¿por qué existe la pregunta, el deseo? En realidad, si no estuviésemos ante una auténtica pregunta, y si el verso no nos conmoviera con su deseo interrogante, se nos disolverían al modo de un tormentoso problema sin solución -nada menos que- el deseo y el amor. “Pues lo que acaso esté oculto, no nos interesa”.3 Si ese fuera el caso, y con la serenidad terapéutica que seguramente traería consigo, en cierta forma estaríamos próximos a la aspiración suprema de un místico oriental, a la ataraxia de un filósofo helenístico, o a aquel sabio bueno y autosuficiente del Lisis, que no ama ni desea porque no necesita nada.4

Sin embargo, el tono del verso no nos hace sentir esa autarchia o alguna disolución erótica. Tampoco parece el sentimiento del poeta, y no es el de quien se siente interpelado y reconoce la ausencia de esa “respuesta›”. En realidad, la confesión de un amor interrogante que no halla solución, de un deseo que cuestiona y se afirma frente a una respuesta inexistente, vinculando deseo y saber, es una invitación a la reflexión. Es una ocasión para volver a pensar el deseo como la fuerza que hace posible el cuestionamiento, la pregunta que abre los trabajosos caminos del saber de sí. Como veremos, el ímpetu del amante con su deseo, el que impulsó y orientó las búsquedas de Sócrates, es el ímpetu del que investiga y pregunta por sí mismo. Por tanto, el interés del texto, lejos de ser un estudio sobre el poeta, es disertar filosóficamente sobre ese deseo como pregunta, que nos devela al hombre viéndose a sí mismo desde el amor como interrogante; a su propio deseo en clave de incógnita y enigma. Descubierto pregunta y teniendo que pensarse. Ese pensarse, interrogarse, que supone diálogos y exploraciones de sí mismo, por supuesto, pues se trata del propio deseo. Un deseo que aspira a una respuesta, y que el poeta dice inexistente.

En este sentido, vamos a disertar sobre la naturaleza de este deseo-pregunta, que no se disuelve como una duda sin solución y que confiesa una respuesta ausente. Para ello, además de la luz de los versos del poeta, será Platón quien nos brinde argumentos para pensar nuevamente el ímpetu de un deseo que cuestiona, de una pregunta que se impulsa con Eros para iniciar diálogos que interrogan al alma humana y buscan el saber.

El silencio del amor, el que sin respuesta no renuncia al deseo, se revela un espacio privilegiado de la reflexión de sí.

β. Percontatio

El verso citado, con el que inicia el poema, es complejo y denso: el deseo es la pregunta y la pregunta existe. El lamento es por la inexistencia de la respuesta, que se asemeja a la hoja cuya rama no existe y al mundo cuyo cielo no existe. Sin embargo, como la experiencia nos da testimonio de la rama y el cielo, podemos decir ‹‹hay hoja, hay mundo››. Con todo, podría ser que no hubiese hoja ni mundo. Una hoja cuya rama no existe, no puede ser hoja; un mundo cuyo cielo no existe, quizá tampoco pueda ser mundo. Así, y un poco como lo diría un budista, estaríamos tan sólo frente a una ilusión y, en consecuencia, la realidad última de las cosas no sería más que ‹‹vacío››; permaneciendo en pie, sin embargo, el deseo.5 Él es el soberano garante de la vida y del regreso al ciclo vital;6 la dynamis que preserva que aún nos mantengamos en el devenir de la vitalidad. Por tanto, si todo fuese efectivamente vacío, si las cosas fuesen ilusorias como la rama o el mundo, incluso en ese caso límite, aún tendríamos que dar cuenta del deseo.7 Y junto con él, entonces, de la pregunta. Como la pregunta filosófica que, desde el mismo Platón, se gesta en el amor. La pregunta de sí y de lo trascendente, que se fragua en las conmociones que provoca Eros en el amante.8

En este sentido, recordamos a Gadamer cuando sostiene, a partir de la lógica dialéctica de los griegos, que el inicio de todo diálogo, la motivación que reposa tras cualquier enunciado, es siempre una pregunta. No un juicio, una pregunta.9 Ella desencadena, al modo de Sócrates, exploraciones, recorridos, descubrimientos, que van haciendo el camino, fundamentalmente, hacia uno mismo y van forjando así el “cuidado del alma”. Desde Sócrates sabemos que el methodos hacia la episteme es un diálogo que inicia con una pregunta; desde Sócrates también sabemos que esas búsquedas tan arduas de la verdad irrefutable de las cosas del hombre son, al mismo tiempo, una completa remoción de lo que sentimos, creemos y suponemos verdadero. El saber y el saber de sí no son distantes. El deseo, la pregunta, abren el camino hacia la búsqueda, el diálogo y el diálogo consigo mismo que, como es sabido, Platón llama pensar.10 El mismo Platón nos muestra que cuando realmente se cumple el “conócete a ti mismo” del maestro, es precisamente en el amor.11 Y el vínculo más profundo entre el deseo y la pregunta, lo hallamos en Sócrates; pues en él reconocemos la fuerza filosófica del deseo y el ímpetu valiente de cuestionarse. El amor es, dice el filósofo, el mejor colaborador de los hombres,12 de los hombres que aman y buscan saber. Así, hablamos también de nuestro studium, que entre sus significados guarda “deseo”.

Y ese deseo del que habla Cernuda, el deseo que es una pregunta, también es el del amante, el que se aproxima buscando el alivio de la respuesta que nos confiesa inexistente. En esa atmósfera que recrea el poeta, en la que el amor interroga, recordamos precisamente que hacer una pregunta es un movimiento erótico;13 que la búsqueda de una respuesta implica un deseo que se impulsa hacia su hallazgo. Que en la investigación solemos encontrarnos como aquel amante iniciado de Platón, en el Banquete, que ha de ser asistido por Eros para alcanzar la episteme suprema de lo bello.14 Así, que preguntar lleva secretamente consigo el estremecimiento de Sócrates cuando encuentra a Cármides, para iniciar un diálogo y preguntar qué es la sophrosyne.15 Un encuentro rebosante de belleza y tensión erótica, que Platón presenta como el ímpetu y el escenario de una compleja disertación filosófica, que aún no halla su respuesta.16 Se trata, además, el deseo, de una pregunta encarnada, de un cuerpo interrogante, y de un deseo cuya satisfacción es una respuesta. Por tanto, de una experiencia cuestionadora que, como toda pregunta del deseo del amor, no abandona su cuerpo en la búsqueda. Por ello nos estremece filosóficamente que en el poema no haya lugar para que el cuerpo amado responda, y no porque se trate de una inquietud “intelectual”, como despojada de la carne, como si el cuerpo no pudiera pronunciarse, sino porque él también es deseo y, así, pregunta. Porque el amado también tiene sus laberintos, sus búsquedas y no es el que pacientemente aguarda al amante con sus respuestas; no es el alivio de sus angustias cuestionadoras.

Escribe el poeta:

Mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne,

Iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo.

Esto ya nos revela la situación del amante sin respuesta; y que el amor no aspira a la ilusión de un complemento, como lo soñamos desde la antigüedad, al hallazgo de lo necesario que porte el amado para compartir la vida. O como bellamente lo llama el Aristófanes platónico, al symbolon, “mitad perfecta” de uno mismo.17 En efecto, cuando el poeta escribe Mitad y mitad, Aristófanes diría que esas mitades, si han sido auxiliadas por Eros, constituirían sus propios complementos, abandonarían su anhelo y serían felices.18 Pero en la línea de Cernuda no es esa eudaimonia lo que hallamos, sino mitades iguales en pregunta, aún en búsqueda, y en la desolación de la no respuesta. El hallazgo del amado no cumple el deseo de hacerse uno con él, de tornarse completo o de la anhelada sanación de un dolor originario;19 el deseo del amor es la experiencia donde quedamos sorprendidos, desnudos de vulnerabilidad, descubiertos pregunta.

Así, si el amante se ha revelado su propio misterio, si da inicio a ese diálogo que se exige desde sí mismo, ha de orientarse inevitablemente desde el deseo y seguir el paso hacia sus propios secretos. Si el deseo es la pregunta, el adalid de ese diálogo, hay que indagar sus caminos, explorar sus rutas, que son una develación de las nuestras, quizá no tan sabidas y por eso exigidas si atendemos al mandato apolíneo que nos llama a saber de nosotros mismos. El deseo del amor puede domesticarse, moderarse, hasta embellecerse en su temor, como lo narra Platón,20 pero no disolverse ni ignorarse: su naturaleza lo impide, porque es el impulso hacia lo verdadero de uno mismo, porque -como lo sabemos todos- no es posible disolver el amor ni por mandato urgente de la razón. “El amor es fuerte como la muerte”, dice el Cantar de los cantares.21 Y a pesar de la violencia que puede ejercer el deseo amoroso, hay un embellecimiento de la vida cuando se cuestiona a sí misma gracias al otro. Ese cuestionarse tiene que ver con examinar “respuestas”, opiniones de sí, presuntos saberes, que hemos acogido acríticamente en nosotros. Y el deseo, con esa fuerza indetenible que comparte con la muerte, irrumpe contra todo lo que no sea verdadero, diluye cualquier artificio con el que nos hayamos podido engañar y nos encamina, al menos, hacia la conciencia de la búsqueda.

Esa potencia del deseo suele traer consigo, como lo leemos en el Fedro con el furor que lo caracteriza, un replanteamiento de la vida y, en el mejor de los casos, un estremecimiento ante lo bello.22 En la paideia que se despliega entre los amantes, hallamos que la tarea de los enamorados es descubrir el “dios” que reposa en sus almas, el que moldea su carácter, con el fin de parecerse a él tanto como les sea humanamente posible.23 Porque amar es descubrirse, aprender a parecerse a uno mismo. Y esto ocurre a los amantes, a los que se intuyen gracias al deseo.24 Pero si Cernuda confiesa que no hay respuesta -ni dios-, es en el amor donde el hombre se descubre pregunta y se sabe interrogante de sí mismo. Se despoja de lo falso, la ilusión, y se vuelca hacia ese deseo inquisidor que hace de su vida la vida del amante.

Todos sabemos que ir a Delfos, preguntar a la Pitia, consultar el oráculo, ha sido siempre un tránsito hacia nosotros mismos: en ningún otro lugar ha estado esperándonos la respuesta. Y un poco como la visita al oráculo, amar al otro ha sido siempre un “mirarse al espejo” y recibirse a uno mismo desde el amado.25 En un argumento profundo y conmovedor, Sócrates sostiene que sólo podemos buscarnos y hallarnos, conocernos, gracias al amado que estremece nuestro deseo. El alma que quiere saber de sí, advierte el filósofo, no puede verse a sí misma y por ello necesita del reflejo del alma del amado, que es su semejante (homoion) y también su espejo (katropton).26 El amado es, por tanto, el espejo amoroso que nos devuelve la imagen de lo que somos; el que hace posible que podamos vernos y saber de nosotros.27 Así, el deseo y su pregunta no podrían eximirse de lo que estamos oyendo desde la noche de los tiempos, lo que da la bienvenida al oráculo: gnothi seauton, y que Sócrates bellamente convierte, en ese contexto del amante espejo, en ide sauton, “mírate a ti mismo”.28 Eros es, ciertamente, el mejor colaborador del hombre, del hombre que cuestiona, se busca y se conmueve de sí mismo. Se conmueve a partir de su propio deseo. Con Cernuda hablamos de una pregunta encarnada, del deseo interrogante que no abandona el cuerpo, por tanto, de un amado que será espejo en esos mismos términos, pues él también es pregunta. Él es el semejante; el igual. Por ello, el amante tendrá que enfrentar al espejo que no es sólo alma, como aspira Sócrates, sino al que lleva consigo los entramados del cuerpo, sus secretos, mientras expresa en su sentir angustioso la pregunta que refleja. Sócrates dice que el hombre no es su cuerpo;29 pero Cernuda nos lleva por una búsqueda del amante que no se despide del cuerpo, que lo hace suyo, y lo involucra en ese silencio de la respuesta. El amante que quiere saber de sí, necesita del reflejo del amado, con las voces interrogantes que también se dicen desde el cuerpo.30 Si Sócrates nos habla de verse y saber de sí a través del amado, el poeta nos conmueve hasta el límite al confesar la pregunta y el silencio de la respuesta, su desoladora inexistencia junto al amado. El hondo dolor del amante que no halla su luz, su respuesta, en el otro -aunque sí su reflejo-, ni siquiera porque ahora no se destierra al cuerpo. Y si el deseo no tiene respuesta, nosotros tampoco.

γ. Stabilitas

La portadora de la sabiduría amorosa desde la antigüedad, Diotima de Mantinea, ha definido el amor como deseo de poseer siempre lo amado, es decir, el bien.31 La naturaleza del deseo aspira a la posesión de lo amado. Así, el amor y el deseo son entendidos como estados de carencia, de no posesión, pues se desea, ciertamente, lo que no se tiene.32 Por eso Eros ni es realmente un dios ni puede ser bello: él desea la belleza, porque no la posee. Y, por supuesto, no podríamos atribuirle carencias a un dios.33 Por tanto, un daimon de lugares intermedios (metaxu), que se cuela entre lo divino y lo humano, que cuenta a los dioses lo que padecemos, que nos trae de vuelta sus recados, que susurra el futuro a los adivinos y embellece la vida con ritos, termina siendo el amor.34 Por ello, ese deseo, desde su no tener y su ímpetu, desde su ir y venir, siempre está en movimiento. Y no puede tener respuestas, porque es el lugar del espíritu donde se presiente, pero no se sabe; él aún no es -se erige en el intermedio- pero aspira a ser, a saber, como si aspirara a una respuesta. En efecto, aspira a lo estable, a la serenidad de lo que se sabe. No por otra razón Eros conduce al amante hacia la contemplación de lo bello en sí, episteme eternamente bella y siempre igual a sí misma.35

Pero el deseo, como la pregunta, es movimiento; lo desencadena y lo encarna. Y comencemos por allí: esa respuesta ausente aspira a la estabilidad, a la certeza, ambas características ajenas al deseo; pues se desea lo que no se tiene. Tratándose del deseo del amante, es probable que no se satisfaga con una respuesta parcial, pasajera o temporal. Y junto al amado, por supuesto, no puede haber respuesta, como declara el poeta, porque él es igual en deseo, así, igual en pregunta y en búsqueda. El saber al que se aspira, el saber de sí, se perfila más próximo a la quietud, a la serenidad que es ajena al deseo; a una respuesta sostenida, como el acorde pitagórico que constituye el kosmos, donde podamos hallar finalmente nuestra propia armonía. Reconozcamos, con Diotima, que el deseo es una ausencia, el sentir de una falta, el ímpetu de la vida que se pronuncia necesitando; pero también es el impulso, la posibilidad de saber de uno mismo en la versión del que extraña, del que padece la ausencia de algo que -en principio- no se conoce.

Porque el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe

Así termina advirtiéndonos el poema de Cernuda.

Con todo, y a partir de lo dicho, retomemos un viejo cuestionamiento: ¿cómo se desea lo que no se conoce? Planteado en clave socrática: ¿cómo se hace una pregunta sin saber absolutamente nada de lo que se pregunta?36 Como es sabido, hacer una pregunta siempre supone algún pre-saber, alguna noción, pues es imposible cuestionarse desde la ignorancia absoluta de lo buscado. La pregunta ocupa un lugar intermedio entre la sabiduría y la ignorancia;37 el mismo intermedio que ocupa Eros.38 Y ese lugar donde hallamos el deseo y la búsqueda sugiere que no son -no pueden ser- totalmente ciegos a lo buscado. De lo contrario, la vieja objeción de Menón seguiría en pie: no podríamos saber de ninguna manera si hemos hallado lo que estamos buscando, lo que en realidad deseamos, si no tenemos alguna noción previa de ello. Pues, “¿cuál de las cosas que ignoras -pregunta Menón- vas a proponerte como objeto de tu búsqueda?”.39 En este sentido, ¿cómo podría ser desconocida e incluso inexistente la respuesta del deseo? ¿Qué pregunta el cuerpo interrogante que él mismo no presienta? ¿No es preciso reconocer que hay al menos un indicio de lo querido? ¿Un reclamo por algo que se presiente y que se sabe ausente? No podemos asumir una extrañeza, un desconocimiento radical entre el deseo y lo deseado. Pues, ¿cómo podría haber deseo? Sentimos la añoranza de una respuesta, el estremecimiento del deseo que cuestiona: ¿qué puede ser tan extraño? ¿Cómo se necesita algo inexistente? Algún referente debemos tener para declararlo así; algún recuerdo, quizá, de un amor profundo que hoy haga inexistente o imposible cualquier otra “respuesta”. Pero no parece el caso.

Por otro lado, si estuviésemos considerando un deseo por mucho tiempo desconocido, entonces quizá nos sorprenderíamos ante el hallazgo de lo que no sabíamos que deseábamos. Aunque, en realidad, eso no aliviaría el lamento del poeta, pues ese deseo se descubriría pregunta y quedaría de nuevo extraviado y sin respuesta. Por tanto, reconozcamos, también, que el deseo ha de tener pistas, sospechas, intuiciones de lo deseado y que no puede haber un absoluto desencuentro entre el deseo y lo deseado. Son precisamente esas sospechas, esos rastros, los que nos orientan hacia los refugios silenciosos de lo que añora el deseo.40

Junto a esto, el deseo como pregunta debe considerar lo que Martha Nussbaum señala en la primera línea de El conocimiento del amor: “Nos engañamos acerca del amor, acerca de a quién amamos y cómo y cuándo y… si amamos”.41 Si esta afirmación, este enunciado -como todos-, responde a una pregunta, según sostiene Gadamer, nos topamos precisamente con el deseo como pregunta, con el interrogante amoroso que, sin duda, también se puede “responder” con una falsedad. Y en este caso sería, lo que es peor aún, un autoengaño.42 En efecto, en lo que asumimos con respecto al amor, especialmente cuando no hemos hecho la labor interrogante del diálogo, no estamos eximidos de sufrir algún autoengaño, o de ocultarnos tras otras experiencias que puedan usurpar la voz del deseo. Pues el deseo, ciertamente, también puede ser víctima de disfraces, ropajes, encubrimientos que terminan castrando la pregunta y el propio hallazgo de sí.43 Y podrá mantenerse “oculto”, “desconocido”, mientras sigamos ciegos y ausentes de nosotros mismos. Con todo, nadie sale ileso de una traición a sí mismo; el deseo conoce todos los atajos para revelarse y regresar fortalecido, como regresa un Dioniso deshonrado. El deseo actúa como un “tábano” en el fondo de un alma adormecida.44 Y el deseo que pregunta, el que interpela las honduras de la vida, no puede ser sino el deseo auténtico. Así, la respuesta del autoengaño, no es, en rigor, una respuesta.

Ese autoengaño es, sin duda, una experiencia muy compleja en el amor, ante la que Cernuda, sin embargo, se sabe protegido: en su profunda confesión no hay autoengaño. Hay una honestidad devastadora que, contra cualquier artificio o argumento elaborado, se mantiene sin trampas en el lugar fronterizo del deseo que no halla su respuesta, y que se asume sin cobardía como un interrogante. Quizá no todos seamos tan honestos como el poeta, con nosotros mismos o con lo amado; quizá algunas veces prefiramos el autoengaño, antes de vernos la piel y el alma como un deseo atrapado en su propio movimiento, sin solución y preso de lo no hallado. Pero, al menos, hagamos el intento de hacer la pregunta y de obedecer, con la honestidad de que seamos capaces, al imperativo “mírate a ti mismo” que no deja de resonar en todas nuestras búsquedas.

En este sentido, Nussbaum plantea lo siguiente:

¿Qué versiones sobre el estado de nuestro corazón son las confiables y cuáles son las ficciones con las que nos auto-engañamos? En medio de esta pluralidad de voces discordantes con las que nos interrogamos en este asunto de perenne interés, descubrimos que nos estamos preguntando dónde encontrar el criterio de verdad.45

Nos estamos interrogando, ahora, a través del deseo; él es, de hecho, la pregunta. Y las voces discordantes quizá sean las que lo confunden o lo opacan, y que forjan esas ficciones del autoengaño. Quizá haya un reconocimiento del deseo y su cuestionamiento, pero una respuesta ficticia y engañosa que, finalmente, nos abandone en su inexistencia. Podría argumentarse, no obstante, que esa respuesta ficticia -si es el caso- no se sabía tal, y que cuando fue oportuno se creyó verdadera, lo que sin duda es cierto. O que la respuesta hallada tenía que ver con el presunto apaciguamiento de un deseo, por los buenos oficios de la razón; lo que también es cierto. Con todo, esas ficciones son experiencias que encubren el auténtico deseo y su posible respuesta, si la hay; y eso es lo que justamente constituye el autoengaño. Sin embargo, si somos valientes, si nos enfrentamos sin andamiajes, diremos que uno siempre se sospecha, de alguna forma uno se intuye; que a veces el mismo deseo manda señales, avisos y, temerosos, podemos evadirnos y no verlos. Aunque esas evasiones suelan ser temporales. El deseo es, sin duda, el mejor colaborador de los hombres que buscan saber, saber de sí. “Las fuerzas que originan tanto el engaño como su descubrimiento -continúa Nussbaum- son diversas y poderosas: el riesgo no superado, la urgente necesidad de protección […] gozo, comunicación y unión”.46 Ese descubrimiento del engaño nos enfrenta a la experiencia fuerte de la revelación de nosotros mismos, de la emancipación de voces confusas, de “despertar” y darnos cuenta que escuchamos una versión de nuestro corazón que no fue “confiable”. Por ello, ciertamente, nos estamos preguntando “dónde encontrar el criterio de verdad” y, en el amor, ese criterio se halla en el mismo deseo -el que se sospecha, el que se intuye-, en la ruta que marca, en los caminos que invita a explorar, en el diálogo profundo que desata en el corazón que no se disfraza, si somos capaces de orientarnos desde su ímpetu.

Así, en la misma pregunta ya se implica ese “criterio”, pues desde ese pre-saber, desde la sospecha, desde el lugar intermedio que ocupa una auténtica pregunta -y un auténtico deseo- se orienta la búsqueda, como ocurre con toda investigación.47 El deseo interrogante, si es atendido con atención, no se conforma con artificios, ni se alivia ya con mentiras, tan inútiles como un mal camino de indagación. Prefiere afirmar, desde su más honesta conmoción, que su respuesta nadie sabe. El diálogo con Sócrates es, justamente, lo que nos exorciza del error, de la falsa doxa; aunque sabemos que la consecuencia es dejarnos sin nada y, por tanto, en constante e inagotable búsqueda; en la plenitud del deseo.

Así, cuando buscamos lo escondido,

así comienzan del amor las horas.48

Nussbaum sostiene, como vimos, que diversas y poderosas son las fuerzas del autoengaño, y podríamos nombrar algunas otras, como el miedo a la soledad o la aspiración a vivir una relación formal y reconocida. Esas fuerzas del autoengaño nos recuerdan, también, unas palabras de Voltaire que denuncian un poco lo mismo: “se llama falsamente amor al capricho de algunos días, a una relación ligera, a un sentimiento al que no acompaña el aprecio, a una costumbre fría, a una fantasía novelesca, a un gusto al que sigue un rápido disgusto, en una palabra, se da ese nombre a una multitud de quimeras”.49 Y las llamamos falsamente amor. Voltaire no nos dice, sin embargo, a qué debemos llamar verdaderamente amor; sólo nos exhorta a leer el Banquete, de Platón. En todo caso, estamos ante el encubrimiento que nos fabricamos para dar cuenta del amor, para dar cuenta, quizá, de alguna respuesta y así no enfrentar el penoso lugar del espíritu que descubre que no hay ninguna. La mirada hacia uno mismo, entonces, no está eximida del autoengaño, de alguna fábula que nos podamos contar, para tranquilizarnos, para sosegar los temores, para brindarnos la compañía de un amor que fantaseamos pleno, pero que, como no puede ser de otra manera, termina des-cubierto. Contamos con tantos recursos para defendernos de lo verdadero, del auténtico deseo y su inquietud, o del silencio que nos espera, que sólo “fuerzas poderosas” harán posible que eventualmente descubramos la trama que nos hemos urdido. Tampoco contamos con Sócrates para que el diálogo de la mirada interior sea absolutamente honesto. Pero esas fuerzas de la vida, las del mismo deseo, se encargan de hallar ese “tábano” que nos despierte, para dar cuenta, ahora sí, de nosotros mismos.50 Por ello, no estamos condenados al autoengaño, aunque pueda ocurrirnos. En todo caso, ahora es importante reconocer el deseo, y sentirlo como la pregunta honesta por nosotros mismos. Como si ya hubiésemos transitado esos caminos de ficciones y ropajes, como si ya la vida nos hubiese sacudido, y no hubiese nada qué evadir o qué ocultar. Sabiendo ya que el amado es igual a nosotros en deseo y en pregunta.

Finalmente, desde los vínculos de Eros con el saber enfrentamos una confesión de respuesta inexistente. Si el deseo aspira a la certeza, a la estabilidad, y no podemos escapar a nuestra finitud, tendremos que reconocer que sólo contamos con la fugacidad de la experiencia para “responder” lo que, inevitablemente, nos devuelve a la pregunta y a la inquietud del deseo. Esa inexistencia que nombra el poeta, como lo podemos intuir desde Diotima, parece tal por no poder hallar el alivio sereno y estable del corazón angustiado del amante. El deseo es movimiento y desea esa serenidad de la que carece. Eros, el deseo del amor, la pregunta de sí, no encuentra amparo en la fragilidad, en lo pasajero, en lo que deviene. La respuesta que se añora no es como ese cielo que embellece un mundo que ni siquiera existe. El deseo quiere poseer, siempre, lo que ama; sin embargo, no logra abandonar el desasosiego y la inquietud.51 Pues, ¿qué otra cosa unifica la vida sino el soberano acontecer? ¿Acaso no es desde allí desde donde presentimos su “ilusión”? ¿No es el devenir, la fragilidad, lo que nos ha hecho sospechar, desde los lejanos tiempos de Parménides, de la “inexistencia” de lo pasajero? El deseo no halla su respuesta en la ráfaga de la experiencia, o en la lucidez asombrosa pero fugaz de una vivencia profunda. Su más hondo secreto es el abrazo al alivio de lo que se sostiene, de lo que vence atardeceres, amados, hojas o cielos. Su respuesta nada tiene que ver con inciensos que cambian al fuego de la madera y que se marchan con el ritmo de las nubes. Y ráfaga de la experiencia, es toda experiencia. Incienso que se marcha, como la nube, son todas las experiencias. Quizá lo que confronte con todas sus fuerzas el acontecer de la existencia, sea justamente el deseo. El que insiste en la vida. Ese que sí existe.

δ. Speculum sed non lux

La voz del poeta se lamenta. Y la inquietud del deseo que pregunta la sentimos hecha cuerpo, en las andanzas mismas del amor. Pero éstas ni en la satisfacción que brindan, difuminan o disimulan la pregunta, no la “responden”, porque allí no reposa ninguna respuesta. El deseo estremecido por su interpelación, es la misma angustia que se hace pregunta encarnada. Es el deseo que aspira poseer la respuesta de la que carece. Esa que se anhela serena y estable y que, desde alguna profundidad del corazón, también se sospecha.

Escribe Cernuda:

La angustia se abre paso entre los huesos,

Remonta por las venas

Hasta abrirse la piel,

Surtidora de sueño

Hechos carne en interrogación vuelta a las nubes

El amante ya no mira al amado, no se mira a sí mismo, en interrogación da vuelta a las nubes. En esa masa vaporosa, pasajera, cambiante, imagen perfecta de la ilusión, se refugia la mirada del que sabe que no hay respuesta. Como si se hubiese agotado la búsqueda, como si una tragedia del deseo se apoderara de su corazón y sólo le restase mirar a las nubes. La pregunta se torna angustia del cuerpo: desde muy hondo se va imponiendo, surge, atravesando huesos y venas, Hasta abrirse la piel. Desde ese fondo remonta la inquietud sin respuesta, sola, como diciéndonos que no ha quedado lugar sin búsqueda, que no hay recodos ignorados, que desde las entrañas se está penando la palabra que indaga y que encuentra silencio. Las verdades de la piel, abierta y angustiada, sólo nos brindan sueño, a veces tan vívido, pero que también se desvanece como el mundo sin cielo.

Por el mismo Platón sabemos cómo la conmoción del cuerpo, ocasionada por el deseo erótico, ocurre en sintonía con la experiencia del alma; cómo su inquietud se conjuga con los procesos de conocimiento que se desatan con el amor.52 Y todo eso tiene que ver con el recuerdo y el hallazgo de la belleza. Pero para Cernuda el dolor que se abre paso hasta la piel es la angustia de la ausencia, de la no respuesta, y esto es lo grueso de su experiencia. El amado es opaco, tan opaco como él; su espejo no brilla de hallazgos, pues ni él ni el amado tienen algo qué reflejarse salvo sus mismas preguntas. La belleza de recibirse desde el otro está ausente; la certeza del hallazgo en el amor está ausente. En realidad, estamos ante esa verdad profunda que devela un amado sordo a nuestra pregunta, a nuestro deseo; lejano de la interrogación que se pronuncia, ajeno a esa búsqueda que estremece hasta los huesos. El espejo ahora nos revela la opacidad del otro, su propio velo, que también está hecho de pregunta. Somos iguales en amor, iguales en deseo. El amado nos refleja, sí, pero refleja el mismo interrogante; y no nos responde, no nos ilumina, pues su reflejo es nuestra propia pregunta sin solución. La que él también recibe. Los amantes espejo son, sin duda, una imagen maravillosa que nos muestra que sin el otro y sin amor, no sabemos de nosotros mismos. Pero entre amantes iguales en deseo y en pregunta, la experiencia del mutuo reflejarse es otra; pues reciben de vuelta el interrogante y la angustia. Y al no hallar al otro, no se hallan a sí mismos. Por tanto, ¿cómo sabremos de nosotros, si estamos atrapados en una pregunta que ni en el amor halla respuesta? Si el amado es el espejo, la posibilidad del saber de sí, ¿acaso podríamos ser algo distinto de una pregunta?

La confesión del poeta desafía al amor y su viejo ímpetu de saber, de preguntar y de encontrar; acaso porque ahora también enfrentamos el cuerpo amado -y el propio- con sus misterios, expresando el sentir angustioso de la pregunta. Quizá hemos querido olvidar -o evadir- que el otro puede ser opaco, afligido de su propia pregunta y que nadie nos espera pacientemente con su consuelo; que hemos de respirar y caminar en soledad y en silencio nuestra inquietud. Ese olvido, esa evasión, guarda vestigios de la antigua versión erótica de la esperanza del amado como lo que nos restituye, nos complementa o nos da sentido.53 Y este amor sin respuesta la trae a juicio y la interpela: no, no es cierto que las fuerzas que desata el deseo lleguen al buen puerto del hallazgo, del hallazgo de sí. No siempre el otro nos ilumina y nos da su luz, que ha de ser nuestra luz. El deseo también nos abre al abismo de la vida trémula de la búsqueda sin término, y nos sugiere que la vida del amante es un poco así.54

Y si ese amante sólo recibe el silencio del espejo -su propio silencio-, entonces se abandona en la compleja y honda verdad que hallamos en Cernuda: el amado es el semejante, el igual, pero igual en pregunta, en angustia y en búsqueda. Por tanto, el ide sauton nos permite vernos, ciertamente, pero vernos como deseo interrogante. Y si bien no hay respuesta, saberse deseo también implica descubrirse en el vilo tenso y vital de lo erótico. Si el espejo parece, en estas circunstancias, enfrentado a un amado infranqueable, desamparado de luz, a pesar del ímpetu del amor, es preciso mirarlo de nuevo para reconocer ahora que el único reflejo de que es capaz, el único reflejo que se brindan los amantes, es el de la pregunta. Y como el amado devuelve la imagen del deseo, sigue siendo un espejo fiel: refleja nítidamente al amante. Así, en medio del amor, a pesar de recorrer los caminos del saber de sí, de lo que exige la vida que merece ser vivida,55 podemos no hallar respuestas y, a pesar de ello, seguir conmovidos por el deseo interrogante y su búsqueda. ¿Acaso no sabemos también esto desde Sócrates? ¿No lo sabemos por el filósofo que encarna el Eros por excelencia?

Es interesante que Cernuda hable de la angustia que se abre camino desde sus huesos, remontando venas, abriendo la piel, aludiendo, así, al cuerpo y su dolor. Estamos, en efecto, ante una pregunta encarnada, que no puede despojar al cuerpo del deseo.56 Y que el deseo amoroso provoque estas desolaciones, esos pesares desde los huesos, lo sabemos desde los poetas líricos y su deseo por lo imposible, por el amado ausente que lamentan, y lo sabemos también porque nuestro cuerpo ha dolido. Pero que el poeta aluda al cuerpo sugiere (semainei), como el oráculo,57 otro sentimiento, otra pena, un vestigio que tiene que ver con la declaración de que sólo queda al amante hueso, venas y piel; que sólo sobrevive la angustia de la pregunta incólume con el sufrimiento que hace se carne. Si el amante no sabe de sí, si nada lo ilumina, si no hay amado espejo con respuesta, sólo resta el dolor que inevitablemente consume al cuerpo. Sentimos que ya el amante ha hecho sus búsquedas, quiso saberse, y sólo encontró pregunta y deseo.58 Que ha vivido hasta lo más hondo que lo único que permanece en su eterno movimiento, en su coqueteo con los dioses y con el dolor de lo finito, es el deseo, el fragor de la pregunta. Eros. Que no será un dios, como dice la maga platónica, pero tampoco muere.59 Sentimos que el amante es la pregunta, el deseo; ese intermedio de la vida.

Cernuda nos recuerda que el amor también es infranqueable y solitario. Que el amante, desde ese lugar de no hallarse, quizá deba permanecer intermedio, con la vida posesa por el daimon amoroso del interrogante. Eros y la pregunta, el amante y el filósofo, siguen estando en el mismo lugar.60

η. Percontatio speculum est

Comenzamos estas líneas aludiendo al argumento de la posible disolución del deseo como pregunta: si definitivamente no hay respuesta, entonces no hay pregunta. Sin embargo, la experiencia del amante no ha sido la disolución del deseo. El saberse deseo sin respuesta no lo ha llevado por los caminos serenos de la iluminación, del iniciado platónico del Fedón, o de algún apaciguamiento de la “Voluntad” como al que aspiraría Schopenhauer. Por el contrario, el amante se mantiene en el vilo de la angustia, Ávido de recibir en sí mismo Otro cuerpo que sueñe. Se mantiene en pregunta y, así, sigue siendo amante. ¿Por qué no se liquida ese deseo, como una pregunta sin respuesta? Cuando aludimos al lugar intermedio del amor y la búsqueda, del deseo que desea lo que no tiene, de la pregunta filosófica que inicia una indagación, vimos que es necesario un cierto saber previo, una noción ya adquirida, que oriente esas búsquedas. Pues de las llanuras del no saber absoluto, no fructifica un interrogante capaz de iniciar una búsqueda; y cuando Diotima afirma que Eros no es bello porque él es deseo de la belleza, no afirma que sea feo, sino que está en un lugar intermedio entre la fealdad y la belleza. Pues desde la absoluta ausencia de lo bello, cuando se desconoce por completo, no hay deseo de lo bello. En este sentido, decíamos, no se desea lo que no se conoce, ni llamamos inexistente lo que no se presiente. Y el deseo por el saber está, justamente, en ese lugar del espíritu donde se presagia, se sospecha, pero aún no se conoce.

Por tanto, el deseo guarda sus pistas, indicios, presentimientos; desde su carencia sospecha, desde su movimiento aspira a algo distinto de sí mismo, a algo que no posee, cuyos trazos, sin embargo, no pueden serle extraños. Y ante la opacidad del amado, ante el espejo que sólo refleja la pregunta, el amante se mantiene en el vilo tenso del amor. Pues si el deseo se suspendiera, se diluyera, dejaría de existir, también, el amante. Ni Buda ni Zenón de Citio son, por supuesto, perfiles del amante angustiado. Y Cernuda, a pesar de su confesión de respuesta inexistente, no destierra el deseo ni el amor ni la esperanza. Hace de la vida del amante la del interludio, la que se tensa con lo intuido, lo entrevisto, lo que quiere ser reconocido, pero que aún no ocurre, aún no existe. Sólo si nuestro corazón de amantes sintiese el fracaso absoluto de la búsqueda, sobrevendría la destrucción del deseo, el apaciguamiento de Eros, el cese de la pregunta; si nuestro corazón realmente sintiese el fracaso de la búsqueda, el hastío del no encontrar, podríamos decir, finalmente, con el Dhammapada: “Sí, bienaventurados vivimos, sin deseo entre los deseosos; entre las gentes deseosas, permanecemos sin deseo”.61 Pero si hubiésemos permanecido así, si ya no hubiese deseo, sería porque en nosotros no queda nada qué intuir o qué sospechar o qué buscar: sólo así aniquilamos el deseo. Aniquilando lo que desde nosotros mismos se presagia. Y desde ese vacío, ya no hay amante.

Pero el corazón del amante no se apacigua, no se vacía, pues aún desea, pregunta y espera. Y cuando hablamos de la respuesta no hallada del deseo, tras los diálogos que recorren pacientemente nuestra intimidad, hablamos de una experiencia profunda y compleja: se trata de no haber hallado lo definitivo, lo estable, lo que es pleno en su reposo; pero se trata también del proceso de la búsqueda, de lo que ha sido examinado, de lo dejado atrás, de lo que desgarramos de nosotros como una doxa ilusoria, como un autoengaño, de lo que se va transformando en esos caminos que marca el deseo y que se remueve a través de esos diálogos. Se trata de la experiencia de comenzar, una vez más, con la pregunta.62 El amante en pregunta da vuelta a las nubes, aún agitado de deseo:

Un roce al paso,

Una mirada fugaz entre las sombras,

Bastan para que el cuerpo se abra en dos

Ahora bien, si el hallazgo al que aspira el deseo ocurriese, es evidente que ya no habría algo más qué preguntar o qué desear. Un cierto detenerse también ocurriría. En este sentido, podemos recordar de nuevo a Sócrates, ahora cuando dialoga con Critón sobre lo justo, mientras evalúa su propuesta de fuga de la cárcel.63 El hallazgo del filósofo sobre su injusticia es tan contundente, tan definitivo, que se compara con los coribantes cuando creen oír las flautas, “y el eco mismo de estas palabras retumba en mí y hace que no pueda oír otras… [kai en emoi aute he eche touton ton logon bombei kai poiei me dunasthai ton allon akouein] si hablas en contra de esto, hablarás en vano”.64 Ante lo que Critón sólo pudo admitir: “No tengo nada qué decir [ouk ego legein], Sócrates”.65 Con esos niveles de certeza se llega a la respuesta; con la certeza y el ímpetu de un coribante que oye la flauta y baila para la diosa. Hay un detenerse, aquí. Un cese de la pregunta, un hallazgo. Si lo pensamos desde el amor, vemos que la historia sobre Eros que nos ha venido acompañando, la del Aristófanes del Banquete, también nos lo deja saber: si se cumpliese el deseo de los amantes de fundirse en un solo ser, si respondiesen afirmativamente a la propuesta de Hefesto de hacerlos uno,66 la consecuencia sería la aniquilación del amor.67 De este Eros que se define como deseo de completitud.68 También habría, en consecuencia, un detenerse, y un cese inevitable del deseo. Por eso Diotima, para evitar la aniquilación del deseo, sostiene que cuando se afirma “deseo lo que actualmente tengo” [epithumo ton paronton], realmente se está diciendo “quiero seguir teniendo también en el futuro lo que actualmente tengo” [boulomai tan nun paronta kai eis ton epeita chronon pareinai]. Pues desear seguir conservando en el futuro lo que ahora se tiene, es desear lo que aún no se posee.69 Al deseo lo define esa apertura hacia la posesión, y esa condición intermedia de aún no poseer.70

Y como estamos hablando de deseo, seguimos en los predios de Eros, pues el hombre atravesado de deseo, es el amante. Y ese lugar intermedio donde se encuentra hace posible que no sea un desquicio su búsqueda amorosa, que es búsqueda de sí mismo, aunque se silencie con insistencia la respuesta. Es ese metaxu lo que permite que tenga algún sentido seguir caminando por la vida ávido de otro cuerpo interrogante, mientras se sostiene en ese vilo inestable del amor.71 Ahora estamos ante amantes espejeándose su misterio, el estremecimiento de su deseo, su pregunta irrenunciable. Reflejándose la palabra que indaga y dialoga, y también el silencio que asombra y sigue dejando abiertos los caminos para la búsqueda y la reflexión.

La pregunta, el deseo, la mirada de sí expresan el Eros que se impulsa hacia el saber. Nos susurran a Sócrates cuando investiga, con su alma removida, con sus fuerzas excitadas; pues la pregunta que cuestiona la vida y a sí mismo, es pregunta del amante. Con un ensalmo (epode) y una hierba (phullon)72 se narcotiza (narko),73 poseso por Eros, para interrogarse y emprender los caminos que ilumina la razón que se impulsa con el deseo. La lucidez de la indagación, el ímpetu por el saber, se agudiza con la seducción del amor.74 Con un Eros que se asume en su locura, como con belleza insuperable nos lo enseñaron Sócrates y Platón.

Ese es un estado intermedio del hombre, el del narcótico del ensalmo,75 el de la mania del amor, pues allí se interroga, se descubre apasionado de deseo y se vuelca hacia la búsqueda. Desde el silencio al que nos conduce el estremecimiento del amor, con el asombro que provoca, surge la pregunta, las emociones profundas que nos mueven al ide sauton y, así, a ese estado reflexivo del que cuida y busca de sí.

Hablamos del amante. Y “si el amor es un componente necesario del ser de los mortales, entonces en la medida en que el mortal exista, existirá como amante”.76

Por eso el deseo es una pregunta, que no cesa de preguntar.

Aunque sólo sea una esperanza,

Porque el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe

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1Luis Cernuda, Antología (Madrid: Cátedra, 1992), 106.

2Ludwig Wittgenstein, Sobre la certidumbre, trad. de María Victoria Suárez (Caracas: Nuevo tiempo, 1972), 197.

3Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, trad. de Alfonso García Suárez y Ulises Moulines (México: Crítica, 1988), 131. I, 126.

4Lisis, 215a y ss. Si bien el argumento desemboca en un extravío. Los textos griegos de los diálogos platónicos referidos corresponden a J. Burnet, Platonis Opera (Clarendon: Oxford University Press), 1973. Tomos I-III. También, a Enrico V. Maltese, Platone, Tutte le opere, edición bilingüe (Roma: Newton Compton Editori, 2010). Las traducciones utilizadas serán señaladas oportunamente. Las referencias a los diálogos responden a su notación clásica.

5Cfr. Nagaryuna, Niraupamyastava, II, 3-4, en Fernando Tola, y Carmen Dragonetti, Filosofía budista, edición bilingüe a cargo de los autores (Buenos Aires: Las Cuarenta, 2013), 173. Sobre el significado de sunya, cfr. David Loy, The Deconstruction of Buddhism: Derrida and Negative Theology (New York: Suny Press, 1999), 227-253.

6Cfr. “Diálogos relativos a la naturaleza de la extinción”, en André Bareau, Buda, vida y pensamiento (Madrid: Edaf, 1995), 208-211.

7La alusión extrema al argumento del vacío, permite hacer el contraste con la fuerza creativa del deseo. A propósito de esto, escribe Paz en su bello artículo sobre Cernuda: “[…] si el deseo es real, la realidad es irreal. El deseo vuelve real lo imaginario, irreal la realidad. El ser entero del hombre es el teatro de esta continua metamorfosis; en su cuerpo y su alma deseo y realidad se interpenetran y se cambian, se unen y separan. El deseo puebla al mundo de imágenes y, simultáneamente, deshabita la realidad›”, Octavio Paz, Cuadrivium (México: Joaquín Mortiz, S. A., 1976), 190.

8Cfr. Fedro, 251a-252b; Manuel Cruz, Amo, luego existo (Buenos Aires: Eudeba, 2013), 14; G. F. R. Ferrari, “Platonic Love”, en Richard Kraut (Comp.): The Cambridge Companion to Plato (Cambridge University Press, 1992) 265-267; Miguel García-Baró, Filosofía socrática, (Salamanca: Sígueme, 2005), 106; G. M. A., Grube, El pensamiento de Platón, trad. de Tomás Calvo, (Madrid: Gredos, 2010), 182. Esas versiones orientales que argumentan a favor del vacío, como las antes citadas, y que ahora han sido una tentación inevitable, también sostienen que el deseo tiene la fuerza de mantener al alma en el devenir de la vida; por esta razón, buena parte del trabajo del iniciado es suprimir o diluir los deseos. Nada muy extraño a lo que ocurre al iniciado del Fedón platónico con los deseos, si bien éste hace alusión a la no dependencia por parte del filósofo de los deseos del cuerpo (64d-65a). En última instancia, desde el argumento del vacío, el deseo tampoco existiría, ni la doctrina del mismo Buda. Pero esa potencia del deseo tan ligada a la vida y la creación, tan comprometida con el “regreso”, exige que se dé cuenta de él incluso ante la naturaleza presuntamente ilusoria de las cosas. En esa tensión que significa el deseo se halla Cernuda: declara una respuesta inexistente como la rama o el mundo, mientras alude a la hoja y el cielo. Éstos, entonces, parecen ilusorios, porque sus soportes, por así decirlo, no existen. A pesar de ello, dice el poema, no se abandona el cuerpo interrogante que está Ávido de recibir en sí mismo Otro cuerpo que sueñe. El deseo permanece, con su pregunta inquietante, no obstante la ausencia de su respuesta, Aunque sea sólo una esperanza. En realidad, las cosas del mundo son, según el poeta, como señala Paz: “La naturaleza no es ni materia ni espíritu para Cernuda: es movimiento y forma, es apariencia y es soplo invisible, palabra y silencio”, Paz, Cuadrivium, 196. Cursivas añadidas. Como veremos, el amante, el deseo, la pregunta permanecen en la vitalidad de Eros cuando se impulsa hacia la búsqueda del saber.

9Hans-Georg Gadamer, «¿Qué es la verdad?» en Verdad y método II, trad. de Ana Gud y Rafael de Agapito (Salamanca: Sígueme, 2004), 58. Así lo confirman, dice, el diálogo platónico y la dialéctica griega que da origen a la lógica.

10Cfr. Fedro, 253e-255b; Teeteto, 189e-190a; Sofista, 263e.

11Cfr. Alcibíades I, 131d y ss.; Fedro, 251 y ss.

12Cfr. Banquete, 212b. (En todos los casos Banquete, de Platón).

13Cfr. Menón, 81d-81a; Banquete, 203e-204b.

14Cfr. Banquete, 210d.

15Cfr. Cármides, 159a-b.

16Son pasajes maravillosos en los que Sócrates, en el gimnasio, tras un “acuerdo” con Critias, admite ser médico (iatro) para atraer al bello Cármides hacia ellos, quien, según sabía Critias, sufría de malestares de cabeza. La descripción de Platón del momento en que Cármides efectivamente se aproxima es tan estremecedora, que quedamos prendados de la belleza del joven y de la conmoción de Sócrates. Así, encantados con la atmosfera erótica cargada de hierbas, ensalmos –los “fármacos” del filósofo- y belleza, en la que se inicia el diálogo sobre la sensatez, cfr. Cármides, 154d-159a.

17Cfr. Banquete, 191d; Lorena Rojas Parma, “De amore: Aristófanes y el reencuentro en el Banquete, de Platón”, La lámpara de Diógenes, 14, n° 26-27, 2014.

18Cfr. Banquete, 193c.

19Cfr. Banquete, 190d y ss.

20Cfr. Fedro, 253d-254e.

21Cantar de los cantares, 8:6. “No pueden aguas copiosas extinguirlo |ni arrastrarlo los ríos”, Sagrada Biblia (Madrid: B.A.C., 2007), 8:7.

22Cfr. Fedro, 252a; Cruz, Amo, luego existo, 33; Louis Ruprecht, Symposia (Albany, State University of New York Press, 1999), 56. Es por ello que Don Juan, por ejemplo, no es, al menos ahora, una referencia del deseo amoroso. Su frivolidad y absoluta falta de reflexión, lo alejan del deseo como pregunta, como búsqueda, de un Eros amante de la sabiduría y, por lo tanto, de cualquier diálogo interno que pueda dar cuenta de sí mismo. La reflexión implica detenerse, contemplar, hacerse consciente, en este caso, de la ausencia. La inmediatez de Don Juan, la pobreza de su multiplicidad incesante, son una suerte de antítesis del amante reflexivo de sí mismo. Cfr. Denis de Rougemont, Los mitos del amor, trad. de Manuel Serrat (Barcelona: Paidós, 1999), 123-124; Ercole Lissardi, La pasión erótica (Buenos Aires: Paidós, 2013), 45-59. El autor hace una revisión de todas las versiones de Don Juan desde Tirso de Molina, y culmina con un interesante “psicoanálisis de Don Juan”.

23Cfr. Fedro, 253a;b.

24Cfr. Fedro, 253a.

25Cfr. Hosper de en katoptro en to eronti eauton horon lelethen, Fedro, 255d. Las citas textuales del griego han sido transcritas al latín sin acentos, siguiendo una de las opciones académicas en uso al respecto.

26Así como el ojo, que tampoco puede verse a sí mismo sin el reflejo que recibe del ojo ajeno, cfr. Alcibíades I, 133b.

27Cfr. Alcibíades I, 133b-d.

28Alcibíades I, 132d.

29Ni el conjunto alma y cuerpo, cfr. Alcibíades I, 130a-c.

30Con la consideración del cuerpo, el espejo que refleja al amante se torna ahora más complejo, menos luminoso, por así decirlo, pues su “semejante” no es sólo la parte del alma que acoge la razón y la inteligencia: también lo sensible del amado, con sus finitudes y misterios, se hace espejo. El poeta habla del deseo que pregunta, así, en términos, digamos, epistemológicos; donde se activa, más al modo del Fedro que del Alcibíades I, el cuerpo que se conmueve con Eros y se involucra en los procesos de (auto) conocimiento que desata. Los amantes del Fedro también son amantes espejo (cfr. 255d), con una complejidad corporal vinculada con la especialísima condición de frontera de la Belleza que se ama y se recuerda (cfr. 250d-e; Hans-Geog Gadamer, La actualidad de lo bello, trad. de Antonio Gómez (Barcelona: Paidós, 2002), 52; W. K. C. Guthrie, Historia de la filosofía griega, trad. de Alberto Medina (Madrid: Gredos, 1992), 409; Giovanni Reale, Platón, en búsqueda de la sabiduría secreta, trad. de Roberto Heraldo Bernet (Barcelona: Herder, 2001, 247); donde los flujos corporales y sus estremecimientos van en consonancia con las emociones del alma. Ahora, sin embargo, no se trata de hacer ‘comparaciones’ entre Cernuda y estas versiones del amor —lo que sería además de inútil, carente de sentido y belleza—, sino de pensar esta densa noción del deseo como pregunta que, por supuesto, nos pone en vínculo espiritual con Sócrates y Platón. “Mírate a ti mismo” no implica, desde esta perspectiva, sólo la luz, la luz de la inteligencia y lo divino; implica también eso “semejante”, finito, mortal, frágil, que se torna un espejo que, como veremos, sólo refleja la pregunta, el deseo, sin la respuesta que lamenta el poeta.

31Cfr. Banquete, 201c; 206a.

32Cfr. Banquete, 200e. “El pensamiento sobre el deseo podría sencillamente consistir en interrogarme sobre el grado del afán vital de no sufrir. Si me observo, constato que este deseo es pertinaz y que, tal vez, me hace sufrir más que el propio sufrimiento”, Alexandre Jollien, Pequeño tratado del abandono, trad. de Josep M. Jarque (Barcelona: Paidós, 2013), 53.

33Cfr. Banquete, 202d.

34Cfr. Banquete, 202e-203a.

35Cfr. Banquete, 210a y ss.

36Cfr. Menón, 81d-e. ¿No se tiene al menos doxa para poder iniciar la búsqueda? Ella es un intermedio entre el conocimiento (gnoseos) y la ignorancia (agnoias): metaxu ara an eie touton doxa, República, 478d.

37Cfr. Menón, 81d-e; 86b-c.

38Cfr. Banquete, 202b; 204a-b.

39Poion gar on ouk oistha prothemenos zeteseis; Menón, 80d. Cfr. Nicole Ooms, “La epistemología de Parménides y la paradoja de Menón”, en Marcelo Boeri y Nicole Ooms (comps.): El espíritu y la letra, (Buenos Aires: Colihue, 2011), 156-158.

40Mencionar la sospecha del deseo, y este sentido del amor, convoca un magnífico comentario de Ortega y Gasset contra ciertas versiones psicológicas del amor, que hacen descansar sus causas fundamentalmente en el azar o en contingencias mecánicas de la vida. Versiones defensoras de la elección libre que se desentienden de las fuerzas internas del carácter del amante. Escribe Ortega: “Por ejemplo: no es raro que la joven burguesita madrileña se enamore de un hombre por cierta soltura y como audacia que rezuma su persona. Siempre está sobre las circunstancias, presto a resolverlas con una frescura y un dominio que maravillan y que proceden, en definitiva, de una absoluta falta de respeto a todo lo divino y lo humano […] La muchacha se enamora, pues, del calavera antes de que ejecute sus calaveradas. Poco después, el marido le empeña las joyas y la abandona. Las personas amigas consuelan a la damita sin ventura por su ‘equivocación’; pero en el último fondo de su conciencia sabe ésta muy bien que no hubo tal, que una sospecha de tales posibilidades sintió desde el principio, y que esa sospecha era un ingrediente de su amor, lo que ‘sabía’ mejor en aquel hombre››, José Ortega y Gasset, Estudios sobre el amor (Barcelona: Óptima, 1999), 160-161. Ortega acusa de arbitrariedad a los que asumen que esta versión de las cosas supondría el camino a la felicidad, pues dan por sentado que si se ama al que refleja “nuestro íntimo modo de ser, no sería tan infrecuente la infelicidad…”. Ibid., 159. Hacer esa suposición no es sólo una arbitrariedad, sino una lectura muy ingenua del argumento y del amor, ausente de toda mirada interior, como también ocurre con el Aristófanes platónico ya mencionado. En efecto, el reencuentro entre symbola, entre mitades “verdadera” e idénticas, provocado por los auxilios de Eros, como lo narra su mito, aspira justamente al fin del dolor y al hallazgo definitivo de la felicidad. Es Diotima quien muestra el absurdo de suponer que amar lo semejante, lo igual, a menos que sea agathon on, “realmente bueno”, constituya alguna felicidad. No podemos asumir acríticamente que somos tan bellos y buenos como para ser felices amando al “semejante”. El argumento de Ortega nada tiene qué ver con felicidades últimas; tiene que ver con la sospecha del auténtico deseo amoroso. Por tanto: “Seamos, pues, parcos en acudir a la idea de la ‘equivocación’ siempre que se intenta aclarar el drama frecuente del erotismo”. Ibid., 161. En efecto, ¿cuándo se equivoca el deseo amoroso? El que no hayamos sido “felices” no lo convierte en “equivocación”. Es preciso distinguir la equivocación de la experiencia del autoengaño. Sobre las mencionadas versiones del amor en el Banquete, cfr. Lorena Rojas Parma, De amore: Diotima y Aristófanes en el Banquete, de Platón (New York: Burning Books, 2017), caps. 1-2.

41Martha Nussbaum, “El conocimiento del amor”, Estudios de filosofía, n°11 (1995): 169.

42Cfr. Ibid., 169.

43El autoengaño es una experiencia distinta de la presunta “equivocación” que señala Ortega. Esa “equivocación”, como le ocurre a la burguesita madrileña con su calavera, responde al ímpetu y sospecha de su deseo; mientras que el autoengaño implica el desconocimiento —o encubrimiento— de sí y de ese auténtico deseo. Así, por ejemplo, podemos pensar en la misma burguesita deseando casarse con su prometido, antes de conocer al calavera. Probablemente ella estuvo convencida de su deseo matrimonial, pero con toda probabilidad, también, descubrirá su auténtico deseo cuando inevitablemente quede encantada por los atributos del calavera. La distinción entre uno y otro la sabe quien lo experimenta, quien se siente estremecido y reconoce la contundencia del deseo cuestionador que altera el curso de la vida. El autoengaño tiene que ver con la ceguera de uno mismo, con desestimar señales, con disimular a través de artificios lo que, finalmente, termina vencido por el furor de Eros. En realidad, como dice Ortega, hay que ser “parcos” con la equivocación erótica. Bien vistas las cosas, no hay tal equivocación del deseo amoroso; lo que sí hay, o puede haber, es autoengaño. Si consideramos la frecuente evasión de la soledad, que suele confundirse con el amor, el autoengaño quizá se haga más nítido. Pero incluso en esa situación, cuando se haga evidente el fracaso de la relación, las partes involucradas habrán sospechado desde el principio, en el fondo de sus conciencias, así como ocurrió a la burguesita, la posibilidad de un mal final.

44Cfr. Apología de Sócrates, 30e.

45Nussbaum, “El conocimiento del amor”, 169. “Tortuoso es el corazón sobre todo / y perverso. ¿Quién puede conocerle?”, Jeremías, Sagrada Biblia (Madrid: B.A.C., 2007), 17:9.

46Nussbaum, “El conocimiento del amor”, 169.

47En efecto: “Ningún punto de partida es enteramente neutro. Ninguna forma de emprender la búsqueda, de plantear la pregunta, puede evitar que se insinúe, en uno u otro modo, cuál es la respuesta. Las preguntas organizan las cosas de una forma o de otra, nos dicen qué incluir y qué debemos buscar. Cualquier procedimiento implica una o varias concepciones de cómo llegamos al conocimiento de algo, de en qué aspectos de nosotros mismos podemos confiar”, Martha Nussbaum, “Introducción: forma y contenido, filosofía y literatura”, en Estudios de filosofía, n° 11 (1995): 68.

48Rosalía de Castro, “Ansia que ardiente crece”, en Jorge Montagut (comp.): Las mejores poesías de amor españolas, (Barcelona: Óptima, 2001), 74. Acaso sí nos importe lo escondido, cuando le importa al amor.

49Voltaire, Diccionario filosófico (Madrid: Temas de hoy, 1995), 130.

50Cfr. Apología de Sócrates, 30e. Cfr. Conrado Eggers, El sol, la línea y la caverna (Buenos Aires: Colihue, 2000), 86-88.

51“Nuestro poco valor procede de nuestra condición mortal: somos cambio y nos resistimos a los cambios de la pasión; aspiramos a la eternidad y un instante de amor nos destruye, Paz, Cuadrivium, 193.

52Cfr. Fedro, 250 y ss.

53Cfr. Banquete, 189a-193d.

54Recordamos un verso de Capricho: Detrás de cada espejo/ hay una calma eterna / y un nido de silencios / que no han volado. Federico García Lorca, Antología poética (Madrid: Edaf, 1981), 96-97.

55Cfr. Apología de Sócrates, 38a.

56Cfr. Fedón, 83c-84a.

57Ho anax ou to manteion esti to en Delphois oute legei oute kruptei alla semainei, Heráclito, frag. 14, en M. Markovich, Heraclitus (Mérida: U.L.A., 1968), 31 (frag. 93, Diels y Kranz).

58“El cuerpo es surtidor de energía, una fuente de ‘materia psíquica’ o mana —escribe Paz sobre Cernuda—, sustancia que no es ni espiritual ni física, fuerza que mueve el mundo según los primitivos››, Paz, Cuadrivium, 194. Una suerte de physis antigua que aún no conoce quiebres de materia y espíritu, comprometida ontológicamente con el movimiento y la vida. Cfr. Ángel Cappelletti, Mitología y filosofía: los presocráticos (Bogotá: Cincel, 1987), 53 y ss.

59Un dios perdona, un semidiós no, “Mandelstam”, Rafael Cadenas, Gestiones (Mérida: Actual, 2011), 109.

60“-¿Quiénes son, Diotima, entonces —dije yo— los que aman la sabiduría, si no son ni los sabios ni los ignorantes? –Hasta para un niño es ya evidente —dijo— que son los que están en medio de estos dos [hoti hoi metaxu touton amphoteron], entre los cuales estará también Eros. La sabiduría, en efecto, es una de las cosas más bellas y Eros es amor de lo bello [Eros d’ estin eros peri to kalon], de modo que Eros es necesariamente amante de la sabiduría [hoste anakaion Erota philosophon einai], y por ser amante de la sabiduría está, por tanto, en medio del sabio y del ignorante [metaxu einai sophou kai amathous]››, Banquete, 204a-b. Mantengo la trad. de Manuel. Martínez (Madrid: Gredos, 1986). “Cernuda es un poeta solitario y para solitarios›”. Paz, Cuadrivium, 189.

61Dhammapada, n° 199, en Bareau, Buda, vida y pensamiento, 263.

62La experiencia socrática y filosófica por excelencia.

63Cfr. Critón, 46b-d.

64Critón, 54d.

65Critón, 54d.

66Cfr. Banquete, 192d-e.

67Cfr. J. Libis, El mito del andrógino (Madrid: Siruela, 2001), 26; Enrique Marí, El Banquete de Platón (Buenos Aires: Eudeba, 2001), 185; Martha Nussbaum, La fragilidad del bien (Madrid: Visor, 1995), 242; Stanley Rosen, Plato’s Symposium (Indiana: St. Augustine’s Press, 1999), 150.

68Cfr. Banquete, 192e.

69Cfr. Banquete, 200d-e.

70A menos que lo consideremos como Johannes, cuando escribe a Cordelia: “¿Se puede desear algo, una cosa, en el mismo momento en que se la posee? Sí, porque se piensa que se podría perder un instante después”. Søren Kierkegaard, Cartas del noviazgo, trad. de Carlos Correas (Buenos Aires: Leviatán, 2006), 93. Es el no poseer —y la posibilidad que eso ocurra—lo que activa el deseo.

71¿De dónde sale la fuerza cuando sigo?. Rafael Cadenas, Intemperie (Mérida: Actual, 2011), 41.

72Cfr. Cármides, 155e.

73Cfr. Menón, 80a.

74“El eros confiere al sujeto una fuerza pasional que, lejos de debilitar su racionalidad, la potencia al disponerla para acceder a otro género de realidad”, Cruz, Amo, luego existo, 33.

75‹‹Estos ensalmos son los bellos discursos››, tas d’ epodas tautas tous logous einai tous kalous. Cármides, 157a.

76Cfr. Marí, El Banquete de Platón, 185.

Recibido: 26 de Octubre de 2017; Aprobado: 27 de Abril de 2018

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