Es una coincidencia desconcertante que Max Weber haya muerto de una neumonía hace un siglo, el 14 de junio 1920, y hoy el mundo sea víctima de un virus que extermina a cientos de miles por fallas pulmonares y tiene confinados a millones ante su amenaza mortal (Weber, 1995).
Todos tenemos autores, maestros y amigos que, fallecidos, siguen con nosotros, inolvidables, son parte de nuestra vida. Escuchamos sus voces, recordamos sus ideas y nos vienen en mente sus advertencias cuando analizamos la realidad, nos hacemos preguntas, opinamos sobre hechos y tendencias sociales. Para mí y para muchos otros, Max Weber ha sido una referencia fundamental en nuestra vida intelectual y ha influido en nuestro modo de entender la sociedad, sin que eso signifique que, como fieles creyentes, caminemos con un manual weberiano bajo el brazo para consultar cuál es la comprensión y explicación correcta de los acontecimientos del mundo contemporáneo.
Lo imperecedero de Weber es su interpretación del mundo moderno, la explicación de su origen, la caracterización de su desarrollo, el análisis de sus tensiones y la proyección de su futuro probable. Su lectura del tiempo moderno, centrada en la racionalidad, y su idea de la ciencia social, son las razones que hacen que Weber sea aún hoy sugerente, o que sea criticado y hasta caricaturizado, aun si ahora tienen poco sentido las descalificaciones de hace medio siglo que lo convertían en el supremo exponente de la “sociología burguesa”, y le atribuían robinsonadas individualistas y explicaciones religiosas de la historia social.
No entraré a la arena académica de los cientos de interpretaciones y discusiones sobre el pensamiento de Weber y sus implicaciones políticas. Me enfocaré en tres temas. Primero en un memorándum de la metodología de Weber, y después me enfocaré en dos temas de preocupante actualidad, que motivan a asomarnos a la posición intelectual y política de Weber y a ponderar la idoneidad de sus análisis y propuestas.
Los dos temas son: I. La racionalidad distintiva de la sociedad moderna, sus características, desarrollos y desenlaces, que se distingue por el predominio de la acción racional, sustentada en el conocimiento científico-técnico y en el derecho racional, que alcanza su materialización en el arreglo de la burocracia experta de las empresas y del gobierno, inevitable en el futuro y descrita con los tonos dramáticos de “jaula de hierro”, “máquina viviente”, “espíritu coagulado”. II. La efectividad de la democracia, la averiguación de las condiciones que hacen posible que los gobiernos democráticos sean capaces de conducir y coordinar en modo efectivo la sociedad de masas, diferenciada, desigual, interconectada y transterritorial en que transcurren nuestras vidas. Hoy, por varias razones se demanda que la democracia sea un régimen de resultados y no solo de valores. Se trata de una temática mayor que incluye aspectos sobre la política, la ciencia, el liderazgo, el parlamento, la burocracia, la ciudadanía.
Son dos temas actuales. Por un lado, la formación de la sociedad moderna y el desarrollo de las conductas sociales racionales son dos procesos interdependientes, entrelazados, equivalentes. La racionalidad del tiempo moderno se manifiesta actualmente en la expansión de la ciencia y de las tecnologías de información, en la socialización de su uso, en la digitalización de los procesos productivos y administrativos de las empresas y los gobiernos, en la automatización de los procesos de la inteligencia artificial, en la conectividad instantánea, personalizada y transterritorial, que ha transformado las relaciones de la comunicación social. La razón tecnológica avanza y captura ámbitos cardinales de nuestra vida, y nos inquieta que pueda debilitar los valores privados y públicos fundamentales para la convivencia humana en paz y libertad. Por otro lado, la inefectividad directiva de los gobiernos democráticos de los últimos años es objeto de preocupación. Sus fallas institucionales (arbitrariedades, corrupción, pobre representatividad política), sus limitaciones de recursos directivos (financieros, informativos, cognoscitivos, tecnológicos, regulatorios) y sus equivocaciones decisionales han provocado en muchos países movimientos de inconformidad, crispación, desconfianza y defección. En correspondencia, preocupa también la reacción política de mayorías sociales que, como consecuencia de la frustración prolongada por no recibir respuesta a sus demandas para superar la desigualdad en sus condiciones y oportunidades de vida, puedan sentirse atraídas por gobiernos autoritarios, restrictivos de las libertades políticas, económicas e intelectuales, los cuales previsiblemente terminarán sin dar respuesta a sus aspiraciones y demandas, debido a que no se sostiene la creencia en la autosuficiencia y omnipotencia de los gobiernos iliberales en las condiciones mundiales actuales.
I. Memorándum sobre el método weberiano
Antes de entrar en los dos temas, quiero hacer un breve recordatorio del modo como Weber construye sus conceptos y proposiciones. Los construye en modo de acciones, acciones racionales, personales o asociadas, que tienen una doble dimensión. La acción racional es intencional, tiene un sentido subjetivo, se enfoca en fines precisos, y es causal, puede calcular sus efectos y estimar la correspondencia de sus efectos con la realización de su sentido, de los fines intencionados. Las acciones son efectuadas por individuos de carne y hueso, no por colectivos impersonales que existen en el concepto. Porque la acción tiene sentido puede ser “comprendida”, se pueden saber los fines y las razones que motivaron su decisión, y porque es causal puede ser “explicada en su desarrollo y efectos”, por lo que la comprensión y la explicación son las dos operaciones cognoscitivas fundamentales de la sociología, según la propuesta innovadora de Weber, en contraste con otras sociologías.
Dos son los tipos de la acción racional: “la acción racional con referencia a fines” (zweckrational) y “la acción racional con referencia a valores” (wertrational), que no cancelan, pero minimizan en la modernidad la importancia de las acciones “afectivas” y “tradicionales”. Por la conformidad plena con sus objetivos valorados, por su conocimiento de los efectos que la acción puede causar y por el control de su ejecución, el atributo esencial de la acción racional es la efectividad.
Sus “Conceptos sociológicos fundamentales”, que se encuentran al principio de su libro Economía y sociedad en su compilación actual y representan el sistema conceptual de su interpretación de la realidad social, nos hacen ver con claridad el proceso que sigue al elaborarlos. Todo empieza con la acción social de un individuo, que define su sentido tomando en consideración las implicaciones que para él tienen las conductas actuales o potenciales de otros individuos, y es la manera como responde a las conductas de los demás. Las acciones de los actores en diversos asuntos son algunas pasajeras, y otras, las significativas, son recurrentes, se agrupan, enlazan, estabilizan y forman un entramado de interrelaciones, relaciones sociales, que dan origen a diversos agrupamientos y organizaciones de mayor complejidad, hasta llegar al Estado.
Los conceptos sociológicos fundamentales no son representaciones empíricas de las conductas episódicas de individuos en circunstancias particulares ni de las consecuencias de su conducta. Los conceptos sociológicos se construyen a partir de la acción social de los individuos y, para ser unívocos y universales en su denotación, como exige el conocimiento científico, han de denotar una acción congruente con su sentido intencionado, e idónea causalmente para producirlo en cualquier circunstancia; es decir, han de ser construidos en modo de una acción racional. Esto es una contribución original de Weber a la episteme sociológica, influida por la conceptualización de la acción económica de la Escuela Austriaca, elaborada sobre la base del supuesto de la obligada racionalidad de las acciones de los actores económicos para lograr sus fines.
Los llamados tipos ideales son justamente arquetipos de la acción humana estrictamente racional en los diversos campos de la vida social, desde la familia hasta la economía, la política, el derecho. Ejemplos de este modo de construcción conceptual progresiva según un modelo causal y funcional ordenado son los conceptos “acción social”, “relación social”, “orden / ordenamiento social”, “legitimidad” (del orden), “comunidad”, “sociedad”, “asociación”, “empresa”, “lucha”, “poder”, “dominación”, “asociación de dominación”, “Estado”.
Los tipos ideales son una pieza original de la metodología weberiana. Tienen una función heurística decisiva para llegar al conocimiento empírico de la configuración, el funcionamiento, el desarrollo, la conflictividad…, de una sociedad particular. La comparación entre lo factual y lo ideal (lo racional), característica de la filosofía occidental, es el procedimiento que Weber retoma y retrabaja para comprender y explicar los hechos y las realidades sociales. La comparación entre la configuración de las acciones y los efectos de las acciones que los sujetos personales u organizacionales han decidido en determinadas circunstancias, y la configuración de los arquetipos de acción rigurosamente racional y de sus efectos, hace posible conocer a contraluz las intenciones y las conjeturas causales que estructuraron las acciones que efectivamente llevan o llevaron a cabo los agentes sociales de carne y hueso en sus circunstancias de vida y, en consecuencia, conocer cuáles son o fueron los factores que favorecieron la definición y la realización de susentido, identificar sus fines, instrumentos, recursos, acciones, modos de conducta, efectos, y comprender y explicar la acción ocurrida. La mayor o menor distancia de la realidad empírica respecto de la realidad racional, denotada por el tipo ideal, hace posible construir la denotación específica de la realidad factual, que es el objeto de la ciencia empírica.1 En gran medida, Weber está inmerso en la filosofía moderna alemana, hecha cultura social, moldeada principalmente por Kant y Hegel, en la que se distingue entre Verstand, la razón empírica, orientada al conocimiento empírico de los hechos naturales y sociales, y Vernunft, la razón pura, orientada al conocimiento de otras realidades y motivada por otras interrogantes, que pone de manifiesto las limitaciones del conocimiento empírico para dar respuesta a las preguntas acerca de la existencia personal y social y acerca de las condiciones de posibilidad del mismo conocimiento empírico.
Este fugaz rodeo acerca del “individualismo metodológico” de Weber en la construcción de sus conceptos es importante, a fin de dejar en claro que no concibe la sociedad como una estructura o un sistema predeterminado y determinante de las acciones de los individuos, trascendente e inmutable, racionalmente perfecto, que nos sobreviene como obligación y destino, sino es el efecto y el resultado del entramado de las relaciones sociales que los individuos han construido entre ellos, por lo que cualquier orden social puede ser cuestionado, reformado, innovado o eliminado todas las veces que pierda su sentido para el conjunto de los miembros de la sociedad, que puede ser el aporte de utilidades materiales o la preservación de valores existenciales superiores. El ordenamiento social no es sagrado, perfecto, final. Obviamente los actores sociales definen el sentido y la idoneidad causal de sus acciones en el marco de la sociedad en que operan y en que han sido socializados, pero el entorno social, que, con su cultura y sistema cognoscitivo, encuadra las decisiones de los actores sociales individuales, no es un mundo consumado con una existencia inalterable, que escapa al control, la crítica y la rehechura de los agentes sociales. Uno de los resultados de la expansión de la racionalidad moderna fue haber hecho perder credibilidad al determinismo de la historia humana, sea religioso, filosófico idealista y después materialista.
2.-La racionalidad distintiva de la sociedad moderna
La racionalidad occidental es multidimensional en sus orígenes, desarrollos, productos y resultados. El Estado moderno es una obra maestra del conocimiento racional. La filosofía ilustrada de la naturaleza humana y la filosofía alemana de la historia lo construyeron, lo justificaron y lo enaltecieron. La ciencia, la tecnología, la arquitectura y el urbanismo, la contabilidad, la administración y el derecho, hasta la música occidental, son otros productos del pensamiento y la acción racional, según Weber. Sin embargo, lo que está en la raíz de la variedad de las manifestaciones y los productos de la racionalidad occidental, y constituye su característica distintiva y esencial, es la acción racional. Su estructura, o composición, se caracteriza por su intencionalidad, su orientación clara hacia los fines y preferencias de su agente, y por su efectividad, que resulta del conocimiento y del control que el agente tiene sobre su realización.
La acción racional tomó forma y se afirmó en las acciones que inició y desarrolló la economía capitalista moderna. Los capitalistas originarios se comportaban de acuerdo con las normas éticas de un ascetismo mundano o intramundano de derivación religiosa, por lo que entendían su actividad económica, productiva o comercial, como un “llamado”, una “vocación” (Beruf), una misión de vida, que exige acciones dedicadas metódicamente a realizar los fines perseguidos (en el caso, la ganancia), y un control riguroso de su ejecución para impedir derroches, gastos injustificados, distracciones, desvíos.
El “espíritu del capitalismo”, con palabras de Weber, es “un cierto estilo de vida, sujeto a normas éticas”, “una mentalidad que aspira a obtener una ganancia racionalmente legítima ejerciendo sistemáticamente una vocación/profesión”. Haya sido efecto directo de la ética religiosa secular del calvinismo, o haya sido una afinidad entre las conductas de la vida metódica del ascetismo religioso y la conducta metódica del ascetismo secular profesional de los capitalistas del siglo XVI y XVII -asunto de discusión interminable entre los investigadores-, el espíritu de los capitalistas originarios propició la aparición y la difusión de “una vida racional en el mundo”, “una conducción racional de la vida” y “la organización racional del trabajo”, que motivó a su vez la invención, la adquisición y el aprovechamiento de otros elementos que contribuyeron a potenciar la racionalización de la producción y de las transacciones comerciales, como el conocimiento científico, las aplicaciones técnicas de las ciencias y, con palabras de Weber, la contabilidad racional, el derecho racional y la administración racional, “dotados de una perfección formal técnica y jurídica” (Weber, 2003).2
La racionalización de la actividad humana, gestada en las conductas personales y empresariales de los primeros capitalistas, se extendió por todos los ámbitos de la vida y del trabajo y alcanzó al mismo Estado moderno, que es esencialmente una “empresa”, una organización “que persigue fines de una determinada clase de un modo continuo”, por lo que ha organizado racionalmente sus poderes, recursos, acciones y personal a fin de realizar sus fines públicos con continuidad, congruencia y efectividad.
Sin embargo, el original espíritu racional de la profesión económica capitalista desapareció por dos factores: la extinción de sus raíces religiosas y la formación de la burocracia.
Respecto del primer factor:
La raíz religiosa del hombre económico moderno ha muerto. Hoy el concepto profesional es un caput mortuum en el mundo (…) La religiosidad ascética quedó suplantada por una concepción pesimista, realista, pero nada ascética, como la representada en la Fábula de las abejas de Mandeville, según las cual los vicios individuales pueden ser ventajosos para la colectividad en dadas circunstancias. La ética económica nació del ideal ascético, pero ahora ha sido despojada de su sentido religioso… Con ello se alcanza el fin del protocapitalismo y se inicia la era de hierro en el siglo XIX (...) En todo caso, el capitalismo victorioso no necesita ya de este apoyo religioso, puesto que descansa en fundamentos mecánicos (Weber, 2003, pp. 286, 459, 460)
Lo que ha ocurrido con el capitalismo y podrá ocurrir en el futuro no es, empero, el asunto decisivo. Lo social e históricamente importante es que la profesión empresarial, capitalista, ha sido el origen e inicio de la conducta racional en la vida social, que constituye la propiedad característica del tiempo moderno occidental y de su incesante progreso.3 Dirigida a maximizar ganancias mediante una organización racional del trabajo asociado, la empresa capitalista y el Estado mismo no son sino un ejemplo más del comportamiento que se exige prácticamente ahora a todos, personas y organizaciones, en todos los círculos de la vida social actual. Las oportunidades y posibilidades de vida son escasas y menores si no nos conducimos racionalmente, si nuestras decisiones no se focalizan en fines claros y ordenados, si no nos entregamos metódicamente a realizarlos, sin pausa y distracciones, si ignoramos las acciones que tendrían como efecto su realización y si tampoco somos capaces de controlar su ejecución.
Esta observación abre la puerta a la consideración de Weber acerca de la burocracia. Independientemente de lo que ocurra con la economía capitalista en el futuro, la racionalización que impulsó e impuso en los procesos productivos y administrativos, y hasta en la misma conducción de la vida profesional y personal, es un movimiento incontenible que culmina en la burocracia, en la organización y dirección racional de la producción de una organización, privada o pública, necesaria y obligada para que pueda realizar sus fines y objetivos de manera constante y superior. Se trata de una organización del trabajo asociado que, en virtud de su racionalidad operativa, está por encima de los varios arreglos que puedan eventualmente tener los sistemas económicos y políticos a lo largo de los años.
La burocracia culmina el proceso de racionalización del trabajo de los agentes sociales, pero su formación es el resultado de un proceso de expropiación y concentración, que Weber expone crudamente. Hoy cualquier organización, lucrativa o no, privada o pública, tiene a su disposición profesionales y trabajadores libres, dispuestos a contratarse, dotados con el activo clave del conocimiento por sus estudios y experiencia profesional, por sus saberes y su saber hacer, y que son considerados por estos atributos agentes competentes para efectuar los fines organizacionales. Esta situación económica hoy normal es resultado del hecho de que siglos atrás una variedad de productores independientes, propietarios de sus medios de producción material o intelectual, de sus armas, utensilios, materiales y recursos monetarios, fueron despojados de ellos por los propietarios de empresas y por los gobernantes a través de varias acciones, desde la eliminación mediante la competencia industrial de productos y precios, hasta las acciones militares y judiciales de expropiación forzosa. La racionalización de la acción humana no es solo producto de la ética profesional de trabajo de un agente, dedicado sin desatenciones al logro de sus fines deseados, sino también resultado de un proceso de expropiación de los productores expertos y de su sometimiento a un centro de dirección que monopoliza las decisiones sobre los fines y los medios, los procesos y los productos de la organización, que puede ser una empresa privada o el Estado mismo. La expropiación de los medios de trabajo de agentes conocedores e independientes, con la consecuencia de la concentración del mando, es considerada “fundamento decisivo”.
…la separación del trabajador de los medios de trabajo -de los medios de producción en la economía, de los medios bélicos en el ejército, de los medios materiales administrativos en la administración pública y de los medios monetarios en todos ellos, de los medios de investigación en el instituto universitario y en laboratorio- es común, como fundamento decisivo, tanto de la empresa político-militar estatal moderna como de la empresa capitalista privada.
Así como la independencia relativa del artesano, del pequeño industrial doméstico, del campesino con tierra propia, del comandatario, del noble y del vasallo se fundaba en que eran propietarios ellos mismos de los utensilios, las existencias, los medios monetarios o las armas con que ejercían sus respectivas funciones económicas, políticas o militares (...) así también la dependencia jerárquica del obrero, del empleado de escritorio, del empleado técnico, del asistente académico, del funcionario estatal y del soldado, descansa exactamente del mismo modo en el hecho de que los utensilios, existencias y medios pecuniarios indispensables para la empresa y su existencia económica están concentrados bajo la facultad de disposición del empresario, en un caso, y del soberano político, en el otro. (Weber, 1944, p. 1061).
La racionalidad de la burocracia, que culmina el proceso de racionalización de la vida asociada, se sustenta en la posibilidad de calcular los efectos de las acciones de los actores de la organización y en la posibilidad de controlar a los actores a fin de que las ejecuten correctamente sin fallas y sin costos injustificados. Cálculo y control son las condiciones básicas de la racionalización de la acción asociada y son a su vez posibles por el conocimiento y la dirección (mando, en lenguaje tradicional).
La efectividad remite a la causalidad y la causalidad al conocimiento, que es la actividad humana que conjetura, identifica y valida los nexos causa-efecto existentes en la realidad y, por ello, hace posible calcular los efectos de las acciones y la realización de los fines de la acción. Sin embargo, en el ámbito organizacional, el conocimiento resulta insuficiente para efectuar los fines deseados, si no se puede calcular al mismo tiempo el desempeño del conocedor (el productor, el administrador) y estar cierto de que obedecerá las directrices, los procedimientos y los estándares establecidos a fin de ejecutar sus acciones en modo correcto y efectivo. El conocimiento experto y la dependencia del conocedor a un centro de mando hacen posible “la previsibilidad o calculabilidad del resultado”, en palabras de Weber. El secreto de la racionalidad de la organización burocratizada, de su congruencia y efectividad, es el cálculo y el control que se tiene de los efectos de las acciones por el conocimiento causal, y el cálculo y el control que se tiene de la acción del agente por su subordinación a una instancia de dirección.
La consecuencia final es que cualquier organización social, política o económica, global o nacional, no tiene posibilidad de subsistir en la competencia económica o en la confrontación de la pluralidad política de la época moderna, a menos que se estructure y opere en modo jerárquico-burocrático, con personas que poseen el conocimiento especializado teórico y técnico (saber hacer) que posibilita que su trabajo tenga un alto desempeño y que están dispuestas además a obedecer las reglas conductuales y los estándares operativos establecidos, dado que su autonomía operativa es prácticamente imposible por no ser ua los propietarios de los medios de su trabajo ni de los recursos monetarios que pudieran sustentar su operación. Por ello Weber consideró que “la burocracia se caracteriza frente a otros medios del orden de vida racional moderno por su inevitabilidad mucho mayor”. Sin un arreglo burocrático de su actividad, las empresas, las organizaciones civiles, los partidos políticos y los Estados mismos serán organizaciones de intenciones más que de resultados, de proyectos más que de productos. Socialmente inútiles y costosas. Las evidencias son innumerables.
La expropiación de agentes independientes, la centralización del mando y la racionalización de las actividades mediante los cálculos del conocimiento encuentran su máxima manifestación y criatura en el Estado, que es la forma de organización u ordenamiento de la sociedad mediante reglas y poderes generales, “una asociación de dominación”, una “asociación política de dominación”, que se caracteriza por “el monopolio de la coacción física legítima a fin de realizar el orden” social. En la perspectiva de Weber, el Estado es constitutivamente una realidad axiológica racional, estructurada por “la racionalidad conforme a valores”, a los valores de las libertades y los derechos de sus ciudadanos, y operativamente una realidad estructurada por “la racionalidad conforme a fines”, que actúa sobre la base del conocimiento técnico de su burocracia, y por ello realiza efectivamente las funciones públicas. El doble carácter racional del Estado moderno hace que sea la dominación racional por excelencia, la dominación legal-burocrática, con superior legitimidad y efectividad por encima de cualquier asociación política del pasado y del futuro previsible.
La composición dual de la racionalidad burocrática, integrada por conocimiento y dominación, por el cálculo causal y el control central, fue una pesadilla en la mente de Weber, que oscilaba entre sus beneficios y sus riesgos. La organización burocrática, estatal y empresarial, hace posible que la sociedad tenga orden, coherencia, productividad, progreso sostenido, pero probablemente al precio de la obediencia, y acaso sumisión, a un centro de dirección, con el riesgo de que eventuales líderes políticos y empresarios encumbrados carezcan de capacidad directiva y no sepan conducir a sus operadores y ciudadanos, que son dependientes, pero no dejan de ser seres humanos libres e inteligentes, y ciudadanos con derechos.
El apogeo de la razón técnica del cálculo y el control de la burocracia incuba dramáticamente la probabilidad y el riesgo de la sumisión social a dirigentes tecnocráticos en todas los campos de la vida personal y asociada, y puede ocasionar que empleados y ciudadanos dependientes, satisfechos por los eventuales beneficios tangibles o intangibles que reciben, renuncien a examinar el saber científico-técnico desbordado y declarar que es imposible a la razón técnica determinar los valores, las ideas de vida, el deber ser personal y común ni demostrar su obligatoriedad.
Una máquina inerte es espíritu coagulado. Y solo el serlo le da el poder de forzar a los individuos a servirla y de determinar el curso cotidiano de sus vidas de trabajo, como sucede efectivamente en la fábrica. Es espíritu coagulado asimismo aquella máquina viva que representa la organización burocrática con su especialización del trabajo profesional, su delimitación de competencias, sus reglamentos y sus relaciones de obediencia jerárquicamente graduadas. En unión con la máquina muerta la viva trabaja en forjar la prisión / jaula de aquella servidumbre del futuro a la que tal vez los hombres se vean algún día obligados a someterse impotentes, como los fellahs del antiguo Estado egipcio, si una buena administración desde el punto de vista puramente técnico (…) llega a representar para ellos el valor supremo y único que haya para decidir acerca de la forma de dirección de los asuntos de sus vidas (Weber, 1944, p. 1074).
Weber llega a la exaltación del proceso de racionalización de la vida social cuando afirma que su expresión y efecto es el desencantamiento del mundo (Die Entzauberung der Welt), un potente pronunciamiento. La expansión de la acción racional en la sociedad moderna ha hecho que los acontecimientos del mundo sean entendidos y evaluados como obra de acciones humanas, que tienen ahora la capacidad de calcular sus efectos y controlar su ejecución. El mundo es obra de la acción humana, no de actores o fuerzas trascendentes, acaso providenciales, que determinan el sentido de la vida y la historia humana, prescriben sus fines últimos e intermedios y las acciones conducentes, pasando por encima de nuestras decisiones y concepciones, obligadas a la obediencia. El mundo, con un destino y un desarrollo humanamente incontrolable e incalculable, y acaso con final feliz, ha perdido significado e influencia a partir de la racionalización occidental de la vida económica, política, civil. La incorporación de procedimientos racionales en los quehaceres de la vida social ha despojado de significación a la visión religiosa de salvación, “el pathos grandioso de la ética cristiana”, y a la visión filosófica alemana del Espíritu, que instituyó el despliegue dialéctico de la razón hacia la verdad absoluta como el itinerario, lógica y fenomenológicamente obligado, de la historia humana. “Nos ha tocado vivir en un tiempo que carece de profetas y está de espaldas a Dios”.
La intelectualización y racionalización crecientes no significan un creciente conocimiento general de las condiciones de nuestra vida.
Su significado es muy distinto; significan que se sabe o se cree que se puede llegar a saberlas en el momento en que se quiera, porque no existen en torno a nuestra vida poderes ocultos e imprevisibles, sino que, por el contrario, todo puede ser dominando mediante el cálculo y la previsión. Esto quiere decir simplemente que se ha excluido lo mágico del mundo. A diferencia del salvaje, para quienes tales poderes existen, nosotros no tenemos que recurrir ya a medios mágicos para controlar los espíritus o moverlos a piedad. Esto es cosa que se logra gracias a los medios técnicos y al cálculo.Tal es esencialmente el significado de la racionalización (Weber, 1972, p. 200).
Sin embargo, paradójicamente, el desencantamiento significa que la triunfadora racionalidad técnica no tiene la capacidad de definir, y menos prescribir, el sentido del mundo, que se define sobre la base de un sistema de valores. La razón instrumental, científico-técnica, no tiene los elementos y recursos para definir los valores y fundamentar su valía y obligatoriedad social. Se ocupa de hechos y de procesos causales, no de valores y de su validez. La razón técnica triunfadora puede calcular los hechos posibles, pero no tiene la capacidad de instituir los valores y principios que dan sentido a la vida personal y social, al mundo. Se limita a la realización del sentido de la acción, no a la validación de su sentido. Estas premisas son la base de la famosa distinción que establece Weber entre “la ciencia” y “la política”, la vocación del “científico” y la del “político”, y entre “la ética de la responsabilidad” y “la ética de la convicción”.
El resultado final de la racionalización moderna es un mundo carente de sentido. Con la caída de la visión religiosa y de la filosofía historicista idealista, no hay un mundo con un sentido predeterminado, único y cierto, humanamente valioso. Pero, con la imposibilidad de que la razón técnica pueda instaurar y prescribir el sistema de valores que da sentido a la historia y la vida humana, el resultado es que circulamos por la vida en medio de una pluralidad optativa de valores, diferentes y antagónicos. Weber llama “politeísmo” a esta variedad discorde de los valores que inspiran y motivan las acciones de los actores sociales modernos y que, por su discrepancia y, sobre todo, por su imposibilidad de afirmarse como absolutos y universales, se enfrentan y libran una batalla a muerte, que tiene su arena en la política y que constituye la razón de ser de la política.
El monoteísmo de una razón verdadera, teológica o filosófica, que da sentido unitario y único a la existencia personal y a la historia, ha cedido el paso a un politeísmo de valores y sentidos sociales sin asidero racional y que se imponen unos sobre los otros por la fuerza de una mayoría política más o menos ilustrada o por la intimidación y la coacción física.
El destino de nuestro tiempo, racionalizado e intelectualizado y, sobre todo, desmitificador del mundo, es el de que precisamente los valores últimos y más sublimes han desaparecido de la vida pública y se han retirado, o bien al reino ultraterreno de la vida mística, o bien a la fraternidad de las relaciones personales entre los individuos (Weber, 1972, p. 229).
Cierro la exposición con un comentario apenas bosquejado a las reflexiones de Weber sobre la racionalidad. La razón científico-técnica es indudablemente hegemónica en el tiempo moderno, en el que la efectividad de la acción es exigencia suprema, cualquiera que sean su sentido o intenciones. Sin embargo, tengo dos observaciones.
La primera observación se ubica en un largo debate que tuvo lugar en el siglo pasado, y que se enfocó en la contrastación entre “la racionalidad sustantiva” y “la racionalidad instrumental”, o, con otros términos, entre “la racionalidad material” y “la racionalidad formal”, y que colocó a Weber como un protagonista de la racionalidad instrumental y formal. A pesar de las agudas reflexiones y críticas recíprocas, los participantes no tomaron jamás en consideración los límites de la razón, la racionalidad limitada de H. Simon, quien en los años cuarenta del siglo pasado señaló que las organizaciones económicas y políticas en un buen número de asuntos toman decisiones bajo ambigüedad e incertidumbre, lejos de los requisitos de la racionalidad estricta de la ciencia económica y el razonamiento deductivo del derecho. Las organizaciones, aun si disponen de dirección y personal racionales, están sujetas a preferencias desordenadas y contrastantes o no tienen conocimiento cierto de la efectividad causal de las acciones y tecnologías que toman en cuenta para realizar las preferencias. Esta situación de ambigüedad e incertidumbre organizacional, muy frecuente en la actualidad por la aguerrida competitividad que existe en el mundo empresarial, por la aguda complejidad de los asuntos públicos contemporáneos, y por la libre pluralidad de posiciones que se confrontan en la política, no fue analizada por Weber, quien no se planteó la posibilidad de que la razón técnica pudiera tener limitaciones que afectaran la efectividad de la acción en la realización de sus fines intencionados, y se concentró más bien en sus limitaciones en el campo de la ética y de la política.
La segunda observación se refiere a que Weber, acertadamente, fija límites a la razón técnica en la definición del sentido de la acción, que explícita o implícitamente hace referencia al sistema de valores de los agentes. Sin embargo, el sentido y los fines de las acciones directivas de los gobiernos y firmas son hoy objeto de cuestionamiento social, porque son numerosos los ciudadanos que no encuentran sentido a muchos de sus objetivos y emprendimientos que acarrean consecuencias sociales irrelevantes o nocivas. Surge mundialmente, cada vez con mayor intensidad, la exigencia de que los fines de la acción social sean racionales y no solo las acciones de su realización, particularmente cuando se trata de la alta dirección de la administración pública y de las firmas económicas. Equidad de género, temas de bioética, control del cambio climático, trabajo digno y seguro, libertades privadas y públicas, inclusión social, cierre de la brecha de la desigualdad, son algunos de los fines que los ciudadanos y trabajadores exigen a los dirigentes empresariales y políticos por considerarlos valores genuinos, racionalmente argumentables y defendibles.
No se puede aceptar acríticamente que la instauración y la vigencia de determinados valores y fines sociales, y de los objetivos de determinadas políticas públicas, tengan que ser el resultado de la guerra eterna entre los dioses (partidos, movimientos, líderes, naciones, ideologías) que abanderan diversos valores, en la que unos ganan y otros pierden, pero no por la fuerza de sus razones. La posición de Weber acerca de la relación del conocimiento empírico de las ciencias sociales con la ética y con la política es de un realismo terrenal apabullante, pero también discutible, pues es inaceptable suponer o afirmar que en el mundo de los valores del orden social y de la existencia humana, en el que la razón técnica fue considerada improcedente e impotente, sean la fuerza, la presión, la propaganda, y ahora la posverdad, los factores decisivos. El sentido de los sistemas sociales no puede quedar sometido a la fuerza de los vencedores en los combates de la arena política, por más heroica que pueda parecer la victoria. Los valores, que motivan las acciones privadas y públicas, han de ser susceptibles de fundamentación racional y pasar la prueba de un riguroso examen racional. La “racionalidad sustantiva” es una exigencia irrenunciable, aunque Weber tenga razón en afirmar que las ciencias, las sociales y las naturales, se mueven como pez en el agua en el reino de los hechos, pero naufragan en el de los valores. La sociología, por ejemplo, no puede determinar y prescribir el sentido de la vida en sociedad y señalar su deber ser con fundamento en sus correlaciones de causa-efecto. La sociología tiene la capacidad metodológica de comprender y explicar por qué una sociedad tiene ciertos valores de referencia, por qué los cumple o los incumple, y cuáles son los efectos del sistema valorativo en la política, la administración pública, la economía, la desigualdad social, pero no puede más que callar en el terreno de los valores sociales, que son realidades extracientíficas.
La razón técnica, la campeona triunfadora del conocimiento en el tiempo moderno, no agota las posibilidades y las exigencias de la razón humana. Es una de sus operaciones más importantes, no la única ni la suprema, ni es la Razón sin más, por lo que no puede tener la última palabra en asuntos personales y sociales que son vitales. Que no le sea posible a la ciencia y la técnica dar respuesta a las preguntas acerca del sentido de la vida personal y social, que también nos interrogan, apremian e importan, no significa que otro tipo y nivel de razonamiento no las pueda ofrecer, sin por ello menospreciar la importancia que tienen la ciencia y la tecnología para resolver numerosos problemas de nuestras vidas y producir condiciones preciadas de vida, y recaer en la vieja dicotomía entre “civilización” (material) y “cultura” (espiritual), que fue el refugio político e ideológico de los gobiernos y de muchos intelectuales de sociedades rezagadas.
El tiempo social actual, agobiado por graves problemas de supervivencia y conflictos de convivencia, se mueve hoy hacia otro nivel y tipo de razón posinstrumental, postécnica. Por dentro de la masa ingente de big data, los circuitos de información, los procesos de inteligencia artificial y las continuas innovaciones científicas y tecnológicas, que son de nuestro máximo interés y aprecio, estamos en busca de principios éticos y jurídicos universales que ordenen la sociedad contemporánea y que, para ser significativos y valiosos, requieren otra forma de razonamiento y otra socialización de los agentes sociales, particularmente de los que producen, validan y difunden los conocimientos.
3.-La efectividad directiva de la democracia
Que las acciones personales y las de las organizaciones sean efectivas es una exigencia natural de los que vivimos en estos tiempos. Damos por descontado que las organizaciones en las que trabajamos tienen sentido a condición de que sean efectivas, produzcan resultados y beneficios, y no solo discursos, planes y proyectos. El tema de la efectividad es también central en el ámbito político, y se plantea con referencia a los gobiernos democráticos. La instauración o restauración del Estado de Derecho y la democratización de los regímenes autoritarios, a la vuelta del milenio, resolvió razonablemente bien el asunto de la legitimidad de los gobiernos, de su cargo y actuación, que había sido el blanco de generaciones de luchadores a lo largo del siglo XX, ante sus innumerables atropellos, represiones y errores decisionales, pero no ha resuelto la capacidad y eficacia directiva de los gobiernos democráticos. La discusión no se centra hoy en la indiscutible superioridad axiológica y política del régimen democrático liberal por encima de los demás regímenes políticos, sino en la capacidad (financiera, informativa, cognoscitiva, técnica, gerencial) de los gobiernos democráticos para dirigir la sociedad. La pregunta se ha desplazado de la legitimidad política del gobierno hacia la eficacia directiva del gobierno legítimo, democrático. Se exige ahora una democracia de resultados y no solo de valores.
La preocupación principal de Weber en sus afanes y escritos políticos es la eficacia directiva del gobierno del Estado, particularmente la eficacia de los gobiernos democráticos que se abren paso y afirman en la Alemania posimperial. Todas sus exploraciones de historia con una erudición impresionante y sus críticas a intelectuales y políticos al tratar la sociología de la dominación giran alrededor de la efectividad de lo que él llama “la dominación” estatal, y que considera que es “la dominación racional” por excelencia. Sin embargo,el gobierno del Estado, la dirección del dirigente de la dominación estatal, fue particularmente difícil en el tiempo oscuro del Estado alemán, en 1919 y 1920, los dos últimos años de vida de Weber. Fueron años amargos y agobiadores por la derrota en la Primera Guerra, el pago desmesuradamente punitivo de las indemnizaciones por los daños de guerra, la caída del II Reich con la abdicación del kaiser Guillermo II, la movilización de la izquierda en ascenso con la revolución espartaquista y el movimiento concejal, la oposición abierta de las poderosas corrientes nacionalistas a los agravios internacionales y a las tendencias intestinas de ruptura de la unidad de Alemania y, en recapitulación, la fundación de la República de Weimar, que desde su nacimiento fue agobiada por las incesantes críticas a la constitución republicana y por los problemas económicos.
En este entorno de tensiones internacionales, económicas y políticas fue lógico que los políticos e intelectuales alemanes se plantearan pregunta sobre la forma posimperial del Estado en el contexto de la nueva composición de la sociedad, “una sociedad de masas”, que la posguerra había hecho visible, pero que era el resultado de la homogeneización social producida por la industrialización, el derecho constitucional que universalizó la igualdad de libertades de los ciudadanos, la democratización con el voto universal, y que era además una sociedad golpeada por el desenlace de la guerra y las tribulaciones de la reconstrucción de la economía nacional y de los vínculos familiares y comunitarios. Aunque Weber pensara con muchos otros que el parlamentarismo combinado con el presidencialismo (República de Weimar) era la forma constitucional más apropiada para ordenar y conducir la nueva sociedad de masas, el tema de la dirección del Estado era prioritario e incluía la interrogante acerca de las atribuciones que el dirigente político tenía que poseer para que el nuevo arreglo constitucional funcionara efectivamente y acreditara su valía mediante políticas y servicios que dieran respuesta a las exigencias de gran número de ciudadanos angustiados por necesidades vitales.
Encontrar la llave de la respuesta a la pregunta no fue fácil para Weber, y no lo fue por su sistema conceptual acerca del Estado, la nación, la política, la ciencia y la burocracia, y por sus convicciones liberal-nacionalistas que hacía públicas en artículos periodísticos y lo enfrentaban con varios opositores, académicos y políticos, con los que le gustaba polemizar. Dos parecen ser los ejes del planteamiento de Weber sobre la política y el gobierno, que son ambas acciones ejecutivas, “racionales con referencia a sus fines”. El primer eje es la relación de la política y el gobierno con el conocimiento, que lo llevó a examinar cuál es y debe ser su relación con la burocracia, que es el aparato de la información e inteligencia del gobierno. El segundo eje es su relación con la ética, con el mundo de los valores sociales, que lo llevó a examinar cuál es y debe ser la relación de la política y del conocimiento mismo con la validación y la realización de los valores que inspiran la acción de los actores sociales.
Sobre este par de temas Weber señala que ciencia, política y ética son acciones racionales diferentes, tienen una lógica de acción diferente, con intencionalidades y ejecuciones diversas. La recapitulación de su postura, sostenida por eruditas referencias históricas y literarias y pronunciada con tono categórico, se encuentra en sus dos famosas conferencias a los estudiantes de la Asociación Libre de Estudiantes, en Munich, en el invierno revolucionario del 2019: “La ciencia como vocación” y “La política como vocación”, que retoman la idea religiosa del llamado, la vocación (Beruf), que en modo secularizado estructuran y tipifican la racionalidad específica de acción de la política, la ciencia, la ética, en similitud con la conducta económica de los capitalistas originarios, a los que atribuyó el origen de la racionalización de Occidente (Weber, 1972).
Por un lado, el Estado dispone de un potente aparato burocrático que, por la calidad de sus saberes, hace posible que los dirigentes realicen bien sus funciones públicas, que están predeterminadas por los valores humanos y sociales que la constitución y la cultura política afirman y que la razón científico-técnica no puede definir, validar y menos lograr que sean socialmente aceptados y prescriptivos. A pesar de ello, la burocracia tiene suficiente conocimiento de las materias públicas para influir en las decisiones de los dirigentes políticos, filtrar técnicamente sus proyectos valorativos, convencerlos de asumir los fines de su proyecto que son viables, costo-efectivos, realizables y cuáles no son ni podrán serlo, aun si son socialmente valiosos, deseables y exigibles. La peligrosa posibilidad de que la burocracia subordine a la política y la convierta en administración pública se basa en que cualquier dirigente político necesita de la inteligencia de la burocracia para producir resultados y no ser solo un orador que habla de escenarios espléndidos de sociedad y anuncia promesas emocionantes, a la manera de profesores o de ministros de culto.
Por otro lado, el Estado es la arena de la política, en la cual se ubican los actores que tienen como su proyecto vital hacerse cargo de la conducción del Estado. Para Weber la propiedad distintiva de la lógica de acción de la política y del gobierno es ser una acción ejecutiva, focalizada en producir resultados de utilidad social y en lograr que los objetivos de su proyecto social se vuelvan hechos tangibles y la dominación estatal sea empíricamente efectiva. En tanto acción orientada a la realización y el logro, “acción racional con referencia a fines”, la lógica de acción de la política es autónoma respecto de la ética y respecto del conocimiento. Es motivada indudablemente por fines y objetivos sociales, que arraigan en valores, pero las actividades de su realización no se regulan por reglas axiológicas, éticas. Se basa en el conocimiento causal a fin de realizar los fines y objetivos que la motivan, pero las actividades de su realización no se regulan por las normas lógicas y metodológicas del conocimiento científico. Su lógica de acción consiste en realizar objetivos socialmente valiosos y no en fundamentar la validez axiológica de un sistema de valores ni la validez lógica y empírica de una teoría natural o social. Su lógica de acción es la voluntad de realizar y hacer valer socialmente un proyecto de vida en común, confrontarse con los proyectos y sistemas alternativos de valores que promueven otros actores políticos, cuestionarlos discursivamente y derrotarlos factualmente.
La política es justamente la expresión del “politeísmo” de valores en guerra, y guerra a muerte, que sedujo a Weber y lo obligó a plantear la relación entre la política y la ética, entre la política y la ciencia, en modo de dilema, y a resolverlo de un tajo concibiendo la acción política en modo decisionista. La política consiste en decidirse por un proyecto de sociedad y dedicarse enteramente a su realización sin pausa y desvío, incorporando los costos de la entrega. El factor decisivo del éxito es la fuerza discursiva y ejecutiva, motivadora y movilizadora del dirigente político, que hace referencia a valores y a conocimientos y los incorpora en su acción y discurso, pero la correcta argumentación racional ética o científica tiene solo un valor funcional, instrumental, no es políticamente determinante.
Para Weber fue muy complicado cuadrar el círculo conceptual de Estado, política, gobierno, sociedad de masas, unidad nacional, valores de la autonomía individual, burocracia experta, democracia, en el que estaba encerrado y alrededor del cual daba vueltas sin llegar a alcanzar la paz de una conclusión satisfactoria intelectual y política. Weber fue un equilibrista que reconoció la importancia de cada uno de los componentes esenciales de la dominación del Estado y estableció al mismo tiempo sus limitaciones y, por ende, la necesidad de su interdependencia, complementariedad y contrapesos. Su propuesta conciliadora fue la democracia plebiscitaria de líder, que consideró era la modalidad de dirección política necesaria y acorde para que funcione la dominación estatal en forma de régimen democrático y sea respetada. El líder plebiscitario, por su credibilidad y confiabilidad, por su capacidad persuasiva, por su “carisma”, es la condición política que hace posible que el gobierno democrático sea efectivo en la nueva configuración de la sociedad industrial de masas y, concretamente, en el contexto abrumador de la Alemania de la posguerra. La autoridad legal, electa, con todo y su aparato burocrático de expertos, es insuficiente para gobernar una configuración sociocultural diferente en una circunstancia crítica.
La novedad política es que la batalla entre los dioses de los proyectos valorativos de sociedad ocurre ya en la arena y ante el público de la sociedad de masas a las que se le han abierto las puertas de la política a través de movilizaciones, presencia en la prensa, partidos, círculos de intelectuales y, principalmente, mediante el sufragio universal. La política ha dejado de ser una actividad de debate entre élites y entre los estamentos selectos de la sociedad. La denominen o no democracia, la política es ahora una actividad en la que participan trabajadores, empleados, agricultores, profesionales independientes, “pequeños burgueses”, que a través de sus organizaciones, partidos y voto manifiestan sus preferencias de vida y tratan de hacerlas valer, a la vez que se oponen a los proyectos que se oponen a sus convicciones y aspiraciones de vida personal, familiar, gremial, comunitaria.
Weber no elaboró una teoría de la democracia, con una sustentación estructurada de sus valores, principios e instituciones, aunque su posición liberal y nacionalista acuñó su conceptualización y valoración. La democracia fue entendida como un procedimiento político nuevo, acorde con la configuración de la nueva sociedad industrial posimperial y de posguerra. La democracia electoral y parlamentaria es el proceso político que hace posible que la “dominación” estatal se instaure civilizadamente y sea significativa en las circunstancias sociales actuales, pero para acreditar capacidad y efectividad directiva se requiere un líder político que motive legisladores, burócratas y masas alrededor de un proyecto nacional no disruptivo, aunque sí impugnable y mejorable.
El liderazgo parece haber sido la solución a su laberinto. Además de autoridad política se requiere un líder que, por sus cualidades de conocimiento, pasión y entrega por la causa y por su credibilidad discursiva, tiene la capacidad de acercar, articular, acaso alinear, las diferentes intenciones de los políticos, burócratas, sectores sociales, masas, y bloquear los intentos que amenacen la unidad nacional y la soberanía del Estado nacional. El gobierno ya no puede sustentarse como antaño en el poder de un canciller, provisto de la fuerza del ejército y con el respaldo de los notables económicos, religiosos e intelectuales. La autoridad política requiere otra forma de conducción, de liderazgo, que debe ejercerse sin debilidades y desviaciones, pero en consonancia con la estructura de una sociedad que ya no es agraria ni estamental ni fácilmente subordinable.
En medio del ir y venir de su fatigosa exploración y de sus críticas con tono magisterial a los intelectuales y políticos de su época, a la derecha y a la izquierda, la conclusión de Weber es la siguiente:
No hay más elección que esta: democracia de líder (Führer Demokratie) con aparato, con “máquina”, o democracia sin líder, es decir, con el dominio de “políticos profesionales sin vocación”, carentes de las cualidades internas carismáticas que hacen precisamente al líder (Weber, 1944).
El líder por “su pasión, sentido de responsabilidad y mesura”, “por la pasión ardiente y la mesurada frialdad”, moviliza a sus seguidores hacia un específico proyecto de sociedad y combate resueltamente a las opciones políticas alternativas nacionalmente divisivas y amenazadoras, y por disponer de la máquina burocrática que está en condiciones de conducir exitosamente al Estado y hacer socialmente beneficiosa y apreciada la dominación estatal. Para ello el liderazgo no puede ser ni discursiva ni operativamente divisivo, antagónico, debilitador de la unidad nacional y, por consiguiente, en las actuales circunstancias debe bloquear con respaldo masivo los proyectos colectivistas divisivos de la nación, de inspiración comunista, y contrarios a las libertades económicas y civiles. Interpretando a Weber, la dominación legal-burocrática del Estado democrático debe complementarse con un tipo de gobernar en modo de “dominación carismática” (Weber, 1944). 4
Es correcta la afirmación de que en política y gobierno el liderazgo es necesario para que la democracia contemporánea produzca resultados, dé sentido a la vida asociada y genere esperanzas. Hoy brillan por su ausencia los líderes de partidos políticos y de naciones y, en contraste, relucen los líderes plebiscitarios, populistas, que declaman discursos cautivadores para las mayorías populares que tienen una posición política débil en el régimen democrático, y lo hacen con una narrativa polarizadora, reivindicativa, movilizadora, pero no poseen la información, el conocimiento y los recursos que les son indispensables para realizar sus proyectos y modificar el sistema social que causa daños a la ciudadanía y, particularmente, a las mayorías populares que no tienen las mismas o semejantes oportunidades de bienestar y seguridad social. Weber es acertado al ser uno de los primeros en plantear el tema del liderazgo en la política democrática, pero su respuesta concluye con “la democracia de líder” de corte nacionalista, una propuesta que ha suscitado dudas y críticas por el potencial lado oscuro iliberal del liderazgo plebiscitario de masas.
Tiene razón Weber al señalar que el líder sin la máquina burocrática, sin la inteligencia de la administración pública, y sin “la ética de la responsabilidad”, no tendrá efectividad y terminará por perder el liderazgo. Sobran las evidencias históricas y las actuales. Sin embargo, es difícil compartir su idea de liderazgo, formulada en el encuadre de la política como politeísmo, rivalidad, enemistad, imposición de un proyecto de sociedad con la exclusión de los proyectos diferentes, aunque sin que por ello nuestro desacuerdo nos mueva hacia el otro extremo de un concepto candoroso de la política como una actividad pacifista, fraternal y comunitaria. La concepción bélica de la política (“la guerra por otros medios”, a la Von Clausewitz), reelaborada posteriormente por C. Schmitt (1984) con su tesis antagónica de “amigo-enemigo”, pierde sus raíces ilustradas de debate y concertación racional y puede fácilmente resbalarse hacia modos de autoritarismo, cesarismo, bonapartismo, expresiones de Weber. Hay un amplio debate académico acerca de si la postura de Weber incubó o no la posición schmittiana.
Un liderazgo dotado de autonomía decisional sin controles, antagónico en su discurso y en sus decisiones, no es aceptable en los tiempos actuales de libertad y pluralidad política y de interdependencia económica internacional, que obligan a la coexistencia, la conciliación y la inclusión, aunque para Weber son referencias valorativas improcedentes y hasta ingenuas, cuando se trata de política en mayúscula y en tono mayor, de una lucha entre proyectos opuestos de sistema social, como sucedió en el tiempo de la posguerra que vivió al final de su vida, y no se trata de política en minúscula y en tono menor, de discusiones acerca de políticas públicas para tratar asuntos sociales particulares en un marco de normalidad institucional y estabilidad política.
En contraste con esta manera adversaria y bélica de concebir la política, el liderazgo político contemporáneo conduce la pluralidad política de la sociedad moderna sin la intención inviable y deslegitimadora de suprimir las libertades, los derechos y los proyectos sociales de las minorías, y sin que la defensa gubernamental y social de las libertades individuales margine la desigualdad y la exclusión de sectores de conciudadanos y erosione la prioridad de los derechos sociales de la ciudadanía contemporánea. La dominación estatal de naturaleza liberal-democrática o social-democrática es legítima y efectiva porque es fiel tanto al principio de la protección de las libertades humanas y ciudadanas como al de los derechos sociales de los ciudadanos y al principio de la representatividad política de los requerimientos de la generalidad de los ciudadanos, y no se limita a representar exclusivamente los intereses de las élites y los poderes fácticos o, a la inversa, solo los de las masas o del pueblo.
En las condiciones sociales actuales el gobierno ha dejado de ser un agente directivo autónomo y autosuficiente y necesita de los recursos financieros, cognoscitivos, tecnológicos, productivos y políticos que los actores extragubernamentales poseen y que le son necesarios para poder gobernar a la sociedad. En este entorno, en el que son numerosos los problemas sociales que no pueden mitigarse o resolverse únicamente por la acción del gobierno o mediante medidas de coacción, gasto y subordinación social, se requiere una autoridad pública legítima que sea también líder creíble y confiable por su autoridad moral e intelectual, que lo hace capaz de convocar a los actores poseedores de los recursos que requiere para dirigir, incentivarlos a poner en común sus recursos y a cooperar, coordinar las negociaciones, asegurar el cumplimiento de los acuerdos e intervenir en circunstancias adversas para reorientar la acción común.
Las formas de gobernar o de “dominación”, conforme a la expresión de Weber, que se ejecutan en modo unilateral, descalificador y excluyente, mostrarán más temprano que tarde su fragilidad directiva por la decadencia económica y la división social que provoca su actuación, y terminarán por ser removidas por los ciudadanos que no dejan de ser actores racionales y que no aceptan el sin sentido de un gobierno que no tiene claros y ordenados sus fines, carece de información sobre los hechos sociales y desconoce las acciones de su realización efectiva y el sin sentido de un gobierno que se enfoca en realizar fines que no son incluyentes, universales, sino cansinamente selectivos y parciales.
Post scriptum
La pandemia de la COVID-19 ha tenido efectos en la vida social y política de todos los países. Uno de sus efectos ha sido que hemos revisado el modo como entendemos la acción del gobierno, y probablemente hemos reelaborado en estas semanas el concepto tradicional del gobernar en que hemos sido socializados. A la luz de las ideas de Max Weber, sin forzamientos artificiales, presento dos consideraciones.
1.Uno de los efectos positivos de la pandemia es que hemos redescubierto la necesidad y la importancia del gobierno como la única agencia que tiene la capacidad de organizar a la sociedad para enfrentar problemas públicos letales, para regular las conductas de la población en situaciones críticas a través de recomendaciones y prohibiciones, y que dispone de un aparato coactivo para hacerlas efectivas y posee un conjunto de entidades expertas para prevenir el crecimiento de la enfermedad, darle seguimiento y atender a los enfermos. El redescubrimiento de la importancia del gobierno es una buena noticia, porque en la normalidad de la vida asociada son muchos los actores sociales que determinan la orientación y el funcionamiento de la sociedad: agentes económicos, intelectuales, mediáticos, políticos, religiosos, educativos, que influyen en nuestras preferencias, conductas, percepciones, juicios sobre la vida personal y en común. En la vida normal somos una sociedad descentrada, que funciona por una variedad de poderes interdependientes, pero en la emergencia de una amenaza a la vida hemos redescubierto la necesidad y la importancia de que exista un centro de dirección de la sociedad, dotado con la capacidad ejecutiva de ordenar y estabilizar a la sociedad entera más que un sistema de poderes más o menos acoplado. Se exige un centro de “dominación social”, dicho en el lenguaje antiguo de Weber. No bastan los mercados, las tecnologías, las ideas de las universidades y las organizaciones civiles, los mensajes éticos de las religiones, las redes sociales digitales, se requiere Estado y, más concretamente gobierno, para hacer efectivo el ordenamiento estatal de la sociedad.
Sin embargo, el redescubrimiento de la centralidad y la importancia del gobierno no es equivalente sin más a que el gobierno tome decisiones apropiadas y efectivas. Su efectividad directiva va a depender de que cuente con los recursos informativos, cognoscitivos, financieros, tecnológicos, humanos, y con el recurso de la credibilidad y la confianza social que le permitan tomar las decisiones requeridas, socialmente respaldadas, y gobernar bien la emergencia. El tema de la capacidad y la efectividad directiva del gobierno democrático, que ya generaba dudas e inconformidades en la normalidad social, ha resurgido con mayor fuerza en el peligro de la emergencia y su amenaza a la vida. Necesitamos un centro de gobierno, pero uno que sea capaz de gobernar con efectividad. A ello se debe que en numerosos países la pandemia haya puesto en evidencia las deficiencias, insuficiencias y ambigüedades de los gobiernos, y haya agudizado la crítica a gobiernos presidencialistas o parlamentarios, unitarios o federalistas. Hay certidumbre en la importancia del gobierno como director de la sociedad y persiste la incertidumbre sobre su efectividad directiva.
En el caso mexicano dos observaciones críticas han sido constantes y generalizadas en la opinión pública en estos meses: a) la incoordinación decisional de los gobiernos, manifiesta en el hecho de que el gobierno federal y los gobiernos de las entidades federativas abordaron sin coordinarse, complementarse y consensuar la manera procedente, razonable, de conducir los asuntos sanitarios, educativos y económicos de la crisis. Cada gobierno tomó sus decisiones con diferentes planteamientos, prioridades, acciones y tiempos; b) la inconsistencia de la producción y la comunicación de los datos sobre la evolución y los efectos de la pandemia, que se ha puesto en evidencia con los cambios de los criterios de la recopilación, clasificación y proyección de los datos, con la descalificación de los datos producidos por otros centros públicos, académicos y sociales y con la oposición a incorporarlos en sus diagnósticos y proyecciones para mejorar la administración de la crisis. En resumen, en gran medida la inefectividad relativa del gobierno en el manejo de la crisis sanitaria (la letalidad, por ejemplo) se debe a la incoordinación de los gobernantes en la crisis y al desacuerdo sobre la objetividad y la fiabilidad de los datos públicos acerca de la pandemia.
2. Un segundo efecto positivo de la pandemia ha sido redescubrir o confirmar la necesidad y la importancia del conocimiento para la efectividad del gobernar. La legitimidad del gobierno democrático se fundamenta en un sistema racional de valores, axiológico, pero su efectividad se fundamenta en el sistema de los conocimientos empíricos que alcanzan la validación y la codificación universal de sus conceptos y explicaciones causales en la ciencia y la tecnología. El poder no puede sin el conocimiento. La efectividad se refiere a causalidad y esta al conocimiento causal que conjetura y comprueba las relaciones causales en naturaleza y sociedad y las tecnifica en instrumentos y procedimientos. Para Weber, el gobernar moderno es considerado una “acción racional”, no voluntarista, que es congruente con su sentido y es efectiva en su realización, hasta el punto que lo tipificó como “dominación racional”, “dominación legal-burocrática” y, por consiguiente, es una acción directiva superior en legitimidad y efectividad a la de los gobiernos y gobernanzas de cualquier asociación política del pasado.
La burocracia es la manifestación más clara y potente de la acción racional en el mundo privado de los mercados y en el mundo público del gobierno. Por el conocimiento experto de sus dirigentes y personal operativo en los asuntos de su responsabilidad y por la incorporación sistemática del conocimiento en sus procesos productivos y administrativos la burocracia es fundamental para que el gobierno pueda dirigir efectivamente a su sociedad, resolver sus problemas, necesidades, aspiraciones, y crear nuevos niveles de bienestar y seguridad social. Sin un sistema racional de salud pública, sin una burocracia experta de médicos, enfermeros y enfermeras, laboratoristas, camilleros, investigadores, con conocimiento clínico y técnico, dispuestos a atender a todos los ciudadanos con derechos a la vida y la salud, sin excepciones de ningún tipo, la pandemia habría multiplicado sus víctimas a la manera de las pestes negras del pasado.
Ha sido valioso redescubrir en este tiempo inquietante la importancia de la burocracia pública, frecuentemente denostada con evidencias o prejuicios por la inestable calidad de sus servicios que, por cierto, necesitamos. Sin embargo, los saberes científicos y técnicos de la burocracia del Estado y, en nuestro caso, los saberes de los profesionales expertos en salud, no lograrán producir los efectos deseados si la dirección del sistema de salud es deficiente en la coordinación de sus entidades y en la programación de sus actividades, no posee los recursos económicos y humanos necesarios para cumplir bien su función pública, si la difícil gerencia financiera es incorrecta por estar en manos imperitas, y si es inhábil la gerencia de recursos materiales, por la imprevisión de las adquisiciones necesarias de equipos e insumos, por ejemplo. En estas condiciones de limitada racionalidad organizativa y directiva de las entidades públicas es previsible que los saberes existentes no tengan el terreno para florecer y dar frutos. A reserva de contar con estudios empíricamente robustos sobre los acontecimientos de estos complejos meses, se deberá determinar hasta qué punto el conocimiento experto del sistema de salud tuvo un desempeño inferior y estuvo expuesto a riesgos injustificados por fallas de dirección, organización y administración.
Las odiosas comparaciones manifiestan que el gobierno de la pandemia en lo relativo al número de infectados y fallecidos ha sido diferente en las naciones según la capacidad de su sistema sanitario y hospitalario, incluyendo su capital humano profesional, y según la inteligencia directiva y la determinación de sus dirigentes políticos. No todos los dirigentes públicos tuvieron la misma claridad en proyecciones, diagnósticos, equipamiento, tratamientos, regulaciones, cálculos financieros para anticipar y controlar el desarrollo de las infecciones y los necesitados de hospitalización ni todos tuvieron la misma energía y resolución en sus decisiones.
En el tema de la efectividad de los gobiernos a través del conocimiento de su sistema administrativo se pueden por lo pronto sacar dos conclusiones generales en el caso de México: a) los gobiernos necesitan burocracia experta, no politizada, a fin de ser ejecutivos y no solo discursivos, por lo que el sector público debe articularse programáticamente con los centros académicos de investigación y formación de médicos, enfermeros y enfermeras, analistas, laboratoristas y con las empresas farmacéuticas, mejorar sus procedimientos de reclutamiento, asignación laboral y promoción, aumentar asimismo su número y composición de acuerdo con la evolución demográfica, clínica, sanitaria y epidémica de la población y las localidades; b) la burocracia mexicana debe elevar su capacidad y calidad operativa a través de la mejora de las condiciones laborales de su personal y los entornos físicos y tecnológicos de su ejercicio profesional para optimizar sus servicios a la ciudadanía. En conexión, reforzar sus programas de permanente actualización cognoscitiva, acorde con las funciones especializadas de su personal, y avanzar hacia la digitalización de sus bases de datos, procesos administrativos y de servicios, incluyendo los automatizados de la inteligencia artificial.