I. Introducción
Es bien sabido que uno de los temas de más profunda discusión en la filosofía del derecho contemporánea es el de cómo dar cuenta del fenómeno de los desacuerdos jurídicos fundamentales (DJF, de aquí en más), en particular a partir del desafío lanzado por Ronald Dworkin al positivismo jurídico.
Kevin Toh es uno de los muchos filósofos del derecho que se ha encargado de presentar una respuesta al desafío. La base de su propuesta está en una relectura del trabajo de Hart, en particular respecto de la distinción de éste último entre enunciados jurídicos internos y externos, a la luz del expresivismo metaético contemporáneo. Lo que propongo para el presente trabajo es, entonces, echar un vistazo a algunas de las notas más salientes del enfoque que Toh propone para dar cuenta del fenómeno de los DJF. No se tratará de un análisis del todo pormenorizado, sino que me restringiré deliberadamente a exponer la revisión que hace Toh del análisis hartiano de los enunciados jurídicos internos (EJI, en lo sucesivo) y a un par de las enmiendas puntuales que a éste propone, a efectos de ofrecer una alternativa frente a Dworkin.
En este sentido pretendo presentar dos críticas y resaltar dos virtudes del trabajo en examen. Estos consistirán, respectivamente, en 1) que Toh no consigue mostrar de manera completa que los DJF que señala Dworkin sean efectivamente de carácter interno al derecho y no transidos por consideraciones y argumentos extrajurídicos -como quiere el propio Dworkin- y 2) que aunque Toh afirma que su propuesta es ajena a la vertiente convencionalista que ha adoptado buena parte del positivismo jurídico a partir de la obra de Hart, su propuesta cae efectivamente en dicha vertiente, a pesar suyo. Por el lado de los elogios, destacaré 3) la reconstrucción expresivista del análisis hartiano de los EJI y 4) la presentación que ofrece del desafío de Dworkin, para mostrar que representa un problema en buena medida solo aparente para el positivismo jurídico, al que por ende cabe que sus partidarios le retiren algo de la tal vez demasiada atención que le han dedicado en los últimos tiempos.
En relación a estos dos últimos puntos, me dedicaré a complementar la reconstrucción de Toh para sumarle crédito, tanto respecto de la distinción hartiana como del desafío de Dworkin. Con ello pretendo dejar constancia de que comparto ambos puntos y de que creo que tienen una importancia notable para la discusión acerca del tratamiento iusteórico que corresponde a los DJF. Acaso mayor, incluso, que la que les da el propio Toh.1
II. Una primera presentación del desafío de los desacuerdos
Comenzaré por presentar con un mínimo detalle el desafío dworkineano al positivismo. Deliberadamente, usaré lo que creo es una forma “estándar” de plantearlo, es decir, intentaré que esta primera presentación sea sustancialmente análoga a la que pueda encontrarse en cualquiera de los tantos trabajos que recientemente se han ocupado de este asunto. Así, creo, habrá con qué contrastar mejor una revisita posterior, de la mano de la respuesta expresivista.
Dworkin distingue entre “proposiciones de derecho” [propositions of law] y “fundamentos del derecho” [grounds of law]. Las proposiciones de derecho son juicios descriptivos sobre el contenido del derecho. En sus palabras (1986, p. 4), se trata de “los distintos tipos de declaraciones y afirmaciones que la gente hace sobre qué es lo que el derecho les permite, o prohíbe, o faculta a tener”. En tanto, los fundamentos del derecho son lo proporcionado por “otro tipo, más familiar, de proposiciones, de las cuales las proposiciones de derecho son (podríamos decir) parasitarias”.
De acuerdo con el filósofo estadounidense, las proposiciones de derecho (al menos algunas) son verdaderas o falsas, en el lenguaje ordinario, en función de la verdad de los enunciados sobre los fundamentos del derecho. Es decir, uno sabe que p es jurídicamente verdadero si p se condice con q (donde p es una proposición jurídica y q un fundamento de derecho). Dworkin busca aclarar esta relación con un ejemplo: para la mayoría de la gente (en California) la proposición de que no puede conducirse a más de 55 millas por hora en California es verdadera, y lo es porque de hecho la mayoría de la legislatura californiana aprobó un documento que así lo prescribe.
A partir de esta primera distinción que ofrece, Dworkin traza una ulterior, sobre los desacuerdos. En sus palabras (1986, pp. 4-5):
[P]odemos distinguir dos maneras en las que abogados y jueces pueden discrepar acerca de la verdad de una proposición jurídica. Puede que estén de acuerdo sobre los fundamentos de derecho -sobre cuándo la verdad o falsedad de otras proposiciones, más familiares, hacen que una proposición jurídica sea verdadera o falsa- pero desacordar sobre si esos fundamentos fueron efectivamente satisfechos en un caso particular (…) [o] pueden desacordar sobre los fundamentos del derecho, sobre qué otro tipo de proposiciones, cuando son verdaderas, vuelven también verdadera a una proposición jurídica particular.
Tenemos aquí dos tipos de desacuerdo. Al primero, relativo a si se han satisfecho en un caso los fundamentos de derecho, Dworkin lo denomina “desacuerdo empírico”. Al segundo, directamente referido a cuáles son dichos fundamentos, lo llama “desacuerdo teórico”.
En el marco de su amplia y mordaz crítica al positivismo jurídico hartiano, Dworkin sostiene que este último caracteriza al derecho como teniendo una existencia y contenido dependiente solo de la producción de ciertos hechos sociales, en particular, de la convergencia de acciones y actitudes de los funcionarios encargados de la aplicación de las normas jurídicas. Dicha convergencia -dicho “acuerdo”, según Dworkin- sería lo que origina las normas sociales que el positivismo jurídico ubicaría en la capa más profunda del derecho y que usaría como piedra de toque de una comprensión empirista, factualista, del derecho como un todo. La identificación del derecho sería siempre una cuestión empírica, de constatación de hechos. Y de acuerdo a ese tipo de comprensión, el positivismo jurídico sería incapaz de hacer espacio conceptual a la noción de “desacuerdo teórico”, al menos al nivel de las normas últimas, fundamentales. Es decir, los desacuerdos que en la práctica jurídica parecen ser de este tipo, resultarían ininteligibles desde una óptica positivista. En el mejor de los casos, el positivismo estaría forzado a considerar a dicho tipo de desacuerdo como desacuerdos empíricos que las partes tienen por actuar en error2 o bien a desacuerdos en que de manera hipócrita intentan modificar subrepticiamente un derecho que, saben, no es favorable a sus intereses (1986, pp. 37-38).
III. De vuelta a Hart: Aceptación y enunciados jurídicos internos
1. Un esquema de análisis
Kevin Toh comienza su respuesta a Dworkin con un gran énfasis en la distinción hartiana entre enunciados jurídicos internos y externos. Ésta consiste básicamente en que los primeros constituyen enunciados de derecho, mientras que los segundos son enunciados acerca del derecho. Esto es, los primeros son enunciados hechos desde el punto de vista de un adherente al derecho (a un sistema jurídico particular), de un participante, de quien, en fin, acepta un determinado sistema jurídico y formula enunciados al interior del mismo. Los segundos son enunciados realizados desde el punto de vista de un observador, que no manifiesta la actitud de aceptación que en cambio constituye el punto de vista interno respecto de las normas (Toh 2005, p. 76; 2015, pp. 340-345).3 Como Hart mismo ilustra, un tipo de EJI típico es de la forma “El derecho dispone que…”, mientras que un tipo de enunciado externo típico en cambio será de la forma “En Inglaterra reconocen como derecho…” (1961, p. 128).4
Toh resalta la fundamental diferencia de carácter que hay entre uno y otro tipo de enunciado: los internos son enunciados normativos, los externos son descriptivos.5 Un aporte de indudable importancia en el trabajo de Toh es la reconstrucción que hace de los escritos hartianos en este punto, a la luz de recientes desarrollos en el campo de la metaética. En este sentido, presenta al análisis de Hart de los EJI como sustancialmente análogo al que hacen, de los enunciados internos propios del discurso moral, algunos destacados filósofos contemporáneos defensores del expresivismo en metaética. Desde el punto de vista metodológico, Toh señala que Hart, también al modo de expresivistas contemporáneos como Allan Gibbard, ofrece un análisis oblicuo de los EJI, en tanto que ofrece un análisis directo de los externos.6
El trabajo exegético que Toh hace con la obra de Hart es muy puntilloso7 y no tiene mayor sentido reproducirlo, de modo que paso directamente a presentar su esquema de reconstrucción del análisis hartiano para los EJI:
(HT) Un hablante formula un EJI si y solo si:
(i) expresa su aceptación de una norma que considera dotada de validez de acuerdo a la regla de reconocimiento del sistema jurídico de su comunidad, y
-
(ii) presupone
ii.1- el contenido (aceptado) de dicha regla de reconocimiento, y
ii.2- la eficacia de esa regla de reconocimiento8
El punto central para predicar la filiación de Hart con el expresivismo contemporáneo se encuentra en el primer ítem del esquema, por cuanto de acuerdo a este análisis los EJI se definen como tales por constituir expresiones de la aceptación de normas.9 Por la “eficacia” mencionada en el último ítem, Toh entiende el que la regla de reconocimiento sea generalmente aceptada y seguida al menos por los funcionarios [officials] de la comunidad de que se trate.
Esta esquematización que Toh ofrece del análisis hartiano de los EJI muestra que, en cierto sentido, se trata de enunciados híbridos. No solo son expresivos, sino que son también descriptivos.10 El contenido expresivo está compuesto tanto por (i) como por (ii).1, mientras que el contenido descriptivo radica en (ii).2.11
2. Sobre la aceptación
El hecho de que los EJI sean expresivos de la aceptación de normas supone que se trata de enunciados de tipo normativo. Ahora bien, esto amerita algún desarrollo. Para empezar, téngase en cuenta que Hart explícitamente rechaza la reducción analítica del discurso jurídico (interno) al discurso que describe hechos. Según él los enunciados de derecho tienen una “fuerza normativa” de la que la filosofía del derecho debe dar cuenta, y rechaza también, por ello, que en el análisis se la suprima (1961, pp. 122-123; 1982, p. 145; 1983, pp. 13 y 18). La aceptación, por su parte, no equivale al reporte o informe de los estados mentales propios (Toh, 2005, p. 78); así, la expresión no representa (al menos no puramente) una descripción. Hart se ha preocupado por resaltar asimismo que la aceptación de normas y de un sistema jurídico por parte de una persona puede deberse a una multiplicidad de motivaciones, de modo que no necesariamente es requerida la aprobación moral (1961, pp. 142-144 y 250-251).
La aceptación es una actitud básicamente práctica/conativa y no teórica/cognitiva (Caracciolo, 1988, p. 50; Gibbard, 1990, pp. 74-75). Se constituye en una actitud crítico-reflexiva: quien acepta una norma está en disposición de utilizarla como un estándar de evaluación de la conducta propia y de otros, tanto para realizar críticas frente al apartamiento de lo establecido por dicha norma como para eventualmente elogiar la correspondencia entre ello y la conducta evaluada en cuestión. Hart encuentra que hay una conexión interna, conceptual, no-contingente, entre el hecho de que el aceptante afirme que un cierto caso se rige por determinada norma jurídica y el hecho de que considere que la norma le da una razón para actuar de cierto modo12 (por cierto, las razones para actuar no tienen por qué ser inderrotables para el aceptante13). Este es un punto más en común con los autores expresivistas contemporáneos (Toh, 2005, p. 79; Gibbard, 1990, cap. 4; y 2003, p. 108 y cap. 7).
Nada de lo dicho hasta aquí implica necesariamente que los EJI, expresivos de esta actitud, no puedan ser susceptibles de verdad o falsedad, o de corrección/incorrección (Hart, 1982, 145-146). Por un lado está la mencionada naturaleza híbrida de estos juicios, en la medida en que también cuentan con una parte descriptiva que como tal parece de plano susceptible de verdad o falsedad;14 por otro está el hecho de que mucho se ha trabajado (precisamente, en particular por parte de autores afiliados al expresivismo metaético contemporáneo) por abonar la idea de que incluso los enunciados normativos puros pueden también ser calificados como verdaderos o falsos de ciertos modos.15 Por lo demás, parece -en principio, al menos- que en la medida en que se trata de enunciados que expresan la aceptación de una norma que se considera válida de acuerdo a los criterios de validez que componen la regla de reconocimiento de un sistema, es posible predicar la verdad o falsedad de tales enunciados si la norma es en efecto válida de acuerdo a los criterios de ese sistema (Gibbard, 1990, p. 87; Miller, 2003, pp. 102 y 109).
3. Sobre lo factualmente presupuesto en los enunciados jurídicos internos
Como se vio más arriba, parte del contenido de un EJI estándar es de carácter presuposicional. Por un lado, el contenido de la regla de reconocimiento; por el otro, la eficacia de esa misma regla. El contenido de la regla de reconocimiento es presupuesto de manera normativa; ello quiere decir que lo presupuesto es asimismo la aceptación de un cierto contenido en tanto que el contenido de la regla de reconocimiento de la comunidad de que uno es parte: la regla en virtud de la cual uno considera validada a otra norma que manifiesta aceptar al proferir un EJI. Dicho con mayor propiedad: se presupone un contenido que es aceptado como el propio de la regla de reconocimiento de la comunidad.
Imagínese un hablante que formula el EJI E, en el que expresa su aceptación de la norma N, a la que considera validada por la regla de reconocimiento R. Si al hablante se le consultara por el contenido C de R, podría intentar responder con afirmaciones acerca de lo que consideran otros miembros de su comunidad (e.g., los jueces), con datos sobre la manera en que históricamente se han resuelto casos judiciales, etc. Pero en última instancia, de seguir siendo presionado con la pregunta de por qué C y no otro es el contenido de R, el enunciado con el que responda será de carácter interno: un enunciado que expresará la aceptación de un cierto contenido en tanto que el de R.16
El otro elemento presupuesto es la eficacia de la regla de reconocimiento, y aquí nos encontramos frente a un elemento de hecho, fáctico. Para comprender adecuadamente este punto de la reconstrucción del análisis hartiano, hay que distinguir entre dos tipos de presuposición. La diferencia es importante para la manera en que a partir de una y otra forma de comprensión de los EJI podremos luego dar cuenta de cómo se comporta (y puede comportarse) un hablante al formular este tipo de enunciados.
Siguiendo a Stalnaker, podemos decir que hay dos grandes maneras de caracterizar las presuposiciones: una semántica y una pragmática.
Una presuposición tiene carácter semántico cuando hace al significado del enunciado en el que tiene lugar. Bajo esta concepción hay una relación -precisamente- semántica entre el enunciado formulado y la presuposición (i.e., ésta es un enunciado presupuesto por el formulado). Las presuposiciones semánticas forman parte de las oraciones y enunciados formulados (1973, p. 451). En este sentido, una oración presupone a otra en el caso de que esta última deba ser verdad para que la primera siquiera pueda tener un valor de verdad.17
Si la presuposición tiene carácter semántico, un hablante que se equivoca en su presuposición factual formula un enunciado defectuoso, por resultar carente de valor de verdad (1973, pp. 451-452) y por ende tendría una razón para retirar su enunciado, para desdecirse, si llega a conocer que en ese punto se equivocaba. Tal como sucedería si el enunciado más bien supusiere la aseveración tácita de dicho contenido factual (Toh, 2005, p. 113, nota 57).18
En cambio, si se toma la noción de presuposición como de carácter pragmático, el error factual no conduce a la necesidad de desdecirse del enunciado formulado. En sentido pragmático, la presuposición no representa una relación entre dos enunciados, sino una relación entre un enunciado y ciertos hechos relativos al hablante, a quien lo formula (creencias, intenciones, expectativas).19 En general, puede decirse que las presuposiciones en este sentido son lo que el hablante toma como un trasfondo de conocimientos compartidos con su audiencia.
Esta noción es la que parece más apropiada para la reconstrucción del análisis que Hart hace de los EJI,20 entre otras cosas porque Hart afirma que aunque la verdad de la presuposición factual acerca de la eficacia de la regla de reconocimiento hace a la “normalidad” de los enunciados internos, es posible realizar enunciados de este tipo que sean exitosos, felices, incluso cuando la presuposición resulta ser falsa. Así se manifiesta por completo el carácter expresivista del análisis, en la medida en que éste resalta la principalidad del componente normativo de los EJI y la relativa “accesoriedad” del factual. Lo central para adscribir a Hart el manejo de una noción de presuposición en general, y de una concepción pragmática de ésta en particular, tiene que ver precisamente con que permite explicar que el autor inglés afirme (1983, p. 168; 1961, pp. 129-130; Toh, 2005, p. 113) que se puede hacer un uso útil y apropiado de EJI incluso cuando la condición de eficacia de los criterios presupuestos no se obtiene (y aún más: incluso si el propio hablante sabe que no se obtiene).
IV. Una revisión del desafío de Dworkin
De acuerdo con Toh, el desafío dworkineano se sostiene fundamentalmente en la consideración del positivismo como una teoría semántica, esto es, tal como lo presenta Toh, como una teoría abocada a la explicación del significado de las proposiciones jurídicas a través del análisis de las condiciones de verdad de éstas. En este sentido, el interés de Dworkin por los “fundamentos de derecho” sería el interés por el significado de las proposiciones jurídicas. En la terminología que ahora estamos usando, se trataría del interés por el significado de los EJI. Como es sabido, a su vez Dworkin desarrolla cuál es la particular concepción semántica con la que entiende comprometido al positivismo jurídico, es decir, con la que entiende que el positivismo intenta llevar a cabo el trabajo de explicar el significado de los EJI y analizar sus condiciones de verdad: según su parecer, se trata de una semántica criteriológica (1986, cap. 1).
En este sentido, el positivismo sostendría que la verdad de los EJI dependería de (el acaecimiento de) ciertos hechos sociales. En particular, según la lectura de Dworkin, de ciertos hechos -que podríamos llamar “lingüísticos”- relativos al acuerdo en los criterios de uso de ciertos términos de especial relevancia en el contexto jurídico, entre los que se contaría el propio término derecho. Así, el positivismo ofrecería un análisis de tipo naturalista-descriptivista de los EJI (Toh, 2005, p. 112) de acuerdo con el cual un hablante, al formular un EJI relativo a la validez de una determinada norma N, estaría diciendo más o menos algo como “N es consistente con la norma que es en conjunto aceptada como regla de reconocimiento de esta sociedad” (Toh, 2005, p. 108). La regla de reconocimiento, por su parte, sería en esta línea una regla de tipo social, gestada por las actitudes y creencias concurrentes de ciertas personas; actitudes que incluyen el hecho de que la propia aceptación se sustente en la creencia de que otros también aceptan la misma regla.
Como la regla de reconocimiento establece los criterios de validez de las normas jurídicas de la comunidad, todo desacuerdo acerca de la validez de alguna norma en particular debería entonces partir del previo acuerdo sobre el contenido de la regla de reconocimiento, so pena de que toda la discusión sea no más que una pseudodisputa por no referirse las partes a un objeto en común. La consecuencia final de esta forma de comprensión es que no puede haber desacuerdos genuinos acerca del propio contenido de la regla de reconocimiento. Los desacuerdos se agotan en el nivel “posterior” al de dicha regla, y consisten o bien en desacuerdos empíricos (sobre si la norma en cuestión es realmente consistente con la regla de reconocimiento, entendiendo dicha consistencia en el sentido de que se hayan producido los hechos del mundo que harían de esa norma una norma válida de acuerdo con algún criterio de la regla de reconocimiento), o bien en desacuerdos morales que implican que las partes querrían, desearían, considerarían más adecuado, etc., que a la norma en discusión se la considerara válida o inválida. Esta última disputa sería entonces no sobre cuál es el derecho (i.e., qué normas lo componen, o al menos si la norma en liza es uno de sus componentes), sino sobre cuál debería ser el derecho, a la luz de ciertos parámetros evaluativos que las partes pongan sobre la mesa de discusión.
Por su parte, Dworkin ha defendido también que, en cambio, los sistemas jurídicos pueden florecer por la mera concurrencia de convicciones normativas por parte de al menos algunos de los funcionarios relevantes, y que los sistemas jurídicos existen y se mantienen aun cuando de hecho haya DJF -donde en particular se refiere, asumamos,21 a los relativos a la regla de reconocimiento y los criterios de validez jurídica que la componen-. De aquí el desarrollo de toda su conocida teoría del derecho como interpretación. El punto central de Dworkin a este respecto es que los participantes de las discusiones jurídicas no agotan sus posiciones en el relevamiento e indicación de ciertos hechos sociales. Los DJF no consisten en la confrontación de enunciados empíricos, sino que involucran, y no podrían sino involucrar, consideraciones normativas (en particular político-morales) de principio a fin.
El primer elemento de la respuesta de Toh a Dworkin es entonces la apreciación de que Dworkin parece olvidarse de que Hart había trazado y enfatizado la distinción entre enunciados jurídicos internos y externos. En efecto, las “proposiciones jurídicas” cuyo análisis en función de sus condiciones de verdad es de tanta preocupación para Dworkin, son lo que en la terminología hartiana hemos venido denominando “EJI”. La crítica de Dworkin a Hart puede ser entendida como intentando poner de manifiesto la diferencia que hay entre enunciados internos y externos y resaltando que los internos tienen carácter no descriptivo, sino normativo, bajo el (errado) entendido -como dije poco más arriba- de que el análisis hartiano de este tipo de enunciados era de corte naturalista-descriptivista. Otra hipótesis explicativa (Toh, 2005, pp. 112-113) es que Dworkin confunda el todo con las partes en el análisis de Hart: es cierto que de acuerdo a la reconstrucción que este último hace de los EJI, estos son de alguna manera híbridos, por tener un componente de presuposición factual; pero como se vio eso no es todo lo que Hart dice sobre ellos. Al contrario, el gran aporte de Hart frente a la teoría del derecho de su contexto es justamente la introducción de esta distinción, que permite dar cuenta de la intuición de que la práctica jurídica es una práctica (con la pretensión de ser) normativa, en la que los participantes buscan y ofrecen razones para actuar, y no la mera sumatoria de amenazas y usos de la fuerza para el encauzamiento forzado de las acciones de un grupo de individuos aunados bajo ese manto coercitivo.22
Es cierto que desde el punto de vista del emotivismo, la versión pre-contemporánea del expresivismo metaético, los desacuerdos normativos parece que han de ser entendidos como meros desacuerdos de actitud (favorable o desfavorable) respecto del objeto de discusión. No obstante, nótese que incluso con esto hay ya un punto que escapa a las acusaciones de Dworkin. No es cierto que si los desacuerdos en el derecho son explorados a la luz del emotivismo, haya que tenerlos o bien por desacuerdos empíricos, o bien por pseudodisputas en las que no hay un objeto común de discusión. Ya hace muchos años, Genaro Carrió (2006, pp. 91-114) 23 ensayó una explicación de los desacuerdos entre juristas justamente en clave emotivista, dando cuenta de cómo, si el desacuerdo yace en las actitudes de los hablantes hacia un objeto, entonces la descripción del objeto puede tenerse por compartida en términos generales. En punto a los desacuerdos jurídicos en concreto, no obstante, parece que desde el emotivismo no puede afirmarse que se trate de desacuerdos sobre cómo es en efecto el derecho, sino sobre cómo debería ser. En este sentido, la explicación no le hace justicia al “valor superficial” de estas disputas, i.e., al hecho de que los hablantes parecen estarse refiriendo al derecho tal como es (bien entendido), y no simplemente a cómo preferirían que sea.24
La distinción hartiana entre enunciados internos y externos nos da una herramienta clave para dar cuenta de los desacuerdos entre los participantes en el derecho de modo más sofisticado. Además de que la crítica de Dworkin parece más bien ignorar la distinción para pasar a sugerir que hay que trazarla, la idea es que
[d]e acuerdo con un análisis expresivista de los enunciados jurídicos internos, dos partes involucradas en una discusión que desacuerden sobre cualquier cuestión factual -incluyendo la cuestión de qué normas son aceptadas y cumplidas por los miembros de su comunidad- pueden tener un desacuerdo jurídico genuino en la medida en que ambos estén formulando enunciados jurídicos con las requeridas intenciones de expresar sus propias opiniones jurídicas y de ejercer influencia, recíprocamente, en las opiniones y acciones jurídicas de la contraparte. Tal análisis puede también dar cuenta de desacuerdos jurídicos que persistan a pesar del completo acuerdo entre las partes acerca de todas las cuestiones de hecho. Incluso cuando estén de acuerdo sobre qué normas son aceptadas y cumplidas por los miembros de su comunidad, ellos pueden expresar sus propias opiniones e intentar cambiar las opiniones y acciones de los demás (Toh, 2005, p. 113).
Asimismo, Toh afirma que en esta misma línea se puede dar cuenta de los DJF, esto es, de los desacuerdos acerca de la propia regla de reconocimiento, de los criterios de validez últimos del sistema jurídico de que se trate. Al respecto dice:
En efecto, un hablante que cree que R1 es la regla de reconocimiento de su comunidad, y otro hablante que cree que R2 es la regla de reconocimiento de la misma comunidad, pueden tener un desacuerdo jurídico genuino al formular respectivamente dos enunciados a grandes rasgos como los siguientes: «¡Actuemos de acuerdo a una norma que es parte de un sistema de normas con R1 en la cúspide y otras normas secundarias en los escalafones intermedios!», y «¡Actuemos de acuerdo a una norma que es parte de un sistema de normas con R2 en la cúspide y otras normas secundarias en los escalafones intermedios!». Claramente, tales hablantes comparten un significado normativo a pesar de su desacuerdo acerca del contenido de la regla de reconocimiento de su comunidad. En la medida en que comparten dicho significado, no están hablando de cosas distintas (2005, p. 114).25
Dworkin no parece entonces agregar nada cuando enfatiza el carácter normativo de las cuestiones que se discuten en los desacuerdos que le preocupan y de los desacuerdos mismos, dado el tipo de argumentos (también normativos) que en ellos se ponen en juego. La adecuada comprensión de la distinción de Hart nos hace ver que las discusiones entre participantes dentro del derecho son desarrolladas a través de la oposición de diversos EJI, que, en efecto, son de carácter normativo, como quiere Dworkin. Pero en la medida en que este último pretende que por ello se puede objetar al positivismo hartiano, hemos de concluir que yerra el blanco. Sin embargo, la cuestionable lectura de Dworkin parece haberse extendido ampliamente incluso en el seno de los autores que dicen enrolarse en la tradición positivista.26
En lo anterior yace la, según creo, mayor contribución de Toh al debate sobre los DJF en particular, y a la teoría del derecho en general. Es preciso retomar al Hart que enfatizaba el carácter normativo del discurso de los participantes del derecho.
Ahora bien, lo referido hasta aquí de la respuesta de Toh a Dworkin es parcial. De acuerdo con este enfoque expresivista hay varias piezas del instrumental teórico hartiano que deberían ser refinadas para poder dar adecuada cuenta del fenómeno de los DJF. De las enmiendas que entonces propone me interesa especialmente la que consiste en una recaracterización de la actitud o estado mental distintivo del punto de vista interno y, consiguientemente, de lo que ha de tenerse por expresado a través de la formulación de EJI. Se trata de una revisión de la noción de aceptación. De ella se desprende otra más en la que me enfocaré: el rechazo de la deriva convencionalista que buena parte del positivismo actual ha tomado.
V. Las enmiendas a Hart
1. Las razones para la aceptación
En primer lugar, hemos de volver sobre el punto hartiano de que la aceptación puede deberse a una pluralidad de motivaciones y de que no es necesario que haya una “aceptación moral” de las normas jurídicas. Para el enfoque expresivista no hay tal cosa como una aceptación moral (o por razones morales), sino aceptación de normas morales. La aceptación constituye el mismo estado mental tanto cuando es relativa a normas jurídicas como cuando lo es a normas morales (Toh 2005, p. 89; Luque Sánchez 2012, p. 33, nota 30). En este sentido, ha de distinguirse una y otra clase de caso de aceptación por los propios caracteres de las normas aceptadas.
La razón central que al efecto expone Toh nos devuelve a los paralelismos que traza entre el trabajo de Hart y el del expresivismo metaético contemporáneo. Así, Allan Gibbard, escribiendo sobre la aceptación de normas en general, sostiene que dicha actitud constituye un conjunto de disposiciones a ser gobernados por las normas que precisamente son objeto de nuestra aceptación, y a así declararlo públicamente en un contexto de discusión normativa no constreñida coercitivamente (1990, p. 74). Lo que se ha reconstruido acerca de la noción de aceptación en Hart casa particularmente con esto.
Este punto de revisión de la noción de aceptación supone, según creo, una forma de reforzar la negativa típicamente positivista (y por cierto, presente tanto en los trabajos de Hart como de Toh) a fundar una supuesta conexión necesaria entre derecho y moral de la mano de las razones que serían adecuadas para que un participante acepte un determinado sistema jurídico o una o más normas jurídicas27. Si no hay algo así como una “aceptación moral”, no habrá, por consiguiente, una “aceptación moral del derecho”. Una posible puerta a la conexión necesaria parecería así cerrarse. Pero ello tiene el costo de exigirnos una más clara demarcación entre normas jurídicas y morales.
2. El objeto de la aceptación
En el trabajo de Toh se sugieren, aunque sin demasiada fundamentación, lineamientos con los que trazar dicha distinción. Para ello se hace eco nuevamente del trabajo de Gibbard (1990, pp. 41-42 y 47-48), sosteniendo así que las normas morales versan sobre el sentido de culpa y el resentimiento. Se trata de normas que tienden a regular la adecuación de sentir tales emociones, respecto de uno mismo y de terceros, y las formas de hacerlas públicas en las interacciones con otros. Por su parte, siguiendo a Hart en lo concerniente a las normas jurídicas, Toh sostiene que éstas se configuran como tales en la medida en que conformen un sistema de ciertas características peculiares, dado por la interacción de normas de distinto tipo: primarias, destinadas directamente a regular conductas humanas, y secundarias, entendidas como normas que se refieren a otras normas, regulando su identificación, creación, modificación, aplicación, etc. (2005, p. 89; 2010, pp. 333-334; 2011, pp. 130-131).28
Como digo, se trata de una parte del trabajo de Toh que parece algo requerida de mayor fundamentación, porque mientras lo que define en esta línea a las normas morales es su contenido específico, lo que define a las normas jurídicas es su forma, su “modo de presentación”. Aunque quizás sea plausible sostener que parece absurdo pensar en un sistema de normas morales análogo a un sistema jurídico,29 no es claro que una norma jurídica (primaria) no pueda tener su contenido orientado a la regulación de la culpa o el resentimiento en al menos algunos aspectos. Parecería entonces que deberíamos agregar cuando menos una consideración negativa para la caracterización de las normas morales: además de versar sobre las emociones del sentido de culpa y el resentimiento, no forman parte de sistemas del tipo de los que conforman las normas jurídicas. Esto parece implausible. Por otro lado, resulta además que parte de dicha caracterización original de Gibbard admite en efecto que las normas morales se presentan de manera sistematizada en un sentido tal vez comparable al indicado por Toh como distintivo de las normas jurídicas. Gibbard (1990, cap. 10; 1992) apela a la idea de unas “normas de orden superior”, a las que considera de tipo epistémico, pero precisamente como sistematizadoras de las normas morales que aceptamos/podemos llegar a aceptar. De modo que las normas morales no son solo definidas en virtud de su contenido, sino también del tipo de sistema en que se presentan.30 Es así que este punto requeriría al menos de un desarrollo específico por parte de Toh que no nos es provisto; incluso si lo conveniente en este contexto fuera más bien rechazar (aún si parcialmente) el análisis de Gibbard.
Esta disquisición es relevante a fin de comprender la postura de este enfoque expresivista frente al fenómeno de los DJF por la razón de que una tarea importantísima a este respecto es la de poder determinar cuándo un desacuerdo es efectivamente jurídico y cuándo no. Dworkin sostiene que los DJF son a la vez jurídicos y de otros tipos, en particular político-morales, porque según él la determinación de cuál es el derecho que regula un caso requiere de consideraciones de este tipo, en la medida en que el derecho mismo está indisolublemente vinculado con la moral. Una respuesta positivista, en cambio, parece que debe poder distinguir entre desacuerdos estrictamente jurídicos y otros extrajurídicos, o no-jurídicos (entre los que se contarían los desacuerdos políticos y morales).
Pues bien, como resultará de lo ya visto, para el enfoque expresivista los desacuerdos jurídicos son aquellos en que se formulan EJI contrapuestos en los que el objeto de la aceptación expresada son normas jurídicas diversas. En particular, los DJF son aquellos que versan acerca de la regla de reconocimiento de una comunidad, i.e., acerca de los criterios últimos de validez jurídica. Toh denomina enunciados de reconocimiento a los que expresan la aceptación de una cierta norma en tanto que regla de reconocimiento, o de cierto criterio como parte del contenido de dicha regla (2008, pp. 479-480).31
3. Aceptación simple y aceptación plural
Tenemos entonces que los desacuerdos jurídicos son desacuerdos normativos, consistentes en la contraposición de juicios de primer orden -precisamente: normativos- que expresan la aceptación de normas jurídicas diversas. Esto nos da los primeros pasos con que presentar acaso en mejor manera a la práctica jurídica como una práctica (con la pretensión de ser) en efecto normativa. Pero no es suficiente para ello. De acuerdo con Toh, necesitamos además poder caracterizar a los participantes como genéricamente intentando, de buena fe, lograr pautas comunes de evaluación y guía de la conducta, queriendo esto decir que se trate de pautas conjuntamente aceptadas, compartidas. Esto supone excluir del centro de la escena los meros intentos de persuadir a la contraparte en un desacuerdo.32 Y con más razón los de, en ese contexto, intimidar, provocar, hostigar y azuzar. Solo de este modo se podría tener a la práctica jurídica como normativa, para sus participantes, en el sentido que parecía querer destacar Hart; esto es, ajena al solo ejercicio sistemático de la coerción.
Para Toh la tarea de lograr una adecuada distinción, para el análisis de los discursos de primer orden, entre los intentos de lograr una guía común y los de unilateralmente hacer que el otro vea las cosas y se comporte como uno, es una de las grandes cuentas pendientes del análisis expresivista en metaética. Y el análisis de los EJI tal como es ofrecido por Hart adolecería correlativamente del mismo problema (2011, pp. 112-115). En ausencia de un conjunto de normas aceptado en común, el expresivista parece comprometido a concederle plena legitimidad a la posición de quien en una discusión normativa se mantiene incólume, inamovible en su postura y completamente desafecto, si no hostil, a su revisión. Pero esto a su vez parece ir en contra de la idea de la búsqueda de una plataforma normativa compartida. Y el escenario de ausencia de un conjunto de normas aceptado en común es precisamente el de los DJF a partir de los cuales Dworkin plantea su desafío al positivismo.
Aquí viene a cuento la distinción que Toh introduce entre dos versiones de la actitud de aceptación. Por un lado, la versión que adjudica a Hart es lo que llama la aceptación simple. Ésta consiste en lo que hemos visto, en particular en cuanto a la multiplicidad de razones por las que puede darse y en cuanto a que una vez dada supone la toma de la norma aceptada para la evaluación de las conductas y, en el contexto de los desacuerdos normativos, el uso de la fuerza normativa de dicha norma para influir en los otros. Por el otro lado -y esta es la enmienda que Toh introduce en este punto- tenemos a disposición una concepción plural de la aceptación. Si se considera que la aceptación de normas jurídicas es de tipo plural, aunque se mantiene el hecho de que esta actitud puede deberse a una multiplicidad de razones, ha de entenderse que hay una consideración que inexorable y mínimamente estará presente, a saber, la de que otros vayan a llegar a aceptar el mismo estándar normativo sobre el que uno expresa su propia aceptación (2010, p. 348). Yo acepto la norma N, y puedo hacerlo por diversas razones, pero entre ellas estará mínimamente el que creo que N puede llegar a ser aceptada por los demás miembros de mi comunidad si es que este todavía no es el caso.33
En punto a los DJF, esta última concepción permitiría una comprensión en la que éstos se tratan de intercambios a través de los cuales los participantes intentan lograr una aceptación conjunta de normas que por definición todavía no se ha obtenido. Semejante intento puede ser visto así como una invitación y no como meras exigencias; se pretende de los demás que lleguen voluntariamente a aceptar las mismas normas que uno acepta. Y así se preservaría el carácter normativo que los participantes parecen genéricamente asignar a la praxis jurídica (Toh, 2011, p. 119). Asimismo, este enfoque parece muy plausible a la hora de dar cuenta de otra fuerte intuición sobre el funcionamiento general de la práctica jurídica, cual es la de que los compromisos normativos de las personas están ligados en última instancia a compromisos análogos por parte de los demás.34
La aceptación plural que Toh propone estaría también comprometida con una concepción pragmática de la presuposición acerca de la eficacia de la regla de reconocimiento. Ello implica que el fallo presuposicional al respecto no basta de por sí para que un EJI sea defectuoso, de modo que puede contemplarse que se lo mantenga aún en esas circunstancias. Pero a la vez, el que la aceptación sea plural supone que el hablante estará dispuesto a retirar su aceptación de la norma de que se trate (y con ello desdecirse, aún si tácitamente, de su EJI) en la medida en que aprecie que su audiencia, (asumiéndosela) interesada como él en el logro de una aceptación conjunta de normas, no terminará aceptando la norma particular cuya aceptación expresara el enunciado original del hablante.
La aceptación plural es entonces una aceptación condicionada a la eventual aceptación por otros, coloreada además por una nota de deferencia mutua (Toh, 2011, pp. 119-120 y 123-124). Es importante agregar que en la línea de una reconstrucción de los EJI que ubica en ellos esta concepción plural de la aceptación, los objetivos que subyacen a la formulación de esta clase de enunciados en contextos de DJF son dos: por un lado, como se dijo, el de lograr una aceptación conjunta de las normas más básicas del sistema, pero por el otro -y este según Toh es más importante- el de establecer “adecuadamente” las cuestiones normativas, el de dar con los contenidos normativos apropiados, al margen de la aceptabilidad de dichos contenidos a ojos de otras personas. Parece razonable atribuir a los hablantes en tales contextos la creencia de que lo determinante de la corrección de sus enunciados es esa corrección antecedente (2011, p. 121). Ambos fines en la formulación de enunciados internos actuarían como constreñimientos recíprocos.35
Como podrá notarse, un punto central en la caracterización de la aceptación de tipo plural es entonces que ésta no requiere del efectivo asentimiento e identidad de compromiso normativo por parte de los otros a la expresión del hablante, sino que basta el prospecto de que se llegue a generalizar dicha aceptación. Esto supone, según Toh, un importante apartamiento del enfoque que él propone del que de manera amplia parecerían compartir los autores positivistas posteriores a Hart. Es en lo que consiste el rechazo de Toh a lo que llama convencionalismo en la teoría del derecho.
4. El rechazo del "convencionalismo"
Para Toh, los autores positivistas que en diversos modos han formulado respuestas al desafío dworkineano basado en los desacuerdos han mayormente seguido una línea convencionalista que según él fracasa. Lo que Toh entiende por convencionalismo en este contexto es una idea relativa a la intuición -mentada poco más arriba- de que los compromisos normativo-jurídicos de las personas están ligados a compromisos análogos por parte de quienes las rodean. Hay que desentrañar de qué tipo de ligamen se trata, y el convencionalismo representaría una respuesta a esta cuestión. De acuerdo con esa respuesta, los compromisos normativo-jurídicos recíprocos son materia de convención actual. Esto es: las personas aceptan ciertas normas y expresan dicha aceptación a través de EJI cuando y porque es el caso que los demás aceptan esos mismos contenidos y expresan sus aceptaciones del mismo modo.36 La diferencia con la propuesta de Toh está dada justamente por dicha actualidad, frente al carácter meramente potencial que su aceptación plural requiere. En la imagen convencionalista tal como Toh la presenta, se trata de que en efecto haya “acuerdos” (en el sentido de aceptación de las mismas normas) y no de que pueda eventualmente lográrselos, de que pueda lograrse una aceptación conjunta (2011, pp. 126-127).
En su conocido Postscript, Hart sostiene que aún si no todas las normas jurídicas pueden ser entendidas como reglas convencionales, la regla de reconocimiento ha de efectivamente tomarse como una de ellas (2000, pp. 33-37). Toh rechaza esta afirmación de Hart sosteniendo, por un lado, que prácticamente nada en la obra anterior de éste daba indicios de que concibiese a la regla de reconocimiento de ese modo37 y, por el otro, que semejante concepción cae dentro de la crítica de Dworkin, en la medida en que éste último plantea el escenario en el que los funcionarios encargados de la aplicación del derecho desacuerdan precisamente sobre los criterios de validez últimos del sistema jurídico en que operan. La posición convencionalista, según Toh,38 relega por definición los DJF al penúltimo nivel del sistema (es decir, no los toma por auténticamente fundamentales) y parece aferrarse obcecadamente a que en el nivel de la regla de reconocimiento no puede haber desacuerdos o a que éstos son por necesidad extrajurídicos (2010, pp. 335 y 337-338).
En esta misma línea, Toh rechaza una afirmación más del propio Hart, porque según él es inconsistente con el grueso del resto de la obra del autor inglés. El pasaje, relativo a la regla de reconocimiento, es el que sigue:
en este aspecto, como en otros, la regla de reconocimiento es distinta de las otras reglas del sistema. La afirmación de que ella existe sólo puede ser un enunciado de hecho externo. Porque mientras que una regla subordinada de un sistema puede ser válida y, en ese sentido, “existir” aún cuando sea generalmente desobedecida, la regla de reconocimiento sólo existe como una práctica compleja, pero normalmente concordante, de los tribunales, funcionarios y particulares, al identificar el derecho por referencia a ciertos criterios. Su existencia es una cuestión de hecho (Hart, 1961, p. 137).
La idea de que solo puede afirmarse la existencia de la regla de reconocimiento externamente, a través de un enunciado factual, sería inconsistente con el resto de la posición de Hart respecto de la distinción entre enunciados jurídicos internos y externos. Según Toh, aunque es cierto que en un EJI estándar se presupone la regla de reconocimiento y su eficacia para expresar la aceptación de normas subordinadas, no parece haber razones para pensar que no pueda expresarse también la aceptación de esa regla normalmente presupuesta. Por otro lado, afirma que Hart parece haber pensado que todo EJI, al expresar la aceptación de una norma, constituye un enunciado de validez jurídica (i. e., en el que se predica expresa o tácitamente la validez de una norma); no siendo la regla de reconocimiento una norma válida, por ser la que confiere validez a las demás sistematizándolas justamente a través de sus criterios de validación, no podrían formularse EJI a su respecto. No obstante, para Toh esto debe ser rechazado, sobre la base de que no hay ninguna razón para pensar que no pueda expresarse la aceptación de una norma no sistematizada, incluso si es no sistematizable por definición (2005, pp. 90-91; 2008, pp. 484-485).
Pasaré a concentrarme centralmente en algunas observaciones críticas a esta propuesta de Toh. Aunque creo que la discusión que sigue puede ser considerablemente ampliada,39 me limitaré a señalar dos puntos por los que creo que la propuesta fracasa, al menos parcialmente. Sin embargo, como ya he resaltado y como destacaré al final, el fracaso en cuestión no invalida el gran mérito que su reconstrucción del desafío original de Dworkin tiene.
VI. Dos críticas
1. Sobre los desacuerdos de reconocimiento como desacuerdos jurídicos
i) Normas independientes y criterios extra-sistemáticos
En primer lugar, está la cuestión del carácter específicamente jurídico de los desacuerdos de reconocimiento. Como ya se viera, dicho tipo de desacuerdo es caracterizado en este modelo expresivista como la oposición entre diversos enunciados internos de reconocimiento, siendo tales enunciados los que expresan la aceptación de (diferentes) contenidos determinados para la regla de reconocimiento. Esos enunciados, y los desacuerdos que se den por la contraposición entre ellos, serían jurídicos por versar acerca de normas jurídicas. Como también se ha visto, las normas jurídicas son a su turno definidas como tales por conformar un cierto tipo de sistema de peculiares características: por la asociación entre normas diversas dada por la presencia de normas secundarias, i.e., metanormas. Las normas secundarias actúan así como lazos entre normas varias, formando la red que un sistema en este sentido representa. La regla de reconocimiento tiene según este esquema el destacado papel de ser la norma sistematizadora última, la que provee los criterios más básicos con que enlazar los diversos nodos de esta red (validez). Toh muestra plausiblemente -en contra de lo que parece sugerir Hart- que sobre la regla de reconocimiento también pueden formularse enunciados internos.
Ahora bien, no es tan claro que Toh consiga mostrar que los enunciados de reconocimiento sean genuinos enunciados jurídicos. Sucede que la regla de reconocimiento, al ser la regla que provee de manera última a la sistematización, tiene un carácter diverso del de las demás normas sistematizadas por ella. En un cierto sentido, hasta podría decirse que por dicha razón es una norma que se encuentra fuera del sistema.40 No obstante, en la teoría de sistemas es habitual considerar a los axiomas fundamentales como partes integrantes del sistema que a partir de ellos se forma. Cuando de sistemas normativos se trata, en particular, la idea que suele esgrimirse es que los axiomas o postulados, i.e., las normas fundamentales del sistema, son parte de él en tanto que normas independientes. Las normas independientes de un sistema no tienen su pertenencia a éste condicionada por la pertenencia de otras normas a ese mismo sistema (Caracciolo, 1988, p. 31). No obstante, es racional pretender que la pertenencia de una norma independiente a un sistema se debe a la operatividad de ciertos criterios. El punto es que dichos criterios serán necesariamente de carácter extrasistemático (Caracciolo, 1988, p. 31). Para el positivismo hartiano, la regla de reconocimiento, en tanto norma sistematizadora última, es la41 norma independiente de todo sistema jurídico. No hay razón textual alguna para pensar que Toh pudiera rechazar esto.
Pero su crítica a Hart acerca de la posibilidad de realizar enunciados internos respecto de la regla de reconocimiento presenta una ambigüedad. Él sostiene que no hay razón para negar la posibilidad de que se exprese la aceptación de normas no sistematizadas. Sin embargo, no es claro que por “sistematizadas” deba entenderse solo
[s1] “pertenecientes al sistema (en virtud de cualquier clase de criterio)”;
o en cambio,
[s2] “pertenecientes al sistema en virtud de criterios sistemáticos”.
Esta misma ambigüedad se traslada a la caracterización de las normas jurídicas que se desprende de su posición. Son normas jurídicas las que forman un sistema à la Hart, pero ¿en el sentido s1 o en el s2? Si lo son en el sentido s2, habrá que concluir forzosamente que la regla de reconocimiento no es, en esta línea, una norma jurídica, y por ende que los enunciados y eventuales desacuerdos a su respecto tampoco lo son.
Lo propio es entender que Toh se refiere al sentido s1.42 De este modo parece seguirse sosteniendo la idea de que los desacuerdos fundamentales son específicamente jurídicos. Pero aún bajo esta interpretación, parte de la crítica original de Dworkin sigue en pie. Dworkin sostiene que en la discusión sobre cuál es el derecho a aplicar en un caso, los abogados y jueces recurren a argumentos de carácter político-moral para fundar sus posiciones, defendiendo que esos argumentos son necesarios, insoslayables, para la adecuada identificación de lo que el derecho mismo requiere. Y esto se evidenciaría especialmente en los casos de desacuerdo sobre los criterios últimos de validez jurídica. Entendiendo que en la propuesta de Toh (como en la de Hart) la regla de reconocimiento es la norma independiente del sistema, y dado el hecho de que los criterios de pertenencia para esta clase de normas son, por necesidad, extrasistemáticos, seguirá siendo el caso que al menos para esta clase de desacuerdos se requiere de la puesta en juego de argumentos normativos de tipo, consiguientemente, extrajurídico.43
Esto sin embargo no nos obliga a conceder todo el punto a Dworkin, en la medida en que puede argüirse que no es cierto que los argumentos en juego deban por fuerza ser de carácter político-moral (lo cual acaso supondría haber concedido que hay una conexión conceptual entre derecho y moralidad), pero sí parece que hemos de reconocer que en los casos de desacuerdo fundamental esos desacuerdos exhibirán entonces, siempre, la contraposición de argumentos normativos extrajurídicos, en algún sentido externos al derecho mismo.
ii) Idealización y atribución: ¿son necesarios los argumentos morales?
A partir de lo anterior puede surgir la inquietud de cómo no conceder a Dworkin todo el punto. Después de todo, si se trata de desacuerdos fundamentales, se trata entonces de cuestiones muy básicas sobre el funcionamiento del derecho y, por ende, de la regulación de la vida conjunta en una sociedad. ¿Cómo la teoría no va a reconocer que es un espacio donde distintivamente ubicar la discusión político-moral?44
La respuesta pasa, según creo, por cuestiones metodológicas: ¿en base a qué y hasta dónde estamos legitimados desde el plano teórico en atribuir a los participantes del derecho creencias y actitudes determinadas? Cuando Hart introduce su noción de aceptación, lo hace a sabiendas de que no se trata de una condición necesaria: la aceptación no define el rol de participante de una persona ni a su discurso en el sentido de que sea una propiedad siempre presente. En cambio, se trata de un estado mental que es razonable atribuir a un hablante estándar, no personalizado, y que permite con ello constituir un modelo genérico de comprensión de ciertos aspectos del derecho y de la vida bajo su manto que uno intuitivamente puede entrever. Ese “uno” con sus intuiciones, se espera que pueda razonablemente ser cualquier miembro promedio de la comunidad. Por supuesto, es posible que esas intuiciones (que de partida son ni más ni menos que las del propio teórico) puedan al final no ser compartidas por nadie o casi nadie. Un análisis que procure darles sentido y explicación será, entonces, poco valioso. De ahí que los modelos conceptual-explicativos como el que configura el trabajo de Hart deban ser reconsiderados en el tiempo a la luz de investigaciones empíricas serias.45 Mientras tanto, es difícil trazar una línea sobre hasta qué punto es legítimo atribuir actitudes y creencias a modelos de agentes, a partir de nuestras intuiciones o apreciaciones pre-analíticas. Pero parece plausible sostener el principio de que, cuanto menos, mejor.46
En este sentido, una de las críticas que el propio Toh considera expresamente sobre su propuesta es la de pecar de una excesiva idealización (2011, pp. 127-128). Su respuesta solo consiste en afirmar que su presentación del discurso de los participantes y la aceptación plural es compatible con altas cuotas de puro y simple ejercicio de la coerción en una comunidad jurídica concreta, así como con el ejercicio de la coerción incluso dentro del accionar en el marco de la aceptación conjunta de una plataforma normativa.47 Pues bien, creo que se puede insistir sobre esa crítica, poniendo nuevamente sobre la mesa la diferencia de su aceptación plural con la aceptación simple de Hart. En efecto, una de las razones por las que Hart no ponía constreñimientos sobre las razones para la aceptación normativa parece ser, justamente, la falta de evidencias específicas sobre las motivaciones relevantes. Cualquiera sea el listón con el que medir hasta dónde es razonable atribuir actitudes y creencias al “participante promedio” de la práctica jurídica, parece que atribuirle razones específicas era -a criterio de Hart- ir demasiado lejos; e ir a tientas. La propuesta de Toh nos requiere ese ir más lejos y en este sentido es más onerosa. Tal vez no valga la pena pagar ese precio en particular.
Por lo pronto, empero, no parece contraintuitivo pensar que las razones por las que dos personas enzarzadas en un desacuerdo fundamental -en donde por ende se tocan cuestiones básicas sobre la organización comunitaria- pueden ser múltiples. Aunque es posible que ciertos agentes pongan entonces sobre la mesa argumentos político-morales para darle cierto contenido a la regla de reconocimiento, no resultaría sorprendente en absoluto encontrarse por otro lado con agentes interesados más bien en dar con una regla de reconocimiento cuyo contenido tienda, como sea posible, a validar normas que a su turno favorezcan sus intereses propios. Entre otras posibilidades. La apertura a esas múltiples posibilidades hace más filosóficamente satisfactoria a la caracterización de la aceptación que Hart ofreciera originariamente.
Para finalizar con este punto, nótese que lo dicho en el último párrafo necesita ser suscripto por el propio Toh (a pesar de lo más onerosa que resulta su noción de aceptación plural), so pena de tener que conceder completa la objeción a Dworkin de que en última instancia los desacuerdos fundamentales se dirimen necesariamente por argumentos político-morales.
iii) Un pequeño apunte sobre la noción de "razón jurídica"
De la discusión precedente me parece que puede elaborarse mínimamente un aporte que toda respuesta positivista al desafío de Dworkin debe contemplar.48 Como ya he dicho en varias ocasiones, parece que uno de los requisitos de respuesta es el de contar con una adecuada distinción entre las razones o argumentos jurídicos que se presenten en un desacuerdo y las que sean de carácter diverso.
Toh mismo nunca desarrolla mayormente este punto y creo que ello es también criticable: su propuesta consiste en enfatizar la diferencia entre aquellas cosas cuya aceptación se expresa a través de los enunciados internos. Y así resultarán enunciados “jurídicos” aquellos que expresen, en particular, la aceptación de normas jurídicas. Pero como se acaba de ver, si una norma es jurídica por estar apropiadamente validada como tal, entonces hay al menos un sentido en que la regla de reconocimiento no puede ser objeto de enunciados internos “jurídicos”.
De aquí creo que podemos extraer, a contrario, una primera y aproximativa idea, para este contexto, sobre qué es lo que en general se quiere decir cuando se afirma que uno tiene una “razón jurídica” para actuar de cierta manera. En un sentido banal, se trata de que el derecho de alguna manera parece exigir actuar de esa manera. Un mínimo paso adicional consiste en apuntar que decir de alguien que tiene una razón jurídica para actuar del modo X es afirmar normativamente que una cierta norma de una comunidad, validada como jurídica por la regla de reconocimiento (eficaz) de dicha comunidad, prescribe hacer X.49 Lo distintivamente jurídico, se comprenderá, es justamente lo que en el esquema de análisis de los EJI de Hart conformaba el segundo nivel, el de las presuposiciones (normativa y factual). El primer nivel tiene como contenido una pauta de conducta, que, por sí sola, podría ser de las más diversas fuentes. El segundo nivel, en cambio, provee la nota de “juridicidad”: especifica la fuente jurídica. Esto explica asimismo por qué los desacuerdos sobre la regla de reconocimiento no pueden ser llevados adelante solo con razones intrajurídicas y que se requiera aducir razones extrajurídicas: en los enunciados de reconocimiento ese segundo nivel tiene otra composición (si no es sencillamente inexistente).
En resumen, los enunciados internos son jurídicos en la medida en que expresan la aceptación de normas jurídicas (asumiendo que éstas se distinguen como tales por conformar un cierto tipo específico de sistema). En la medida en que se sostenga que una norma es válida, que cuenta con el respaldo de esa red normativa más amplia, se sostiene que hay una “razón jurídica” para actuar conforme a lo que ella señala. No parece en absoluto necesario, sin embargo, que ese respaldo sea lo único por lo cual una persona considere que debe finalmente actuar de conformidad con eso jurídicamente establecido: puede tener y aducir varias otras consideraciones normativas. Tampoco es necesario, por supuesto, que el solo hecho de haber una razón jurídica para actuar del modo X implique per se que debe actuarse del modo X todas-las-cosas-consideradas. Lo relevante aquí es remarcar que cuando se trata de desacuerdos fundamentales, acerca del contenido mismo de la regla de reconocimiento, no hay razones jurídicas en este sentido que puedan ser invocadas a favor de una u otra posición en la disputa. De allí que haya de echarse mano de argumentos extrajurídicos. Ahora bien, no tenemos buenas razones para afirmar que tales argumentos serán necesariamente de carácter moral, ni de otro tipo en particular. Parece más plausible señalar sencillamente esa potencial variedad. La negativa típicamente positivista a una vinculación necesaria entre derecho y moral por esta vía, permanece entonces incólume.
2. Sobre el rechazo del convencionalismo
En cuanto al rechazo que Toh hace del convencionalismo, intentaré sostener que es fundamentalmente infructuoso: su diferencia con tal concepción no parece sustancial sino más bien meramente retórica.
Tal como viéramos, la razón por la que Toh defiende una concepción plural de la aceptación frente a la concepción simple es que parece que con la primera se expanden las posibilidades que desde la teoría del derecho tenemos para dar cuenta de la práctica jurídica como una práctica poseedora, según sus participantes, de auténticas aspiraciones de normatividad, esto es, como una que consistiría (al menos tendencialmente) en el dar y pedir razones para comportarse de unas maneras u otras.50 El rechazo del convencionalismo representa, en esta línea, el rechazo de que la corrección de los EJI esté en función de la efectiva y precedente aceptación por otros de aquellos contenidos normativos cuya aceptación expresa uno mismo al formular un EJI. Estos enunciados pueden ser vistos, de la mano de la noción de aceptación plural, y cuando menos en los contextos de desacuerdos fundamentales, como invitaciones a -u ofrecimientos de- dar con una aceptación conjunta de normas. Esta presentación eludiría los problemas que Dworkin señala para aquellos casos en que, por hipótesis, no hay acuerdos preestablecidos (aceptaciones conjuntas ya logradas) que corroborar. Como también se viera, Toh señala que bajo esta concepción los EJI han de verse como condicionados al prospecto de llegar a una aceptación conjunta. En efecto, para él ese prospecto es una condición de la corrección de tales enunciados, de manera tal que la apreciación por un hablante de que su “invitación normativa” no cundirá en su comunidad es razón para que retrotraiga su enunciado e incluso para abstenerse de formularlo públicamente en primer término.51
Pues bien, el problema que encuentro es que, si un EJI tiene su corrección condicionada a la posibilidad de que la aceptación normativa que expresa se haga eco en los demás, la adecuada formulación de uno requiere la evaluación de que en efecto sea posible lograr ese eco. ¿Y en qué consistirá dicha evaluación? Según entiendo, consistirá en comprobar -mediante la apreciación de la conducta de otros miembros de la comunidad- si tienen lo que podríamos denominar “disposiciones de segundo orden”. Recuérdese que la actitud de aceptación de una norma se muestra en la disposición a utilizar dicha norma como parámetro de evaluación de conductas. De modo que la “disposición de segundo orden” a comprobar consistiría en algo así como la disposición a eventualmente estar dispuestos a aceptar la misma norma cuya aceptación uno expresa. Saber si alguien es propenso o estará dispuesto a aceptar la misma norma que uno será entonces saber si hay algo en el comportamiento de esa persona a partir de lo que se pueda razonablemente afirmar que está dispuesta a, en un futuro, tener la disposición de usar esa norma como parámetro de evaluación de conductas. Lo relevante es que en definitiva la concepción plural de la aceptación también nos exige -como el “convencionalismo” en lugar del cual se la propone- la comprobación de que se dan o han dado ciertos hechos del mundo (ciertos comportamientos de otros) para juzgar la (in)corrección de los EJI. Y más aún, el tipo de hechos en cuestión es el mismo que el convencionalismo parece reclamar, a saber, los que nos habilitan a predicar la presencia de ciertas disposiciones en otras personas.52 Se necesita, entonces, una comprobación empírica.
No estoy muy seguro de cuán plausible es el trazado de una distinción entre disposiciones de primer y segundo orden. Mi punto es que al menos epistémicamente las condiciones que quedan para dar cuenta de la posición de un participante en el derecho que profiere un enunciado interno de reconocimiento son las mismas tanto si se asume la noción simple de aceptación como si se asume la plural. Si además la distinción entre niveles de disposiciones fuese algo así como una trampa conceptual, la identidad de condiciones ya no sería solo de carácter epistémico sino también, consecuentemente, conceptual. Y el escenario para la propuesta de Toh resultaría aún más cenagoso. Pero creo que basta la (si se quiere, más débil) versión epistémica del problema para afirmar que la alternativa de Toh al convencionalismo no es una alternativa genuina, sino que, para bien o para mal, comparte su mismo destino.53
VII. Conclusión
A lo largo de estas páginas he repasado con bastante detalle los que creo son los rasgos más salientes de la propuesta expresivista para el análisis del discurso jurídico que, de manera sofisticada y sugerente, ha presentado Kevin Toh para dar cuenta del fenómeno de los DJF.
Creo que hay al menos dos razones por las que su explicación flaquea. En primer lugar, porque no consigue evitar la idea dworkineana de que hay al menos un sentido en que los desacuerdos sobre los criterios últimos de validez jurídica son de carácter extrajurídico y, por ende, implican necesariamente la invocación de razones ajenas al derecho y, sobre todo, implican -a la inversa- la ausencia de razones intrajurídicas para que las partes involucradas aleguen. En segundo lugar, porque se trata de una propuesta que pretende alejarse de la dominante corriente que asocia a la tradición del positivismo jurídico con alguna forma de convencionalismo, pero sin conseguirlo.
Sin embargo, también he intentado refinar mínimamente sus consideraciones sobre la manera en que las normas jurídicas se distinguen como tales por su organización sistemática y he defendido que hay razones metodológicas serias para rechazar que la discusión (extrasistemática) acerca del contenido de la regla de reconocimiento deba necesariamente estar atravesada por la argumentación político-moral.
Para concluir, deseo destacar nuevamente el gran valor que creo tiene el énfasis que este enfoque expresivista pone en el carácter normativo del discurso de los participantes en el derecho, énfasis que ya se encontraba en la obra de Hart pero que, extrañamente, parece haber sido sucesivamente olvidado o minimizado por buena parte de la teoría del derecho posterior. El ejemplo paradigmático de ello lo da el propio Dworkin en su planteo originario del desafío basado en los desacuerdos, porque parte de una representación naturalista-descriptivista del positivismo en la que este elemento normativo clave no figura. Solo así se explica que su crítica esté planteada como una cuestión, digamos, “de principio”: el positivismo es incapaz de dar cuenta del desacuerdo en el derecho porque es de plano incompatible con él; el desacuerdo refutaría al positivismo.
Vistas las cosas teniendo in mente el adecuado trazado de la distinción entre enunciados jurídicos internos y externos, empero, no hay nada en la objeción que pueda contar como “de principio”, como de imposibilidad radical. A lo más, podría objetarse que el positivismo ha estado a la espera de una explicación concretamente enfocada al fenómeno, detallada y expresamente articulada con el resto de lo que ha sostenido acerca del derecho en general. La inmensa literatura positivista sobre los DJF de los últimos años muestra el intento por cubrir esta cuota. Pero criticar que se ha faltado al detalle de una explicación es muy distinto de criticar que es conceptualmente imposible que se ofrezca una.