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Acta poética

versión On-line ISSN 2448-735Xversión impresa ISSN 0185-3082

Acta poét vol.45 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2024  Epub 06-Mayo-2024

https://doi.org/10.19130/iifl.ap.2024.1/00s231xo073 

Artículos

Éter es. Lo sagrado en la poesía de Pura López Colomé

Éter es. The Sacred in the Poetry of Pura López Colomé

Gloria Ignacia Vergara Mendoza*1 
http://orcid.org/0000-0003-1959-7305

1Universidad de Colima, glvergara@ucol.mx


Resumen:

La idea de lo sagrado en la obra de Pura López Colomé está enraizada en la concepción misma que ella tiene. Desde sus poemas de infancia que dejaba en sus cuadernos, los ramilletes espirituales o el diario que le permitía el diálogo con Dios —como lo refiere con Adriana Pacheco en Hablemos escritoras—, hasta su último libro Borrosa imago mundi, López Colomé deja ver que la palabra poética revela el sentido profundo de las cosas, del ser. Sin embargo, para fines de este acercamiento crítico nos centraremos únicamente en el poemario Éter es, que nos remite desde el título a la verticalidad de un tiempo en el que ubicamos la búsqueda de nuestra poeta, considerando la visión como revelación y la interioridad como espacio de esa revelación.

Palabras clave: Lo sagrado; poesía; Éter es; Pura López Colomé

Abstract:

The idea of the sacred in Pura López Colomé’s work is rooted in the same conception that this author has of poetry. From her childhood poems that she left in her notebooks, the spiritual bouquets for her mother or the diary that allowed her to dialogue with God —as she refers to with Adriana Pacheco in Let’s Talk Writers—, to her latest book Borrosa imago mundi, published in 2021, Pura reveals that the poetic word manifests the deep meaning of things, of being. However, for the purposes of this critical approach, we will only focus on the book Éter es, which refers us from the title to the verticality of a time in which we locate the search for our poet, considering vision as revelation and interiority as space of that revelation.

Keywords: The sacred; poetry; Éter es; Pura López Colomé

La oración y el canto religioso fueron prácticas que encaminaron desde temprano a Pura López Colomé1 hacia el conocimiento de lo sagrado. Vivió sus primeros años en la Ciudad de México y en Mérida, Yucatán, de donde es originaria su familia; sin embargo, a los once años quedó huérfana de madre y fue internada en Dakota, usa, con las monjas benedictinas. Allí aprendió latín, inglés y alemán. Dice Javier Sicilia que el canto gregoriano fue la cuna de Pura López: “Allí […] comenzó a escribir sus primeros poemas que, arropados por el monacato, están indisociablemente unidos al canto” (2020: 1). Pero además, la poeta se formó en una familia católica a ultranza. Fue su madre quien le enseñó una de las oraciones que luego reconoció como el famoso poema “A Cristo crucificado”, atribuido a Fray Miguel de Guevara. “Ella me despertó todos los sentidos, el olfato, el oído. Me enseñó esa primera oración” (Fregoso 2021). Luego, en el internado, aunque “era fanáticamente católico” (Montaño: 2), encontró el camino de la poesía en el ámbito de lo sagrado. “Le decía a una de las religiosas: ‘Le hablo a Dios y Dios no me habla a mí’; ella me dijo que le hablara con mis propias palabras, no con padres nuestros ni aves marías” (2). Entonces, confiesa la poeta, los versos llegaron casi como respuesta y se fueron quedando en los cuadernos, en los ramilletes espirituales que hacía para su mamá, en el diario que descubrió como un espacio íntimo para dialogar con Dios (cf. Pacheco 2022).

En este sentido, Pura “vive y experimenta la poesía como una realidad sagrada que no sólo nos trasciende, sino que revela significados profundos que la reducción de la palabra [...] ha oscurecido y olvidado” (Sicilia 2020: 2). Esta concepción de la escritura se consolida con su formación como traductora que inicia también en la niñez, con su lucha por no olvidar el español, mientras estudiaba en Estados Unidos. Esto hace que siga un camino aparte en cuanto a las formas y preocupaciones de su generación. Si bien podemos establecer puentes temáticos como la interioridad y el tiempo entre López Colomé y otras poetas mexicanas nacidas en la década de los cincuenta, como Coral Bracho o Blanca Luz Pulido, por ejemplo, el discurso metafórico se concibe en ella con rupturas fundamentales en cuanto a la defragmentación de la palabra y las estrategias discursivas que vienen de todos los géneros para irrumpir en la plurisignficación que explota en el eco de la voz. De hecho, la misma poeta reconoce: “Pertenezco cronológicamente, a un grupo que se formó escribiendo en la UNAM, cuando se iniciaban los talleres de escritura en México” (Maristain 2021). Sin embargo, asegura, se identifica más con los poetas jóvenes de hoy que con los de su generación: “Me siento mucho más cerca de estos poetas jóvenes que están [...] sacando el hilo de la poesía de todos lados, [...] que están escribiendo acerca de la migración, la desigualdad; de los candentes temas que socialmente nos importan tanto” (2021).

Pero no son los temas, sino la verdad de la poesía que se muestra en estas propuestas lo que valora la poeta. López Colomé habla de la verdad poética como aquella que no es igual a la veracidad, porque la poesía tiene respuestas pero “no tiene que ver con hechos contundentes, sino con el fondo de las cosas [...]. En toda la poesía de testimonio o confesional hay una verdad que se quiere contar, pero la verdad a la que me refiero no es esa, sino a la que te lleva el ritmo de la palabra” (2021). La palabra como iluminación primera a la que el poeta se consagra en la escritura. Así, la poesía nos permite percibir el mundo, se vuelve nuestro tercer ojo o nuestro séptimo sentido. “Tiene un poder convocatorio, es tremenda, es profética y convoca a todas las energías [...], es la serpiente que se muerde la cola, es el Uroboros” (Montaño: 2), asegura López Colomé.

Pero la poesía tiene un principio sagrado que nos lleva al éxtasis o nos sumerge en el horror. Cuando hemos entrado en su caleidoscopio, no es posible salir sin fracturar lo que entendemos como nuestra realidad; porque la poesía nos hace hipersensibles a su contemplación, a su verdad. En este sentido habitamos el poema y nos habita su circularidad rítmica; “lo enloquece a uno porque las reiteraciones hacen que el poema siempre vuelva a la palabra inicial” (2021). Pura confiesa: “La poesía en mi vida cotidiana se fue consolidando como la nave de locos en que viajo inevitablemente, de la que no puedo descender, a la que no puedo abandonar” (2013). Así, desde la plataforma poliédrica de la poesía, Pura realiza un viaje espiritual por el pasado, por la infancia, ese tiempo que se cristaliza en los tonos gregorianos del canto poético.

La poesía y lo sagrado

Para Mauricio Beuchot lo sagrado es una potencia que irradia el acto poético; un principo de “aparición” que hace posible que la palabra comunique. El poeta presiente ese aspecto sagrado y se “sitúa en el seno de la omnipresencia” (2003: 201); o como afirma Bachelard, “habla en el umbral del ser” (2000: 8). Hay una línea entre la filosofía y la literatura que enmarca esta idea. Es la misma que roza la línea del conocimiento poético y la revelación del mundo. Para Ramón Xirau, la poesía es conocimiento y según María Zambrano, en ese ámbito de revelación, la poesía nos lleva al origen o, como afirmaba Octavio Paz, a la otra orilla. Así, encontramos que la poesía es un puente entre la realidad y la metafísica. El poeta “es el guía natural del metafísico que quiere comprender todas las fuerzas de comunicación” (Bachelard 1986: 141); se convierte en un mediador de lo sagrado que, como dice Blanchot, “pone en relación lo próximo y lo lejano” (1994: 196). Así, recrea el tiempo y el conocimiento del tiempo y, con esto, “abre la posibilidad a una experiencia mística” (Xirau en Nogueroles: 880). Entonces, lo sagrado se vuelve palabra y la palabra se vuelve sagrada pues, como asegura Blanchot, en esa fisura de iluminación que es el poema, las cosas “aparecen” y se mantienen “en un acuerdo vacilante pero durable” (1994: 203); esto es, en su sentido ambiguo, opalescente, diría Roman Ingarden. El poema entonces surge como un misterio, como borrosa imago de lo oculto, del corazón del poeta y se abre, igual que una fortaleza, para manifestar un mundo. En este sentido, siguiendo la visión de lo sagrado de Heidegger a Blanchot, podemos ver al poema como “potencia irradiadora” que hace visible al mundo; es la luz que antecede a cualquier iluminación u oscuridad.

Podríamos pensar que el espacio del corazón es la caja resonante del amor y las emociones y que, precisamente por ello, el corazón está habitado tanto por esa luz primigenia como por el caos. O bien, que ese caos es incluso parte fundamental de la luz que antecede a todo principio y que, como fuerza reguladora o mediadora, se le llama “amor”. Pero no el amor romántico, sino el amor como principio de comunión.

Partiendo de la idea de que lo sagrado alberga, en su sentido de comunión con el mundo, la luz y el caos, consideramos aquí la interioridad habitada que da lugar a la experiencia visionaria, esa que va más allá de las emociones, como afirma López Colomé cuando enuncia: “La poesía basada en las emociones no se sostiene, se desmorona [...] Busco un eje más poderoso que no sé si lo he encontrado, pero lo sigo buscando con mayor determinación” (6: 04). Entonces, podemos pensar que la experiencia visionaria implica también la reflexión que convive, que sopesa las emociones. Así la luz y el caos son parte de la visón, de la verticalidad del ser.

En Occidente, para toda una larga tradición que va desde Juan de Patmos o Hildegard von Bingen, pasando por Jakob Böhme, hasta llegar a artistas como Max Ernst, científicos como Carl Gustav Jung o poetas como Federico García Lorca, la visión representó un punto de inflexión vital, el despertar o renacer de un nuevo sentido que permitió reflejar un lugar nuevo en otro, antes desconocido, desde la interioridad (Nevado 2016: 2).

Victoria Cirlot refiere, en la edición de Vida y visiones de Hildegard von Bingen, las revelaciones de la santa en el siglo XII, en el contexto de las fiestas de Pentecostés; esto es, en el hábitus propicio, cuando se celebra la venida del Espíritu Santo en formas de lenguas de fuego, sobre los apóstoles cristianos. Según las miniaturas y manuscritos estudiados sobre Hildegard, ésta tuvo revelaciones desde los tres años, pero es en 1141, a los 42 años, cuando la monja escribe: “una luz ígnea se derramó como llama en todo mi cerebro, en todo mi corazón y en todo mi pecho. No ardía, sólo era caliente, del mismo modo que calienta el sol todo aquello sobre lo que pone sus rayos” (Cirlot, 2009: 15). Entonces sobrevino el entendimiento de las Sagradas Escrituras. De esta misma forma, en la tradición místico-literaria encontramos la iluminación como la vía para contemplar los misterios divinos. En la poética hablamos del Espíritu del Mundo que desciende, ilumina y habita el corazón humano.

Según García Rubio, la interioridad se cultiva y, al hacerlo, “nos reconocemos visitados [...]. Nos reconocemos acogidos, en comunión” (141). Porque la vida interior se extiende, se “ensancha en la medida en la que te desgastes por aquello que amas. La interioridad se te irá haciendo cada vez más profunda y las diversas moradas del castillo interior se te harán cada día más purificadoras y atrayentes” (García: 139). De esta forma, la interioridad se hace presente como manifestación de lo sagrado, de Dios. En la religión católica se ubica como un necesario presente. Desde la poética, podríamos decir que la imagen de lo divino se actualiza en la revelación. Y si pensamos al poeta como mediador entre el mundo y lo sagrado, como decíamos arriba con Blanchot, podemos entender cómo esta revelación pasa del escritor al lector, por medio de la experiencia estética. Así, el punto de comunión entre la experiencia poética y la experiencia estética se da en el poema y se colorea del habitus sagrado. Porque en ese encuentro es posible ubicar a lo sagrado como inmanencia. Y, volviendo al punto de la interioridad, podemos establecer una analogía: así como el místico o el religioso necesitan cultivar la interioridad para dar cabida a la inmanencia de lo sagrado, el poeta lo hace en el momento de la escritura y el lector en el momento de la experiencia estética. Entonces la interioridad puede verse en la poesía como una cualidad secreta, misteriosa que nos pone en contacto con lo sagrado a través de la verdad que revela y la inspiración. Pero no la inspiración romántica, dice Pura, sino la inspiración “como esos momentos privilegiados en los que la cadena de la relación de las cosas se manifiesta” (Maristain 2021).

Éter es. Lo sagrado

Ya, en Aurora, publicado en 1994, López Colomé dejaba ver claramente el proceso creativo como parte de la alquimia, pero también como un espacio sagrado en donde dialoga la poesía con la metafísica y la mística, en el sentido que señala Bachelard (1986). Allí, la luz se apodera del cuerpo, de las cosas y éstas despiertan, se abren al mundo; “se da misteriosamente la transformación del mundo y del ser” (Vergara: 173). Así, lo sagrado se hace palpable como ocurre en otros poemarios de López Colomé: Santo y seña, Éter es, Borrosa imago mundo.

Éter es, publicado en 1999 por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA), está dedicado a los Darszon, su familia. El título nos hace ver el espacio celeste desde su rasgo etimológico, pues la palabra viene del latín aether y del griego aithér, que significa “cielo”. Pero éter también designa, en su acepción poética, la “esfera aparente que rodea a la tierra” (DRAE 2023); es el líquido transparente, inflamable y volátil, producto de la temperatura elevada en la mezcla de alcohol etílico y ácido sulfúrico; o el fluido invisible y elástico cuyo movimiento vibratorio se suponía que transmitía el calor y la energía en el cosmos (DRAE 2023). Pero así como la idea de éter se relativiza con Einstein, en la poética de Pura López, Éter es nos muestra la borrosidad luminosa: los límites entre lo divino y el mundo, el creador y sus criaturas, se alcanzan en la espiral del tiempo presente que sintetiza pasados remotos y cercanos, en el eco vibratorio que se volatiliza y se convierte en esfera envolvente de la palabra y del ser.

El primer poema de Éter es,2 titulado “Espíritus” y dedicado a su hermana, se compone de cuatro partes, a su vez divididas por asteriscos. La fragmentación de cajas chinas nos revela el pasado con pequeños fragmentos de la memoria habitada, como si nos recordara a la adolescente que leía con fruición los poemas breves de Emily Dikinson.

En el poema de Pura, el terror abre un telón que podríamos ubicar como el principio de la revelación. “Terror a gotas,/ abulta un rocío purísimo/ la nervadura de las cosas” (9). Si Aurora es la luz, en estos versos el rocío es el que hace visible el mundo; la gota se convierte en manifestación inmanente del ser. Luego aparece la “ceguera” de la memoria y el rezo se olvida: “No pude recordar el Padrenuestro./ Sobre todo, la evidencia/ hoy borrosa/ de ese reino” (9). El terror del primer fragmento entonces se relaciona con aquel pasado lejano “ya bosque/ confín extenso” (9); tiempo borroso que convive con el presente. La voz lírica enuncia: “No hay distancias”. En la actitud contemplativa del recuerdo, no hay distancia, sólo “dentro, las pupilas idas/ a otra parte, lo pequeño/ ante lo inmenso” (10). El horror se define como aliteración, el tercer fragmento del poema “1”. Pero éste, cargado de contenido verbal diferente, nos ubica no sólo en el tiempo, sino en el espacio donde el despertar acontece “noche a noche”, como una pesadilla que marca el abismo, el vacío. La transferencia de sentido que se impone al verbo “despertar” genera en ese “espacio propio” el detonador de la búsqueda sagrada, de la salvación.

La aspiración vertical se da pues, a partir del recuerdo enclavado en la niñez que hace guiños al rasgo biográfico de la poeta, y se actualiza el recuerdo de cuando estuvo internada con las monjas benedictinas en Dakota, USA, mientras en su búsqueda, la monja irlandesa le encomendaba lecturas y traducciones iniciales que la salvarían, que “salvarían su lengua”. En este poema inicial de Éter es, la voz lírica manifiesta el miedo a “quedarse encerrada en ese cuerpo” a “no poder decir nada/ en español” (10) a no encontrar la guía (voz o mano) que la salve. Entonces el terror se reafirma con el vacío del agua, al momento que contempla las estrellas en el estanque: “las estrellas se reflejan/ al fondo del estanque/ pues les falta superficie/ Y tú no estás en ellas...” (11). Luego viene el reconocimiento, el aquí y ahora (hic et nunc) de los pecados. El incensario “late” cuando la voz enuncia: “he sido injusta/ he alojado sentimientos/ que no sé cómo arrancar” (11). Esta carga: el desprecio, la ufanación, modulan la verticalidad del espíritu y, ante el reconocimiento en el otro, en la otra que es cuerpo anclado al mundo, lo que llega no es la plegaria, sino el aullido. Es entonces que experimentamos con el ritmo lírico de Pura López Colomé, el terror a reconocernos y saber que no alcanzamos a cumplir nuestras aspiraciones hacia lo divino; eso ocasiona el aullido. ¿El dolor de lo sagrado? En el aquí y ahora, la revelación como vacío deja ver, en esta primera estación del poemario Éter es, un cielo fragmentado.

La parte “2” de “Espíritus” contiene dos segmentos extensos que nos plantan ante la imagen niña de la voz. Ella frente a los santos oprimiéndolos con la mirada, torciendo sus colores, siendo crítica hacia el fanatismo religioso, pero insertándose en la búsqueda de lo sagrado. De los ojos que se oprimen, los santos surgen morados, verdes, blancos, distintos y se confunden con el llanto “que lloraba/ mi pecado,/ mi avidez,/ mi no/ renunciar/ a los tesoros” (12). Aquí, el momento de la revelación alcanza el tono narrativo: “Un día/ al volver de aquellos territorios/ de relámpagos de azul/ y afónico naranja,/ memorabilísimo/ te vi acercarte” (13). Como ocurre con Hildegard, poeta de la Edad Media que mencionamos arriba, la niñez y la adolescencia de la voz lírica en López Colomé marcan los tiempos de la revelación. Habla desde el recuerdo y define la indumentaria “oscura, incomprendida” (13) que en su plurisignificación nos dirige a la imagen de Jesús, sin nombrarlo, cuando menciona la piel “cereza vieja” y el sepulcro (13). Ubicamos la referencia bíblica intencionada cuando nombra el sepulcro y la creación, aludiendo al disco de Newton que nos hace percibir el color blanco, principio simbólico del origen. Los elementos religiosos enmarcan aquí el sentido de la revelación. Los ojos borrosos son los que perciben en ese juego científico la imagen divina y dan lugar al simbolismo del agua y la gruta: “En la punta giratoria al centro/ de aquel fruto redondo y córneo/ se reventó la piel/ del agua, agua de gruta,/ vista de los dos ojos en uno/ Natural, surgía inodora,/ insípida, incolora” (13-14).

Esta referencia se ensancha más adelante, cuando encontramos la imagen de Lourdes y hacemos eco con la historia de la santa, quien se le apareció en una gruta de Masabielle (Francia) a la campesina Bernadette Soubirous y le ordenó que bebiera agua del manantial. En la parte “3” de “Espíritus” aparece, por un lado, la referencia al “encaminador de almas” (14), que puede ser el sacerdote, quien bautiza a la criatura “tan pequeña/ de huesos tan al ras,/ de carne/ y credo” (14), y el agua simbólica de la purificación que impone el sacramento. Pero convive, en esta red de referencialidades, la invocación al mito de Nausícaa, en el centro del poema, pidiendo ser nombrada, alumbrada en los caminos, como la hija de Alcino, cuyos “lagrimales chisporrotean/ los matices todos del amanecer” (14). El agua vuelve a ser referida y consolida el simbolismo de lo sagrado en el vacío y la angustia, cuando la voz poética se personifica en las cursivas del texto y enuncia: “Desde ese cuenco que encierra/ algo mejor que agua de Lourdes/ me alumbro habiendo perdido vanagloria” (14-15).

La Iglesia como institución impone reglas, modos, lo rígido que puede resultar un contenedor de lo sagrado cuando se “oficializa”. Contra los excesos, contra el fanatismo la voz poética de López Colomé deja caer severos los versos. Pero a la vez, en esa ruptura manifiesta un conocimiento profundo de prácticas e historias religiosas; pues, como ella misma asegura, el hecho de tener una familia católica practicante y observante al extremo, además de su formación con las monjas benedictinas, le llevó a lecturas tempranas y profundas de los textos bíblicos.

La parte “4” del poema “Espíritus” muestra el desasociego de la fe, la duda. Las oposiciones son engaño en la memoria: el polvo, la ceniza o la cruda realidad, la vigilia, “el sueño vigilante” (15). Por ello expresa la determinación: “hay que hacer tierra,/ no sea que el relámpago no alcance...” (15). ¿Hacer tierra como hacer presente el pasado en una conciencia crítica?, ¿cómo ponerse a resguardo? La inflexión que interioriza la reflexión explota el sentido de la referencia en la vigilia que implica la actitud mística.

La parte “5” marca el encuentro con diversos espacios que cargan de sentido lo sagrado con rasgos hierofánicos; ríos, que en su simbolismo se convierten en espejos, murmullos, llanto. Las imágenes fluyen al despertar en la noche oscura: la ventana y la luz que encandila, son las del río Neckar (agua brava en Alemania), el Sena (en Francia) y el Usumacinta (que divide a México y Guatemala). Y a pesar del doble en el espejo, el fuego y el agua revelan el misterio del “murmullo redivivo” que pregunta: “¿Por qué lloras/ cuando me ves?” (16).

Así, los espíritus que se develan en el poema inicial de Éter es nos dan la visión de un cielo borroso que en principio es un vacío fragmentado, una gruta que abraza (abrasa), como ocurrió con la gruta del agua de Lourdes. Éste es el misterio de lo sagrado que puede reconvertir la aspiración del ser a lo divino.

Pero “Espíritus” no es el único poema que marcará el camino de lo sagrado a través del simbolismo del agua como purificación. López Colomé traza la ruta de la contemplación del misterio, con la imagen de san Juan y el sacramento de bautismo en “El recorrido de San Juan”. Este poema trae el recuerdo del ritual religioso de la Noche de San Juan, práctica de purificación relacionada al agua y al fuego, que señala la convivencia de los momentos sacros de la vida cotidiana en donde se disuelven “creyentes, tiaras,/ hábitos, estolas” (17). Lo ritual aquí es visto como un montaje que se construye y se disuelve, pero incandesce. En este incandescer se da la hierofanía a través de elementos contextualizados en el mundo religioso: “Aún huele/ a brezo, acacia, araucaria/ y yerba al pie/ de la sempiterna fonte” (17). Tras la crítica, llega el resguardo como agua de la fuente, de la gruta, porque ir al origen es aquí equivalente a la aspiración, a la verticalidad que encuentra el ser en la palabra.

En “Esferas celestes, vivas”, la voz lírica inserta el tema de la muerte en la dimensión de lo sagrado, cuando se pregunta: “¿Nace quien muere en la cuna?” (19), y continúa esta reflexión en el poema “Noviembre”, en donde las cursivas marcan la disyuntiva para revelar una verdad: “Después de la primera muerte/ no hay ninguna otra” (20). Entonces la fe se pone en crisis una vez más: “El terror es mi señor,/ no me promete prados verdes/ ni arroyos cristalinos fluyendo a través suyo” (21). ¿Dónde hay espacio para la vida eterna o la reencarnación? La vista, el ojo, como en otros momentos de la poética de López Colomé, manifiestan la “turbia gota” y la “sequedad en la retina” (21). Noviembre se convierte en tiempo doloroso, títere, hipócrita. Noviembre es “golpe afónico, dolor/ sobre la mesa de sabino” (21). Resulta el mes ambiguo, de oquedad, de traición, “última cena” (22). Así es como lo sagrado toca aristas de un abanico ensanchado, como lo veía Rudolf Otto al concebir lo tremendo como parte del misterio que puede tocar ángulos demoniacos y puede “hundir el alma en horrores casi brujescos” (22).

La traición, la muerte, el ver la muerte en carne propia se despliega en otros poemas como “Transfusión”, en donde percibimos la enfermedad, la medicación, la aguja que se adentra, el goteo de la sangre que es agua, que es lágrima, dolor, orificio en el cuerpo. La muerte se manifiesta entonces como vacío y como deseo de diálogo: “Mi deseo,/ el huerto de los olivos./ No hoy, entonces./ Aquél./ Donde se despabila/ el soto de los olvidos/ en coloquio permanente” (25). Con esto llega la reflexión, y el Éter envuelve como rumor, como palabra, como cielo, a la que se ve morir y en el silencio escucha la conminación para unirse al universo: “Ya no escuches trombas,/ torrentes, cascadas, llantos,/ suero, ue, ue,/ Únete” (25). Así la palabra se transforma en lo sagrado, se adentra Éter cielo, éter sol, como cuerda en el cuerpo hueco con los sonidos que pasan de suero a cuerda, cuerpo, hueco y finalmente dan lugar al verbo llueve para dejarlo caer en el pronombre «tú», que corresponde a la voz que dialoga en la verticalidad: Únete. Con esto anotamos que lo sagrado es contendedor de la muerte, la caída; de igual manera que el autoconocimiento, la música, el canto o la palabra que se desarticula como vía de acceso a esa Unidad que revela Éter.

Pero la Unidad se manifiesta como principio caótico. En “Discurso” López Colomé continúa el juego con los sonidos y sentidos de la palabra y la creación para mostrar una interioridad que dialoga con el poema “La pantera” de Rilke. Intercalando definiciones, la prosa habita el verso para ver que en el curso, paso, espacio el alba y la oscuridad son las dos puntas del hilo que se tocan para revelar lo borroso del ser. La pantera que en Rilke está encerrada en el mundo parcelado de la reja, en este poema de Colomé, la voz enuncia: “se desliza, serpentina, tras los barrotes de mi plexo” (28). Entra el sol, pero también la noche, amarga, “hermana de la muerte” (28). Luz, agua, sombras definen el tránsito de la vida que pasa, de la luz que se desborda para dar “sombra al aposento” (29).

“Esclerótica” como aquello que ha dejado de evolucionar, manifiesta la ausencia del agua, la sequedad que permite sólo la oración, el rezo. Desde ese vacío, pozo que representa la caída, la voz poética percibe, igual que un recuerdo la esperanza; el trueno anuncia la lluvia de un tiempo ido y las palabras se frotan como piedras para iniciar el fuego de la oración: “Una voz profunda/ de pozo,/ de diarios íntimos,/ me ordena rezar,/ rezar incesantemente,/ frotar hasta el cansancio/ las dos piedras/ porque es palabra/ el sacramento./ Y tiempo la oración” (31). Un tiempo cronológico que transcurre como en “Siete años”, pero que es también un tiempo interior, habitado por la memoria-palabra que salva, ya que, como López Colomé ha enunciado: “la poesía es una manera de orar y de elevar el espíritu, porque echamos mano de la palabra que es lo que se nos concedió [...]. En la poesía no se atenta contra la pluralidad de significados y en esa pluralidad entra la posibilidad de comunicarse con lo divino” (Pacheco 2022), con Deus absconditus, el misterio, aunque esa comunicación signifique la muerte: “ante él,/ estalla: cae una fina polvareda,/ cierra escotillas, canales, puertas, pasadizos,/ chimeneas./ Asfixia” (33). A partir de esa bocanada sin respiro es posible contemplar a Dios.

El poema “Ya te vi” manifiesta la fragilidad de la poza o pila bautismal a pesar de que, según Chevalier, es un símbolo de la total revelación, un símbolo de regeneración. En la poética de López Colomé la poza es “ríspida”, “estéril”, “herida antes de nacer” (35), pero aun así, el diálogo se entabla cuando una voz aconseja: “No le impidas nada./ Pídele algo” (35). Y ella acata el consejo: “Sí, poza/ díctame, hazme, vuelve” (35). Finalmente, la revelación se da porque la poza se vuelve custodio y en la inmanencia se refleja la transformación del ser.

El pasado, los recuerdos, son parte de lo sagrado, abren la comunicación con los ángeles en “Vuelapluma” y con la escritura como puerta de entrada al paisaje seco, al destino. El poema “Hado” nos coloca al igual que “Esclerótica” en el espacio de la enfermedad. Aquí la cama, la pared blanca, el suelo son los puntos de anclaje para la mirada que interioriza, en las capas del cerebro, otros paisajes. “Ramas gruesas, varas desnudas, ramitas llenas” (39) se entretejen en la aspiración divina como los pensamientos aspiran llegar a “la bóveda interior del cerebelo” (39). Entendemos entonces que Éter son también esos espacios interiores que se habitan con la memoria, pues la memoria es la única «vibración» capaz de hacer que se unan cielo y lago. En el medio, la voz ruega por los que ama, porque el mundo no se escape del entretejido. La cama de hospital es el espacio para orar, para arrepentirse: “por mi culpa, por mi culpa,/ por mi grandísima culpa” (39). Es, paradójicamente, espacio para celebrar la vida, el cumpleaños. Sólo que el sentido de la vela del pastel se desliza hacia la vela ardiente del tiempo, la que nos hace pensar en la muerte y, a la vez, en la vigilia. La vela es también éter, vibración confusa y discontinua, tiempo dando vueltas como las palabras en busca de sentido, sol que unge, que resuena en los pensamientos de la sujeto lírica. Así surge el viaje en el tiempo que da, sin embargo, en el espacio fijo del hospital. Surge el pasado y la visión se prolonga hasta la muerte que será, la consumación. La palabra interiorizada es un viaje etéreo, borroso que abre nuevas rutas en la travesía del pensamiento, de los recuerdos, para revelar una verdad, como ocurre en los versos que hacen visible al padre en el poema “Entre mamífero y reptil” o en “Mensaje” donde la búsqueda de su propio reconocimiento da con la imagen de la madre y el ruego para el Santo Niño de Atocha.

El poema “Tríptico”, compuesto de 3 partes, contiene en la parte 1. “Piano”, la referencia a Malgré Tout (A pesar de todo) de Manuel Ponce, el compositor de la pieza para piano, pero también nos hace pensar en el sacerdote y poeta, al que admiró Pura López y quien falleció en 1994. Ésta es una muestra más de la fuerza relativa éter del lenguaje que se desliza en la significación pendular y que por lo mismo alcanza los ámbitos de lo sagrado. La parte 2. “Un aliento”, proyecta la imagen de la abuela y la niña. Se mezclan las palabras y los recuerdos familiares con la evocación de Seamus Heaney y su idea de convertirse en una caja de resonancia de los sonidos del poema. Y la parte 3. “Un órgano” manifiesta la necesidad de trasplante de un hígado. Para esto se reza, para esto se entra en penitencia y se pregunta ¿quién es Dios?, ¿quiénes los ángeles? Las respuestas se contraponen a la imagen de los que “aquí en la tierra” siguen “derramando bilis/ inconsútil,/ éter,/ donde lo divino/ se revela” (74).

Dios está en el cerebro que se consume como una llama (pensar de nuevo la referencia a Hildegard). En la creación imaginaria de Éter es aparece la madre, la que sabemos murió en el parto del último hijo en el pasado que corresponde a la poeta y que se convierte en revelación biográfica y poética. Así, lo sagrado es un hilo y un espacio del recuerdo (interioridad habitada); invitación al canto para muchas voces, en el poema “Cantata”, dedicado “a la peregrina, a la penitente” (50). La imagen que se consume puede ser cualquier mujer en la iglesia, en la casa, en el mundo, porque la verdad, como dice Pura López, revela el fondo de las cosas, de los seres, no simplemente su apariencia.

En Éter es, “Cantata” inicia con una invocación a la ausente, percibida en las borrosidades: “Lente de fondo de vaso,/ vidrio de anteojo sin pata/ de quien no está más aquí,/ candil de la imagen cuarteada,/ lumbre ensombrecida por las lluvias” (48). En la imagen del pasado se presenta, se le invoca, se le pide: “Sé mi bola de cristal” (48). El imperativo describe el ojo en donde aparece parte del misterio: “sea del ojo la miseria/ nube, acaso catarata./ Donde mana y se desborda la pureza (48). Entonces la voz lírica narra “su historia ciega” (48) y de esa interioridad mana éter enlazando la galaxia, irguiéndose como piedra “para siempre producir/ círculos concéntricos en olas,/ pliegues de carne que fluyen/ rumbo a extremidades superiores” (49).

El ojo, como cielo, como éter muestra a su vez al ser que se yergue para dar lugar al mundo. La piedra es símbolo de edificación pero también del sepulcro; el dolmen, según el Diccionario de Cirlot, simboliza a la Gran Madre (1992: 175), y “si es circular, [refiere] al cielo o al sol, identificándose entonces con el parasol ritual de tantos pueblos primitivos y de la antigüedad” (175). En el poema de Pura, la peregrina, la penitente de la dedicatoria se hace palpable en los versos siguientes: “Su escualidez vino a este mundo/ a teclear/ y colgar/ novenarios/ en el manto/ del inmóvil/ Nazareno. Con alfileres de seguridad” (49). Pero la visión no se reduce a contemplar la figura escuálida de la posible peregrina que deja su exvoto o su milagro. En ese que pareciera ser el inframundo, la voz lírica enuncia: “Seres trasnochados/ desprendían estos mensajes/ y rezaban lo ahí escrito” (49). Enfatiza la imperfección, como si se tratara de figuras grotescas igual que el golem de Borges que ensaya sus movimientos y, con ello, el ejercicio de la oración, ¿de la escritura?: “lo de menos era el cómo/ y lo demás eran las faltas.// La grafía” (49). El poema muestra en situación alquímica tanto al ser, como a la palabra; surge la correspondencia con otro escenario, el de los retablos que guardan los milagros concedidos. Así entendemos la imagen de los papelitos y reliquias prendidos con alfileres.

La colectividad se manifiesta en los ruegos, en los cuerpos fragmentados que se ofrecen en pedacitos de metal para que llegue la sanación del cuerpo verdadero. En esta práctica ritual, en la aglomeración de “piernas, brazos, corazones,/ orejas, lenguas y más lenguas de hojalata” (50) el cuerpo se convierte en una metáfora de lo sagrado una vez más como pasa en el poemario Aurora. La poeta representada, escriba de los mensajes de esos milagros, es en este ejercicio, mediadora de lo sagrado donde el pasado se vuelve inmanente: “Yo ayudaba a redactar/ aquellas ríspidas plegarias./ Agregaba o corregía:/ no te olvides de tu sierva/ la más humilde de todas/ que te ruega la protejas” (50). Entonces el acto de escribir se colorea con el dolor de los otros, de la otra sierva, la penitente que en la plurisignificación se mueve hacia la imagen de la mujer que pide ayuda para que redacten su milagro. El dolor de los que piden protección habita el cuerpo borroso de la que escribe: “Clavaba, hundía los índices/ en aquellas teclas duras/ que alzaban una extremidad,/ otra falange, ésta interior,/ una pala, martillo doloroso y recio,/ impresor del divino sello” (50). El martilleo de la letra se vuelve una metarreferencia que detona la admiración de la que escribe y de los penitentes: “una letra, otra, admiraciones:// ¡Oh!” (50). La admiración es, asimismo, el inicio del gozo, verticalidad del ritmo que la voz lírica enfatiza y que en la palabra impresa se marca con cursivas:

Oh ingrávido,

Oh espléndido,

¡Oh!, total Magnificat

Oh despojado de exultante desmesura.

Oh, Señor, mi Dios (50)

Así la imagen divina baja al corazón de la escriba representada y ella se interna en el abismo sagrado, para concebir la Unidad de lo interno y lo externo en la paradojal ascensión del espíritu. Esta actitud mística que pronuncia López Colomé, la podemos identificar desde Hidegard en la Edad Media hasta Santa Teresa de Ávila en el siglo XVI, o incluso en los postulados de María Zambrano, del siglo XX, en donde filosofía y poesía se mezclan en la enunciación y aparición de lo divino frente al ser humano. “Mis ojos querían permanecer,/ anidar,/ […] porque al ascender por ahí muy poco a poco/ ocurría todo,/ era subir a un pozo,/ trepar por un vacío/ giratorio y lábil” (50).

Luego la voz detalla el contexto de la Navidad y las peticiones como si esa época fuera la clave para entrar en comunicación con Dios. Así, ella, como escriba del árbol de navidad se va llenando de “oraciones, peticiones, súplicas y gritos sordos” (51) y logra el poema una vez más el deslizamiento de la revelación, ahora del retablo al árbol que por su forma natural resulta ya una aspiración del ser a lo divino, como diría Bachelard. En el ejercicio de la escritura destaca el formato; es decir, hay una prehechura de plantillas narrativas para las peticiones. Así, en el poema vemos con cursiva, incluso separadas, las líneas con guiones que puntean debajo de los versos, luego de que la poeta asegura “pide y se te concederá” (51):

Atiende, te imploro, el ruego de siervo(a)

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que se ha visto aquejado(a) por los dolores de

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En el ejercicio de la escritura la mujer representada muestra, como parte del estado ambigüo que se da en lo sagrado, una especie de tedio a causa de repetir “hasta el cansancio” tanto los movimientos del cuerpo —en este caso, de los dedos sobre la máquina de escribir—, como de quien hace la petición, “del cuerpo aún en pie,/ metiéndose en la llaga de esa aflicción sin nombre/ sobre guiones de salud” (51). Los golpes en la máquina se transforman en una especie de toquidos para que aparezca lo divino: “¿Cuántas veces he de golpear el lado izquierdo,/ el pecho bajo el cual algo responde?” (51). Aquí la referencia a la imagen de Cristo es certera. El costado izquierdo es señal para recordar la vía dolorosa, la herida que mana, el sacrificio de Jesús por los pecadores. En las letras, en los golpes de las letras que se teclean se transfiere el sentido, la hierofanía deja ver las letras que laten, que agobian, dice la voz, “hasta el final del paraíso” (52). Y en ese viacrucis de la escritura aparecen también “doce estaciones de la vida/ inenarrable/ de aquel suyo semblante/ aún proscrito…” (52).

De esa estación dolorosa en donde vemos a Jesús crucificado, la voz poética nos lleva a la revelación de su propia imagen en la búsqueda de lo sagrado, en la parte “2” de “Cantata”. Así, este segmento del poema equivale a lo que Hildegard nos dice en el siglo XII, cuando expresa la iluminación de su cerebro, su pecho y todo su ser con la luz ígnea de Dios. Pura López dice: “En busca de vestigios/ del ánimo diluido,/ jaculatorias, admoniciones/ de una lengua maltratada,/ seguí subiendo por la ladera/ púrpura” (52). En esta ascensión dolorosa aparecen el olor a lavanda, el incienso, la túnica de terciopelo, las manos atadas, el cadalso y, finalmente la figura del “poeta herido” manando sangre, “cadáver fresco para siempre” (52). La identificación admirativa y simpatética de la voz lírica se fusionan en el momento de la visión: “Posé las mías en esos ríos ya coagulados,/ reanimados un instante/ por mi propio cáliz/ iracundo,/ cólera diamantina flotando cual estrella/ ahora,/ su resplandor impidiéndome gemir./ Chisporroteo hidráulico ensimismado” (53).

La llama que incendia en la revelación es la que aparece ahora en la escribiente poseída. En ese ahora invoca a la Virgen y enuncia palabras que le son dichas, entrecomilladas. “Toma las riendas,/ señora del perpetuo socorro,/ esta persona, ésta”. Así en la invocación que es a la vez el imperativo de la imaginación creadora, surge el mismo soliloquio que se anuncia: “No eres sólo tú quien se enardece,/ la tierra entera es una brasa” (53). El que habla ¿es el Espíritu del Mundo?, ¿el que incendia, pero no quema es Dios? Porque, no cabe duda, envuelve a la escribiente, su espacio; sin embargo, “el bosque alrededor” queda intacto (53). Éste es el fuego sagrado, el que se revela para anunciar y prevenir como profecía apocalíptica.

Pero la voz lírica revela también el estado de sueño, ¿vigilia o ensoñación? Cuando manifiesta lo ambiguo del contexto profético: “Me lleno los pulmones de humo equívoco./ Quiero recordar/ la frescura del ébano, del cedro,/ otras pieles” (53). Y cierra con la voz del león del universo: “Sálvate,/ salva a tus hijos en este abrazo eterno” (53).

La parte “3” de “Cantata” es una breve descripción del Cordero que se concentra en la imagen de las manos y del Hijo de Dios que sufre y sufrirá. Sin embargo, esas manos atadas, de porcelana, poseen el triángulo que “todo lo ve” (54) a través de sus “nudillos virginales/ muertos” (54). El poema “4” hace una transferencia dolorosa de Cristo a la creyente-escriba: “Seremos nuestra propia carne conjugada” (54). Luego sigue la duda de la fe: “creerlo encaja/ un clavo ardiente” (54), y el vacío, en donde, sin embargo, ya no hay cabida: “Las únicas praderas,/ los únicos espejos de agua/ donde no nos reflejamos,/ están poblados ya” (54). En la segunda estrofa, los aspectos esquematizados de un cuerpo que correspondería al de un monje muestran el sacrificio a través de los flagelos que se daban los benedictinos para aplacar las bajas pasiones, como lo hacía Pedro Damián en el siglo xi: “Túnica abierta,/ pecho lacerado y sudoroso/ al fondo./ En el cuello los azotes,/ La siempreviva” (54). Luego la confesión de la voz lírica frente a la circunstancia dolorosa y la duda que permanece: “¿O encarnas solamente/ una figura de pasta?” (55).

En la parte “5” de “Cantata”, se da el último deslizamiento que parece volver en espiral al inicio de la situación poética que se desprende de los versos de Pura López Colomé. Ahora que el pasado se vuelve presente en el poema, nos percatamos de que la voz lírica está narrando lo que ve en el contexto del espacio sagrado. Ahora podemos vislumbrar con mayor claridad a la penitente o peregrina, con lentes gruesos, ciega literalmente, con una nube en el ojo, quien está en oración y deja su milagro en el retablo, apenas prendido con un alfiler. La que escribe los pedimentos sigue el viacrucis de la penitente, de los penitentes, los rezos, las oraciones y ella misma se impregna del habitus religioso hasta ser capaz de compenetrarse con el Espíritu del Mundo y escuchar la voz del león del universo. Ha visto en su revelación la figura del Cordero en la Cruz, pero también ha sido testigo de los flagelos de los monjes. Ha vivido la duda de la fe. Y ahora vuelve a la penitente. Ahora el rostro es “ése./ Reclinado apenas/ para dar salida/ al hálito” (54). Se conduele entonces de la imagen desgastada de Jesús tocado por las manos pobres: “La cabellera sucia/ me llenó de piedad/ asímbola./ Rala, escasa/ de tanta caricia de manos pobres” (55). Sin embargo, frente a los penitentes, la imagen divina es la esperanza, la promesa de “la extinción de las miserias” (55). Luego la conminación aparece como una estrategia de autoconvencimiento en la identificación simpatética que va de la penitente al Nazareno y de éste al simbolismo de la esperanza, como si con la acción de la escriba-penitente el Cristo tuviera más fuerza para ayudar a los pobres: “Dónale la tuya en abundancia/ [...] Verás que en ti se tupe pronto,/ rizos y rizos renovados/ transfiguran la floresta” (56). Y en esta necesidad de lo sagrado, en la identificación admirativa de la voz lírica se da finalmente la explosión sonora de la revelación: “¿No lo reconoces?/ El túnel de la tráquea/ hinchaba sus paredes,/ glosolalia:/ ¡oh!// Era el cordero” (56). Con este poema Pura López Colomé nos coloca en un espacio sagrado y nos involucra en la situación de alumbramiento que vive la voz poética, la escribiente en un contexto religioso que muestra mucho más que el trasfondo de los acontecimientos. El canto dramático se eleva al canto místico. La vía de la ascensión se da a través de la condolencia, la piedad que finalmente llevan a la espectadora a vivir el abrasamiento de lo sagrado.

Palabras finales

Lo sagrado, en Éter es, se anida en el cerebro como si fuera el cielo fragmentado en lo íntimo del ser humano y nos revela que no hay después, nada después de la muerte. Entonces concebimos la muerte como presente, es decir, como parte del misterio inminente, de lo sagrado, cuyo único parangón se encuentra con la memoria que como llama alumbra la revelación, la verdad poética. Entonces, cuando la voz lírica alcanza el tono mayor con poemas como “Cantata”, se da la transformación del ser —la sujeto lírica, la escriba, la penitente; la niña, la madre, la enferma; todas en una imagen plurisignificativa, nublada y difusa, opalescente—, hasta convertirse en vasija que contiene el tesoro de Dios, como ocurre en el poema “Él”. Así, ánfora llena, la voz lírica escucha: “estoy preso en tu brocal” (57). Por todo esto, podemos concluir diciendo que Éter es es un viaje a través de la memoria iluminada del pasado: eco del padre, de la madre, de la abuela, de la hermana, de su propia infancia; es revelación profunda de los momentos dolorosos: pérdidas, enfermedades; es verbo: rezar, rogar, creer, dudar, esperar; es práctica religiosa: exvotos y milagros; es lo vago, lo difuso, lo incomprensible, lo no aprehendido. Éter es es el cielo introyectado en el cerebro como razonamiento y en el corazón como metáfora. Éter es es lo sagrado en la poética de Pura López Colomé.

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1 Pura López Colomé, poeta, ensayista y traductora, nació en la Ciudad de México el 6 de noviembre de 1952. Es doctora en Letras Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En 1982 fue becaria del Centro Mexicano de Escritores. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores y ha sido tutora del Programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA). Ha colaborado en diversos diarios y revistas como El Nacional, Unomásuno, La Cultura en México, Nexos, Letras Libres, Casa del Tiempo, Revista Mexicana de Literatura, Revista Universidad de México y Revista de Bellas Artes, entre otras. Además, fue secretaria de redacción del suplemento cultural Sábado, que dirigió Huberto Batis en el periódico Unomásuno entre 1980 y el año 2000. Es autora de los poemarios: El sueño del cazador (Cuarto Menguante, 1985), Un cristal en otro (Ediciones Toledo, 1990), Aurora (Ediciones del Equilibrista, 1994), Intemperie (Ediciones Sin Nombre; Juan Pablos Editor; Ponciano Arriaga, 1997), Éter es (CONACULTA, 1999), Tragaluz de noche (FCE, 2003), Santo y seña (FCE, 2007), Reliquia (CONACULTA; Ediciones Sin Nombre, 2008), Una y fugaz (Bonobos Editores; UNAM, 2010), Por si acaso no (Parentalia ediciones, 2010), Lieder: cantos al oído, cantos al olvido (CONACULTA, 2012), Poemas reunidos. 1985-2012 (CONACULTA, 2013), Afluentes (UNAM, 2010), Vía corporis (FCE, 2016) y Borrosa imago mundi (FCE, 2021). También ha publicado en las antologías: Asamblea de poetas jóvenes (Siglo XXI, 1980), Poetas de una generación 1950-1959 (Premiá, 1988), Mujeres poetas de México: antología poética (1940-1965) (Atemporia, 2008), Poesía soy yo: poetas en español del siglo XX (1886-1960) (Visor, 2016). Y algunos de sus poemarios han sido traducidos al inglés, francés, holandés y alemán. Tradujo a Emily Dickinson, William B. Yeats, Patrick Kavanagh, Seamus Heaney, Louise Glük, H.D., Samuel Beckett, Bertolt Brecht, Ernest Mandel, Virginia Woolf, William Carlos Williams y Philip Larkin. En 1977 se le otorgó el Premio Nacional Alfonso Reyes de ensayo por su obra Diálogo socrático en Alfonso Reyes. Como traductora fue galardonada en 1992, por Isla de las estaciones, del poeta irlandés Seamus Heaney. En 2007 recibió el Premio Xavier Villaurrutia por el poemario Santo y seña, y en 2019, el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL) le entregó el Premio Bellas Artes de Trayectoria Literaria “Inés Arredondo”.

2Todos los versos citados de Éter es corresponden a la edición citada en las referencias, de 1999.

Recibido: 26 de Julio de 2023; Aprobado: 28 de Septiembre de 2023

Gloria Ignacia Vergara Mendoza

Doctora en Letras Modernas por la Universidad Iberoamericana; profesora-investigadora de la Facultad de Letras y Comunicación en la Universidad de Colima; miembro del Sistema Nacional de Investigadores; académica correspondiente en Colima de la Academia Mexicana de la Lengua y miembro del Seminario de Cultura Mexicana Corresponsalía Colima. En 2010 recibió la medalla “Griselda Álvarez Ponce de León” por trayectoria destacada en las letras y la literatura, del H. Congreso del Estado de Colima. Se ha desempeñado como profesora en prestigiosas instituciones educativas. Es autora de los libros: Tiempo y verdad en la literatura (2001); El universo poético de Jaime Sabines (2003); Palabra en movimiento. Principios teóricos para la narrativa oral (2004); Identidad y memoria en las poetas mexicanas del siglo XX (2007) y La hermenéutica literaria de Roman Ingarden (2018), entre otras publicaciones.

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