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Perfiles educativos

versión impresa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.44 no.178 Ciudad de México oct./dic. 2022  Epub 08-Mayo-2023

https://doi.org/10.22201/iisue.24486167e.2022.178.60747 

Horizontes

Educación, sujeto y violencia en la tensión de lo moderno y lo posmoderno

Tulio Alexander Benavides Franco* 
http://orcid.org/0000-0002-2132-3584

* Profesor asistente de la Facultad de Educación de la Universidad Antonio Nariño (Colombia). CE: btulio61@uan.edu.co.


Resumen

El artículo busca mostrar que existe una cierta racionalidad de la violencia que echa sus raíces en el corazón mismo de la subjetividad moderna, y que encuentra nuevas formas de manifestarse en una posmodernidad atravesada por una lógica eminentemente neoliberal. Para ello, se problematizan los compromisos iluministas de los discursos educativos, en la medida en que, en muchos casos, se sigue pensando el núcleo de la acción educativa a partir de la lógica universalizante del sujeto moderno, pero valiéndose, al mismo tiempo, de unos discursos “celebratorios de las diferencias”, vinculados a perspectivas teóricas posmodernas. Sin embargo, tales discursos estarían también siendo usados en el ámbito educativo para configurar subjetividades que encajen perfectamente en el orden neoliberal contemporáneo. Se concluye la persistencia de una racionalidad de la violencia que en la modernidad toma la forma de un paradigma inmunitario, y en la posmodernidad se manifiesta como una violencia de la positividad.

Palabras clave: Educación; Sujeto moderno; Violencia; Posmodernidad; Neoliberalismo

Abstract

The present article aims to demonstrate that there is a certain rationality of violence rooted in the very heart of modern subjectivity, and which finds new ways to manifest itself in a postmodernity crossed by an eminently neoliberal logic. Therefore, the illuminist commitments of educational discourses are problematized, to the extent that, in many cases, the core of educational action is still thought of from the universalizing logic of the modern subject, but using, at the same time, “celebratory of differences” discourses, linked to postmodern theoretical perspectives. However, such discourses are also being used in the educational field to configure subjectivities that fit perfectly into the contemporary neoliberal order. The persistence of a rationality of violence is concluded, which in modernity takes the form of an immune paradigm, and in postmodernity manifests itself as a violence of positivity.

Keywords: Education; Modern subject; Violence; Postmodernity; Neoliberalism

Introducción

Theodor Adorno (1993) afirmó alguna vez que la exigencia de que Auschwitz no se repita debía ser la primera de todas las exigencias cuando se habla de educación. Esa afirmación podría haber sonado como un imperativo educativo legítimo para un lector de Adorno en pleno periodo de posguerra, no obstante, se trata de un imperativo que no deja de tener actualidad. Frente a él, la pregunta que podríamos hacernos hoy en día no es otra que la misma que se formulaba Adorno hace un poco más de 50 años: ¿por qué se le ha dedicado tan poca atención hasta el momento a esa exigencia? El diagnóstico de Adorno resulta certero: la barbarie persiste en tanto persistan, en lo esencial, las condiciones que la hicieron posible. Pero ¿cuáles son esas condiciones?

El filósofo catalán Joan Carles Mèlich (2000) nos ayuda a responder esa pregunta al ahondar en la inquietud de Adorno y plantear que la filosofía tendría la tarea de pensar radicalmente en la medida en que los presupuestos fundamentales de la educación continuaran teniendo vigencia frente al fenómeno totalitario. Y, en la medida en que una determinada idea de sujeto constituye uno de tales presupuestos, parece necesario llevar a cabo una reflexión seria acerca de ese sujeto en tanto condición que haría posible la persistencia de la barbarie. El argumento de Mèlich (2000) es tajante: una educación que no tome en consideración al otro como punto de partida para pensar esa subjetividad es una educación al servicio de la cultura de lo inhumano.

Semejante imperativo alude al significado histórico y simbólico del horror ante la crueldad y efectos del holocausto como experiencia histórica de degradación y de despojo de la dignidad humana, y como metáfora expresiva del fin de lo humano que no cesa de repetirse una y otra vez en diferentes momentos y lugares del mundo. En ese sentido, la presente reflexión parte de esa inquietud fundamental. Es claro que los latinoamericanos también fuimos testigos de los dolorosos acontecimientos asociados a los totalitarismos del siglo pasado en Europa y, por ello, como parte de una compleja “comunidad global”, nos correspondería asumir como nuestras las interpelaciones de Adorno y Mèlich. Pero, además, también vimos emerger entre nosotros, en nuestro propio suelo, en nuestros campos y ciudades, esa cultura de lo inhumano que pareció ser el trágico signo del siglo XX.

¿Por qué no entonces asumir la tarea de pensar las violencias que carga consigo ese sujeto que nos ha servido como presupuesto para pensar la acción educativa? Eso es, precisamente, lo que pretende este ensayo. Para ello discurriremos, primeramente, sobre el carácter fundamental de la figura moderna de la subjetividad en tanto presupuesto fundamental de la educación moderna. Esto nos conducirá a reflexionar acerca del espacio educativo como un espacio atravesado y constituido por diversas formas de relaciones de poder. Nos detendremos, seguidamente, en la cuestión central de este trabajo, esto es, la idea de una racionalidad de la violencia que echaría sus raíces en el corazón mismo de la subjetividad moderna, para, finalmente, discutir acerca de las nuevas formas de manifestarse de dicha racionalidad en una posmodernidad atravesada por una lógica eminentemente neoliberal, y examinar cómo esa racionalidad se manifiesta en nuestras formas de pensar la educación.

Sin el sujeto moderno no hay educación moderna

Comencemos, pues, por explicar la preponderancia del sujeto moderno en el campo educativo y cómo ha llegado prácticamente a naturalizarse y a identificarse ese discurso iluminista del sujeto con el sentido y la razón de ser de la acción educativa en la escuela. Y es que, de acuerdo con Tomaz Tadeu da Silva (1995), la educación escolarizada y pública encarna varias de las ideas y los ideales de la Modernidad y del Iluminismo: el progreso constante a través de la razón y la ciencia, la creencia en el desarrollo de la autonomía y la libertad del sujeto, y de liberación política y social mediante la ampliación del espacio público a través de la ciudadanía. Más aún, para el autor brasileño, la educación no sólo sintetiza perfectamente esos principios, sino que además “ella es la institución encargada de transmitirlos, de tornarlos generalizados, de hacer que se vuelvan parte del sentido común y de la sensibilidad popular” (Da Silva, 1995: 245). En suma, de acuerdo con Da Silva, “la escuela pública se confunde así, con el propio proyecto de la modernidad. Es la institución moderna por excelencia” (1995: 245).

El objetivo de dicha empresa, esto es, la formación de hombres virtuosos que puedan hacer uso autónomo de su razón, se convertiría en el núcleo del relato moderno de la educación. Así, de acuerdo con Veiga-Neto, es de la escuela moderna que, a lo largo de la Modernidad, “se esperó el cumplimiento de la tarea de habilitar el mayor número de personas al uso de la razón y, así, transformarlas en ciudadanos libres” (Veiga-Neto, 1995: 10). Es por ello por lo que Da Silva (1995: 248) afirma que “sin el sujeto moderno no hay educación moderna”, pues la posibilidad de la educación y la pedagogía descansan en el presupuesto de la existencia de un sujeto unitario y centrado, y la finalidad de la educación no parece ser otra que la construcción de la autonomía, independencia y emancipación de ese sujeto. Así pues, de acuerdo con el autor brasileño:

¿En qué otro lugar el sujeto y la consciencia son tan centrales y tan centrados? … ¿Habrá otra área en que los principios humanistas de la autonomía del sujeto y los esencialismos correspondientes sean tan cuidadosamente cultivados? ¿Existirá otro campo, además del campo de la educación, en que binarismos como opresión/liberación, opresores/oprimidos, tan castigados por una cierta ala del posestructuralismo, circulen tan libremente y lo definan tan claramente? ¿Y dónde más la “Razón” preside tan soberana y constituye un fundamento tan importante? (Da Silva, 2008: 248).

Y es que el discurso moderno de la educación resulta impensable sin la presencia constitutiva del gran relato de la emancipación por la razón. Aquí, tal como lo afirma Da Silva, la historia de la educación de masas y la del pensamiento ilustrado casi se confunden, e incluso, en muchos sentidos, educación significaría producción de la racionalidad. A decir de Da Silva (2008: 256), “la educación institucionalizada es uno de los mecanismos por los cuales la razón se instala y se difunde, los currículos educativos están basados en la concepción de razón, el cultivo de la Razón es uno de los principales objetivos educativos”. En todo caso, a partir del predominio de la Razón, el relato de la emancipación privilegió, para legitimarse, un lenguaje imperativo o prescriptivo orientado por una finalidad estatal y por un principio humanista: aquel principio que “hizo del conocimiento el instrumento fundamental para educar a los hombres de cara a su conversión en sujetos racionales y autónomos” (Skliar y Téllez, 2008: 60). En esa medida, a la apuesta moderna por la educación le fue consustancial la fe en la perfectibilidad ilimitada de la humanidad, en el progreso moral y en la educación como vía privilegiada para su consecución. Fue así como la educación llegó a ser pensada como el medio fundamental e insustituible para lograr el gran ideal de la emancipación no sólo individual, sino también -y principalmente- colectiva.

Así pues, podría afirmarse que tiene lugar una transferencia del dogma secular del progreso moral y político al ámbito del gran relato pedagógico de la modernidad. Allí, de acuerdo con Skliar y Téllez (2008), las nuevas utopías educativas van a estar atravesadas por la certeza en el progreso y por la convicción de la emancipación mediante la razón en el futuro como lugar de realización plena de esa emancipación, en el carácter eminentemente emancipador de la ciencia y la moralidad universales y, fundamentalmente, en el sujeto como fundamento último de la verdad, capaz de dar sentido y reordenar el mundo. Sin embargo, la transferencia de esos ideales al ámbito pedagógico suponía la transferencia de una pretensión dominante del proyecto moderno ilustrado: la realización plena de un proyecto unitario de la razón, del lenguaje, de la política y, en suma, de la condición humana. Esto habría dado lugar a

…la entronización de una lógica normalizadora de pensamiento y de acción arraigada en la concepción de la verdad como correspondencia entre enunciados y hechos, en la inquebrantable convicción de las certidumbres absolutas y en la autoridad de quien habla y decide en nombre de la verdad (Skliar y Téllez, 2008: 61).

Lo que Skliar y Téllez estarían poniendo en evidencia es aquello que el relato pedagógico moderno desconoce: la configuración del espacio educativo como un campo de históricas formas de relaciones de poder-saber. El desconocimiento de las relaciones de poder en el espacio de la educación se constituye, al mismo tiempo, en el desconocimiento de la pregunta por los dispositivos y mecanismos que hacen de ella un espacio eminentemente político en el cual se despliegan formas de constitución de las subjetividades. Al respecto, el propio Foucault (1980: 37) afirma que:

La educación, por más que sea, de derecho, el instrumento gracias al cual todo individuo en una sociedad como la nuestra puede acceder a no importa qué tipo de discurso, se sabe que sigue en su distribución, en lo que permite y en lo que impide, las líneas que le vienen marcadas por las distancias, las oposiciones y las luchas sociales. Todo sistema de educación es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los saberes y los poderes que implican.

Y es que la lógica de los aparatos educativos modernos ha conducido a disciplinar, normalizar saberes y fabricar formas normalizadas de ser sujeto. Para ello, no solamente construyen y trasmiten ciertas formas de relacionarse con el mundo exterior, sino también de relacionarse con el otro y consigo mismo. Esto ocurre, por supuesto, con la ayuda de toda una red de prácticas y mecanismos de saber-poder a través de los cuales se clasifican y jerarquizan tanto saberes como posiciones de sujeto o subjetividades. En esa medida, podría decirse que un rasgo distintivo de la educación escolarizada ha sido la imposición de una cultura históricamente dada como “naturalmente” legítima. Con ese fin, se ha preocupado por definir una supuesta verdad del sujeto a través de la producción y distribución de determinados saberes considerados como verdaderos, la codificación de determinadas formas de pensar y actuar, y la constitución de unas determinadas metanarrativas.

Es importante recordar aquí que, en el orden moderno de racionalidad, de acuerdo con Da Silva (2008), los discursos con valor de verdad siempre tuvieron a la ciencia como campo general y policía disciplinaria de los saberes. Y fue justamente en virtud de ello que se hizo posible tanto la disposición de cada saber como disciplina, como el despliegue institucional de los saberes disciplinados. En ese proceso de disciplinamiento de los saberes las narrativas hegemónicas habrían adquirido un estatus de legitimidad y validez universal. Pero, además, dicho proceso ha estado estrechamente ligado a la necesidad de administrar racionalmente la educación. Y, tal como certeramente nos lo recuerda Da Silva (2008), una expresión de ese fenómeno, a mediados del siglo XIX, sería la escolarización de las masas a cargo del Estado moderno, la cual respondería a la exigencia de adecuar las pautas individuales a las de la administración de la sociedad en general. De esta manera, pues, en lugar de pensar en el surgimiento y desarrollo de la escuela moderna como una expresión del progreso racional, puede afirmarse que su configuración como uno de los espacios privilegiados del proyecto político moderno estaría ligada a la emergencia del Estado moderno.

Y es que esas distintas formas de las relaciones de poder-saber parecen pasar desapercibidas en la teoría educativa, misma que, en general, se basa en la noción de que el conocimiento y el saber constituyen una fuente de liberación, esclarecimiento y autonomía. Inclusive la propia teoría educativa crítica sostendría que las configuraciones educativas actuales, afectadas por intereses de poder, trasmiten saberes contaminados de ideología, pero que, a través de una crítica ideológica, es posible superarlos y llegar a un conocimiento no mistificado del mundo social. Sin embargo, en una perspectiva posestructuralista -asociada particularmente a Foucault- estas formas de concebir la educación pueden ser problematizadas. En primer lugar, porque frente a la oposición convencional entre ciencia e ideología, o saber y alienación -según la cual los primeros términos de dichas oposiciones ocuparían una posición desinteresada y neutra en relación con el poder- se puede argumentar que, a partir de ahora, todo saber es sospechoso de vínculos con el poder. Y, en segundo lugar, porque la propia noción de poder sufre un desplazamiento que problematiza la idea de una fuente o centro único de poder: ya no se tratará de identificar dicha fuente, sino la forma como se ejercen las relaciones de poder en el entramado social.

Así pues, mientras para la teorización crítica de inspiración marxista el poder distorsiona, reprime y mistifica; en la perspectiva foucaultiana el poder constituye, produce, crea identidades y subjetividades. Pero esas identidades y subjetividades no representan ninguna distorsión y ningún desvío en relación con una supuesta esencia humana que, al ser dejada en libertad, seguiría su “verdadero” camino. De lo que se trata es de una variedad de mecanismos de regulación y control de los individuos y de las poblaciones que funcionan a través de una amplia serie de instituciones y dispositivos de la vida cotidiana: “La educación es ciertamente uno de esos dispositivos, central en la tarea de normalización, disciplinarización, regulación y gobierno de las personas y las poblaciones” (Da Silva 2008: 252). Y hay que decir que, en la propuesta foucaultiana, ninguno de esos dispositivos, ni siquiera los llamados críticos, tales como las pedagogías críticas, estarían absueltos de estar implicados en relaciones de poder, regulación y gobierno.

Al respecto, Da Silva (2008) señala otra importante implicación para la educación: aquélla que concierne a la no separación entre regulación y saber. Es decir, la superación de la suposición de una separación entre conocimiento e ideología que permitiría que un supuesto conocimiento “verdadero” pudiera emerger una vez liberado de su carga ideológica. A partir de las consideraciones foucaultianas, las disciplinas escolares, al estar situadas en dispositivos de gobierno y control, como es el caso de la educación, poseen necesariamente aspectos regulativos de los cuales no pueden ser separadas: “si pudieran ya no estaríamos hablando de educación. Educación/pedagogía y regulación están siempre juntas” (Da Silva, 2008: 253). Este aspecto va a resultar fundamental, como se verá más adelante, para comprender, por ejemplo, el carácter regulador y normalizador de una disciplina que aparentemente pretende ser emancipadora, como lo es la llamada educación ciudadana.

Ahora bien, es importante tener presente que la escolarización no es más que un acontecimiento que tuvo lugar, históricamente, al interior del orden moderno del saber. En esa medida, lo que en la actualidad se designa y reconoce como educación escolarizada no es más que una construcción histórico-cultural cuya emergencia sería inseparable del diagrama moderno del poder-saber. Esto es, la educación devino inseparable del universo discursivo del siglo de las luces, que hizo de ella un proyecto de la modernidad. Allí, de acuerdo con Skliar y Téllez (2008), la educación se habría constituido como un precepto humanista en torno al cual habrían emergido ciertas preocupaciones enunciadas como “la educación del hombre”, “la auténtica formación”, “la verdadera educación”, entre otras. Al respecto, Veiga-Neto (2004) llama la atención sobre el hecho de que, aunque existan grandes desacuerdos sobre cómo debe funcionar la escuela, no se discute, por ejemplo, que deba funcionar como la pieza principal en los procesos de socialización de los niños, de formación de ciudadanos o de preparación para el futuro:

Esas son funciones que todos parecen asumir como naturales y propias de la educación escolarizada. Y, en la medida en que tales funciones son asumidas como naturales, esto es, son naturalizadas, ellas pasan a funcionar como una matriz de fondo invariable sobre la cual lo que parece variar son apenas cosas en la superficie (Veiga-Neto, 2004: 67).

En esa medida, este autor considera productivo poner bajo sospecha el carácter natural de esa matriz de fondo; señalar su carácter contingente y, por lo tanto, modificable y manipulable. Pero, al problematizar el carácter natural de esa matriz de fondo, no se trata, tal como él mismo manifiesta, de afirmar que la escuela no deba promover la socialización de los niños, o que no se deba formar para la ciudadanía, o que no sea necesario comprometerse con un futuro mejor; de lo que se trata es de señalar que “no siempre fue así, que todo eso no se deriva de una supuesta naturaleza humana, de una supuesta propiedad que estaría naturalmente, biológicamente impresa en nuestra especie y que nos conduciría progresivamente a realizar esos perfeccionamientos sociales” (Veiga-Neto, 2004: 67). Por el contrario, considero con Veiga-Neto que es necesario comprender que tales procesos no son más que construcciones históricas derivadas de una voluntad de poder que se sitúa en la esfera de la vida social, a partir de la cual se crean y se combinan discursivamente los diferentes saberes. El problema fundamental aquí es que, de la mano del desconocimiento de la historicidad de tales preceptos naturalizados, se configuraría un imaginario de la educación cuya característica fundamental sería la de no reconocerse a sí misma como un espacio donde tiene lugar el ejercicio de unas relaciones de saber-poder. Y esas relaciones de saber-poder estarán atravesadas por una racionalidad de la violencia, como se explica en el apartado siguiente.

Racionalidad de la violencia y paradigma inmunitario

En Topología de la violencia, el filósofo sur-coreano Byung-Chul Han (2010: 7) sostiene que “toda época tiene sus enfermedades emblemáticas” y que esas “enfermedades” tienen que ver con formas particulares de violencia que varían de acuerdo con la constelación social. La tesis de Han es que, a través de la historia, la violencia ha pasado de ser visible y manifiesta a retirarse “a espacios mentales, íntimos, subcutáneos, capilares” (Han, 2013: 10). De esta manera, mientras en las culturas arcaicas y entre los antiguos, la puesta en escena de la violencia se habría constituido en un elemento central y constitutivo de la comunicación social, en la modernidad “toma una forma psíquica, psicológica, interior. Adopta formas de interioridad psíquica” (Han, 2013: 8). Se trataría de una violencia que pasa a formar parte constitutiva de la subjetividad, en la medida en que se entiende como una violencia simbólica que se sirve del automatismo del hábito y “se inscribe en las convicciones, en los modos de percepción y de conducta” (Han, 2013: 11). En la medida, podemos decir, en que se configura como una racionalidad.

Para entender cómo opera esa racionalidad de la violencia empecemos por decir que la idea misma de violencia implica una dimensión relacional, aunque el propio Han lo niegue: a pesar de que sus argumentaciones apuntan permanentemente a la dimensión relacional de la violencia, al establecer algunas distinciones entre poder y violencia, Han (2013: 53) afirma que “la violencia, a diferencia del poder, no es una expresión relacional. Aniquila al otro”. Podría decirse que, en este punto, Han incurre en una contradicción, ya que la violencia se configura como tal siempre con respecto a un otro -que puede ser exterior, o constitutivo del sí mismo- en la medida en que “se despliega en una relación de tensión entre el ego y el otro, entre el amigo y el enemigo, entre el interior y el exterior” (Han, 2013: 53). Y, de acuerdo con Foucault, en esa relación con la alteridad, a diferencia de lo que ocurriría en una relación de poder, el otro no será reconocido ni mantenido hasta el final como sujeto de acción y, por el contrario, se intentará, por todos los medios, de minimizar su posibilidad de respuesta y de acción:

Una relación de violencia actúa sobre un cuerpo o sobre cosas: fuerza, somete, quiebra, destruye: cierra la puerta a toda posibilidad. Su polo opuesto sólo puede ser la pasividad, y si tropieza con cualquier otra resistencia no tiene más opción que intentar minimizarla. En cambio, una relación de poder se articula sobre dos elementos, ambos indispensables para ser justamente una relación de poder: que “el otro” (aquel sobre el cual ésta se ejerce) sea totalmente reconocido y que se le mantenga hasta el final como un sujeto de acción y que se abra, frente a la relación de poder, todo un campo de respuestas, reacciones, efectos y posibles invenciones (Foucault, 2001: 243).

En el mismo sentido Han (2013: 54) afirma que “la violencia roba a sus víctimas toda posibilidad de actuación. El espacio de actuación se reduce a cero”. Inclusive, para el filósofo surcoreano, “ni la violencia ni el poder son capaces de dejar-ser al otro. Son intentos de neutralizar la otredad del otro”. Pero el poder, según Han, minimizaría la otredad del otro, aunque no buscara acabar completamente con él, como sucedería en el caso de la violencia. Lo interesante en el texto de Foucault es que, como ocurre con la relación de poder, la relación de violencia implica un cierto tipo de “acción” y un “intento” de intervenir en la acción del otro. Y aquí parece importante recordar que para el filósofo francés no existen prácticas -por irracionales que éstas parezcan- sin un determinado régimen de racionalidad (Foucault, 1982). De manera que esa acción y ese intento propios de la relación de violencia implicarían también unas ciertas estrategias y técnicas. Y es que, de acuerdo con Han (2013: 54), “tanto el poder como la violencia se sirven de una técnica de doblegamiento. El poder se inclina hacia el otro hasta… encajarlo. La violencia se inclina hacia el otro hasta quebrarlo”. Más aún, “tanto la violencia como el poder son estrategias para neutralizar la inquietante otredad, la sediciosa libertad del otro”. Podríamos afirmar, entonces, que la acción violenta no se diferencia de la acción poderosa por sus intensidades relativas, sino por sus respectivas racionalidades. Así lo considera Veiga-Neto (2006: 30) al referirse al caso de la punición:

Mientras el poder disciplinar hace de la punición una acción racional, calculada y, por eso, económica, la violencia hace de la punición una acción cuya racionalidad es de otro orden y que, no resulta raro, raya en la irracionalidad. Eso no significa que la violencia no siga ninguna racionalidad. Ella se pauta, ciertamente, por algunas lógicas; muchas veces, ella consigue “dar razones para”. Pero, a diferencia del poder -cuya racionalidad… puede ser detectada mucho más allá de la propia relación de dominación- la eventual racionalidad implicada en una relación violenta se agota en la propia relación.

De esta manera, podemos sostener que frente a la relación violenta nos encontramos ante un tipo particular de racionalidad que, por paradójico que pueda parecernos, llega a “dar razones para” neutralizar esa inquietante y amenazante alteridad del otro. Y es precisamente en virtud de esa relación entre racionalidad y violencia que Mèlich ha intentado profundizar en la relación entre el holocausto y la modernidad. Inclusive, esa relación sería, a su juicio, estrecha. En consecuencia, sostiene que sin la modernidad y sus determinaciones fundamentales el holocausto no habría tenido lugar y que, en esa medida, “el holocausto es una de las posibilidades de la modernidad” (Mèlich, 2000: 84). Al respecto, Zygmun Bauman (1998: 9) ha dicho que

El holocausto no fue la antítesis de la civilización moderna y de todo lo que ésta representa o, al menos, eso es lo que queremos creer. Sospechamos, aunque nos neguemos a admitirlo, que el holocausto podría haber descubierto un rostro oculto de la sociedad moderna, un rostro distinto del que ya conocemos y admiramos. Y que los dos coexisten con toda comodidad unidos al mismo cuerpo. Lo que acaso nos da más miedo es que ninguno de los dos puede vivir sin el otro, que están unidos como las dos caras de una moneda.

Es por ello que Han identifica un paradigma inmunológico que remite a una violencia de la negatividad que rechaza y repele al otro como la gran patología de la modernidad. Dicho paradigma, que se habría extendido desde el campo de la biología hacia la esfera de lo social, se basaría en el principio de repeler todo lo que se considera extraño: “aun cuando el extraño no tenga ninguna intención hostil, incluso cuando de él no parte ningún peligro, será eliminado a causa de su otredad” (Han, 2013: 7). De acuerdo con Han, esta patología de lo moderno sería portadora de una violencia de la negatividad en virtud de la cual todo otro exterior que amenaza la mismidad debe ser repelido o eliminado. La negatividad de esa violencia implica que se establece una relación bipolar entre yo y el otro, adentro y afuera, amigo y enemigo. Por eso, para Castro-Gómez (2000: 88) la modernidad sería una especie de “máquina generadora de alteridades que, en nombre de la razón y el humanismo excluye de su imaginario la hibridez, la multiplicidad, la ambigüedad y la contingencia de las formas de vida concretas”. Y es que, para el filósofo colombiano, el proyecto moderno sería indisociable de aquello que él denomina las “patologías” de la occidentalización, que, por su parte, se deberían al carácter dualista y excluyente que asumen las relaciones modernas de poder, en su afán normalizador.

En el mismo sentido, Josef Esterman (2009) considera que tanto la estrategia colonial como la neocolonial siempre intentaron englobar al otro dentro del proyecto hegemónico y que esa tarea siempre conduce a lo que él denomina “aniquilación de la alteridad”. Esto ocurre a través de la imposición de los estándares de la humanidad europea y de la inserción en la economía colonial mediante un imperialismo que, de acuerdo con el autor, no es sólo de tipo económico, sino también educativo, religioso y cultural (Esterman, 2009). Esterman denomina “asimilación” a esa estrategia colonial y neocolonial que busca subsumir al otro bajo un proyecto hegemónico y monocultural que acaba por aniquilar la alteridad. A través de esa estrategia el otro debe encajar en los estándares de una humanidad europea para comenzar a hacer parte de la humanidad universal. Y, de acuerdo con Diego Arias (2015), podría afirmarse que ese proyecto de la modernidad se habría configurado a partir de dos ámbitos diferenciados: por un lado estaría el ámbito de las disciplinas académicas, encargado de garantizar la producción del saber que requerían las sociedades; y, por otra parte, el ámbito de la enseñanza, que tendría el propósito de hacer circular una información ya producida para que fuera apropiada por los ciudadanos.

Según Castro-Gómez (2000), el conocimiento ofrecido por las ciencias sociales definía y legitimaba las normas que permitían la ligación de los ciudadanos a los procesos de producción inherentes a la “modernización” de los nuevos Estados. Y, por su parte, aquel intento de crear formas de subjetivación coordinadas por el Estado habría dado origen a ese fenómeno que el autor colombiano denomina “la invención del otro” (Castro-Gómez, 2000). Esa “invención” se refiere a los dispositivos de saber/poder a partir de los cuales las representaciones sobre los otros son construidas. De acuerdo con Castro-Gómez, las ciencias sociales brindaron legitimidad científica a las políticas reguladoras del Estado y favorecieron esos procesos de producción material y simbólica a través de los cuales las identidades culturales fueron consolidadas. Pero la representación de la propia identidad cultural era construida a partir y en contraposición a la representación de un “otro abyecto”. De esa manera, la escuela enseñaba a ser “buen ciudadano”, pero no buen campesino, buen indio o buen negro, pues todos esos tipos humanos eran vistos como pertenecientes al ámbito de la barbarie. Y tal como señala Castro-Gómez (2000), la pedagogía sería la encargada de la materialización de esa subjetividad moderna vinculada a ese ideal de ciudadanía, y por causa de ello, la escuela se torna el espacio donde se forma ese tipo de subjetividad requerida por los ideales reguladores de las constituciones. De hecho, tal como afirma Diego Arias (2015), la escuela moderna, aquélla de los sistemas públicos de enseñanza, habría nacido como una institución al servicio de las naciones modernas, y un instrumento para que los nuevos ciudadanos desarrollaran los conocimientos y las habilidades necesarias para el sostenimiento y reproducción de dichas naciones.

Ahora bien, esa intención normalizadora parece entrar en contradicción con la interrogación pedagógica de la modernidad sobre cómo hacer del otro un hombre libre. Dicha paradoja es magistralmente expuesta por Phillipe Meirieu (1998) en su libro Frankenstein educador, en el que presenta un interesante acercamiento a la cuestión de la “fabricación” del hombre a partir de los mitos de Pigmalión y Frankenstein. Según dicho autor, entre dichos mitos existiría una profunda relación en la medida en que en ambos relatos pareciera estar presente la esperanza de acceder al secreto de la fabricación de lo humano. Esperanza que, en palabras de Meirieu (1998:18), se constituye en el “núcleo duro de la aventura educativa”, y que, paradójicamente, comportaría la negación misma de la libertad del otro, en la medida en que éste “no será libre, o al menos, no lo será de veras; y si es libre escapará inevitablemente a la voluntad y a las veleidades de fabricación de su educador” (Meirieu, 1998: 17). A partir de esta constatación, el propio Meirieu se preguntará si semejante pretensión no conducirá a la educación a convertirse en un callejón sin salida que inevitablemente desencadena una cierta violencia:

…quiere “hacer al otro”, pero también quiere que el otro escape a su poder para que entonces pueda adherirse a ese mismo poder libremente, porque una adhesión forzada a lo que él propone, un afecto fingido, una sumisión por coacción, no pueden satisfacerle. Se entiende que esas cosas no tengan valor para él; quiere más: quiere el poder sobre el otro y quiere la libertad del otro de adherirse a su poder (Meirieu, 1998: 35).

El moderno mito de Frankenstein ilustraría el callejón sin salida al que parece conducir la idea de educación como fabricación. Y es que existiría, como ya se mencionó, una cierta violencia inscrita en el deseo de conciliar la satisfacción de dar nacimiento a un hombre con la de fabricar un objeto en el mundo. A decir de Skliar y Téllez (2008: 64), esa misma violencia atravesaría la pretensión de “convertir la educación en una acción absolutamente previsible, programable y controlable, haciendo del otro un objeto respecto del cual puede determinarse lo que debe ser y verificarse si responde a lo proyectado”. De esta manera, el afán normalizador y disciplinador habría comenzado a revelarse, según Skliar y Téllez (2008), como marca del mito totalitario que, de formas siempre renovadas, se desliza en las prácticas educativas dominantes. En ellas, la búsqueda de la homogeneidad y del sentido único parecen ser el común denominador de los variados dispositivos de control que atraviesan dichas prácticas.

Pero preguntarnos acerca de la relación entre una educación que aún parece inspirarse en ideales iluministas, y los imaginarios y lógicas que han configurado esa racionalidad de la violencia supondría no sólo tener presentes las cuestiones relativas a la persistencia del sujeto moderno, sino, además, reflexionar acerca de las complejidades y tensiones que, en un contexto absolutamente permeado por una racionalidad neoliberal, se presentan en los discursos contemporáneos que celebran la diversidad y las diferencias, pero que, tal vez, continúan atravesados por una racionalidad de la violencia que en la actualidad se manifiesta de nuevas formas.

El asalto neoliberal y la violencia de la positividad

Se mencionó más arriba que Castro-Gómez (2000: 285), al referirse a la violencia epistémica asociada a lo que él denomina “patologías de la occidentalización”, describe la modernidad como un “dispositivo que construía al otro mediante una lógica binaria que reprimía las diferencias”. En virtud de ello, la filosofía “posmoderna” habría visto en la crisis de la modernidad una “oportunidad histórica para la emergencia de esas diferencias largamente reprimidas” (Castro-Gómez, 2000: 285). Sin embargo, el filósofo colombiano no se muestra tan optimista y desconfía. Para él, la mencionada “crisis” no constituye un debilitamiento de la “estructura mundial” dentro de la cual operaba dicho dispositivo, sino que se trataría de la crisis de una configuración histórica del poder en el marco de lo que, siguiendo a Wallerstein (1996), se ha denominado el sistema-mundo capitalista. Una configuración histórica del poder que, en nuestra actualidad neoliberal y globalizada, habría tomado nuevas formas sustentadas en una cierta producción de las diferencias y no ya en su negación. Y en esa medida, aquello que podría considerarse como una “afirmación celebratoria” de las diferencias, tan propia de la contemporaneidad, más que subvertir el sistema estaría contribuyendo a consolidarlo. De esta forma, aunque con el advenimiento de la llamada posmodernidad asistimos al colapso de los metarrelatos que habrían dado forma a la subjetividad moderna, y comienza a hablarse de una modernidad en “crisis” y de la emergencia de nuevas subjetividades, parece prudente observar esa supuesta crisis en toda su complejidad y en sus estrechas relaciones con las lógicas de la racionalidad neoliberal.

El problema parece ser que, tras la fractura de esas grandes narrativas, asistimos a una compleja situación en la que registros temporales, a la vez diferentes y simultáneos, parecen superponerse y entrar en conflicto: “el de la posmodernidad deslizándose sobre el de la modernidad, como si viviendo el primero lo pensásemos desde el segundo que aún pervive en las lógicas institucionales, sus normas y prácticas” (Skliar y Téllez, 2008: 72). Sin embargo, habría que señalar la tensión particular bajo la cual se presenta esta superposición: por un lado, como ya lo mencioné, con la entrada en la posmodernidad habríamos asistido a la fractura de los metarrelatos modernos y se habría comenzado a dar paso al discurso de la diversidad y la diferencia. Y, por ello, la llamada “crisis de la modernidad” habría sido vista por el pensamiento posmoderno como una oportunidad histórica para la emergencia de esas diferencias durante tanto tiempo reprimidas. Sin embargo, como lo ha señalado Castro-Gómez, la actual reorganización global de la economía capitalista se sustentaría ahora en la producción de las diferencias y, en esa medida, esa “afirmación celebratoria” de las mismas, característica de los discursos posmodernos -incluyendo, por supuesto, los discursos educativos- debería ser abordada con alguna desconfianza.

Por otro lado, se ha hablado también de un “asalto neoliberal” al proyecto moderno de la educación (Da Silva, 1995). De acuerdo con Da Silva, la educación habría pasado a ser uno de los blancos principales de ese asalto neoliberal a las instituciones sociales del moderno Estado capitalista. Ello, debido a que, al constituirse en un agente de cambio cultural y de producción de identidades, la educación permitiría acceder a una posición estratégica para llevar a cabo cualquier proyecto de transformación radical de lo social y lo político, como la que buscaría realizar el neoliberalismo. Y lo que se pondría en juego en dicho proyecto sería una inversión de las categorías del sentido común sobre lo educativo. Es por ello que el mencionado asalto neoliberal asestaría un golpe de muerte al proyecto moderno de la educación, fundamentalmente en lo que tiene que ver con la cuestión de la subjetividad, ya que “el sujeto humanista y altruista de la educación moderna es sustituido por el consumidor adquisitivo y competidor darwinista de la visión neoliberal de sociedad” (Silva, 1995: 254). En esta perspectiva, la racionalidad neoliberal traería oscuridad sobre los ideales iluministas del proyecto educativo moderno.

Me interesa destacar aquí esa diferencia fundamental de énfasis entre la posición de Castro-Gómez y la de Da Silva. Y es que mientras éste parece posar su mirada tan sólo sobre el lado luminoso del proyecto moderno, asociado a un sujeto “humanista y altruista”, aquél parece interesarse más en lo que Bauman llama el “rostro oculto” de dicho proyecto. En otras palabras, cada uno de ellos pone el acento en una cara diferente de la misma moneda. De allí se desprende que la llamada posmodernidad podría considerarse de dos maneras totalmente opuestas, pero no mutuamente excluyentes: como una suerte de “asalto neoliberal”, y por ello, como una ruptura radical con los ideales humanistas de un sujeto altruista e ilustrado, como lo plantea Da Silva; o bien como una “afirmación celebratoria de las diferencias” y, por lo tanto, como una oportunidad histórica de ruptura con esas “patologías” que le serían inherentes a la subjetividad moderna -como, según Castro-Gómez, sería considerada por la llamada filosofía “posmoderna”-. De cualquier forma, Castro-Gómez (2000: 286) no deja de advertir los peligros de ese entusiasmo posmoderno y ve en la llamada crisis de la modernidad, asociada al mismo, no “una explosión de los marcos normativos en los cuales este proyecto jugaba taxonómicamente, sino como una nueva configuración de las relaciones mundiales de poder”.

Parece que nos encontramos ante dos caras de la misma moneda. Y es que podemos afirmar, siguiendo a Castro-Gómez y a Da Silva que, aunque la posmodernidad permitió la emergencia de los discursos de la diferencia y las nuevas subjetividades, existe una racionalidad neoliberal que parece apropiarse de esos mismos discursos para configurar formas de subjetivación compatibles con las dinámicas del mercado. De manera que, aunque Da Silva (1995) ve ese “asalto neoliberal” como un proyecto opuesto al proyecto moderno, porque desvirtúa los ideales humanistas ilustrados, me parece pertinente sostener, a la luz de lo expuesto en relación con ese “rostro oculto de la modernidad” -esa cierta racionalidad que acaba por producir una cultura de lo inhumano, según Mèlich y Bauman- que la lógica del sujeto neoliberal podría considerarse más bien como una consecuencia de la modernidad y, en ese sentido, como una persistencia y, a vez, actualización de lo que Castro-Gómez ha llamado las “patologías” de la occidentalización. Consecuentemente, estaría también en juego allí una persistencia y actualización de lo que aquí he llamado racionalidad de la violencia. Y, por supuesto, la educación, en tanto proyecto moderno por excelencia, y al mismo tiempo, en tanto agente fundamental de la transformación cultural, política y social que persigue la contemporaneidad neoliberal, se encontraría particularmente atravesada por esa persistencia de la racionalidad de la violencia y su actualización neoliberal.

Precisamente, a partir de la segunda posguerra, los discursos sobre las reformas educativas en América Latina empezaron a estar orientados en la dirección de un modelo en el que el mercado cobraría una mayor hegemonía, y las lógicas de la eficacia y la eficiencia social se introdujeron como referentes para pensar el campo de las políticas públicas, incluyendo, por supuesto, las educativas. Dicho desplazamiento tuvo lugar principalmente en las décadas de los noventa y la década del 2000 en favor de una posición pragmática de carácter mercantil que habría alcanzado una posición hegemónica en el campo de las políticas públicas (Herrera, 2014). En ese contexto, comenzarían a cobrar fuerza nociones como cultura de la evaluación y competencias, a partir de enfoques que exigen la elaboración de estándares e indicadores de medición de la calidad, aplicados a través de pruebas masivas desde criterios homogeneizantes:

Una mirada atenta a la dinámica del fenómeno en el periodo más reciente señala la re-contextualización de iniciativas referidas a la educación, la cultura política y la ciudadanía, hacia políticas pragmáticas que conciben la educación sólo en términos de calidad y ésta en términos de evaluación y de lógicas de eficiencia económica (Herrera, 2014: 70).

Así pues, varios organismos internacionales diseñaron políticas educativas que introdujeron la noción de competencia. Dicha noción estaría, de acuerdo con Herrera, en consonancia con las exigencias de flexibilización del mercado laboral y con la idea de una educación que empieza a ser entendida, ya no como bien público o como derecho, sino principalmente como un servicio por el cual hay que pagar. En esa coyuntura, el vocabulario económico comenzaría a colonizar buena parte del ámbito educativo. Por esa razón, afirma Herrera (2014: 70), es posible “establecer analogías entre el surgimiento de conceptos como el de competencias laborales con el de competencias educativas…”.

En esta perspectiva eminentemente neoliberal, los gobiernos entienden que deben intervenir en la sociedad y sus instituciones para asegurar que los mecanismos competitivos del mercado lleguen a cumplir el papel de reguladores: “se trata de hacer del mercado, de la competencia, y por consiguiente de la empresa, lo que podríamos llamar el poder informante de la sociedad” (Foucault, 2007: 186-187). Así, pues, el neoliberalismo, en sus diferentes vertientes, logra introducir las lógicas de la empresa y de la competencia en el ámbito de la subjetividad con el objetivo de crear las condiciones de una autogestión y autovigilancia que permitan a los sujetos desenvolverse en el mercado a través de un adecuado desarrollo y cultivo de competencias. Así, “el sujeto ideal del neoliberalismo es aquél que es capaz de participar compitiendo libremente, y que es suficientemente competente para competir mejor haciendo sus propias elecciones y adquisiciones” (Veiga-Neto, 1999: s/p). Esto conduciría, según Veiga-Neto (1999), a una “exacerbación del individualismo” que se manifestaría en el progresivo aislamiento, y la soledad cada vez mayor del Homo clausus descrito por el sociólogo Norbert Elias, en referencia, justamente, a la existencia monádica y atomizada del sujeto de la modernidad. El propio Elias (1994: 238) lo describe así: “su núcleo, su ser, su verdadero yo aparecen igualmente como algo en él que está separado por una pared invisible de todo lo que es externo, incluyendo todos los demás seres humanos”.

Así, pues, ese sujeto moderno, cada vez más competente, llegaría a replegarse aún más en su soledad y en su mismidad bajo las lógicas contemporáneas del mercado. Llega a convertirse en un sujeto de rendimiento (Han, 2010). En dicho sujeto, según Han, toda coacción externa a la acción se interioriza y se ofrece como libertad, lo que se constituiría en un rasgo propio del modo de producción capitalista. Y dicha interiorización de la coacción traería consigo lo que, a decir de Han, sería la patología correspondiente a la modernidad tardía. En ese movimiento, esa violencia de la negatividad que rechaza lo extraño, lo otro, y que se había manifestado como propia de la época moderna, “se hace más psíquica y, con ello, se invisibiliza. Se desmarca cada vez más de la negatividad del otro… y se dirige a uno mismo” (Han, 2013: 6). Esto es, la violencia que, a decir del filósofo surcoreano, ya se había trasladado a la esfera de la subjetividad, abandona el paradigma inmunológico y deviene violencia de la positividad, caracterizada ahora por una cierta sobreabundancia de la mismidad en la que la alteridad acaba finalmente por desaparecer.

De acuerdo con Han, esa contemporánea sociedad del rendimiento ya no se regiría por el esquema inmunológico amigo/enemigo. Y es que el “competidor” no es, como tal, un enemigo, y el comportamiento competitivo carecería de esa tensión existencial y de esa negatividad del otro que permitiría al yo construir una imagen definida de sí. No existiría en ese sujeto competidor ninguna instancia externa que lo inste a rendir más. Y, de esa manera, sería el propio yo quien se exhortaría a ello, y sería a sí mismo a quien dirigiría su propia violencia. En consecuencia, el individuo contemporáneo se desmarcaría progresivamente de la negatividad del otro, y se afirmaría a partir de la positividad de lo Mismo. Ese individuo habita en una sociedad de la positividad a la que Han caracteriza como una sociedad de la transparencia: una sociedad que acaba con la experiencia de lo extraño para convertirlo todo en lo mismo. La violencia de la transparencia se expresa como nivelación del otro hasta convertirlo en idéntico. Y por ello, para Han, en la modernidad tardía la alteridad cedería cada vez más ante la diferencia. Ésta se puede consumir y no genera ninguna reacción inmune porque, justamente, carecería de ese aguijón de lo extraño que daba lugar a la resistencia inmunológica. En esa lógica, sería la hibricidad la marca más característica de la perspectiva social contemporánea y su proceso de globalización, que se presenta como un exceso de la disolución de fronteras. Allí, la diferencia es simple objeto de consumo y es por ello que Castro-Gómez recomienda desconfiar del discurso celebratorio de las diferencias, tan caro a la posmodernidad y, al parecer, tan necesario para los fines globalizantes de la racionalidad neoliberal.

A manera de conclusión

Es importante señalar, en la tarea que nos propusimos realizar con esta reflexión, lo que bien podría considerarse una dificultad insuperable a la cual pareceríamos vernos inevitablemente enfrentados. Y es que llevar a cabo una problematización de la persistencia del sujeto moderno y los compromisos iluministas en los discursos de la educación implicaría, en alguna medida, un cuestionamiento de la razón misma de ser de la educación escolarizada, en tanto que ésta se presenta, como lo ha dicho Da Silva, como la institución moderna por excelencia. Sin embargo, aunque tal cuestionamiento no deja de ser necesario para hacer avanzar el pensamiento sobre lo educativo, no se aspiraba aquí a tanto. Ni mucho menos se pretendía afirmar que habría que destruir los fundamentos iluministas del pensamiento educativo para reconstruir al sujeto de la educación -o inclusive, para pensar una educación sin sujeto- sobre la base de una lógica contemporánea que ahora encontraría un suelo fértil en la llamada filosofía “posmoderna” o contemporánea, y que nos garantizaría, a quienes trasegamos los caminos de la educación, encontrar el rumbo cierto.

La intención de este trabajo fue mostrar que existe una cierta racionalidad de la violencia que echa sus raíces en el corazón mismo de la subjetividad moderna, y que halla nuevas formas de manifestarse en una contemporaneidad atravesada por una lógica eminentemente neoliberal. Y es que resulta importante problematizar los compromisos iluministas de los discursos educativos en la medida en que, en muchos casos, se continúa pensando el núcleo de la acción educativa a partir de la lógica universalizante del sujeto moderno, pero valiéndose, al mismo tiempo, de unos discursos “celebratorios de las diferencias” vinculados a perspectivas teóricas posmodernas. Así, por un lado, en un nivel teórico, asociado a ciertas corrientes de la filosofía contemporánea -como el posestructuralismo- la persistencia de la racionalidad moderna parece entrar en profunda contradicción con los discursos contemporáneos celebratorios de las diferencias; pero en un nivel político y social, dichos discursos estarían también siendo usados en el ámbito educativo para configurar subjetividades que encajen perfectamente en el orden neoliberal contemporáneo. De esta manera, aquello que inicialmente puede verse tan sólo como una superposición conflictiva de registros temporales, toma además el matiz de una problemática persistencia. Esto es, la persistencia de una racionalidad asociada a lo que, como se vio, Bauman ha designado como el “rostro oculto” de la modernidad, y Castro-Gómez ha denominado como las “patologías de la occidentalización”.

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Recibido: 13 de Septiembre de 2021; Aprobado: 27 de Mayo de 2022

Tulio Alexander Benavides Franco. Doctor en Educación. Líneas de investigación: filosofía de la educación; estudios foucaultianos en educación; formación ciudadana; subjetividad, alteridad y comunidad. Publicaciones recientes: (2021), “La comunidad como don: una conversación (im)posible entre Nancy y Derrida”, Endoxa, Series Filosóficas, núm. 47, pp. 251-280; (2020), “El problema de la alteridad en los discursos de la formación ciudadana en Colombia: subjetividad política y racionalidad de la violencia”, Ixtli - Revista Latinoamericana de Filosofía de la Educación, vol. 7, núm. 14, pp. 173-201.

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