Éste es un libro que conviene celebrar por varias razones: en primer lugar, llena un hueco en la bibliografía en castellano sobre los estudios de la filosofía teórica de Kant. Si bien es cierto que tales textos abundan en inglés, alemán y francés, en español son pocos los estudios que discuten e interpretan las tesis del Kant teórico desde una posición independiente, no sujeta a ninguna interpretación clientelista, y que tengan en cuenta las discusiones más recientes en la filosofía de la mente y en la epistemología contemporáneas. Tengo presentes los excelentes trabajos de Roberto Torreti (Torreti 1967) y de José Luis Villacañas Berlanga (Villacañas Berlanga 1987), por mencionar sólo dos ejemplos, que si bien siguen siendo indispensables como libros introductorios al pensamiento del Kant teórico, han ido perdiendo vigencia en las discusiones contemporáneas, dejándonos con una imagen demodé de la epistemología kantiana que poca justicia le hace. Disonancias de la Crítica tiene ese aire refrescante que tanta falta hace en el ámbito filosófico hispanoamericano.
En segundo lugar y vinculado con el punto anterior, es necesario aclarar que Disonancias de la Crítica no es propiamente un libro de texto, pues no se propone reconstruir las temáticas de la Crítica de la razón pura, sino discutir, problematizar y proponer nuevas interpretaciones sobre cuatro de los principales problemas que preocupaban al Kant teórico: la dicotomía entre intuiciones y conceptos, el idealismo berkeleyano, el escepticismo cartesiano y el problema del yo, temas que ciertamente corresponden, casi isomórficamente, con la estructura misma de la Crítica: la “Estética trascendental”, la “Analítica” y la “Dialéctica”. Lazos discute cada una de estas cuestiones desde su particular lectura del kantismo, propone interpretaciones audaces y polemiza de tú a tú con las principales autoridades contemporáneas sobre la materia. Todo con el aliciente de secularizar la epistemología kantiana y hacerla intervenir en discusiones que en la actualidad son centrales: el debate conceptualistas versus no conceptualistas, la polémica entre internistas y externistas, las estrategias antiescépticas trascendentales, etc. Y aunque no es propiamente una obra expositiva, sí logra ofrecer un panorama general de los principales problemas que preocuparon a Kant en la Crítica de la razón pura. Por ello considero que los interesados en discusiones epistemológicas contemporáneas encontrarán en este libro muchos puntos de apoyo para incursionar e incidir en ellas.
En tercer lugar, Disonancias de la Crítica no es un texto de historia de la filosofía. Ello combate lo que, desde mi perspectiva, es otro vicio bastante común en la filosofía hispanoamericana: cuando se aborda un autor clásico parece insoslayable hacerlo desde un punto de vista histórico. Aunque reconozco que privar las discusiones filosóficas de su particular entorno histórico es una pérdida sensible para la comprensión cabal de las principales tesis y argumentos que en ellas intervienen, creo en la independencia y autonomía de los mismos: por ejemplo, la efectividad de los argumentos trascendentales es independiente de las consideraciones contextuales que pudieran haber influido en el pensamiento de Kant. Admito que se trata de un pudor mío que, por fortuna, Lazos no parece compartir: en Disonancias de la Crítica no tiene ningún reparo en arremangarse la camisa cuando hay que entrar en temas que exigen un tratamiento histórico cuidadoso y profesionalizado. Así, sin caer en el cliché de la erudición historiográfica, el autor toma los problemas kantianos por los cuernos. Por ello también encuentro refrescante esta afortunada aproximación sistemática a la Crítica, que no pierde de vista las consideraciones históricas relevantes.
Aunque se pueden decir muchas más cosas de este libro, quisiera concentrarme en la tercera variación, la que explora la relación entre Kant y el escepticismo cartesiano, con miras a problematizar algunas de las tesis que Lazos defiende ahí y la manera en que las vincula al corpus epistemológico kantiano.
El autor presenta el desafío escéptico cartesiano como el trabajo cuidadoso de un “experto en demoliciones”, uno que, tras ubicar con mucho cuidado los fundamentos del conocimiento, coloca en ellos explosivos potentes -los argumentos escépticos- que, a falta del trabajo de un todavía más hábil artificiero, demolerán la totalidad del conocimiento. En conformidad con la interpretación epistemológica ortodoxa del antiescepticismo kantiano -puesta en boga por Strawson 1966-, Lazos caracteriza este desafío como un problema epistemológico que descansa en el argumento escéptico estándar:
Si no sabes que no estás soñando, entonces no sabes que p.
No sabes que no estás soñando.
Por lo tanto, no sabes que p.
La estrategia del autor en este capítulo es audaz porque comienza criticando la reconstrucción epistemologizante de la estrategia antiescéptica de Kant que aparece en la “Refutación del idealismo”1 (RI) en la versión de Paul Guyer (Guyer 1987). De manera cuidadosa, Lazos muestra que la interpretación de Guyer cae en el exceso de convertir toda la discusión de Kant con el escéptico en un debate epistemológico, dejando de lado la manera en que el propio Kant concebía el problema escéptico como un problema metafísico: asegurar la existencia -no el conocimiento- del mundo externo.
De acuerdo con Guyer, el argumento de la RI está diseñado para mostrar que, dado que tenemos representaciones subjetivas de nuestra propia experiencia que cuentan como la posesión de creencias justificadas sobre dichas representaciones, es necesario que tengamos también “creencias justificadas sobre el mundo externo” en cuanto correlatos de las primeras (p. 154). Detalles más, detalles menos, el autor de Disonancias muestra con claridad que la argumentación de Guyer descansa, en última instancia, en lo que Lazos denomina la tesis del correlato: “la representación subjetiva no puede tener el contenido que tiene a menos que esté conectada de modo relevante con la representación objetiva de objetos externos” (p. 158). Sin embargo, dicha estrategia resulta impotente frente al escéptico cartesiano, pues -de acuerdo con Lazos- éste comulgaría alegremente con la necesidad de esa correlación entre representaciones subjetivas y objetivas, ya que el ámbito objetivo (el mundo externo) “podría ser radicalmente distinto de como lo representamos” (p. 159) y aun así mantener la clase de correspondencia que pide Guyer. Concuerdo con esta crítica -y por las razones que expone Lazos- en que el argumento de Guyer resulta estéril frente al problema epistemológico que plantea el escéptico.
Entonces Lazos sugiere -o al menos así es como me gusta leerlo, quizá porque en muchas ocasiones él y yo comulgamos en la misma parroquia- que el antiescepticismo kantiano es de una naturaleza distinta a la epistemológica, tal vez más metafísica o psicológica: los argumentos antiescépticos de Kant estarían diseñados para mostrar cuáles son las condiciones de la posibilidad misma de la experiencia en general, de que tenga contenido empírico, o bien para establecer cuáles son las condiciones a partir de las cuales un sujeto puede determinar empíricamente su propia existencia a través del tiempo. Sea cual sea el caso, encuentro muy atractiva esta idea: el antiescepticismo kantiano intenta establecer una tesis sobre la metafísica de la experiencia (que en nuestra empresa cognitiva necesitamos pensar, utilizar, presuponer la existencia de un orden objetivo poblado de objetos externos).2
No obstante, considero que hay una tensión en la manera como el autor presenta el problema escéptico al que Kant se enfrentó: por un lado, como vimos, Lazos ataca la interpretación epistemologizante del antiescepticismo kantiano que propone Guyer; por otro, parece aceptar el diagnóstico ortodoxo según el cual Kant quería refutar el escepticismo cartesiano que pone en cuestión el conocimiento del mundo externo (el problema epistemológico escéptico tal como lo entendemos hoy). Respecto a este último problema, en otro lugar argumenté que resulta anacrónico atribuirle a Kant pretensiones antiescépticas epistemológicas en su disputa con el escepticismo cartesiano (Ornelas 2017). Me explico: es verdad que Kant consideró indispensable refutarlo, pero no hay siquiera evidencia textual que apoye la idea de que consideraba ese problema como un desafío a nuestro conocimiento del mundo exterior. Este es un error que Strawson introdujo y que la exégesis ortodoxa perpetuó de manera acrítica (Strawson 1966). De hecho, la tesis que Kant busca eliminar en la “Refutación del idealismo” es que “la mera conciencia, aunque empíricamente determinada, de mi propia existencia demuestra la existencia de los objetos en el espacio fuera de mí”.3 Nótese que ningún operador epistémico -conocimiento, justificación, evidencia, etc.- interviene aquí; más bien el problema es de orden metafísico: asegurar, frente al idealista, la existencia de los objetos externos.4
Por ello considero que, aunque Lazos logra distanciarse de la interpretación ortodoxa del antiescepticismo kantiano en su crítica a la versión de Guyer, vuelve a adoptarla al presentar el desafío escéptico al que el propio Kant se enfrentó. Al igual que ocurre en la interpretación ortodoxa de Strawson, pienso que en este punto el autor proyecta en forma arbitraria nuestro entendimiento contemporáneo de la problemática escéptica en el antiescepticismo kantiano. Este error acarrea incongruencias importantes con el resto de las secciones de la Crítica de la razón pura.
Encuentro más evidencia a favor de dichas suspicacias en la segunda parte de esta tercera variación, donde Lazos ofrece su propia reconstrucción del tema; sobre todo en el carácter optimista que concede al trabajo del artificiero antiescéptico prusiano en su intento por desactivar los explosivos argumentos escépticos. En su reconstrucción de la manera como Kant desactiva la bomba escéptica, Lazos echa mano de la tesis de la “invulnerabilidad” que sostiene Stroud (Stroud 1984a y Stroud 1994), según la cual la invulnerabilidad de nuestros juicios empíricos en su conjunto es “una condición para tener cualquier experiencia, y por lo tanto, para comenzar, de que podamos hacer tales juicios empíricos” (Stroud 1983, p. 431). Así, el antiescepticismo kantiano que propone Lazos sería una variación de la interpretación de Stroud.
Se dice que el profesor Zaremba, en su clase de armonía en el Conservatorio de San Petesburgo, pidió en una ocasión a sus estudiantes que ejercitaran sus habilidades elaborando variaciones sobre un tema de Mozart, pero que en esa ocasión particular el número de variaciones sí sería importante. ¡En la clase siguiente Tchaikovski apareció con más de doscientas variaciones!, mismas que a la postre darían lugar a las famosas Variaciones sobre un tema rococó para violonchelo. Este episodio podría utilizarse como evidencia en favor del dictum perediano “siempre es bueno más de lo mismo”, pero al menos aquí me gustaría resistir este dictum y criticar la estrategia antiescéptica trascendental que Lazos propone mediante una idea kantiana que ha seducido a más de uno y que ha encontrado múltiples variaciones en las plumas de muchos filósofos distinguidos (Davidson, Putman y Stroud, entre otros).
De acuerdo con el autor, los argumentos de Kant contra el escepticismo no deben interpretarse como si intentaran refutar la conclusión del argumento cartesiano, esto es, como si trataran de garantizar nuestro conocimiento del mundo externo (por eso es que se opone a la interpretación propuesta por Guyer). Más bien deben leerse en clave trascendental: como si intentaran establecer ciertas condiciones de posibilidad para que nuestra experiencia tenga los rasgos que de hecho tiene (contenido empírico, principalmente). Antes de abordar los problemas de esta maniobra, me gustaría llamar la atención hacia las semejanzas estructurales que guarda con la estrategia de Guyer, que rechaza Lazos: ambas posturas reconocen un problema epistemológico en el desafío del escéptico cartesiano; también ambas conciben la imposibilidad de refutarlo de manera directa y proponen estrategias indirectas: la postulación de la necesidad de un correlato objetivo para nuestras representaciones objetivas o bien de condiciones de posibilidad para las mismas. En los dos casos hay un ascenso epistémico del nivel de los objetos a sus condiciones de posibilidad (procedimiento bastante común en la epistemología trascendental kantiana). Por último, una y otra comparten una dialéctica común: a partir de un hecho psicológico acerca de nuestra experiencia pretenden alcanzar una tesis objetiva sobre la existencia de los objetos externos. Así pues, las interpretaciones de Guyer y Lazos no parecen tan distantes después de todo.
Este tipo de estrategias antiescépticas trascendentales han caído en descredito por varias razones; considero que una de las más poderosas ha sido la que expresa el propio Stroud en los siguientes términos:
Es con este segundo aspecto -el intento por proporcionar pruebas a favor de conclusiones metafísicas acerca del mundo sobre la base de premisas acerca de características del pensamiento humano y de la experiencia- que la empresa kantiana revela verdaderamente su carácter distintivo. Ésta tiene que explicar cómo podemos proceder en un sentido deductivo, o en algún sentido necesario, a partir de hechos acerca de cómo pensamos y experimentamos las cosas hacia conclusiones que parecen decir cómo son las cosas independientemente de cualquier pensamiento y experiencia humana. [. . .]. Parecería que tenemos que encontrar y cruzar un puente de necesidad que va de uno de estos lados al otro. (Stroud 1984b, pp. 158-159; la traducción es mía)
Los argumentos trascendentales antiescépticos son problemáticos justo porque pretenden establecer ciertas condiciones objetivas necesarias a partir de hechos meramente subjetivos (por ejemplo, la experiencia subjetiva). Dicho salto mortal ha sido denunciado innumerables veces como algo imposible (Stroud 1968 y 1984a), al grado de que autores como el propio Strawson (Strawson 1985)desinflaron sus pretensiones antiescépticas reduciendo el trabajo de los argumentos trascendentales al de meramente hacer explícitas ciertas conexiones dentro de nuestro esquema conceptual: que la experiencia subjetiva requiere el uso, la actualización, de conceptos sobre objetos externos. Ésta es justo la maniobra antiescéptica que Lazos trata de rehabilitar aquí para responder a la pregunta “¿cómo es que logramos adscribirnos a nosotros mismos estados representacionales?” (p. 202).
En primer lugar, me llama la atención que esta pregunta cognitiva, que merecería una respuesta empírica -quizá de la psicología experimental o de las ciencias cognitivas-, quiera atenderse desde una perspectiva trascendental (a priori) mediante la supuesta “interconexión” entre los “pensamientos autoconscientes y los pensamientos sobre el mundo” (p. 202). Si esto es lo que concluyen los argumentos trascendentales antiescépticos -creo que es la manera como Lazos sugiere tratarlos-, entonces el escéptico sonríe de nuevo complacido, ya que este tipo de argumentos no dicen absolutamente nada sobre el dominio objetivo, y dejan intacta la conclusión escéptica. Que nuestros pensamientos de se y nuestros pensamientos de re tengan que estar relacionados de esta manera particular es una cosa, pero que de hecho correspondan a objetos externos que existen independientemente de las mentes humanas es otra muy distinta -que el argumento trascendental antiescéptico (en cualquiera de sus versiones) ni siquiera se ha propuesto establecer-. La misma crítica que el autor lanza contra la teoría del correlato de Guyer puede aplicarse a su propia interpretación. Se hace evidente que, incluso en clave trascendental, este argumento pierde todo su mordiente antiescéptico, pues se limita a establecer conexiones, quizá necesarias, entre dos aspectos de la experiencia humana, a saber, la autodeterminación temporal de la experiencia subjetiva y nuestros conceptos de un orden objetivo poblado por objetos externos. Seguimos con una imagen del conocimiento demasiado centrada en la perspectiva de la primera persona, lo que vuelve a traer las angustias hacia el idealismo y el solipsismo que los argumentos antiescépticos supuestamente deberían haber conjurado.
Por tales razones considero inevitable el dilema que la autopsia de los argumentos trascendentales ha dictado: si éstos pretenden establecer algo en contra del escéptico cartesiano, entonces tienen que enfrentar el salto mortal del ámbito subjetivo a lo objetivo, lo cual es imposible -como Stroud señaló-. Si, por otro lado, se los considera herramientas útiles que logran esclarecer ciertas relaciones en nuestro esquema conceptual, entonces carecen de cualquier alcance antiescéptico. En cualquier caso, no contamos con una versión satisfactoria del antiescepticismo kantiano, conclusión que de manera indirecta debería hacernos sospechar de las pretensiones epistemológicas atribuidas a éste por la interpretación ortodoxa. Tal vez sea tiempo de tomar distancia y buscar una nueva comprensión de la forma como Kant entendió la problemática escéptica.
Hacia el final de esta tercera variación, Lazos sostiene que los argumentos trascendentales son útiles en contra del escéptico porque le muestran que es imposible conservar el contenido de la experiencia desde una perspectiva solipsista: no puedo poner en duda todas mis creencias empíricas so pena de perder el contenido empírico mismo. Quizá esto sea cierto, pero creo que tampoco es una tesis contundente frente al escéptico, pues bien podríamos modificar la hipótesis escéptica de los cerebros en cubetas (Warfield 1995), añadiendo que son cerebros que nacieron en cuerpos humanos y que adquirieron en forma causal todos sus contenidos empíricos para sus creencias empíricas a través de la percepción, como cualquier otro cerebro humano, sólo que hasta hace muy poco fueron envasados, por lo que la referencia de sus términos empíricos y el contenido de sus creencias perceptivas siguen siendo los objetos externos. De esta manera, cuando el cerebro recién puesto en la cubeta forma la creencia “estoy viendo un árbol”, ésta tiene como contenido los árboles reales con los que interactuaba causalmente hasta minutos antes de ser envasado.
Un problema adicional que las interpretaciones trascendentales del antiescepticismo kantiano deben enfrentar es el hecho de que, incluso si aceptamos su corrección, podríamos rechazarlas sobre la base de que incurren en una petición de principio frente al escéptico: si para desactivar el escepticismo global necesito presuponer que es imposible poner en duda todas mis creencias empíricas, esa petición equivale a presuponer lo que se debería probar: que no podemos poner en duda todas nuestras creencias empíricas. Justo el tipo de crítica que Lazos intenta desactivar: “Sólo podemos pensar en nosotros mismos como poseedores de tales y cuales creencias empíricas si también podemos pensar que el mundo posee la traza y las propiedades que esas creencias dicen que tiene” (p. 203).
Por último, otro flanco de ataque de la estrategia antiescéptica que propone Lazos en esta tercera variación tiene que ver con la manera como traza la diferencia entre el carácter global de la duda escéptica y el carácter local de falibilidad del conocimiento: las dudas escépticas se pueden rechazar por su carácter general, aunque ello es perfectamente compatible con el carácter falible del conocimiento. Lo que está de más, entonces, es la perspectiva global sobre el conocimiento humano, cuya lógica interna siempre es local (Wittgenstein 1969). Por ello, Lazos concluye: “debemos renunciar al proyecto mismo de la validación general de nuestro conocimiento empírico” (p. 205). El problema es que muchos autores -incluso el propio Kant- consideran que es justo esta generalidad la que hace distintivo el proyecto epistemológico (Stroud 1989). ¿Acaso Kant no buscaba en la Crítica de la razón pura -al igual que el experto en demoliciones escéptico- los fundamentos del conocimiento en general, aunque desde una perspectiva trascendental? ¿No son el espacio, el tiempo y las categorías las condiciones que hacen posible la experiencia en general, que posibilitan todo nuestro conocimiento? Una cosa es el rechazo a las pretensiones de generalidad del proyecto epistemológico tradicional, en cuanto responsables del problema escéptico, y otra muy distinta es si dicha maniobra es kantiana. En otro trabajo intenté mostrar que la generalidad del proyecto epistemológico es un producto de la teorización filosófica y no algo intuitivo, intrínseco a nuestras prácticas epistémicas cotidianas; no obstante, considero que esta distinción difícilmente se encuentra al alcance de una epistemología de corte kantiano, dadas sus pretensiones globales, tal como se presentan en el proyecto de la Crítica de la razón pura(Ornelas 2016).
Es seguro que estas discusiones -y muchas otras- sobre el antiescepticismo kantiano continuarán, como el propio Lazos señala (p. 238), pero no volverán a ser las mismas después de analizar la riqueza de los argumentos expuestos en las Disonancias de la Crítica.