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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.62 no.78 Ciudad de México may. 2017

 

Reseñas bibliográficas

José Luis Villacañas Berlanga, Populismo, La Huerta Grande, Madrid, 2015, 136 pp.

Nuria Sánchez Madrid1 

* Universidad Complutense de Madrid. España. nuriasma@filos.ucm.es

Villacañas Berlanga, José Luis. Populismo. La Huerta Grande, Madrid: 2015. 136p.


Desde hace algún tiempo el establishment político de la democracia española, sin descartar el contexto europeo, se encuentra seriamente sacudido por el sonoro fantasma de lo que ha venido a llamarse populismo. La obra de la que me haré cargo en las páginas que siguen se propone analizar y esclarecer las bases teóricas de un fenómeno en el que se ha querido ver una crasa distorsión de la actividad política, cuando no el resultado del abandono de los principios pragmáticos que inspiraron a los gobiernos desde el liberalismo clásico, sustituidos por un discurso marcadamente emocional, dirigido más a la comunicación sentimental que a la transmisión de proyectos colectivos dignos de crédito. Se acusa al populismo de pretender suplantar la visión de lo común y la realidad social que nos rodea, mientras que quienes reciben la carga de la prueba -esto es, quienes ocupan el lugar del homo novus en la vida pública- reivindican para sí la gesta de haber conseguido nombrar con términos precisos comportamientos políticos convertidos en hábitos perversos, es decir, de haber dado con el código que permite ocupar la centralidad del tablero político y destapar la verdadera faz de la dinámica de partidos a la que estábamos acostumbrados. Con ello, tocamos de lleno un aspecto sustancial en toda aproximación a la actualidad del populismo, a saber, la vinculación que muchas de sus manifestaciones mantienen con propuestas de inspiración kantiana, cuya última raíz nos llevaría a la Crítica del juicio. Como es bien sabido, en ella se recupera la tradición aristotélica que asociaba el orden social con la experiencia de entenderse con otros por medio de referentes aceptados de manera amplia, y ese reconocimiento de un lecho lingüístico originariamente compartido se consideraba el comienzo de toda comunidad política. ¿Cuál sería así el inicio de lo político? Sin duda, el momento en que en un mismo territorio los sabios y los necios, los propietarios y los excluidos tienen algo relevante que decirse, sencillamente porque pueden nombrar realidades sociales y culturales comunes. Un texto de Kant -no procedente de la tercera Crítica, sino de su principal obra sobre teoría del derecho, para la que es crucial la definición de espacio público que suministra la primera obra mencionada- reza lo siguiente:

Los hombres que constituyen un pueblo pueden representarse, según la analogía de la procreación, como indígenas procedentes de un tronco paterno común (congeniti), aunque no lo sean; sin embargo, en un sentido intelectual y jurídico, en cuanto nacidos de una madre común (la república), constituyen -por así decirlo- una familia (gens, natio), cuyos miembros (ciudadanos) son todos de igual condición y no aceptan mezclarse, por plebeyos, con aquellos que, junto a ellos, desean vivir en el Estado de naturaleza. (Doctrina del derecho, § 53, AA, vol. 6, p. 343).

He ahí un ejemplo de “comunidad construida mediante una operación hegemónica basada en el conflicto” (p. 28), que no contrae deuda alguna con el utillaje conceptual del que se sirve Ernesto Laclau. No hacía falta esperar a Austin para comprender que el lenguaje siempre produce efectos en el orden social por la potencia performativa que le concede el hecho de permitir a los seres humanos apropiarse en alguna medida de los fenómenos y acontecimientos que les rodean, en sí mismos incomprensibles. Alguien como Kant, quien siempre que alude a un episodio o principio de alcance histórico cita un verso de la Eneida, tiene plena conciencia de la necesidad que el político tiene de la poética y la retórica con el propósito de construir los símbolos adecuados para inspirar la acción colectiva.

Encuentro en particular acertada la comparación que Villacañas Berlanga, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, establece entre la búsqueda de una producción de equivalencias de demandas en principio dispares y socialmente heterogéneas en el discurso populista de Laclau y la implantación social del dinero, entendido como “catacresis del oro”, encargado de representar un lugar que en realidad está vacío y que nunca se llenará (pp. 51-53), pues algo así supondría una brusca y trágica paralización de la vida colectiva. Sin embargo, a mi juicio el joven populismo ibérico, que resulta inevitable no asociar con activistas, profesionales e investigadores -no en menor parte procedentes de facultades de filosofía españolas no sólo no ha abrazado, como una suerte de mensaje mesiánico, las posiciones, por otro lado inteligentes y sugerentes, de Laclau y Mouffe, sino que más bien ha concedido una oportunidad a la apuesta jurídico-política kantiana, lo que parece cohonestarse a la perfección con uno de los propósitos de este ensayo, a saber: “convencer a muchos populistas de que se pasen a esta otra opción” (p. 21), la republicana. En efecto, el republicanismo de estirpe kantiana no silencia lo que entiende como una suerte de matriz populista que subyace a la lógica de la representación política y el derecho a la ciudadanía. Por el contrario, enseña al político moral a saber convivir con la comprensible indignación popular, sin ahorrar pasajes celebérrimos sobre la disposición moral manifestada por las partes activas en la Revolución Francesa ni sobre la necedad de Luis XVI al convocar a los Estados Generales y comprobar así su incapacidad para disponer de la voluntad colectiva del pueblo. Una de las conclusiones a las que permite llegar la obra que reseño consiste en la concepción de la cultura institucional republicana como instrumento idóneo para salvar las dinámicas populistas de su propia pulsión de muerte, que se expresa en especial en derivas totalitarias. En la medida en que ningún partido puede determinar su rumbo sin tolerar trasvases necesarios de contenido con el exterior, encuentro en las reivindicaciones teóricas mencionadas una esperanza inequívoca de futuro para el propio proyecto político en que consiste Podemos.

Sin duda, la apelación a un fundamento republicano no convierte de manera automática la lucha de clases en su eje teórico, que, sin embargo, no deja de hacerse visible en figuras sociales especialmente frágiles como los refugiados, sin papeles y apátridas.1 Se trata de un problema viejo, pendiente de solución desde las duras críticas que dirigiera Arendt a la traición civilizatoria que el Estado-nación ocultaba en su seno. Sobre la sostenibilidad o no de un discurso que se pretenda populista y no tome en consideración la polarización social -subyacente en la aparente heterogeneidad de los deseos individuales- al decidir que la frontera del conflicto estriba en la separación de una casta política corrupta y un pueblo con voluntad de controlar cómo se administra su soberanía, ha publicado consideraciones lúcidas y esenciales José Luis Moreno Pestaña, profesor de la Universidad de Cádiz (Moreno Pestaña y Espinoza Pino 2016), quien cita, entre otras útiles recomendaciones, el libro de Paul Lucardie, Democratic Extremism in Theory and Practice (Lucardie 2013), como un referente fiable para encauzar la discusión acerca del alcance y límites de la democracia radical. Entre otros apuntes imprescindibles, Moreno Pestaña ha expuesto la forma en la cual un partido político como Podemos hace gala de una actividad llamativamente rica en el campo cultural, si la comparamos con su capacidad para construir un tejido sindical resistente. En una línea semejante, Roberto Rodríguez Aramayo, historiador de las ideas morales y políticas del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (IFS-CSIC), llamó mi atención hace poco sobre la debilidad interna del ejemplo que Íñigo Errejón empleó en mayo de 2016 en la presentación del libro del que hablamos de José Luis Villacañas para ilustrar su idea de la eficacia político-social del proceso de “irreversibilidad relativa”. En efecto, el caso seleccionado fue el del calado que la ley de matrimonio homosexual que aprobó el primer gobierno de Zapatero alcanzó en la sociedad española, hasta el punto de que ningún gobierno posterior se atrevió a derogarla. El reproche apuntaba a que el ejemplo habría privilegiado la suerte de la ley mencionada, relativa al estilo de vida y orientación sexual libremente elegidos por los individuos y a su reconocimiento institucional, frente a la que experimentó una ley como la de dependencia, claramente postergada en el discurso, y de cuyo cumplimiento dependen en cambio el mínimo bienestar y vida digna de tantas familias españolas. Las observaciones que acabo de recoger tocan de lleno lo que considero uno de los principales riesgos de la consabida inspiración de los discursos populistas en las propuestas de Laclau, a saber, la conversión del modo en que designamos y hablamos en una suerte de pendant de la producción de mercancías que exige ese fenómeno llamado neoliberalismo global, el cual gusto de calificar como el “hecho social total” de nuestra época. Sospecho de la inteligibilidad que albergan las veloces cadenas de equivalencias que constituyen la retórica de la sociedad neoliberal en Laclau, con su búsqueda constante de ampliación constructivista del pueblo, y asimismo echo de menos en su apuesta operadores que marquen límites insuperables a la racionalidad economicista que hoy equivale al único paradigma de acción considerado viable. Si los principios políticos han dejado de inspirar las agendas de los partidos renovadores, presionados por la estética social neoliberal, permítanme que exprese mis serias dudas acerca de la probabilidad de que retornen, como los dioses de Grecia, de la mano de la construcción de proyectos colectivos a la medida de las demandas de agencia política de una población defraudada e indignada. En un contexto como el actual, el republicanismo kantiano no debe descartarse como un planteamiento que haya perdido su encaje con la historia, justo por contener una arquitectura política que no intenta generar un modelo de soberanía pretendidamente horizontal, inmanente y límpido como los productos de la sociedad del autoespectáculo a la que pertenecemos; esto es, por su capacidad de resistencia ante la seducción de la Medusa del autoconsumo neoliberal.

Pero atendamos antes que nada el diagnóstico que el ensayo de Villacañas asigna al populismo, cuyo desprecio teórico en el ambiente universitario el autor lamenta con toda razón como efecto del anclaje “en arcaicos personalismos que impiden hacerse cargo de doctrinas complejas” (p. 17), que resultaría gratuito pretender formular desde ideales-tipo (pp. 27-29). Es sin duda necesario dedicar la mayor atención a lo que las prácticas populistas autoconscientes de una vida política como la española tienen que decirnos acerca de las sendas dis-ponibles para la discusión acerca de lo público. Con tal fin, se toma como guía inicial -en especial por tratarse de una posición plagada de contradicciones y debilidades analíticas- el ensayo del politólogo italiano Loris Zanatta, profesor en la Universidad de Bologna y reconocido especialista en historia política latinoamericana, autor del ensayo El populismo (Zanatta 2014), que adolece de una aproximación ambiciosa al fenómeno, en el que tan sólo descubre una psicología de masas roma, nunca una ontología del ser social, una antropología política o una teoría del lenguaje. Quizás en caso de haber recurrido al libro de Nadia Urbinati, Democracy Disfigured: Opinion, Truth and People (Urbinati 2014), los resultados podrían haber sido más productivos. Sin duda, Zanatta es un contrincante inigualablemente ventajoso para batirse con él y, de paso, ganar un análisis riguroso del populismo. Forma parte de la captatio benevolentiae del escrito de Villacañas la crítica demorada de puntos clave de la formulación de Zanatta, como la indistinción entre nación y pueblo que, según vimos, el viejo Kant ya entendía como dos artificios de la razón humana benéficos para la comunidad política, el carácter constructivo -y no esencialista- del pueblo, y su reunión por medio de una construcción hegemónica, consciente de la potencia formadora y social del conflicto. Es difícil no estar de acuerdo con el balance final, el cual sostiene que la descripción de Zanatta depende de una visión complaciente de la Modernidad y crítica con sus restos de resistencia -católicos, atávicos, primitivistas-, a los que tilda de reaccionarios y partidarios de un primitivismo comunitarista. Frente a esta aproximación, la distinción entre épocas frías y calientes propuesta por el constitucionalista norteamericano Bruce Ackerman (p. 32), promete instrumentos mucho más estimulantes al conceder un margen de operatividad necesario a lo que podríamos caracterizar como biología política, cuyo tempo y fases querría interrumpir de una vez por todas cierta teoría política, evidenciando una terrible miopía con respecto a su propio objeto de estudio.

Frente a lo anterior, la deconstructio de la lectura de Zanatta desemboca en una inmersión honesta en un dispositivo que ambiciona operar en política abandonando la ontología social de clases, toda vez que entiende lo social como un espacio infinito, “un azogue continuo proliferando en sus diferencias” (p. 43). En definitiva, lo social se convierte así en un rendimiento más de la lógica neoliberal, aunque enfoque su dimensión más inerme. La enseñanza que Laclau suministra a los políticos que ambicionan operar en forma eficaz sobre la potencialidad política de una sociedad, puede concentrarse en la producción retórica de lo experimentado como real. Así se confía en superar la retórica inherente al hecho total neoliberal, en particular por medio de la intervención en la demanda individual, tan expuesta asimismo a los dispositivos de producción y consumo del capitalismo actual. Villacañas cita de manera muy oportuna una afirmación clave para entender las intenciones de Laclau: “La representación es más amplia que la comprensión conceptual” (Laclau 2005, p. 93), que sitúa la inteligibilidad de las ópticas y decisiones en un segundo plancdo con respecto a una dimensión más decisiva, a saber, la de su eficacia pragmática. Al considerar que el populismo se inspira de manera determinante por Laclau -el principal interlocutor con que el autor dialoga en este texto-, se deja necesariamente a un lado otro populismo que más bien encuentra su fuente de inspiración en el republicanismo kantiano y resulta por completo coherente con el diagnóstico presentado en el libro acerca del futuro de la sociedad civil. Según este análisis, el líder populista se singulariza no por conceptualizar las demandas ni por contribuir a que los sujetos se emancipen mediante la comprensión de las causas de su sujeción y opresión, sino por producir “su unificación equivalente” y ejercer su “carisma iconográfico” (p. 79). Se trata de un líder que no se propone satisfacer las demandas materiales de las masas -por ejemplo, ampliando el tejido institucional- sino, bien consciente de que su campo de juego es el de la contingencia, el “de una historia que se reserva caminar en una pluralidad de direcciones” (p. 83). Más allá de la advertencia de que el relativismo y la contingencia -factores profundamente antiescatológicos que representan la más violenta descarga del absoluto que pueda pensarse en política- conforman para el populismo la nueva ley de la historia, el líder del que hablamos sabe que las estrategias del capitalismo siempre se impondrán a la performance política en la satisfacción de las demandas, procedentes de un aparato psíquico que no conoce el cierre absoluto. Por ello, su principal tarea es ganar adeptos, robándolos a la masa apolítica que produce el adocenamiento nihilista del consumo. Con arreglo a tales evidencias, se comporta frente a su público potencial y actúa, en el sentido más polisémico del término, como un Odiseo polítropo a la medida del siglo XXI. Semejante figura del populismo no puede en modo alguno tomarse en serio al Estado y sus instituciones, en el fondo un mero “objeto fetiche” -en palabras de George Beasley-Murray- para quien sabe que la inercia histórica y la crisis institucional son las únicas constantes disponibles con las cuales enfrentarse a la sociedad. Se edifica así una versión nominalista de las múltiples respuestas que pueden oponerse al nihilismo, donde quien interviene en política hace del uso de ciertas denominaciones -y por tanto del lenguaje- su principal activo, el medio llamado a atraer la atención de los votantes potenciales.

Sobre esta base, Villacañas presenta una de las tesis principales del ensayo, a saber, la idea de que populismo y neoliberalismo no son en modo alguno la misma cosa, ni siquiera las dos caras de la misma moneda. Su posición es mucho más matizada, como cabía esperar. Más bien, propone que las crisis endémicas que provoca la expansión perpetua del orden socioeconómico neoliberal -comparable a un casino que se pretende sistema teológico, para el que no caben ni la crítica ni la revisión de su operatividad- generan como rendimiento explosiones populistas, de suerte que “quien impulse la agenda neoliberal con fuerza no debería quejarse de que la agenda populista avance al compás” (p. 107). Si el capitalismo salvaje -siempre deseoso de trasgredir la última frontera de su relación con el Estado, encarnada en la delgada frontera de la regulación- se apodera del psiquismo, forzándolo a una productividad constante que conduce a la exacción de todas las energías y a la capitulación de la propia autonomía, el populismo aparece como un cauce para otorgar una ilusión mínima de recuperación del control de la propia existencia a las masas reducidas al estatus del trabajador precario y consumidor insatisfecho. Ambos fenómenos comparten la obsesión por producir un orden social apelando a instancias fundamentalmente emocionales y psíquicas. El autor defiende que sólo la mejor tradición republicana, a saber, la que vincula la cultura civil con una “institucionalización abierta y flexible” (p. 112)2 estará en condiciones de superar el impasse señalado, tan intenso en la actualidad política de nuestro país. Sin embargo, con ello se silencia que ya hay un populismo que reclama para sí lo más vivo de esta tradición.

El hecho de que demandas de colectivos como los profesionales de la educación, de la sanidad o los colectivos de lesbianas, gays, bisexuales y transexuales (LGBT) no hayan abandonado durante los últimos años en España la pretensión legítima de inserción institucional de sus intereses, no parece una razón para disociar tales movimientos del horizonte de expectativas del populismo -como se declara en este ensayo-; un populismo del que querríamos enfatizar su capacidad de decirse de muchas maneras, tantas como sus confluencias con diversas tradiciones del pensamiento político, entre las que se incluye de manera patente el anarquismo. Sólo si el análisis reconoce esta pluralidad del objeto de estudio, localizará un populismo que trabaja justo en favor de la recuperación y popularización de los principios y objetivos del republicanismo forjado en la crisis de la Modernidad, cuya concepción de la historia no puede reducirse a un espacio inercial, toda vez que confía en producir la dinámica de fuerzas en condiciones de funcionar efectivamente como katéchon de la parasitación neoliberal de la política que tanto conocemos, comunicando a los poderes salvajes de la especulación financiera que la única manera de disminuir su potencial destructivo radica en su retirada inmediata al espacio de lo privado, esa dimensión donde cada cual persigue un espejismo llamado felicidad. Nadie que participe de los principios de la teoría política kantiana aceptaría que el nombre del Estado de derecho se entienda con el código del fetichismo de la mercancía, por alto que pudiera cotizarse en el mercado social el producto resultante. Aún quedan teorías políticas para las que no todo lo sólido se desvanece en el aire. De la misma manera en la que el ensayo que reseño pide como única vía constructiva un “republicanismo cívico cooperativo” (p. 128), creo que ya hay un populismo cívico cooperativo activo en el laboratorio político que representa Podemos, un proyecto al que le llegará la hora decisiva de identificar cuáles son sus portavoces más valiosos. Se trata de una tarea muy compleja, extenuante, desde el momento en que todos los partidos poseen su propia inercia dogmática y sueñan con un cierre de la reflexión que, con frecuencia, divorcia el anhelo de alcanzar el poder del imprescindible análisis de los propios principios de acción o, lo que viene a ser lo mismo, que a menudo vincula el culto a un líder -por cierto, el elemento más contingente de un movimiento político- con el destino de un ideario. A esa resistencia heroica laboriosamente construida en el interior de lo que se identifica como populismo en nuestro país van dedicadas estas páginas, admirables por la indiscutible perspicacia a la que José Luis Villacañas nos tiene acostumbrados, que disfrutamos esta vez con ocasión de una nueva entrega de su crónica generosa y regular del potencial político de nuestra nación tardía, donde se recogen episodios cruciales para pensar nuestro presente.

Bibliografía

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Zanatta, L., 2014, El populismo, trad. F. Villegas, Katz, Buenos Aires. [ Links ]

Žižek, S., 2016, La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror, Anagrama, Barcelona. [ Links ]

11 Sobre esta cuestión, véanse S. Žižek 2016 y Badiou 2016.

2Véase también la magnífica perspectiva sobre el asunto en Villacañas Berlanga 1999.

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