Introducción al problema de la acción en Leibniz
A pesar de la enorme influencia de Leibniz en la consolidación del pensamiento ético y político de su época, y en específico en el establecimiento de las bases para avanzar hacia una comprensión de la humanidad desde la interculturalidad, no es raro encontrar una serie de referencias textuales en las que las nociones de mónada y espontaneidad se comprenden desde una acepción del todo desfavorable para la praxis. Esto se advierte con mayor claridad cuando se compara la cantidad de estudios relacionados con estas temáticas -en especial las que abordan la relación entre su ontología y su ética-, con el número de investigaciones sobre otros aspectos de su filosofía -p.ej., su dinámica, su lógica o su ontología monadológica-. Si se tiene esto en cuenta, hablar de una aproximación a la teoría leibniziana de la acción intencional, con todo lo que eso implica (incluidas las dificultades interpretativas propias de los textos del hannoveriano, en especial cuando se busca establecer el vínculo entre la acción intencional y su ontología), es una tarea indispensable no sólo para comprender su pensamiento, sino también para mostrar la continuidad entre una y otra dimensión.1 En particular, el presente trabajo pretende desarrollar esta aproximación a su teoría de la acción a través de su noción de máquina natural y de su ontología monadológica.2
Para lograr este objetivo dividí mi investigación en tres partes. En el primer apartado analizaré la distinción leibniziana entre lo orgánico y lo inorgánico, así como también entre lo natural y lo artificial. Así, aunque no profundizaré en la diferencia entre las mónadas y el cuerpo, podremos observar con mayor claridad los dos planos constitutivos de toda acción genuina: el fenoménico y el intramonádico, como suelo denominarlo. Sin embargo, con la finalidad de entender esto último dedicaré el segundo apartado al análisis de la taxonomía de las mónadas, que va desde las meras entelequias o “mónadas desnudas”, como las denomina en su Monadologie, hasta los espíritus o almas racionales. Tal y como trataré de demostrar, a través de esta taxonomía de las mónadas es posible apreciar los diferentes tipos de máquinas que componen la naturaleza. Por último, en el tercer apartado, mostraré en qué sentido tanto la noción leibniziana de máquina natural como su taxonomía de las mónadas son indispensables para elaborar una teoría de la acción intencional.
Cuerpo, sustancia y máquinas naturales
Como un punto intermedio entre la Modernidad y Antigüedad, la propuesta de Leibniz apuesta por una visión dinámica del mundo que, por un lado, rehabilita las formas sustanciales, sin caer en los excesos y abusos a los que se prestó esta noción3 y, por otro lado, adopta el mecanicismo como explicación de los fenómenos naturales,4 mas no como explicación última de la realidad,5 ya que, en palabras del hannoveriano, “el origen del mecanismo en sí no fluye de un principio meramente material y de razones matemáticas, sino de una fuente más elevada y, por así decir, metafísica”.6 Se trata, en fin, de un pandinamismo7 que, al definir “sustancia” como “un ser capaz de acción”,8 se opone a la reducción cartesiana de la realidad material a la mera extensión.9 Es decir, es una realidad compuesta por una infinidad de sustancias simples o fuerzas primitivas que, en palabras de Leibniz, constituyen:
átomos de sustancia, es decir, las unidades reales y absolutamente carentes de partes, que son las fuentes de las acciones y los primeros principios absolutos de la composición de las cosas y como los últimos elementos del análisis de las sustancias. Podrían llamarse puntos metafísicos; poseen a lo vital y una especia de percepción, y los puntos metafísicos son su punto de vista para expresar el universo.10
La consideración de estas sustancias simples o mónadas como verdaderos átomos de la naturaleza que componen la realidad11 implica al menos dos cosas: en primer lugar, que esta ontología monadológica conduce a un enfoque vitalista de la realidad,12 en segundo lugar, que estos átomos sustanciales se encuentran en el fondo de toda posible explicación mecánica de la realidad, en particular en la concepción leibniziana de las máquinas de la naturaleza.13 Según la primera implicación, toda mónada es un principio vital cuya naturaleza es dinámica,14 de lo cual se sigue que “no hay porción de la materia en la que no haya una infinidad de cuerpos orgánicos y animados [. . .] Pero no hay que decir por ello que cada porción de la materia está animada, como no decimos que un estanque lleno de peces es un cuerpo animado, aunque el pez lo sea”.15 Sin embargo, para entender esto último es preciso observar la distinción que introduce entre las mónadas y las sustancias corpóreas o sustanciados. Así, mientras que las mónadas constituyen verdaderas unidades sustanciales,16 es decir, que encierran una unidad real en virtud de la cual se caracterizan como individuos, los cuerpos son meros compuestos o agregados de sustancias17 cuyo estatus ontológico es de carácter sustanciado y no sustancial en la medida en que se presentan como fenómenos bien fundados.18
Cuando un agregado o compuesto carece de una unidad real que articule cada una de sus partes, como ocurre en el caso de las máquinas artificiales, en los rebaños o en los ejércitos,19 “el nexo de cualquier parte con cualquier otra del cuerpo”, como señala el hannoveriano en su correspondencia con De Volder, “no será más necesario que el que pueda darse entre las partes de un ejército; y de la misma manera que en un ejército unos soldados pueden sustituir a otros, así también en todo cuerpo extenso unas partes a otras”.20 De ahí que las máquinas naturales, como un todo orgánico articulado, reclamen para sí una mónada dominante o central que garantice el vínculo sustancial entre los órganos que lo componen.21 En este sentido, el alma o mónada dominante permite concebir al viviente como un unum per se y no per accidens, tal y como propone Nunziante,22 caracterizando al viviente como un autómata o máquina natural capaz de ser la fuente de sus propias acciones. Distingo, pues, entre lo orgánico y lo inorgánico no por la carencia de vitalidad de sus partes, cosa que atentaría en contra del principio leibniziano de uniformidad,23 sino en términos de unidad y ser, donde “toda realidad de los agregados se sustenta en los simples”.24
Sin embargo, la caracterización de los vivientes como autómatas o máquinas naturales presenta una novedad respecto a la mecánica cartesiana que se puede advertir fundamentalmente en dos cosas: por un lado, en admitir la existencia de alma no sólo en los animales racionales, sino también en los demás vivientes,25 y, por otro lado, en señalar la complejidad constitutiva que distingue a los vivientes de los artificios del hombre.26 A diferencia de las máquinas artificiales cuya complejidad es siempre finita,27 las máquinas naturales constan de una “infinidad de órganos implicados unos en otros”,28 donde cada órgano se entiende como otra máquina natural apta para perpetuar una determinada función.29 Dada esta complejidad en la que participa una infinidad de órganos en cada viviente, Leibniz afirma que “una máquina natural sigue siendo máquina hasta en sus mínimas partes, y todavía más, sigue siendo siempre esa misma máquina que ha sido, transformándose únicamente por los diferentes pliegues que adopta”.30
De aquí se sigue que, al estar compuesta por una infinidad de órganos implicados entre sí, la estructura ontológica de cada máquina natural manifiesta una estructura jerárquica en la que cada órgano es, a su vez, una máquina natural subordinada a otra de mayor complejidad,31 de modo que la totalidad de los órganos subordinados entre sí se vinculan unos con otros a través de la mónada dominante que los dota de unidad. Cada órgano, en cuanto máquina natural, posee su propia entelequia,32 misma que se subordina al alma o mónada dominante, lo cual quiere decir que su funcionalidad se ordena también en relación con el todo pues, de acuerdo con la armonía preestablecida, “todo cuanto se verifica en la masa o agregado de sustancias según las leyes mecánicas, eso mismo se expresa según las propias leyes de sí misma en el alma o entelequia”.33
A partir de esta estructura compleja de las máquinas naturales y el sistema de la armonía preestablecida (en virtud del cual es posible sostener una teoría de la comunicación de las sustancias34 y, por lo tanto, la relación entre cada uno de los órganos que componen la máquina con su respectiva alma),35 puede observarse una doble dimensión explicativa de las acciones en general, sean intencionales o no: por un lado, una dimensión fenoménica, donde todo se hace mecánicamente,36 es decir, conforme a una causalidad natural o eficiente; y, por otro lado, una dimensión intramonádica, que corresponde a la actividad propia que surge desde el fondo mismo del alma, entendida como mónada dominante. En palabras de Leibniz:
todo puede explicarse doblemente: mediante el reino de la potencia o de las causas eficientes, y mediante el reino de la sabiduría o por las causas finales; que Dios concibe los cuerpos como máquinas al modo de un arquitecto según las leyes de la magnitud o matemáticas, y ciertamente para uso de las almas; por otra parte, que modera para su gloria, según las leyes de la bondad o morales, a las almas, capaces de sabiduría, como a ciudadanos y partícipes de cierta asociación con él, a modo de un Príncipe, más aún, de un padre, y permeabilizándose en todas las partes ambos reinos, no confundidas sin embargo, e imperturbadas las leyes de cada uno, de modo tal que en el reino de la potencia se obtenga lo máximo y en el de la sabiduría, lo mejor.37
En primer lugar, la dimensión fenoménica de la acción responde a criterios mecánicos relativos a lo corpóreo cuya complejidad causal se comprende en términos de tamaño, figura y movimiento,38 mismos que responden a una necesidad física39 y, por lo tanto, a una causalidad eficiente. En esta dimensión, la acción se entiende como un mero movimiento corpóreo que, al responder al influjo externo de otros cuerpos -“corpus non moveri nisi impulsum a corpore contiguo et moto”-,40 demanda para sí un principio activo interno, ya que, en opinión de Leibniz, “un cuerpo no es nunca empujado más que por la fuerza que está en sí mismo”.41 Con esto en mente, en segundo lugar, el filósofo de Hannover introduce la dimensión intramonádica de la acción, donde “hay que explicarlo todo vitalmente, es decir, <por las cualidades inteligibles del alma>, a saber, las percepciones y el apetito”.42 Se trata, pues, de un todo orgánico cuya causalidad externa se articula armónicamente con las disposiciones internas del alma, donde el movimiento, entendido como una causalidad eficiente, se subordina a la teleología que surge del fondo mismo de su alma.
De las meras entelequias a los espíritus
De acuerdo con el sistema de la armonía preestablecida, toda genuina acción, sea intencional o no, presupone tanto una cara externa, donde la acción se entiende como un movimiento corpóreo, como una cara interna, en virtud de la cual lo corpóreo o fenoménico adquiere cierta realidad y el movimiento se incluye en el plano de la acción, dotándolo de sentido.43 Así, aunque ambos reinos gozan de cierta autonomía en cuanto que se bastan a sí mismos para dar razón de la totalidad del mundo, “uno no basta sin el otro en lo general de su origen, pues”, tal y como sugiere el hannoveriano, “emanan de una fuente donde la potencia, que hace las causas eficientes, y la sabiduría, que regla las finales, se encuentran reunidas”.44 Sin embargo, para que exista una genuina acción racional no basta considerar estas dos caras de la acción, ya que, en opinión de Leibniz, esta dualidad se presenta de manera indistinta en cualquier viviente, sea racional o no.45 Esto implica, entre otras cosas, que para comprender el sentido mismo de una acción racional genuina, al menos desde la ontología vitalista del hannoveriano, es necesario entender esta dualidad desde una taxonomía de las mónadas.
Esta taxonomía de las mónadas, según lo dicho ya, presupone, por un lado, una uniformidad constitutiva de las mónadas a partir de la cual se sostiene que, en todo lugar y tiempo, “todo es como aquí”46 y, por otro lado, una diversidad infinita de mónadas con cualidades diferentes entre sí,47 pues en la naturaleza, según el filósofo de Hannover, “no se producen en ningún lugar ninguna semejanza perfecta”.48 Por esta razón puede apreciarse que, aunque toda mónada posee percepción y apetición, existe una infinidad de grados de perfección en la naturaleza que van, según Alejandro Herrera, “desde la percepción más confusa, la de las mónadas dominadas, hasta la percepción más distinta, la de Dios”.49 Grados infinitos de perfección que, en la medida en que se conciben desde las sustancias simples y no desde las compuestas, presuponen una realidad continua y no discreta,50 mediante la cual es lícito clasificar las mónadas creadas, que son las que ahora nos interesan, en tres tipos fundamentales: las meras entelequias o mónadas desnudas, las almas y los espíritus.
Con esto en mente, distingo, en primer lugar, entre las mónadas simples o meras entelequias que, al no poseer nada distinto en su percepción, están en un perpetuo aturdimiento parecido al que se produce en la muerte o en un desmayo.51 Esto también implica que sus apetitos, sin los cuales carecerían por completo de dinamismo, son igualmente confusos o ciegos, lo cual las hace susceptibles de un cierto tipo de subordinación.52 Sin embargo, cuando la naturaleza perceptual de las mónadas alcanza cierto relieve posibilita un grado de distinción, las mónadas alcanzan a elevarse al plano de la sensibilidad, donde la percepción va acompañada de memoria. En palabras de Leibniz:
Cada mónada, con un cuerpo particular, forma una sustancia viva. Así, no sólo hay vida por doquier, unida a los miembros u órganos, sino que también hay una infinidad de grados en las mónadas, al dominar más o menos unas sobre las otras. Pero cuando la mónada tiene órganos tan ajustados que mediante ellos hay relieve y distinción en las impresiones que reciben y, por consiguiente, en las percepciones que las representan (como, por ejemplo, cuando, mediante la figura de los humores de los ojos, se concentran los ratos de la luz y actúan con más fuerza), puede llegarse hasta el sentimiento, es decir, hasta una percepción acompañada de memoria; o sea, una percepción de la que durante largo tiempo perdura un cierto eco para dejarse oír ocasionalmente; y a ese viviente se le llama animal, así como a su mónada se le llama alma.53
En sentido estricto, Leibniz denomina “alma” sólo a aquellas mónadas cuya percepción, al no ser radicalmente confusa, puede ir acompañada de memoria, de lo cual se sigue, por un lado, que la máquina que le pertenece contiene una estructura orgánica específica54 y, por otro lado, que la memoria, tal y como señala McRae,55 involucra una persistencia en el tiempo que se asemeja al razonamiento al establecer una cierta conexión imaginaria entre una representación y otra.56 Sin embargo, la percepción de una cualidad sensible siempre contiene algún sentimiento confuso debido a la finitud constitutiva de las mónadas y a la composición de infinitas percepciones implícitas en la sensibilidad.57 En consecuencia, para el hannoveriano la sensibilidad nunca nos proporciona más que ejemplos o verdades particulares, puesto que, “por grande que sea el número de ejemplos que confirman una verdad general, no basta para establecer la necesidad universal de dicha verdad, pues no se sigue que vaya a suceder de nuevo lo que ha pasado”.58
Al encerrar cierta confusión, la mera sensibilidad somete toda posible acción al yugo de las pasiones,59 ya que, aunque el hannoveriano reconoce cierto grado de apercepción en los animales,60 sostiene que desde la mera sensibilidad es imposible apercibir nuestra propia identidad, la cual es indispensable para establecer la relación entre el acto y el agente de la acción: sólo puedo ser plenamente espontáneo cuando, a partir de esta autoconciencia, alcanzo el dominio de mis acciones.61 Para ello es necesario transitar de las meras almas a los espíritus, cuyos actos reflexivos nos elevan al conocimiento de las verdades eternas y nos permiten “pensar en eso que se llama yo y considerar que esto o aquello está en nosotros”.62 En este sentido, dado que sólo podemos imputar tal o cual acto a un sujeto que, además de ser principio de su acción, es consciente de su poder causal y que esta autoconciencia es indispensable para la valoración moral de un acto, luego, sólo podemos atribuir una cualidad moral a los actos de los espíritus.63
Toda mónada, sea racional o no, se rige por una teleología que brota de su propio fondo, en cuanto que, según sus Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, “las percepciones en la mónada nacen unas de otras según las leyes de los apetitos o de las causas finales del bien y del mal, que consisten en las percepciones notables, regulares o irregulares”.64 Así, es posible sostener, tal y como hace Duchesneau, que “una vez que la máquina ha sido estructurada, la finalidad se ha vuelto una característica integral de su composición material y de los movimientos que ejecuta siguiendo una regulación implícita en la organización de sus partes”.65 Sin embargo, esto no implica que toda mónada y, por lo tanto, toda máquina natural, sea capaz de reconducir su teleología de acuerdo con los principios de la recta razón, ya que sólo la conciencia o apercepción nos permite observar nuestras propias acciones y, por lo tanto, ser fieles a las inclinaciones naturales que dicta nuestra razón sin restricción externa alguna.66 Donde hay racionalidad, según Leibniz, hay deliberación; y donde hay deliberación, hay libertad, de manera que los espíritus son “como un pequeño Dios en su propio mundo o microcosmos, que gobierna a su modo; hace maravillas algunas veces en él, y su arte imita a menudo a la naturaleza”.67 La intencionalidad aparece cuando el sujeto de la acción, además de ser espontáneo, es capaz de orientar esta estructura teleológica a través de la deliberación.
La teoría leibniziana de la acción intencional
Para que exista una acción racional genuina, es necesario, en primer lugar, que el acto -manifiesto externamente desde la causalidad eficiente de la máquina natural, esto es, en la dimensión fenoménica de la acción- surja del fondo mismo del agente racional -criterio que se cumple sólo desde la comprensión vitalista de las mónadas, es decir, desde el alma como mónada dominante que subordina la infinidad de órganos del viviente a una estructura teleológica-. Sin embargo, la mera espontaneidad no es suficiente para escapar de la necesidad física que rige la naturaleza pues, aun cuando la necesidad física se distingue de la geométrica o metafísica en virtud de su carácter hipotético68 y su dependencia de una necesidad moral anterior69 -la elección divina del mejor mundo posible-, la mera espontaneidad no garantiza un dominio pleno de nuestras acciones. En segundo lugar, sólo un agente racional es capaz de elevar esta espontaneidad a su plenitud, esto es, a la libertad, la cual, según su Definición de la libertad de 1692, “constituye una espontaneidad ligada a la inteligencia”.70
A partir de esto pueden apreciarse dos cosas relevantes para comprender la teoría leibniziana de la acción: por un lado, que la noción de agencia racional no opone la libertad y la determinación, ya que es posible “distinguir perfectamente entre la necesidad y la determinación o certidumbre”71 y, por otro lado, que “la elección sigue la mayor inclinación, bajo la cual comprendo tanto pasiones como razones verdaderas o aparentes”.72 Según el primer aspecto, toda acción genuina implica cierta determinación de parte del agente en virtud de lo cual el hannoveriano se opone tanto a la absoluta indeterminación o libertad de indiferencia de equilibrio,73 como al fatalismo necesitarista que atribuye al fatum mahometanum, “porque se imputa a los turcos el no evitar los peligros ni abandonar los lugares infectados por la peste, mediante razonamientos semejantes a los que acabo de exponer”.74 De modo que la teoría leibniziana de la acción parte de una noción de libertad compatibilista en la que las razones por las que nos determinamos a actuar son inclinantes, más no necesitantes.75
Sin embargo, para comprender el segundo aspecto necesitamos considerar tres cosas: 1) que “la elección siempre viene determinada por la percepción”,76 2) que esa determinación se rige en conformidad con el principio de conveniencia, de modo que “es cierto e infalible que la mente se determina hacia el máximo bien aparente”,77 y 3) que “los hombres escogen los objetos mediante la voluntad, pero no eligen sus voluntades actuales”,78 las cuales dependen de la progresión de percepciones anteriores. Hay que observar, en primer lugar, que la determinación de la inclinación más fuerte, esto es, aquella por la cual se inclina nuestra voluntad, depende de la claridad y la distinción de nuestras percepciones. Por ejemplo, en el caso de las pasiones se trata de percepciones confusas,79 de modo que, en el querer “seguimos siempre el resultado de todas las inclinaciones que proceden tanto del lado de las razones como de las pasiones, cosa que sucede con frecuencia sin un juicio expreso del entendimiento”.80
En segundo lugar, la claridad y distinción de nuestras percepciones determina qué cosa se presenta a nuestra voluntad como el mayor bien aparente, de manera que, “cuando elegimos lo aparentemente mejor”, según Leibniz, “queremos a causa del conocimiento y también libremente”.81 A partir de esto podemos observar que la teoría leibniziana de la acción intencional adopta un fuerte carácter intelectualista, el cual, tal y como observa Agustín Echavarría, afirma que “si algo es suficientemente captado como bueno por la inteligencia, determinará de modo infalible el querer de la voluntad”.82 Sin embargo, este intelectualismo no implica que el agente de la acción carece de todo poder sobre sus propios actos, lo cual destruiría toda posible agencia racional, pues, a pesar de que no elige sus voluntades actuales que son el resultado final de nuestras percepciones, sean claras o distintas, el agente racional influye de manera indirecta sobre sus actos futuros, como ocurre con el hambre o con la sed: “en la actualidad no depende de mi voluntad tener hambre o no tenerla; pero depende de mi voluntad comer o no comer; sin embargo, en el futuro depende de mí tener hambre o impedirme tenerla a una hora exacta del día, comiendo antes”.83
Todo esto nos permite sacar en limpio tres conclusiones fundamentales para la teoría leibniziana de la acción intencional. En primer lugar, que sólo podemos hablar de intencionalidad, de libertad y, por ende, de responsabilidad moral en los espíritus, puesto que, si bien todas las mónadas son susceptibles de cierta orientación teleológica, sólo las mónadas racionales pueden incidir sobre sus propios actos a través de la deliberación. En segundo lugar, que el proceso deliberativo por el cual se dice que una acción determinada es libre adopta un carácter proyectivo, mismo que le permite al sujeto de la acción deliberar no sólo sobre bienes inmediatos, sino también sobre bienes a mediano y largo plazo, tema fundamental para comprender la noción leibniziana de felicidad. En tercer lugar, que esto último permite concebir al sujeto de la acción como un agente moral capaz de construir un ethos propio, esto es, una identidad práctica.84 Aunque estas tres conclusiones las reservo para otro trabajo de investigación, es importante señalar que en cada de una se observa la riqueza que se produce al articular la ontología leibniziana con su ética.
Con todo esto se muestra, aunque sólo de una manera incipiente, que la ontología vitalista de Leibniz no excluye ni una teoría de la acción ni, por lo tanto, una filosofía práctica. Esto, a modo de conclusión, sólo puede comprenderse desde sus grandes tesis lógico-ontológicas, tal y como se observa en sus aproximaciones a la teodicea.