Corre el rumor de que la fotografía ha muerto. Se dice que hace tiempo que lo hizo. Y que en su lugar se ha colocado un nuevo tipo de imagen que, pese a convivir con nosotros, es una gran desconocida: la postfotografía.
Las características básicas de lo fotográfico han mutado considerablemente, por lo que apremia repensar tanto su nombre como su definición. Joan Fontcuberta lleva años subrayando esta necesidad. Casi dos décadas después de El beso de Judas. Fotografía y verdad1 el artista publica un nuevo libro, esta vez centrado en la imagen postfotográfica. Bajo el título La furia de las imágenes su último proyecto encuentra su eje axial en esa extraña con la que todos interactuamos, pero sobre la que queda mucho por saber. Fontcuberta se centra en la revisión del concepto de postfotografía, lo que le sirve de pretexto para reconsiderar la figura del autor y la noción de creación, así como el papel del espectador y el de la propia fotografía como lenguaje.2
El propósito de esta reseña no es sólo repasar dichas ideas, que configuran el planteamiento teórico expuesto en La furia de las imágenes, sino analizar desde una perspectiva crítica el diagnóstico llevado a cabo por Fontcuberta. Mi objetivo será demostrar que muchos de los atributos que el autor considera propios de la postfotografía siempre conformaron lo fotográfico, si bien fueron obviados o carecieron de la relevancia que tienen en nuestros días. De esta manera defenderé que la fotografía siempre ha sido escritura y lenguaje del mismo modo que es invariablemente arte y documento. Por otra parte, plantearé que el supuesto cambio de la esencia de la imagen fotográfica, que viraría del “esto ha sido” al “yo estaba allí” no es tal, pues la subjetividad, el “para mí”, siempre estuvo incluida en el proceso fotográfico. La meta será, en definitiva, probar que la necesidad de avanzar hacia lo postfotográfico no se debe a una modificación de la imagen fotográfica, sino a la superación de un ideal de la fotografía que nunca se correspondió con lo que ésta es.
Para Fontcuberta el término postfotográfico no define imágenes determinadas, sino un fenómeno complejo que emerge en unas coordenadas espacio-temporales muy concretas.3 Tal y como queda aclarado en la primera página de la obra, “la postfotografía hace referencia a la fotografía que fluye en el espacio híbrido de la sociabilidad digital y que es consecuencia de la superabundancia visual” (7). Lo fotográfico ha cambiado de naturaleza, lo que ha derivado en su propia metamorfosis, una mutación que supone una ruptura con su pasado. El mismo autor que hace un tiempo nos decía que toda fotografía era un embuste, y que el buen fotógrafo era aquel que “mentía bien la verdad” hoy asegura que:
si la fotografía ha estado tautológicamente ligada a la verdad y a la memoria, la postfotografía quiebra hoy esos vínculos: en lo ontológico, desacredita la representación naturalista de la cámara; en lo sociológico, desplaza los territorios tradicionales de los usos fotográficos (15).4
En otras palabras, Fontcuberta propone la superación de una fotografía que, en sus propios términos, era postfotográfica. Pero, tal y como se alertaba previamente, la imagen postfotográfica no se define sólo en sí misma, sino en la relación con su entorno, y es en este aspecto en el que difieren principalmente la fotografía del siglo XIX de la del XXI. Lo postfotográfico se define, en este contexto, por oposición a lo fotográfico. Es por ello que el autor defiende que “no presenciamos por tanto la invención de un procedimiento sino la desinvención de una cultura: el desmantelamiento de la visualidad que la fotografía ha implantado de forma hegemónica durante siglo y medio” (28).
El autor establece como características necesarias de este nuevo contexto tres factores fundamentales: “La inmaterialidad y transmitabilidad de las imágenes; su profusión y disponibilidad; y su aporte decisivo a la enciclopedización del saber y de la comunicación” (9). En el trasfondo de esta definición se encuentra cada lector, que participa y perpetúa dichos factores en su relación con la imagen (post)fotográfica y con su propio entorno.
Aquello que Fontcuberta considera intrínseco a lo postfotográfico se encuentra perfilado en lo que el autor denomina “decálogo postfotográfico”,5 cuyos diez puntos destacados pueden resumirse en tres principios. De un lado se sitúa la figura del autor, el cual, lejos de identificarse con quien acciona el disparador, amplía su espectro a todos los estadios del gesto fotográfico. Se evidencia, así, la necesidad de reformular el concepto de autoría, pues el creador ha pasado de elaborar imágenes a “prescribir sentidos” (39). No sólo eso: como segunda característica, Fontcuberta destaca la responsabilidad de creador que, en un mundo saturado de imágenes, debe adscribirse a las lógicas de reciclaje. La causa directa de esta toma de conciencia es la proliferación de propuestas apropiacionistas que enfatizan, a su vez, los transtornos que afectan al concepto de autoría y, en -consecuencia, a la propia obra. Pero hay un elemento más que conforma el fenómeno de lo postfotográfico: su carácter inminentemente social. Este aspecto, potenciado por las redes sociales, desdibuja los límites ya de por sí difusos entre lo público y lo privado, y acaba situando la imagen como un elemento indispensable de la comunicación, un lenguaje universal a partir del cual nos definimos y nos relacionamos.
Con una clara intención ilustrativa, Fontcuberta vuelve la vista atrás para situar el origen del término. La década de los años noventa, con sus reflexiones en torno a la posmodernidad y los avances tecnológicos, fue la que vio nacer la idea de lo postfotográfico. El punto de inflexión se gesta cuando el píxel sustituye al nitrato de plata. Esto supone un nuevo desafío, pues el formato digital termina de una vez por todas con las ideas de indexicalidad6 y transparencia:7 “Para la fotografía digital la verdad constituía una opción, no ya una obstinación” (30). Se podría argumentar en este punto que la aparición del sensor digital no hace sino constatar que la fotografía y lo real no mantienen una relación directa. Las nuevas cámaras hacen evidente la intervención de distintas subjetividades en la creación del objeto fotográfico, y destierran la fe en la objetividad basada en el registro mecánico (y, por tanto, objetivo) de la realidad.
Lo que muta no es la captura, sino la sociedad. El nuevo público ya no cree en la posibilidad de una fotografía no mediada, una que emerge directamente de lo real y que debe percibirse como una ventana abierta hacia su referente. Hoy asumimos que toda captura es siempre una ficción. Como apunta Fontcuberta, “la cuestión no estribaba en que la fotografía digital también podía mentir, sino en cómo la familiaridad y facilidad de la mentira digital educaba la conciencia crítica del público” (30). El cambio de estatus de nuestra relación con la imagen fotográfica, iniciado por la primera incursión del avance tecnológico,8 se hace definitivo cuando entra en escena lo que Fontcuberta considera una “segunda revolución digital”. Esta transformación se debe al desarrollo general de internet y, en concreto, a la aparición y el incremento del uso de las redes sociales. Precisamente es este factor el que lleva al autor a redefinir lo fotográfico: para él, “la postfotografía no es más que la fotografía adaptada a nuestra vida online” (39). La imagen pasa de ser un instrumento para la memoria9 a constituir una de las vías principales de comunicación y relación interpersonal.
“Si la fotografía nos hablaba del pasado, la postfotografía nos habla del presente, porque lo que hace justamente es mantenernos en un presente en suspensión, eternizado” (114) señala el autor. Esta línea argumental incide en la idea de que la fotografía ejerce de -aliada de la memoria, mientras que la postfotografía suprime esta necesidad del recuerdo para primar su función como lenguaje. El contraste entre los tiempos verbales que se atribuyen a cada modelo hace pensar que la fotografía nunca sirvió para narrar presentes, y que en la postfotografía no hay lugar para la evocación. Sin embargo, la fotografía ya nació impregnada de esta voluntad social.10 Bien es cierto que la mayoría de las tomas elaboradas en los albores de lo fotográfico estaban destinadas a servir como ventana a otras realidades, y que la dificultad de un procedimiento cuasi alquímico hacía que la imagen sólo fuese asequible para unos pocos, pero tan pronto como comenzó el proceso de democratización de la fotografía se inició su uso como elemento autodefinitorio y social.
No se puede negar que fotografiar ha ido cobrando peso en la manera en la que nos relacionamos con nuestro entorno. Sin embargo, considero que yerra al plantear que la imagen ya no se hace para ser vista. Es posible que el peso que la imagen tenía como evocadora de la memoria propia haya menguado en la misma proporción en la que se ha incrementado el número de capturas que tomamos. Un retrato nunca ha sido para uno mismo, sino para los demás. La imagen fotográfica siempre ha sido social. Si, con Dubois pensamos en el gesto fotográfico como un proceso que va desde que se gesta la idea de la posible captura hasta que dicha toma es percibida (y en ocasiones compartida) por su público se evidencia que la construcción de la imagen queda ligada inevitablemente a su componente social. En la actualidad, la importancia recae en esta última fase, pero porque el peso del gesto fotográfico se ha desplazado hacia ella, y disminuye la trascendencia de la que previamente gozaba el referente.
Por este motivo considero que la afirmación “las fotos pasan a actuar como -mensajes que nos enviamos unos a otros. Antes la fotografía era una escritura, ahora es un lenguaje” (119) puede llevar al error. Del mismo modo que Fontcuberta defendía en sus primeras obras que la fotografía era siempre “arte y documento”, hoy es necesario defender que toda captura es siempre “escritura y lenguaje”. Pero esta aclaración está en la propia formulación que realiza el autor, ya que la escritura es una de las formas del lenguaje. Si antes limitábamos la fotografía a su función de escritura no era porque no fuese esa lengua universal que hoy intuye Fontcuberta, sino porque aún no habíamos descubierto sus posibilidades.
La alteración de la manera en la que nos relacionamos con la imagen hace que Fontcuberta inserte un nuevo peldaño en la escala evolutiva: el ocupado por el Homo photographicus.11 La transformación principal radica en que hoy “todos somos productores y consumidores de imágenes” (32). Hoy los dispositivos de telefonía móvil giran en torno a la cámara y su principal aportación es compartir las capturas de manera inmediata. Se fomenta así la creación y el consumo de imágenes de manera constante, un fenómeno que parece ser un hito sin precedentes en la historia de la fotografía.
Esta democratización de la imagen pone en jaque varias ideas que se creían parte indisociable de lo fotográfico. Una de ellas queda expuesta por Fontcuberta: “La aparición del Homo photographicus nos permite hablar de una revolución de los aficionados que necesariamente pasa por una revisión de la figura del amateur” (117). El hecho de que cualquiera pueda formar parte del proceso fotográfico y salir más o menos airoso del mismo ha hecho que los profesionales redefinan su estrategia. Ya no se puede asociar lo que tradicionalmente se ha conocido como una “buena foto” al ojo experto, al tiempo que el propio concepto de “buena” o “mala” fotografía se ha diluido. Las características estéticas de la imagen resultante, aquellas que previamente definían su éxito o su fracaso, han sido relegadas al olvido por la mayoría de los artistas. Fontcuberta considera que el valor de creación se ha trasladado a un nuevo nivel, en el que lo importante no son los valores estéticos que posee la imagen por sí misma, sino en “la capacidad de dotar a la imagen de intención y de sentido, en hacer que la imagen sea significativa” (53).
La importancia de esta aserción radica en que, tal y como se plantea en el capítulo dedicado a la adopción digital, en la era de la infoxicación el fotógrafo debe hacer acopio de su responsabilidad y plantear su creatividad desde la ecología de las imágenes. Desde esta óptica, la artisticidad se desplaza del proceso de producción a “la prescripción de los valores que puedan contener o acoger las imágenes” (54). El concepto de acogida, cercano al de apropiación, es sumamente interesante. En primer lugar, porque se une a la tendencia a desafiar la idea romántica de autoría. Puede parecer que la fotografía llega demasiado tarde a esta tendencia, pero no debemos olvidar que una gran parte de su historia se basó en demostrar justamente lo contrario: que el fotógrafo imprimía, de facto, valores estéticos ajenos a lo real, motivo por el cual la imagen fotográfica podía proporcionar una experiencia estética en sí misma y no en la percepción indirecta de un instante congelado.12 En esta propuesta se advierte, además, un ligero viraje hacia una estética de la recepción. Tal y como podemos leer en las páginas del libro que nos ocupa, “la noción de autoría basada en la individualidad y en el genio retrocede ante los proyectos en equipo de autoría compartida y no jerarquizada, ante la proliferación de obras colectivas e interactivas, pero, sobre todo, ante la concepción del público, ya no como mero receptor pasivo, sino como coautor” (55).
Fontcuberta introduce la figura de un público activo, implicado por completo en el proceso de gestación de la obra. Puesto que, tal y como se ha visto y siempre según el autor, crear una imagen es prescribirle un sentido, el gesto de decodificación con el que el espectador se hace partícipe del proceso fotográfico implica necesariamente ser partícipe de dicha creación.13 En sus propias palabras, “una imagen siempre superpone miradas: las miradas de quienes la producen y las miradas de quienes la observan. Podemos considerar, especulativamente, que toda imagen concita también la superposición de autorías” (125). Su postura es muy cercana, tal y como él mismo señala, a la de Jauss.14 Sin embargo, y dado el peso que el propio autor otorga a las redes sociales y a la dotación de significado, se echa en falta una crítica a esta estética de la recepción, en la que el público goza de mayor libertad, pero sin dejar de ser quien pone punto y final a una reflexión que otro ha comenzado. Sería interesante apostar de lleno por una nueva estética y, tras aceptar el desafío, eliminar de una vez por todas las fronteras que separan al autor del coautor, porque todo coautor se torna autor cuando decide volver a poner en funcionamiento la imagen a la que otro ya dotó de significado al distribuirla en sus redes sociales.
Pero volvamos a la idea de adopción pues, como señalábamos, pone en jaque otro elemento clave a la hora de pensar lo fotográfico, también relacionado con el concepto de autoría. La patria potestad de la imagen puede ser reclamada por cada una de las subjetividades que forman parte del proceso de creación15 y, precisamente por esto, Fontcuberta defiende el término adopción. Así queda expresado en el texto: “Podemos adoptar una imagen como se adopta una idea, una imagen que hemos elegido porque tiene un valor determinado: intelectual, simbólico, estético, moral, espiritual o político. En este caso no se trata de transmitir a la imagen un nuevo estatuto jurídico, sino más bien de preescribirle un estilo de vida, de pensamiento o de conformidad con lo que la imagen transmite de acción” (60).
“Adoptar es, por tanto, el acto de elegir, no un intento de poseer la imagen” (60).
No acaba aquí la reflexión que plantea La furia de las imágenes en lo que respecta al Homo photographicus. Fontcuberta reflexiona sobre la era selfie, modelo de fotografía que sirve como excusa para repensar la manera en la que nos relacionamos con las imágenes y a partir de ellas. El texto plantea entonces la necesidad de modificar lo que hasta entonces se consideraba la esencia de lo fotográfico: sustituir el noema “esto ha sido” por un “yo estaba allí”.16 Este matiz interfiere también en la finalidad con la que se crea la imagen: “no queremos tanto mostrar el mundo como señalar nuestro estar en el mundo” (87). Esta afirmación, una de las más novedosas, potentes y trascendentes de La furia de las imágenes deriva, una vez más, en un callejón sin salida. Y lo hace en los términos que el propio autor reconoce: igual que el selfie ya existía, el “esto ha sido” contiene necesariamente un para mí, lo que nos remite a un indispensable “yo estaba allí”.
Hay una idea que cruza transversalmente esta reflexión sobre la postfotografía: la sospecha de que la imagen ha superado la realidad. Dicha suspicacia aparece formulada en los últimos capítulos, en los que se plantea que “las fotografías no se limitan a dar cuenta de cada mínimo fragmento del mundo, sino que lo rebasan” (184). Si esta afirmación resulta familiar es porque deriva en las teorías más conocidas del pensamiento posmoderno. Es fácil ver la influencia de Baudrillard y, sobre todo, de Debord entre sus palabras. Fontcuberta parece lanzarnos hacia las consideraciones que aparecen en La sociedad del espectáculo: “el espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre las personas mediatizada por las imágenes” (38). Si lo que define a la postfotografía es precisamente cómo la imagen “se convierte” en un lenguaje básico para las relaciones sociales, el nuevo modelo de fotografía queda, salvando las distancias, irremediablemente ligado a la propuesta del autor francés. Pese a ello, Fontcuberta proclama: “Nos adentramos en una nueva metafísica visual en la que sujeto y objeto se confunden en la misma medida en que acontecimiento e imagen se confunden. Es la hora del acontecimiento-imagen” (179).
La postfotografía se muestra, en este momento, como una representación que se adueña de la realidad hacia la que apunta y modifica nuestra experiencia de lo ocurrido sin llegar a extinguir el aura de lo real. Porque, en el fondo, el fragmento de lo ocurrido que constituye una fotografía como tal debe estar presente, por muy encriptado que esté en el código de la imagen. Fontcuberta cuestiona una vez más la posibilidad de conocer lo real mediante la fotografía pero, pese a la complejidad de este asunto, dicha problemática queda despachada en una simple frase: “La postfotografía no impugna los valores de la fotografía documental, como han malinterpretado algunos, sino que insufla energías renovadoras en metodologías y enfoques. El modus operandi puede cambiar, pero persiste la voluntad de entender la realidad y sus tensiones. La postfotografía simplemente amplía el marco de herramientas para esa labor” (179).
Se puede interpretar esta defensa del uso documental de la fotografía, más cuando ésta viene de Fontcuberta, como una llamada de atención hacia la forma que tenemos de relacionarnos con la imagen. El acontecimiento-imagen es aquel que sólo existe porque es imagen, de tal manera que se desvirtúa como realidad, pero ofrece la oportunidad de ser aprehendido indirectamente, y como tal debe percibirse. Se echa en falta, no obstante, una mayor profundidad en la reflexión en torno a lo que este nuevo modelo supone, tanto para la imagen en sí como para la apreciación de la realidad.
La furia de las imágenes plantea la necesidad de dejar atrás todo lo que creíamos saber sobre la fotografía para adentrarnos en una nueva forma de entender la imagen. Lo que viene después de la fotografía rompe con los ideales que se han forjado en torno a este arquetipo de representación, pero no por ello supone abandonar lo fotográfico en pos de un modelo que se ajuste mejor a los tiempos que corren. Si es necesario dar un nuevo nombre a la fotografía no es porque ésta haya cambiado, sino porque nunca fue lo que pensamos. La fotografía no ha muerto, porque un ideal no puede morir. Simplemente se ha desvelado su verdadera forma.
El ideal de la fotografía continúa remitiendo a ese instante en el que la cámara registra lo real, pero en la construcción de este tipo de imágenes siempre han participado otros elementos, otros factores que hoy se reivindican cada vez con más fuerza. En resumidas cuentas, los cambios en elementos externos a la imagen fotográfica (la tecnología, con su desarrollo de la fotografía digital y las redes sociales, el modelo de relaciones interpersonales) acaban afectando el esquema básico del gesto fotográfico porque modifican elementos que, aun siendo sólo una fracción de lo fotográfico, suponen un cambio radical en la imagen. Sin embargo, como parece entreverse en las palabras de Fontcuberta, lo que ha cambiado no es la fotografía, sino la sociedad. Y tratar de definir la fotografía desde fuera de sí misma, y no en sí misma y en relación con lo demás, siempre ha sido problemático.
Como el propio autor anticipa desde el subtítulo de su obra, el texto ante el que nos encontramos no es más que una recopilación de ideas y datos. Fontcuberta no nos ofrece respuestas, pero nos da la excusa perfecta para seguir cuestionándonos qué sucede con la fotografía y qué papel tiene en una sociedad cada vez más mediada por la imagen.