Sumario: I. Introducción. II. Sociedades civiles de convivencia del estado de Campeche. III. La discriminación y el derecho a fundar una familia. IV. Adopción en interés superior de la infancia. V. Reflexiones finales a manera de conclusiones. VI. Bibliografía.
I. Introducción
Este análisis nace de la acción de inconstitucionalidad 8/2014 de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (en adelante SCJN) en relación con los ejercicios que diferentes poderes legislativos en nuestro país hicieron para intentar reconocer todos los derechos humanos, en especial los relacionados con la formación de una familia, a quienes no se identifican con los estereotipos socioculturales en un esquema patriarcal heteronormativo. En esta ocasión el análisis y los debates se refieren a uno de los mecanismos intermedios entre la prohibición y el reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo: la sociedad de convivencia, pacto civil de solidaridad o sociedad civil de convivencia, como se les denomina en Campeche cuya legislación fue motivo de esta acción de inconstitucionalidad promovida por la Comisión de Derechos Humanos de esa entidad federativa (en adelante CDHCampeche) respecto del artículo 19 de la Ley Regulatoria de Sociedades Civiles de Convivencia del Estado de Campeche (en adelante Ley Regulatoria).1
Los conceptos de invalidez en los que fundamentó su acción la CDHCampeche, señalan que dicho numeral viola los artículos 1o. y 4o. de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (en adelante Carta Magna), así como los numerales 1o., 17 y 24 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (en adelante Pacto de San José) en la medida en que establece una prohibición discriminatoria hacia las personas que celebran el contrato de sociedad civil de convivencia que les impide realizar adopciones en forma conjunta o individual, compartir o encomendar la patria potestad, guarda y custodia de hijas e hijos menores de edad de la persona con quien celebró dicho contrato.
La CDHCampeche considera que es discriminatorio el mencionado artículo 19 porque, en su opinión, el sólo establecimiento de una sociedad en convivencia no es razón suficiente ni justificada para establecer dicha prohibición, pues esta distinción se basa en una “categoría sospechosa”2 que, según lo señalado en la resolución de amparo en revisión 567/2012 sobre matrimonio entre personas del mismo sexo dictada por la Primera Sala de la SCJN, afecta con presunción de inconstitucionalidad el referido numeral de la ley regulatoria.
En este contexto, la CDHCampeche sostiene que la prohibición para adoptar impuesta a las personas convivientes es un trato arbitrario en la medida en que “da un tratamiento de inferioridad, hostil y discriminatorio, menoscabando la dignidad y derechos que sí son reconocidos a quienes no se encuentran en una sociedad civil de convivencia” lo que per sé afecta el derecho a formar una familia que asiste a todas las personas.3
Estos planteamientos y las consideraciones contenidas en el estudio de fondo que hace el Pleno de la SCJN, obliga a detenerse en varias interrogantes:
a) ¿Por qué la CDHCampeche supone, como se señala en los conceptos de invalidez, que es precisamente la orientación sexual de los convivientes la que se encuentra en el centro de la Ley en Convivencia -por tanto, del artículo 19 que se impugna- cuando claramente en todo el texto de la ley regulatoria se hace referencia a personas de distinto o del mismo sexo?
b) ¿Es o no la sociedad en convivencia una institución de derecho cuyo objeto es la fundación de una familia? Pregunta pertinente pues todo el texto de la ley regulatoria, no sólo el artículo 19, pone en evidencia una voluntad legislativa contraria a dicho objetivo, como por ejemplo, la obligación de que sea registrada en el Registro Público de la Propiedad y del Comercio y no en el Registro Civil, lo que nos lleva a otra pregunta, ¿qué es pues una sociedad en convivencia y cuál es su naturaleza jurídica?
c) ¿Qué supone el interés superior de la infancia en una adopción y cómo se decide qué está bien para un niño, niña o adolescente sin familia?
Para dar respuesta a estas interrogantes, analizaremos la naturaleza jurídica de la sociedad en convivencia, el derecho a fundar una familia, el binomio adopción/interés superior de la infancia, todo en el marco del complejo esfuerzo por definir los conceptos de discriminación en una cultura que, en primera instancia, reacciona con prejuicios y presupuestos dejando un matiz incómodo en el análisis y las conclusiones.
II. Sociedades civiles de convivencia del estado de Campeche
1. El concepto
Figura relativamente nueva en el panorama jurídico nacional e internacional, también conocida en otros países como “pacto civil de solidaridad” o “pacto común de solidaridad”. Surge en la última década del siglo pasado como el primer acercamiento a un reconocimiento de las relaciones familiares formadas a partir de una pareja de personas del mismo sexo. En nuestro país, las primeras normas sobre la materia datan de la primera década de este siglo, en Francia se legisló una década antes; sin embargo, una búsqueda minuciosa y comparativa demuestra que pocos países de Occidente tienen normas similares. En algunos, como España, en donde no se reconocían las uniones de hecho o concubinato sino hasta finales del siglo XX, se abrió un debate interpretativo que pareció abrir las puertas al reconocimiento jurídico de las parejas formadas por dos personas del mismo sexo, sin embargo, la literatura disponible poca, por cierto, parece indicar que estas “uniones de hecho” se refieren a la pareja formada por un hombre y una mujer.
En todo caso, este primer paso hacia el reconocimiento de las uniones de hecho o legales entre persona del mismo sexo, no tuvo mucho eco en el mundo jurídico, pues los grupos que impulsaron su creación avanzaron más rápido que la propia legislación y llegaron hasta la aprobación de los matrimonios (mal) llamados igualitarios.4
En nuestro país, la Ciudad de México, Coahuila y Campeche, son ejemplo de la escasísima legislación en la materia. Todas coinciden en definir a estas uniones como un acuerdo o contrato celebrado por dos personas mayores de edad, del mismo o diferente sexo, con el objeto de organizar una vida común (Aoun 2000).
En México, Adame (2007, 931-949), tomando como referencia la Ley de Sociedades en Convivencia para el Distrito Federal,5 señala que se trata de una sociedad voluntaria que se constituye exclusivamente entre dos personas, que pueden ser de diferente o del mismo sexo con el objeto de establecer un “hogar común, con voluntad de permanencia y ayuda mutua” y que “sólo pueden asociarse personas mayores de edad, con plena capacidad jurídica, que no estén unidas en matrimonio, concubinato o en otra sociedad de convivencia y que no sean parientes consanguíneos en línea recta, sin límite de grado, o en línea colateral hasta el cuarto grado” tal como lo señala el artículo 4o. de la ley en la Ciudad de México ya mencionada, similar a las definiciones y requisitos contenidos en la norma de Campeche.
En los acuerdos que dan nacimiento a esta sociedad, que pueden darse por escrito, los convivientes pueden establecer de manera libre las reglas de su convivencia, así como la forma de organizar sus relaciones patrimoniales. Estos acuerdos de voluntad para tener valor jurídico oponibles a terceros, deben ser registrados, en el caso de Campeche, en el Registro Público de la Propiedad y deben contener: nombre, datos generales y firma de los convivientes y de dos testigos, el domicilio donde pretenden establecer su hogar común, la manifestación expresa de vivir juntos para ayudarse mutua y permanentemente, así como los acuerdos señalados al inicio de este párrafo.
Los efectos de estas sociedades son semejantes a los del concubinato, de hecho, las normas tanto en Campeche como en la Ciudad de México, establecen, de manera precisa, que lo no previsto en ellas será regulado por las disposiciones sobre el concubinato. Finalmente, es de subrayar, que los convivientes están obligados a proporcionarse alimentos, además de los derechos sucesorios y para su terminación basta el acuerdo de ambas partes o la expresión unilateral de dar por terminada la relación, de la cual deberá darse aviso a la autoridad ante quien fue registrada y, en caso de ser expresión unilateral, deberá notificarse a la otra parte en un plazo no mayor a veinte días.
2. Su naturaleza jurídica
Tomando en consideración lo señalado en el punto anterior, podemos entender por qué en Francia se afirma que estas uniones son, en realidad, un concubinato organizado. Efectivamente, leemos:
...el concubinato organizado mediante un Pacto Civil de Solidaridad se aproxima al matrimonio, sin tener su carácter solemne ni su fuerza moral y simbólica; resulta paradójico constatar que, por su parte, el matrimonio, con la simplificación del procedimiento de divorcio y la relajación de las reglas relativas al cambio de régimen matrimonial, también se ha aproximado al Pacto Civil de Solidaridad (Ginisty 2006).
Esta afirmación, junto con la suplencia establecida por la ley regulatoria que se comenta, deja claro que, más allá de las críticas de las persona detractoras, la sociedad civil en convivencia, independientemente, del nombre que se le dé, es una institución de derecho de familia. En esta medida, se debe analizar e interpretar su normativa tomando en consideración los efectos diversos que esta figura tiene no sólo para las personas convivientes, sino para todo su entorno familiar y sus comunidades.
En este sentido, es relevante que la SCJN haya señalado -y lo reitere en esta acción de inconstitucionalidad- que la familia es una realidad social cuyo concepto es dinámico.6 Es muy pertinente retomar estas afirmaciones pues, efectivamente, el concepto familia no puede ser entendido ni estudiado a partir de concepciones rígidas que datan de épocas pretéritas y ya superadas. Sin embargo, se debe tener cuidado con estos términos en la identificación de la naturaleza jurídica de instituciones de derecho de familia como lo son las sociedades de convivencia, pues encontramos que este mismo concepto es utilizado con objetivos claramente opuestos a la línea discursiva de la SCJN y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Por ejemplo, una búsqueda somera de “familia como realidad social” nos lleva a esta definición: “La familia es una realidad social, de cultura. No podemos calificarla con conceptos de naturaleza ideológica. No se puede hablar hoy de familia conservadora o familia progresista: la familia es familia…”.7
En otras palabras, no perdamos el tiempo en definir algo que simplemente es y que tiene connotaciones culturales más allá de la memoria humana. Sin embargo, es importante entender que el concepto realidad social contiene un conjunto de comportamientos e interacciones personales en continua tensión y movimiento, por tanto, la familia -en singular- como realidad social debe estudiarse en el marco de las comunidades en las que se inserta; en un contexto histórico, cultural y evolutivo que refiere símbolos o construcciones simbólicas en una sociedad determinada y, a su vez, obliga a reconocer la influencia de diferentes factores de influencia tanto internos como externos.
Con estos elementos que la propia SCJN pone en el debate, más los referentes legislativos que indican de manera clara la suplencia de las normas sobre el concubinato en el ámbito de las sociedades de convivencia, es claro que su naturaleza jurídica no puede ser definida sino mediante una institución de derecho de familia que se crea por medio de un contrato o acuerdo de voluntades entre dos personas del mismo o de distinto sexo. Una naturaleza jurídica compleja como sucede con el matrimonio (Pérez Duarte 2007, pp. 73-82).
A partir de esta línea de reflexión se puede entender la gran resistencia que existe en México -reflejada también en algunas de las líneas discursivas de votos particulares- ante la evolución de esa realidad social llamada familia desde los derechos humanos que abre la puerta a la posibilidad de que personas que no responden al mandato de heteronormatividad de la llamada cultura mexicana puedan formar, de manera legal, una familia.
Esto mismo sucedió en Europa, donde pocos países legislaron en la materia antes de que se aprobaran los matrimonios entre personas del mismo sexo. Francia, Bélgica, los Países Bajos, Noruega, Dinamarca, Suecia, Islandia lo hicieron entre finales de la década de los ochenta y los noventa del siglo pasado. La resistencia fue grande a partir del miedo a que se modificara la legislación sobre concubinato y sobre matrimonio para abrirse a homosexuales y lesbianas, en un futuro no muy lejano a personas trans (Bach-Ignasse 2000).
Una resistencia que sigue presente en México, a pesar de que la SCJN ya determinó que aquellos ordenamientos civiles de la república que no permiten el matrimonio entre personas del mismo sexo son inconstitucionales.8 Las evidencias están en la prensa todos los días. Grupos que se identifican mediante ideologías judeocristianas alegan en todos los tonos y en cualquier foro en que se les permita expresar su opinión, que sólo existe una “familia natural” la formada por el hombre, la mujer y sus hijos (así en masculino). Por descontado se da que tienen derecho a expresar sus puntos de vista y a formar sus familias de conformidad con sus creencias e ideologías.
Lo que no pueden, en el marco de un Estado laico respetuoso de los derechos humanos, es pretender imponerse sobre otras formas de ser y de pensar, pues al Estado laico le corresponde establecer normas de convivencia en las que tengan cabida todas las expresiones de realidad social familiar y garantizar el respeto para todas ellas en un contexto de igualdad y no discriminación que considere el respeto a la dignidad de todas las personas como el punto de partida de las relaciones en la sociedad.
Ejemplo de ello, son las razones del disenso expresadas por el entonces ministro Eduardo Medina Mora en la acción de inconstitucional que se analiza. Él afirma que las normas de las sociedades de convivencia no son equiparables ni al matrimonio ni al concubinato, ignorando que la ley regulatoria establece la equiparación con esta última forma de unión familiar de manera expresa y sin lugar a dudas. También señala en su voto particular que las personas que suscriben estos acuerdos son solteras cuando la misma ley regulatoria señala que se les llama convivientes no solteros, creando un estado civil específico para esta figura; finalmente afirma que se trata de uniones que “no tienen condiciones de estabilidad y duración a largo plazo”, desconoce así una realidad: ni el matrimonio ni el concubinato tienen esas condiciones, pues la propia SCJN ha determinado que, por encima de las disposiciones legales está la libre determinación de las personas, es decir, la simple manifestación de la voluntad de no querer estar unido en concubinato o matrimonio es suficiente para dar por terminada la relación, aunque para este último deberá mediar una sentencia dictada por tribunal competente.
Esta idea de la permanencia del matrimonio que Medina Mora extiende al concubinato, tiene raíces decimonónicas y judeocristianas como las expresiones “hasta que la muerte los separe” o “lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” que son rituales en el matrimonio católico, ideología que permea el pensamiento del otrora ministro Medina Mora, pero ya no corresponden a la realidad social de esta institución, tampoco al concubinato.9
Con estadísticas, Medina Mora afirma que las personas no quieren la sociedad de convivencia en Campeche y concluye que las personas en esa entidad federativa la encuentran poco funcional sin “beneficio práctico”, argumento que es más una impresión personal que un dato basado en estudios empíricos; además, pierde de vista la evolución en el derecho de familia en México con la legalización de los matrimonios entre personas del mismo sexo y la declaración que la propia SCJN hizo sobre la inconstitucionalidad de todas aquellas disposiciones que limiten la unión conyugal a un hombre y una mujer.
En todo caso, las razones de disenso de Medina Mora no son suficientes para desvirtuar lo que la propia ley regulatoria determina y que señalan con claridad que las sociedades de convivencia son un mecanismo normativo para formar una familia al describir con puntualidad varios de los elementos de esta realidad social: las disposiciones de esta ley son de orden público e interés social, como todas las relacionadas con las familias; se aplican de manera supletoria las disposiciones de los Códigos Civil y de Procedimientos Civiles del Estado de Campeche, en especial en lo relativo al concubinato; el objetivo del contrato de los convivientes es el establecimiento de un domicilio común, con voluntad de permanencia y de ayuda mutua, para organizar su vida en común, de forma muy parecida a los objetivos del matrimonio.
III. La discriminación y el derecho a fundar una familia
Asentado que la sociedad en convivencia es una institución10 de derecho de familia con la que se tejió un puente entre el concepto heteronormado de este grupo social y el reconocimiento de la discriminación que sufren las personas cuya preferencia o identidad sexual no se enmarca en la heterosexualidad que afecta, entre otros derechos humanos, el derecho a fundar una familia contenido en el artículo 23 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (en adelante ICCPR por sus siglas en inglés), en el cual, se establece que la “familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”; norma relacionada con el artículo 10 del Pacto Internacional sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales en el que se amplían los límites de la protección del Estado a este grupo social, al señalar que se “debe conceder a la familia, que es el elemento natural y fundamental de la sociedad, la más amplia protección y asistencia posibles, especialmente para su constitución y mientras sea responsable del cuidado y la educación de los hijos a su cargo”.11
El Comité de Derechos Humanos (en adelante CCPR por sus siglas en inglés), órgano de vigilancia del ICCPR, en su Observación general 1912 reconoció que no es posible definir de manera uniforme del concepto familia -ni en singular y mucho menos en plural- porque hay diferencias culturales e ideológicas importantes entre uno y otro Estado parte de este instrumento internacional, como las hay al interior de estos mismos entre sus diferentes regiones.
Si bien es cierto que en esa época con el reconocimiento de la diversidad de familias se hacía referencia a: la familia de tipo nuclear, es decir, la conformada por las y los progenitores y su prole; la familia extendida, es decir, en la que se incluyen varias generaciones habitando en el mismo hogar o con relaciones reconocidas por la legislación; a las “parejas que no han contraído matrimonio y sus hijos”, y a las familias monoparentales, todavía no se reconocía la posibilidad de que personas del mismo sexo se unieran para formar una familia. Precisamente, la incursión en la figura que se comenta, es el primer acercamiento formal y normativo.
Dicho esto, es importante subrayar cómo desde los años noventa del siglo XX se empezó a entender que “la familia” es un constructo sociocultural presente en la historia de la humanidad en la medida en que todas las personas nacen en un entorno familiar, incluso en la precariedad y la orfandad existe la paradoja de esta realidad social a partir de la carencia; sin embargo, no tiene una definición que permita englobar la complejidad que este grupo/realidad social implica y menos si se hace referencia a través del singular. Hoy estamos ante un plural más complejo y diverso.
En este contexto, desde el punto de vista jurídico, se reconoce que hasta el siglo pasado, hace no más de 20 años, la figura jurídica que organizaba de manera unívoca la vida en pareja de dos personas (hombre y mujer) para vivir en común y formar su familia, era el matrimonio. Se dice:
Nos habíamos acostumbrado a esta unicidad y parecía inimaginable, hasta hace algunos años, cuestionarla. Sin embargo, es ya una realidad: hoy hay tres esquemas jurídicos distintos que pasan por la vida en pareja porque a la vida en matrimonio y al pacto civil se deben añadir las disposiciones sobre el concubinato que se inscribieron en la legislación a partir de la discusión sobre los PACS (Bach-Ignasse 2000, 85).
Sí, ya estaban inscritas y a ellas se añade el matrimonio entre personas del mismo sexo, cuya aprobación pasó por los mismos discursos y argumentos pues se reconoce que estos pactos de convivencia encierran prácticas claramente discriminatorias como el rechazo a celebrar contratos de arrendamiento a estas parejas, reconocer que son una pareja formal y, por tanto, una familia. Incluso, la propia figura surge como un paliativo a la demanda de la llamada comunidad LGBTTTIQ del reconocimiento de estas familias.13 Digo bien, paliativo, porque con ello se pretendió mantener al matrimonio como una unión entre un hombre y una mujer.
Sin embargo, es posible encontrar el hilo discriminador que subyace cada vez que se toca el tema. Por ejemplo, en la misma observación general del CCPR se especifica que “el derecho a fundar una familia implica, en principio, la posibilidad de procrear y de vivir juntos”, es decir, se unen dos componentes: la vida en común y la posibilidad de procrear. Posibilidad que hoy en día permite incluir en el abanico de parejas que pueden no procrear entre ellas pero sí hacer vida en común, distintas a las compuestas por dos personas del mismo sexo, por tanto, no habría necesidad de hacer ninguna aclaración aunque, en la época en que se emitió esta observación general, en el imaginario colectivo de las y los integrantes del CCPR sólo existía la pareja formada por un hombre y una mujer.
La disposición normativa no limita ni excluye como tampoco lo hacen las observaciones posteriores, pero es evidente que la resistencia ahí está, ¿por qué? La respuesta puede encontrarse en las reacciones que se presentaron con la aparición de la figura de sociedad de convivencia en el marco del derecho de familia en el país y la primera aprobación de reformas a los ordenamientos civiles para reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo.
Así, en la exposición de motivos de la Ley de Sociedad de Convivencia para el Distrito Federal, se reconoce un lenguaje que pretendió ser incluyente, sin embargo, ahí mismo están las semillas de los prejuicios discriminatorios. Efectivamente, se utilizan conceptos como “expresión del amplio espectro de la diversidad social” por medio del cual pareciera que hay un reconocimiento a las diversas manifestaciones de la sexualidad y de las relaciones de pareja a las que se les pretende dar reconocimiento, un orden legal y un sentido de permanencia; sin embargo, expresiones como la que indica que esta figura “no interfiere en absoluto, con la institución del matrimonio ni la vulnera” o “no enfrenta ni desafía a las familias convencionales ni pretende socavar los valores morales de las personas” contradicen la intención de reconocer esa diversidad, pues generan un régimen exclusivo para las parejas del mismo sexo cuyas consecuencias no son ni siquiera similares a las del matrimonio o del concubinato, estableciendo un instituto de derecho familiar limitado, excluyente y discriminador, a pesar de que, tanto en la Ciudad de México como en Campeche la institución supletoria es el concubinato.
Esta misma tensión entre valores tradicionales heteronormados y el reconocimiento de la diversidad humana más allá del componente binario hombre/mujer heterosexuales se encuentra, tanto en el texto de la resolución que recayó a la acción de inconstitucionalidad 8/2014 de la SCJN que se analiza, como en el artículo 19 de la ley regulatoria que excluye de la posibilidad de adopción a las personas que se unen bajo este régimen, sin analizar si dicha adopción es o no benéfica para una determinada persona menor de edad.
¿Por qué ha sucedido esto? En el trabajo de reflexión del Laboratorio Nacional Diversidades14 publicaron recientemente una serie de artículos en los que se debate sobre este tema y resaltan una serie de ideas que muestran la trama que se ha creado entre la naturalización de un concepto unívoco de familia y la discriminación hacia todas aquellas personas que no se amoldan al mismo.
Adriana Segobia explica que el modelo universal de familia, “…se volvió normativo, formando parte de estructuras y símbolos propios de una cultura dominante que tiende a dictar no lo que la familia es, sino lo que debe ser. Y como tal, se volvió restrictivo de las múltiples posibilidades de ser familia y de ser humano” (Segobia 2018, 5).
Un modelo rígido y estereotipado que, sigue diciendo Segobia, termina aparentando una perfección mediante su acogida en todas las estructuras socioculturales, incluso las normativas, creando un imaginario social que se retroalimenta, reproduce y perpetúa de tal manera que en su propia estructura lleva el germen de la discriminación hacia todas las personas que se alejan de dicho modelo que lleva aparejado afectaciones anímicas, limitaciones en la concreción de un proyecto de vida digna con autonomía y exclusiones en los ámbitos de la legitimidad y el desarrollo económico, social y cultural (Segobia 2018, 5-6).
En este contexto, Segobia, siguiendo a Michel Foucault, señala que la normalización del modelo único de familia lleva en sí los instrumentos de vigilancia y castigo que se ejercen tanto de manera colectiva como individualizada, por tanto, el ejercicio de empatía que podría ayudar a romper estos modelos estereotipados se ahoga antes de emerger por resistencias individuales y sociales propias de la cultura dominante. En esta medida, los problemas de las familias homoparentales, lesbomaternales o transparentales15 no se encuentran en el funcionamiento de las mismas, ni en las relaciones de las personas que integran estos grupos familiares, incluidos niños, niñas y adolescentes, sino en la discriminación exterior que limita su reconocimiento y la interacción de estos grupos familiares con el conjunto de la comunidad y su entorno (Golombok 2006).
Esta resistencia la encontramos reflejada en los comentarios emitidos por Medina Mora en el voto particular que emitió en la acción de inconstitucionalidad 8/2014, tanto hacia la creación de la figura de sociedades civiles de convivencia, como hacia la negativa a reconocer que se trata de una institución de derecho de familia.
Además, es importante destacar que este primer acercamiento normativo ha sido superado por la realidad social llamada familia y por el reconocimiento de la amplia diversidad humana traducida en los ordenamientos civiles y familiares en materia de matrimonios entre personas del mismo sexo a los que se suman las decisiones jurisprudenciales de la misma SCJN por medio de las cuales se señala, de manera muy clara, que toda aquella legislación que prohíba o inhiba la celebración de estos matrimonios es inconstitucional (acción de inconstitucionalidad 2/2010).16
IV. Adopción e interés superior de la infancia
El modelo único de familia con pretensiones de universalidad que ya ha sido superado, se basó en la creencia de que todas las personas adultas, en especial las mujeres, tienen una tendencia o pulsión natural hacia la procreación, un instinto o deseo de ser padre o madre (véase Poussin 1999; Badinter 1981; Bandinter 2011); de tal suerte que, las estructuras sociales, entre las cuales se encuentra el derecho, crearon una institución para permitir a quienes, por múltiples razones, no podían procrear, tener la posibilidad de satisfacer estas pulsiones o instintos criando a un niño, niña o adolescente como si fuera propio. Esa institución es la adopción, misma que evolucionó, como todas las instituciones de derecho de familia, de la atención y vigilancia sobre las personas que adoptan al cuidado de los derechos del niño, niña o adolescente que es adoptado. Una transición aparejada a “la necesidad de preservar la inherente flexibilidad del concepto de familia” (Oficina de Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los derechos humanos 2001) cuya evolución ha sido marcada por el trabajo en materia de derechos humanos17 de diferentes sectores de la población, las reivindicaciones feministas por la igualdad, las de la llamada comunidad LGBTTTIQ+ por la no discriminación, así como la necesidad de proteger a la infancia.
Con estas coordenadas, señala Raphael que: “Pensar en un modelo de familia heteronormativo como única opción supone la no aceptación del carácter del concepto “familia” como institución social, y es que ésta evoluciona o debe evolucionar con las transformaciones graduales que tienen lugar en el desarrollo de las sociedades, siendo siempre el resultado de este desarrollo histórico” (Raphael de la Madrid 2018, 22).
En este contexto, la adopción de una persona menor de edad por una pareja formada por dos hombres o dos mujeres, como resultado de la evolución del concepto “familia” no es buena ni mala a priori, como tampoco lo es la adopción por personas heterosexuales. En ambos supuestos, tal como señala la SCJN en la acción de inconstitucionalidad que se analiza, “...el Estado tiene la obligación de proteger en un proceso de adopción el interés superior de los niños, niñas y adolescentes para ser adoptados por persona o personas idóneas, que le brinden la posibilidad de formar parte de una familia, y de crecer en un ambiente en el que desarrollen sus potencialidades y sean cuidados”.
En este mismo sentido podemos observar las razones por las cuales se aprobó la adopción por homosexuales o lesbianas en, por ejemplo, España. En este país, al introducir las reformas correspondientes, se argumentó que:
El interés del menor no puede determinarse apriorísticamente con base a la orientación sexual de los solicitantes, sino que habrá que valorarse por la autoridad judicial en cada adopción concreta.
Al posibilitar que la pareja homosexual adopte los hijos del otro se pretende legalizar la situación de hecho en la que el hijo o hija tiene dos madres o dos padres […] En definitiva se trata de una cobertura legal a una realidad emocional.
La adopción conjunta obedece al interés superior del menor en tanto influye en que el menor pase el mínimo de tiempo posible en un centro de acogimiento o en situación de acogimiento familiar simple sin voluntad de adoptar.
Tres consideraciones que corresponden a los elementos torales de esta acción de inconstitucionalidad 8/2014: la decisión sobre una adopción siempre debe tomarse evaluando los elementos casuísticos de cada una; no deben prevalecer ni especulaciones ni presunciones ni estereotipos sobre las características de quienes desean adoptar. Tampoco, dicho sea de paso, son válidas las consideraciones que apuntan a un posible rechazo social de un niño, niña o adolescente en particular, por tener dos padres o dos madres pues se trata de actos de discriminación que deben ser erradicados no tolerados ni utilizados como argumentos a tener en cuenta en casos de adopción.
Los únicos elementos que deben ser valorados en cualquier adopción giran en torno a la capacidad o idoneidad de quienes quieren adoptar a una niña, niño o adolescente para proporcionarle cuidados adecuados, un desarrollo pleno, atención y protección en un entorno de amor y respeto en un espacio de relación familiar, más allá de cómo esté formada e integrada la familia en particular.
Cualquier otra consideración es discriminatoria y vulnera derechos humanos, como claramente sucede con el artículo 19 de la ley regulatoria impugnado por la CDHCampeche. Sin embargo, es pertinente volver a destacar que dicha norma no se refiere a uniones entre personas del mismo sexo de manera exclusiva, sino a una forma específica de formar un núcleo familiar que está a medio camino entre el matrimonio y el concubinato, por la que pueden optar tanto parejas heterosexuales como homosexuales, lésbicas o trans, como ya expliqué en el numeral anterior.
V. Reflexiones finales a manera de conclusiones
La resolución de la SCJN sobre a la acción de inconstitucionalidad 8/2014 genera amplios espacios de debate filosófico sobre derechos humanos, igualdades, lenguaje jurídico, familias, discriminaciones. Pero, el espacio con que se cuenta para ello, es limitado, así es que, por el momento, y habiendo apuntado algunas vertientes de reflexión, es momento de proponer respuestas a las preguntas apuntadas en la Introducción a este análisis. Veamos.
a) La primera de ellas es: ¿por qué la CDHCampeche supone, como se señala en los conceptos de invalidez, que es precisamente la orientación sexual de los convivientes la que se encuentra en el centro de la Ley en Convivencia -por tanto, del artículo 19 que se impugna- cuando claramente en todo el texto de la norma se refiere a personas de distinto o del mismo sexo?
Pareciera que no hay razón alguna para que se haga este énfasis, pero tanto la CDHCampeche como la SCJN motivan su análisis central en esta perspectiva de discriminación: la orientación sexual.
Parafraseando a Ángela Figueruelo Burrieza (2008, 245-271), esta acción de inconstitucionalidad se interpone por violación a un derecho humano fundamental: la igualdad. Ello plantea un debate en el que se intenta establecer un término medio entre “el grado de igualdad tolerable en el marco de una sociedad liberal” (Figueruelo 2008, 245-271) frente a la igualdad de resultados.
Es cierto que la autora que cito se refiere a la igualdad entre mujeres y hombres, sin embargo, la igualdad es un referente axiológico válido para cualquier relación entre seres humanos en la medida en que la base en que se asienta es el respeto a la dignidad de todas las personas. De esta manera, los argumentos vertidos tanto por la CDHCampeche como por la SCJN apuntan claramente a la preocupación que se encuentra en el fondo del asunto: definir si hay o no compatibilidad entre el derecho de una persona heterosexual a formar una familia y el derecho de una persona con una orientación sexual distinta a ésta, con idénticos resultados entre unas y otras; es decir, en el respeto a las diferencias y a la preservación de la diversidad entre seres humanos.18
Traer a colación la categoría analítica “orientación sexual” en el análisis de constitucionalidad de una ley que tiene como centro la creación de una institución de derecho familiar diversa a las dos reconocidas en el ordenamiento jurídico mexicano y abierta a todas las personas, es un ejemplo claro de cómo interactúan los prejuicios culturales en todos los espacios sociales, por lo que es obligado a reconocer que en esta categoría analítica existe un elevado grado de presunción de inconstitucionalidad en el artículo impugnado y, dicho sea de paso, en la propia aplicación de la ley regulatoria.
En otras palabras, estamos ante la necesidad de hacer el escrutinio estricto y la interpretación jurisdiccional de esta norma en clave de derechos humanos, por tanto, es imperativo reconocer “el valor de la igualdad como parámetro fundamental en el plano ético, político, jurídico, económico y social”; su carácter multidimensional e interseccional a través del cual opera de forma relacional, es decir, “implicando un juicio comparativo allí donde se pretenden establecer identidades y diferencias entre dos realidades que disponen al menos de una característica relevante común” (Figueruelo 2008).
b) La segunda de estas preguntas está enunciada como ¿es o no la sociedad en convivencia una institución de derecho cuyo objeto sea la fundación de una familia?
La única respuesta posible es una afirmación categórica: sí, la sociedad en convivencia es institución fundante de una familia, con características y organización diversa a la reconocida legalmente como la única en nuestro país hasta la década de los noventa del siglo XX, pero, familia a fin de cuentas.
Sin embargo, tomando en cuenta que, como señala Ángela Figueruelo Burrieza, lo natural son las profundas desigualdades que el sistema jurídico patriarcal genera, cabe afirmar que, a pesar de que se trata de un ejercicio que busca la igualdad y la no discriminación, en el fondo, hay un pensamiento discriminador, presente tanto en el artículo 19 de la ley regulatoria, como en la misma figura que crea esta ley pues establece un esquema con visos de unión familiar, para evitar los matrimonios entre personas del mismo sexo.
En este sentido, vale la pena rescatar el pensamiento de Lucía Raphael (2018, 26): “Suponer que la decencia y el bien moral dependen de la familia, como este modelo ideal que reduce el bienestar social a una conformación ideológica que, además ha probado su fragilidad, es defender un modelo único de pensamiento, de cultura, de costumbres, de perspectiva; es ir en contra de todo lo que la democracia supone y defiende”.
Efectivamente, el derecho a formar una familia, es atravesado por el derecho a la igualdad y a la no discriminación, más allá del modelo patriarcal de estos grupos sociales, en plural para evidenciar su diversidad.
c) La última pregunta, ¿qué supone el interés superior de la infancia en una adopción y cómo se decide qué está bien para un niño, niña o adolescente sin familia?
Está definido en la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño (niña y adolescente)19 en la que los Estados parte, como México, reconocen que “el niño, para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, debe crecer en el seno de la familia, en un ambiente de felicidad, amor y comprensión” y que “en todos los países del mundo hay niños que viven en condiciones excepcionalmente difíciles y que esos niños necesitan especial consideración”, en consecuencia, cuando un niño, niña o adolescente esté privado de su familia de origen de manera permanente, por la razón que sea, las consideraciones que deben valorarse para incorporarlo a una familia a través de la adopción, deben ser: la máxima protección posible; la continuidad en su educación tomando en consideración su origen étnico, religioso, cultural y lingüístico; la aptitud de las personas que van a adoptar para cuidar con amor, atender con dedicación, proteger y facilitar el desarrollo integral y armónico de una niña, niño o adolescente en particular. Consideraciones que no incluyen ni la identidad sexo genérica ni las preferencias sexuales de las personas que adoptan.
Así de simple, así de complejo.