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Boletín mexicano de derecho comparado

versión On-line ISSN 2448-4873versión impresa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.53 no.159 Ciudad de México sep./dic. 2020  Epub 21-Ene-2022

https://doi.org/10.22201/iij.24484873e.2020.159.15798 

Artículos

La autonomía municipal y la conservación de la biodiversidad en México

The municipal autonomy and the conservation of biodiversity in Mexico

Fidel García Granados* 
http://orcid.org/0000-0001-6610-2024

*Maestro en Derecho Constitucional por la Universidad Iberoamericana León. Maestro en Política y Gestión Pública por el ITESO. Candidato a doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Guanajuato. Profesor de posgrado en la Universidad Iberoamericana León. Decano del Colegio Nacional de Abogados Municipalistas. Correo electrónico: fidel.garcia@derechomunicipal.org.mx.


Resumen:

La conservación de la biodiversidad y, en particular, aquella que requiere efectuarse in situ, demanda de un fuerte anclaje con el territorio, cuya gestión es, en México, competencia de los municipios. Sin embargo, han sido muy limitadas las facultades que, para ese objeto, explícitamente se les han asignado a los gobiernos municipales en las leyes generales en la materia, emitidas por el congreso federal. No obstante, la autonomía normativa, constitucionalmente reconocida a los municipios, encarna una interesante área de oportunidad para la inclusión de la conservación de la biodiversidad en la normativa de los municipios.

Palabras clave: autonomía municipal; biodiversidad; derecho ambiental; ordenamiento territorial; sustentabilidad

Abstract:

The conservation of biodiversity and, in particular, that which needs to be carried out in situ, demands a strong anchorage with the territory, whose management is, in Mexico, the competence of the municipalities. However, the powers that, for that purpose, have explicitly been assigned to municipal governments in the general laws on the matter, issued by the federal congress, have been very limited. Nevertheless, the normative autonomy, constitutionally recognized to the municipalities, embodies an interesting area of opportunity for the inclusion of biodiversity conservation in the regulations of the municipalities.

Keywords: municipal autonomy; biodiversity; environmental law; territorial planning; sustainability

Sumario: I. Introducción. II. La conservación de la biodiversidad. III. El marco constitucional para la conservación de la biodiversidad en México. IV. La legislación mexicana para la conservación de la biodiversidad. V. La autonomía municipal y la conservación de la biodiversidad. VI. Conclusiones. VII. Bibliografía.

I. Introducción

En el Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB), aprobado en junio de 1992, los estados parte reconocieron a la biodiversidad1 como interés común de la humanidad, así como un componente integrante del proceso de desarrollo (Ibarra 2003, 180). Por ello, suscribieron ese tratado, resueltos a conservar y utilizar de manera sustentable la diversidad biológica en beneficio de las generaciones actuales y futuras.

Sin embargo, algunas evaluaciones sobre la normativa mexicana en esa materia (Sánchez 2012; Olivo 2016) sugieren su escasa efectividad en el cumplimiento de los objetivos de dicho tratado. Si bien, en tales disertaciones se ha reconocido la complejidad intrínseca de la gestión de la diversidad biológica, se ha pasado por alto que, en los estados federales -como el mexicano-, esa gestión se incrusta en un conjunto articulado de sistemas normativos que distribuyen la atención de los asuntos relativos entre diversos órdenes y entes de gobierno.

En México, para la conservación de la biodiversidad, diversas leyes generales, expedidas al amparo del artículo 73, fracción XXIX-G constitucional, delinean ámbitos de competencia coincidentes -concurrentes, según la propia ley fundamental- entre diferentes órdenes de gobierno, pero que adolecen de una fuerte carga centralizadora y en los que, consecuentemente, los municipios cuentan con una intervención marginal. Ello no sólo ha inhibido la intervención de este orden de gobierno en la gestión de tales asuntos, sino que ha disociado la conservación de la diversidad biológica del ordenamiento del territorio que, por mandato constitucional, está fundamentalmente a cargo de los municipios, lo que, a su vez, estaría limitando la efectividad de la normativa para la conservación de la biodiversidad, particularmente aquella que deba efectuarse in situ, que incluye, entre otros aspectos, la protección a los hábitats y a las especies en sus ambientes naturales.

Si bien, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha llegado a considerar que tales leyes generales implican la posibilidad de que el Congreso de la Unión fijara un reparto de competencias,2 a partir del análisis hermenéutico de las normas constitucionales relativas al ámbito municipal, así como de algunos criterios jurisprudenciales posteriores, sentados por el propio tribunal máximo, es factible ofrecer una interpretación del citado artículo 73, fracción XXIX-G constitucional que sustente la estructuración de ámbitos competenciales verdaderamente coincidentes, así como una intervención mucho más amplia de los gobiernos municipales en la materia que, además, alinee las funciones que les son propias -señaladamente las relativas al ordenamiento del territorio- a la consecución de los objetivos de la conservación de la diversidad biológica.

II. La conservación de la biodiversidad

La Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, efectuada en Estocolmo en 1972, produjo uno de los primeros instrumentos de alcance global que se refirieron a la conservación de la biodiversidad. En la declaración emitida en esa cumbre se estipula, en su segundo principio, que los recursos naturales del planeta, incluidos la flora y la fauna, deben preservarse en beneficio de las generaciones presentes y futuras; en el cuarto principio, por su parte, se afirma que la humanidad tiene la responsabilidad especial de preservar y administrar juiciosamente el patrimonio de la flora y la fauna silvestres y su hábitat.

En octubre de 1982, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas expidió la Carta Mundial de la Naturaleza con la que se establecieron -sin valor vinculante- los principios generales para su conservación. En el preámbulo de esa declaración, los países signantes se manifestaron conscientes de que la especie humana es parte de la naturaleza y la vida depende del funcionamiento ininterrumpido de los sistemas naturales. Asimismo, se manifestaron convencidos de la urgencia que reviste mantener el equilibrio y la calidad de la naturaleza y conservar los recursos naturales.

Con la Carta, los países signantes reconocen que no es posible satisfacer las necesidades sociales a menos que se asegure el funcionamiento adecuado de los sistemas naturales. Para ello, en la planificación y realización de las actividades de desarrollo social y económico, debe tenerse a la conservación de la naturaleza como parte integrante de las mismas; también se consigna que los ecosistemas y los especímenes útiles para la humanidad deben administrarse de manera que conserven su productividad óptima y sin poner en peligro la integridad de los otros ecosistemas y especies con los que coexistan. Asimismo, los países signantes se comprometieron a aplicar los principios establecidos en la carta, incorporándolos en su derecho interno.

A pesar del carácter no vinculante tanto de la declaración de Estocolmo como de la Carta Mundial de la Naturaleza, ambos instrumentos contienen el compromiso de los países signantes, no sólo frente a la comunidad internacional sino ante sus propios conciudadanos (García Granados 2010, 140), para revisar de manera constante sus respectivos sistemas jurídicos, para implementar las medidas que garanticen su aplicación efectiva, a fin de concretar las expectativas jurídicas y políticas que se crean con la suscripción de esos instrumentos, habida cuenta que sus postulados prepararon el camino que un decenio después llevó a la adopción del CDB (Bou 1999, 367).

El CDB fue adoptado en junio de 1992, durante la Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo que se efectuó en Río de Janeiro. El Estado mexicano lo suscribió en la propia cumbre, lo ratificó el 3 de diciembre del mismo año y lo publicó oficialmente el 7 de mayo de 1993. El convenio entró en vigor el 29 de diciembre del mismo año, una vez que, conforme al artículo 36 del propio convenio, fue depositado el trigésimo instrumento de ratificación o adhesión.

El CDB tiene tres objetivos principales -a saber, la conservación de la biodiversidad y la utilización sustentable de sus componentes y la participación justa y equitativa de los beneficios resultantes de la utilización de los recursos genéticos- cuya finalidad es poner los principios básicos sobre los cuales debe estructurarse un marco jurídico adecuado para alcanzar mecanismos de gestión y de salvaguarda de la biodiversidad mundial (Negri 2010, 149).

La consecución de estos objetivos está regida por el principio general previsto en el artículo 3o. del CDB, en el que se reconoce que, si bien, los estados parte tienen el derecho soberano de explotar sus propios recursos, tienen la obligación correlativa de asegurar que las actividades que se lleven a cabo dentro de su jurisdicción o bajo su control no perjudiquen al medio de otros estados o de zonas situadas fuera de toda jurisdicción nacional, ya que todos los estados parte tienen un interés legítimo común en su conservación (Crawford 2000, citado por González 2016, 203).

Para la implementación de las medidas de conservación previstas en el CDB se distinguen aquellas que han de realizarse in situ, de las que deben implementarse ex situ. La conservación in situ implica, básicamente, la de los ecosistemas y los hábitats naturales, así como al mantenimiento y recuperación de poblaciones viables de especies en sus entornos naturales.3 Ello importa la implementación de diversas acciones que, por la variabilidad tanto de los recursos biológicos como de sus hábitats, sólo pueden determinarse y llevarse a cabo en el ámbito nacional e incluso local (Ibarra 2003, 186). Entre las acciones comprometidas por los estados parte en el artículo 8o. del CDB cabe mencionar:

  • - El establecimiento de sistemas de áreas naturales protegidas o de aquellas donde haya que tomar medidas especiales para conservar la diversidad biológica.

  • - La protección a los ecosistemas y hábitats naturales, así como el mantenimiento de poblaciones viables de especies en entornos naturales.

  • - La rehabilitación y restauración de los ecosistemas degradados y la recuperación de especies amenazadas.

  • - El establecimiento de medidas para impedir la introducción, así como para controlar o erradicar las especies exóticas que amenacen a ecosistemas, hábitats o especies.

  • - La expedición de normas para la protección a especies y poblaciones amenazadas, así como para la ordenación de los procesos o actividades relacionadas con efectos adversos importantes para la diversidad biológica.

Estos compromisos ponen de manifiesto que el régimen para la conservación de la biodiversidad establecido en el CDB, en particular para aquella que debe efectuarse in situ, requiere de un fuerte anclaje local ya que, estando dirigida a la protección a los hábitats y a las especies en sus ambientes naturales, está relacionada directamente con el ordenamiento del territorio que, en México, es fundamentalmente competencia de los municipios.

III. El marco constitucional para la conservación de la biodiversidad en México

La conservación de la biodiversidad en México encuentra sustento en lo dispuesto en el artículo 27, párrafo tercero de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en el que, desde el texto originario, se estipula, por una parte, que la nación tendrá en todo tiempo el derecho tanto de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público.

La interpretación que ha efectuado la Suprema Corte de Justicia de la Nación de este supuesto constitucional ha determinado que estas modalidades se materializan cuando, primero, un mandato de carácter general y permanente la impone y, segundo, produce una extinción parcial de los atributos de la propiedad4 o sólo de alguno o algunos de ellos; es decir, se limitan5 tales atributivos, mas no se suprimen.6 Esta potestad pública resulta ambientalmente relevante si se considera que la protección al entorno y la preservación del equilibrio ecológico pueden llegar a requerir la limitación de ciertos atributos del derecho de propiedad (Brañes 2000, 75).

Por otra parte, en el mismo dispositivo constitucional se faculta a la nación, desde el texto originario, a regular el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación para, entre otros objetivos, cuidar de su conservación; con la reforma de agosto de 1987 se especificó que esa potestad pública también incluía la adopción de las medidas necesarias para preservar y restaurar el equilibrio ecológico.

Así, el principio de conservación de los elementos naturales, estipulado en el tercer párrafo del artículo 27 constitucional, se materializa tanto mediante la sujeción del derecho de propiedad a las modalidades dictadas por el interés público como a través de la regulación del aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, dictando las medidas necesarias tanto para cuidar de su conservación, como para preservar y restaurar el equilibrio ecológico.

Por otra parte, la conservación de la biodiversidad, como acción pública, está condicionada por la manera en que se distribuye la atención de los asuntos relativos entre los diferentes órdenes y entes de gobierno. El Estado mexicano está organizado como una República federal cuyo sistema de distribución competencial está definido en los artículos 73, 115 a 122 y 124 de su Constitución, sostenido a partir del principio establecido en este último precepto, que estatuye que las facultades que no están expresamente concedidas por la propia ley fundamental a los funcionarios federales, se entienden reservadas a los estados.

En el texto original de la Constitución mexicana no se facultó expresamente al Congreso federal para legislar en materia ambiental, lo que significaría que la misma estaba reservada a los congresos locales, en términos del citado artículo 124 constitucional, ya que sólo era de competencia federal -conforme a lo dispuesto en el artículo 73, fracción XVII de la propia ley fundamental- la regulación del uso y aprovechamiento de las aguas de jurisdicción federal, habida cuenta que las potestades públicas previstas en el párrafo tercero del artículo 27 constitucional, para el establecimiento tanto de modalidades a la propiedad privada y para la regulación del aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, tampoco eran exclusivas de la Federación, ya que podrían también establecerse en ordenamientos locales.

La posterior ampliación del espectro competencial de las autoridades federales en determinados asuntos de relevancia ambiental,7 aunada a la omisión de las legislaturas locales en desarrollar marcos normativos en la materia -al amparo del artículo 124 constitucional- motivó la reforma de agosto de 1987, con la que, con el propósito de especificar el sistema de distribución competencial que se deriva de la constitución, así como de propiciar un esquema de coordinación administrativa entre los diferentes órdenes de gobierno,8 se adicionó la fracción XXIX-G al artículo 73 constitucional, con la que se facultó al Congreso de la Unión para expedir leyes que establezcan la concurrencia de los diferentes órdenes de gobierno, en el ámbito de sus respectivas competencias, en materia de protección al ambiente y de preservación y restauración del equilibrio ecológico.

La denotación que del término concurrencia se utiliza en ese precepto constitucional alude al ejercicio simultáneo de una serie de atribuciones que, sobre la misma materia, corresponden a la Federación, los estados, los municipios y la Ciudad de México, subyaciendo la noción de que tales facultades deben ejercerse de manera coordinada por tratarse de una misma materia y, por consiguiente, de una misma gestión (Brañes 2000, 89) que, sin embargo, debe desarrollarse en el marco de un diseño institucional que la constriñe a diversificarse entre diversos ámbitos de validez, delimitados funcional y territorialmente conforme a la esfera competencial que la Constitución confiere a los diferentes órganos públicos que intervienen en la consecución de ese cometido.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación ha interpretado -al igual que cierto sector doctrinario (Carmona 2003, 23)- que este dispositivo constitucional faculta al Congreso de la Unión para expedir leyes cuyo propósito principal consiste en distribuir las competencias en materia ambiental, aduciendo que el órgano reformador de la Constitución había estipulado, para ciertas materias, la posibilidad de que fuese el Congreso de la Unión, que no la propia ley fundamental, quien fijara el reparto de competencias entre los diferentes órdenes de gobierno, correspondiendo al propio legislativo determinar la forma y los términos de la participación de dichos entes por medio de una ley general.

Esta interpretación, sin embargo, omite un aspecto relevante de las normas constitucionales relativas a las llamadas facultades concurrentes. Si bien, en determinados casos el Congreso de la Unión está facultado para realizar la distribución de competencias entre los diferentes órdenes de gobierno, en otros supuestos, la norma constitucional explícitamente acota esa potestad legislativa a las respectivas competencias que corresponde a cada orden de gobierno, lo que significa que, en tales casos, se da por supuesto que dichas competencias están determinadas de antemano por la propia Constitución y lo único que puede hacer el legislador federal ordinario es señalar las modalidades de su ejercicio (Azuela 1995, 33).

Se trata, entonces, de dos clases distintas de leyes generales; por un lado, aquellas respecto a las que el Congreso de la Unión goza de una amplia libertad configurativa para realizar la distribución de competencias entre los diferentes órdenes de gobierno como, por ejemplo, aquellas en materia educativa y de seguridad pública emanadas de las fracciones XXIII y XXV del artículo 73 constitucional y, por el otro, las leyes generales en las que tal libertad configurativa está acotada a las respectivas competencias que la propia Constitución reconoce para cada orden de gobierno, como es el caso de las leyes ambientales sustentadas en la fracción XXIX-G del mismo dispositivo constitucional y de, por ejemplo, aquellas expedidas conforme a la fracción XXIX-C del mismo artículo constitucional en materia de ordenamiento territorial.

El artículo 73, fracción XXIX-G constitucional, así interpretado, importa una norma garantista de la autodeterminación normativa local, tanto estatal como municipal, por la que, ante la eventual asignación de atribuciones de manera distinta a las derivadas de la Constitución mexicana que pudiera mermar la esfera competencial de alguno de los órdenes de gobierno locales, tales leyes generales adolecerían de inconstitucionalidad (Zapata y Meade 2009, 35), dada la condición de que las atribuciones que para las autoridades federales deben ser explícitas en el texto constitucional -en términos del artículo 124 de la Constitución mexicana- frente a la amplitud normativa que se deriva tanto de la reserva de facultades estipulada en el mismo dispositivo constitucional, como de la autonomía municipal reconocida en el artículo 115, fracción II de la propia ley fundamental.

No obstante, en tales leyes generales, no sólo se ha omitido el reconocimiento a la autonomía normativa de estados y municipios, sino que lejos de establecerse mecanismos de concurrencia entre órdenes de gobierno, tal como se ordena en la propia Constitución mexicana, la ley acaba creando regímenes excluyentes de competencias (Azuela 2001, 223) entre la Federación, los estados, los municipios y la Ciudad de México.

IV. La legislación mexicana para la conservación de la biodiversidad

Al amparo de la fracción XXIX-G del artículo 73 constitucional fue publicada, en enero de 1988, la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente (LGEEPA) en la que se estipularon algunas de las primeras disposiciones para la conservación de la biodiversidad.9

En el texto original de esa ley se estableció, en el capítulo V de su título primero, relativo a los entonces denominados instrumentos de la política ecológica, una sección VII, identificada como “Medidas de Protección de Áreas Naturales” e integrada sólo por el artículo 38, en el que estipulaba que los diversos órdenes de gobierno deberían establecer medidas de protección de cualquier área natural, a fin de asegurar la preservación y restauración de los ecosistemas, especialmente los más representativos y aquellos que se encuentren sujetos a procesos de deterioro o degradación. Esta norma configuraba un principio general, aplicable a cualquier espacio natural, independientemente del régimen de protección al que pudiese estar sujeto conforme al propio ordenamiento.

Por otra parte, en el título segundo, de la LGGEPA, entonces denominado “Áreas Naturales Protegidas”, se estableció el régimen jurídico específico relativo a tales zonas, definidas como aquellas en que los ambientes originales no han sido significativamente alterados por la actividad del ser humano y que, entre otros, tienen por objeto preservar los ambientes naturales representativos de las diferentes regiones biogeográficas y ecológicas y de los ecosistemas más frágiles, para asegurar el equilibrio y la continuidad de los procesos evolutivos y ecológicos, así como salvaguardar la diversidad genética de las especies silvestres de las que depende la continuidad evolutiva, particularmente las endémicas, amenazadas o en peligro de extinción.

En el mismo título segundo se contiene un capítulo tercero, originalmente denominado “Flora y Fauna Silvestres y Acuáticas”, en el que se estipularon los criterios generales para la protección y el aprovechamiento de la vida silvestre, así como el régimen relativo al establecimiento de vedas para conservar, propagar o repoblar especímenes de especies endémicas, amenazadas o en peligro de extinción, así como de medidas de regulación o restricción de la exportación o importación de especímenes de la flora y fauna silvestres; asimismo, se definieron los supuestos normativos relativos al aprovechamiento de la fauna silvestre.

Con el decreto de reforma publicado en diciembre de 1996 -que modificó sustancialmente a la LGEEPA- fue sustituido el contenido y la denominación originales tanto de la citada sección VII del capítulo relativo a los instrumentos de la política ambiental, como de su artículo 38, por las normas relativas a la auditoría ambiental y a la autorregulación. Por otra parte, se cambió la denominación del título segundo por la de “Biodiversidad”, en cuyo capítulo primero se concretaron las disposiciones relativas al régimen jurídico de las áreas naturales protegidas, distribuidas en cuatro secciones, relativas a sus disposiciones generales, los tipos y características de tales áreas, las declaratorias para su establecimiento y la creación y operación del Sistema Nacional de Áreas Naturales Protegidas.10

Con esa reforma también se modificó la denominación del capítulo tercero del título segundo, relativo a la “Flora y Fauna Silvestre”, así como el contenido de siete de los nueve artículos que lo conformaban y se le adicionaron otros tres dispositivos. El sentido general de estas normas, sin embargo, no ha cambiado, ya que se conservaron la mayor parte de las disposiciones previstas en el texto original, destinadas básicamente a la formulación de principios de política ambiental referidos a la preservación y aprovechamiento sustentable de la flora y la fauna silvestres (Brañes 2000, 304).

Las disposiciones de la LGEEPA, aún con la reforma de diciembre de 1996, fueron insuficientes para contar con un marco jurídico completo e integral en materia de vida silvestre (Azuela et al. 2008, 264), por lo que, en julio del año 2000, fue publicada la Ley General de Vida Silvestre (LGVS), misma que tiene por objeto establecer la concurrencia de los diferentes órdenes de gobierno, en el ámbito de sus respectivas competencias, para la conservación y aprovechamiento sustentable de la vida silvestre y su hábitat.

El ámbito taxonómico de validez de la LGVS se precisa en su propio objeto normativo, es decir, la vida silvestre, definida como el conjunto de organismos que subsisten sujetos a los procesos de evolución natural y que se desarrollan libremente en su hábitat, con excepción de los recursos forestales maderables y no maderables así como de las especies cuyo medio de vida total sea el agua, mismos que son objetos normativos de la Ley General de Desarrollo Forestal Sustentable (LGDFS) y de la Ley General de Pesca y Acuacultura Sustentable, respectivamente, salvo que se trate de especies o poblaciones en riesgo, en cuyo supuesto, también les serían aplicables las disposiciones de la LGVS.

En el artículo 19 de la LGVS, se estipula un principio general para la conservación de la biodiversidad,11 por el que las autoridades que intervengan en actividades relacionadas con la utilización del suelo, del agua y de cualquier otro recurso natural, deben adoptar las medidas necesarias para que esas actividades se realicen de modo que se eviten, prevengan, reparen, compensen o minimicen los efectos negativos de las mismas sobre la vida silvestre y su hábitat.

La regulación relativa a la conservación de la vida silvestre está contenida en el título VI de la LGVS, mismo que está integrado por diez capítulos, en los que se establecen las normas relativas a la identificación y protección de especies y poblaciones en riesgo y prioritarias para la conservación; la declaratoria y establecimiento de hábitats críticos, así como de áreas de refugio de especies que se desarrollan en el medio acuático; la implementación de programas de prevención y de restauración para la recuperación y restablecimiento de las condiciones naturales de la vida silvestre; la declaratoria de vedas; el manejo ejemplares y poblaciones que se tornen perjudiciales; la movilidad y dispersión de poblaciones de especies silvestres nativas; la conservación de las especies migratorias y de especímenes de vida silvestre que se encuentran fuera de su hábitat natural, además de la liberación de ejemplares al hábitat natural.

Pero entre todo este amplio espectro de acción pública para la conservación de la diversidad biológica, las facultades de las autoridades locales se limitan prácticamente a la regulación de los ejemplares y poblaciones ferales (Sánchez 2012, 155).

Por lo que hace a los recursos forestales, la regulación de su aprovechamiento se había constreñido al ámbito federal,12 pero sin fundamento constitucional claro, ya que la facultad del Poder Legislativo federal se limita al establecimiento de contribuciones sobre la explotación forestal,13 no así a la regulación de toda esa materia, habida cuenta que las potestades públicas previstas en el párrafo tercero del artículo 27 constitucional, anteriormente referidas, tampoco son facultades exclusivas de las autoridades federales.

Con la expedición de la primera LGDFS, en febrero de 2003, se incorporó la gestión forestal al régimen coincidente -concurrente, según la norma constitucional- para la protección al ambiente establecido en el artículo 73, fracción XXIX-G de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. En su artículo 1o., la LGDFS define como su objeto regular y fomentar el manejo integral y sustentable de los territorios forestales, la conservación, protección, restauración, producción, ordenación, el cultivo, manejo y aprovechamiento de los ecosistemas forestales del país y sus recursos; así como distribuir las competencias que en materia forestal correspondan a los diferentes órdenes de gobierno, conforme al principio de concurrencia estipulado en el citado dispositivo constitucional.

Para fijar su ámbito taxonómico de validez, en la LGDFS se define al ecosistema forestal como la unidad funcional básica de interacción de los recursos forestales entre sí y de éstos con el ambiente, en un espacio y tiempo dados; a los recursos forestales, como la vegetación de los ecosistemas forestales, sus servicios, productos y residuos, así como los suelos de los terrenos forestales y preferentemente forestales y, por último, a la vegetación forestal como el conjunto de plantas y hongos que crecen y se desarrollan en forma natural, formando bosques, selvas, zonas áridas y semiáridas, y otros ecosistemas, dando lugar al desarrollo y convivencia equilibrada de otros recursos y procesos naturales.

El título quinto de la LGDFS de 2003, denominado como “De las Medidas de Conservación Forestal” se integró por cinco capítulos, en los que se establecieron las normas relativas a la sanidad forestal; la prevención, combate y control de incendios forestales, además del manejo del fuego; la conservación y restauración de los ecosistemas forestales, incluyendo la reforestación y forestación con tales propósitos; los servicios ambientales forestales, así como a la prevención del riesgo de daño a los ecosistemas y recursos forestales.

Esta primera LGDFS fue sustituida por la promulgada en junio de 2018, de idéntica denominación. Si bien, el régimen para la conservación forestal se mantuvo, en términos generales, respecto al establecido en la ley de 2003, algunas de las modificaciones impuestas con la segunda LGDFS acusan algunos retrocesos; por ejemplo, en la definición originaria de terrenos forestales prevista en el artículo 7, fracción LXXI, se había excluido que se consideraran como tales, a los que se localicen dentro de los límites de los centros de población, en términos de la Ley General de Asentamientos Humanos, Ordenamiento Territorial y Desarrollo Urbano,14 lo que les dejaba fuera del régimen de conservación de aquella ley general a la vegetación forestal localizada dentro de las zonas urbanas.

A pesar de la incorporación de la legislación forestal al régimen de las llamadas facultades concurrentes, el sistema de distribución competencial estipulado en las dos leyes generales en esta materia no ha propiciado un cambio sustancial respecto al régimen federal que prevalecía en las leyes anteriores (Azuela, et al. 2008, 266).

La legislación relativa a la conservación de la biodiversidad se complementa con la Ley General de Pesca y Acuacultura Sustentable, la Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados y las leyes federales en materia de sanidad vegetal y animal; sin embargo, las principales normas relativas a la conservación in situ de la diversidad biológica están básicamente contenidas en las tres leyes generales analizadas con anterioridad.

V. La autonomía municipal y la conservación de la biodiversidad

Los municipios han tenido a su cargo la prestación de ciertos servicios y funciones públicas de interés local, inherentes a la satisfacción de las necesidades primarias de las personas (Quintana 2003, 422) y, por consiguiente, a su calidad de vida. Sin embargo, fue hasta con la reforma de febrero de 1983 que se precisó, en la fracción III del artículo 115 constitucional, que los municipios tenían a cargo ciertos servicios públicos, así como la construcción y mantenimiento de parques y jardines (Fernández 2002, 200). Con la misma reforma también se asignó a los municipios, en la fracción V del mismo dispositivo constitucional, la aprobación y administración de la zonificación y de los planes de desarrollo urbano; la autorización, control y vigilancia de la utilización del suelo; así como la participación en la creación y administración de zonas de reservas ecológicas.

Por lo que respecta al espectro competencial determinado a los municipios en las diferentes leyes generales en materia ambiental, pueden distinguirse aquellas de mera ejecución, en las que se les asigna la sola aplicación de lo previsto en disposiciones jurídicas preexistentes, de aquellas de orden normativo, en las que los gobiernos municipales cuentan con capacidad decisoria respecto del contenido de la acción pública (Ugalde 2011, 265). Así, por ejemplo, entre las atribuciones de mera ejecución estipuladas en el artículo 8o. de la LGEEPA está la aplicación de los instrumentos de política ambiental previstos en las leyes locales en la materia, en bienes y zonas de jurisdicción municipal, en las materias que no estén atribuidas a la federación o a los estados.

Las atribuciones normativas asignadas a los municipios son, en buena medida, una reiteración de las facultades originariamente conferidas en la Constitución mexicana, como la creación y administración de parques urbanos, jardines públicos y zonas de preservación ecológica de los centros de población, así como el control y la vigilancia del uso del suelo.

Asimismo, se asignan algunas otras atribuciones, en las que se utilizan categorías de rango abierto (Díaz 2012, 447), tales como la formulación, conducción y evaluación de la política ambiental municipal o la preservación y restauración del equilibrio ecológico y la protección al ambiente en los centros de población, en relación con los efectos derivados de los servicios y funciones públicas constitucionalmente a su cargo. Esta prescripción, que parece estar limitada a constituir una suerte de regla abstracta y de reducidas consecuencias, constituye, sin embargo, una disposición central que manda a los municipios tomar en cuenta el cuidado del medio ambiente en el cumplimiento de sus funciones y en la prestación de los servicios que constitucionalmente son asignados a los municipios (Ugalde 2011, 267).

El espectro de competencia de los municipios estipulado en la LGDFS de febrero de 2003 fue básicamente de ejecución, tanto en la aplicación de los criterios de política forestal en bienes y zonas de jurisdicción municipal, como en la realización de acciones de colaboración con las autoridades federales y estatales. Las atribuciones de orden normativo se acotaron al diseño y aplicación de la política forestal del municipio, en concordancia con la política federal y estatal. En la LGDFS de junio de 2018, el espectro competencial de los municipios no fue modificado de manera significativa; sólo se adicionaron algunas atribuciones de mera coadyuvancia.

En la LGVS incluso se omitió enlistar las atribuciones a cargo de las autoridades municipales, dejando esa definición a cada legislatura estatal. En efecto, en el artículo 13 de ese ordenamiento sólo se estipula que los municipios ejercerán las atribuciones que se les otorguen en las leyes estatales, así como aquellas que les sean transferidas por las propias entidades federativas, mediante acuerdos o convenios. Dieciocho años después de promulgada esta ley general, veinticuatro entidades federativas carecían de leyes locales en materia de vida silvestre y, por ende, los municipios de ellas también carecían de injerencia en la materia, al menos en términos de la propia LGVS.15

Resulta, entonces, bastante limitado el espectro competencial explícitamente asignado a los municipios en las leyes generales en materia ambiental. Tales limitaciones normativas podrían responder a una intención deliberada de que la autoridad central aproveche la oportunidad que brindan sus criterios abiertos para ocupar tales espacios; intención sustentada en la presunción de que las autoridades estatales y municipales carecerían de las capacidades técnicas y administrativas para ejercer las atribuciones asignadas en esas leyes generales (Díaz 2012, 447).

Más aún, el fenómeno urbano ha sido excluido de los objetos regulatorios de tales ordenamientos generales. La LGVS carece de referencia alguna a área urbanizada, asentamiento humano, centro de población, ciudad o zona urbana. Por su parte, en el original artículo 7o., fracción LXXI de la LGDFS de junio de 2018, se estatuía que, para efectos de ese ordenamiento, no se consideraban como terrenos forestales los que se localizaran dentro de los límites de los centros de población. Incluso la LGEEPA, en que se estipulan algunos criterios ecológicos relativos a los asentamientos humanos,16 por la manera en que esa ley organiza sus categorías, termina regulando las prácticas humanas transformadoras del ambiente como si ellas no fueran parte del proceso de urbanización (Azuela 2006, 171).

Se trata, así, de una legislación en la que la realidad urbana queda prácticamente borrada, desplazada por una noción de la relación entre la sociedad y el ambiente que prescinde de toda referencia al modo en que la sociedad está territorialmente organizada en la realidad (Azuela 2006, 113), a pesar de que cada vez es mayor el número de individuos que residen en ciudades, quienes, por la fuerza centrípeta del fenómeno urbano, han quedado fuertemente vinculados a aquellas, y para quienes la alternativa a disfrutar de un medio adecuado no es separarse de él, sino padecerlo inadecuado, lo que, a su vez, degrada la calidad de vida y afecta a la dignidad de las personas (Canosa 2002, 129).

La exclusión del fenómeno urbano de la legislación ambiental se ha dado, además, en el contexto institucional en el que el espectro competencial de los municipios en materia de ordenamiento territorial ha sido acotado al medio estrictamente urbano, sustentado en una ley general que, además, ha carecido de los instrumentos normativos y de política pública que permitan incorporar variables ambientales en los planes y programas en materia de desarrollo urbano.

La conjunción de estos cuatro fenómenos institucionales, a saber, el limitado ámbito de competencia de los municipios conferidos en las leyes generales en materia ambiental, la exclusión de la realidad urbana de la propia legislación ambiental, el acotamiento al ámbito urbano de la injerencia municipal en el ordenamiento territorial y la exclusión de los aspectos ambientales de la planeación urbana, ha materializado un entorno institucional en el que no sólo se ha desplazado a los municipios de la gestión de buena parte de las situaciones ambientales que acontecen a sus propias circunscripciones territoriales, sino que ha omitido incorporar a sus respectivos objetos regulatorios y de política pública, la gestión de la calidad ambiental de los entornos urbanos.

Sin embargo, los municipios se encuentra en ventaja, respecto de otros órdenes de gobierno, por su cercanía a buena parte de los problemas ambientales y de las demandas sociales, particularmente a aquellas surgidas de la ocupación y uso del territorio, lo que les permite la implementación de medidas que requieren previsión y estrecho seguimiento (Pérez 2000, 90) como, por ejemplo, buena parte de las que requieren realizarse en la gestión de la calidad ambiental de los entornos urbanos, misma que puedan ser enfrentadas de manera más eficaz, desde lo local. Ello representa un amplio campo de acción para la política ambiental de los municipios, no sólo porque históricamente han tenido a su cargo la gestión urbana, sino porque se inscribe en el amplio ámbito de la autonomía normativa de los municipios, reconocida en el artículo 115, fracción II de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

Los municipios pueden realizar importantes aportes a la conservación de la biodiversidad, particularmente de la que se efectúa in situ, toda vez que en su esfera de competencia concurren una multiplicidad de situaciones ambientales y demandas sociales que van desde minimizar los costos ecosistémicos del fenómeno urbano (Nava 2011, 3) -como los asumidos por la biodiversidad local por el retiro de la vegetación nativa tanto para el aprovechamiento urbano del suelo como por su sustitución por especies exóticas-, hasta la regulación del uso y conservación de los elementos naturales que, por estar ubicados dentro de los centros de población, han quedado excluidos de los objetivos regulatorios de las leyes generales en materia forestal y de vida silvestre, así como de la política pública sustentada en tales ordenamientos.

Al amparo de facultad conferida en el artículo 115, fracción II de la Constitución mexicana, los municipios están facultados no sólo a emitir reglamentos delegados, mediante los que sólo se detalla el contenido de normas legales para su aplicación efectiva; con motivo del principio de autonomía municipal, también pueden emitir reglamentos autónomos, con los que pueden regular con mayor libertad aquellos aspectos específicos de la vida municipal.

En tal sentido se ha pronunciado la Suprema Corte de Justicia de la Nación, reconociendo la potestad de los municipios para expedir cuantas normas resulten necesarias para regular su vida interna, tanto en lo referente a su organización administrativa y sus competencias constitucionales exclusivas como en la relación con sus gobernados, atendiendo a las características sociales, económicas, biogeográficas, poblacionales, culturales y urbanísticas.17

Si bien, la protección al ambiente y la preservación del equilibrio ecológico son materias coincidentes -concurrentes, según la ley fundamental mexicana-, en términos de la fracción XXIX-G del artículo 73 constitucional, la propia Suprema Corte de Justicia de la Nación ha establecido que los ordenamientos emanados de esa disposición sólo sientan las bases para su regulación, más no pretenden agotarla.

La única restricción que tendrían estados y municipios en el desarrollo de sus respectivos sistemas normativos en materia ambiental sería la de evitar la reducción de las obligaciones o las prohibiciones estipuladas en la legislación general. Salvo este supuesto, los órdenes locales de gobierno pueden tener su propio ámbito de regulación, enfatizando ciertos aspectos que les sean particularmente preocupantes.18

Más aún, la propia Suprema Corte de Justicia de la Nación ha determinado que el principio que rige las relaciones entre los reglamentos municipales y las leyes en materia municipal, en términos de la fracción II del artículo 115 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, es el de competencia y no el de jerarquía. Por lo tanto, la validez de la reglamentación municipal procede directa y exclusivamente de la Constitución y no de su adecuación a las leyes generales,19 habida cuenta que tales ordenamientos, en materia ambiental, están sujetas a las respectivas competencias de cada orden de gobierno.

Esta interpretación jurisprudencial amplía considerablemente el ámbito de injerencia de los municipios en la gestión ambiental, permitiéndoles atender problemas ecológicos y demandas sociales localmente caracterizadas, a partir de normas y políticas públicas localmente focalizadas, mas no por la vía de la descentralización de funciones previamente ejercidas por otros órdenes de gobierno, sino a través de la identificación de necesidades socio-ambientales, que llevan a los municipios al diseño e implementación de marcos normativos propios.

En un régimen formalmente federal, pero con fuertes tendencias centralistas, como las que caracterizan a las relaciones intergubernamentales en México (Gil 2007, 247), en donde la relación jerárquica se impone por sobre la concertación (García del Castillo 1999, 109), no es factible equiparar la descentralización de funciones con una mayor autonomía de los gobiernos locales. La descentralización suele estar acompañada de alguna clase de condicionamiento a la actuación de las autoridades locales que reciben las atribuciones que se descentralizan (Gil 2007, 263), habida cuenta que no siempre están acompañadas de los recursos financieros y de las condiciones institucionales para su ejercicio.

En contrapartida, la autonomía de los gobiernos locales, particularmente los de los municipios, importa el desarrollo de ámbitos de actuación propios, definidos, en cuanto a su contenido, por los problemas públicos localmente identificados que conforman sus respectivas agendas públicas (Cejudo 2010, 101) y, en cuanto a su sustento jurídico, por el principio constitucional de autonomía municipal plasmado en el artículo 115, fracción II de la Constitución mexicana.

El derecho ambiental surge de la necesidad. Es evidente que el interés público por la protección al ambiente no habría emergido si el deterioro del medio no hubiese alertado de la necesidad de su preservación (Loperena 1998, 24) y son las necesidades localmente identificadas la que definen, en buena medida, los problemas sociales que integran la agenda pública relativa a las condiciones ambientales de esas localidades, que terminan, a su vez, definiendo al marco normativo local.

Si bien, las preocupaciones ambientales suelen variar de un municipio a otro, dependiendo más de la situación local que de consideraciones generales, esa variedad de escenarios representa la oportunidad para la innovación en el diseño e implementación de marcos normativos que eventualmente puedan ser luego replicables, adaptándose a cada escenario local.

En tratándose de la conservación de la biodiversidad, tales marcos normativos podrían referirse -acorde a los objetivos establecidos en el artículo 8o. del CDB- al establecimiento de sistemas municipales de áreas naturales protegidas; a la protección de los ecosistemas naturales, mediante la creación de regímenes locales relativos tanto a la contención y consolidación urbanas como a los terrenos con vegetación forestal ubicados dentro de los centros de población; a la rehabilitación de los ecosistemas degradados y su reconversión en parques urbanos, en suelo de conservación20 o en zonas de recarga de mantos acuíferos;21 así como a la recuperación de especies nativas y la restricción a la introducción de especies exóticas en las actividades de forestación urbana y de reforestación de espacios naturales, mediante la implementación de las paletas vegetales municipales,22 que son instrumentos normativos mediante los que los ayuntamientos, a partir de criterios ambientales y paisajistas, estipulan las especies arbóreas cuya plantación está permitida en espacios públicos, y las condiciones a la que está sujeta dicha plantación.

VI. Conclusiones

El combate al deterioro ambiental debe situarse en distintas escalas territoriales y considerar también los aportes diferenciales (Bassols 2003, 193) y los municipios mexicanos tienen una gran área de actuación, toda vez que ellos se confrontan los problemas de tenencia de la tierra y el uso del suelo y, consecuentemente, el de los recursos naturales (Gil 2007, 259).

La conservación de la biodiversidad como objeto normativo representa una gran complejidad, en buena medida, por su intangibilidad, ya que no es el mero resultado de la suma de los ecosistemas, las especies y su material genético que la conforman, sino que representa la variabilidad dentro de ellos y entre ellos (Pérez 2000, 186). El área de oportunidad es aún mayor cuando -como en el Estado mexicano- los diseños institucionales que implementa la política ambiental distribuyen la atención de los asuntos relativos a una misma materia entre diversos órdenes y órganos de gobierno.

La conservación de la biodiversidad y, en particular, aquella que requiere efectuarse in situ, demanda de un fuerte anclaje con el territorio, cuya gestión habitualmente es competencia de los municipios. Sin embargo, han sido extremadamente limitadas las funciones que para la conservación de la diversidad biológica se le han asignado explícitamente a los gobiernos municipales en las leyes generales emitidas al amparo del artículo 73, fracción XXIX-G constitucional.

No obstante, los principios generales del sistema constitucional de distribución competencial -señaladamente los estipulados en los artículos 124 y 115, fracción II de la ley fundamental- son normas de formulación abierta que, en conjunción con una interpretación del citado artículo 73, fracción XXIX-G de la Constitución mexicana que reconozca la autonomía normativa de estados y municipios, pueden sustentar la creación y ejecución de ámbitos de actuación que la problemática ambiental, el interés político o las demandas sociales localmente requieran, más allá de los regímenes excluyentes de competencias estipulados en las leyes generales en materia ambiental, al amparo en sus respectivos ámbitos de autonomía consagrados en la Constitución mexicana.

Con ello, los gobiernos locales y, en particular, los de los municipios, pueden definir tanto los asuntos que representan prioridades focalizadas, como la manera de abordarlos; ello no sólo puede representar la ampliación de los objetivos de la política ambiental, sino también una gran área de oportunidad para estimular la innovación en el diseño e implementación de normas de carácter local.

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1 En el CDB se define a la diversidad biológica como la variabilidad de organismos vivos de cualquier fuente, incluidos, entre otras cosas, los ecosistemas terrestres y marinos y otros ecosistemas acuáticos y los complejos ecológicos de los que forman parte; comprende la diversidad dentro de cada especie, entre las especies y de los ecosistemas. Esta es prácticamente la misma definición que se estipula en el artículo 3o., fracción IV de la LGEEPA para denotar a la biodiversidad; por tanto, en este artículo se utilizarán ambos términos de manera indistinta.

2Véase la jurisprudencia de rubro “Facultades concurrentes en el sistema jurídico mexicano. Sus características generales”. Tesis P./J. 142/2001. Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, t. XV, enero de 2002, p. 1042.

3Por su parte, la conservación ex situ es definida como aquella que se efectúa fuera de los hábitats naturales de los componentes de la biodiversidad, la cual es considerada, en el artículo 9o. del CDB, como complementaria a la conservación in situ, lo que evidencia la preeminencia que se le confiere a la protección tanto a los ecosistemas como a las especies en sus entornos naturales.

4Véase la jurisprudencia de rubro “Propiedad privada, modalidad a la. Elementos necesarios para que se configure”, Semanario Judicial de la Federación, vol. 157-162, Primera Parte, p. 315.

5En el Diccionario de la Lengua Española se define modalidad como modo de ser o de manifestarse algo; concepto distinto al de limitación concebida como la acción y efecto de limitar, verbo que, a su vez, es definido, en su tercera acepción, como fijar la extensión que pueden tener la autoridad o los derechos y facultades de alguien. Sobre la alteración de estos significados en la interpretación del artículo 27 constitucional, al equipararse el concepto modalidades a la propiedad al de limitaciones a la misma, véase Azuela y Cancino (2011).

6La imposición de modalidades a la propiedad privada se diferencia de la expropiación, ya que mientras ésta supone la extinción de alguno o algunos de los atributos de la propiedad, la imposición de modalidades importa sólo una limitación a los mismos. Además, mientras que la expropiación se tiene que realizar mediante indemnización, en la imposición de las modalidades dictadas por el interés público, en principio, no procede indemnización alguna, a menos de que la modalidad impuesta produzca al Estado un beneficio pecuniario autónomo (Mendieta 1980, 72 y 73).

7La fracción X del artículo 73 constitucional ha sido reformada en diversas ocasiones —la primera de ellas, en septiembre de 1929— a fin de facultar al Congreso de la Unión para legislar sobre hidrocarburos, minería, energía eléctrica y nuclear; ya que no se señala excepción alguna, dicha facultad incluye la regulación de los efectos sobre el ambiente ocasionados por la realización de tales actividades. Con la reforma de enero de 1960 al artículo 48 constitucional, se hizo depender directamente del gobierno federal a los mares territoriales, las aguas marítimas interiores y el espacio aéreo situado sobre territorio nacional, lo que da sustento a la prevención y el control de la contaminación del medio marino y de la atmósfera. En julio de 1971 se reformó la fracción XVI del citado artículo 73 para facultar al Consejo de Salubridad General para adoptar las medidas necesarias para prevenir y combatir la contaminación ambiental.

8Véase “Exposición de motivos de la iniciativa del decreto que reforma, adiciona y deroga diversas disposiciones de la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente”.

9Las primeras leyes relativas al aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, en particular, aquellas en materia forestal y pesquera, estuvieron básicamente orientadas al desarrollo de los sectores industriales correspondientes (Azuela, et al. 2008, 264); en ellas, la conservación de tales recursos no fue abordada más allá de la requerida para mantener las tasas de aprovechamiento. En las primeras leyes propiamente ambientales (véase Brañes 2000, 41) —la Ley Federal para Prevenir y Controlar la Contaminación Ambiental, de marzo de 1971, y la posterior Ley Federal de Protección al Ambiente, de diciembre de 1981, emitidas por el Congreso de la Unión sin sustento constitucional claro—, la flora y la fauna silvestres son sólo mencionadas como potenciales objetos de afectación de los fenómenos de contaminación a que se refieren tales ordenamientos, pero sin desarrollar regímenes relativos a su conservación.

10Mediante el decreto de reforma, de mayo de 2008, se adicionó una quinta sección, integrada por un solo artículo, relativo al establecimiento y manejo de áreas destinadas voluntariamente a la conservación.

11En términos similares a aquellos en que estaba formulado el artículo 38 de la LGEEPA, antes de la reforma de 1996.

12Las seis leyes forestales del orden federal fueron las de abril de 1926, diciembre de 1942, diciembre de 1947, enero de 1960, abril de 1986 y diciembre de 1992.

13Adicionada con la décima cuarta reforma al artículo 73 constitucional, de octubre de 1942, y actualmente estipulada en la fracción XXIX-A del mismo dispositivo.

14Esta exclusión fue retirada mediante el decreto publicado en el Diario Oficial de la Federación el 13 de abril de 2020.

15Sólo los estados de Campeche, Chihuahua, Coahuila, Guerrero, México, Querétaro, Quintana Roo y Veracruz contaban, a diciembre de 2018, con leyes en la materia.

16En el artículo 3o., fracción X de la LGEEPA, se define a los criterios ecológicos como los lineamientos obligatorios contenidos en la presente ley, para orientar las acciones de preservación y restauración del equilibrio ecológico, el aprovechamiento sustentable de los recursos naturales y la protección al ambiente, que tendrán el carácter de instrumentos de la política ambiental.

17Véase la sentencia del Pleno recaída a la controversia constitucional 14/2001, que sentó, entre otras, la jurisprudencia de rubro “Municipios. Contenido y alcance de su facultad reglamentaria”. Tesis P./J. 132/2005. Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, t. XXII, octubre de 2005, p. 2069.

18Véase la jurisprudencia de rubro “Leyes locales en materias concurrentes. En ellas se pueden aumentar las prohibiciones o los deberes impuestos por las leyes generales”. Tesis P./J. 5/2010. Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, t. XXXI, febrero de 2010, p. 2322.

19Véase la jurisprudencia de rubro “Reglamentos municipales de servicios públicos. Su relación con las leyes estatales en materia municipal se rige por el principio de competencia y no por el de jerarquía”. Tesis P./J. 43/2011 (9a.). Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta. Libro I, octubre de 2011, t. 1, p. 301.

20Artículo 3o., fracción XXXIV de la Ley de Desarrollo Urbano del Distrito Federal (hoy Ciudad de México).

21Artículo 120 del Código Territorial para el Estado y los Municipios de Guanajuato.

22La primera paleta vegetal promulgada con tales condiciones normativas fue aprobada por el ayuntamiento de León, Guanajuato, y publicada en el periódico oficial del estado en diciembre de 2014.

Recibido: 21 de Febrero de 2020; Aprobado: 17 de Noviembre de 2020

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