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Debate feminista

versión On-line ISSN 2594-066Xversión impresa ISSN 0188-9478

Debate fem. vol.56  Ciudad de México oct. 2018  Epub 20-Nov-2020

https://doi.org/10.22201/cieg.2594066xe.2018.56.04 

Artículos

El discurso médico español acerca de la mujer lectora durante el siglo XIX

Spanish medical discourse on women readers in the 19th century

O discurso médico espanhol sobre a mulher leitora no século XIX

Pedro García Suárez1 

1Universidad Internacional de La Rioja, Logroño, España. Correo electrónico: pedro.garcia@unir.net


Resumen

En este trabajo se presenta un estudio acerca de la concepción de la lectura realizada por mujeres en diversos tratados médicos publicados en España a lo largo del siglo XIX. Este análisis podría esclarecer muchos de los aspectos concernientes al estudio del personaje de la mujer lectora que tan abundante resulta durante este periodo histórico. En este recorrido, descubriremos el intento por parte de la ciencia de patologizar el ejercicio lector cuando la mujer se convierte en su sujeto, mostrando así el miedo que subyace hacia las posibilidades de reconfiguración de género que pueden ofrecerse a través de la lectura.

Palabras clave: Mujer lectora; Performatividad; Medicina; Género; Siglo XIX

Abstract

This paper presents a study on the notion of female readers in various medical treatises published in Spain throughout the 19th century. This analysis sheds light on many of the aspects concerning the study of the figure of the female reader that was so common during this historical period. In this journey, we will discover science’s attempt to pathologize the activity of reading when it is carried out by women, revealing the fear that underlies the possibilities of gender reconfiguration that may be provided through reading.

Key words: Women readers; Performativity; Medicine; Gender; 19th century

Resumo

Este artigo apresenta um estudo sobre a concepção da leitura realizada por mulheres em diversos tratados médicos publicados na Espanha ao longo do século XIX. A análise poderia esclarecer muitos dos aspectos relativos ao estudo do caráter da mulher que lê, tão abundante durante esse período histórico. Neste percurso, descobriremos a tentativa por parte da ciência de patologizar o exercício de leitura quando a mulher se torna seu sujeito, mostrando assim o medo que subjaz às possibilidades de reconfiguração de gênero que podem ser oferecidas pela leitura.

Palavras-chave: Mulher leitora; Performatividade; Medicina; Gênero; Século XIX

Introducción

El personaje de la mujer lectora fue una obsesión para los escritores realistas y naturalistas. Numerosas heroínas que manifiestan una desmesurada afición por los libros pueblan las páginas de los grandes clásicos de estas corrientes literarias. La representación más conocida y estudiada es la de la mujer burguesa, que lee ficción a solas y que, carente de inteligencia crítica y presa de una sentimentalidad exacerbada, extrapola lo leído a su realidad.1 Un acto que tiene graves consecuencias, ya que conduce a la heroína a un aciago final. La lectora ha atentado contra las convenciones sociales y, por ello, ha sido castigada.

Sin embargo, la aparición de esta figura no responde únicamente a un gusto literario específico, sino que su reiteración, desde mediados del siglo XIX, es el resultado de unas coordenadas históricas específicas. No perdamos de vista que el objetivo del realismo y el naturalismo fue el de describir objetivamente la realidad para, al mismo tiempo, realizar una crítica y, de paso, servir de ayuda para reformar el país.

Nos encontramos ante una España que está presenciando el desarrollo y consolidación del sistema capitalista y, con esto, el ascenso de una nueva clase social protagonista: la burguesía. Este sistema, retomando el legado del siglo XVIII, decidió imponer su poder haciendo uso de un mecanismo fundamental de control ciudadano: el género. Los poderes fácticos se encargaron de delimitar, a través de diferentes discursos, el contenido que se asociaba a cada sexo y, muy especialmente, se concentraron en lo femenino y en la mujer.

Tanto se trabajó en este modelo que la imagen deseada llegó a cristalizarse en una identidad sustantiva: el ángel del hogar (curiosamente, creada por una mujer: María del Pilar Sinués de Marco). Se deseaba una mujer angelical, la perfecta madre y esposa, dulce y abnegada. Sin embargo, no se logró prever lo que la difusión de este modelo a seguir podía conllevar: el tedio. La relegación de la mujer al espacio privado iba a la par con otorgarle una gran cantidad de tiempo libre que la religión no era capaz de llenar. Por esta razón, la burguesa recibe libros por parte del sector masculino cercano, destinados a paliar su aburrimiento.

Pese a ello, esta concepción de la lectura para combatir el ocio no siempre consiguió calar en la lectora y, leyendo, muchas consiguieron reformular su propia manera de ser mujeres y de situarse en el espacio social. Asimismo, la forma solitaria en que se llevaba a cabo esta actividad eliminaba cualquier mediación, es decir, liberaba al sujeto de cualquier posible manipulación en la interpretación del texto frente al que se posicionaba.

Los escritores de la época, conscientes de su público objetivo, comenzaron a elegir protagonistas femeninas para la ficción. Ellas eran valientes heroínas que vivían mil y una aventuras y que, en su recepción, despertaban el deseo de vivir de las mujeres de carne y hueso. Los románticos se pusieron al servicio del nuevo público que surgía.

Esta situación llegó a extenderse tanto que grandes novelistas -realistas y naturalistas- canónicos del siglo XIX español decidieron reflejar el fenómeno en su obra y dejaron entrever una posible intención autorial, deseosa de disuadir a las mujeres de seguir imitando, o superando, los modelos literarios femeninos que encontraban. Tenían que luchar contra los excesos románticos.

Un dato curioso es que, si profundizamos en las grandes novelas de Galdós o de Clarín -entre otros-, podremos observar una gran diversidad de enfermedades nerviosas asociadas con el personaje de la mujer lectora. Es en esa conexión entre diferentes tipologías discursivas donde este trabajo pretende arrojar luz. Dado que la crítica ya ha abordado con profusión el fenómeno de la mujer lectora desde una perspectiva literaria,2 se tratará en este artículo de desentrañar las relaciones existentes entre el discurso médico y el literario en torno al citado personaje.

Esta investigación se propone descubrir la razón y la manera en que el discurso médico abarcó la lectura realizada por mujeres. A través del análisis de algunos de los tratados más representativos de la época, se dilucidarán los modelos y contramodelos propuestos en el discurso médico y, como resultado, se entenderá el pánico generalizado que existía ante la desmedida afición por la lectura de parte de las mujeres.

La consecución de los objetivos anteriores se dirige a alcanzar una meta ulterior: identificar el funcionamiento del discurso médico en la novela realista y naturalista española, así como comprender los diferentes padecimientos y enfermedades que sufre el personaje de la lectora que, lejos de ser el fruto de la imaginación del autor, tienen su origen en la realidad de la época.

La persecución médica de la lectura

La lectura efectuada por mujeres cobra tal importancia como terreno a conquistar por el patriarcado durante todo el siglo XIX que supera las fronteras estrictamente literarias para ocupar una posición importante en los textos médicos. Esta situación reviste una marcada relevancia si comprendemos el cambio de roles de los principales agentes sociales. Es en este momento cuando el “médico, en la sociedad burguesa, sustituye al cura como regulador del orden”. Por ende, la salud abandona su puesto secundario para constituirse en un “valor definitivo de la clase media” (Jagoe, 1998, p. 584).

Sin embargo, pese a la jerarquización que establece Catherine Jagoe entre los protagonistas de la sociedad decimonónica, la medicina tuvo que convivir con los ya establecidos poderes religiosos, que bajo ningún concepto estaban dispuestos a perder su influencia sobre la figura de la mujer como instrumento de regeneración moral.

Precisamente, la conversación entre estos dos personajes, representantes de la fe y la ciencia, demuestra cómo la religión y el avance científico que tan enfrentados estuvieron en el XIX, y así nos muestran las páginas realistas, aparecen aquí como aliados en el intento de controlar y modelar -ya sea a través de la mística o de la enfermedad- a la mujer del Ochocientos (López, 2012, p. 70).

Los diversos discursos encargados de controlar la sociedad convierten al siglo XIX en una de las épocas con mayor intromisión institucional en la vida de sus ciudadanos.

Dado el tema que nos ocupa, observamos en los textos médicos la reiterada presencia de la censura sobre el ejercicio lector, al ser considerado como uno de los factores desencadenantes de una gran variedad de enfermedades relacionadas con los nervios. Determinadas obras son configuradas como peligrosos excitantes que actúan como detonadores de las más variadas patologías, y se inmiscuyen, así, en una de las parcelas constitutivas de la vida privada.

En este sentido, podemos percibir a través del análisis acerca del modo en que se caracteriza la lectura en las mujeres que, además de utilizarse como advertencia, predomina el uso de este tipo de discurso como herramienta para codificar la conducta femenina, quizá por la consideración que se cierne sobre el libro como elemento dinamitador de las premisas legitimadas. Al profesar estos textos tales objetivos, no resulta sorprendente descubrir -pese a haber escogido para el análisis un amplio abanico que abarca la totalidad del siglo XIX- que no existe una evolución en la consideración sobre las repercusiones ocasionadas por esta forma de ocio. A propósito de las concomitancias que se establecen entre ellos, es destacable su fijación en los géneros encuadrados dentro de la ficción y, más específicamente, en la novela y el teatro.

La ficción como generadora de diversas alteraciones nerviosas3

Ya en 1827, Baltasar de Viguera, en el segundo tomo de su obra La fisiología y patología de la mujer, atribuye a la ficción la capacidad de provocar la histeria, enfermedad que asocia directamente a la propia condición de ser mujer.4 Debido a que percibe el útero como “un semillero muy fecundo de calamidades”, relega entonces la enfermedad “únicamente al bello sexo” y arguye que “en vano se ha pretendido persuadir que también puede desplegarse en el hombre”; este autor considera la aparición de síntomas similares en varones como una “ilusión”, ya que “contradice al aparato de órganos promotores a las causas, al carácter de los efectos, y a la edad” (De Viguera, 1827, p. 62). Es decir, por sus rasgos inherentes, las mujeres son más proclives a sentir los efectos de una imaginación “extraviada” y, por lo tanto, a adueñarse de ciertas ilusiones propuestas en las obras (p. 88). Es tal la importancia que de Viguera otorga a la capacidad imaginativa como responsable de esta patología que, no conformándose con la codificación de la literatura o el teatro, asimismo hace alusión a la escritura como resultado de la enfermedad (pp. 77-78).

Si las perturbaciones de la imaginación son las causantes de esta patología, no existe un remedio mejor que recetar a la paciente “la aplicación a las lecturas agradables, y la privación de los espectáculos, diversiones, libros amorosos, y conversaciones que puedan atizar la concupiscencia” (p. 102). Sin embargo, este médico español no dice cuáles son las obras permitidas ni apunta las características que deben tener esas “lecturas agradables”. De esta tarea parece hacerse responsable Ángel Pulido quien, en sus Bosquejos médico-sociales para la mujer (1876), se encarga de exponer los requisitos que pueden legitimar una lectura:

Para que la lectura sea útil y aprobada por una buena higiene, es de rigor que satisfaga, cuando menos, tres requisitos principales.

1.º Que sea moderada.

2.º Que no excite demasiado el espíritu

Y 3.º, que ilustre con sabias máximas la inteligencia.

Cuando se desvía de este camino, infringe los preceptos de la higiene y sobrevienen, como siempre que así sucede, el desorden y el castigo (Pulido, 1876, p. 51).5

Estas instrucciones deben ser especialmente seguidas por la mujer ya que, dada su naturaleza “sensible y espiritual […] todo lo que contribuya a ejercitar sus pasiones y sentimientos, tiene que marcar más y más los rasgos que la son característicos” (p. 52). Asimismo, podemos entender la puntillosa descripción de estas lecturas si atendemos a la visión que se tiene en ese momento; según esta perspectiva, una mujer está constituida “por un sistema cerebro-espinal tan exageradamente sensible que se parece a una caja de pólvora siempre a punto de estallar” (Jagoe, 1998, p. 329).

Como resultado, debe alejarse de los textos que presentan las características contrarias a las lecturas recomendables: “La pasión por las novelas, que es una de las que más quebrantan de ordinario dichos preceptos, es también de las que más perturbaciones orgánicas suelen ocasionar” (Pulido, 1876, pp. 51-52). A este respecto, Pulido decide profundizar dilucidando qué obras son más dañinas, ya que no “todas las novelas afectan de igual modo, ni todas son perjudiciales”. Su primera censura se dirige hacia la novela por entregas, descrita por él como “ese género clandestino, que se reparte con profusión por los cafés y ciertos parajes públicos” y que suele ser leído “por la juventud de ambos sexos” (p. 52).

Una vez apuntada esta, continúa con aquellas obras que considera parientes “del género anterior”. La diferencia que encuentra es que estas, sin duda traducciones de obras francesas -“la mayoría son regalo de nuestros vecinos transpirenaicos”-, no “se arrastran, como aquellas, entre el fango de una lujuria descarada, ni utilizan un lenguaje insolente y obsceno”; sin embargo, “también clavan sus tiros en el alma y los deseos de la juventud”.

Otro tipo de obras, no tan dañinas, pero tampoco aptas para cualquier lector, son las “novelitas de género fantástico”, las cuales “no deben ser leídas por toda clase de personas, más bien porque ocasionan espíritus crédulos y supersticiosos, que por el peligro moral que envuelven de ordinario” (p. 70). Sin embargo, a lo largo de toda la enumeración, se observa un especial hincapié en las novelas de costumbres, debido a que “conducen a la nostalgia y a perturbaciones intelectuales, aunque no sean verdaderas locuras” (p. 58).

En relación con nuestro objeto de estudio, lo más interesante de este tratado médico es que el autor expone con claridad cuál es el principal problema que origina la lectura: “Algunas alimentan cierta vida ideal, ciertas pasiones y caprichos más bien perjudiciales que beneficiosos” (p. 58). La lectora utiliza el libro para descubrir una vida potencial para la que se encuentra imposibilitada. A este respecto, Jagoe explica que, llegado el último cuarto del siglo XIX, una paciente podía ser diagnosticada como histérica o ninfómana por el simple hecho de no aceptar su papel ideal (1998, p. 344). De esta manera, puede entenderse la alteración física que puede suscitar en ella el descubrimiento de nuevos horizontes gracias a la lectura:

Pero fijémonos bien en ella, porque, lejos de presentar el semblante pálido y triste que de ordinario la caracteriza, tiñe ahora sus mejillas un hermoso color de rosa, su mirada chispea con el fuego de vivo enardecimiento cerebral, sus labios entreabiertos y halituosos exhalan de vez en cuando blandos suspiros, su tierno seno se dilata agitado por tumultuosas palpitaciones, que se dejan escuchar como lejano martilleo de misteriosos cíclopes… todo, en fin, revelando una sobrexcitación intelectual marcadísima (Pulido, 1876, p. 61).

Resulta especialmente interesante el análisis que realiza López Aboal (2012, p. 65) en torno a la utilización de la histeria por parte de la heroína de estas novelas como una herramienta comunicativa. La investigadora comprende la expresión física de la patología como la única vía del personaje para representar la represión a la que se encuentra sometida. De esta manera, aparece el ataque como un diálogo con el espectador ante el que actúa, consiguiendo a través “de su particular performance cierta calma fugaz que la inunda tras la embestida” (66; cursivas del texto). Surge el espectáculo como un particular remedio que la heroína se autorreceta.

Desde la perspectiva de Pulido, esto da lugar a la realización de la situación más temida: la identificación de la lectora con el texto; es decir, la confusión de la realidad con la ficción: “Los afectos encontrados, las impresiones más vivas, los deseos más imperiosos, retoñan y florecen en aquella delicada constitución, que ha salido por un momento de su atonía bajo la influencia de un excitante espiritual” (Pulido, 1876, p. 63). Una circunstancia que se aviva en la soledad: al escapar de cualquier tipo de interferencia en la relación de la lectora con el libro, la lectura se torna peligrosa. Como resultado, debe ser perseguida (p. 62).

Otro de los grandes problemas que este ejercicio origina aparece localizado cuando la mujer cierra el libro. Al ser consciente de la imposibilidad de realización de las opciones encontradas en sus lecturas, la vuelta a la realidad se hace cada vez más complicada:

Cuando los hábitos son malos, las tendencias lúbricas, y la lectura lanza en el delirio de los placeres avivando el fermento de los deseos, esta infeliz solitaria, tras una larga lucha, y hasta sin ella, concluye por dejar el libro, cerciorarse de su soledad, y… poco después la materia, aniquilada por el excesivo gasto de su inervación, en vano espera de un sueño turbado por amargas pesadillas la reparación completa de sus fuerzas (63).

Por lo tanto, no resulta extraño que este ejercicio lleve a la lectora a la locura o, incluso, al suicidio (64). A pesar de la enorme importancia que atribuye a la lectura de ficción en la generación de enfermedades, Pulido (1876, pp. 64-65) no termina de rechazarla como forma de ocio para la mujer, sino que parece justificar su elección argumentando que la novela no es “la causa determinante de los estados nerviosos que sufren la mayoría de las mujeres”; simplemente es “una de las muchísimas causas que existen, y en este sentido la combatimos” (p. 71).

Precauciones durante el embarazo

En sintonía con este autor, Pedro Felipe Monlau en su Higiene del matrimonio o el libro de los casados (1865) defiende la lectura como forma de ocio para la mujer.6 Sin embargo, se encarga de establecer límites para que no se permita que el sujeto lector supere una dinámica basada en el mero entretenimiento:

Si yo estuviera casado, no me opondría a que mi mujer gustase de la música y de la lectura, porque una mujer aficionada a las artes nunca se aburre, aunque se quede sola. Pero no quisiera que fuese lo que se llama una artista, o una literata. No me gustan las mujeres sabias, ni las culteranas. Tengo por gran calamidad el estar casado con una mujer que use un lenguaje afectado: Conviene que el marido (como dice Juvenal) pueda cometer impunemente un solecismo (Monlau, 1865, p. 133; cursivas en el original).

No obstante, es mucho más categórico a la hora de limitar el ejercicio lector a la mujer embarazada o que desea ese estado, advirtiendo las trágicas consecuencias que pueden derivar de los excitantes que se hallan en sus lecturas. Por ejemplo, resulta ser el único de los autores consultados que considera que la ficción puede dar lugar a la esterilidad (230). Los trastornos nerviosos producidos por el ejercicio lector están incluso entre las causas del aborto: “Las señoras o muy pletóricas, o muy nerviosas, como también las de temperamento seco y ardiente, son las más predispuestas a abortar” (419), o de problemas diversos, como la falta de producción de leche materna o la ictericia (199). Por su parte, en el tratado de higiene El conservador de la salud (1846, p. 239), Rodríguez Guerra también advierte de la peligrosidad del ejercicio lector en la mujer que acaba de dar a luz, haciendo asimismo alusión a los posibles efectos en la leche materna.

Monlau (1865, p. 550), al igual que otros muchos autores, se refiere a la histeria aportando el dato de que esta enfermedad no es únicamente peligrosa para la paciente que la padece, sino también para las hijas que están por llegar. Esta propiedad hereditaria puede ser tan terrible que existe la posibilidad de que la mujer nerviosa dé a luz a “hijas histéricas” o engendre “criaturas escrufulosas, raquíticas”. Todo esto contando con que hayan tenido la suerte de un buen parto -dado que “estas mismas mujeres parecen condenadas, con escasas excepciones, a malos partos”-, y que el niño o la niña no haya fallecido en el intento: “las criaturas que llegan a término mueren en una proporción espantosa” (p. 550). Por lo tanto, concluye Monlau, cuando la mujer está embarazada:

Le prohibimos, en consecuencia, la lectura de novelas sentimentales, de dramas sangrientos, de relatos de batallas encarnizadas, de crímenes espantosos, de inundaciones, terremotos e incendios, etc.; y le ordenamos por regla general que evite toda contensión de espíritu, procurándose a toda costa la mayor calma y serenidad (Monlau, 1865, p. 402).

Descuret, en su Medicina de las pasiones (1857), también se pronuncia respecto de la secreción de leche materna y de la influencia de la lectura en ella. El autor considera que el problema no reside en que leer provoque un corte en la producción de leche, sino en que se produzca una alteración de sus propiedades, la cual pueda resultar mortal (p. 74).

La aproximación al género literario más censurado puede provocar un desarreglo de la imaginación y las pasiones en la mujer: “La lectura de las novelas ejerce una influencia no menos triste en el desarrollo de las pasiones”. Pese a todo, el autor comprende la causa que conduce a la mujer a sumergirse en este tipo de lectura, al explicar que las pasiones pueden surgir “ya por imitación, ya de resultas del tedio que inspira la vida real”. Con una motivación tan fuerte, se agrava el peligro de gran número de obras perjudiciales: “Por un centenar de novelas verdaderamente morales que a duras penas se encontrarían en toda nuestra literatura, las hay a millares buenas tan solo para falsear el entendimiento y pervertir de todo punto el corazón” (Descuret, 1857, p. 72; cursivas en el original).

Al ser más vulnerable a estas excitaciones ficcionales dado que, a diferencia del hombre -que “vive más bajo la influencia de su cerebro, y por consiguiente de su voluntad”- se encuentra “bajo la influencia del sistema nervioso ganglionar -es decir, bajo el predominio del sentimiento, que no raciocina”-, la mujer es mucho más proclive a las “pasiones extremadas” (Descuret, 1857, p. 38). Teniendo en cuenta esta consideración, no es extraño que Descuret pretenda alejarla también del espectáculo teatral, generador del erotismo (p. 71). Por ende, si se pretende tratar un problema de lujuria, el médico habrá de atender a los principales excitantes morales que la han provocado y entre los que destaca: “la lectura de novelas” y “la frecuentación de los bailes y de los teatros” (p. 276). Por otro lado, se pregunta si este arrebato sensual no es un caso de histerismo (p. 52).

Paralelamente, nos parece curioso apuntar que Descuret percibe en las mujeres histéricas un proceso de lucidez intelectual durante el transcurso de su enfermedad. Este repunte parece recordar la iluminación de Don Quijote a la hora de su muerte: “Últimamente, y en contraposición, observase que algunas mujeres histéricas o extáticas desarrollan, durante sus paroxismos, un talento, una elevación de ideas, una elocuencia infinitamente superior a sus medios habituales; pero esas iluminaciones súbitas y morbosas se extinguen siempre al recobro de la salud” (Descuret, 1857, p. 53).

Sobre la histeria en su relación con la lectura

Si dos de los autores estudiados han confirmado que el acercamiento a la literatura en la mujer -y sus consecuentes repercusiones nerviosas, tales como la histeria- proviene de un rechazo profundo al prosaísmo cotidiano, Benito Alcina, en su Tratado de higiene pública y privada (1882, p. 527), da un paso más al aconsejar a sus lectores que el mejor remedio para evitar la enfermedad femenina decimonónica por antonomasia es el respeto de la libertad.

Sin embargo, respecto a la lectura de novelas, el discurso no varía un ápice. En este caso, Alcina se centra en la importancia que este ejercicio tiene durante la adolescencia. Siguiendo a Jagoe (1998, p. 312) , observamos cómo este momento es considerado por los médicos de la época como un punto del todo transcendental para una mujer. Por esta razón, Alcina recomienda una especial vigilancia de su educación una vez que llega el momento de buscar un esposo dado que, de otra manera, “la púbera” podría convertirse en “un maniquí de su aparato sexual” y terminaría padeciendo de histeria o, incluso, de tisis:

Esa joven que al despertar de la alborada de la vida de sus ilusiones, se hace la esclava de la moda, la lectora apasionada de novelas de rancio romanticismo, la indispensable en las soirées, y si reúne condiciones de belleza, el objeto de todas las miradas; esa joven se encenderá del llamado pudor con los halagos del hombre, su sistema nervioso consumirá su economía, el flujo menstrual sufrirá perturbaciones, el afeite del tocador tendrá que sustituir a su antigua belleza y la histeria más invencible o la tisis más galopante descargarán su golpe sobre esa falsa Vestal de nuestra época (Alcina, 1882, p. 511; cursivas en el original).

También Grasset, en Enfermedades del sistema nervioso (1880), considera que la lectura puede conducir directamente a la histeria. Para prevenirla, el autor proscribe “los bailes, las reuniones, los adornos, las historias pavorosas y la lectura de novelas”. Respecto a estas últimas, toma a Tissot como argumento de autoridad para refrendar la prohibición: “Tissot ha dicho, con razón: ‘Si vuestra hija lee novelas a los 15 años, a esta edad tendrá vapores’” (Grasset, 1880, p. 466).

El desbordamiento de las pasiones o la ninfomanía

No sorprende encontrar la misma relación entre lectura e histerismo en el Tratado de las enfermedades de las mujeres desde la edad de la pubertad hasta la crítica inclusive, de José Capurón. La novedad es que este autor extiende la influencia de la lectura como causa general de cualquier enfermedad nerviosa (Capurón, 1818, p. 95).

Dentro de las posibles enfermedades originadas a raíz del ejercicio lector, Capurón se centra en la ninfomanía, es decir, aquella excitación erótica esbozada en los anteriores textos. Jagoe apunta a pie de página que esta enfermedad “se definió en 1769 y se popularizó en la obra de D. T. de Bienville, La Nymphomanie, ou Traité de la fureur utérine, de 1771” (998). Otra de las peculiaridades que encontramos es la analogía que encuentra entre ninfomanía e histerismo (Capurón, 1818, p. 94).

La conexión entre las dos patologías es comprensible si entendemos, como explica Foucault, que “la mujer ‘ociosa’” fue el primer objetivo a controlar sexualmente en el seno de la sociedad burguesa. Si la nueva clase social predominante “comenzó por considerar su propio sexo como cosa importante, frágil tesoro, secreto que era indispensable conocer”, la mujer parece resultar la encargada de encarnar la responsabilidad que se cierne sobre el grupo (2005, p. 129).

En el texto de Capurón percibimos que si una de las posibles causas de la ninfomanía ha sido la lectura o el teatro, el remedio de esta enfermedad ha de ir paralelo a sus causas. La prescripción debe producir “su efecto en la imaginación y el corazón” y, por ende, algunas de las soluciones son “huir de los espectáculos” y “de las lecturas romancescas” (1818, p. 89-90). Si no se dispone de los medios adecuados, la enfermedad puede ser mortal: “Finalmente, la enfermedad degenera en una manía de las más furiosas […] finalmente sobreviene la consunción, el marasmo y la muerte” (p. 88).

Tan relacionado se encuentra el ejercicio lector con la exaltación erótica que Vigarous, en su Curso elemental de las enfermedades de las mujeres (1807), afirma que un determinado tipo de lectura es la causa de esta enfermedad del deseo. Considera que las mujeres son más propensas a sufrirla “si son naturalmente propensas al deleite venéreo”, si mantienen esta naturaleza y la alimentan “con lecturas, conversaciones y pinturas obscenas, con las coplas y dichos libres” (Vigarous, 1807, p. 394).

Un discurso similar aparece en la obra de Amancio Peratoner Higiene y fisiología del amor en los dos sexos (1880). Como sus contemporáneos, Peratoner asegura que, si “la mujer vive en el seno del lujo y de la pereza, si se abandona a la lectura de novelas, si frecuenta teatros, bailes, museos, etc.”, se producirá un efecto inmediato en su organismo y, entonces, “la sensibilidad erótica se acrecerá con todos los desórdenes del sistema nervioso y todos los extravíos de la imaginación” (p. 91). Al igual que Capurón, Peratoner parece encontrar similitudes entre el deseo erótico y la histeria, y comprende la segunda como avivador de la sexualidad.

Pese a ello, hallamos dos grandes novedades en su tratado. Por un lado, propone el uso de la lectura ficcional y de la asistencia a los espectáculos como método para remediar la frigidez (Peratoner, 1880, pp. 98-99). Por el otro, se preocupa por explicar en qué consiste la imaginación y, gracias a esta conceptualización, entendemos el miedo atroz que provoca la literatura realista y naturalista por las consecuencias de su desbordamiento. En la definición completa encontramos la capacidad que tiene esta facultad para dar “un cuerpo a los deseos del presente” y animar “las esperanzas del porvenir”. Al ser contraria a la razón, en vez de dedicarse a presentarnos la realidad, la imaginación “nos abre sin cesar horizontes inmensos” y, por lo tanto, no actúa como su antagonista, que “nos sujeta en los lazos de una realidad brutal y nos muestra la vida sin prisma engañoso, como sin velos seductores” (p. 178).

Si se pretende que la mujer asuma la posición que se reserva para ella, habrá que mantener a raya la imaginación para que no componga nuevas posibilidades de actuación. De esta ecuación simple parece estar al tanto Álvarez Carretero, quien construye su Catecismo de higiene y economía domésticas: precedidas de unas nociones de fisiología (1879) a modo de manual de instrucciones para la mujer ideal. Desde el principio, establece los conocimientos necesarios para una mujer: “En absoluto no puede determinarse, porque las necesidades no son las mismas en todas las familias; pero por regla general debe saber: Religión y Moral, Lectura y Escritura, Aritmética, Gramática, Higiene y Economía domésticas, y Labores propias de su sexo” (pp. 84-85).

Por lo que respecta a la lectura, el autor es muy claro. La lectora no debe aproximarse aleatoriamente a cualquier texto, sino que estos deben aportar ejemplos de conducta a asimilar. Aunque, incluso para acercarse a este tipo de obras, debe hacerlo en un tiempo determinado. Álvarez Carretero aconseja que la lectura de “alguna obra moral” (1879, p. 151) solo se realice después de haber acabado todas las tareas del hogar. Asimismo, es permisible que los domingos y días de fiestas acuda a “leer un rato en una obra instructiva” (p.153). En La doncella cristiana, publicada en 1874, se nos advierte de los peligros originados si no se siguen estas normas de higiene moral y se cae en la tentación de leer libros prohibidos, y realiza una comparación entre estos y un cáncer que puede corroer toda virtud (Anónimo, 1998 [1874], pp. 81-82).

Para personificar este peligro potencial, la obra recurre al personaje de Clemencia, quien, gracias a las “novelas más licenciosas” y “las comedias más inmorales” , acaba por “imitar a sus heroínas de teatro y de novela”. El ejercicio imitativo conlleva la pérdida de “su piedad, la paz de su alma, sus costumbres, su reputación” y ve “desvanecerse una tras otra todas sus esperanzas” (p. 86). Se hacen así reales las catastróficas consecuencias de la distorsión entre ficción y realidad que apunta Ángel Pulido. Por añadidura, Clemencia ya no puede cumplir correctamente con su destino como mujer, tal y como lo describe Cubí i Soler en La frenología y sus glorias (1852): “La mujer está destinada a embellecer, a alegrar, a decorar la sociedad; el hombre a gobernar, vencer obstáculos; y en armonía con este destino, son por lo común, la Aprovatividad más, y la Superioritividad, menos desarrolladas en la mujer que en el hombre” (1852, p. 676).

La erotomanía y sus diversas definiciones

Los desórdenes eróticos de la mujer son denominados por diferentes autores como erotomanía o monomanía erótica. El citado Capurón habla de “metromanía, o furor uterino” (1818, p. 84). Sin embargo, bajo esta nueva etiqueta, hay una variante principal, que es la obsesión por un único objeto sexual: “no es más que una especie de melancolía o de amor platónico, en el cual la imaginación está ocupada profundamente del objeto que se ama”. Cuando las mujeres padecen esta fijación en una única persona amada, aunque en principio no les atormente el “deseo de gozar los placeres venéreos”, se produce en ellas una progresiva evolución hacia el deseo carnal en la meditación solitaria en la que se recrean. Mientras admiran “cada una de las cualidades físicas de aquel objeto”, en esa soledad “suspiran más a su libertad” y allí “ocultan y alimentan el fuego, que bien pronto va a abrasarlas” (pp. 85-86). En una segunda fase de la patología, “la imaginación se exalta” y entonces el sentimiento puro “se muda bien pronto en una pasión violenta, en un fuego que devora; la imaginación está siempre rodeada de las más obscenas ideas”. Una vez acabada esta fase, llega la paciente al último paso, cuando el fuego “hace explosión” y, como resultado, “la ninfomaníaca no sigue otro impulso que el de la naturaleza; se entrega al desarreglo de su imaginación, y no busca más que el placer” (p. 87).

Lo más interesante es que el nombre de erotomanía es utilizado por otros autores para describir una enfermedad similar, pero que se aleja de la dimensión física y ocurre solo en la lectura. Como apunta Amancio Peratoner, está relacionada con el ámbito de la imaginación (1880, p. 153). Resulta tan específicamente literaria que, como explica Giné i Partagás en su Tratado teórico-práctico de freno-patología o Estudio de las enfermedades mentales fundado en la clínica y en la fisiología de los centros nerviosos (1876), es la enfermedad que sufrió Don Quijote:

Don Quijote de la Mancha, tributando caballeresco culto a la sin par Dulcinea del Toboso, nos presenta uno de los tipos mejor descritos de la erotomanía, que, por lo demás, no es exclusiva de la edad juvenil, sino, al contrario, muy frecuente en la ancianidad, en el sexo femenino y en el estado de viudez. Las novelas, los relatos de aventuras amorosas y ciertas impresiones del teatro, deben figurar entre las causas ocasionales de esta vesania (p. 444).

En la definición que este autor aporta, observamos que esta “monomanía erótica, o erotomanía” se basa en “una exageración del sentimiento de amor puro, casto, desinteresado y libre de pasión carnal”, la cual no siempre tiene que estar inspirada “por personas de sexo distinto”, sino que puede forjarse hacia “una entidad forjada en la imaginación del alienado”. La persona afectada por esta aflicción dedica “toda su actividad psicológica al culto del ser idolatrado; no piensa sino en este y no siente sino por este” (p. 444).

Esta erotomanía es asimismo estudiada por Esquirol en su Tratado completo de las enajenaciones mentales (1847); el autor la define de manera concisa como “el amor llevado al exceso” (p. 7) y la comprende como un tipo de monomanía -un “delirio limitado a uno o un pequeño número de objetos, con excitación y predominio de una pasión alegre y expansiva” (p. 10)- de la que, nuevamente, Don Quijote puede ser el mejor exponente (p. 305).

Dentro de la categoría general de monomanía, Esquirol comprende la erotomanía como una perturbación de la imaginación que predispone a la obsesión hacia un objeto al que se le rinde culto amoroso fervorosamente. Sin embargo, no nos aporta información específica acerca de la existencia o ausencia de la dimensión física (p. 308). En lo que sí coincide con Giné i Partagás es en la consideración de la literatura como una de las posibles causas de esta enfermedad amorosa, además de su relación con lo naturalmente femenino (1876, p. 316). Del mismo modo, Broussais, en De la irritación y de la locura (1828), considera a Don Quijote como un monomaníaco perfecto (pp. 172-173). Aunque el autor no alude a la erotomanía, apunta otras variaciones de la monomanía:

Las variedades de la monomanía fundada en la satisfacción de sí mismo, o en el contento moral, son muchas: las más comunes son estas: aquellas en que determinan la naturaleza del delirio las opiniones tomadas en la educación, los espectáculos que se tienen a la vista, etc. Estas monomanías consisten en creerse […] que es uno rey, papa, emperador, príncipe de sangre real, héroe, gran señor, rico, opulento, sabio […] Los monomaníacos toman el lenguaje, el tono, la actitud y los gestos de las personas a quienes representan (p. 181).

En esta misma línea podemos encuadrar la explicación que ofrece Juan Drumen en su Tratado elemental de patología médica (1850) sobre la monomanía:

La monomanía es una afección cerebral crónica, infebril, caracterizada por una lesión parcial de la inteligencia, de las afecciones o de la voluntad. El desorden intelectual se circunscribe en un solo objeto o en un corto número de ellos, en los cuales parten los enfermos de un principio falso, raciocinando sobre él de una manera lógica, pero que modifica sus afecciones y los actos de su voluntad (p. 584).

Asimismo, realiza un análisis acerca del comportamiento de este tipo de enfermos, que “están sujetos a las ilusiones y a las alucinaciones” que “caracterizan a veces por sí solas su delirio y son la causa de la perversión de sus afecciones y del desarreglo de sus acciones”. Este autor hace mención de la erotomanía o monomanía erótica y la diferencia de la ninfomanía al igual que los últimos autores que hemos apuntado. Uno de los puntos que más llaman nuestra atención es la gran semejanza que se observa con el texto de Esquirol al apuntar a las personas más propensas a padecerla (pp. 585-587). Al mismo tiempo, resulta muy original el remedio que ofrece para curar esta aflicción: “Cuando las ideas amorosas alteran las funciones nutritivas y amenazan la vida del enfermo, casi se puede decir que el único remedio eficaz es el matrimonio” (p. 587).

Siguiendo a Foucault, podemos observar en esta propuesta-remedio el uso del concepto de familia como regulador de una sexualidad controlada:

Lo mismo podría decirse de la familia como instancia de control y punto de saturación sexual: fue en primer término en la familia “burguesa” o “aristocrática” donde se problematizó la sexualidad de los niños y adolescentes; donde se medicalizó la sexualidad femenina; y donde se alertó sobre la posible patología del sexo, la urgente necesidad de vigilarlo y de inventar una tecnología racional de corrección (2005, pp. 128-129).

Esta solución parece aportarse de acuerdo con la satisfacción de una única necesidad relacionada con su naturaleza biológica. Como explica Ruiz Somavilla (1994, p. 111), se reconoce en la mujer la denominada función genésica que, curiosamente, coincide con lo que se espera de ella.

Reflexión final

Cuando Carmen Martín Gaite disertara en su conferencia “La mujer en la literatura” (2002) acerca de la conexión entre la lectora y las letras, lo primero que pone de manifiesto es la importancia que la soledad tiene en esta relación dual entre libro y lectora. La autora habla de una “tendencia al aislamiento, al ensimismamiento y a la ensoñación” en la que “la niña que viajaba por las nubes” vaga tan absorta por su mundo de ficción que no pretende abandonar esa decisión voluntaria de retraimiento. Por lo tanto, se encuentra imposibilitada para asumir sin aflicción “los avisos que pretenden enjaularla nuevamente en las celdas de lo cotidiano” (2002, p. 327).

Alguien la ha interrumpido en sus “sueños de fuga” (p. 327), aquellos que no aparecen de manera azarosa, sino que “han sido alimentados en los sueños juveniles por la lectura asidua de novelas” (p. 328). Para extraer un verdadero aprovechamiento de lo leído, la “lectura requiere una concentración que incita al apartamiento y a la soledad”, por lo que su impedimento solo se soluciona si se oculta “a los ojos de quienes la pudieran vituperar”. La lectora entonces finge, “en suma, que se ha pactado con el obstáculo” (pp. 330-331).

En las novelas que alimentan los sueños, la escritora insta a valorar dos elementos esenciales a la hora de descubrir los primeros síntomas de vocación literaria en una mujer. Por un lado, propone analizar “el modo en que recibe e incorpora a su vida lo leído” y, por el otro, diferenciar los “modelos de mujer que se le dan a elegir como rectores de su comportamiento dentro de esas narraciones generalmente escritas por hombres” (p. 328). De esta manera, da cuenta de cómo a lo largo de la historia de la lectura,

ha tenido que romper la mujer con el tabú ancestral que le desaconsejaba tal dedicación, en el mejor de los casos como una pérdida de tiempo, y en el peor como un vicio peligrosísimo que no podía acarrearle más que desviaciones nocivas para su verdadera condición, y generadoras, en casos extremos, de locura (p. 329).

Es entonces la lectora uno de los demonios más terribles para los hombres, no tanto por su fiereza como por su carácter insondable. Una de las mejores maneras que he encontrado para describir a nuestras heroínas es la aportada por Martín Gaite, que alude a ellas como “mujeres que se perdieron por soñar con vivir lo que habían leído” (p. 333).

¿Qué hay detrás de la mujer que lee? ¿En qué clase de mundo está sumergida? ¿Hasta qué punto ha cambiado su pensamiento? Un hombre no puede luchar contra lo que no conoce, lo que es impenetrable y, por lo tanto, incombatible. Armando Jiménez Correa define este problema con mucha exactitud: “Cuando a la mujer real no se la puede asimilar a la imagen sublimada de la maternidad, o cosificar como puro sexo, comienza el terror masculino” (1990, p. 49).

Resulta relevante asimismo que todas estas patologías originadas desde la lectura se encuadren en un momento histórico en el que el cuerpo de la mujer adquiere tal relevancia que incluso surge la ginecología como rama científica destinada a la observación de su sexo.

Al igual que el objetivo de los médicos respecto al papel de la mujer en la esfera pública fue, de alguna manera, buscar “una forma de explicar por la vía científico-natural que el acceso de la mujer a determinadas reponsabilidades públicas tenía que ser imposibilitado” (Castellanos, Jiménez Lucena, y Ruiz Somavilla, 1990, p. 886), la enfermedad de la lectura no es más que un modo de coacción para imposibilitar a las mujeres una desmedida capacidad de acción sobre su rol de género.7

Para llevar a cabo la tarea de restringir los dos procesos que apunta Martín Gaite, en vez de proponerle modelos positivos a seguir, en la medicina se optó por el uso “de una auténtica batería de contramodelos, de diseños negativos, de todo aquello que una buena mujer no debería nunca ser”:

Si durante la Edad Moderna el contramodelo predilecto había sido el de la prostituta, desde mediados del siglo XVIII el envés de la perfección será la ninfómana, la mujer nerviosa, la clorótica, la histérica; una galería de espectros que prontó inundó las revistas dirigidas a la mujer, la novelística, los folletines, el teatro, y que la institución del médico de familia se encargó de hacer llegar a todos los hogares acomodados (Moreno, 1994, p. 84).

La “intención de demarcarle el territorio en el que poder moverse y actuar de forma que no produjese alteración en el cuerpo social” (Ruiz, 1994, p. 114) se consiguió mediante la demonización de su naturaleza biológica. Es, por lo tanto, el discurso médico el generador de “un modelo de mujer en relación a la salud y a la enfermedad que respondía al modelo social que querían perpetuar” (p. 113). En vez de optar, como otros tantos lo hicieron -la religión, por ejemplo-, por la exaltación de las cualidades deseadas en el ángel decimonónico, advirtieron de los peligros encerrados en la categoría mujer:

Irresponsables y sometidos al determinismo de la causalidad -natural y social a un tiempo-, la ninfómana y sus excesos, que sirvieron a la medicina para elaborar un modelo de identidad femenina definitivamente disociado de la castidad, revelan sin embargo una libertad más salvaje y primitiva […] una naturaleza irredenta y tempestuosa, sublime por su desmesura, que la moderna razón patriarcal pretendía dominar sin dejar a la vez de sentir por ella todo el temor y el temblor de su propio abismo (Vázquez, 1994, p. 135; cursivas en el original).

En la literatura médica se presenta el libro como un instrumento de perversión, capaz de originar el levantamiento de los peores instintos de una mujer. Si, como apunta Robert Archer -en relación con Ana Ozores, pero que puede ser perfectamente extrapolable al resto de lectoras-, “la principal dificultad de Ana con los libros es que ella espera que los libros satisfagan sus necesidades más profundas, como su vida no puede hacerlo” (1992, p. 353; traducción de la editora), entonces entendemos la lectura no como un manantial de inagotables mentiras, sino como un caja llena de infinitas posibilidades.

Referencias

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1 Esta es la representación más conocida, aunque no es la única. Para ampliar información acerca de las diferentes formas en que la mujer que lee es reflejada por la novela realista y naturalista española (véase García, 2016).

2Para obtener información acerca del personaje de la mujer lectora durante este periodo merecen ser destacados —entre otros muchos— los siguientes trabajos: Acevedo-Loubriel, 2000; Behiels, 2005; Catelli, 1995; Correa Ramón, 2006; Hindson, 1989; Jiménez Morales, 2008; O’Connor, 1985; Patiño Eirín, 2005; Sanmartín y Bastida, 2002; Servén Díez, 2005; Tsuchiya, 2008.

3La acentuación de los tratados ha sido modernizada.

4Podemos deducir la enorme importancia de esta obra dado que “fue uno de los poquísimos textos médicos a publicarse durante la llamada Ominosa Década de represión monárquica, de 1823 a 1833” (Jagoe, 1998, p. 317) y, por ende, se leería “probablemente con mucha atención por la comunidad científica” (p. 318)

5El autor propone textos de botánica, física y química, astronomía, geografía o antropología como lecturas positivas para las mujeres, ya que “fomentarán la inteligencia y distraerán sencillamente” (Pulido, 1876, p. 67).

6“La higiene, la ciencia de cómo preservar la salud, desempeña un papel importante en el mundo de la medicina española a partir de los años 30, cuando surge como intento de combatir las grandes epidemias de cólera, fiebre amarilla y sífilis que azotaban el país y las pésimas condiciones de vida en los barrios bajos de las ciudades” (Jagoe, 1998, p. 319-320). Sin embargo, este objetivo inicial es rápidamente superado debido a las posibilidades potenciales que se advirtieron en ella: “rápidamente los médicos comprendieron su papel como sacerdotes de la salud de una manera más holística” (Charnon-Deutsch, 2008, p. 178).

7“La retórica de la enfermedad y el contagio conecta así el cuerpo privado, el cuerpo social y el cuerpo político. Por ejemplo, debido a sus menstruaciones, las mujeres no debían ocupar cargos de importancia, y era fundamental para la higiene de la nación el mantenerlas en el hogar” (Charnon-Deutsch, 2008, p. 180).

Recibido: 31 de Agosto de 2017; Aprobado: 12 de Marzo de 2018

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