Abordar el tema de la conquista de México por las huestes hispanas del siglo XVI es, sin duda, abrir un abanico de guardas amplias, denso varillaje y un país donde quepan todo un nuevo continente y una monarquía que se pretende universal, enmarcado por cenefas que se anclan en dos continentes, unidos por ese mar Atlántico “transmisor de acontecimientos y noticias inimaginables” como bien señala Ascensión Hernández Triviño en el trabajo con que abre el libro que hoy nos ocupa, y donde ella da cuenta de cómo la figura de Hernán Cortés se inserta en la geopolítica renacentista, recurriendo a reflexiones que el propio conquistador esbozó en sus escritos, y en particular en las famosas Cartas de relación. La autora pasa revista a las herencias recibidas por Carlos de Gante de sus cuatro abuelos, para luego detenerse con erudición, claridad y buena pluma, en las aportaciones de Cortés en la consolidación del señorío de los que considera “los mayores príncipes del mundo”, Carlos y su madre Juana, el papel que jugará la Nueva España en la expansión de esa Monarquía, tenida por Universal, y sus empresas en la búsqueda de la especiería y el sometimiento de la Mar del Sur, empeñado en poblar la tierra y conquistar la mar.
En efecto, a poco de abrir las hojas del texto que nos ocupa, se aprecia que, con papel siempre a mano, los horizontes de Cortés se antojaban ilimitados. En ellos tampoco se ponía el sol. Digno representante del Renacimiento, abarca con su correspondencia ambos lados de la mar océano en al menos tres continentes, donde vinieron a acabar las resmas de papel que compraba, con cartas destinadas a personas de la Corte, ya en Castilla, ya en Flandes, ya en Italia, o el sitio en que se encontrasen; sitios precisos adonde lo dirigen sus conocimientos, sus intereses y su olfato. Tierras, esclavos, listas de cargazones, tributos, quitaciones y otros muchos temas emergen en misivas breves o largas, de 20 renglones hasta pliegos enteros, de mano de sus secretarios, escribanos y contadores o, cosa asaz rara, de la suya propia.
Muestra clara de su acendrado conocimiento y astuto manejo de las letras, las voces, las circunstancias y el protocolo, son los títulos que se deslizan en sus misivas: desde los escuetos “Señor” y “Señora” y los “noble”, “muy noble”, “muy ilustre”, “muy virtuoso”, “magnífico”, “muy magnífico”, hasta rematar en el “sacra cesárea católica majestad”, o, en la cima: “al muy alto y potentísimo César; muy católico e invictísimo señor don Carlos, emperador semper augusto, rey de España, nuestro señor”. Y concluye las cartas en consonancia: “A lo que mandardes”, “A lo que ordenardes”, “A lo que, señor, mandardes”, “A lo que os cumpliere”, y, de la cima a la sima: “De vuestra sacra majestad muy humilde siervo y vasallo que los muy reales pies de vuestra Alteza besa”.
Sobre esos y decenas de detalles más nos ilustra el atractivo texto de María del Carmen Martínez, “Hernán Cortés: redes epistolares”, que muestra el papel que jugaron en la empresa de conquista y su consolidación las misivas y otros escritos de don Hernando, capaz de blandir un discurso de tono legal y legitimador franco, sin desdeñar argucias para asegurarse de lograr lo que deseaba. Díganlo si no las cartas duplicadas y hasta triplicadas, enviadas por diferentes vías o con diversos portadores, cuando no ocultas entre bastimentos y, previamente enceradas, hasta en barriles de agua.
Si, como señala la autora, Cortés vivió “insistiendo en trazar puentes de papel” para proclamar su fidelidad y voluntad de servicio”, no cabe duda que es gracias a la acuciosa, continuada y diligente labor de Carmen como podemos nosotros transitar por esos puentes y, desde sus barandales, asomarnos confiados a ver fluir el copioso río de información y tinta que ella ha hecho posible aprehender, en todos sus textos sobre el extremeño y su entorno, desde las cartas de sus padres hasta la epopeya seguida por cada uno de sus hijos, sin dejar de lado a sus compañeros en la empresa, de quienes se ocupa Veracruz, 1519. Los hombres de Cortés. En ese río de información -bien lo muestra desde su título ese libro-, la figura del marqués no transita sola. Como se preocupó de dejar claro desde tempranas épocas Bernal Díaz, aunque los privilegios favorecieron sobre todo a uno, se trató de una empresa colectiva, en la que tomaron parte otros europeos y muy, pero muy copiosos conglomerados indígenas.
Algunos de ellos figuran también en el libro, como Pedro de Alvarado, al que George Lovell califica de “mano derecha” de don Hernán, y que en no pocos aspectos fue también como un “pie izquierdo”, ya que, tan imprudente como sanguinario, el de Badajoz fue protagonista de no pocos desatinos y atrocidades, tanto en la conquista de México como en las del Salvador y Guatemala, por no hablar de sus desencuentros con sus coterráneos Grijalva, Almagro y Pizarro, como bien nos recuerda el autor, a los que sumaría yo sus querellas con Francisco de Montejo, otro de los colaboradores connotados de don Hernán, que lograría un adelantamiento pese a lo recomendado en las instrucciones firmadas por los alcaldes y regidores de la Villa Rica de la Vera Cruz, en las que se detiene el ensayo de Rodrigo Martínez Baracs; instrucciones que se elaboraron para guiar a sus dos procuradores ante la Corte, Alonso Hernández de Portocarrero y, justamente, Francisco de Montejo.
Lovell detalla las fracturas que sufrió la relación Cortés-Alvarado en Cozumel, Cholula y Tenochtitlan, tres ejemplos de las diversas ocasiones en que “su buen juicio era cegado por el impulso”, y cómo sus afanes vengativos, al tiempo que destruían a los indígenas, amenazaban los intereses de sus compatriotas. De ello dio nuevas muestras en la cruenta conquista de Guatemala, donde su ambición insaciable logró que se alzaran en su contra sus aliados kaqchikeles. Ya tendría tiempo más delante de sancionarlos brutalmente, explotándolos en una descabellada y fatídica expedición que tenía como objetivo el Reino de Quito, y que terminó con decenas de españoles y centenares de indios congelados en los Andes. Un desatino que Lovell evoca a través de Eduardo Galeano, pero que se antoja asimismo un gélido anticipo del espléndido relato de William Ospina en El país de la canela.
Y ya que el texto de George Lovell nos permitió atisbar en el mundo maya, sigamos en él, aprovechando que se despliega por una tercera parte del libro, abordando visiones regionales de Tabasco y la base peninsular de Yucatán, hasta tocar sus límites en la región de los itzáes, con lo que cerraremos el círculo, al retornar a Guatemala.
Judith Gallegos y Ricardo Armijo dedican su ensayo a exponer algunos cambios y persistencias en la población chontal, hoy denominada yokot’an, comenzando por referirse a la expedición de Grijalva y lo que de ella figura en un escrito que se atribuyó a su capellán Juan Díaz, aunque hace algunos años Carmen León cuestionó tal autoría. Tras recordarnos la batalla de Centla y la “fundación nominal” de una villa que nunca tuvo carácter legítimo, se detienen en la travesía de Cortés rumbo a Honduras, iniciada en la provincia de Cupilcón y continuada por las de Tauasco, Zagoatán y Acalan. En ese trayecto, como es sabido, los habitantes del área, profundos conocedores de ese archipiélago de islotes temporales, le indicaron al conquistador los pormenores geográficos de la base de la península, hablándole, según asienta, hasta de “la costa de la mar, de la otra parte de la tierra, que llaman Yucatán, hacia la bahía” de la Ascensión, que él erróneamente consigna como de la Asunción (Cortés, 1963: 243). Tan puntual conocimiento no es de extrañar tratándose de un pueblo de mercaderes célebres por traficar con buena parte del mundo maya y más allá, bien por comercio fluvial, bien circunpeninsular, hasta Nito, en la costa de Honduras. No obstante que para cuando los europeos llegaron a la zona las actividades mercantiles habían cambiado de centros nodales, Tabasco en su conjunto era aún sitio de comercio reconocido, y sus habitantes seguían validando su fama como profundos conocedores de la geografía peninsular y del septentrión centroamericano.
Tomando como base sus propias investigaciones arqueológicas, Gallegos y Armijo ofrecen un valioso y ameno panorama de la vida cotidiana en la ciudad de Joy’Chan, Cielo enrollado, hoy más conocida con su nombre náhuatl de Comalcalco, la cual basaba su subsistencia en la agricultura, sin soslayar la caza y la pesca que permitían los humedales, las ciénagas y las llanuras costeras. Papel destacado jugaba también la recolección, incluyendo la de conchas de moluscos, usadas para elaborar morteros de gran calidad, así como pastas para repellar y ornar las construcciones. Y hablando de construcciones, imposible olvidar la factura de ladrillos característicos de las construcciones de la élite. Vasijas, figurillas de molde e incisiones y modelajes en y sobre los ladrillos, aparecen en un texto que se detiene en las viviendas del común, las comidas y el atavío como muestras de la cotidianidad chontal.
Después de exponer los datos (escasos) que ofrecen Cortés y Bernal en su paso por el área, los autores se apoyan en las Relaciones Histórico Geográficas de 1579 para describir los cambios registrados en esas seis décadas tras la batalla de Centla, entre los cuales acaso el más destacado fuese la desmesurada proliferación de ganado cimarrón en los ricos pastizales del área, contrastante con el decaimiento de la producción cerámica, pese a lo cual seguía siendo fuente de ingresos, así como los productos de pesca, junto con venados, tortugas e iguanas, matizaban aún con un tono particular a la alimentación. No obstante, tal como antes, los afanes y los días de los vecinos se centraban en el cacao, que los chontales se esmeraban por cultivar, ahora para enriquecer también a los hispanos, y satisfacer sus desmesuradas exigencias de tributo.
Mencionaba antes la entrega que hicieron los nativos de planos o “figuras de la tierra”, a más de describir pasajes y paisajes, pero cabe recordar también que poco pudo aprovechar de ello Cortés en numerosos tramos, pues, según escribe, “como ellos no se sirven sino por agua, no sabían el camino que yo debía de llevar por tierra”. No le quedó más remedio que enviar a indígenas, de entre los miles que traía del Altiplano, y ciertos españoles, “a descubrir el camino, y descubierto, abrirle por donde pudiésemos pasar, porque todo eran montañas muy cerradas […y] había ciénagas muy trabajosas, porque en todas o en las más se hicieron puentes […] porque en toda aquella tierra no se hallaba camino para ninguna parte […] porque todos se sirven por el agua […]” (Cortés, 1963: 243-247).
Para internarse en esa maraña vegetal sin ahogarse en humedales, ciénagas, ríos, riachuelos y pantanos no concibo mejor guía que Flora Salazar, quien nos conduce a su través, incidiendo en particular en esta ocasión en las cuencas bajas de los ríos Tauasco, luego Grijalva, y el “más poderoso” de la zona, el Mazapa, rebautizado como Dos Bocas (nombre particularmente sonado en la actualidad, no siempre con timbres eufónicos), y que fue desviado hacia 1675; cuencas cuya historia se permite recrear Salazar a lo largo de más de 250 años, con la habilidad que la caracteriza, para mostrarnos cómo lucían esos rostros líquidos hoy casi irreconocibles. Y no sólo los rostros; también los registros de topónimos e hidrónimos, que fueron alterados de tal modo que, el Grijalva que hoy conocemos como tal, no es el que se bautizó con el nombre del comandante Juan de Grijalva el 8 de junio de 1518. Singular muestra de cambios de identidades hídricas.
Por esos cauces cambiantes transcurre la recreación de la autora, que se basa para ello inicialmente en los que denomina “testigos de vista”, como Juan Díaz (en obra que se le ha atribuido), Andrés de Tapia, y los imprescindibles Cortés y Bernal, pero se detiene también en el bello Mapa de la provincia de Tabasco del encomendero Melchor de Alfaro Santa Cruz (1579), que ilustra sistemas limnológicos hoy desaparecidos, como el de Dos Bocas, alertando de paso acerca de la muy posible participación de indígenas en su elaboración.
Salazar nos hace acompañar a Alaminos y a los pobladores de la villa del Espíritu Santo o Guazacoalco, y pasa luego a desglosar lo que consigna la Quinta carta acerca del Mazapa-Dos Bocas y lo que aporta para el conocimiento de la cuenca media y baja del Grijalva en el siglo XVI, sin desdeñar notas sobre la organización sociopolítica de las “provincias” y la ayuda que le brindaron los pobladores de algunas y la huida que emprendieron otros, como podrá apreciar el lector, a quien dejo el placer de descubrir también lo que nos ofrece sobre la última fuente de su estudio, dedicada al geógrafo y cartógrafo real Tomás López de Vargas, que elaboró en 1783 un mapa que buscaba plasmar el camino de Cortés a Las Hibueras.
De la accidentada travesía da cuenta también José Manuel Chávez en su escrito, pero con un objetivo distinto. Contrastando diversas crónicas, recrea los contactos de Cortés con cinco etnias mayances distintas. Inicia con los mayas peninsulares de Acuzamil (Cozumel), famoso sitio de peregrinaje, y continua con los de la hoy llamada Isla Mujeres; toca luego el turno a los chontales, a los que se refirieron Gallegos y Armijo, pero Chávez hace hincapié en los de Potonchán, donde iniciaron las acciones bélicas en tierra firme. Ocasión, por cierto, en que el extremeño tuvo un gesto que, sin él saberlo, presagiaba el futuro mesoamericano. Pese a que los naturales, en tierra o desde sus canoas, esgrimieron “muy valientemente, con grande esfuerzo” sus varas tostadas y lanzaron “grandes rociadas de flechas”, sin jamás “volver las espaldas”, todo fue inútil ante la artillería española. Horas más tarde Hernán Cortés tomaba posesión de la tierra en nombre de su majestad y, narra Bernal, “fue desta manera: que, desenvainada su espada, dio tres cuchilladas en señal de posesión en un árbol grande, que se dice ceiba, que estaba en la plaza de aquel gran patio [...]” (Díaz del Castillo, 1982: 58-59). Golpe certero. Tres cuchilladas en el sostén del universo chontal... Éste, comenzó a desmoronarse.
José Manuel aborda después el desastrado viaje a Las Hibueras, que dio pie a los contactos con los mactunes del rico señorío de Acalan (marco del brutal ajusticiamiento de Cuauhtémoc y otros señores), desde donde marcharon a las accidentadas y montuosas tierras de los cehaches, los del venado, quienes, aunque en ocasiones les proporcionaron alimentos, astutamente esquivaron los encuentros con los 400 hispanos y sus miles de aliados nahuas, que continuaron el viaje por territorios itzáes, para convertirse en los primeros en conocer la cabecera lacustre de Tah Itzá en la isla de Noh Petén, señoreada por Can Ek. Éste, sabedor de lo ocurrido con Tenochtitlán, los recibió de manera cordial. Estrategia para deshacerse pronto de visitante tan peligroso, y que se avaló temporalmente acertada, pues Tah Itzá, cabe recordar, sería el último reducto maya en ser conquistado, por una hueste de españoles e indígenas procedente de Yucatán, ya agonizando el siglo XVII, el 13 de marzo de 1697. Habían transcurrido 176 años del derrumbe de la sede del gran señorío mexica.
Aquí me detengo, evocando un episodio que da cuenta de cómo En torno a la conquista siempre habrá visiones recientes, incluso siglos después de ella, como bien exhibe este libro. No resta pues sino agradecer a sus autores y editores, Aurora Díez-Canedo y José Manuel Chávez, el que nos permitan apreciar otras facetas y nuevas aproximaciones a ese acontecimiento que fue y sigue siendo parteaguas incuestionable en nuestra historia.